16

HONG KONG

Veo mucha gente a mi alrededor, se apelotonan, como si estuvieran evacuando un edificio, pero no hay fuego, ni bomberos, la gente grita, pero no parece alarmada. Gritan mucho. Hablan a gritos. Y ese señor… ¿está escupiendo? Una mujer se acerca a un surtidor del que sale agua humeante. Saca de una bolsa un tupper y lo llena de agua. En el tupper hay fideos y se los empieza a comer con palillos. Más gritos. La mujer eructa de una manera estruendosa. A nadie le llama la atención. Solo a mí. He llegado al aeropuerto de Hong Kong. Hace frío. Se supone que no debería hacer frío. Estaré destemplada después de tantas horas de vuelo. Ha sido infinito. Nunca había pasado tantas horas encerrada en un avión. Estoy destemplada y entumecida. Me duele el estómago. Hay gente por todas partes, pero no consigo ver a Roberto. Enciendo el móvil. ¿Qué número había que marcar antes del suyo para poder hablar con él? Ah, recuerdo que ya lo había memorizado. Le llamo, pero la llamada no hace conexión. Un mensaje que no entiendo. En chino, claro. Como casi todos los carteles. Pero ¿por qué apenas utilizan el inglés en los carteles? ¿No se supone que estamos en un aeropuerto internacional? Hay mucha gente, más de lo que estoy acostumbrada a ver. Y muy pocos occidentales. Siguen gritándose unos a otros. Pero no parecen enfadados. ¿Dónde está Roberto? Tengo la certeza de haber llegado a un planeta distinto. Estoy en el bar de La guerra de las galaxias, si ahora mismo viera un ewok no me extrañaría en absoluto, o una mujer con ensaimadas a cada lado de la cabeza. Huele a sopa, a comedor social. No me gusta. Y tampoco me gusta que Roberto no esté aquí esperándome. Se supone que debería estar aquí, o que al menos me debería coger el teléfono. ¿Dónde está? Que no cunda el pánico, aparecerá en cualquier momento. Y será precioso, nos abrazaremos, cogeremos un taxi para ir al hotel, que espero que sea bonito, o agradable al menos. Y habrá una bañera enorme y me daré un baño calentito, con él. Y todo estará bien. Empezaremos nuestra aventura China. Y habrá buenos momentos, y malos momentos, pero todo será especial, distinto, novedoso. Y la experiencia nos unirá. Vamos a ser dos aventureros explorando la Tierra Media, recuérdalo, Sara. Que no cunda el pánico. Roberto va a aparecer. ¿Y si no aparece? ¿Dónde he guardado las señas del hotel para enseñárselas al taxista? ¿En qué compartimento de la mochila las metí? Tienes que cambiar dinero, acuérdate. ¿Dónde hay una casa de cambio? Pero mejor no me muevo, no vaya a ser que Roberto no me encuentre. ¿Dónde se mete? Tranquila, Sara, ya aparecerá. Disfruta de este momento. Estás en un aeropuerto extraño en el país más extraño que has pisado hasta ahora. Fíjate en los detalles, saboréalos, disfrútalos. Recuerda a Paul Bowles y El cielo protector, siéntete como sus protagonistas, que no querían ser turistas, porque ellos eran viajeros. Tú tampoco eres una turista, has venido a quedarte. Esta va a ser tu casa durante cinco años. Empápate bien. Empieza a vivirlo. Que no se diga que nada más pisar China te ha entrado el pánico por algo tan tonto como que tu novio no está esperándote. ¿Y qué? ¿Acaso no puedes vivir sin él? ¿Acaso no eres una mujer independiente? Voy a llamarlo otra vez.

—¡Sara! ¡Sara!

Era Roberto. ¡Roberto! Qué alegría, por Dios. Qué guapo estaba. Y qué sonrisa tan bonita. Se acercó a mí y lo abracé sin querer soltarlo.

—¿Dónde estabas?

—Aún no me he hecho con la ciudad, Sara. Llevo aquí tres días. He tenido que coger tres autobuses y un tren para venir. ¿Qué tal el vuelo?

