18

A DOS SEMANAS DE LA BODA

Mi madre se empeñó en que me quedara en la casa de Aravaca.

—Si ya no tienes la tienda en la casa de la abuela, no pintas nada allí. Además tu padre ya ha empezado las obras. ¿A que sí, Arturo?

—Aún no.

—Arturo, ¿en qué habíamos quedado?

—No sé en lo que habíamos quedado pero no voy a mentir a nuestra hija. Si apenas he tenido tiempo para ponerme con eso.

—Entonces me puedo quedar en casa de la abuela hasta que empecéis las obras, ¿no?

—Tú te vienes con nosotros —dijo mi madre.

—¿Con vosotros? —pregunté, extrañada—. ¿Papá también se va a quedar en Aravaca?

—¿Me voy a quedar? —preguntó mi padre a mi madre, sin disimular su sorpresa y su esperanza.

—Hay muchas habitaciones. Y yo nunca te eché de tu casa.

Mi padre asintió. No era la respuesta exacta que buscaba, pero era mejor que nada.

Toda esta conversación la estábamos teniendo mientras esperábamos un taxi en la cola de la T4 del aeropuerto de Madrid.

—Yo no sé por qué no le has dicho a Lu que cogiera tu coche y nos viniera a buscar. Después de mil horas de vuelo tener que estar esperando ahora un taxi —protestó mi madre.

—Yo a Lu no le dejo el coche —dijo él—. Y menos estos días, que está con la cabeza ida.

—La boda, que la trae a mal traer —apuntó mi madre.

—Pero si no va a haber boda —dijo mi padre.

Parecía una confabulación, todos empeñados en negar la boda. Y yo ya estaba harta de que me crearan falsas ilusiones.

—Se casan, esos dos se casan —aseguré yo.

—Tú por si acaso no te gastes mucho en el vestido —dijo mi padre.

—Pero que sea bonito, por si las moscas —dijo mi madre—. Que con tu hermana nunca se sabe y tampoco querrás ir hecha un adefesio.

Cuando nos tocó el turno del taxi, nos volvimos a encontrar con el mismo problema que en Hong Kong: no cabían todas las maletas.

—Si no te hubieras empeñado en comprar media ciudad… —dijo mi padre.

—Pero si no salí del hotel —dijo ella.

—Solo tú eres capaz de comprar media ciudad sin salir del hotel. Miedo me da mirar la cuenta.

—Ay, no seas agonías, tonto. Con lo bien que te habían sentado los aires chinos, a ver si ya se te va a pasar…

—Pues yo casi me cojo un taxi para mí, y así aprovecho y paso por casa de la abuela.

—Que tú allí no te quedas, Sara —dijo mi madre.

—Bueno, pero déjame al menos que coja algunas cosas. Y te prometo que mañana como muy tarde me tienes en Aravaca.

—Qué obcecada eres…

—Tú entonces te vas con mamá, ¿verdad?

—¿Eh…? Sí, sí —dijo mi padre.

Y se subieron al taxi. Yo le guiñé el ojo a mi padre al cerrarles la puerta y él me sonrió como un niño travieso.

Cogí el siguiente taxi y le di la dirección de la calle Velarde.

Abrí la puerta de casa y respiré. Volvía a la casilla de salida. Mi viaje de cinco años a China no había durado ni tres semanas. Mi vida al lado de Roberto se había dinamitado. No tenía un proyecto de futuro, y mi único compromiso a corto plazo era asistir a la boda de mi hermana. Casi nada. Pero desterré enseguida ese pensamiento de la cabeza. Tenía otras cosas en las que pensar. Y aunque le había dicho a Roberto que iba a utilizar las horas de vuelo para hacerlo, entre la charla de mi madre, las cuatro películas que vi y las horas que dormí, no había pensado en nada.

