SIN CONTAR CONMIGO
Me desperté. En plena oscuridad. Tardé un rato en situarme. Sí, era mi habitación. ¿Cómo había llegado hasta allí? Miré la hora en el móvil. Las cinco de la mañana. Y Roberto no dormía a mi lado. Estaba sola. ¿Por qué no estaba a mi lado? Seguro que yo roncaba y, harto de escucharme, se había ido al sofá. Tenía que ser eso. O tal vez le había soltado alguna impertinencia. Como en ráfagas me vinieron parte de las conversaciones de anoche. Y, como Roberto había previsto, me avergoncé. Qué bochorno. ¿Para qué bebo? ¿Para qué bebo? Tenía la boca seca y la cabeza me iba a estallar. Necesitaba un vaso de agua y un paracetamol. Me levanté como pude. La habitación parecía el camarote de un barco pesquero en plena tormenta. Qué manera de moverse.
De pronto recordé que, al meterme en la cama, había intentado una aproximación sexual a Roberto y me había rechazado.
—Venga, Rober, que nos tenemos que poner al día…
—Mírate, si no puedes con tu alma.
—Que sí…
—Que te vas a quedar dormida.
—Pues si me quedo, me quedo.
—Que no, que a mí no me va la necrofilia.
—¿Es porque he vomitado?
—Eso tampoco ayuda.
—Ya…
Vale, entendía que no hubiese querido sexo. Habría que estar muy desesperado o desequilibrado para abrazarme en esas circunstancias etílicas. Pero ¿por qué no había dormido a mi lado? ¿Tanto me había movido en la cama, o transpirado, o roncado? ¿Ya no quería dormir conmigo? ¿Qué había sido de aquello de en la salud y en la enfermedad, en la sobriedad y en las borracheras? Vale, aún no nos habíamos casado. Pero bien es verdad que llevaba un año fuera y… ¿no estaba dispuesto, después de un año de abstinencia y onanismo, a aguantar a su novia en la cama aunque estuviera un pelín hecha polvo? No lo juzgues, Sara, ni se te ocurra juzgarlo, que tú habrías hecho lo mismito: irte a dormir al sofá. Así que ni lo juzgues ni saques conclusiones precipitadas. Piensa que todo va bien. El desfile ha ido bien, te va a salir el trabajo de tu vida con una marca importante y eso te llevará a lo más alto. Lu y Aarón van a romper y no tendrás que volver a verlo. Todo va bien. Qué digo bien, ¡todo va de maravilla! No te preocupes ahora por tonterías. Acostumbrada como estás a que las cosas se tuerzan, no eres capaz de disfrutar del hecho de que la vida te vuelve a sonreír. Relájate y disfruta.
Fui al salón, esperando encontrarme a Roberto durmiendo en el sofá. Pero no estaba. ¿Dónde se había metido? Me tomé el paracetamol y un vaso de agua. Y cuando seguía preguntándome por Roberto, oí su voz. Provenía de la habitación-despensa de Eric. ¿Qué hacía allí? Y ¿qué hacía de cháchara a estas horas? ¿O no estaría charlando? Olía a tabaco. ¿Se habrían echado un pitillo? ¿El de después de…? Sara, no digas disparates, que es tu novio. Que Eric a lo mejor le da a la carne y al pescado, y tal vez hasta podría estar enamorado de Roberto, porque Roberto lo tiene todo para que alguien se enamore de él, claro, tanto una chica como un chico, no digo que no. Pero Roberto, Roberto es heterosexual de los pies a la cabeza, ¿verdad? Pues claro. Si no fuera por esa fijación por cuidar de Eric, y por estar tan pendiente de él, y por traerlo en la semana que venía a verme a mí y solo a mí. Si no fuera también por ese culo depilado, y que en tres días solo hayamos tenido un encuentro sexual normalito, gracioso, pero normalito. Ay, madre. ¿Y si era eso lo que me tenía que decir? Que se había enamorado de Eric. Y me lo traía para presentármelo, para que entendiera el porqué. Que él no era gay, pero que él se enamoraba de las personas, y que Eric como persona, como vikingo, como noruego y como arquitecto era impresionante. Que lo que había empezado como una amistad se había ido transformando en otra cosa, porque París es muy bonito para los turistas, pero muy inhóspito con los inmigrantes, y qué frío hace en invierno, y Eric es mucho más mullidito y más nórdico que cualquier edredón ídem, o sea, nórdico, y que de tanto darse calor mutuamente, de tanto contarse confidencias, pues una cosa llevó a la otra, y la tuya de vikingo cuánto mide, huy, mucho más que la mía, dónde va a parar, y qué curiosa circuncidada, no como la mía, española y con su prepucio intacto, y mira, se está despertando, ay, qué risa, y la tuya también, y a ver así cuánto mide, anda, qué gustosita de tocar, pues mira, ya que estamos, como que nos la acabamos. Y después de esa noche fría parisina habría venido otra noche fría parisina, y ya decía Hemingway que París era una fiesta, aunque seguro que él no se comparaba el prepucio con Picasso, y tú dirás, Roberto, que era otra época, que eran muy machos y que hoy en día ese concepto está demodé, que ahora está el rollo ese de los vasos comunicantes, que todo se mezcla, todo se confunde, y que todo es mucho más relajado y desprejuiciado, y qué bien la vida moderna, pero aquí estoy yo, detrás de la puerta, intentando saber si te lo has montado o no con el vikingo, y, qué quieres que te diga, que un poquito de Hemingway, en plan macho y sin compararse el tamaño, hasta con sus toros, fíjate lo que te digo, hasta con su gusto por los toros, si fuera preciso, con lo que yo soy de antitaurina, que hay que ser muy animal para que te guste que maten a los pobres bichos en una plaza, tampoco nos habría venido mal. Caramba. Ay, Hemingway, levantas la cabeza, te tocan el prepucio y te llevas a unos cuantos por delante antes de volver a suicidarte. Seguro.
