Diecinueve

Tallow se despertó hacia las seis de la mañana, con una sensación como de que por la noche hubieran rodado rocas por encima de él.

La ducha no sirvió de mucho. Soportó una sesión breve pero explosiva en el retrete, y cuando se volvió a vaciar la cisterna había sangre en la taza. Se vistió, volviendo a meter algunas cosas en el maletín del ordenador portátil, y salió.

A las siete estaba delante de una gran floristería que conocía, en Maiden Lane. Estaban abriendo, y descargaban plantas de camiones aparcados temporalmente en doble fila en la calle de tres carriles. Tallow entró por la puerta principal, pasando junto a dos hombres insultantemente sanos con camisas sin cuello y pantalones de chándal que cargaban con palés de pesados tiestos como si fueran bandejas de una cafetería. Una mujer delgada lo distinguió en la separación entre dos enormes e insufribles monolitos de vegetación que podían haber sido trífidos y dijo:

—Lo siento, todavía no hemos abierto.

Con simulado pesar, Tallow le enseñó la placa.

—Lo sé. Sólo tengo que hacer una pregunta rápida sobre algo.

La mujer anduvo a su alrededor, secándose las palmas de las manos en unos pantalones vaqueros que no eran azules desde hacía cinco años. Era blanca como las azucenas, y esbelta, y su pelo tenía el brillo pálido de las rubias que han trabajado mucho tiempo al sol.

—¿Qué quiere saber, inspector? ¿Es una pregunta rápida sobre su mujer, una novia o su madre?

—No le he enseñado la placa para que me trate de un modo especial, lo prometo. Necesito ver una planta del tabaco. Si tiene una.

Sus ojos decían que tenía cuarenta y tantos, pero sólo se le marcaron dos arrugas en la frente cuando frunció un poco el ceño pensativamente.

—Hmmm. Creo que tengo. Venga conmigo.

Le hizo pasar por cuatro o cinco etapas de vida vegetal, siguiendo un pasillo, hasta una pequeña jungla de arbustos. Tallow vio que bajaba la vista y recorría tres estantes. Se detuvo en un tiesto pequeño que contenía una colección de varas de aspecto enfermizo coronadas por unas pocas cabezas blancas.

—Tabaco de mujer —le dijo—. Los nativos americanos usaban las hojas para aliviar los trastornos menstruales, las molestias postnatales y los problemas de estómago.

Tenían tan pocas hojas que Tallow no quiso tocarlas por miedo a matar la planta.

—O ésta es —dijo la mujer, levantando un tiesto más pesado lleno con unas plantas de un vigoroso follaje verde que tenían unas flores como trompetas blancas cuyas bocas eran de un rosa cálido—. La básica Nicotiana tabacum, tabaco cultivado, pariente lejana de las semillas de tabaco que los taínos amerindios dieron a Cristóbal Colón, que se convirtieron en las plantas que Jean Nicot proporcionó a la corte francesa, donde la gente quedó tan malditamente encantada por el efecto que las hojas molidas producían en su cabeza que pusieron su nombre a la planta.

Tallow frotó una de las hojas entre el pulgar y el índice. Percibió, sí, lo que era un pariente lejano de aquel olor penetrante, que apenas sugería el del tabaco de los cigarrillos, que había notado en el apartamento 3A.

—Ésta es —dijo—. Creo. A lo mejor si la machaco y la quemo.

—La machacará y la quemará si la compra —dijo la florista, con una sonrisa.

—Perdón —dijo Tallow—. Es por algo en lo que estoy trabajando, créalo o no. Parece conocer bien esta planta.

Ella paseó la vista por la habitación.

—Es lo que corresponde, ¿no cree?

—Perdón. Perdón. Todavía no estoy despierto del todo. ¿Sabe si este tipo de planta del tabaco podría haber crecido de modo natural por aquí, y hace cuánto tiempo?

Ella se mordió la mejilla, haciendo girar el tiesto en sus manos manchadas de tierra. Tenía las uñas más largas y más fuertes de lo que él habría esperado para alguien con aquel trabajo.

—Bueno. Es cultivada, como dije, y algunas personas creen que tiene otro par de plantas de tabaco mezcladas. Pero claro, algo bastante parecido a ella podría haber crecido por aquí. El tabaco de mujer también podría ser nativo de por aquí. Se podría haber encontrado en las laderas que bajaban hacia donde están ahora la calle Pearl y la calle Water, allá en los tiempos en que los nativos vendieron ese sitio a los holandeses.

Tallow tomó una decisión.

—Quiero comprar ésta, hum, ésta con flores de aquí.

—La Nicotiana tabacum.

—Sí.

Ella alzó una ceja, con escepticismo.

