Uno dos. Uno dos.

Grabando.

Grabando la primera entrevista que el director de Damas y Caballeros le encargó pocos meses después de haber sido contratado. El director todavía le hablaba de usted.

Le voy a dar una buena noticia. ¿Le gustaría ir a Marsella a hacer una entrevista? Pues no se hable más. La semana próxima se cumple el 30 aniversario de la muerte de Alfonso XIII. Queremos dedicarle un amplísimo reportaje a ese tema. Y he pensado que usted podría entrevistar a la monjita que vio expirar al Rey en el Gran Hotel de Roma. ¿Le parece interesante? En este papel tiene los datos. Es una entrevista importante. Llévese un magnetófono.

El director le dio luz verde y un papel con el nombre y las señas de la religiosa. En el papel ponía Teresa Lacunza. Edad 64 años. Nacida en Navarra. Priora del convento de las Siervas de María en Marsella. Rue du Paradis 469.

Juan voló a Marsella. Que el convento estuviera al final de una calle llamada la calle del Paraíso era muy buena señal. La monja salió enseguida. Ya le habían dicho que un periodista español iba a hacerle una entrevista sobre la agonía y muerte de Alfonso XIII. Pasaron a una salita con el techo muy alto. Sor Teresa se sentó en el sofá. Juan en una butaca. Enchufó el magnetófono y lo colocó entre la monja que vio expirar a don Alfonso XIII y un Niño Jesús que les miraba desde la cuna con un pie levantado y una mano hacia arriba para bendecirles. Aunque llevaba pañales de recién nacido el Niño Jesús tenía ojos de persona adulta. Ojos muy abiertos. La mirada de aquel Niño Jesús era una mirada de infinito cansancio. Parecía estar suplicando que le cambiaran de postura. Que le dejaran bajar el pie y descansar la mano. En la pared de enfrente había un Sagrado Corazón con espinas atravesando el corazón. El corazón del Sagrado Corazón goteaba sangre. La cara del Sagrado Corazón era la de un donante de sangre. En cuanto a la monja que vio expirar a don Alfonso XIII Juan advirtió que era una mujer serena. Sonrosada. Sonriente. Simpática. Ocultaba sus manos detrás del escapulario del hábito oscuro.

Sor Teresa miró con recelo el magnetófono. Juan le pidió que se olvidara de ese aparato y le contara todo lo que recordaba de la agonía y muerte de Alfonso XIII.

¿Era cierto que murió sentado en una butaca en el Gran Hotel de Roma?

¿Se mantuvo consciente hasta el último momento? ¿Cómo esperaba la muerte? ¿Cómo exhaló su último suspiro? ¿Se quedó con los ojos abiertos? ¿Llamaba a alguien? ¿Estaba triste? ¿Tuvo alucinaciones? ¿Mencionaba a España? ¿Tenía el manto de la Virgen del Pilar sobre sus rodillas? ¿El brazo incorrupto de santa Teresa?

Sor Teresa le contó que el Rey se agravó en la madrugada del día 28. Respiraba muy mal. Había tenido varias anginas de pecho. Vio que tenía la pupila de un ojo dilatada y la otra contraída. Al ver esto en seguida avisó al doctor Frugoni. También acudió el doctor Colazza. Y entonces empezaron unas horas de lucha desesperada por salvar su vida. El Rey estaba reclinado en la butaca. No podía estar en la cama porque se ahogaba. Y ella entendió que el Rey adivinaba el final. Se despidió de todos. Abrazó a Paco el camarero. A sor Teresa le besó las manos.

¿Le emocionó que le besara las manos el Rey?

Mucho. Muchísimo. Estaba muy emocionada. Estaba a su derecha sujetándole la almohada. Una angustia enorme iba cubriendo su rostro. De repente sintió un ahogo terrible. Y exclamó ¡Dios mío! ¡España! ¡Dios mío! Luego inclinó la cabeza a un lado. En otra habitación del hotel estaba toda la familia rezando el rosario. Cuando el Rey expiró sólo estaban con él los médicos y el padre López además de su camarero Paco. Y una servidora.

Sor Teresa también le contó lo del manto de la Virgen del Pilar. El Rey era muy devoto de la Virgen del Pilar. El Cabildo de Zaragoza le mandó el manto.

