13

DESPUÉS

Unos golpes atronadores me despertaron. ¿Qué era eso? ¿Qué estaba pasando? ¿Venían de la calle? ¿Del taller? ¿De dónde? Me vestí con lo primero que pillé y salí de la habitación. Sin duda los golpes venían del taller. Bajé las escaleras y allí estaba el capataz, Mariano, con dos obreros. Estaban tirando abajo el techo.

—¿Se puede saber qué hacéis?

Pero debido al ruido no me escucharon. Tuve que gritar.

—¡Mariano!

Por fin se percató de mi presencia.

—¡Para un momento! ¿Qué hacéis?

—Sara… Órdenes de tu padre. Nos pidió que viniéramos aquí urgentemente y que empezáramos con la obra. Nos dijo que no había nadie.

Yo no entendía nada.

—Pero ¿no habíamos quedado en que ibais a poner un refuerzo de dos columnas y ya? ¿Para eso tenéis que tirar el techo?

—Tu padre ha cambiado de idea. Quiere reforzar toda la estructura del edificio cuanto antes.

—¿Qué? Pero… eso es un obrón, ¿no?

—De cinco o siete meses de trabajo.

—¿Y mi taller? ¿Y la tienda?

—Yo soy un mandado. Habla con tu padre.

—¿Dónde está?

—Yo lo dejé en el estudio de arquitectura. Allí fue donde me dio las llaves para que pudiéramos entrar.

—Pero ¿qué está pasando…? Por favor, Mariano, tengo que hablar con mi padre. No toques nada hasta que hable con él.

—Sara, es que tengo órdenes.

—¡Esta también es mi casa! El edificio no se va a caer porque esperes diez minutos.

—Venga, espero.

Subí corriendo a por el móvil. Lo llamé pero saltó el contestador.

—Papá, ¿por qué está Mariano aquí? ¿Por qué no me has avisado? ¿A qué viene todo esto?

Cogí las llaves del coche. Tenía que localizar a mi padre. Tenía que verlo y que me explicara. ¿A qué venían las prisas? ¿Por qué había tomado esa repentina decisión? Bajé de nuevo al taller.

—No lo localizo en el móvil. Tengo que ir a verlo. No hagas nada.

—Sara, tu padre es mi jefe, yo tengo que seguir sus órdenes.

—Mariano, mi padre está raro, descontrolado, ya viste cómo reaccionó el otro día. Que lo mismo le da por ponerse un piercing que sufrir un ataque de ansiedad. Por favor, dame una hora hasta que hable con él.

—Sara…

—Llévate a los obreros a tomar un café, o algo. Por favor…

—Es que me pones en una situación imposible.

En ese momento Eric se asomó a las escaleras.

—What is happening?

—¡Eric! Tengo que salir a hablar con mi padre. Estos señores no pueden tocar nada mientras yo no estoy. Si tocan algo llama a la policía. ¿De acuerdo?

—Sara… —protestó Mariano—. Tampoco hay que ponerse así. Y aunque llame a la policía tenemos las de ganar. El edificio es de tu padre.

Miré a Eric.

—Y cuando esté la policía aquí, diles que le pidan los papeles de trabajo a estos dos obreros.

—Papeles de trabajo —repitió Eric, asintiendo.

—Sara…

—Es un arquitecto noruego, más recto que una vara de medir, lleva fatal todos los chanchullos ilegales que nos traemos los españoles. Así que tú mismo.

Mariano miró a Eric y debió de intuir que era mejor no liarla más, no fuera verdad que al pelirrojo le diera por llamar a la policía.

—Vale, me los llevo a tomar un café. Pero si hay algún problema le pienso contar a tu padre que tú nos has impedido trabajar.

—Estás en todo tu derecho.

Cuando salía por la puerta de la tienda vi llegar a Lu. Algo despeinada, pero sin perder ni un ápice de su belleza. Daba igual que hubiera salido toda la noche de juerga, que Lu parecía como si se despertara de haber dormido ocho horas de manera plácida. Cosas de los veinte años.

—¿Llegas ahora?

—Me he liado un poco…

Así que no había vuelto tan pronto como le había dicho a Aarón que iba a volver. Pero preferí no pensar en eso, no tenía tiempo.

—Acompáñame —le dije.

—¿Adónde?

—A por papá.

—Tengo que darme una ducha y…

—Eso puede esperar. Vamos.

No sé muy bien por qué me dio el arrebato de pedir que me acompañara. El caso es que durante el trayecto la puse al día de China. Obviando, por supuesto, la conversación íntima que había mantenido luego con Aarón.

—¿Te vas a ir con Roberto? —me preguntó.

—No me lo ha pedido.

—Y ¿si te lo pide?

—¿Qué pinto yo en China?

—Lo mismo que pintas en Malasaña. Y si a papá le da por tirar la tienda abajo, menos vas a pintar.

—¡Lu! ¡No digas eso! Papá no va a tirar la tienda y yo… ¿cómo voy a dejar mi vida aquí por seguir a Roberto?

—No serías la primera o el primero que cambia de vida por seguir a su pareja.

—¿Tú te irías cinco años a China si Aarón te lo pidiera?

Y ella no pareció dudarlo un segundo.

—Sí.

—Eso lo dices porque no ha ocurrido. Así es muy fácil especular.

—Yo por Aarón me iría al fin del mundo.

—Ya, y a la primera bronca desapareces toda la noche, muy creíble.

Pero, a pesar de mi ironía, su palabras me habían calado. Y ahí me di cuenta de que lo decía de verdad. De que ella lo haría. De que se iría al fin del mundo. Porque eso es el amor, ¿no? Ser capaz de abandonarlo todo, aunque sea la peor idea, aunque sea un disparate, solo porque no puedes soportar la idea de perderlo. Y lo peor es que si a mí Aarón me propusiera irme al fin del mundo… Ay, madre… A lo mejor hasta me lo pensaba. Y, sin embargo, con Roberto… ¿Eso era la prueba de que no lo quería? No, no, Sara. Con Aarón eres capaz de imaginarte en China porque sabes que no te lo va a pedir. Por eso te ves yéndote con él. Porque no va a pasar. Así que no hagas ese tipo de comparaciones, no son justas, y solo te confunden. Y si no te vas con Roberto es porque no te lo ha pedido. Y porque vives instalada en la realidad. Eres una mujer sensata, tienes tu carrera y tu vida aquí. Y más ahora. ¿Qué pintas en China? ¿Qué ibas a hacer mientras él trabaja, preparar arroz tres delicias todo el día, origami, aprender chino? Con lo que te ha costado aprender inglés, estás tú como para aprender chino. Un idioma que en vez de un alfabeto tiene símbolos infinitos. Eso no hay occidental que lo aprenda, seamos serios.