¿Quería volver al mundo de las plumas? Desde luego tenía claro que no quería enredarme con una tienda. Demasiados sacrificios, demasiados sueños truncados, demasiadas frustraciones. Ya lo había hecho, y no había funcionado. Ahora tenía que empezar de cero, sin presiones, sin pensar en el pasado, sin que me pesaran los fracasos anteriores. Tenía que atreverme a vivir otros sueños, tenía que atreverme a volar. Y lo mejor es que no había por qué empezar esa noche. Tampoco había prisa. Podía abrirme una botella de vino, si es que había alguna en la nevera, o una cerveza en el peor de los casos, y disfrutar de mi soledad. Dejé la maleta al lado del pasillo y me metí en la cocina. Abrí la nevera y, al verla vacía, de repente fui consciente de mi soledad, y tampoco me gustó demasiado. Durante tantas semanas había suspirado por estar sola en mi casa y ahora que apenas llevaba dos minutos en ella ya empezaba a echar de menos el bullicio de la casa ocupada. Apenas tuve tiempo de regodearme en mi pena, porque un ruido me sobresaltó. Provenía del pasillo. Me asusté.

—¿Hay alguien?

Me asomé al pasillo y vi salir de mi habitación a Lu, solo llevaba unas bragas.

—Sara, ¿qué haces aquí?

—¿Y tú?

—¿No llegabas mañana?

—Hoy.

—Yo pensaba que mañana. Si os quería ir a buscar al aeropuerto…

Oí otro ruido que provenía de la habitación. Sonreí a mi hermana.

—Ya veo que lo has solucionado con Aarón. Papá y mamá ya lo daban por perdido.

Lu sonrió incómoda. Y en ese momento se abrió la puerta de la habitación y vi saliendo de ella a… ¡Eric! Completamente desnudo. Casi me caigo redonda allí mismo. ¡No podía ser! ¿Qué hacía Eric en España y con mi hermana?

—¡Eric!

El vikingo se tapó la entrepierna con las manos. Solo me dio tiempo a ver una mata pelirroja.

—Hola, Sara. I got the job. Here in Spain!

The job y a mi hermana, por lo que veo.

—Ella me buscó en aeropuerto.

—Y te llevó hasta la cama…

Miré a Lu. Necesitaba una explicación, y una muy buena, porque estaba que no salía de mi perplejidad. De mi asombro. Vamos, que no me lo podía creer, que no me cuadraba nada, que no y que no. Que se empezara a explicar a la orden de ya.

—¿Así es como pretendes solucionar las cosas con Aarón?

—Frío, yo dentro —dijo Eric, y antes de meterse en la habitación me sonrió—. I’m glad to see you. —Y nos dejó solas a mi hermana y a mí.

Aunque oímos cantar al vikingo desde dentro: «¡Ya soy español, español, español!».

—Lu, ¿me puedes explicar de qué va esto?

A mi hermana se la veía un poco avergonzada.

—¿Te acuerdas de la canción que te puse de Aarón por el Skype?

—Sí.

—Eso de que el amor igual que viene de repente se va.

—Sí, me acuerdo, Lu. Me acuerdo.

—En realidad…

Y ahí se calló. La miré para que siguiera hablando.

—¿Qué pasa, Lu?

—Que en realidad eso se lo dije yo.

—¿Cómo que se lo dijiste tú?

—En una de nuestras discusiones. Él me dijo que yo no podía estar así de atacada solo por la boda. Que no era ni medio normal. Y que me pasaba algo más. Y entonces se lo solté.

—¿Qué le soltaste?

—Que creía que ya no le quería. Que se me había pasado.

—¿Qué?

—Todo lo que sentía por él ya no lo siento. Se ha ido.

—¿Cómo que se ha ido?

—Pues eso, que ya no lo siento, que lo busco y no lo encuentro. Escucho sus canciones, recuerdo sus tonterías, y nada. Lo que estaba ya no está.

—¿Así, sin más? ¿Todo el amor que sentías se ha esfumado?

—Supongo.