El Rey estaba muy impaciente. El manto no llegaba. Preguntaba todos los días ¿no ha llegado aún el manto? Pero llegó justo la víspera de su muerte. Cuando llegó el manto el Rey dormía. Al despertarse y preguntar otra vez por el manto le dije que por fin el manto ya había llegado. Majestad lo tiene sobre las rodillas. Y él me miró con inmensa gratitud.

¿Y España? ¿Mencionaba a España?

Mucho. Tenía un amor extraordinario a España. Lo advertí el Miércoles de Ceniza. Cuando le dieron la extremaunción yo no pude contenerme y le dije Majestad perdone a España. Entonces él me miró fijamente. ¿Perdonar yo a España? ¿Qué dice hermana? ¡No tengo nada que perdonar a España! ¡La amo de todo corazón!

Sor Teresa todavía se emocionaba recordando todo aquello treinta años después. Problemas de exportación dificultaron la llegada del brazo incorrupto de santa Teresa que estaba en manos del Caudillo desde que el comandante militar republicano de Málaga se lo dejó olvidado dentro de una maleta al huir en el caos de la derrota. El Generalísimo ya no se separó del brazo incorrupto en toda su vida. Lo tenía en el palacio de El Pardo y cuando se iba de viaje lo llevaba con él a todas partes. El brazo incorrupto de santa Teresa pernoctaba donde el Caudillo pernoctaba. El brazo le daba buena suerte y protección. Franco nombró a un ayudante especial para guardar y transportar el brazo evitando cualquier tipo de accidente o robo. El brazo incorrupto de santa Teresa estuvo ausente en la agonía y muerte de Alfonso XIII.

Al terminar la entrevista la monja le dio a Juan un recordatorio del fallecimiento de Su Majestad ribeteado de negro. En este recordatorio se leía la oblación del Rey por España al recibir el manto de la Virgen del Pilar el día antes de su muerte.

Estoy dispuesto a lo que la Virgen quiera. Si me quiere conseguir la salud y mi vida sirviera para bien de España yo haré todo lo que pueda para su engrandecimiento. Pero si quiere que mi muerte sea para la salvación de España yo caigo y ella queda en pie y pensará en España. Su jaculatoria ¡Virgen del Pilar ruega por España y por mí! Su oración ¡Padre que se cumpla tu voluntad! Sus últimas palabras. ¡España Dios mío!

Juan salió muy satisfecho de la entrevista. Bajaba por la empinada rue du Paradis en busca de un taxi pensando que le había hecho a sor Teresa las preguntas que había que hacerle. Estaba satisfecho porque las respuestas de sor Teresa eran las que él se había imaginado que iba a dar sor Teresa. Cuando sor Teresa contestaba a Juan una pregunta Juan adivinaba las palabras que sor Teresa iba a decir. Le habría extrañado mucho que sor Teresa le hubiera contado otras cosas. Eso era impensable. Era impensable que el Rey en lugar de aceptar resignadamente su muerte y de rezar por España hubiera rechazado esa muerte y no hubiera demostrado amor a España en los últimos momentos de su vida. ¿Qué clase de entrevista llevaría Juan a Damas y Caballeros si la monja que vio expirar a don Alfonso XIII hubiera tenido recuerdos tenebrosos y horribles de la agonía del Rey? Algo así nunca se hubiera publicado ni en Damas y Caballeros ni en ningún periódico pronazi del Movimiento por mucho que despreciaran la figura del Rey. Pero por suerte sor Teresa le había relatado una historia conmovedora en un lenguaje sencillo propio de una monja sencilla. Juan paró un taxi. Subió al taxi y le pidió al taxista que le llevara a un buen restorán del puerto para comerse una sopa bullabesa y celebrar la entrevista. No podía resistir la tentación de oír aunque sólo fuera un breve fragmento de la entrevista. Conectó el magnetófono. Rebobinó a toda prisa la cinta. Estaba impaciente por volver a escuchar a sor Teresa. Pegó la oreja al magnetófono. Pero no oía nada. Esperó unos momentos. No se oía la voz de la monja. No se oía absolutamente nada en aquella cinta. Ni por una cara ni por la otra. Nada. No se había grabado ni una palabra de la entrevista con la monja que vio expirar al Rey en el Gran Hotel de Roma. Juan se aterrorizó. Era lo único que le faltaba. Su primera entrevista importante y su primer viaje al extranjero enviado por Damas y Caballeros y el magnetófono no graba ni una palabra de la entrevista. Por un instante creyó que eso lo estaba imaginando. Que eso no era así y el magnetófono lo habría grabado todo. A veces le ocurría en momentos de euforia. Una cosa le había salido bien pero imaginaba que le había salido desastrosamente mal. Era sólo un segundo hasta que comprendía que le había salido bien y que esa idea pesimista era absurda. Su pesimismo era absurdo. Así que volvió a conectar el aparato. Pegó la oreja. No separaba la oreja del aparato esperando oír a sor Teresa. Pero sor Teresa no se oía tampoco esta segunda vez. Ahora no había dudas. Era cierto. No había grabado nada. Tuvo deseos de tirar el magnetófono por la ventanilla. Luego pensó que tenía que hacer algo.