—China tiene que molar —dijo Lu.

—Para unas vacaciones, tal vez.

—O para vivir la experiencia de tu vida.

—Que no, Lu. ¿Y por qué no lo deja él todo por mí? Roberto podría venirse a trabajar al estudio de papá y no lo hace.

—Pues lo tenéis chungo, entonces.

—Ya… y ahora encima a papá le da por volverse loco…

—¿Cuándo se va Roberto?

—En dos semanas.

—¿No va a estar en mi boda?

—Sí, justo eso es lo que más me preocupa ahora mismo, que Roberto no esté en tu boda.

—Y si tú te fueras con él, tampoco.

—No me voy a ir con él.

—Capaz eres. ¿Y mi vestido? ¿Y…?

—Lu, por favor, disimula, aunque solo sea unos segunditos, que en el mundo hay alguien más que tú y tu boda. ¿Puedes hacerlo?

Aparcamos en una de las plazas que el estudio de mi padre tenía siempre reservadas para clientes. Y subimos en el ascensor. Entramos en el estudio de mi padre. Era un lugar diáfano, moderno, lleno de mesas blancas y lámparas de diseño industrial. Un gran logo con forma de escultura presidía la entrada. Pero tanto Lu como yo nos dimos cuenta de que el estudio estaba a medio desmantelar, con cajas de cartón, con ordenadores en el suelo, sin las mesas… La secretaria de mi padre, una señora oronda de sesenta años, con gafas de color fucsia y el pelo teñido de un color que iba del rojo al violeta, nos saludó de manera cariñosa y efusiva.

—Sarita, Lucía, cuánto tiempo…

—¿Qué ocurre aquí?

—Pues lo que ocurre en medio país, hija. Hay que reinventarse, adaptarse, recortar… Lo que sea necesario para no tener que cerrar el negocio.

—Pero ¿tan mal está la cosa?

—¿Tu padre no os lo ha contado?

—No —dijo Lu, y me miró—. Y ¿a ti? ¿Tú sabías algo de todo esto?

—Bueno, papá lleva quejándose los últimos años, pero nunca pensé que fuera para tanto…

—Antes solo le habíamos visto las orejas al lobo, ahora… —se lamentó la secretaria.

—¿Está mi padre aquí, Clara? —la corté.

—En su despacho. Le aviso.

—No hace falta.

Mi hermana y yo entramos de manera decidida, sin llamar a la puerta. Mi padre estaba enfrascado con el autocad en su ordenador de pantalla gigante. Levantó la cabeza al oír la puerta y nos vio.

—¿Qué hacéis aquí?

—¿Se puede saber qué hacen Mariano y dos obreros en casa? ¿Te has vuelto loco?

—Hay que hacer la obra. Cuanto antes.

—Papá, pero habíamos quedado en esperar. Reforzarlo todo con dos vigas y listo.

—He cambiado de idea.

—¿Por qué? ¿Qué pasa? ¿Tiene que ver con el desmantelamiento de aquí? Papá, ¿vais a cerrar el estudio?

—Ahora estoy un poco ocupado. Hablamos en casa.

—No. Quiero que llames a Mariano y le digas que lo deje. Papá, no me puedes empantanar el taller. Ahora no. No sé qué tipo de problemas tienes aquí, pero yo estoy a punto de recibir un encargo importante.

—Siempre estás a punto, Sara, y luego nunca pasa nada.

—¡El desfile ha sido un éxito! ¡Tú estabas allí!

—No hablemos del desfile, mejor.

—Va a ser mi despegue, papá.

—Sara, para poder vender el local y el piso, o para alquilarlo, necesito que esté en buenas condiciones.

—¿Venderlo? ¿Alquilarlo? ¿Y yo? ¿De qué estás hablando? ¿Qué está pasando?

—¿Cuánto hace que no me pagas?

—Ya me retrasé en otras ocasiones.

—Ahora es distinto. Vuestra madre y yo nos vamos a divorciar. Las cosas en el estudio ya veis cómo están, y voy a necesitar liquidez.

—¿Cómo que os vais a divorciar? —preguntó Lu.

—Eso, papá, no saques las cosas de quicio. Estáis pasando un bache, ¿qué pareja no lo tiene?

—Esta madrugada tu madre me lo dejó muy claro. Quiere el divorcio.

—A saber qué burrada le dijiste —dije yo.

—Burrada ninguna, le dije que quería volver con ella. Y ¿sabes qué me contestó? Que está empezando una nueva vida y que sus hijas le dan su aprobación.

—¿Qué? —pregunté yo.

—¿Qué? —preguntó Lu.

—Sí. Que se ve que os gusta tanto su novio que hasta lo invitasteis al desfile.

—¡Eso es mentira!, ¿te dijo eso mamá? —Yo estaba furiosa, qué manera de liar las cosas, mi madre se iba a enterar.

—Y que oye, que estáis en vuestro derecho de invitarlo, claro. Si os cae bien, pues os cae bien. Pero, entonces, ¿para qué me invitáis a mí?

—Papá, ni Lu ni yo invitamos a ese señor. Vino por su cuenta.

—O sea, que estuvo. Lo admites.

Me callé, me había pillado y de la peor manera. Había caído como una tonta.

—A lo mejor se pasó, no estoy segura…

—Traicionarme así, hija mía, de esa manera… Por eso me querías entre bambalinas, para que no montara un número. No porque me quisieras cerca de ti. Qué tonto me he sentido, qué estúpido. Toreado por mi propia hija.