—Yo no hago descuento a la policía. Y las mujeres en realidad prefieren rosas.

—Estoy seguro de eso. Pero yo creo que la persona que ando buscando prefiere la Nicotiana tabacum. Y no acepto descuentos por ser policía.

Lo que era una maldita mentira, porque en el último par de años había aceptado muchos, y él lo sabía, y ella lo sabía sólo por la mirada de los ojos de Tallow, pero éste pagó el precio íntegro de la planta y una bolsa de saquitos para abonarla, y le gustó mucho hacerlo. Dio las gracias a la mujer y se marchó, esquivando otra exhibición de levantamiento de peso cuando se iba.

La parada siguiente de Tallow fue en el café, donde compró una bandeja de cartón con la especialidad de las seis de la mañana, un café helado, en el grotesco recipiente, que sólo estaba hecho con excesivos toques de expreso y nata congelada al fondo. La media docena de cafés venían en recipientes de lechoso plástico biodegradable translúcido grabados con el dibujo de un hombre desnudo conectado a la línea eléctrica por los genitales y saltando de alegría encantado por el voltaje. Tallow hizo sitio en el asiento trasero del coche y colocó la bandeja allí. La planta de tabaco la puso en el espacio para los pies del asiento del pasajero. No eran todavía las ocho. Hasta entonces Tallow se había acordado de todo excepto de la comida.

Imaginó que podría sobrevivir hasta la hora de comer y dirigió el coche hacia Jefatura.

Tallow entró en el despacho de Bat y Scarly y encontró a Bat desplomado en una silla con la cabeza encima de la mesa de trabajo, dando la espalda a la puerta, mientras Scarly afilaba con cuidado una vieja navaja de afeitar en un gastado suavizador, contemplando atentamente a su camarada.

—Yo no creo que necesite las cejas, ¿no crees? En mi opinión, no desempeñan una función inmediata ni nada así —susurró.

—No estoy dormido —protestó Bat—. Me limito a descansar el cerebro. Y si te me acercas con esa cosa, te afeitaré la cara hasta llegar al cráneo con ella. O puede que te escupa en los ojos.

Tallow dejó el maletín del ordenador portátil pegado a su silla, descargó la planta en el suelo al lado de ella y puso la bandeja con el café frío en la mesa junto a la cabeza de Bat.

—¿Tienes espacio en tu nevera para la mitad de esto?

La cabeza de Bat se alzó lentamente sobre su delgado cuello, como una gallina sedada. Volvió la cabeza con un desplazamiento mecánico, examinando la zona cercana, hasta que sus ojos distinguieron el café.

—Dios santo —rogó Bat—. Te quiero. Dejaría que me follaras y todo. Pero estoy muy cansado y preferiría no tener que moverme.

Scarly quitó la tapa de un vaso con dedos de fiera y acabó con la mitad de su contenido. Sus ojos se desplazaron de un modo extraño dentro de sus órbitas.

—Vaya, esto llega de lo más a punto. Es perfecto.

Bat manoseaba sin fuerza la tapa del vaso que tenía más cerca. Tallow se estiró, quitándola, preguntándose de un modo abstracto si aquello era parecido a lo que se sentía al ser padre. Bat dio unos sorbos como un raquítico niño de Dickens.

Tallow casi esperó que dijera suspirando: «Dios os bendiga, a todos».

—Que me follen —jadeó Bat—. Es como si un ángel me cagara arcoíris de helado de café en la boca.

—Un poco —dijo Tallow, mientras la momentánea ilusión de que era padre se atomizaba. Abrió su propio vaso y bebió—. ¿Todavía no tenemos nada de esa Bulldog?

—Nada de nada —dijo Scarly, doblándose y guardando tres de los vasos dentro de una pequeña nevera que había estado oculta por la basura general del despacho—. Un par de horas.

—Bien. Escuchad —dijo Tallow, agachándose y sacando los documentos de la teniente de su maletín—, ¿qué sabéis de las Ruger de nueve milímetros?

—Pon los papeles donde yo los pueda ver —dijo Bat—. No quiero quemar unas preciosas moléculas de cafeína al moverme.

Tallow hizo lo que se le había dicho. Bat inclinó la cabeza sobre los papeles, tratando de conseguir una gravedad que le ayudara a tener los ojos abiertos y trabajar.

—La Ruger nueve. Scarly, ¿qué sabes tú de una Ruger nueve con un cerrojo circular en el culo de la carcasa?

—Que será la Ruger reglamentaria de la policía. Luger trabajó con ellas para convertirlas en unas del nueve fiables.