—¿No has venido en taxi? ¿No vamos a ir al hotel en taxi?

—Quería probar el transporte público, para irme habituando.

—Vamos en taxi, por favor. Lo pago yo.

—Como quieras. ¿Muy cansada?

—Me duele el estómago. Dime que el hotel está bien.

—Bueno…

—¿Tan malo es?

—Enseguida encontraremos piso, ya verás. Ya he ido a ver un par de ellos.

—¿Y?

—Hay que seguir buscando.

Los coches adelantaban por la derecha y por la izquierda. El tráfico era una locura. El taxista intentó darnos conversación. Sabía tres palabras en inglés. Y conocía a Cristiano Ronaldo. Aunque nos costó averiguar que se refería a él. Señalaba su pelo, los músculos. Y por fin Roberto dio con la clave.

—¡Cristiano Ronaldo!

—Yes, yes. Lonalo.

Abrió la ventanilla para escupir. Se coló muchísima contaminación. Olía a fábrica de celulosa y a plástico quemado. Los edificios de Hong Kong eran altísimos. Y la ciudad infinita. Mil accesos para llegar a ella, mil carteles incomprensibles. Era de noche y yo veía borrosos los puntos de luz de la ciudad.

—¿A que impresiona? —preguntó Roberto.

—¿Está muy lejos el hotel?

—Sara, ¿qué fue de tu espíritu aventurero?

—Es que me duele mucho el estómago. Y va demasiado rápido. Me estoy mareando.

Roberto intentó explicarle al taxista que redujera la velocidad. Pero no hubo manera. Movía la cabeza en señal de afirmación, pero no estaba entendiendo nada. Y yo cada vez tenía más ganas de vomitar.

Por fin el taxista se metió por unas calles que parecían conducir al centro de la ciudad. Se introdujo en una calle estrecha de edificios de cristal.

—No puedo aguantar más. Dile que pare.

Roberto le gritó varias veces y le hizo gestos con las manos. ¡Stop! ¡Stop! El taxista por fin entendió y se hizo a un lado y frenó el coche. Yo abrí la puerta y vomité en la calle. Una mujer china gritó y me señaló. Varios transeúntes chinos me miraron. Y torcieron el gesto.

—Perdón, perdón… —Miré a Roberto—. ¿Está muy lejos el hotel? ¿Podemos ir andando?

Llevábamos diez minutos caminando. Le habíamos enseñado las señas del hotel a tres personas. Y cada una nos había mandado hacia una dirección. Roberto llevaba mis dos maletas y yo una mochila pesada a la espalda.

—El taxista señaló para allí.

—Lo siento Rober, pero de verdad que necesitaba bajar de ese taxi. ¿Esta zona no será peligrosa?

—Aquí apenas hay delincuencia.

—¿Lo dices para tranquilizarme o lo dices de verdad?

—Vamos a morir desangrados a manos de cinco asesinos violadores. ¿Mejor así?

—Si se acercan les vomito encima. ¿Qué habré comido en ese avión?

Pasamos por delante de un mercado al aire libre. El olor del pescado era putrefacto y lo invadía todo.

—¿Soy yo, que todo me huele mal, o el pescado no tiene muy buena pinta?

—Son de olores fuertes, aquí. Y yo creo que no los conservan en frío.

—No pienso comer pescado crudo en la vida.

—¡Mira! ¡El hotel! ¡Es allí!

La habitación era pequeña. La cama incómoda. No había bañera. Y me seguía doliendo el estómago.

—No hay bañera. Y mira qué pintas —dije mirándome al espejo. Estaba pálida. Demacrada—. Soy un coñazo. Ya lo siento.

—Estás cansada. Es normal. Después de haber dormido y con la luz del día lo verás todo mejor.

—Seguro —dije intentando ser positiva. Sonreí y me abracé a él—. Y aunque no te lo creas, me alegro mucho de estar aquí contigo.

—No me lo creo.

—Bueno, mañana me alegraré. Ya verás. ¿No te importa si hoy duermo con la ropa puesta? Estoy congelada.

—Estamos a dieciséis grados.

