LA REVELACIÓN CHINA
Cuando abrí los ojos pude comprobar que iba en una ambulancia. Quise preguntar adónde me llevaban, pero apenas podía hablar, tenía una mascarilla de oxígeno en la boca. Intenté quitármela, pero el hombre con bata blanca que estaba a mi lado no me lo permitió.
—Roberto… ¿dónde está Roberto?
El chino no me entendía. Volví a repetirlo.
—My boyfriend, or ex-boyfriend… —Como si al chino le importara mi estado civil—. I need to call him.
Y el chino venga a hablarme en chino. Me toqué el estómago. No noté dolor. Vi que me habían puesto una vía en el brazo y un gotero. Debía de ser un calmante muy potente, que también me daba sueño porque me quedé dormida, o K. O., no sé muy bien.
Volví a abrir los ojos cuando me movieron y me bajaron en camilla de la ambulancia y me metieron por lo que yo deduje que debía de ser la puerta de urgencias de un hospital. Cochambroso. Era realmente horrible, el sitio. Azulejos verdes, o azul verdosos, desconchones, humedades… ¿Qué tipo de hospital era aquel? ¿Eran todos así? Yo seguía llamando a Roberto. Para ser una mujer independiente, adulta, autosuficiente, para no querer verlo nunca más, me estaba costando desprenderme de mi ex.
—¡Roberto! Que alguien lo llame. Call him. The number is in my phone. ¡Roberto!
En una sala que no sabría si definir como quirófano o como enfermería, dos médicos chinos me quitaron la ropa y me palparon. Ahí sí noté dolor. Agudo. Terrible. Grité. Los médicos me tomaron la temperatura, me auscultaron.
—Do you speak English? ¿Roberto? ¿Dónde estás? Embassy! Spain embassy, please. Call. Call.
Con el dolor y el pánico no podía apenas hacerme entender en inglés. Aunque daba lo mismo porque allí no parecía que nadie supiera hablarlo.
Me hicieron placas y también un tac, con una rapidez y una eficacia inusitadas, nada que ver con la atención hospitalaria occidental. El hospital estaría cochambroso, pero eficaces parecían un rato. Vi cómo consultaban unos médicos con otros. Cómo gritaban. Yo cada vez estaba más preocupada. ¿Me iba a morir de un dolor estomacal? ¿Y en China? Pero ¿en qué momento había pasado todo esto? ¿Cómo podía ser que estuviera ingresada en un hospital de Hong Kong entre la vida y la muerte? Tranquilízate, Sara. Nadie se va a morir. Solo es un dolor de estómago, y los chinos gritan por cualquier cosa. Acuérdate del aeropuerto. De repente un médico me trajo muchos papeles para firmar. No había ni uno solo en inglés. Yo negué, no quería firmar nada sin saber qué firmaba.
—Embassy. Roberto.
Conseguí sacar de mi mochila el papel con el nombre del hotel.
—Roberto. Roberto…
Y por fin alguien pareció entenderme porque se llevó el papel y al rato volvió asintiendo.
—Lobelto… Lobelto… —Y, a continuación, toda una parrafada en chino tan inteligible como las que había escuchado hasta ahora.
Pero tenía que ser buena señal. Seguro que se habían puesto en contacto con Roberto. Seguro que aparecía, con un buen traductor de chino-inglés. Con el recepcionista incluso. Y recé porque no hubiera terminado su turno. El recepcionista, digo. Volvieron a ponerme los papeles delante. Yo negué de nuevo. Me tocaron de manera muy poco delicada el estómago. Y con un dedo señalaron de un lado a otro. Y por fin entendí. Querían abrirme. Negué con la cabeza. El médico asentía. Volvió a hacer el gesto de rajarme. Aquello se estaba poniendo serio.
—Roberto… Embassy…
Me desmayé. La afición que le estaba cogiendo a los desmayos…
Y cuando abrí los ojos Roberto estaba a mi lado. Y con el recepcionista. Había tenido la misma idea que yo. Si éramos almas gemelas, ¿por qué ese empeño en abandonarme? Creo que nunca jamás me había alegrado tanto de verlo. Nunca.
—Roberto, que me quieren abrir, que me voy a morir en un hospital de China. Llama a la embajada, a mis padres, dile al recepcionista que traduzca lo que quieren decir los médicos. Y que mire todo lo que quieren que firme. Ay, cómo me duele. Que no sé qué me pasa, Roberto. Que me voy a morir en Hong Kong…
—Tranquila, tranquila.
El recepcionista tradujo todo lo que le contó el cirujano. Tenía una obstrucción intestinal. Y tenían que operarme de urgencia. La operación no era grave, pero si no la hacían ya, mi vida corría peligro. O sea, que era verdad, que lo de morirme iba en serio. Ahí palidecí. O más bien sentí que me hacía transparente, porque pálida ya debía de estar desde hacía rato. Me volvía transparente cual fantasma, porque estaba a un paso de serlo. Una muerta, un fantasma. Ay, madre. Que me moría.
