15

VIAJE A CHINA

Reuní a mi madre, a mi padre y a mi hermana para contarles la noticia. Mi madre no quería quedar conmigo. Bueno, sobre todo no quería quedar con mi padre y con mi hermana, pero yo insistí. Le aseguré que no era estrategia para juntarla con mi padre.

—¿De verdad? Yo ya no sé si creerte.

—Papá va a estar, pero a mí me da igual si no os dirigís la palabra.

—¿Y no nos lo puedes decir a cada uno por separado?

—No, hay cosas que no se pueden contar dos veces.

—¿Nos vas a hacer abuelos? ¿Es eso? Justo ahora que estamos haciendo los trámites para el divorcio. Qué oportuna, hija.

—Que no, mamá, que no estoy embarazada.

—Uy, qué alivio. No tengo edad para ser abuela. Y menos cuando estoy empezando una nueva etapa en mi vida.

—¿Vas a venir o no?

—Prométeme que vas a controlar a tu padre y que no va a montar ningún numerito. Está de un sensible que da pena verlo.

—Mamá, a papá tampoco le puedo poner un bozal.

—Qué cosas tienes, tu padre con un bozal… Aunque a lo mejor tampoco sería tan mala idea que le dieras una pastillita para que viniera relajado.

—Mamá, no. Te vienes, escuchas lo que tengo que decir y si tanto temes a papá, tan pronto acabe de hablar, te levantas y te vas. Pero ven.

—Vale, vale… Oye, me pasó Ismael la crítica de esa chica, una tal Carla o…

—Carlota Hamilton.

—Está indignado, dice que hay que ser muy obtusa para no darse cuenta de que las plumas de flamenco eran reales. Aunque yo le digo que tiene que estar aliviado, que así nadie tirará del hilo ni descubrirá que se saltó la ley para darte las plumas.

—Saltarse la ley… Mira que te gusta exagerar…

—Se la saltó, se la saltó, y por ti, pero solo porque eres mi hija y me adora.

—Mamá, prométeme que no vas a hablar de Ismael delante de papá.

—Si tú le haces prometer a tu padre que se va a comportar.

—Que sí.

Convencer a mi hermana y a mi padre tampoco fue fácil. Mi hermana aún seguía enfadada con ella. Y mi padre no sabía si quería verla o no. Cambiaba de opinión a cada rato. Ahora sí, ahora no. A ver qué me va a decir, yo no sé qué le responderé, ¿y si no me dirige la palabra?

—Porque tu madre me amenazó con que el divorcio lo llevaran nuestros abogados si no aprendía a comportarme. Dijo «nuestros abogados», como si alguna vez hubiéramos tenido un abogado. Tu madre está rarísima.

—Qué heavy es mamá —dijo Lu.

—Mirad, papá, Lu, haced lo que queráis. Yo si eso os dejo una nota en un post-it y listo.

—Has roto con Roberto, ¿verdad? —preguntó mi padre—. Si se veía venir, se veía venir.

—¿Ah, sí? ¿Por qué dices eso? —pregunté.

—Porque se va a China —respondió Lu como si fuera la cosa más obvia del mundo.

—Cuando estemos todos juntos, lo cuento —atajé, antes de que siguieran hablando.

—¿Llevo a Aarón?

—No es necesario, Lu. Ya si eso luego le cuentas lo que quieras.

—Pues ya forma parte de la familia, ¿verdad, papá?

—¡Que con él no tengo nada de que hablar! —grité.

—Vale, vale, qué carácter…

Por fin conseguí sentar a una mesa de El Cocinillas, un restaurante en la calle San Joaquín que le encantaba a mi padre, y del que mi madre alababa siempre su arroz caldoso, a toda la familia.

Mi padre y mi madre se sentaron en extremos opuestos.

—Si esto es para anunciarnos que no haces el vestido de Lu, cuentas con mi apoyo —dijo mi madre.

—¿Para eso nos has reunido? —preguntó mi padre con cierta perplejidad.

—No. He tomado una decisión. Y ya está tomada, no es que os esté pidiendo permiso, solo os informo, ¿vale?