—Lu… pero ¿no ves que no es normal, que no puede ser?

—¿Cómo que no? Hay amores que duran toda la vida, y otros un fin de semana. El mío ha durado cuatro meses.

—Pero…

—Es la verdad. Se acabó. Fue intenso, alucinante, pero ya no está.

—Y no se te ha ocurrido mejor cosa que, después de romper con él, liarte con Eric.

—No he roto con él.

—¿Te vas a casar?

—No. Claro que no. Si Aarón tampoco quiere casarse.

—¿Cómo? ¿Él tampoco se quiere casar?

—Ayer me lo dijo. Que después de todo lo que le había dicho yo, empezó a pensar, y que la canción le salió sola. Espera, que te la pongo entera.

—¿De verdad me vas a poner ahora una canción? Yo casi prefería que te pusieras algo de ropa.

Lu entró en la habitación y salió al segundo con el portátil y con una camiseta en la mano. Y mientras se ponía la camiseta, buscó entre los archivos recibidos en la bandeja de entrada de su correo. Yo, mientras, intentaba digerir todo lo que me estaba contando y darle un poco de sentido.

—Aquí está.

Le dio al play. Y la canción volvió a sonar.

¿Y si el amor igual que vino se va?

Si todo llegó de repente,

¿por qué no va a tener el mismo final?

Me lo dijo sin dudar.

Y ahora sé que

lo nuestro fue simultáneo.

Nos enamoramos a la vez

y a la vez nos desenamoramos.

Lu le dio al stop.

—¿Qué me dices?

—Que lo estoy flipando. Pero, entonces, ¿habéis roto o solo os comunicáis por canciones?

—Que ya no me quiere. ¿No lo has escuchado? Que ya no me quiere.

—Ni tú a él.

—Ya, pero ¿a que es fuerte que ya no me quiera?

—No sé qué decirte, Lu. Me tienes, o me tenéis, un poquito alucinada. Y yo pregunto, ¿después de la canción habéis vuelto a hablar?

—Claro.

—¿Y?

—Pues que no hay boda.

—O sea, que sí has roto.

—Hemos, que ha sido simultáneo. ¿O no lo has escuchado? En la canción lo dice.

—Que sí, Lu, que sí. Simultáneo, muy bien. Y… y ¿cómo estás?

—Yo creo que me estoy enamorando.

—¿Perdona?

—Del vikingo.

—Tú estás de psiquiátrico.

—Pero ¿tú has visto lo que tiene entre las piernas?

—¡Pues no, Lu! ¡No lo he visto! Pero tú, tú, tú estás muy mal de la cabeza. Pero que muy mal…

—Tranquilita, ¿eh?

—¿Tranquilita? ¿Tranquilita? Acabas de mandar a la mierda tu boda, acabas de mandar a la mierda a un tío como Aarón, a un tío cojonudísimo e increíble como Aarón. Aarón, el que era el gran amor de tu vida, y de repente te lías con el primero que pasa y te pones a hablar de su… de su… de su…

—Polla, sí. Pero es que es descomunal. Un trabuco de cuidado.

—De psiquiátrico. Lo que yo te diga. Tú estás de psiquiátrico. Y tú, tú, tú no puedes ser mi hermana, no. No puedes serlo. Yo es que alucino, alucino. Estás mal, muy mal, fatal.

—Sí que te ha dado fuerte.

—Pero vamos a ver, pero ¿no decías que Aarón era el amor de tu vida, que nunca habías sentido nada igual? Que con él te irías a China, que lo dejarías todo, que… que…

—Pues ya no.

—Ya no.

—No.

—No. Ya no. Y como ya no, te lías con el vikingo. Y aquí nos olvidamos de todo, de lo que has montado, del lío que te traías, de la boda, de… de… ¡Dios! ¡Dios!

—Pero ¿qué te pasa?

—¿A mí? ¿Qué me pasa a mí? Será más bien qué te pasa a ti.