Arreglar esto. No le quedaba más remedio que volver a la rue du Paradis que era la calle del infierno y pedirle a sor Teresa que repitiera palabra por palabra lo que le había estado contando durante más de una hora. Podía decirle que el magnetófono había tenido una avería. Que él lo había arreglado y que no podía volver a Madrid sin la cinta grabada. Menos mal que se había dado cuenta en el taxi y no en el avión. La monja lo comprendería y empezaría de nuevo a contarle que ella estaba sujetándole la almohada al Rey cuando vio que una pupila se dilataba y la otra se contraía. Se armó de valor. Le dijo al taxista que volviera lo más rápido posible a la rue du Paradis. El taxista dio la vuelta en redondo. Juan le prometió una buena propina. Sólo tardaron un cuarto de hora. Llamó a la puerta del convento de las Siervas de María. Miró el reloj. Dentro de tres horas tenía que tomar el avión de regreso a Madrid. El director le pediría la cinta porque sentiría curiosidad por oír la voz de la monja que estuvo presente cuando expiró don Alfonso XIII sentado en una butaca en el Gran Hotel de Roma. Le diría deje usted la cinta ahí una vez haya escrito la entrevista y si tengo un momento la oiré. Y él no podía dejarle en la mesa una cinta sin nada dentro. El director creería que le tomaba el pelo. Era mal pensado. Volvió a tocar el timbre del convento. Estaba nervioso. Estaba ansioso por ver a sor Teresa y acabar la historia cuanto antes. Se controló. Puso cara de fraile de orden mendicante. Una monja bastante más joven que sor Teresa abrió la puerta. La monja creyó en el primer momento que Juan había olvidado algo. Pero era mucho peor. Juan le suplicó que avisara a sor Teresa porque era preciso volver a hablar un momento con sor Teresa. La monja movió la cabeza.

No era posible. No podía molestar a la madre priora. La madre priora duerme la siesta. Ya es una persona de edad. Necesita dormir la siesta. El médico les dijo a todas las monjas de la comunidad que hagan lo posible para que sor Teresa duerma todos los días un par de horas después de comer. Come muy poquito pero la siesta es sagrada ¿Podría volver mañana por la mañana?

A pesar de la insistencia de Juan la monja no cedió. Juan se despidió de la maldita monja. La monja cerró la puerta del convento. Se sentía ofuscado. Estaba repentinamente agotado. Hundido. Su avión salía en menos de tres horas. En aquella cinta que volvió a poner no se oía ni la respiración de sor Teresa.

¿Era un castigo del cielo?

¿Qué puedo hacer?

Entonces Juan hizo lo único razonable que podía hacer. Se metió en un bar. Se sentó en un rincón. Pidió un coñac. Se bebió el coñac. Luego pidió otro coñac. Se lo bebió. Luego sacó el bloc de notas donde tenía las preguntas que le había hecho a sor Teresa. Las leyó una a una. Se dio ánimo. Y empezó a inventarse una preciosa entrevista. Estaba sorprendido de que eso resultara tan fácil. Era más fácil inventar que copiar. Y más divertido. Lo del manto en las rodillas le quedaba mucho mejor. Ahora veía el manto y antes cuando la monja habló del manto no llegaba a ver el manto. Cerró el cuaderno. En el mismo bar se comió un huevo duro. Riquísimo. Era el mejor huevo duro que Juan se había comido en su vida. Se lo comió en dos bocados. Ni siquiera le puso sal. Estaba eufórico. Pletórico. Triunfal. Cogió un taxi y fue al aeropuerto.

