TENGO QUE HABLAR CON ROBERTO
El sol de otoño que entraba por la ventana me despertó. Abrí el ojo derecho a duras penas y lo primero que vi fue el ordenador portátil, que estaba abierto, a mi lado. Había dormido abrazada a él. El correo de Pablo Almagro ocupaba toda la página. Lo había leído a las cuatro de la madrugada, tan pronto habíamos llegado a casa después de la celebración, que había consistido en un recorrido por todos los bares de Malasaña: La Vía Láctea, La Vaca Austera, La Prudencia, Marta Cariño, La Realidad… Eric había ido anotando en la agenda de su móvil el nombre de cada uno de ellos. Estaba fascinado. «So talented, so imaginative». Y en cada uno nos tomamos una copa o una cerveza, para celebrar mi victoria, y también por tener el arrojo de ignorar la crítica, y por lo ingeniosos que eran los nombres de los bares, algo que tenía a Eric encandilado.
En la planta baja con forma de cueva del Marta Cariño, Aarón cogió una guitarra y nos deleitó con dos canciones. Aplaudimos a rabiar, y hasta mi padre salió a hacer los coros con Lu y Eric. Yo sentí que Aarón estaba cantando solo para mí. Hacía años me había prometido una canción. ¿Sería esta? Tenía que serlo.
Me niego a quererte.
Me escapo de ti.
Pero la gravedad con su ley
me hace volver a caer.
Y ahí estás,
tan cerca otra vez
que tengo que huir.
Ay… Tuve que beberme la copa de dos tragos para serenarme. Y luego tuve que pedirme otra. Y con esa nueva copa llegué a la única conclusión posible: esa era mi canción. Claro que sí.
Aarón y yo coincidimos luego en la zona de los baños. Él salía y yo entraba.
—¿Te gustó la última canción?
—¿Es nueva?
—Aún está sin acabar.
—Suena bien —balbuceé.
—Es muy básica, la tengo que pulir. Pero siento que voy por el buen camino.
Él sonrió y yo sonreí.
No quería que se notaran las ganas que tenía de besarlo. Y tampoco sabía si quería preguntarle si aquella era mi canción. Además ya sabía la respuesta. ¿Para qué preguntar obviedades?
—¿Cómo estás?
Y yo solo fui capaz de musitar un «Bueno…».
—Mira —me dijo, y de la cartera sacó un papel de periódico doblado en cuatro partes.
—¿Qué es? —le pregunté.
—La peor crítica que me han hecho en mi vida.
—¿Y la llevas en la cartera?
—Un día leí que Almudena Grandes tenía enmarcada en su casa la peor crítica que le hicieron por Las edades de Lulú. Era realmente mezquina, a la altura de la tuya y de esta mía.
—Yo ni voy a enmarcar la mía ni me la voy a meter en la cartera.
Leí la crítica. Lo ponía a caer de un burro.
—Es muy injusta.
—Como la tuya. Y aquí sigo, dando guerra.
—Gracias.
Realmente sus palabras me curaron. Ya su canción me había ayudado a sobrellevar la noche amarga, pero el hecho de que me enseñara la crítica para animarme me hizo quererlo con locura. Era tan considerado y sabía qué teclas tocar para hacerme sentir bien… ¿Qué más se le podía pedir a la persona que amas?
—Si puedo hacer algo por animarte… —dijo.
—Sí puedes —le dije, echándole la mirada más insinuante y guarra que imaginé. Y recité, sin música, porque yo no sé cantar, los versos de su canción:
Me niego a quererte.
Me escapo de ti.
Pero la gravedad con su ley
me hace volver a caer.
Y ahí estás,
tan cerca otra vez
que tengo que huir.
Abrí la puerta del servicio de chicas y con un gesto lo invité a entrar. Él dudó. Yo entré y dejé la puerta abierta. Le esperé. Primero excitada, luego divertida, después un tanto preocupada, más tarde desconcertada y, por último, abatida. Fueron los quince segundos más intensos y, finalmente, más humillantes de mi vida.
Porque Aarón no entró.
Me quise morir allí mismo. Le había malinterpretado totalmente. Yo creía que su acercamiento, el hecho de consolarme, se debía a que sentía lo mismo que yo, y él solo intentaba ser amable con la hermana de su futura esposa. Y aquella, evidentemente, no era mi canción. Nunca lo había sido y nunca lo sería. Y de aquella promesa de que me haría una canción solo me acordaba yo.