—Están exagerando, ¿a que sí, Roberto? Dime que los chinos son muy de exagerar. No puede ser que mi vida corra peligro. Llama a España. Que mi madre hable con algún médico, con el vecino de la urbanización, su hija es cirujana… Creo que tengo su teléfono… Amanda, se llama Amanda. Es un nombre horrible para una cirujana, pero seguro que sabe decirnos algo. Llámala, Roberto.
Y la llamó. Y ella, después de que Roberto le contara todos mis síntomas, y el diagnóstico de los cirujanos chinos, también llegó a la conclusión de que tenían que operarme cuanto antes. Y sí, no era complicado, pero tenían que hacerlo. Al parecer mi intestino se había doblado, o se había dado la vuelta en algún punto, y no dejaba circular los alimentos. O algo así entendí yo. Vamos, que lo del nudo en el estómago se acababa de hacer realidad de todas todas. Ya me había ganado un lugar en las enciclopedias médicas.
—Y ¿quién va a pagar esta operación, Roberto? Yo me hice un seguro de viaje de mierda. Ya verás como no lo cubren.
—Tú por eso ahora no te preocupes. Ellos que te operen, luego lo arreglamos.
—Ay, qué bien que estés aquí, aunque me hayas dejado.
—No pienses ahora en eso.
—Vale, vale. Pregúntale al recepcionista cuándo me quieren operar.
Y el recepcionista dijo que tan pronto firmara los papeles. Que básicamente eran como los de cualquier hospital del mundo. Con mi firma autorizaba que me operaran y no se hacían responsables si la cosa salía mal. Firmé. Y sin apenas despedirme de Roberto me llevaron en camilla a quirófano. Yo estaba muerta de miedo, porque en menos de una hora podía estar muerta a secas, muerta del todo, muerta para siempre. Muerta, muerta, muerta. Miré a Roberto mientras me alejaban de él.
—¿Y si nos casamos por si no salgo de la operación con vida?
—Deja de decir tonterías.
—Gracias por estar aquí. Gracias. Dile a todos que los quiero. Que los quiero mucho. A los cirujanos también. Tan majos, tan eficientes, tan chinos…
Ay, me iban a rajar en Hong Kong. Y aunque todo molaba más si pasaba en Hong Kong, reconozco que estar a un paso de la muerte en Hong Kong no tenía ni puñetera gracia. Que me podía morir. Que me podía morir del todo.
En quirófano me pusieron un par de inyecciones y me quedé grogui.
Desperté en una habitación con una ventana minúscula. Y en una cama más minúscula todavía. A mi lado, en una silla como de colegio de primaria, todo hierros y madera, y apenas acolchada, dormitaba Roberto. La silla se extendía como una hamaca. O sea, que tenía el respaldo algo inclinado y le salía una tabla para apoyar las piernas y los pies. Pero más parecía un potro de tortura que un sitio agradable en el que dormir. Pobre Roberto. Yo estaba enchufada con varias vías a tres goteros diferentes. Suero, anestésico y antibiótico. De eso me enteré luego cuando el recepcionista me lo tradujo. Levanté la sábana para ver la incisión. Una gasa me tapaba parte del estómago. De lado a lado. Me preocupé y decidí levantarla un poco. Quería ver exactamente cómo de grande era el tajo. Y al levantar la gasa, vi que una serie de grapas, como veinte, recorrían todo mi estómago. ¡Me habían rajado entera! Grité. Y mi grito despertó a Roberto.
—¿Estás bien?
—Me han abierto de lado a lado.
—¿Te duele?
—No. Creo que no. No mucho. Y estoy viva. Eso es lo importante. Dime que eso es lo importante y que la raja es lo de menos.
—Claro tonta. Y todo ha salido muy bien.
Lo miré.
—¿Qué hora es? ¿Has estado aquí todo el rato?
—Claro.
—Vas a tener razón. Va a ser verdad que aunque tú me quieras dejar yo me las apaño para obligarte a estar a mi lado.
Él sonrió.
—Lo siento mucho —le dije—. Siento el numerazo.
—No digas tonterías. Tú no tienes la culpa de haberte puesto enferma.
—Pero tú ya no tienes la obligación de cuidarme. Ya no somos novios.
—Sara…
—¿Qué? Es la verdad, ¿no?
—Pero seguimos siendo amigos. Y yo sigo queriendo ayudarte. Siempre voy a querer.
—No digas esas cosas, que me lías.
—Bueno, y tú no conoces a nadie aquí. ¿Qué iba a hacer, dejarte tirada?
—¿Has avisado a mis padres? ¿A mi hermana? ¿Van a venir?