—Pues estoy congelada. ¿No tendré fiebre? ¿Tienes un termómetro?

—Sara…

—Yo creo que tengo uno en el neceser.

Me puse a deshacer las maletas como loca a la búsqueda del neceser. Lo había comprado en Muji para la ocasión. Era precioso, negro, minimalista, con mil compartimentos, todos superlógicos y apropiados. Se desenrollaba y lo podías colgar y hacía de estantería. Era un invento japonés. Una maravilla. Cuando lo encontré saqué el termómetro digital y me lo puse en el sobaco.

—Treinta y cinco y medio. Eso es muy poco, ¿no?

—Ahora te hago entrar en calor —dijo Roberto.

—Ay, yo creo que no estoy para mucha fiesta.

—¿No quieres una noche de sexo salvaje en Hong Kong?

—No quiero vomitarte encima.

—Sabes cómo quitarle las ganas a un hombre —dijo Roberto con una voz de doblador de película antigua. Voz que solía poner cuando estaba de buen humor o quería animarme. Era un juego tonto entre los dos. Al principio de nuestra relación nos pasamos días enteros hablando ambos con voces de doblador de los años cuarenta. O imitando la voz del Nodo. Roberto siempre decía que teníamos que escribir un corto pornográfico y ponerle una voz en off así, antigua, que sería una risa. A lo mejor ahora en China podríamos hacerlo.

—Mañana prometo ser una Mata Hari. O Angelina Jolie en Lara Croft. Sexy y aventurera.

Me tiré en la cama.

—Y si me pongo mala, ¿los médicos me entenderán? Porque en las guías dice que casi ninguno es bilingüe.

—Lara Croft no se pone mala.

—Ay, ven a mi lado, abrázame.

—¿No tienes hambre?

—Roberto, acabo de vomitar.

—Por eso. Tendrás el estómago vacío.

—Y revuelto. Ven. Abrázame.

Se tumbó conmigo y me rodeó con sus brazos.

—Cuéntame cómo es ese edificio que vas a hacer.

—Pero si nunca te ha interesado mucho lo que hago.

—Por eso. Seguro que me entra el sueño.

—Serás mala persona…

—Estoy enferma. Mímame.

—Tengo hambre.

—Puedes morder mi cuello.

—Tengo hambre de comer.

—¿Y no puedes pedir algo al servicio de habitaciones?

—El único recepcionista que habla inglés trabaja en el turno de día. Y aún no he aprendido a decir «súbame un bocata de jamón».

—Putos chinos… Ya podrían saber inglés.

—Sara… esa actitud… Como si nosotros viniéramos de un país bilingüe.

—Perdón, perdón… Háblame de tu edificio biológico e inteligente.

Me despertó el ruido de una taladradora. Roberto no estaba a mi lado. Abrí un ojo y vi cómo la luz de Hong Kong se colaba entre las cortinas negras. Me levanté y las descorrí. Apenas había vistas desde esa ventana porque un par de edificios enormes y acristalados impedían ver más allá. Miré hacia la calle. Estábamos en la undécima planta, así que los chinos parecían más pequeños de lo habitual. Vale, tenía que aparcar de una vez mi actitud racista de mujer occidental y paleta. Ya basta de hacer chistes de chinos. Sí, son más bajos, hablan alto, escupen en la calle y les gustan los olores fuertes. Como si a los españoles no. Vive con ello.

Roberto entró por la puerta con varias bolsas de papel.

—Buenos días. He traído el desayuno. Lo más occidental que he encontrado. Porque aunque tenemos que sumergirnos cuanto antes en la cultura y en la gastronomía chinas, yo creo que hoy lo podemos retrasar. ¿Qué tal has dormido? ¿Mejor ese estómago? ¿Qué quieres hacer hoy?

Me aturdió con tantas preguntas. Se le veía acelerado. Así que yo intenté contestar a todas con energía y eficacia.

—He dormido bien. El estómago apenas me duele y quiero conocer Hong Kong. Cómo me gusta utilizar Hong Kong en cada frase. Le da a todo un tono exótico. Mi primer desayuno en Hong Kong. Mi primera ducha en Hong Kong.