—Va a ser que sí se ha enamorado de una chica —aventuró mi padre.

—¿De una chica? ¿Sara? —preguntó mi madre.

—¡Que no! Roberto me ha pedido que me vaya con él a China, y he dicho que sí.

—¿A China? ¿De vacaciones? ¿Pero estás tú ahora para gastarte ese dineral? —preguntó mi madre.

—No, me voy a vivir con él. Cinco años.

Mis padres se miraron, no sabían muy bien qué decir.

—Arturo, ¿tú no tendrás nada que ver? —le preguntó mi madre.

—¿Yo? ¿Por qué?

—Porque llevas una semana en su casa y la niña prefiere irse a China antes que seguir aguantándote. Y yo que te he aguantado treinta años… Soy una santa.

—No digas disparates, Berta, que aún no llevas ni un Martini.

—Es que ya no bebo.

—¿Desde cuándo?

—Mejor no te contesto, que le he prometido a mi hija no sacar el tema.

—¿Qué tema? —preguntó mi padre.

—Mamá —protesté—, no empieces.

—Yo, muda, hija mía. Sorda, muda y ciega, como la canción de Shakira.

—¿El bigotudo te ha prohibido beber? —intuyó mi padre.

—¿A quién llamas bigotudo? Y a mí nadie me prohíbe nada, y menos él, que me trata con todo el amor del mundo y me idolatra.

—Te idolatra… Dentro de treinta años hablamos.

—Es que no quiero estar con él treinta años.

—Qué suerte ha tenido —ironizó mi padre.

—Él me valora. De arriba abajo y de dentro afuera. Incluso valora mi flujo vaginal.

Lu se atragantó al escuchar semejante barbaridad de labios de mi madre. Y me miró.

—¿Ha dicho lo que creo que ha dicho?

Yo fui incapaz de reaccionar.

—Sí, hija, sí, vuestra madre aún tiene flujo vaginal. Y a Ismael le encanta. La calidad y la cantidad.

—Lo que me faltaba por escuchar —dijo mi padre—. De verdad, Berta, has perdido el juicio.

—Soy una mujer con necesidades que por primera vez en mucho tiempo se siente valorada.

—Por su flujo —dijo mi padre con mala leche.

—Sí, me objetualiza sexualmente. ¿Y qué? ¿Tú sabes lo halagador que es a cierta edad?

—Así que querías que te trataran como un objeto… ¿Eso es lo que ha fallado en nuestro matrimonio, que yo te trato como una persona?

—Su mujer es frígida, y conmigo ha descubierto el paraíso. Entre mis piernas. Un vergel —dijo mi madre.

—¡Demasiada información! —gritó Lu.

—¿Su mujer? ¿Está casado? —preguntó mi padre.

—No me puedo creer que estemos teniendo esta conversación. Yo os digo que me voy a China y tú te pones a hablar de tu flujo vaginal. Me habíais prometido comportaros.

—Es que tu madre tiene cada cosa…

—Si aquí la única mala de la película soy yo, claro —respondió mi madre haciéndose la víctima de esa manera que solo una madre sabe hacerlo.

—Pues sí, Berta, eres la mala de la película. No quieras ser la infiel y dar pena. Apechuga con lo que te toca.

—Si pena ya das tú solito.

—¡Lo queréis dejar! —grité—. ¿Cómo no me voy a ir a China si no hay quien os aguante?

—Ahora será nuestra culpa que te dé esa ventolera —dijo mi madre.

—No, claro que no. Pero es que me sacáis de quicio.

—¿Y cuándo te vas? —preguntó mi hermana, supongo que para cambiar de tema y no volver a oír a mi madre hablar de vergeles en su vagina.

—Roberto se va en dos semanas, ya estoy mirando billetes para ver si puedo ir en el mismo vuelo.

—¿En dos semanas? ¿Y mi boda?

—Tu boda es dentro de mes y medio, Lu. Voy, buscamos piso entre los dos, y vuelvo para la boda.

—Será que están regalados los vuelos a China… —dijo mi padre.

—Papá, la otra opción es perderme la boda de Lu.

—De eso nada —gritó ella—. Si es necesario te pago yo el billete.