Hicieron todo tipo de modificaciones raras durante un tiempo, tratando de vendérselas al gobierno. —Se levantó y miró a Tallow—. Ruger tenía mucha fama por la Ruger Super Blackhawk. Decían que era un arma estupenda para parar trenes, porque la disparabas en un tren y se detenía. Una cosa enorme la cabrona, con cañón de diecinueve centímetros, pero precisa de verdad, y no te rompía los dedos o la muñeca cuando disparabas una carga de Magnum 44. Por eso fue, ya lo sabes, un arma especial para la policía que fabricaron los que hicieron aquella arma de la hostia tan grande como un elefante de la que habían oído hablar todos. Así estaba el campo.

—¿Entonces ese tipo disparó un arma de la policía?

—Una que en cualquier caso fue vendida a la policía. ¿Por qué?

—Pensaba en lo que estuvimos hablando ayer por la noche. Hasta es posible, pongamos por caso, que nuestro hombre en realidad relacione sus armas con sus asesinatos por algún motivo.

—Digamos que es así —dijo Scarly—. ¿Qué sacas de ello?

—Un ladronzuelo liquidado con una mierda de pistola que probablemente fue robada en la fábrica donde la hicieron.

—Es poco —opinó Scarly.

—Lo sé. Pero ahora quiero saber más sobre la víctima de la Ruger.

—Eso lo podemos hacer aquí. ¿Quieres mirar abajo primero?

—Claro. Oye, probablemente sea una pregunta estúpida, ¿pero tenéis alarmas para el humo aquí?

—Nada que no pueda ser desconectado —dijo Bat, removiéndose—. Pero es probable que no consigas meter de extranjis un cigarrillo ahí abajo sin que alguien lo note.

Tallow levantó la planta.

—No. Quiero machacar algunas de estas hojas y luego quemarlas.

Bat la miró y quedó asombrado ante la aparente pérdida de cordura de Tallow.

—Tranquilo. Entonces compraste otro encendedor, ¿eh?

—No, mierda —dijo Tallow, que no lo había comprado.

Bat se rió.

—Por Dios, John. Es que no se te puede perder de vista, ¿verdad? Cálmate. Esto es la policía científica. Tenemos cosas de sobra para quemar esa mierda. Coño, aquí no tenemos muchas cosas que no quemen mierda.

Scarly soltó un gruñido.

—Es la verdad. El mes pasado se prendió fuego el adaptador de un ordenador y le quemó las piernas a Brendan Foley.

—Y aquel microondas que explotó en Navidades.

Scarly hizo un gesto de desagrado de la mano.

—El cabrón de Einar, hasta arriba de alcohol por enésima vez, soltó: «No soporto vuestras bebidas americanas heladas, soy de un país muy frío y no tengo ganas de meter más hielo dentro del cuerpo». ¿Sabes lo que le hicieron en la cabeza?

—¿Qué?

—Bien, le injertaron piel, pero, ¿sabes?, se lo hizo básicamente el napalm, de modo que no quedaba mucho debajo de ella.

Así que le inyectaron ese mejunje facial tan raro que se hincha y reafirma con rayos UV y que lo que hace es volver a inflar la cabeza o algo así. Fue tremendo.

—¡Sí! ¡Y el viejo terminó explotando el verano pasado!

—¡Eso mismo! ¿Viste las piernas de Foley el otro día cuando estaba dando ese puto paseo triunfal sin pantalones por los laboratorios principales? Las piernas parecían las de una jirafa muerta.

—¿Bajamos? —dijo Tallow, rogando con voz suave.

El ambiente abajo era cavernoso: cemento al descubierto con manchas, columnas grises sujetando un techo ennegrecido que tenía flotillas destrozadas de tubos fluorescentes que navegaban por él en perezosas ondulaciones. Al salir del ascensor, Tallow vio un conjunto de paneles con ruedas y grandes mantas de capas de plástico en el suelo. Acercándose más, distinguió debajo del plástico grandes fotos satinadas y sujetas con chinchetas a los paneles.

—¡Dios mío! —dijo Tallow.

—Sí —dijo Scarly—. Nos pusimos a ello temprano. No es que él sirviera de mucho. Conseguimos ayuda y lo terminamos.

Los de la científica habían sacado copias de todas las fotos, y una a una las dispusieron por el suelo y en los paneles de acuerdo con los planos de pruebas del suelo. Desplegaron la capa de plástico encima de las fotos del suelo para que pudieran andar por encima. Era lo más fielmente que se podía conseguir reproducir el apartamento 3A entero, con los paneles haciendo de paredes y tabiques.

Había una mesa a un lado, con papeles dispersos encima. Tallow dejó su café frío y el tiesto con la planta allí, se dio la vuelta y examinó el espacio. Scarly depositó al lado las cosas que había traído, conseguidas tras excavar en su despacho. Un antiguo mortero con su mano, una bandeja de aluminio que tenía granos de arroz integral en estado fósil filtrados con una servilleta húmeda que tampoco era nueva y un pequeño soplete. Tallow había aprendido a no hacer determinado tipo de preguntas sobre el modo en que hacían las cosas los de la científica.