—Nuestro primer polvo en Hong Kong.

—A ti Hong Kong te pone cachondo, ¿no? Porque en Madrid no te veía yo con tantas ganas.

—Estaba preocupado. Te tenía que contar que me venía a Hong Kong.

—¿Contento de que esté contigo en Hong Kong?

—¿Qué tal si dejamos de decir Hong Kong como imbéciles?

—¿Qué tal si contestas a mi pregunta? ¿Estás contento de tenerme en Hong Kong?

—Vamos a desayunar, que estarás muerta de hambre.

—¡Rober! ¿Me quieres contestar?

Y justo ahí la cosa se empezó a torcer. Fue como una tormenta de verano, repentina, que no se ve venir y que de repente estalla sin que tengas un paraguas a mano y te pilla en chanclas y bañador.

—Sara, ¿te importa mucho si estoy contento o no?

Esa pregunta se me clavó en el estómago. Y el dolor volvió. Y esta vez más fuerte. Era la prueba de que debía de ser psicosomático. Casi todos mis problemas me acababan atacando en alguna zona del cuerpo, o al menos se manifestaban con algún dolor, que, aunque tal vez imaginario, yo sentía como real.

—¿A qué viene eso? —pregunté.

—Da igual, vamos a dejarlo.

—No, no. Contéstame.

—¿De verdad quieres hablar de esto? ¿Hoy?

—Mejor que mañana. Y tú has empezado. Contéstame. ¿Estás contento de tenerme aquí?

—Sara, ni me dejaste decidir si quería tenerte aquí o no. Me obligaste a que te pidiera que vinieras.

¿Qué yo le había obligado? Pero ¿de qué estaba hablando?

—¡Eso es mentira! —grité, indignada. Y grité muy alto porque puede que no quisiera escuchar lo que tenía que decirme.

—Lo que tú digas.

—¿De verdad piensas que te obligué? Dime que no.

—Sara, un poco sí. Un poco bastante.

—¿No querías que viniera?

Roberto no me contestó y se puso a sacar la comida de las bolsas.

—Vamos a desayunar, venga.

Y de repente me di cuenta. Y era de tal magnitud mi descubrimiento que no sabía qué hacer con él.

—No querías que viniera.

—Sara…

—Y ¿me tengo que enterar cuando ya estoy aquí? Esto no me puede estar pasando. Rober, dime que esto es por el acojone lógico de que todo es nuevo, y de que estamos en China. Dime que me quieres, y que se te va a pasar este agobio. Y que…

—¿Ves? Ya me estás dictando lo que tengo que decir.

—¡No es verdad!

—Siempre ha sido así —dijo él levantándose de la silla. Y yo, en vez de seguirle con la mirada, me quedé con ella fija en la silla. Como para concentrarme en lo que tenía que decir, o en lo que tenía que pensar. Para aclarar mis pensamientos. Porque no era verdad que yo le dictara lo que tenía que decir. Yo nunca le había pedido que me dijera cosas. Yo nunca le había sugerido, yo nunca… Ay, Dios…

—Rober, he venido a Hong Kong por ti.

—Muchas gracias.

—¿Cómo que muchas gracias? ¿A qué viene eso? Por favor, háblame claro, y deja las ironías para otro momento. Por favor te lo pido.

—Mira, nuestra primera bronca en Hong Kong —dijo él, supongo que para quitarle hierro al asunto. Porque él siempre había sido de quitarle hierro a todo. Y, claro, por eso yo a veces, tal vez, puede ser, no sé, le decía que me dijera tal o cual cosa. Pero no porque quisiera que me dijera lo que yo quería oír, sino para que me hablara claro. Para que no huyera del conflicto con una broma. Porque no todo en la vida se soluciona con bromas o con ironías.

—No me hace ninguna gracia eso de que sea nuestra primera bronca.

—No te la hará, pero es nuestra primera bronca en Hong Kong.

