Uno dos. Uno dos.

Grabando.

Grabando cuando ya no pasan coches de caballos por la calle. Sólo algún borracho a pie. Me tumbo en la cama de la derecha. Tengo la impresión de haber estado aquí encerrado semanas enteras. Una extraña sensación.

Sky News saca un incendio en el Soho. El cliente de un cineclub porno le ha pegado fuego al cineclub. Varios muertos. Han detenido a un sospechoso. El sospechoso está helping the police. O sea ayudando a la policía. En otras palabras está prestando declaración. Está siendo interrogado. Está confesando. Pero los ingleses utilizan siempre eufemismos de gran valor sarcástico. Es un pueblo de sarcásticos. Cínicos con humor. De cínicos. De humoristas.

Pido que me suban una botella de vino blanco para brindar a la salud de los ingleses. El vino austriaco es dulzón. Fruchtig. A los vieneses les gusta todo azucarado. Juan bebía este mismo vino en Grinzing. Exactamente en la taberna de Antón Karas donde él mismo tocaba con xilófono El tercer hombre. Iba con Inge. Bebían mucho vino. Demasiado. Y de pronto notaba que el pie de Inge le acariciaba. Era el mejor momento de la noche. Cuando Inge le miraba a los ojos con sus ojos de gata en celo y él empezaba a notar el pie descalzo de Inge por debajo de la mesa. Primero en su pierna. Después entre sus piernas. Años más tarde había leído que el patriarca Kennedy hacía algo parecido en un restaurante de lujo de Nueva York. El viejo Kennedy invitaba a cenar a jóvenes modelos. En mitad de la cena se quitaba disimuladamente un zapato y hurgaba con el pie desnudo entre las piernas de una de las modelos. No decía nada. Solamente observaba con mucha atención cómo se mordía los labios esa modelo. Algunas veces otros comensales de mesas vecinas habían protestado a la dirección del restaurante. Pero ¿qué podía hacer la dirección del restaurante? ¿Ponerles en una mesa más alejada de la mesa de Kennedy? El pie de Inge era pequeño. Era el pie de la típica jovencita vienesa que hacía lo humanamente posible por acertar a ciegas con sus caricias. Lo mejor de las noches con Inge era este ritual pedestre. Ligeramente perverso.

¿Dónde estará Inge? ¿Qué habrá sido de ella? ¿La reconocería Juan si se cruzaran en pleno día por Karnterstrasse?

Trato de recordar a Inge con todo detalle en la oscuridad de esta habitación de hotel. Trato de imaginar cómo será ahora. ¿Estará gorda como una vaca? ¿Casada? ¿Tendrá hijos? ¿Vivirá cerca de aquí? ¿Estará sana o enferma? ¿Será una mujer interesante? ¿Se acordará alguna vez de aquellas noches nuestras en Grinzing? ¿O habrá muerto?

No tenía los pechos demasiado grandes ni demasiado duros. Pero tenía un vientre muy suave. Unos labios muy finos. Orejas diminutas. ¿Tendrá muchas arrugas sobre esos labios? ¿Y la cara? ¿Cómo será hoy la cara de Inge? ¿Y la mirada de Inge?

Inge Schneider. Enciendo la luz y veo que hay muchos Schneider en la guía de teléfonos. Será imposible localizarla. Si se ha casado ya no se llamará Schneider. Se llamará como su marido. Pero ¿y si por cualquier razón sigue llamándose Schneider?

Inge Schneider.

Entonces marcaría el número. Esperaría a oír su voz. Estoy seguro de que su voz la reconocería inmediatamente. Incluso si se ha vuelto borracha y fumadora. Aun así la reconocería. La voz de Inge era inconfundible. Aquel timbre será idéntico. No puede haber cambiado. Aunque estuviera paseando por Karnterstrasse con abrigo hasta los pies y sombrerito con pluma si oigo su voz sabré que es ella.

Entonces me acercaré.

Inge. Inge Schneider.

Te quedarás un momento mirándome.

Soy yo. ¿Sabes quién soy?

Ella dirá ¿Tú? ¿En Viena tú?

Sí.

¿A qué has venido a Viena?