—Les he dicho que no se preocuparan. Que todo había salido bien, y que en seis días te tenían de vuelta. Y que ya estaba yo aquí. ¿O quieres que vengan?
—¿Y te vas a quedar a mi lado estos días? ¿Y tu trabajo?
—Mi trabajo y Hong Kong pueden esperar.
—¿Y no va a ser muy raro? Cinco días juntos cuando acabamos de romper.
Roberto sonrió.
—Mientras no me vuelvas a pedir matrimonio…
—¿Cuándo te he pedido yo matrimonio? —Y de repente me acordé. Justo antes de entrar a quirófano. Qué vergüenza, qué bochorno…—. Ay, ya, los nervios de entrar a quirófano.
—Esta noche, al despertar de la anestesia, me lo has vuelto a pedir.
—¡No!
—Sí.
—Y ¿tú qué dijiste? ¿Ni viéndome moribunda te apiadaste de mí?
—Es que justo después me llamaste Aarón.
—¡Eso es mentira!
Él volvió a sonreír.
—Es verdad.
—¿En serio? Y ¿por qué sonríes? ¿Eres masoca?
—No, solo que me encanta tener razón.
—Pero si te llamé Aarón sería porque… me he acordado de él porque, ¿sabes?, es un friki de todo lo sano. De la avena integral para desayunar, de las hierbas para hacer sus limpiezas hepáticas, de su agua templada por las mañanas con zumito de limón… Es que su padre murió de cáncer. Y luego su hermana… bueno, una tragedia. Y el caso es que yo me reía de él, por esa obsesión por lo sano, y mírame ahora. ¡Si me hubiera dado a la avena! Pero no, yo venga a desayunar cruasanes por la mañana.
—No creo que por culpa de los cruasanes estés aquí. Estas cosas pasan y ya está.
—Que no, Roberto, que no, que me pasan a mí por obtusa. Por comer cruasanes y por las preocupaciones, por tomarme demasiado en serio. Y mira. Rajada de lado a lado.
Durante esos cinco días de ingreso en el hospital, Roberto y yo, a pesar de algún que otro momento incómodo, nos convertimos en los mejores amigos. Siempre lo habíamos sido, la única diferencia es que ya no teníamos sexo. Y durante esos días hubo momentos en los que pensé que por qué no nos conformábamos con eso, nos llevábamos bien. Él era atento, inteligente, buena persona, divertido, me cuidaba, me llevaba al baño, aguantaba mis cambios de humor, me animaba. Había dejado aparcado su trabajo para estar conmigo. ¿Qué más quería pedirle a una pareja? Pero a la vez, el hecho de haber estado a las puertas de la muerte —vale, puede que no a las mismas puertas, pero convengamos en que si no me hubieran llevado al hospital de urgencia, tal vez ahora no estaría aquí, y si eso no son las puertas de la muerte, al menos es la antesala— me hizo ver que la vida podía ser demasiado corta, demasiado imprevisible como para andar conformándome. Si íbamos a estar aquí un tiempo indefinido, tal vez mucho, pero tal vez poco, mejor intentar exprimirlo al máximo. Nada de conformarse. Es terrible que nos tenga que pasar algo de vida o muerte para darnos cuenta de que cada día es un regalo, y que tal vez mañana ya no estemos aquí, y que por eso mismo tenemos que intentar vivir de manera intensa. Ay, parecía que me había indigestado con un libro de Paulo Coelho, pero así era como me sentía. Las experiencias de vida o muerte han de servir para algo. Vale, tal vez no sirvan para nada. Pero ya que tenemos que pasar por ellas, al menos darles un sentido. Y a mí, que me hubieran rajado el estómago de un lado a otro, me había hecho querer mi vida, y desear lo mejor para ella. Nada de amigos como novios. Nada de conformarse con una vida cómoda. Nada de nada. Yo acababa de tener en Hong Kong lo que ya denominaría para los restos como mi revelación china: se acabaron los miedos, se acabaron los sucedáneos, se acabaron las mentiras, y se acabó el estar siempre aplazando la vida y conformándome. Y se acabaron las preocupaciones porque sí. Tenía que ir a por lo que quería, porque tal vez mañana todo se acabara de repente. Tenía que disfrutar, tenía que vivir. Y tenía que enamorarme de verdad. Y estaba en mi derecho de volver a sentir lo que había sentido por Aarón, esa intensidad, esas mariposas en el estómago. Tal vez no pudiera ser con Aarón. Se iba a casar con mi hermana. Pues que se casara. Si no era con Aarón, ya volvería a encontrar a otro que me hiciera sentir ganas de saltar de balcón, de gritar su nombre, de besarlo y abrazarlo bajo el cielo estrellado de cualquier pueblo de La Mancha, como por ejemplo Chinchón. Porque no sé si tenía o no derecho a conseguir algo así para mí, pero desde luego no iba a dejar que el miedo me acobardara, que mi baja autoestima, mis incipientes arrugas, mis cuatro kilos de más, mi raja, me dejaran fuera de combate antes de empezar.