—Chica, ni que yo fuera la primera en la historia en cancelar una boda.

—¡Lu! Que nos has tenido a todos en solfa, danzando a tu son, volviéndonos locos, que si el vestido, que si el amor, que si… ¡Y ahora ya no lo quieres y no te casas! ¡Así, sin más!

—Joder, pues sí que tenías ganas de que Aarón fuera tu cuñado.

—¡No tenía ninguna gana! ¡Ninguna! ¡Para que te enteres!

—Y, entonces, ¿por qué te afecta tanto?

—Porque… porque…

Y ahí decidí callarme. Y Eric salió en ese momento de la habitación para explicárselo a mi hermana.

—She’s in love.

—¿Quién? ¿Mi hermana? ¿De quién? Pero ¿tú no habías dejado a Roberto?

She loves Aarón.

—¿Mi hermana?

—¡No! —exclamé.

—¿Estás enamorada de Aarón? —preguntó mi hermana con cara de perplejidad.

—No digas disparates. Al vikingo se le va la olla. ¿Qué va a saber él?

Eric me miró con aire de suficiencia. Capullo. Yo quise matarlo. Y él ¿por qué lo sabía? ¿Se lo había contado Roberto, o es que yo era tan transparente? Y Lu entonces se dio cuenta de que Eric decía la verdad y de que yo estaba enamorada como una perra.

—Es verdad —dijo, con la misma cara que debió de poner el santo ese que se cayó del caballo cuando tuvo no sé qué revelación—. Estás enamorada de mi ex… Y por eso dices que es cojonudo, y estupendo y… Y por eso estás así de atacada. Qué fuerte eres, tía.

—¡Que no estoy enamorada de nadie!

—¿Desde cuándo?

—Que no… —Pero ahí me vine abajo. ¿Para qué seguir mintiendo?—. Desde los diecisiete años, ¿contenta?

—¿En serio? ¿En serio? Yo lo flipo. ¿Desde los diecisiete? Pero ¿enamorada de verdad?

Yo ya no sabía qué contestar.

—¿E ibas a dejar que me casara con él? ¿Todo esto te lo tenías guardado y no me lo ibas a decir e ibas a dejar que él y yo…?

—Os ibais a casar, yo no me podía meter en medio.

—She is so generous.

—Calla, vikingo —le grité.

—Qué fuerte, qué fuerte. Y ¿él? ¿Él lo sabe? —preguntó.

—No. Claro que no lo sabe. Y no lo va a saber nunca —le dije.

—Y ¿por qué no? —preguntó mi hermana.

—Porque… porque… ¡Lu! Porque hace dos días se iba a casar contigo, y porque no tengo ni la más mínima oportunidad con él, ¡si le gustan como tú! ¡Míranos! Somos como el día y la noche.

—Pues eso ahora mismo juega a tu favor. Porque a mí ya no me quiere. Y a lo mejor por mi culpa hasta les ha cogido tirria a las de veinte y de repente le gustan talluditas.

—¿Talluditas?

—Bueno, o de treinta y tantos.

—Treinta. Tengo treinta.

—Susceptible.

—Gilipollas.

—Y ahora ¿por qué me insultas?

—Porque no sé… no sé… porque… porque… La cabeza me va a estallar —dije.

—Ella es impresionada —dijo Eric—. Todo muy fuerte.

—Pero vamos a ver, Lu, ¿a ti te parecería lógico que yo ahora fuera detrás de tu ex, con el que te ibas a casar en dos semanas?

—Pues no sé… A mí lo que no me parece lógico es que no me dijeras que estabas enamorada de él.

—Pero ¿cómo te lo iba a decir? ¿Cómo?

—Pues me sientas y me dices: Lu, te vas a casar con el amor de mi vida.

—¿Sí? Y ¿tú que habrías hecho? ¿Eh? ¿Eh?