Me sentí mal por Lu, porque en mis planes no estaba volver para su boda. Porque lo que menos me apetecía era presenciar cómo se casaba con Aarón. Una vez en China, y cuando se fuera acercando la fecha, me inventaría cualquier excusa para no ir. Mi hermana tendría que entenderlo y si no lo hacía tenía cinco años por delante para perdonarme.

—¿Y en dos semanas te da tiempo confeccionarme el vestido?

—Tu hermana no te va a hacer el vestido, Lu —sentenció mi madre—. Díselo, Sara.

—¿Cómo que no?

—Mamá quiere regalarte ella el vestido. Puedes elegir el diseñador que quieras.

Mi madre me miró con cara de susto. Eso jamás lo había hablado con ella. Lu no se lo podía creer.

—¿El diseñador que quiera?

—A ver… tampoco te vuelvas loca —dijo mi madre.

—¿Pertegaz? ¿Caprile?

—Cariño, te casas con un músico, no con el príncipe.

—Seguro que llegáis a un acuerdo —dije.

Lu entonces reaccionó y me miró.

—Pero yo quería que me lo hicieras tú.

—Lu, mamá te va a regalar el vestido. ¿Qué significa eso? Piensa. Que acepta tu boda. Y que va a estar allí. ¿De verdad quieres sacrificar eso por cuatro plumas mal puestas?

Mi hermana se calló.

—Pues hala, solucionado —dije yo.

Durante esas dos semanas yo me dediqué a poner punto y final a mi taller y a la tienda. Intenté vender el poco stock que tenía, incluido el del desfile, y conseguí hacerlo entre familiares y amigos. Todos se volcaron, tal vez porque, aunque les parecía un disparate mi emigración a China, admiraban mi arrojo y valentía. Y ahí me di cuenta de que cuando una da un paso valiente, a la vida, el destino o la suerte le da por seguirte la corriente y te facilita las cosas. Mi madre obligó literalmente a sus amigas a que me compraran todos los tocados, mi hermana se llevó todos los earcuffs, dijo que si no podía llevar un vestido de novia confeccionado por mí, al menos quería llevar una prenda que sí hubiera diseñado. Chusa y David también se empeñaron en comprarme varias piezas, y mi padre decidió hacer todas las compras de Navidad de la empresa: pajaritas, relojes, corbatas, bolsos, y eso que aún quedaban un par de meses para la llegada de Papá Noel. En otro momento de mi vida me habría negado a que mis allegados compraran como obra de caridad mis diseños, pero ahora mismo no estaba como para ponerme digna. Necesitaba liquidar cuantas más cosas mejor, para reunir dinero suficiente para el billete y tener un fondo que gastar en China. ¿Qué moneda había en China? Siendo un país comunista que limitaba, entre otras cosas, el número de niños que cada familia podía tener, también limitaría las compras. ¿Una podía llegar a un supermercado y comprarse cinco cajas de cereales, o era delito? ¿Había supermercados? ¿Y cajas de cereales? Y yo ¿cómo podía ser tan inculta con respecto a la cultura china si era una mujer con una carrera terminada? Avergonzada de mi incultura, me dediqué esas dos semanas, además de a vender el stock de la tienda, a recopilar toda la información posible sobre China. Su moneda, el yuan, y un euro equivalía a ocho yuanes (¿el plural de yuan es yuanes?); había supermercados y nadie me prohibiría comprar todos los cereales que quisiera, si los encontraba, claro.

La población de Hong Kong es de unos siete millones de habitantes, y el clima, cosa que me sorprendió, porque tampoco tenía ni idea, era bastante bueno, con temperaturas en invierno entre 18 y 23 grados, y lluvias torrenciales los meses de verano. Eso sí, entre Hong Kong, Shanghái y Pekín —también me enteré de que Beijing y Pekín era la misma ciudad, para bochorno y vergüenza de mi padre, que me lo tuvo que explicar—, las tres enormes ciudades del litoral chino, los cambios de temperatura eran brutales. Básicamente porque una estaba al norte del país, otra en el centro y Hong Kong en el sur.