—Y tal vez la última. Porque si no me quieres a tu lado, no me voy a quedar. Dime, ¿me quieres aquí? Y como ves, no te estoy sugiriendo ni ordenando una respuesta. ¿Me quieres aquí contigo, sí o no? Y sé sincero.

Roberto no me quería contestar y eso era respuesta suficiente. Vi dolor en su mirada. Abrió la puerta de la habitación.

—Creo que necesito tomar el aire.

Y salió. Yo le seguí.

—De eso nada.

Vi cómo caminaba por el pasillo y yo fui detrás de él.

—Contéstame. ¿Me quieres aquí contigo o no?

Él llamó al ascensor. Se dio la vuelta para mirarme.

—No lo sé, Sara. No sé si te quiero a mi lado.

Lo miré como miraría a un chino que acabara de escupir en el suelo. Anonadada. Aunque ya sabía que esa iba a ser su respuesta, pero aun así, oírla de sus labios me dejaba estupefacta.

—Joder… Tuviste una semana en Madrid para decírmelo. Y allí me dijiste que me querías, me lo dijiste.

Rober se calló, sin saber qué responder a eso. ¿Me había mentido? ¿O se le había pasado su amor en dos semanas?

—Si hasta fuiste a Segovia a por unas codornices… Eso solo se hace por alguien a quien quieres, ¿o no?

—Yo siempre te voy a ayudar, Sara.

—¿Que siempre me vas a ayudar? ¿Eso qué coño significa? Me dijiste que me querías. ¡Acabo de recorrer miles de kilómetros, acabo de cerrar el taller y de mandar a la mierda mi vida por ti!

Roberto me miró y sonrió de una manera cruel. O al menos yo vi mucha crueldad en esa sonrisa.

—¿Por mí? —preguntó.

—Sí, por ti. ¿Por quién va a ser si no? A mí los millones de chinos de Hong Kong me dan igual.

Roberto volvió a pulsar de manera compulsiva el botón del ascensor.

—Puto ascensor…

Y sin más se dirigió hacia las escaleras.

—¡Ni se te ocurra irte! Contéstame.

—Sara, ¿de verdad quieres tener una conversación sincera? ¿O prefieres seguir con una conversación teledirigida por ti en la que me dices lo que quieres que te diga y en la que te crees todas tus mentiras?

Estábamos en medio del pasillo de un hotel chino, con todos los carteles en chino. Y sentía las palabras de Roberto igual de crípticas que los carteles.

—Roberto, no entiendo nada de lo que me dices.

—Sara, llevaba un año en París, y ahora me voy a quedar cinco años en China. ¿No ves que te estoy dejando atrás? ¿Acaso no lo pillas? No es tan difícil de entender.

—¿Qué…? Entonces ¿para qué me dijiste que viniera?

—Porque… me obligaste. Porque no es fácil dejarte.

—Ni se te ocurra echarme a mí la culpa de eso. Si eres un puto cobarde es tu problema.

—Vale, yo seré un cobarde, pero tú no lo pones fácil.

—Y ¿por qué iba a ponerlo fácil si quiero estar contigo?

Roberto me miró y en vez de contestarme se dio la vuelta y empezó a bajar las escaleras. Estaba huyendo de mí.

—¡Roberto! ¿Quieres estarte quieto? ¡Yo quiero estar contigo!

—¿De verdad? ¿De verdad quieres estar conmigo? ¿De verdad me quieres?

Él estaba varios escalones más abajo. Y desde ahí su pregunta sonó mucho más dura que si estuviéramos, qué sé yo, hablando de esto en Madrid, tranquilamente sentados tomando un café, y a la misma altura y en terreno conocido. Sé que el escenario es lo de menos para hablar de estas cosas, pero estar en medio de esas escaleras y en Hong Kong no lo hacía precisamente fácil.

—¿De verdad me quieres? —repitió.

—Estoy aquí.

Era lo único que le podía decir. No podía contestarle otra cosa. El estómago me estaba matando. Creo que empezaba a entender la expresiónde un nudo el estómago, porque así era como lo sentía.

—¿Y tú? ¿En qué momento dejaste de quererme? —pregunté. Porque a veces la mejor defensa es el ataque—. ¿Fue cuando decidiste venirte a China? ¿O cuando decidiste irte a París?