—Papá, por favor, que yo no lo invité, y cuando lo vi allí quise asesinar a mamá. Si ni me cae bien. No me gusta nada. Si yo quiero que mamá y tú estéis juntos…

—Ya, pues para no gustarte nada, bien que te lo camelaste para que te regalara unas plumas… Que hasta fuiste al zoo a conocerlo.

—Eso no fue así, papá. De verdad que no.

—Yo dejándote de buena fe la casa de la abuela, cobrándote un alquiler baratísimo y luego, ¿para qué? Para que tú y tu hermana me clavéis una puñalada por la espalda y me dejéis en ridículo delante de todos.

—Nadie te ha dejado en ridículo.

—¿No? Pues yo me siento así. Sobre todo cuando descubro que mis dos hijas me mienten y prefieren invitar al otro y…

—Lu, por favor, dile que nosotras no invitamos a nadie. Que fue cosa de mamá.

—Es verdad. No le invitamos.

—Pero las plumas bien que las aceptaste. Pero oye, yo me alegro, si tienes tantos recursos y tan pocos escrúpulos, si eres capaz de pasar por encima de mi cadáver, eso es porque no necesitas más mi ayuda.

—Así que el arrebato de empezar la obra hoy es tu manera de vengarte. Puro rencor. No me lo puedo creer —dije yo.

—No, hija. No voy a negar que me haya sentado como un tiro. Pero si hago la obra es por culpa del divorcio. Si me quiero quedar con la casa de Aravaca, que ahora mismo es mi único activo, le tendré que comprar la mitad a tu madre, y eso solo lo voy a poder pagar si vendo la de la abuela.

—Pero ¿cómo vas a vender la casa de la abuela? —dijo mi hermana.

—Pues vendiéndola.

—Pero si ahí está tu vida, la nuestra, la…

—¿Desde cuándo eres tan sentimental? —preguntó mi padre.

—Es que no me lo creo. No creo que lo vayas a hacer —insistió Lu—. Sara tiene razón. Lo haces por pura rabieta. Y lo peor es que es injusto. Porque Sara lleva intentando desde el primer día que tú y mamá volváis juntos. ¿A que sí? —Me miró—. Díselo.

—¿Para qué, si no me va a creer? Y se ve que ya ha tomado su decisión. Aunque eso suponga dejar a su hija sin presente y sin futuro.

—Tampoco dramatices. Que si tu futuro depende de tu padre, mal vamos —dijo él.

—No, pero si cuando tengo ocasión de volar, tú vas y me cortas las alas, pues no tengo nada que hacer.

—Yo no te estoy cortando nada.

—Me estás desahuciando justo cuando tengo un contrato que me puede solucionar un año o dos de trabajo.

—¿Dónde está ese contrato? Porque yo quiero creerte, pero luego pasa un mes y otro y tú sigues en la misma situación precaria que antes.

—¿Si te lo demuestro? Si te traigo un contrato, ¿me das algo de tiempo? ¿Me dejas que te siga pagando al mes? Con eso te puedes apañar, ¿no? ¿O me vas a decir que el divorcio va a ir tan rápido que vas a necesitar dinero en efectivo ya? ¿Tanta prisa vas a tener en comprarle la parte de la casa a mamá?

—Y ¿de verdad ya te has rendido con mamá? No es tu estilo —remató Lu.

Mi padre me miró. Noté que se estaba ablandando.

—Y si mamá se queda con la casa de Aravaca mientras no se la pueda comprar, ¿yo dónde vivo?

—Conmigo. Como ahora. ¿O tan mal estás? —le pregunté. No es que a mí me sedujera mucho la idea de tener a mi padre instalado en casa un año, pero era lo único que se me ocurría. Y si de eso dependía que me quedara con la tienda y el taller, estaba dispuesta a aceptarlo.

—Tráeme ese contrato y si te garantiza un año de trabajo en el taller, me lo pienso.

—¿De verdad? —pregunté.

Mi padre asintió.

—Pues llama ahora mismo a Mariano y dile que se vaya.

—Vale, pero no tienes mucho plazo para conseguir ese contrato. Yo diría que casi ninguno. Porque mi paciencia se agotó hace mucho.

—En este mes he firmado el contrato. Te lo juro.

Salimos de allí. Y lo primero que hice, claro, fue llamar a David.

—David, asegúrame que el señor que me abordó, el Pablo ese, no iba de farol. Que me va a llamar.

—Supongo que sí.

—¿Cómo que lo supones?

—Sara, Pablo Almagro es de fiar, en serio. Te llamará, querrá ir a ver el taller y tu trabajo con algún otro socio, y seguro que llegáis a un acuerdo. Seguro. Aunque esas cosas suelen ir despacio.

—¿Cómo de despacio?

—No lo sé, ten en cuenta que tendrán que dejarse convencer por las piezas, discutir presupuestos, ver si les encajan en las próximas temporadas… ¿A qué viene la prisa?

—Vale, vale… Pero va a salir, ¿verdad?

—Yo que tú me iría preparando un plan de producción, qué tipo de piezas, el tiempo que necesitas para elaborarlas, a cuántos necesitarías contratar, precios… Cuanto más claro lo tengas tú, más les puede ayudar a ellos a decidirse.

—Tienes toda la razón. Tengo que ponerme ya. Ay, Dios, no sé si sabré.

—Yo si quieres me paso para echarte una mano.

—¿Lo harías? ¡Pues ven ya!

—¿Hoy?

—Mejor que mañana.

Cuando llegamos al taller, Mariano y los obreros se estaban marchando.

—Tenemos que volver luego a poner escayola en el techo y traer las vigas de refuerzo.

—Y ¿cuánto vais a tardar en hacer eso?

—Un día o dos.

—Que sea en uno, Mariano, por favor. Que van a venir clientes muy gordos a verme esta semana y tiene que estar todo perfecto.

—Se hará lo que se pueda.

Subí a buscar a Roberto, teníamos que hablar, antes de que el trabajo volviera a ocupar todo mi tiempo. Pero no estaba en casa. Solo había una nota en un post-it.

«Me voy al pueblo, a ver a mis padres. Llámame cuando quieras hablar». Eric apareció con su equipaje por el pasillo. Y con los dos peluches, el oso panda y el pulpo, colgando de la maleta.

—¿Qué haces? ¿Te vas ya a París? —pregunté.