Así que en la maleta tenía que meter toda mi ropa de verano, ningún abrigo, pero sí gabardinas y chubasqueros, por si las moscas, y alguna prenda de entretiempo. ¿Cuántas maletas podía facturar? Tampoco había límite, pero no quería gastarme una fortuna en cada kilo de más de los veinte que incluía el billete, así que intenté ser racional.

Hice varios ensayos generales sobre cómo llenar la maleta. Y a cada nuevo ensayo el pánico se apoderaba de mí. ¿Realmente estaba convencida de irme a China? ¿De verdad estaba dispuesta a aguantar ahí cinco años? Cuando me invadía el pánico pensaba que me podría volver en el momento que quisiera, que nadie me iba a atar allí, que no iba a una cárcel, ni a un concurso salvaje que se penalizara con mi vida si no llegaba a cumplir los cinco años. Y eso mismo me repetía David.

—Sara, puedes volverte cuando quieras: si te agobia comer todos los días arroz o si te hartas de ver a chinos, que para encontrar a uno guapo hay que sudar. Eso sí, valoran mucho el tamaño del miembro occidental. Dos amigos, de polla estándar tirando a pequeña, allí se hicieron los reyes del mambo.

—Esa información no me sirve de mucho.

—Ya, también es verdad. Yo solo digo que a mí me agobiaría estar todo el día rodeado de gente que no me pone.

—Yo tengo a Roberto.

—Sí, te va a tocar serle fiel sí o sí. ¿O a ti el mundo chino te pone?

—Nunca me lo había planteado, David.

—A mí, cero. Me ponen más sus dibujos mangas que ellos.

—El manga es japonés, David.

—¿En serio?

—En serio. Que me he informado.

—La de cosas que se aprenden viajando.

Así que entre oleadas de pánico, un intensivo de cultura china vía internet y cuatro guías que me compré, la solicitud de visado, los ensayos de maleta y la venta de stock fueron pasando los días. Y aunque para viajar a Hong Kong no necesitaba vacunarme, yo me empeñé en hacerlo. Así que tuve que convencer a los médicos de que me iba a una región del interior de China en misión humanitaria para que me vacunaran de malaria, de cólera, de fiebre tifoidea, rabia, hepatitis A y B y tétanos. Mi cuerpo durante varios días reaccionó de manera extraña o a lo mejor lógica, ante tanto patógeno externo, y pasé un par de días con mareos, vómitos, urticarias y dolores inguinales. Según Roberto, todo eso era más fruto de la aprensión —vamos, que me lo estaba inventando— que del efecto secundario real de las vacunas. Y yo me empeñaba en llevarle la contraria, porque le aseguraba que ni era aprensiva, ni hipocondríaca, ni nada de nada.

—Si no fueras aprensiva, no te habrías vacunado de todas esas enfermedades. Hong Kong es una ciudad moderna.

—¿Y si queremos viajar por el interior, por la China rural, o nos queremos hacer la ruta de la seda?

—Yo me voy a pasar el día trabajando.

—¿Los fines de semana también?

—¿Crees que nos va a dar tiempo en un fin de semana de hacer la ruta de la seda?

—Hombre, pero alguna escapadita…

Yo todos los días hablaba por Skype con Roberto y además de conversaciones delirantes sobre mi empeño en la sobrevacunación, ambos nos animábamos y hacíamos planes para la vida en China. Yo le llamaba Marco y él me llamaba Polo. Entre los dos conquistaríamos la Tierra Media. Yo, aunque nunca había sido una fanática de El señor de los anillos, recordaba vagamente el mapa que venía en el prólogo del libro y tenía la sensación de que China se parecía a la Tierra Media. A Roberto le había hecho gracia la idea.

—¿Y nosotros somos los hobbits que custodian el anillo?

—Digo yo que los hobbits serán los chinos, que son más bajitos, ¿no? —argumentaba yo.

—Pero no tienen pelos en los pies.

—No tienen pelos en ningún lado.

—En la cabeza.

—Sí, claro, en la cabeza sí. ¿Hay calvos en China?

—Sí, Sara, claro que hay calvos.

—Es que no recuerdo a ningún chino calvo.