El director de Damas y Caballeros dijo que era preciosa.

Es preciosa. Insuperable. Conmovedora. Lo que necesitábamos. No esperaba una entrevista tan buena. La publicaremos el domingo. Reproduciremos el recordatorio. Deje ahí la cinta. Si tengo un momento la oiré. Enhorabuena.

Juan dejó la cinta encomendando su alma a la monja de Marsella y al Rey de España para que el director no tuviera tiempo de oírla. De todas formas pensó que siempre podría decirle que no se lo explicaba. Algo habría hecho mal. ¿La habría borrado creyendo que únicamente la rebobinaba? Pondría cara de sorpresa. De contrariedad. Miraría con desconfianza el magnetófono. Lo sabía hacer bien. Sus manos temblarían un poco al probar las teclas. Eso siempre ayudaba y en su caso no tenía que esforzarse demasiado. Le pediría disculpas al director aunque sin excederse. Lo importante era que la entrevista le había encantado. Incluso se iba a reproducir el recordatorio. La voz de la monja era algo secundario. Esperaba el domingo con ansiedad. Una vez publicada ya no tendría por qué preocuparse.

Grabando aquellos aplausos que recibió Juan en la cena de entrega del Premio Damas y Caballeros obtenido por la entrevista con la monja que estuvo presente cuando expiró don Alfonso XIII. La cena de gala se celebró en el salón Alzamiento de Damas y Caballeros. Para evitar el riesgo de tener que sostener en sus manos la cuartilla de su breve discurso Juan se lo aprendió de memoria. No quería temblar delante del ministro de Información. Del ministro Secretario General del Movimiento. Delante del director de Damas y Caballeros. Delante del director adjunto. Del subdirector. De los redactores jefes. Delante de las esposas de todos ellos. Delante de media docena de rancios aristócratas. De un centenar de invitados Y del busto del fundador.

¿Temblar delante de esa gente al dar lectura a sus palabras de agradecimiento? Eso no.

Aprendió de memoria las cuatro estupideces que tenía que decir previas a la entrega del cheque de 50.000 pesetas entre el café y los licores.

Señores ministros. Señor director de Damas y Caballeros. Señoras y señores Pocas veces tiene un periodista el privilegio de haber recibido no tanto un premio inmerecido por su trabajo como el encargo mismo de hacer ese trabajo. El encargo de un trabajo así supone una confianza grande en quien tiene que realizarlo. Y ése es el premio de cualquier periodista mucho antes que el reconocimiento que pueda merecer su resultado. Por eso deseo agradecer no sólo el honor que se me hace al entregárseme el premio Damas y Caballeros sino también y mucho más si cabe el honor por habérseme encomendado la realización de esta entrevista con la religiosa de las Siervas de María que estuvo asistiendo al Rey don Alfonso XIII durante su ejemplar agonía y muerte. Muchas gracias.

Juan temía olvidar alguna palabra de su discurso. Temía olvidar entero su discurso. Temía marearse. Desmayarse. Lo temía todo menos temblar porque ya había estudiado que durante su intervención que sería de pie mantendría los brazos unas veces cruzados y por tanto con ambas manos apretadas a los brazos y otras veces metería una mano en el bolsillo de la chaqueta del esmoquin y apoyaría el puño cerrado sobre la mesa. Lo había ensayado en casa por la mañana de ese mismo día dos veces. Y por la tarde una vez más. Hablaría mirando a los ministros y a sus esposas. Mirando a su director al mencionar al director. Mirando a los invitados de cuando en cuando. Y por supuesto mirando al busto del fundador de Damas y Caballeros en el momento de cerrar su breve intervención. Finalmente barrería con la mirada el salón Alzamiento en el momento de los aplausos que darían paso a los mismos guitarristas flamencos y a la bailaora gitana que amenizaban cada año la gran fiesta.