—Sin Roberto, yo no debo estar aquí. Yo vengo hotel.

—De eso nada, Eric. Tú te quedas en mi casa hasta que te vuelvas a París.

—No es necesario.

—Eric, asaltaste el zoo conmigo. Para ayudarme. Lo menos que puedo hacer es que te quedes en mi casa.

—No importa.

—Es una orden —le dije, cogiéndole la maleta y llevándola a su habitación-despensa—. Tú te quedas aquí.

David vino a ayudarme, y empezamos a clasificar y fotografiar las piezas y a avanzar con un presupuesto. Como Mariano y los obreros ocupaban el taller y parte de la tienda, David y yo trabajamos en el salón de casa. Oíamos a Aarón tocar con la guitarra una canción desde la habitación en la que estaba con mi hermana. Parecía que ya se habían arreglado y que la sangre no había llegado al río. Yo sentí una punzada de dolor, pero la disimulé. Qué remedio.

Eric de vez en cuando entraba en el salón y opinaba sobre mis piezas. Y todos los precios razonables que habíamos decidido David y yo le parecían ridículos.

—More expensive. This watch is amazing. 200 at least.

—Gracias, Eric, pero tenemos que ser realistas. Y se trata de vender cuantos más mejor.

—Si te piden una partida de mil relojes, tendrías que coger al menos a tres o cuatro empleados, eres consciente, ¿no?

—Pues los cojo, David, ¿cuál es el problema?

—Que los tendrías que formar… Porque esto que tú haces no es tan fácil de hacer.

—Ni tan difícil. La técnica se adquiere rápido. Y dudo mucho que me vayan a pedir mil, ¿no?

—A cincuenta euros por pieza, sale un dinerillo.

—Cincuenta mil —dije yo. Y casi me mareo—. Ay, David, que me arregla la vida. Pero vamos, que con doscientas unidades me doy con un canto en los dientes también.

Y así, calculando, divagando, soñando y organizando las piezas, las plumas que llevaría cada una, los precios, el tiempo que necesitaría para cada una, pasaron dos días. Apenas me crucé con Aarón por casa, porque según mi hermana se había encerrado en el estudio de grabación.

—Se le han ocurrido dos temas maravillosos y quiere grabarlos cuanto antes.

—Ah… —respondí entre aliviada y fastidiada. Sí, porque era un alivio no encontrárselo por casa en calzoncillos o vestido, pero he de reconocer que cuando oía pisadas por el pasillo, o a alguien que entraba en casa, alzaba la vista con la esperanza de que fuera él. Y casi nunca lo era. Y las pocas veces que nos cruzamos, una en el baño y otra en la cocina, él aparentó una total normalidad y yo intenté estar a la altura, sin saber muy bien si mis muecas esforzadas de «todo va bien, no dije lo que dije» daban el pego.

Mi hermana había vuelto al ataque con la idea de su vestido de novia. Porque por supuesto la boda seguía en pie, claro que seguía. Y ella de nuevo empeñada en que yo le hiciera el vestido. Y si antes tenía pocas ganas de hacerlo, malditas las que tenía ahora. Porque cada vez que intentaba un boceto me sentía una traidora, y el lápiz me quemaba en los dedos. Intenté disuadirla, decirle que a mi madre lo de que yo le confeccionara el vestido le parecía una idea horrible, porque un vestido de novia era algo muy serio, y que yo podía ser muy buena con las plumas, que eso no lo ponía en duda, pero que no podía chafarle la boda a mi hermana.

—Y ¿qué quieres que te diga? Mamá tiene razón. Yo no estaría a la altura con tu vestido.

—Y ¿mamá para qué se mete, si no quiere que me case?

—Si ya se está haciendo a la idea, por eso yo creo que es mejor que te fueras a comprar el vestido con ella.

—Esta conversación ya la hemos tenido. Y no quiero volver a tenerla. Tú me haces el vestido. Yo si quieres te traigo unas cuantas referencias para que te inspires.

—Lu…

—Lo siento pero no voy a aceptar un no por respuesta. Acaba de una vez con David esto que estés haciendo y te pones.

Como siempre, fui incapaz de negarme a los deseos de Lu, que además ya estaba en fase de novia frenética preparándolo todo. Con la lista de invitados, que, aunque era corta, quería pensarla y repensarla. Con las pruebas de catering. Con ideas disparatadas para la ceremonia. A veces quería hacerla dentro de un barco en el pantano, o se imaginaba llegando con Aarón en una moto acuática, y yo ahí ponía el grito en el cielo: «Y ¿quieres ir vestida de plumas en una moto acuática?». Entonces ella cambiaba de idea y se imaginaba casándose en la orilla, pero en una superficie flotante, y con la banda de Aarón y otras dos más, para que tocaran un rock justo en el momento del sí quiero. Y a Aarón me lo imaginaba diciéndole a todos los disparates que sí, porque seguro que estaba encantado de que Lu volviera a ser la de antes, aunque bien es verdad que, durante esos días, Lu había tenido algún que otro acceso de ira, y había amagado con transformarse de nuevo en un gremlin malo. Escuché una de esas discusiones airadas a través de la pared de mi habitación, y mi corazón saltó de alegría. Lo sé, soy mezquina. Pero al día siguiente me los había encontrado acaramelados en pleno pasillo. Así que tal vez Aarón ya estaba empezando aceptar a Lu en toda su complejidad. Y había hecho suyo aquello de en lo bueno y en lo malo. Y hasta en el desequilibrio.

Y a mí me hervía la sangre. Sobre todo cuando cogía el lápiz para ponerme a dibujar un nuevo boceto de vestido. O cuando mi hermana se empeñaba en elegir conmigo las plumas.

—¿Qué tal esta de faisán? O mejor de pato. Claro que si para la cola consiguiéramos alguna de tucán…

—No pierdas el norte, Lu, por favor…

Y yo, como ya no podía más, decidí volver a meter a mi madre en medio. Le aseguré que Lu estaba empeñada en casarse vestida por mí. Con plumas de tucán.

—¿De tucán? Pero ¿os habéis vuelto locas?

Mi madre volvió a poner el grito en el cielo. Que era justo lo que yo esperaba.