—Eso ya nunca lo sabremos. Como no lo hiciste…

—Eres desesperante.

—Mira, eso que tienes en común ya con Aarón. Se pasó las dos últimas semanas diciéndomelo. Que se desesperaba conmigo. Y que ya había tenido mucho desequilibrio en su vida, y que no quería más. Así, me llamó desequilibrada y se quedó tan a gusto.

—¿Sabes que te digo? Que me voy a dar una vuelta. Necesito salir de aquí.

—Buena idea…

—¡Y ya se lo estás diciendo a mamá!

—¿El qué, que estás enamorada de mi ex?

—¡No! ¡Que no hay boda!

—Vale, vale, qué carácter…

She has strong feelings —dijo Eric.

Y me fui de allí, de la casa de mi abuela, de ese manicomio. Porque tenía que respirar, pensar, gritar…

Salí a la calle. No me entraba ni el aire en los pulmones. ¿Por qué estaba tan alterada si mi hermana ya no se iba a casar con Aarón y eso me daba a mí una oportunidad? Quizás por eso mismo, que de repente dependiera de mí me angustiaba, me llenaba de miedo y, sobre todo, sobre todo, sobre todo, me sentía la más estúpida del universo. Todo lo que me había reprimido, todo lo que me había torturado, todo lo que había sufrido por esa boda, por lo inconveniente de mis sentimientos, por lo inapropiado de todo, por la imposibilidad, por… Si hasta me había ido a China para escapar de la boda. Si había decidido cambiar de vida por culpa de Aarón y Lu. ¡Si casi había perdido la vida en un quirófano por su culpa! Y ahora ellos, de repente, sin más, como quien cambia de acera, como quien se cambia de pantalones, como quien decide afeitarse o no, lo dejaban. Sin dramas, sin gritos, sin torturas varias. Quería gritar. ¡Quería gritar! Y grité. Y asusté a tres hipsters jovencitos y barbudos que pasaban por la calle y me miraron como si estuviera loca. Y sí, tal vez los muchachos del barrio me llamaran loca, y unos hombres vestidos de blanco me dijeran ven. Y yo grité, no, señor, yo no estoy loca, estuve loca ayer… pero fue por amoooooor. Vale, se me había colado la canción de Mocedades. Tal vez loca no, pero un poquito desequilibrada sí que estaba. Si es que… ¡Arggg! Volví a gritar. Y esta vez asusté a dos señoras que iban con sus perros. Los perros también me miraron.

Y me puse a caminar. Y caminé mucho. Calle Fuencarral, Lu y Aarón ya no se casaban, Gran Vía, Roberto y yo ya no éramos novios, calle Alcalá, Lu y Aarón ya no se casaban, calle Serrano, yo estaba soltera, Castellana, Aarón estaba libre, y sin darme apenas cuenta llegué hasta la plaza de Colón. Y ahí me detuve. Agotada. Y a pesar de los kilómetros recorridos, no había pensado nada, solo había repetido en mi cabeza lo que ya sabía: Aarón y Lu no se casaban, yo no tenía novio. ¿Y? ¿Qué iba a hacer al respecto? Había intentado invocar a Inma durante el paseo para tener uno de mis diálogos interiores con ella que tanto me aclaraban, pero no apareció. Y, por supuesto, tampoco la llamé al teléfono. No tenía fuerzas. Me toqué la cicatriz. Porque mi raja en el estómago me tenía que recordar mi promesa de vivir intensamente, sin miedo. Pero por más que acariciaba la cicatriz con la yema de los dedos, era incapaz de recuperar esa fuerza y esa determinación que había sentido justo después de saber que seguía viva y que no me había muerto en el quirófano. ¿Tan poco duran los propósitos que uno se hace entre la vida y la muerte? ¿Acaso no había tenido en China una revelación? ¿Acaso no era otra? ¿Por qué otra vez me atenazaba el miedo?