Y además de patética me acababa de convertir en la peor persona del mundo. Me había creído tanto el papel de mujer generosa, que no se mete en la vida de los demás, que jamás le sería infiel a su novio y que respeta al prometido de su hermana por encima de todas las cosas, a pesar de que hubiera sido su amor anhelado de instituto, que nunca me había imaginado reaccionando así. Y de repente, por culpa de unas palabras amables, una canción que no era para mí, un novio a la fuga a China, una mala crítica y cuatro copas me convertía en el ser más mezquino y egoísta. Y también en el más humillado. Pero ¿cómo podía haber caído tan bajo? Y, sobre todo, ¿cómo había sido tan ilusa para malinterpretar a Aarón de esa manera? Qué bochorno. Pero yo solita me lo había buscado. Me lo merecía.
El resto de la noche solo fue a peor. Porque yo me pasé dos horas bebiendo y disimulando que todo estaba bien, cuando nada podía estar peor. Aarón y Lu se retiraron, y después lo hicieron mi padre, David y Chusa. Solo quedábamos Inma, Eric y yo. Inma, harta de echarle la caña a Eric y que este le enviara mensajes confusos, según ella —clarísimos para mí; vamos, que no quería nada—, decidió darle una última oportunidad. El vikingo era entusiasta y educado, pero como ya le había dicho yo al principio de la noche a Inma, no le habían impresionado para nada sus tetas, así que tampoco pilló la última oportunidad que le estaba dando Inma, por lo que ella decidió marcharse y nos dejó a Eric y a mí.
Recuerdo vagamente caerme de mis tacones y de encima de una mesa, ¿qué hacía subida allí? Y lo siguiente que tengo en mi memoria es la imagen de estar subida a caballito de Eric, entrando en casa y dejándome sobre la cama.
—Eres un gentleman, vikingo. Puedes propasarte conmigo, me puedo poner una almohada en la cara si quieres…
—Mañana take an avión. I need to sleep. Goodnight, Sara.
Eric salió de la habitación. Si mañana cogía un avión a París, eso significaba que Roberto también se iría, porque había reservado la ida y la vuelta en el mismo vuelo. Y yo sin hablar con él. Pero con lo borracha que estaba tampoco le di demasiada importancia. Roberto en esos momentos era insignificante. Como casi todo. Me desnudé a duras penas y mientras lo hacía vi mi portátil. Me había prometido no mirar el email de Pablo Almagro hasta el día siguiente, pero no pude evitar abrirlo en ese momento. Lo bueno es que con la borrachera apenas podía leer, y puede que me quedara dormida antes de terminar la tercera frase. O eso creía. El caso es que tuve pesadillas horribles: yo cayendo por un desfiladero al igual que mis plumas, yo chocando de frente con un camión de gallinas, yo desnuda sobre un escenario apenas cubierta por una pluma de pavo real… Así que puede que en mi borrachera sí hubiera conseguido llegar hasta el final del email.
Ya con los dos ojos abiertos, con un ligero dolor de cabeza, bastante bien estaba para todo lo que había bebido, me enfrenté, sobria y resacosa, al email. Y aunque su tono no tenía nada que ver con el enfurecido y despiadado de la crítica de Carlota Hamilton, el contenido me dolió mucho más. Porque con educación y buenas palabras venía a decirme que a pesar de mi talento, de lo mucho que le habían gustado las piezas, finalmente habían decidido posponer la idea de colaborar conmigo para la colección otoño-invierno 2015. Pablo Almagro seguía creyendo en mi talento, pero no había conseguido acabar de convencer a los otros socios, que ahora pensaban que las plumas ya no estaban de tendencia. Ahí me di cuenta de que habían leído la crítica de la Hamilton, y que eso les había hecho decidirse.
Mierda, mierda, mierda. Y, como un fogonazo, también recordé el momento humillante con Aarón. Cómo me había insinuado y había abierto la puerta para que entrara conmigo, y cómo me había rechazado. Dios, no se podía caer más bajo. Acababa de perder la única oportunidad laboral que me habría sacado de la quiebra y me había rechazado el novio de mi hermana. Lástima no tener unos buenos ansiolíticos para engullírmelos y que me ingresaran en un psiquiátrico. Y descansar de mí misma una buena temporada.
Llamé a Roberto y siguió sin cogerme el teléfono. ¿De verdad se iba a volver a París sin despedirse de mí? Y en dos semanas desaparecería de mi vida durante cinco años. ¿De verdad iba a ser tan cobarde de no dar la cara? No me lo podía creer.
Salí de mi habitación.
Entré en el baño. En la ducha estaban Aarón y Lu follando.
Salí del baño dando un portazo. Cómo dolía toparme en mis narices con la vida que yo quería tener y sin embargo era mi hermana quien la disfrutaba. Yo anhelaba el éxito y era mi hermana quien sin apenas despeinarse triunfaba en las pasarelas. Yo había deseado como nunca y durante años a Aarón y era ella quien se lo follaba en el baño. Si es doloroso sentir que tu vida deseada se te escapa, lo es todavía más si te das cuenta de que es otra, y además tu hermana, la que la obtiene sin ningún tipo de esfuerzo.
