Treinta y seis

El cazador no sabía qué estaba pasando. Sólo sabía que se tenía que esconder.

Corrió por el centro de la calle, zigzagueando cuando se acercaba a los semáforos, pues desde hacía tiempo sabía que muchas veces significaban que había cámaras de seguridad cerca. Distinguía los semáforos por sus tres ojos, dispuestos en vertical, y sus largos cuerpos negros preparados para atacar, como cobras. Un paso lo daba en el asfalto, el siguiente lo daba en tierra. Todo estaba mal.

Sabía dónde iba.

En la calle aún había gente, y le miraban. La pintura estaba por todas partes, encima de él, le impregnaba la ropa, le pegaba un párpado al otro. Percibió un minúsculo destello, una luz roja, en el límite de su visión periférica, y dirigió su arma hacia él.

No había nadie: el espacio entre dos árboles en sus ojos se convirtió en el escaparate de una tienda. Se acercó a él. La luz roja volvió a destellar. Una caja con cristal negro —un ordenador, se dijo— y un ojo encima. Cuando avanzó por delante de ella, la luz roja se volvió a apagar, debajo del ojo.

El cazador echó a correr. Tres tiendas más allá vio otra luz que se encendía y apagaba.

Había ojos en todos los escaparates.

Estaba atrapado en el futuro, y todos le estaban mirando.

El cazador cruzó por el paso de peatones. Un bisonte, gigantesco y negro y con la piel mojada de agua del estanque, se precipitó hacia él desde el otro lado del sendero. Sin dejar de correr, le disparó entre los ojos. Aquello dio un extraño bandazo y se golpeó contra un robusto arce negro de la esquina, se envolvió en torno a su tronco y echó humo cuando quedó quieto. El cazador ya se había ido.

Tallow pinchó el modo Forward de Ambient Security. El sistema empezó a recoger imágenes de la webcam activadas por el movimiento en las calles de delante. Había una imagen impresionante de un hombre enloquecido por el terror y cubierto de pintura naranja que miraba a la cámara y se daba cuenta de que le había grabado. Estaba tres manzanas delante de él. Eres rápido, ¿eh, hijoputa?, pensó Tallow, y se alegró de haber cogido el coche. Era imposible que le hubiera podido seguir a pie, y reconocía que en coche tampoco le iba tan bien. Trasladó la ubicación de la imagen al plano, consideró el funcionamiento del tráfico e hizo un viraje, con la esperanza de no haber deducido mal.

Vio un coche empotrado contra una farola. Habían disparado contra el parabrisas.

Un lince cruzó por delante del cazador, haciendo un ruido como el de una tempestad en el río. Lo montaba un ser humano con una cara plana de cristal.

El cazador intentaba encontrar frenéticamente los puntos de referencia que recordaba, pero todo estaba en movimiento.

Distinguió el letrero de una calle que le proporcionó una señal entre el caos serpenteante de su visión, consiguió orientarse y se lanzó a toda velocidad por un callejón.

Tallow advirtió un borroso cambio de orientación en su teléfono, llevó los ojos al plano y supo adónde iba el cazador.

Conocía aquel callejón, sabía adónde llevaba y ahora estaba seguro del destino de la carrera del cazador. Tallow imaginó que su hombre, en realidad, estaba muy cerca de él.

El cazador surgió del callejón y vio una jauría de perros que doblaba la esquina de la calle a su izquierda lanzando unos chillidos terroríficos. El cazador movió la cabeza de un lado a otro, agarrando con más fuerza su pistola. La jauría se convirtió en un vehículo de motor que él conocía.

El coche se subió a la acera. El cazador no podía quedarse a luchar. Disparó al coche, se dio la vuelta y corrió a ponerse a salvo.