—No hubo un día en concreto. Dudo que lo haya para esas cosas. No pasa de repente.

—Pero ha pasado. Ya no me quieres. Y no tuviste los huevos de decírmelo. De hecho me mentiste…

—Porque a veces no es fácil distinguir dónde acaba el amor y dónde empieza el cariño.

—Pues por no saber aclararte aquí estoy yo. En medio de estas escaleras, muerta de bochorno y con un dolor de estómago de flipar… No puede ser todo más absurdo.

Me dejé caer y me senté en el escalón. Me agarré las piernas con las manos. Estaba hecha un ovillo. Ahí Roberto pareció apiadarse de mí. Subió los escalones que nos separaban y se sentó a mi lado.

—Sara, era tan halagador que alguien como tú quisiera estar conmigo… Y que estuviera dispuesta a dejarlo todo y seguirme. Y me sentía tan mal por no estar a la altura, por…

—No quieras regalarme ahora los oídos, por favor.

—Es la verdad. ¿Cómo iba a decirte que no? Que alguien como tú fuera capaz de dejarlo todo por mí. Sabía que era afortunado, que no me lo merecía, que…

—¿Y entonces? ¿No te basta con eso? ¿No lo podemos intentar? ¿No podemos luchar?

—Sara… pero ¿para qué empeñarnos en luchar por algo que ninguno de los dos sentimos? Ni que tuviéramos unos hijos, o una familia que mantener unida… Las cosas tienen que ser más fáciles. ¿Para qué ese empeño en que lo nuestro funcione cuando no funciona?

—¿Desde cuándo no funciona?

—Desde hace mucho, y también desde que tú miras a otros con un deseo que yo nunca sentí hacia mí.

—¿Qué?

—Sara, tengo ojos en la cara. He visto cómo mirabas a Aarón. Cómo suspirabas por él. Si te derretías a su lado.

—¿Todo esto es por Aarón?

—No, todo esto es por lo que nos pasa a nosotros. Lo de Aarón solo me ayudó a abrir los ojos.

Y ahí reaccioné. Mal, todo hay que decirlo. Reaccioné a gritos casi.

—¿Me estás echando la culpa a mí de todo esto? Lo estoy flipando. ¿Cómo puedes darle la vuelta a todo para…?

—¡No, Sara, no te estoy echando la culpa! ¡Estoy intentando que seamos sinceros! ¡Que hablemos las cosas de verdad! ¿Quieres hacerlo o te da tanto miedo que prefieres seguir mintiéndote? Si te quedas más tranquila, yo asumo todas las culpas de esto. Sí, soy un cabrón por hacerte venir hasta aquí. Por no haber tenido los huevos de romper contigo en Madrid. Por decirte que te quería. Vale, es todo mi culpa. Lo asumo. En serio te lo digo. Pero ahora, ¿podemos hablar de lo que pasa, o no?

Yo estaba desubicada, geográficamente y sentimentalmente. Intentando controlar mi dolor de estómago y asimilando las palabras de Roberto. Tenía que hacer el esfuerzo que me estaba pidiendo. Tal vez no se lo debía a él, pero me lo debía a mí misma.

—Y ¿qué es lo que pasa, según tú? —pregunté.

—Que no te quiero. Y no me quieres. Eso pasa.

Dudo que la bomba de Hiroshima hubiera causado tanto daño como esas dos frases. No te quiero y no me quieres. Lo miré.

—Y ya está. Así acabamos con todo.

—Es que así se acaban las cosas.

—Pero ¡yo sí te quiero! ¡Y tú también me quieres a mí!

—Ya estás de nuevo decidiendo por los dos. Creyéndote tus mentiras.

—Estamos en otra fase, vale. Ya no es como al principio, pero el amor evoluciona, cambia… Y yo quiero empezar esta aventura contigo.

—No. Tú has decidido y te has empeñado en empezarla. Tú eres así, de empeñarte. De obcecarte, de ir hasta el final. Está en tu carácter.

—¿Me conoces mejor que yo?