Y súbitamente me entró el cansancio. Al fin y al cabo había recorrido medio mundo en unas horas y había regresado a Madrid, donde todo se había dado la vuelta. No tenía novio, no tenía tienda y mi hermana ya no se casaba con Aarón. Y a lo tonto me había pateado media ciudad intentando procesarlo. Levanté la mano tan pronto vi un taxi libre. Me subí y le di la dirección.

—A Aravaca.

Mis padres se sorprendieron al verme llegar.

—¿Y las maletas? —preguntó mi madre.

—Ya iré mañana a por ellas.

Mi aspecto debía de ser bastante lamentable, porque hasta mi madre se preocupó.

—¿Estás bien, cariño?

—Esta raja no sirve de nada —dije, mostrando mi cicatriz.

—Y ¿para qué querías que sirviera? —preguntó mi padre, un tanto descolocado.

—Y teníais razón, ya no hay boda. Vuestra hija no se casa.

—Si es que lo sabía, lo sabía —gritó mi madre—. Tu hermana me va a oír. Vamos que si me va a oír…

—Ya me ha oído a mí.

—Venga, pasa, y te tomas algo caliente, que lo necesitas —dijo mi padre.

Entré y fui directamente hacia la cocina. Mis padres me siguieron.

—¿Algo caliente? Yo casi prefiero un gintónic.

—Te acaban de operar, Sara —dijo mi padre.

—¡Y no ha servido de nada! —repetí.

Mi padre miró a mi madre con gesto interrogante.

—¿Todo esto es porque tu hermana no se casa? —preguntó mi madre.

—¿Qué voy a hacer con mi vida? ¿Qué? ¿Qué?

—Puedes volver a preparar las oposiciones —sugirió mi madre.

—¡No quiero preparar oposiciones! —grité—. ¡No me fui hasta China para volver y preparar oposiciones!

—Vale, vale, nos olvidamos de las oposiciones —dijo mi madre en un tono conciliador.

—Lu no se casa.

—Ya lo has dicho, corazón —dijo mi padre—. Ya mañana si quieres le echamos la bronca, ¿contenta?

—No se casa con Aarón.

Mi madre negaba con la cabeza, como dándome por un caso perdido.

—Voy a prepararle una tila alpina. Doble. A mí me relaja muchísimo —dijo mi madre.

—Estoy tan cansada…

—Sí, cariño, sí.

Mi madre se puso a calentar agua mientras le pedía a mi padre que buscara la tila. Mi padre abrió un cajón de uno de los muebles de la cocina y sacó una caja de tila.

—De esa no, la alpina, la alpina. Que esa no le va a hacer efecto.

—Si estoy bien… Estoy bien —dije con cara de estar fatal.

—Y mejor que vas a estar cuando te tomes la tila. Dos bolsitas y como nueva, ya verás. Y si podemos hacer algo… Lo que sea, cariño.

—¿Puedo dormir con vosotros?

—¿Con nosotros? —Mi madre se escandalizó ante semejante pregunta—. Sara, por favor, que tienes treinta años.

—Ya… —dije, derrotada.

—Y tu padre, además, aún no duerme conmigo.

—¿No? —pregunté mirando a mi padre. Y él negó con cierta lástima.

—Pero todo se andará —dijo él.

—¡Arturo! Ya veremos.

—No metas a la niña en nuestras cosas, mujer.

—No pasa nada, no pasa nada. Haced lo que queráis. No es de mi incumbencia. Yo ya soy mayor. Me voy a la cama. A la mía. Sola.

Y salí de la cocina. Mi madre me persiguió con la tila alpina en la mano.

—¿No te tomas la tila?

—Ah, la tila. Vale.

La cogí y le di un sorbo.

—Qué rica.

Y me fui con la taza escaleras arriba.

—¿Ha dicho que estaba rica? —oí que decía mi madre—. Sí que está mal, sí…

Me acosté en mi antigua cama. Me tapé la cabeza con el edredón. Y me dormí.