—Mamá, involúcrate de una vez en la boda. Llévatela a ver vestidos.

—Si ya ha dejado clara su postura, que le da igual que esté o no esté.

—Se hace la fuerte, pero está que no duerme desde que os peleasteis. Si te involucras, se dejará aconsejar.

—Hija, es que yo no quiero involucrarme, yo lo que quiero es que no se case.

—Ese tren ya lo perdiste. Se va a casar, nos guste o no. Tú sabrás si quieres formar parte.

Mi madre no dijo nada, se lo estaba pensando.

—Prométeme que la vas a llamar.

—Cansina eres, hija.

—Mamá…

—Te lo prometo.

Yo seguía sin saber nada de Roberto. Bueno, por Eric sabía que aún estaba en el pueblo y que en dos días tendrían que coger el vuelo a París. Yo tenía que hablar con él de una vez y resolver todos mis asuntos pendientes.

—¿Por qué no te vas a su pueblo, y lo abordas y habláis con tranquilidad? —me sugirió Inma, a quien tenía al día de todas mis preocupaciones, o de casi todas. Del beso, ni palabra.

—Porque estoy esperando la visita del ejecutivo. No me puedo mover de aquí.

—Pues como dejes que Roberto se vaya a París sin tener las cosas zanjadas…

—Y ¿qué hay que zanjar? Si él se va.

—Que tenga los santos cojones de decirte lo que quiere. Si te quiere llevar, que lo diga; si quiere que le esperes, que lo diga; y si quiere romper, que rompa, coño. Pero es a él a quien le toca tomar decisiones.

—O a mí.

—Bueno, o a ti. Pero por eso tenéis que hablar antes de que se pire.

—Si lo sé, Inma, si lo sé. Pero yo no me puedo ir a su pueblo ahora mismo. Que venga él.

—O lo abordas tú o este se te va por la tangente, te lo digo yo.

—Ay, ya veré lo que hago, Inma, pero ahora estoy atada por culpa del ejecutivo este. ¿Y si no me llama?

Pero me llamó. Cuando ya estaba dudando que lo hiciera, Pablo Almagro por fin llamó. Y quería pasarse con un par de socios por el taller al día siguiente. ¿Era posible? ¿Podría mostrarle a él y a su gente mis diseños?

—Por supuesto.

—Dame la dirección y mañana a las doce estamos ahí.

Esa noche no dormí. Me pasé las horas haciendo números, calculando distintas ofertas y posibilidades. Si me piden tantas piezas, a este precio; si me piden más de aquellas, este otro. Durante esos días con la ayuda de David había elaborado una especie de catálogo, con las fotos, y esa noche lo acabé de maquetar. Estaba muy orgullosa de mi trabajo.

A las doce del día siguiente Pablo Almagro y su gente, dos hombres que parecían clones y una mujer de unos cincuenta y pocos años, aparecieron puntuales como un reloj. Y yo di lo mejor de mí para intentar enamorarlos. Les enseñé cada una de las piezas, ellos hicieron muchas preguntas, sobre todo la mujer, que parecía la menos convencida de los cuatro, le preocupaba que tuviera materia prima suficiente para un pedido grande. Y aunque a mí eso también me preocupaba, creía que mientras trabajara con plumas de aves tipo faisán, pato, codorniz…, es decir, todas españolas y todas de corral o de caza, podría apañarme. Preguntaron también por el acabado de las piezas —«puede ser cosido a la base con hilo o pegado con cola, depende del presupuesto»—, por su ductilidad —«casi todas son piezas que se pueden poner una y otra vez»—, por su tiempo de vida —«la pluma es tan resistente como la lana, piensen que al fin y al cabo ambas se componen de queratina».

Les entregué el catálogo que había maquetado y me aseguraron que estaríamos en contacto.

Esa tarde Pablo Almagro me llamó por teléfono.

—Sara, tienes a mi gente a tus pies. Les ha encantado.

—¿A todos? Porque la mujer no parecía muy convencida.

—La acabaremos de convencer. Seguro.

—¿Sí?

—La cosa promete. Y además de tu visita guiada y de tu pasión al exponer las piezas y aclararnos dudas, tu catálogo ha sido un acierto. Ahora tendremos que mostrarlo a todo el equipo, y pronto se tomará una decisión.

—¿Pronto? ¿Cómo de pronto?

—Yo creo que tus piezas podrían encajar en la colección de invierno del próximo año.

—¿Este invierno?

—No, mujer, el siguiente, pero nos pondríamos a trabajar enseguida. Empezaremos con pocas piezas, a ver qué tal funcionan, quinientas o mil.

—¿De verdad? ¿Así de fácil?

—Hay mucho trabajo por delante, fácil dudo que sea.

—El trabajo no me asusta.

—Tengo un muy buen presentimiento. Tendrás noticias nuestras antes de lo que crees.

—Gracias. Muchas gracias.

Colgué el teléfono emocionada. Y al primero que le quise transmitir mi felicidad fue a Roberto. Porque siempre era a él a quien primero quería contarle mis alegrías. Y cuando me ocurría algo fuera de lo común, algo extraordinario, tiraba de teléfono y lo llamaba. ¿Debía hacerlo ahora también? Aunque tal vez debía reprimir las ganas para empezar a acostumbrarme, porque así iba a ser de aquí en adelante, cuando él se fuera a China. Ya no iba a estar a mi lado, cuanto antes empezara a vivir sin él, mejor. ¿No?

Para celebrar mi buena racha, y básicamente para demostrar que no me afectaba que Roberto se fuera o no se fuera a China y que yo podía y tenía que seguir con mi vida, decidí invitar a todos los habitantes de la casa a cenar una paella, que era el único plato que me salía más o menos bien. Había aprendido a hacer paellas y tortillas de patata en mis seis meses de Erasmus en Palermo. Durante ese tiempo en Italia, me pidieron tantas veces que hiciera algún plato español que acabé tirando de internet para buscar recetas de tortilla de patatas y de paellas. Así que puedo decir que en seis meses en Italia apenas aprendí italiano pero me hice una experta en esos dos platos españoles. Y ahora, como quería hacerles a todos partícipes de las buenas noticias, porque ellos habían tenido mucho que ver en el éxito del desfile, decidí agasajarlos con lo mejor de mí, una comida typical spanish, aunque la hubiera aprendido en el extranjero. Eric fue quien recibió con mayor entusiasmo mi idea de la paella. Así que me lo llevé de compras y entre los dos recorrimos todos los comercios de alimentación del barrio. Él se enamoró de cada tienda, de cada puesto, de cada calle. Y era muy curioso ver la vida de la ciudad a través de sus ojos.