Al segundo día en el hospital ya pude caminar. Y al tercero empecé a comer sólido. Aunque lo de comer sólido es un decir, porque la comida era bastante peculiar. Pero me había prometido no criticar al pueblo chino que me había salvado la vida. Y habían sido rápidos y eficientes. Me habían hecho todo tipo de pruebas en muy poco tiempo y todos los días me visitaban mañana y noche los tres cirujanos que habían estado en la operación. Las enfermeras, o la gente de cocina, nunca me quedó claro quién era quién, ni qué representaba cada color de sus batas, pasaban tres veces al día con varias ollas gigantescas por cada una de las plantas, se instalaban en el hall y el enfermo, o sea yo en este caso, tenía un tupper grande para coger de la olla mi propia ración. Sí, todos los enfermos y los acompañantes metiendo el tupper en la olla. Tupper que luego lavábamos en los lavabos comunes. La mar de higiénico. Casi todo en esas ollas eran sopas de fideos con carne o pescado. Si en Occidente nos quejamos de la comida de los hospitales, invito a cualquiera a que pruebe la de un hospital chino para que cambie de idea. Benditas sopas de hospital europeo. A pesar de lo poco apetecible de la comida me obligué, o más bien Roberto me obligó, a comer. Y eso ayudó a que cogiera fuerzas. Y tal como habían dicho los médicos, por boca del recepcionista, al quinto día ya me había recuperado casi por completo. Volvía a ser la de antes, aunque con una raja de lado a lado del estomago. Y también con más ganas de vivir que nunca.
También hicimos muchas migas con la señora con la que compartíamos habitación. Era de una población rural y, gracias a nuestro recepcionista traductor, pronto se encariñó con nosotros. Quería saberlo todo de España. ¿Los pueblos pequeños tenían luz eléctrica? ¿Comían tres veces al día incluso en esos pueblos de interior? Ahí nos dimos cuenta de las grandes diferencias de la China rural de interior y la China urbana de las ciudades meridionales. A ella le maravillaba que alguien de cualquier pueblo de España viviera prácticamente igual que uno de una gran ciudad. Para nuestra compañera de cuarto, todo en este hospital era lujo. Mientras que a nosotros todo nos parecía pobre, viejo, desconchado y sucio. A excepción de la excelente atención médica, eso sí. Y no solo los médicos nos visitaban con frecuencia, las enfermeras también. Venían en tropel, había como dieciséis en el ala en la que estábamos, y cuando cambiaban el turno hacían entrar a las otras dieciséis para explicarles minuciosamente los cuidados y los tratamientos de cada enfermo. Así que dos veces al día en la habitación había treinta enfermeras, más los dos pacientes, más los dos acompañantes. Lo del camarote de los hermanos Marx al lado de esto era un espacio vacío.
Nuestra compañera de cuarto estaba casada y su marido pasaba alguna noche allí. Y en vez de dormir en la silla incómoda en la que dormía Roberto, se metía en la cama con ella, pero al lado contrario, con los pies en la cabeza de ella. Porque solo así conseguían encajar ambos en esa cama tan estrecha. Yo le dije a Roberto que probara a hacerlo, a dormir en la cama conmigo e imitando esa postura, pero después de dos patadas que le metí en la cabeza, desistimos de la idea. Además era algo raro estar tan pegada al chico que me acababa de dejar.
Nos hicimos tan amigos de nuestros vecinos que acabaron por pedirnos una foto a cada uno, y Roberto imprimió dos del móvil y ellos las pegaron en la cabecera de la cama, allí donde tenían pegados a sus hijos y familiares. En cuatro días nos habíamos convertido en parte de su familia.
A la sexta mañana, cuando apenas estaba despertando, oí unas voces familiares llegando a la habitación del hospital. ¿Estaba soñando? Abrí los ojos y los vi. A mis padres, a los dos. Entrando por la puerta.
—Hija mía, al fin. Tú no sabes el lío que es conseguir un visado a este país. Cuatro días hemos tardado. Y eso que amenazamos con llamar a la Moncloa —dijo mi madre abrazándome.
—Como si tú conocieras a alguien en la Moncloa —dijo mi padre.
—Estarás contenta —me regañó mi madre—. Hasta que no lo has conseguido, no has parado.
No sabía de qué me estaba hablando. Y ella, sin necesidad de que yo le preguntara, enseguida se explicó.
—¿Cómo era esa novela de la que me hablaste? La chica esa que se finge enferma para juntar a sus padres…
—Zonas húmedas. Pero yo no he fingido nada.
Y me levanté el pijama para que vieran la raja del estómago de lado a lado.