—Tampoco conoces a tantos.

—A Lola y a Paco, de la tienda de los chinos.

—¿Se llaman Lola y Paco?

—Es que dicen que sus nombres chinos son impronunciables por nosotros. Entre ellos ya se llaman Lola y Paco. Oye, ¿y vamos a aprender mandarín o cantonés?

—Dudo que consigamos aprender chino.

—¿Cómo que no? Yo pienso aprender los dos, si es necesario. Tengo cinco años para hacerlo —aseguraba.

Durante esas dos semanas Lu trajo a mi madre por la calle de la amargura, ya que la obligó a recorrerse todas las tiendas de vestidos de novia de Madrid. Ninguno le gustaba, o eran demasiado horteras, o demasiado pomposos, o demasiado antiguos, o demasiado previsibles…

—Previsibles. A tu hermana le parecen previsibles. Pues claro que un vestido de novia es previsible, es para casarse con él. ¿Acaso quiere ir de astronauta para despistar?

—Mamá, de astronauta no, pero ¿por qué se supone que a las novias nos tienen que gustar las flores y la pedrería y los volantes?

—Te has probado más de veinte vestidos que no tenían ni flores, ni volantes, ni pedrería, Lu.

—Y eran sosísimos.

—Me vas a volver loca.

—No haberte empeñado en regalarme el vestido.

—Es que pensé que sería divertido acompañar a mi hija a elegir su traje de novia. Y se ha convertido en una pesadilla. Si hasta sueño con tules y gasas que me envuelven y me devoran.

—Vamos a tener que ir a algún diseñador para que me confeccione uno.

—No me voy a gastar cinco mil euros en tu vestido, Lu.

—Es el día más importante de mi vida.

—No me voy a gastar cinco mil euros en un vestido para que luego acabe mojado en el pantano de San Juan. Hija, ¿de verdad no te quieres casar en una iglesia o en un ayuntamiento bonito? El frío que vamos a pasar en pleno invierno al aire libre.

—Mamá, tú limítate al vestido. Y si no que se encargue Sara.

—¡Ella ya tiene bastante con la maleta a China!

Como Lu y mi madre, a pesar de las peleas por el vestido, se habían reconciliado, y como mi padre, ahora que yo me iba, quería empezar cuanto antes con las obras en el edificio, Lu, a mitad de semana decidió trasladarse a la casa de Aravaca. Y yo lo agradecí porque así ya no tendría que encontrarme a Aarón en cada esquina de la casa, vestido o sin vestir, con guitarra o sin ella.

El día que mi hermana se mudó, Aarón la acompañaba, y mientras Lu comprobaba por enésima vez si se había dejado algo en la habitación, Aarón me abordó.

—¿Estás segura con lo de China?

—Totalmente.

—Espero que no tuviera nada que ver con… —Aarón se calló.

Y yo por alguna extraña razón decidí ponérselo difícil.

—¿Con qué?

—Bueno, ya sabes… Con…

—Tranquilo, Aarón, el mundo no gira a tu alrededor.

—No, no, ya lo sé —respondió, apurado—. Me refiero a que como esos días pasaron tantas cosas: tu desfile, la crítica, la noche en el pub…

—Me voy a China porque Roberto me lo ha pedido. Y porque aquí no tengo ni presente ni futuro. Nada más. ¿Te quedas más tranquilo?

—Bueno, habría preferido otra respuesta. Tipo: me voy a China porque me apetece.

—Eso también, claro.

—Vale.

—En serio.

—Te creo.

—Me da igual si me crees o no.

—De acuerdo.

Y ahí mi hermana pegó un grito solicitando la ayuda de Aarón porque no encontraba el cargador del iPhone y eso era una tragedia de tamaño colosal y no se podría ir de mi casa hasta que apareciera.

—¡Ya voy! —gritó Aarón. Y me miró—. Yo, antes de que te fueras, quería decirte…

—¿Qué?

Parecía incómodo y le costaba arrancar.

—Que… a ver… no me malinterpretes. Te lo digo porque realmente lo pienso y porque me encantaría, y porque… de verdad que creo que…

—¡Aarón! —volvió a gritar Lu.