—Gente no parece en crisis, aquí.

—¿Por qué dices eso? —le pregunté.

—Hay alegría.

Y me señaló las terrazas llenas de gente. Era la hora del vermut, un día soleado de otoño, y todo el mundo disfrutaba de los rayos de sol mientras tomaban sus cañas. La plaza de San Ildefonso a esa hora estaba llena de bullicio, y sí, de alegría.

—Y ¿qué quieres que hagamos, ponernos a llorar? Supongo que es nuestro espíritu mediterráneo. Las penas con sol y cerveza son menos penas.

—Quiero vivir aquí. I wish I get the job.

—Seguro que sí.

Roberto se iba a China porque aquí no conseguía nada y el noruego, sin embargo, estaba ya con medio pie en Madrid. Paradojas de la vida.

Lu y Eric me ayudaron con la cena. Y mi padre aportó su granito de arena con varias botellas de vino, regalos de antiguos clientes. A mi padre le tenía al día con los progresos con la marca que quería contratarme, para que viera que aunque no había aún un contrato firmado todo iba por muy buen camino. Y mi padre, como quería creerme, se dejó contagiar por mi alegría y mi espíritu festivo de celebración.

—¿Vas a invitar a tu madre?

—¿Para que acabéis discutiendo? Mejor no.

—A mí no me importa.

—Ya, ya sé que no te importa y que te mueres por verla. Pero mejor no.

—Es una pena que se lo pierda.

—Bueno, pues ya en otra ocasión celebras tú una comida y la invitas, ¿vale? Que no quiero mezclar las cosas.

—Tienes miedo de que aparezca con el otro, ¿a que sí? Y yo monte una escena.

—No, papá, jamás se me ocurriría invitarlo. ¿Cómo se te ocurre semejante cosa?

—Tiene un zoo lleno de plumas y tú un contrato a las puertas…

—Que no, papá. ¿Cuántas veces te tendré que repetir que eso fue una nefasta casualidad?

—Muchas, hija, muchas. Hasta que te crea.

A los que sí invité, porque se lo merecían y porque me apetecía, fue a David, a Chusa y a Inma. Esta fue la primera en llegar y enseguida hizo buenas migas con Eric.

—No te emociones demasiado, que yo creo que le va más el género masculino —le dije.

—¿A este? Pero si ya le he pillado dos veces mirándome las tetas.

—Tú crees que te miro las tetas hasta yo.

—Es que me las miras. Y tu padre tampoco les quita ojo. Es mi cruz por tenerlas así de rumbosas.

—Es que has venido con un escote un poquito tremendo, Inma.

—¿Estamos o no estamos de celebración? Pero oye, si quieres bajo a por unas plumas y, como hacían con los carteles de cine durante la censura, las utilizo para taparme el escote.

—No hace falta.

—No iba a hacerlo.

Todo el mundo alabó mi paella y la prueba de que hablaban en serio es que no hubo nadie que no quisiera repetir. Aarón se sirvió tres platos, y eso que al principio se había lamentado de que el arroz no fuera integral y ecológico.

—¿Cómo voy a hacer una paella con arroz integral?

—Haciéndola —dijo él.

—Ay, Aarón, no seas brasas —protestó Lu—. Deja tu rollito saludable y ecológico para otro momento. Y disfruta.

—Si yo disfruto. Y lo integral sabe igual de rico. Es cuestión de acostumbrarse.

—Un poco de paella grasienta no te va a matar.

—¿Grasienta? —protesté enfadada.

—¿Sabes lo que decía mi abuelo? —prosiguió Aarón—. Al aparato digestivo hay que tratarlo como a una novia. Y mi padre siempre se reía de él… Y así acabó.

—Yo te prometo que la próxima paella te la hago integral y al horno, sin aceite. Aunque no sé a qué sabrá.

—Eso, pesado —dijo Lu.

—Será mejor comer integral que no comer —le dijo Aarón a mi hermana. Porque Lu como tenía un desfile a la vista, apenas comía.

—¿No comes? Pero si las modelos coméis mucho y de todo, ¿no? —le preguntó Inma con mala baba.

—Eso es lo que dicen algunas, pero créeme cuando te digo que en las semanas de castings en Milán o Londres, las chicas solo se alimentan de manzanas y algún yogur. Y ellos igual.

—Qué vida más triste —dijo Chusa.

—¿Solo comes manzanas y yogur? —preguntó mi padre con preocupación.

—Pero solo esa semana. Y también pollo hervido o a la plancha.

—Uy, menudo festín —dijo Chusa.

—Pero de beber no os cortáis un pelo, ¿no? —dije yo, viendo cómo se servía otra copa de una de las botellas que había traído mi padre.

Entre los ocho ya nos habíamos pimplado cinco botellas, y a ese ritmo aún podían caer dos o tres más. Porque Aarón mucha vida sana, pero bebía como el que más. Y también fumaba. Contradicciones de roquero, supongo. La ingesta de alcohol se empezaba a notar en el ambiente, porque estábamos ya todos la mar de alegres y bulliciosos. Chusa y David habían traído el postre, unas cañas de dulce de leche que habían comprado en el argentino de la plaza Juan Pujol, y cuando las trajeron a la mesa todo el mundo aplaudió con gran estruendo. Yo sentí que no habían festejado con el mismo entusiasmo mi paella, bien es verdad que por entonces aún no habíamos abierto la segunda botella de vino.

Eric propuso un brindis.

—A toast, please.