Era un disparo certero, y un buen recordatorio para Tallow de que el lunático salpicado de pintura de la calle era el asesino más prolífico y eficiente del que hubiera oído hablar nunca. El parabrisas enloqueció y la esquina derecha de su asiento explotó escupiendo trozos de plástico barato y gomaespuma amarilla. No veía nada y no tuvo más remedio que pisar el freno. Le dolía el hombro derecho, en la parte de arriba. Echó una rápida ojeada y vio un corte limpio que chamuscaba la hombrera de su chaqueta. Nada importante. Tallow dio un codazo, haciendo un agujero en el cristal del parabrisas, e intentó convencer al coche de que anduviera otra vez. El coche no tenía interés e hizo un sonido como de perro enfermo que mordisquea una rama.

El cazador se había alejado veinte o treinta pasos antes de darse cuenta de que no oía el coche en marcha. Estaba detenido, medio subido en la acera.

El cazador sabía que no podía parar. Medio minuto de sprint le dejaría por completo fuera de la vista de Tallow. Pero el coche no se movía. Podría haber herido a Tallow. Podría haber paralizado violentamente la maquinaria del vehículo. Debería correr. Pero a Tallow había que matarlo. Él quería matar a Tallow con todas sus ganas. Un cazador no abandona la presa así sin más. Habría sido de mal gusto alejarse.

El cazador se puso a andar de vuelta al coche, con rapidez.

El puñetero motor no quería ponerse en marcha. Tallow no sabía por qué. A Tallow no se le daban bien los coches.

Jim Rosato siempre había dicho que a Tallow no se le daban bien los coches. Por eso conducía él. Jim Rosato siempre había dicho que Tallow no era un policía de calle como él, y por eso él intervenía antes en cualquier situación que se presentase en la calle.

—Jim Rosato está muerto —dijo Tallow, mientras hacía girar la llave de contacto y pisaba los pedales. El coche dio un salto hacia delante como un animal, desprendiéndose de un tapacubos cuando alcanzó la calzada.

El cazador hizo un disparo. No se fiaba lo suficiente de su visión para disparar a la cabeza, de modo que lo dirigió contra el bulto más grande que pudo enfocar.

El proyectil alcanzó el chaleco de Tallow, justo encima del corazón. Fue como si una pelota de béisbol dejara violentamente sin aire sus pulmones. El corazón se saltó tres latidos y el mundo se puso negro y rojo por los bordes. El coche dio unos bandazos, chocando contra la acera opuesta, y se llevó por delante un dispensador de periódicos antes de que Tallow consiguiera recuperar el control de la máquina y el suyo propio.

Otro disparo aulló por el capó. Esquirlas de metal caliente arrancadas por el proyectil a su paso salieron disparadas hacia el interior del coche y la cara de Tallow. Soltó un sonido como si estuviera rugiendo mientras enderezaba el coche calle adelante con impulsos homicidas.

El cazador no tuvo más remedio que darse la vuelta y correr.

Tallow intentó mantener el morro del coche detrás del cazador, pero el hijoputa hacia eses entre las farolas, los buzones y cualquier otra jodida cosa que se interpusiera entre él y el coche mientras corría como una gacela. Tallow iba sorteando los obstáculos, suponiendo lo que haría el otro. Estaba notando intensos pinchazos de dolor en el pecho cada vez que intentaba respirar.

El cazador dobló a la izquierda en el cruce siguiente, disparando otro proyectil sin mirar. La bala se hundió en la parte delantera del coche, hizo carambola con algunas piezas del motor y salió por la parte inferior del asiento del conductor.

Tallow soltó un alarido cuando un trozo de su pantorrilla derecha salió despedido. Maldijo y pataleó tratando de sacudirse el dolor. Tenía la cara mojada. Se secó el sudor en cuanto pudo, antes de que se le metiera en los ojos, y vio sangre en sus dedos cuando éstos se volvieron a cerrar sobre el volante. Maldijo dos veces. La sangre puso resbaladizo el volante, y resultaba difícil agarrarlo. Su pierna estaba llena de arenilla que quemaba y salía humo del capó del coche.

Tallow tuvo que conducir entre el tráfico para continuar la persecución. Evitó un choque lateral por centímetros y tuvo que subirse otra vez a la acera, regateando señales de tráfico mientras se metía disparado en el carril contrario de la calle siguiente y rezaba porque no viniera ningún coche de frente.