—¿No has sentido nada por Aarón?

—No sé qué tiene que ver Aarón en todo esto. Estamos hablando de nosotros.

—Ya no hay un nosotros, Sara.

—No lo estás diciendo en serio. No podemos acabar así, aquí, en un país extranjero, y de esta manera.

—Supongo que nunca hay una manera buena de hacerlo.

Y puede que en eso, como en todo lo demás, Roberto tuviera razón. La gente se declara en sitios bonitos —en una playa al atardecer, en un restaurante romántico a la luz de unas velas, en medio del campo en Chinchón bajo un manto de estrellas—, pero rompe en cualquier lugar. Hasta en las escaleras de un hotel horrible.

—Necesito salir de aquí. Y necesito una farmacia. Este estómago me está matando.

—Vale, bajamos.

—No. Quiero ir sola.

—Sara, estás en Hong Kong.

—Si ya no estamos juntos, tengo que empezar a hacer las cosas sola, ¿vale? Y puedo. Si hemos roto, hemos roto. Tranquilo. No pasa nada. No te necesito y no te quiero ver más. ¿Me oyes? Nunca más. Luego vengo a por las maletas y cojo el primer vuelo que encuentre.

El recepcionista que sabía inglés me señaló en un mapa dónde estaba la farmacia más cercana. Y también me escribió con caracteres chinos que me dolía el estómago, para que pudieran entenderme y darme alguna medicina. El recepcionista también se ofreció a llevarme cuando acabara su turno a ver a su abuela, que al parecer curaba cualquier mal con hierbas y potingues varios. Y aunque se lo agradecí, no me fie. Sabía que la medicina china era milenaria, que en muchas cosas habían sido muy adelantados a nosotros, pero eso no significaba que la abuela del recepcionista fuera portadora de toda esa sabiduría. Y estaba convencida de que los brebajes que podían curar a un nativo, a mí me podrían hacer otro tipo de efecto. Así que con el mapa en la mano, la brújula del iPhone, el papelito en el que estaba escrito el nombre de la farmacia, el nombre de mi dolor de estómago y el nombre del hotel, por si acaso me perdía, salí de la recepción.

La farmacia estaba cerca y me sorprendió que estuviera señalada con la misma cruz verde que había en las occidentales. No todo iban a ser diferencias culturales, claro. Una vez dentro intenté hacerme entender en inglés pero no tuve suerte. Así que señalé la grafía que me había escrito el recepcionista. Aunque no recordaba cuál equivalía a la del dolor de estómago, cuál a la de la calle y cuál a la de la farmacia. Así que tuve que ir probando, mientras me señalaba el estómago y ponía cara de enferma. Por fin el dependiente me entendió y fue a la trastienda a por el medicamento. Vino cargado con varias cajas, unas diez. Y empezó a explicarme para qué era cada una. Algo inútil, ya que por más que el hombre se esforzaba en señalar su cuerpo e interpretaba distintas dolencias, yo no entendía nada. Así que cogí una al azar. Había un nombre en inglés, pero tampoco me ayudaba. Pero bueno, no creía que me fuera a matar, ¿no? Como mucho no acertaría del todo en la cura, pero nadie se ha muerto por tomarse un protector estomacal.

Salí de la farmacia, y como el dolor cada vez se iba haciendo más intenso, me tomé la pastilla a dos metros de la puerta. Y por si acaso no hacía efecto me tomé otra y otra más. Y me puse a caminar en dirección al hotel. O eso creía yo. Cada vez se me estaba haciendo más difícil dar un paso. El dolor me estaba matando. Lo que había empezado como unos retortijones, ahora se había convertido en un dolor agudo, unos pinchazos que cada vez duraban más, y con menor intervalo entre uno y otro. Me imaginé que las contracciones de las embarazadas debían de ser parecidas.

Si el dolor era psicosomático, si mi nudo en el estómago se había convertido en algo así de literal, acabaría por salir en los libros de medicina. Qué manera de vivir las metáforas. Empecé a sudar. Y a marearme. Me agarré a una farola para no caerme. Y ya no recuerdo más.