Nos pusimos de pie para alzar nuestras copas. Mientras hablaba, yo miré a toda esa familia improvisada con cierta satisfacción y orgullo. Hacía dos semanas estaba más sola que la una en esta casa. Éramos el loro y yo. Y al pobre loro casi lo tenía olvidado con tanto trajín de personas, trabajo y vaivenes sentimentales, menos mal que sabía cómo hacerse notar cuando se quedaba sin comida. Y ahora la casa estaba llena de gente, de mi familia, la propia y la adquirida. Faltaban Roberto y mi madre, claro. Y se había colado el amor de mi adolescencia, que ahora mismo estaba besando a mi hermana pero mejor no pensar en ello.

—Por todos vosotros —dijo Eric—. Yo siento como en casa. Gracias, Sara, por tu generosity. Yo quiero vivir como vosotros. Con ruido y feliz.

—Con ruido y feliz —dijo Aarón.

Y todos le imitamos chocando nuestras copas.

—Con ruido y feliz.

Yo noté la mirada de Aarón. Y sonreí tímidamente. Él también.

Bebimos y mi padre preguntó si había algún digestivo. Y le explicó el concepto a Eric.

—Pero el alcohol no digiere…

—En este país creemos que sí, y no hay nada como creerse una cosa para que se convierta en verdad —dijo Aarón.

—No estaría yo tan segura —dije mirando a Aarón y esquivando rápidamente su mirada.

Seguimos bebiendo y brindando. Lu por el vestido de novia más bonito del mundo que le había empezado a hacer su hermana. Su hermana, o sea yo, aún no había hecho más que cuatro bocetos absurdos y una selección de las plumas con las que podría armarlo, y se sintió bastante culpable por ese brindis. Ahí sí que no miré a Aarón. Y luego Lu también pidió un brindis por las nuevas canciones que Aarón estaba componiendo y que iban a romper el panorama musical.

—Gracias, Lu, pero si hoy en día ya no hay nada que rompa… —dijo Aarón.

—No seas humilde, déjalo solo para el nombre del grupo —le pidió Lu.

Mi padre brindó para que yo firmara el contrato de una vez. Inma, por los vikingos y su potencia sexual, supersutil ella, y cuando David iba a brindar recibió un mensaje al móvil.

—Ay… ay…

—¿Qué pasa? —pregunté al ver la cara de funeral que se le acababa de poner.

—Me dicen que Carlota Hamilton ya ha publicado en su blog la crítica del desfile.

—¡Un ordenador para leerla en pantalla grande! —pidió Chusa.

—Yo creo que va a ser mejor que no —sugirió David.

—¿Qué pasa, David? —le pregunté acercándome a él.

David negó con la cabeza.

—Vosotros seguid bebiendo, ahora venimos.

Yo le cogí del brazo y me lo llevé al pasillo.

—¿Tan mala es?

—A Carlota no hay que hacerle mucho caso.

—Es peor que mala, entonces…

Entramos en mi habitación y conecté el portátil.

—¿Cómo se llama su página? —pregunté.

—¿No la tienes en favoritos?

—Esta mujer y lo que opina no es tan importante en mi vida.

—Di que sí. ¿A quién le importa lo que opine?

—David, me estás asustando. Dime la página —insistí.

David tecleó la dirección web en el portátil y la página de Carlota enseguida se cargó. Y ya el titular me dejó traspuesta: «Las plumas de Ícaro no alzan el vuelo o el ridículo más bochornoso».

—No es verdad —dije yo—. No puede ser verdad. Pero ¿quién es esta hija de la gran puta para decir…?

—Es mejor que no lo leas.

Y lo leí, vaya si lo leí. En los dos primeros párrafos cuestionaba y se reía de toda la propuesta de David, tildándola de ambiciosa y ridículamente pedante. Una metáfora manida, obvia y obsoleta. Un quiero y no puedo.

—Qué hija de la gran puta. —Esta vez era David quien lo decía.

Y después de diseccionar con muy mala leche tres de los trajes de David, el resto de su post iba sobre mis piezas. «Sara Escribano pretende copiar a Westwood, Gaultier y McQueen, seguramente sus maestros espirituales, pero la copia es tan obvia y fallida que sonroja. Si Ícaro volaba tan alto que la cera que sujetaba las alas a su cuerpo se derretía al aproximarse al sol, Sara consigue exactamente lo contrario: sus plumas se desmoronan antes de alzar el vuelo. ¿Quién necesita un Ícaro a estas alturas de la película, un Ícaro, cuyas alas se descomponen al primer paso sobre la pasarela? Sara presume de trabajar siempre con plumas naturales, sin tintar. ¿Pretende hacernos creer que no ha tintado de rosa sus plumas? Pero ¿alguien se cree que esas plumas de flamenco son reales? De serlo tendría que haber traficado con aves exóticas, algo que esta bloguera tampoco criticaría, más bien aplaudiría por su arrojo, pero la ambición de Escribano no llega a tanto. Creedme, están más teñidas que las plumas del carnaval de Tenerife. Así que solo podemos llegar a una conclusión: tiene nulo talento y además miente».

—Pero ¿cómo se puede ser tan bicho? ¿Cómo? Pero ¿a esta mujer la crio una manada de lobos o qué? —se quejó David.

—Y tú ¿para qué la invitas? ¿Por qué se te ocurre invitarla? ¡David! Te dije que era muy mala idea. ¿Lo ves? Por eso no quería que viniera, pero tú, venga, empeñado. Y ahora… ahora… ¡Joder!

Sí, estaba fuera de mí. Y en un momento pasé por las cinco fases del duelo de las que habla Elisabeth Kübler-Ross.

1. Negación. Esto no puede ser real. No, no, no. No me está pasando a mí. No habla de mí, no puede ser. Es una broma de David, que ha creado esa página y yo estoy cayendo como una tonta. ¿A qué sí, David? Dime que es broma. ¡Dime que es broma!

2. Ira. La quiero matar, a la muy desgraciada. Vuélvete a Rusia, y que te maten de hambre en el orfanato, y así te pongan sopa de pollo con sus plumas y todo. Malvada, Cruella de Vil, mujer sin corazón, veneno, que eres veneno puro, hielo en las venas, podredumbre en las entrañas. De eso estás hecha.

3. Negociación. ¿Y si la llamo y la convenzo de que mis plumas son auténticas y no están teñidas? Si yo soy buena chica, si yo tengo talento, de verdad que la puedo convencer. Carlota, bonita, ya verás, que podemos ser amigas, que tal vez nadie te ha querido hasta ahora, pero yo puedo estar siempre a tu lado y contarte cómo hago lo que hago y enseñarte a coser y a colocar plumas. Venga, mujer, que seguro que llegamos a un acuerdo.

