Uno

Al reproducir la grabación del 911, parecía que la señora Stegman estaba más preocupada porque el hombre del otro lado de la puerta de su apartamento estuviera desnudo que porque tuviese una escopeta enorme.

Una llamada al 911 es como la señal de dolor que tarda el equivalente a una era en viajar desde la cola del dinosaurio hasta su cerebro. El torpe lagarto atronado que forma el engranaje informativo del Departamento de Policía de Nueva York ni siquiera capta los mamíferos rápidos y tremendamente evolucionados de los códigos telefónicos, wi-fi y comunicaciones del sector financiero que cruzan continuamente por debajo de los pies del Primer Distrito.

Pasaron siete minutos largos antes de que alguien se diera cuenta de que los inspectores del Primer Distrito John Tallow y James Rosato se encontraban a menos de ochocientos metros del hombre desnudo con la escopeta y se les llamase para que acudieran al lugar.

Tallow bajó la ventanilla del lado del pasajero de su coche patrulla y escupió el chicle de nicotina en la calle Pearl.

—No te apetecía ocuparte de eso —le dijo a Rosato, mirando sin interés a un mensajero en bici vestido de licra color lima que le hizo un corte de mangas y le llamó asesino—. Llevas toda la semana jodido de las rodillas, y acabas de responder a una llamada del último apartamento sin ascensor de un edificio de Pearl.

Jim Rosato se había casado hacía poco con una enfermera griega. Rosato era medio irlandés y medio italiano, y se cruzaban apuestas en el Primer Distrito sobre cuál de los dos llegaría al trabajo llevando la piel del otro de sombrero en el transcurso de aquel año. La enfermera griega había obligado a Jim a que mejorara su estado de salud, un programa de emergencia gradual que incluía que saliera a correr antes y después de cada turno. La semana pasada Jim había aparecido por el Primer Distrito tambaleándose con las piernas rígidas y cara de bulldog que mastica una avispa, asegurando a todo el que estuviera presente que las rodillas se le habían solidificado y que sólo le quedaban unos días de vida.

Cuando Rosato soltaba tacos, el acento de su madre dublinesa hablaba a través de él desde la tumba:

—Mierda podrida. ¿Cómo iba a saber uno esto?

El asiento trasero del coche patrulla era una formación de esquisto hecha de libros, papeles, revistas, un par de e-readers y un cascado iPad de saldo. Uno u otro muchas veces tenían que apartar alguna de esas cosas para hacer sitio atrás en el que meter a un sospechoso. Tallow era el que leía.

Rosato golpeó el volante, luchó contra el tráfico y detuvo el coche al lado del edificio de apartamentos de la calle Pearl.

Era una lúgubre cosa gris, el edificio achaparrado, una cáscara fósil para que humanos pequeños se apiñaran dentro. A todos los demás edificios de este lado del bloque les habían hecho, como poco, dermoabrasión y arreglado los dientes. Dos se alzaban a cada lado del antiguo edificio de apartamentos como unos treintañeros creídos con bótox que sirven de apoyo a un pariente mayor. Muchos parecían vacíos, pero a pesar de ello había bandadas de jóvenes con trajes buenos y corbatas malas, teléfonos clavados a la cabeza, y arcoíris de mujeres angulosas apuñalando textos con pulgares afilados.

El estampido de la escopeta dentro del antiguo edificio hizo que todos se alejaran haciendo ruido como flamencos.

—Esto fue idea tuya —dijo Tallow sin levantar la voz, dando un empujón a la puerta. En la calle, Tallow levantó y recolocó de modo compulsivo su Glock en la pistolera, debajo de la chaqueta. Rosato avanzó con las piernas rígidas hacia la puerta del apartamento.

Muchos policías se casaban con enfermeras, Tallow lo sabía. Las enfermeras comprendían aquella vida: turnos de trabajo asesinos, largos periodos de aburrimiento, repentinas descargas de adrenalina, sangre por todas partes. Tallow casi sonreía cuando siguió a su dolorido compañero dentro del edificio de apartamentos. Se aseguró de que la puerta se cerraba lo más silenciosamente posible y sólo entonces sacó su arma de fuego.

El parqué del portal crujió bajo sus pies. Tenía cráteres acá y allá que dejaban al descubierto un fondo de periódicos amarillentos. Tallow reconoció una cabecera de los años cincuenta que asomaba por debajo del parqué junto a la pared sur.

El papel pintado de la pared estaba pringoso con antiguas manchas de nicotina, el aire era caliente y húmedo, y la barandilla de la escalera parecía embreada.