—¡Ya voy!

Yo estaba deseando que dijera de una vez lo que tenía que decirme.

—He compuesto un par de canciones y…

—¿Y?

—Y me gustan. Y al productor le encantan. Y hemos pensado en rodar un videoclip molón. Muy molón. Ya sabes que ahora nadie espera a tener diez canciones para hacer un álbum. Si tienes un par de temas que te gustan, los grabas, haces un videoclip y lo lanzas.

—Qué bien. ¿Eso era lo que querías decirme?

—No. O sea, sí. Que cuando dices que aquí no tienes ni presente ni futuro… Que no es verdad, porque a mí me encantaría que tú te encargaras del vestuario del videoclip, porque tengo una idea alucinante, que al productor y al director del vídeo, un cineasta joven que arrasó en los Goya hace un par de años, les ha encantado, pero para eso te necesitaría a ti en el vestuario. Para que hicieras algo como lo que hiciste en el desfile, y aquella vez en el instituto.

—¿Tú quieres fracasar con el videoclip o qué? ¿Tan poco valoras tu carrera?

—La valoro mucho. Y tú eres muy buena, Sara.

Medité mi respuesta antes de contestar. Quería sonar amable pero contundente. Porque no iba a dejarme enredar nunca más.

—Eres un cielo, Aarón. En serio te lo digo. Pero no. Ya bastante habéis colaborado todos comprándome las piezas de la tienda. Ya no necesitáis hacer más obras de caridad. Que tampoco soy un caso de beneficencia.

—De verdad que la idea que tengo para el vídeo solo la podría llevar a cabo si tú te encargas.

—Me voy en tres días a China, Aarón. Gracias, pero no.

—¿Ni aunque te lo pida como favor personal? Solo tendrías que retrasar tu vuelo un mes y pico.

Yo quería decirle que dejara de actuar como un amigo, o como el mejor cuñado del mundo. Que no existía un premio para ello, que no lo iba a ganar. Y que además ese empeño suyo en demostrarme que era buena persona a mí no me estaba ayudando precisamente. Pero no pude decírselo porque Lu en ese momento salió de la habitación hecha una furia.

—¿Me vas a ayudar a encontrar el cargador o no?

Yo miré a mi hermana. Y entonces tuve una sospecha, por no decir certeza.

—Lo del videoclip ha sido idea tuya, ¿verdad, Lu? Para asegurarte de que estoy en la boda.

—¿Qué videoclip?

—Lu no sabe nada —me aseguró Aarón.

—¿De qué estáis hablando? —preguntó ella.

—De nada, de nada —dije yo—. Gracias, Aarón, pero mi respuesta sigue siendo la misma. He acabado para siempre con las plumas.

Lo bueno de decidir que me iba a China y en tan poco tiempo es que el miedo al viaje y el frenesí por prepararlo hizo que apenas pudiera pensar demasiado en todo lo que estaba dejando atrás. Mi carrera, mi vida, mis plumas. Era tal el pánico que sentía ante mi futuro en China que apenas tenía tiempo para lamentar mi fracaso como plumista y como empresaria. La decisión ya estaba tomada. Fin del lamento.

No pude conseguir billete en el mismo vuelo que Roberto, entre otras cosas porque salía carísimo. Además él volaba desde París. Y yo no quería pagar un vuelo hasta París y luego otro hasta Hong Kong. Mi presupuesto era limitado, a pesar de haber vendido casi todas mis piezas. Y no quería gastarme más de setecientos euros. Por ese precio conseguí uno con escala en distintas ciudades. A mí lo de volar haciendo escalas me daba algo de pánico. Porque desde que me había operado de miopía, la tensión ocular se me había quedado un poco traspuesta, y cada vez que me ponía nerviosa, muy nerviosa, o estaba muy, muy cansada, mi tensión ocular se volvía un tanto loca, y me costaba mucho enfocar; vamos, que lo veía todo borroso. Y yo en los aeropuertos extranjeros siempre me ponía nerviosa. Y no por miedo a volar, que nunca lo tuve, sino por miedo a perderme, a no saber llegar a la puerta de embarque, a no saber hacerme entender…

—Estás tú fina para ir a China —me dijo Lu, cuando le conté mis problemas de visión.