4. Depresión. Me quiero morir. Esto es el fin de mi carrera. No hay nada que pueda hacer. Esto es el fin. Nadie querrá llevar jamás ninguno de mis cuellos, ni mis pajaritas, ni mis relojes, ni mis zapatos… Me quiero morir.

5. Aceptación. Es lo que hay. Es lo que hay. Muerde el polvo, Sara. Asúmelo. Dedícate a otra cosa, aún eres joven y tienes vida por delante. No será una vida dedicada al diseño ni a las plumas, pero ¿quién dice que ese era tu camino? Si la gente se reinventa a los sesenta o a los setenta, ¿acaso no puedes hacerlo tú a los treinta? Pues claro que sí. A otra cosa, mariposa, el muerto al hoyo y el vivo al bollo.

Y como bien dice Elisabeth Kübler-Ross en su libro sobre la muerte y el duelo, esas fases no se tienen que dar de manera ordenada, y no se superan una vez que las atraviesas, puedes volver a ellas, y pueden enredarse de manera caótica. ¿Por qué conocía yo a Elisabeth Kübler-Ross? Porque de adolescente se nos había muerto nuestro perro Cougar, y yo lo llevé muy mal. Por eso mi madre decidió regalarme un ejemplar del libro de Elisabeth, para que me ayudara a superarlo. Y no sé si me ayudó, solo sé que durante meses estuve dando la matraca en casa y en el colegio sobre las fases del duelo. Me obsesioné tanto que hasta la directora del centro tuvo una reunión con mis padres para sugerirles que tal vez debían llevarme a un psicólogo porque no acababa de superar la muerte de algún familiar y empezaba a asustar a todos los alumnos y a algún profesor. «Pero si no se ha muerto nadie de la familia», dijo mi padre. Y entonces yo grité: «¿Cómo que no? ¿Cougar no era de la familia?». Y ahí yo repetí todas las fases del duelo en unas cuantas frases. De una manera metódica y puede que preocupante. Mi madre decidió quitarme el libro, y yo, que me había leído Fahrenheit 451, la acusé de querer acabar con la cultura, y le aseguré que no iba a permitir que lo quemara. «Solo lo voy a tirar a la basura, ¿por qué iba a querer quemarlo, para que salgamos todos ardiendo?».

Después de pasar de nuevo por las cinco fases, pero esta vez de manera desordenada, volví a leer la crítica por quinta vez. Ya casi me la sabía de memoria. David intentó quitarme el portátil pero yo defendí mi posesión como una leona a sus cachorros.

—¡Ni se te ocurra quitarme el ordenador de las manos! ¡Ni se te ocurra, que muerdo! ¡Y tengo la rabia! ¡La he autogenerado en menos de media hora!

Con los gritos, todos los invitados a la cena se habían ido asomando a la habitación y acabaron leyendo la crítica por encima del hombro. Yo noté su presencia y me di la vuelta.

—¿Os lo podéis creer?

—Ni caso, hija, ¿qué importa una crítica cuando tienes un contrato a las puertas?

—Eso, que le den a la crítica cuando una tiene éxito empresarial, eso es lo que importa, ¿no? —dijo Inma—. Si vieras lo que cuelgan de mi clínica de depilación en el TripAdvisor… Pero luego da igual si la clínica se llena.

—Claro, a la mierda los críticos —aseguró Aarón.

Y yo ahí caí en la cuenta. ¿Y si esta crítica condicionaba a los de la marca que me querían contratar? ¿Y si esto los frenaba?

—Pero ¿qué dices, tonta? ¿Cómo se van a dejar influir por la opinión de una matada en un blog? —dijo Inma.

Yo miré a David. Miré a Chusa. Miré a mi hermana. Los tres conocían la influencia de Carlota en el mundo de la moda. Con su blog había hundido colecciones, incluso a algún diseñador. Y sus caras reflejaban la gravedad del asunto. No engañaban a nadie.

—Esto es el fin, ¿verdad?

—Que no, tonta. No me seas dramas —dijo David.

—Para nada —dijo Chusa.

—Ni caso —concluyó mi hermana.

—Va a ser mejor que llame a los de la marca y salga de dudas.

—¡De eso nada! —gritó David—. Aquí nadie va a poner la venda antes que la herida.

—Eso, si seguro que ni lo leen —dijo Chusa—. No pierden el tiempo con menudencias.

Yo miré a mi padre. Creo que vio en mí la pura imagen del fracaso. Así que intentó animarme.

—Ya verás como no les importa. Ellos adoraron tus diseños, ¿a que sí? No van a cambiar de opinión por culpa de esta desgraciada. ¿Qué imagen darían si se dejaran manipular por lo que dice una cualquiera?

—Eso es verdad —dije yo intentándome agarrar a un clavo ardiendo.

Y en ese momento, llegó un email a mi bandeja de entrada…

Vi que era de Pablo Almagro, el ejecutivo, y tenía como asunto: CAMBIO DE PLANES. Un escalofrío recorrió todo mi cuerpo, y como el avestruz que esconde su cabeza para no enfrentarse a un peligro, decidí no leerlo. Porque no estaba dispuesta a que nada me aguara la fiesta, ni mi celebración. A la mierda la crítica y a la mierda el email de Pablo. Si eran malas noticias, y tenía toda la pinta, ya me enfrentaría mañana a ellas. Yo era una mujer fuerte y no iba a dejar que una crítica me derrotara. Y por mucho que esta señora me llamara fracasada, yo no me consideraba como tal.

Cerré el ordenador. Y como si no pasara nada, sonreí a todo el mundo.

—Vamos a tomarnos algo por ahí, que le den a Carlota Hamilton.

—¿Y ese mail? —me preguntó David.

—Las cosas de trabajo, en horario de trabajo. Ahora nos vamos de juerga. A demostrarle al mundo que una crítica no nos hunde.

Y todos celebraron mi arrojo y mi decisión, no sabían que yo por dentro me estaba rompiendo en pedacitos.