Pero ya estaba bien de sufrir tontamente. Fin de la historia. Hora de tomar una decisión. Y eso fue lo que hice. Muchas veces las mayores decisiones de una vida se van fraguando durante años, meses o, en mi caso, semanas, y se toman en un segundo, en un impulso.
Conecté la impresora al ordenador e imprimí el email de Pablo Almagro.
Pegué la hoja en la puerta de la habitación donde dormía mi padre. Y le puse una nota: «Haz con la tienda y el taller lo que quieras. Es tuyo».
Entré en la habitación-despensa de Eric. Él estaba acabando de hacer la maleta.
—Te llevo a Barajas. Tengo que hablar con Roberto.
Llegamos a la T4 tres horas antes de que saliera el vuelo. Eric se había confundido con la hora. Roberto, claro, aún no estaba allí. Media hora después Roberto me llamó por teléfono.
—Sara, ¿dónde estás?
—En el aeropuerto, ¿y tú?
—¿Qué haces en el aeropuerto?
—¿Qué crees que hago? Quería hablar contigo antes de que te marcharas. ¿Tú dónde estás?
—En tu casa.
—¿En mi casa?
—¿Pensabas que me iba a ir sin despedirme?
—Yo ya no sé muy bien qué pensar, Roberto.
—Espérame ahí, ¿vale?
Y lo esperé, claro. Llegó tres cuartos de hora después. Eric y yo estábamos sentados en una mesa de la cafetería, sin saber ya muy bien de qué hablar. Y no es que Eric no tuviera conversación, pero cuando uno espera, ya sea en la sala de un hospital, en una estación de tren o en un aeropuerto, parece como si las palabras y las conversaciones se escondieran, tímidas y sobrecogidas. Como si el hecho de esperar lo ocupara todo y no diera opción a nada más.
Por fin vi llegar a Roberto con su maleta. Miré a Eric.
—¿Te importa que te deje solo un rato?
—Go, go —me dijo con un gesto para que fuera con él.
Yo durante esos tres cuartos de hora de espera había meditado muy bien mis palabras. Y se las solté tan pronto lo tuve a tres centímetros de distancia.
—Roberto, antes de que digas nada, te voy a decir cómo lo veo. Ahora mismo solo tienes dos opciones conmigo: o me dejas aquí mismo, en esta terminal 4 tan pomposa, tan majestuosa, tan colorida a lo arcoíris y tan horrible para dejar a alguien, o me pides que me vaya contigo a China.
Roberto me miró como si hubiera perdido el juicio.
—¿Te vendrías conmigo a China?
—Para saberlo tendrás que pedírmelo.
—Pero Sara, yo no puedo pretender que cambies tu vida por mí.
—Pídemelo.
Roberto no se decidía, me miraba como si estuviera intentando resolver un enigma del que no encontraba ni la pregunta ni la respuesta.
—Y si no quieres que vaya, rompe conmigo.
—Yo no quiero romper contigo.
—Entonces pídemelo. Pídeme que me vaya contigo al fin del mundo.
—¿Qué ha cambiado de hace dos días a ahora?
—¿No me lo vas a pedir?
—Sara, ¿tú sabes lo duro que puede ser aquello? Yo voy a estar trabajando y tú vas a estar sola la mitad del día…
—Yo puedo explorar la ciudad, el país, aprender chino, intentar ir a la universidad, o yo qué sé. Algo se me ocurrirá. Esto es según te lo tomes: puede ser una maldición o una gran oportunidad. Y no a todo el mundo se le presenta la ocasión de vivir inmerso en otra cultura durante cinco años, ¿no? Y digo yo que habrá cosas peores.
—Supongo.
—Pero si te lo estás pensando tanto es que no me quieres allí.
—No es eso, de verdad que no es eso. Pero me parece todo tan apresurado, tan repentino.
—Pídemelo.
Roberto suspiró, me miró y de repente me pidió que me sentara en su maleta. Yo le obedecí. Una vez sentada, él me cogió la mano.
—Sara, ¿te quieres venir conmigo a China?
—Así me lo tenías que haber pedido hace tres días —le contesté.
Y él me miró desconcertado, pensando quizás que le estaba tomando el pelo, o que solo quería demostrar con tanta insistencia, al obligarle que me lo pidiera, que yo tenía razón y que él era un imbécil.
—Si te lo hubiera pedido hace tres días, me habrías dicho que no —respondió.
—Pues ahora te digo que sí. Que me voy contigo a China.
—¿De verdad?
—De la buena.
—Estás loca.
Le sonreí y le di un beso.
—Y ahora factura las maletas, que no llegas.