—¡Ay, Dios! Pero ¿qué te han hecho? Pero si hablé con Amanda y me dijo que era una incisión de nada, que se solía hacer por el ombligo… Ay, hija, que te han desfigurado…
—Lo importante es que estás bien —dijo mi padre—. Lo estás, ¿verdad?
—Sí, papá.
Mi madre no dejaba de observarme la cicatriz.
—Yo creo que los cirujanos chinos de aquí nunca habían visto un occidental por dentro y se quisieron aprovechar contigo.
—¡Mamá, no seas bruta! —dije señalando a mi compañera de cuarto.
—¿Sabe español? —preguntó mi madre asombrada.
—Ni una palabra. Pero es más lista que el hambre, se da cuenta de todo —le dije—. Es un encanto.
Y les obligué a que la saludaran y como buenamente pude le expliqué que eran mis padres. Ella sonrió y señaló las fotos de sus hijos.
—Uy, esa de ahí lo que se parece a ti, y ese a Roberto.
—Somos nosotros.
—Y ¿por qué os tiene ahí?
—Nos ha cogido mucho cariño.
—Ah… Y ¿cuánto pagas por esta habitación? —preguntó ella sin disimular la cara de asco al revisar todo y al ver dos bragas enormes colgadas en la ducha—. Seguro que contrataste el seguro de viaje más barato. Y ¿qué te tengo dicho yo? Que lo barato sale caro.
—Claro, por eso te has empeñado en viajar en primera —dijo mi padre.
—Mi hija se estaba muriendo en la otra punta del mundo, ya bastante duro era eso como para viajar apelotonada con otros.
—Pues yo he venido de maravilla en turista.
—¿Tú has viajado en primera y papá en turista?
—Él es así, excéntrico.
—No me gusta tirar el dinero. Y menos ahora que tengo que renunciar a la mitad.
—Como ves, tu estrategia para juntarnos no te ha salido muy bien —dijo mi madre.
—Mamá, que yo no quería que me pasara esto. Y tampoco pretendía que vinierais.
—Tu padre se empeñó.
—Y ella también, aunque ahora se haga la dura. Yo le dije que no hacía falta que viniéramos los dos —dijo mi padre.
—Entonces yo le dije que se quedara, que ya venía yo.
—Y yo no iba a dejar a tu madre sola en China. Ella sola es capaz de crear un conflicto internacional.
—No digas disparates, Arturo. El caso es que yo me moría por venir a cuidarte. Y tu padre también.
—Me alegro mucho de veros —dije yo al borde de la lágrima.
Roberto entró en ese momento en la habitación. Y al ver a mis padres sonrió.
—Ya pensé que no llegabais.
—¿Tú sabías que venían? —pregunté.
—Él agilizó todo en la embajada. Este hombre vale su peso en oro. No lo pierdas nunca —dijo mi madre—. Aunque a mí la ventolera esta de veniros tan lejos me parece un desatino. Arturo, ¿por qué no le das de una vez trabajo en el estudio y os volvéis? Porque imagínate el trajín si ella se queda embarazada y hay que venir hasta aquí otra vez. Y que mis nietos no pueden venir al mundo en un sitio como este…
—Mamá, Roberto y yo ya no estamos juntos.
—¿Cómo que no estáis juntos? Si está aquí contigo.
—Porque no me quería dejar sola.
—Ahora mismo os arregláis.
—Mamá…
—¿Tú sabes cómo te ha cuidado esta semana? ¿Y lo pendiente que ha estado de ti y de nosotros? Que no vas a encontrar otro igual, Sara.
—Berta, no te metas donde no te llaman —le pidió mi padre.
—Ni se te ocurra dejarlo —insistió de manera vehemente.
—Mamá, ¿me meto yo en vuestra relación?
—Te metes, claro que te metes.
—Bueno, porque sois mis padres.
—Y tú mi hija y sé lo que te conviene. Ni se te ocurra dejarlo.
—Mamá, me ha dejado él.
—¿Tú? ¿Pero…? —Mi madre estaba completamente descolocada. Le echó a Roberto una mirada que podía significar cualquier cosa, y todas malas.
—Ya te dije que no te metieras —le dijo mi padre.
—¿Tú lo sabías? —preguntó mi madre.
—Algo veía venir.
—¿Ah, sí? —le pregunté—. Y ¿por qué no me dijiste nada?
—Sara, si yo ya te dije que no vinieras, pero claro, tampoco podía retenerte.
—Y casi se muere aquí —dijo mi madre de manera dramática y echándoselo en cara.
—Mamá, que estoy bien.
—Con una raja de lado a lado. Desfigurada para los restos.
—Bueno, es como si me hubieran hecho una cesárea —dije intentando quitarle importancia.