—Estoy vacunada de todo lo humanamente posible. Y me he comprado dos diccionarios, y me he bajado una aplicación en el móvil, y llevo un adaptador de enchufes internacional. Y desde hace dos días hablo en chino con Lola y Paco y me entienden. Ya sé decir «buenos días», «¿dónde hay un taxi?», «estoy perdida» y «póngame ese pescado». Y ya solo como con palillos. Y llevo cajas de laxante para cuando me dé el estreñimiento de comer tanto arroz.

—Vamos, que estás acojonada perdida.

—Eso también.

Y llegó el día. Y antes de que me diera cuenta ya estaba intentando enfocar mi vista sobre los paneles del aeropuerto donde anunciaban los vuelos de salida.

Mi padre estaba conmigo. Me había llevado al aeropuerto. Se le veía con cargo de conciencia.

—Todo esto es por mi culpa. Si no te hubiera presionado con el alquiler, ni con las obras del edificio, tú ahora no estarías a punto de coger un vuelo a China.

—Papá, la decisión la he tomado yo. Tú no tienes nada que ver.

—¿Cómo que no? Si te he empujado a esto. Si prácticamente te he echado de tu casa. Pero no tienes por qué hacerlo. Podemos retrasar la reforma y tampoco hace falta que me pagues alquiler…

—Papá, tengo que empezar a vivir de una vez como una mujer adulta. Sin que tú me protejas.

—Pero ¿yo qué te voy a proteger? Si por culpa de mi mala cabeza, de lo desquiciado que estoy con tu madre, te estoy obligando a que cambies de vida. Y como te pase algo en China no me lo voy a perdonar nunca.

—Papá, no me seas dramático. ¿Qué me va a pasar en China? Si son la mar de pacíficos, los chinos.

—Pero no hay quien los entienda. Vas a estar allí tan sola, tan perdida, tan…

—Papá, voy a estar bien. Roberto va a estar conmigo.

—Roberto… —dijo mi padre moviendo la cabeza en señal de desaprobación.

—¿Qué pasa con Roberto?

—Nada, no pasa nada. Pero me fastidia que una hija mía tome la decisión de irse al fin del mundo para seguir a un hombre.

—¿Tú no seguirías a mamá hasta China?

—Si va con el del zoo, no.

Yo sonreí.

—Papá, ¿puedo preguntarte una cosa?

—Claro.

—¿Tú quieres volver con mamá?

Me miró antes de contestarme. No es que se tuviera que pensar mucho la respuesta, pero con su silencio quería dejar claro que sabía lo que quería.

—Sí.

—¿Seguro?

—Sin ella no soy. Es mi vida.

—Pues díselo. O mejor, haz que lo sepa. Deja de reprocharle cosas, deja de insultarla porque está con otro. Y haz que sepa que la necesitas. Yo creo que a ella se le ha olvidado.

—¿Y qué más da que yo la necesite? Lo único importante es lo que necesita ella. Y parece que no es a mí.

—Treinta años contigo tienen que pesar más que una aventura con alguien que solo la objetualiza.

—Y valora su flujo.

—¿De verdad nos dijo eso?

—Sí.

—Haz que se le pase la tontería, papá. Tú puedes.

Le di un beso a mi padre y me despedí. Pasé la línea de control. Y mientras me quitaba los zapatos, el cinturón, dejaba el móvil y las monedas en la bandeja de plástico, vi cómo mi padre me decía adiós con la mano y me mandaba besos.

—Vuelve cuando quieras. Tan pronto nos eches de menos. No tienes que demostrar nada —gritó.

Y yo asentí.

Tenía por delante dieciocho horas de vuelo y tres pastillas para dormir. Aunque temía utilizarlas y que me quedara dormida en una de las escalas. Prefería reservarlas y tomarme una solo en el caso de que me pudiera la ansiedad o la desesperación. ¿Y qué me importaban dieciocho horas de viaje a un país extraño y exótico como China si en el aeropuerto de Hong Kong me iba a estar esperando Roberto? ¿Verdad?