Las actualizaciones de Ambient Security disminuyeron. Las fachadas de las tiendas escaseaban. El cazador se había perdido de vista. Tallow tenía que fiarse de su conocimiento de la ciudad, de todo lo que había aprendido los días pasados y de su instinto. No quedaba nada más.

El cazador lo había conseguido. Sabía que sólo llevaba unos segundos de delantera a Tallow. Buscó a tientas la llave dentro de su bolsa, tocando la anilla cosida al fondo. No había nadie cerca: aquella fachada del edificio, la de atrás, siempre estaba en silencio a aquella hora de la noche, y él tenía recursos para entrar de los que echar mano. Pero necesitaba la llave.

Sólo llevaba encima dos. Una, la de la calle Pearl, y otra, la de aquella casa. Le habían dado las dos, y mantenía ambas a buen recaudo. Soltó la llave.

Tallow condujo el coche dando bandazos hasta la parte de atrás del Centro de detención de Manhattan. Había tres vías de entrada, cada una lo bastante grande como para permitir el acceso a un furgón con detenidos, todas cerradas con persianas verdes. A la izquierda de ellas, una sola puerta enmarcada en un hueco. Ningún policía por allí. De noche allí atrás no había circulación, como regla general, y un hombre con paciencia observaría el escaso ajetreo reinante antes de dirigirse a aquella puerta.

El cazador estaba allí, metiendo la llave en la cerradura. Si Tallow se detenía ahora, tendría un tiro fácil. Pero un tiro fácil a distancia, y su visión y fuerza para agarrar el arma estaban afectadas. Tenía que apuntar al pecho si quería asegurar el blanco.

Tallow quería matarlo.

Durante un segundo se vio en lo alto de la escalera del edificio de apartamentos de la calle Pearl mirando al hombre que había matado a su compañero y convirtiéndose en un ente descerebrado que empuñaba una pistola y que sólo mataba gente.

El hueco era estrecho.

Tallow aceleró el coche hacia allí de todos modos.

El cazador se dio la vuelta y vio una avalancha negra en llamas con ojos brillantes y soltando humo y algo cubierto de sangre cabalgándola hacia él y puso el grito en el cielo.

El coche embistió contra el hueco a la mayor velocidad que podía, aplastando los dos faros, hundiendo el radiador, arrancando grandes trozos del parachoques delantero y estrellando el morro contra el cazador, al que destrozó derribando la puerta.

El airbag envolvió a Tallow con nubes de plástico.

Tallow tuvo ganas de quedarse tumbado sobre él para siempre. No podía. El cazador tenía un arma. Lo único en lo que podía pensar era en que el cazador tenía un arma. Apartó el airbag y trató de abrir la puerta del acompañante. Le exigió mucha fuerza, y tuvo que empujarla con el hombro, que le dolía. Salió del coche y cayó allí mismo. Su pantorrilla no estaba haciendo una parte del trabajo esencial para mantenerlo de pie. Tallow se agarró a la puerta, poniéndose derecho con esfuerzo, y se afianzó antes de sacar la Glock.

El cazador estaba tumbado de espaldas entre los restos de la puerta, inmóvil.

—No —dijo Tallow.

Tallow pasó por encima de lo que quedaba de la parte delantera del coche, haciéndose un corte en el muslo con un trozo saliente de la carrocería sin apenas darse cuenta. Ya no le preocupaba la pistola del cazador. Lo único que podía pensar era:

No te atrevas a morir.

El cazador no se movía. Y luego se produjo una dolorosa y estremecida inhalación. Y luego otra.

Ahora Tallow oyó sirenas. Momentos más tarde, había voces al alcance del oído, y sonido de armas que se montaban.

Tallow enseñó su placa, les dijo quién era y les dijo que necesitaba a los de asistencia médica allí desde hacía cinco minutos.

—Este hombre no tiene que morir. Ni tiene que escapar.

Tallow se apartó. La pistola del cazador estaba a la vista, lo que le gustó. También la bolsa del cazador. Tallow la recogió y miró en su interior.

Doblada en el fondo de la bolsa había una pequeña cartera negra que contenía una placa de inspector del Departamento de Policía de Nueva York.