—Y ¿dónde está el niño? Al menos con una cesárea tienes a tu hijo para poder echárselo en cara el resto de tu vida.
—Berta, tienes cada cosa…
—¿Y con esa raja te van a dejar coger un avión?
Yo en eso no había pensado. Y mi madre tenía razón. Hasta que pasara al menos semana y media o dos semanas, los médicos no me iban a permitir volar.
—Como no llegues a la boda de Lu, no quiero imaginarme el drama…
—Lo importante es que se recupere —dijo mi padre con cordura.
—Eso —dijo Roberto.
—Tú a callar, que ya no pinchas ni cortas —soltó mi madre—. ¿Te ha llamado Lu?
Sí, me había llamado unas cuantas veces mientras estaba en el hospital, para preguntarme qué tal estaba, para mandarme fotos de los bocetos de su vestido de novia, para preguntarme detalles absurdos de su boda y para contarme también que Aarón me mandaba muchos saludos y que le había restringido las horas para verla.
—Dice que estoy insoportable con la boda, y como él además se pasa los días encerrado en el estudio o preparando su videoclip, no quiere que le distraiga con tonterías.
—¿Piensa que vuestra boda es una tontería?
—No. Dice que mi manera de obsesionarme es lo que le parece tonto.
—Y a lo mejor no le falta razón.
—Pero soy una novia, las novias se supone que nos volvemos locas. Claro que yo estoy llegando a niveles insospechados.
—Pobrecito.
—Y ¿eso a qué viene?
—Ten cuidado, Lu, que por mucho que te quiera, todo el mundo tiene un límite. Y tú de insoportable eres muy insoportable.
—No te grito porque acabas de salir de una operación. Y porque estás en China. Y ya bastante tienes con lo que tienes. Pero te mereces que te grite.
—Yo solo te digo que te relajes. Que más importante que la propia boda, es llegar a ese día con novio.
—Qué equivocada estás.
No sé por qué me empeñaba en darle consejos a mi hermana, si como siempre iba a hacer lo que le diera la gana. Y si ella misma estropeaba su boda, pues no iba a ser yo quien se pusiera a llorar.
Y cada vez que hablaba con ella por teléfono, Roberto seguía la conversación a mi lado. Aunque fingía no enterarse, yo sé que se enteraba de todo.
—Estás encantada.
—¿Yo?
—Sí, ves a tu hermana cagándola y estás encantada.
—No.
—Sí, y a mí me lo puedes contar. Ahora somos amigos.
—No estoy encantada.
—Si rompe lo tienes todo para ti.
—¡Roberto! No voy a hablar contigo de eso. Y además no va a romper, si la conoceré. Si esa ha nacido con una flor en el culo, y es lista. Antes de cagarla del todo se dará cuenta de lo que puede perder y reaccionará. Además, a Aarón lo tiene embelesado.
—Pero, como tú dices, todos tenemos un límite.
Y yo no quería creer sus palabras, pero a la vez mantenía la esperanza. Porque es verdad que la esperanza es lo último que se pierde, y más cuando has salido viva de una operación a estómago abierto en la otra punta del mundo.
Por fin llegó el día en que los cirujanos chinos me dieron el alta. Y lo primero que hizo mi madre fue convencerme para que me cambiara de hotel. Ella no quería que siguiera compartiendo habitación con Roberto.
—Si habéis roto, habéis roto. Ya está bien de modernidades.
—Me dijo la que tiene un amante.
—Un amante es una cosa muy de toda la vida —dijo mi madre.
—Eso también es verdad.
Y yo me dejé hacer. Porque aunque no me apetecía mucho compartir habitación con mi madre, yo tampoco quería estar con Roberto. Sobre todo por él, que ya bastante me había aguantado durante una semana en el hospital. Así que mi madre y yo compartimos una suite presidencial. «Hija, es que al cambio está tirada». Y mi padre, en la misma planta, se cogió una mucho más pequeña. «Total, si ha venido en turista. Él se hace a todo. Es por naturaleza sufrido». Y durante esa semana y media, mi madre y yo nos dedicamos a darnos todos los tratamientos de belleza y de spa que ofrecía el hotel, y curas de sueño, y comilonas más occidentales que orientales —yo ya podía comer de todo—, y cine, mucho cine, y hasta alguna peli china vimos, y lectura, novelas policíacas, revistas del corazón chinas y americanas, revistas de decoración y de moda, aunque las de moda apenas las miraba, porque no quería que nada me recordara que había dejado mi trabajo. Fueron como las vacaciones soñadas sin el estrés de tener que cansarnos recorriendo y perdiéndonos por una ciudad que nos daba bastante igual. Mientras, mi padre se aventuraba a recorrer Hong Kong. Le parecía un crimen estar en esa ciudad y no descubrir todas sus calles y edificios. Yo, con la raja en el estómago, no estaba de humor para hacer turismo. Y una vez que había asumido que me volvía a España, tampoco tenía demasiado interés en seguir con la farsa de la inmersión china. Además, había comprendido que solo tenía una vida, y quería disfrutarla, y no se me ocurría mejor manera de hacerlo que gozando de todo lo que ofrecían el hotel y mi iPad.