—Mierda podrida —dijo Rosato cuando empezó a subir la escalera. Tallow trató de adelantarle por un lado, pero Rosato le echó atrás con la mano. Rosato había pasado más tiempo patrullando que Tallow antes de que le hicieran inspector y consideraba que eso le proporcionaba una superioridad innata en la calle. Tallow tenía demasiadas cosas en la cabeza, decía Rosato a la gente. El gran Jim Rosato era un policía de calle.

La voz del hombre desnudo de la escopeta se proyectaba escalera abajo. Al hombre desnudo de la escopeta al parecer no le gustó nada la carta que le habían metido por debajo de la puerta aquella mañana explicando que el edificio iba a ser comprado por una promotora inmobiliaria y que tenía tres meses para encontrar otro alojamiento. El hombre desnudo de la escopeta iba a liquidar a cualquier gilipollas que intentara quitarle su casa porque aquél era su hogar y nadie podía obligarle a hacer nada que él no quisiera, y además tenía una escopeta. No mencionó que estaba desnudo. Tallow supuso que estaba demasiado enfadado para vestirse.

Llegaron al descansillo del segundo y miraron hacia arriba.

—El hijoputa está en el tercer piso —susurró Rosato.

—Ese tipo está fuera de sí, Jim. Escúchale. Su voz cambia de escala y repite la misma frase. Podríamos limitarnos a esperar hasta que llegue alguien que sepa tratar con locos.

—Léele uno de tus libros de historia. A lo mejor se desmaya y deja caer su escopeta.

—¿En serio?

—En serio, mierda podrida. Todavía no sabemos si ha dado a alguien con ese disparo que hizo. —Rosato siguió adelante, flexionando los dedos en torno a su arma, que le colgaba de la pierna.

Subieron en silencio. La voz se hizo más fuerte. Rosato llegó al descansillo del tercer piso, levantó su pistola y dio un paso antes de manifestar, con un agudo ladrido, que era policía. Y luego dio otro paso más.

La rodilla se doblaba bajo él.

El hombre desnudo de la escopeta asomó en lo alto de la escalera y disparó hacia abajo.

La explosión arrancó el lado superior izquierdo de la cabeza de Jim Rosato. Se escuchó un estallido húmedo cuando una parte de su cerebro chocó contra la pared de la escalera.

Desde donde estaba, tres pasos detrás y a la derecha, Tallow distinguió el ojo de Rosato a unos buenos doce centímetros lejos por detrás de su cabeza y sujeto todavía a la cuenca por un revoltijo de gusanos rojos. En aquel mismo segundo, Tallow comprendió de modo impreciso que en el último momento de vida James Rosato pudo ver a su asesino desde dos ángulos distintos.

El globo ocular de Rosato estalló contra la pared.

El aire denso latía con las reverberaciones de la escopeta.

El sonido del asesino de Jim Rosato que volvía a cargar un cartucho pareció que duraba una eternidad.

Tallow tenía su Glock agarrada con las dos manos, catorce en el cargador y una en la recámara.

El asesino de Jim Rosato era un culturista dado a las hamburguesas y a largos días en el sofá. Temblaba de arriba abajo.

Tallow veía los atenuados ecos de sus músculos debajo del michelín. Tenía calva la coronilla y la cabeza parecía demasiado pequeña para contener un cerebro humano. La polla le colgaba encima de la bolsa de sus huevos como un clítoris gris. Tenía el nombre Regina tatuado de mala manera en el pecho, estirado por sus tetas peludas. John Tallow en aquel momento no conseguía encontrar ningún motivo que le impidiese matar al cabrón, así que hizo cuatro puntos huecos en Regina y un tapón en la pequeña cabeza llena de mierda.

El tapón mandó hacia atrás, haciéndole caer, al asesino de Jim Rosato. Un fino chorro de orina describió el arco de su caída. Se golpeó contra el suelo, tuvo arcadas en un intento autónomo de respirar y murió.

John Tallow, inmóvil de pie, hizo lo posible por respirar. El aire era denso y amargo, con residuos del disparo y de sangre.

Nadie más en el pasillo. Había un agujero en una pared detrás del muerto. Puede que éste hubiera disparado al azar a una pared para atraer la atención de la gente. Puede que sólo estuviera loco.

A Tallow no le importó. Lo que fuera.

La gente se preguntó por qué cojones John Tallow no hizo muchos más esfuerzos por seguir siendo un policía.