—Es asombroso —dijo Tallow, y lo dijo sinceramente. No sólo estaba admirado por lo bien, y lo correcta e inteligentemente que lo habían hecho. Estaba auténticamente sorprendido de que lo hubieran hecho. Tallow había imaginado que tendría que pasar toda la mañana allí abajo haciéndolo él mismo, y no esperaba lograr hacer coincidir tan meticulosamente las fotos con los planos y claves del suelo, por no hablar de que hubiera tenido que rebuscar para conseguir chinchetas y adhesivos en las oficinas de la científica. Al recorrer el perímetro de aquel espacio, comprendió de inmediato que él no habría podido hacerlo tan bien. Extender aquella capa de plástico por encima de las fotos del suelo era un acierto, y a Tallow nunca se le habría ocurrido.

—¿Para qué es esa planta? —preguntó Bat, inclinándose y observándola con desconfianza—. Yo no me fío de las plantas.

Hay cosas de comer que proceden de ellas.

—Es una planta del tabaco. Tengo la impresión de que el olor del apartamento podía ser de un tipo de tabaco.

Bat dirigió una mirada crítica de reojo de las suyas a Tallow.

—Eso pertenece a tu vudú particular de policía.

—Bueno —dijo Tallow—, hay que tener esperanza. Pero esto es realmente increíble. Muchas gracias.

—De nada. —Scarly sonrió—. ¿Te apetece quedarte a solas con tu planta?

Tallow anduvo hasta el centro del cuarto de estar simulado.

—Durante un par de horas. Hasta que traigas de vuelta la Bulldog de balística. Luego voy a querer hablar de las manchas de pintura.

—¿Quieres dedicarte a la decoración? —preguntó Bat, alzando la voz. Tallow estuvo completamente seguro de que se había pasado los últimos treinta segundos amenazando a la planta con unos susurros intimidantes.

—Vi cosas pintadas en el apartamento. Quiero saber más sobre esas pinturas.

—Suenas como un hombre que va a resolver un caso —dijo Scarly.

—Yo… no. Todavía no. Soy un hombre que justo ahora se está contando una historia.

Tallow advirtió que su voz se iba apagando al mirar a su alrededor. No vio que Scarly y Bat intercambiaban una mirada de inteligencia, sólo oyó decir a Scarly:

—Volveremos a por ti —cuando los dos se dirigían al ascensor.

Casi se habían ido ya cuando él se volvió para darles las gracias de nuevo.

Dio un primer paseo por la simulación. No había visto una cama en aquel apartamento, y la cocina hacía tiempo que había sido suprimida por su hombre. No había más que armas. Al bajar la vista encontró la pistola de chispa en el centro de una gran espiral de armas. Un ojo de cabra en medio de un resplandor de armas metálicas.

Los de la científica habían hecho un trabajo increíble, ingenioso. Todo estaba puesto en el sitio correcto. Al volver a entrar en el cuarto de estar, Tallow tuvo una perspectiva nueva. El arco de detrás de la puerta de entrada tenía que estar, y estaba, libre de armas, en otro caso la puerta no se abriría. Si Tallow se quedaba en el arco, podía ver un espacio cerca del centro de la habitación al que se podía llegar pasando por lo que ahora eran dos aberturas en medio de tantas armas, cada una lo suficientemente grande para que cupiera un pie.

Hizo la prueba. Llegó al espacio central. Se sentó allí con las piernas cruzadas. Su posición le dejaba de frente a la amplia pared junto a la puerta. Sentado, miró la pared, con las manos en el regazo. Estudió el mosaico de fotos. Se esforzó por ver en ellas algo más que las armas dispuestas en orden por un lunático muy cuidadoso que había estado matando gente en Manhattan y saliéndose con la suya durante diez o veinte años.

Nada. Nada todavía, se dijo, y fue a recuperar su café. Sabía que no había posibilidad de reproducir la iluminación, lo que era una pena. En realidad a Tallow le había dado la impresión como de estar en una iglesia cuando estuvo en aquel apartamento de la calle Pearl por primera vez. Quizá si pudiera poner un CD de música ambiental inspirada en la clásica, pensó, y sonrió un poco ante aquel pensamiento. Quizá pudiera enterarse de cuál era la música ambiental que sonaba en el vestíbulo de Vivicy.

Tallow se volvió a sentar en el espacio virtual del suelo del apartamento simulado mirando las fotografías de las armas del asesino y trató de entender dónde estaba él de verdad y lo que de verdad eran.