—Qué manos tienen estos chinos, hija.
Mi madre sin duda prefería las manos orientales a la tecnología oriental.
Mi padre volvía por las noches cansado de haber pateado calles y calles, pero feliz y con las pilas cargadas. Estaba lleno de vitalidad, de energía. Todo en Hong Kong le emocionaba: la distribución del espacio, la manera de construir, lo atrevidos y osados que eran a la hora de concebir ciertos edificios. Se sentía inspirado, decía. A su edad y en Hong Kong, se sentía casi como cuando había empezado a estudiar la carrera. Capaz de todo. Si los turistas en Florencia padecían el síndrome de Stendhal, que les hacía enfermar ante tanta belleza, mi padre estaba sufriendo el, recién bautizado por mí, síndrome de Hong Kong, que venía a ser como mi revelación china, pero sin necesidad de que le rajaran el estómago. Cada noche nos invitaba a cenar a mi madre y a mí, y con champán, porque había decidido que a partir de China todos los días iba a brindar con champán, para que no se nos olvidara que en la vida siempre hay algo que celebrar. Y mi madre asentía y le daba la razón, y yo, tal vez porque quería creérmelo, empezaba a ver que entre mis padres volvía a haber algo.
—Hija, si es que parece el de antes. El de cuando lo conocí. Tan lleno de vida, de entusiasmo… Ni una vez ha mencionado la crisis.
—Pero solo habla de edificios.
—A mí me enamoró así.
—Si te soy sincera, y ahora estoy muy empeñada en serlo después de mi revelación china, a mí nunca me han gustado mucho los edificios —dije.
—Y estabas con un arquitecto… Normal que te haya dejado. Mira qué colgante tan bonito me ha regalado tu padre. Dice que es de imitación y que esa es la gracia, porque venir a China y no comprar algo de imitación es como entrar en Manolo Blahnik y, en vez de unos zapatos, llevarte un cinturón.
—¿Te ha puesto ese ejemplo?
—Tu padre siempre ha sido muy atinado con los ejemplos. Y fíjate, me ha convencido. Hace dos semanas habría pensado que era racanería, y ahora me parece todo un detalle. Y ¿sabes qué más me dijo ayer?
—¿Qué?
—«Yo preocupado y obsesionado con la crisis como un imbécil, y el holocausto era perderte».
—¿En serio?
—Ya te digo que cuando quiere sabe hablar, el condenado.
—Ay, mamá…
—¿Qué?
—Que creo que te estás olvidando de Ismael.
—Hija, si te digo la verdad, huele mucho a zoo… Pero ni una palabra a tu padre, que aún no he decidido nada. Que esto no se arregla con una escapada a Hong Kong.
—Bueno, mejor que una escapada a la sierra…
—Eso sí —convino ella.
Durante esa semana y media hablé varias veces con Roberto. Ya había empezado a trabajar y estaba intentando adaptarse lo antes posible. Había hecho buenas migas con todos los occidentales que trabajaban en el estudio. Se iba a adaptar a las mil maravillas. Lo supe. Y, al igual que a mi padre, también se le notaba entusiasmado. El aire de Hong Kong debía de sentar bien a los arquitectos. Eso, o que el hecho de haberse librado de mí le quitaba tal peso de encima que ahora se sentía ligero como una pluma y no podía ni sabía disimularlo. Pero fuera lo que fuese, me alegraba por él.
La noche antes de nuestro regreso, Lu me llamó a través del Skype. Tenía los ojos encharcados en lágrimas.
—Sara…
—¿Has llorado?
—Que dice que o me tranquilizo o me manda a la mierda. Que ya no aguanta más mis cambios de humor.
—Pues tranquilízate…
—Quiero que escuches esto. Es de su nueva canción. Espera.
Y Lu tecleó algo en el ordenador y le dio al play. Y yo oí la voz de Aarón con un acompañamiento de guitarra acústica.
¿Y si el amor igual que vino se va?
Si todo llegó de repente,
¿por qué no va a tener el mismo final?
Lu le dio al stop.
—¿Lo has escuchado?
—Sí.
—¿Y? ¿Es o no es para preocuparse? ¿Cómo me voy a tranquilizar? Me está mandando una señal, alta y clara.
—Supongo que son los típicos nervios de antes de la boda.
—Que está diciendo que ya no me quiere.
—Lu, pero ¿te lo ha dicho a ti?
—No.
—Entonces no hagas caso de una canción. Eso puede significar cualquier cosa.
—Que no me aguanta, que ya no le gusto. Y no se atreve a decírmelo porque es un cobarde. Como todos los tíos. Al igual que hizo Roberto contigo.
—No compares.
—No comparo, pero son todos iguales. ¿Qué hago?
—Reacciona, tonta. Y saca lo mejor de ti.
—Ya… ¿Y si no sé o si no quiero?
—¿Cómo si no quieres?
—Ay, que ni sé lo que me digo.
Mi madre entró en ese momento en la suite cargada de bolsas.
—¿Qué te parece si hablamos mañana? Yo estaré ya por ahí, ¿vale? —le dije a mi hermana.
—Vale. Buen viaje.
Cortamos la comunicación.
—Creo que me he vuelto loca con la tarjeta de tu padre. Pero es que era todo tan bonito… Y me he dicho, ¿cuándo voy a tener ocasión de volver a Hong Kong? ¿Era tu hermana?
—Sí.
—Dime que no ha roto con su novio.
—¿Por qué dices eso?
—Solo espero que el vestido se pueda devolver, con el dineral que me estoy gastando…
—Se van a casar, mamá.
—Yo de tu hermana ya me espero cualquier cosa.
Al día siguiente Roberto se empeñó en acompañarnos al aeropuerto porque se quería despedir de nosotros. Sobre todo de mí. Y aunque a mi madre no le pareció del todo bien, mi padre le pidió que no se metiera y esta vez ella le hizo caso.
Nos vino a recoger en taxi y tuvimos que alquilar uno más porque no cabían las maletas. Así que mis padres fueron en uno y nosotros en otro. Esta vez el taxista no habló de Ronaldo, ni de nada. Y yo no me mareé, ni me extrañó la manera de conducir adelantando por derecha e izquierda, como si en los primeros seis días en Hong Kong —que había pasado en el hospital— más los que había disfrutado en el spa del hotel ya me hubieran convertido en una experta viajera que se ha adaptado a las maneras y costumbres orientales. En el aeropuerto buscamos durante un rato el mostrador para facturar las maletas. Miles de chinos se despedían de familiares y amigos o recibían a otros miles de chinos. Cuando vimos varios occidentales en una cola, nos acercamos hasta ellos. Y sí, ese era nuestro vuelo. Yo me quedé un rato a solas con Roberto, mientras mis padres hacían cola para facturar.
—Y que me hayan tenido que rajar el estómago para que hayamos tenido que romper y que ahora nos podamos despedir como amigos…
—Es que siempre has sido muy tremenda, Sara.
—Gracias por todo, Roberto. De verdad.
—Tú habrías hecho exactamente lo mismo.
Y le sonreí, porque tenía razón. Yo habría hecho exactamente lo mismo. Mi madre me hizo una señal para que me apurara porque ya nos tocaba a nosotros. Y dejé un momento a Roberto para acercarme al mostrador. Facturé la maleta y la chica oriental del mostrador me preguntó si quería pasillo o ventanilla en un perfecto inglés. Le dije que ventanilla y volví al lado de Roberto. Y nos besamos, como se besan los amigos. Y nos abrazamos como se abrazan los amigos. Y fue reconfortante.
—¿Sabes lo que me dijo mi padre antes de venir a China? Que no tuviera miedo de volverme cuando quisiera, que no tenía que demostrar nada. Tú tampoco. Si te hartas de arroz, vuélvete, ¿vale?
—Vale.
—¿Me lo prometes?
—Prometido. ¿No quieres quedarte más días en Hong Kong? Aunque sea para conocerlo. Porque no habéis salido del hotel.
—Creo que es mi sino contigo: viajar a ciudades que apenas acabo pisando. París primero y ahora Hong Kong.
—Ni se te ocurra echarme a mí la culpa, que bien a gustito estabais en el hotel y no os dio la gana de salir.
—Pues sí.
Anunciaron en inglés que los pasajeros de nuestro vuelo estaban embarcando, y me despedí de Roberto con otro abrazo.
—¿Qué vas a hacer al llegar? ¿Quieres volver a tus plumas?
—Aún no lo sé. Pero tengo catorce horas de vuelo para pensarlo.
—Eso si tu madre te deja tranquila.
—Ya le he dado una pastilla.
—¿Y con Aarón? ¿Qué vas a hacer?
—Asistir a su boda y poner buena cara.
—Eso si se casan.
—Estáis todos de un pesado… Se casan, claro que se casan.
Mi padre se acercó a Roberto y le dio un abrazo.
—Gracias por todo, Roberto. Y tenemos que seguir hablando.
—Los de aquí lo ven bastante claro, no te digo más. Así que es cosa tuya.
—¿Quiénes son los de aquí? ¿De qué tenéis que seguir hablando? —pregunté.
—Cosas nuestras —dijo mi padre.
—Cosas nuestras —dijo Roberto.