Como no podía con la comezón, y, sobre todo, como por más que pusiera la oreja en la puerta apenas entendía nada, decidí sacar la espía que todos llevamos dentro. Fui a por un vaso a la cocina. Y lo puse en la puerta, para auscultarla. Que esa habilidad no sé dónde la hemos aprendido, pero parece que la traemos todos de fábrica. En las caracolas se escucha el mar y con un vaso puedes escuchar tras las puertas. Eso es así, lo sabe todo el mundo, y punto. Por fin pude entender unas cuantas palabras, pero cuando estaba intentando unirlas en una frase coherente, noté que alguien posaba una mano sobre mi hombro. Me sobresalté de tal manera que el vaso se me cayó con gran estruendo. Si el de Aarón se había roto en siete pedazos, este tuvo peor fortuna, porque se convirtió en cachitos de cristal infinitos. Me di la vuelta para ver quién me había tocado. Era Aarón.
—¡Me has dado un susto de muerte!
—¿Qué hacías?
—¿Tú qué crees? Ahí dentro está mi novio, con Eric. Y huele a tabaco.
—¿Y?
—¿Tú no te enciendes un cigarro después de echar un polvo?
—Y después de comer, y de tomar café, y entre ensayo y ensayo.
—Me da un poco igual las veces que te enciendes un cigarro, no sé por qué me lo cuentas.
—Digo que hay muchas razones para fumar. Ninguna buena, pero, vamos, que hay más razones y momentos que después de echar un polvo.
En ese momento se abrió la puerta. Allí estaban Roberto y Eric. Roberto con camiseta y pantalón de pijama. Y Eric con camiseta y calzoncillos largos, de esos como de las películas de vaqueros, pero con dibujitos de Tintín.
—¿Qué ha pasado? —preguntó Roberto mirando el vaso roto en mil pedazos.
—¿No lo ves? Se me ha roto un vaso —dije.
—Hemos tropezado —dijo Aarón.
—¿En medio del pasillo?
—Los dos íbamos un poco dormidos —dije. Y mientras lo decía intenté hacer como que no pasaba nada, y que me iba a la cama, sin más, pero obvié que había cristales en el suelo, millones, diminutos, infinitos, y me clavé unos cuantos—. ¡Mierda!
Sentada sobre la mesa de la cocina y con el pie en alto, tenía a tres hombres intentando curarme: Aarón con unas pinzas, Eric con una botella de alcohol y Roberto con vendas y cinta americana porque yo no tenía tiritas en el botiquín. Y la cinta americana, también lo sabe todo el mundo, como lo del vaso para auscultar puertas y el oleaje del mar en las caracolas, sirve para todo.
—No le eches alcohol, mejor agua oxigenada.
—El agua oxigenada no desinfecta igual de bien.
—Pues Betadine.
—Tequila —dijo el vikingo—. Para beber. No pain.
—No tengo el cuerpo ahora para tequilas, como mucho una manzanilla. ¿Por qué no estabas en la cama, Roberto?
—No tenía sueño.
—Yo tampoco —dijo Eric.
—Ni yo —dijo Aarón.
Mi padre en ese momento entró también a la cocina. Y se sorprendió al ver que tres hombres me rodeaban y sostenían mi pierna en alto.
—¿Tú tampoco tenías sueño? —pregunté.
—Como para dormir estoy yo. Tu madre me miente. El del bigote estaba en el desfile. Lo sé.
Preferí ignorar los comentarios de mi padre. Parecía un disco rayado. Y no quería ahondar en el tema.
—Pues vaya cuadro flamenco —dije mirándonos—. La única que duerme en esta casa es Lu. No hay nada que le quite el sueño.
—No está en casa —dijo Aarón.
—¿No?
—No ha venido a dormir. Quería seguir de juerga con los modelos. Y que no quería estar conmigo.
—Ni tú con ella —dije de manera osada.
—¿Cómo?
—Que conozco a mi hermana, y cuando se pone insoportable no hay nadie que la aguante. No te sientas mal. —Examiné mi pie, y luego me dirigí a Roberto—. Yo creo que ya me puedes vendar con la cinta americana.
Roberto me vendó el pie lo mejor que supo y yo me incorporé.
—Gracias, yo creo que me voy a dormir. ¿Tú qué haces, Roberto?
—¿Os vais ya? —preguntó mi padre con vocecilla de niño pequeño.
—Yo no sueño —dijo Eric.
—Ni yo —afirmó Aarón.
—Yo dudo que pueda dormir —señaló Roberto.
—Pues de juerga no nos vamos a ir.
—Podríamos echar una partida al Scrabble —dijo mi padre—. Solo así voy a ser capaz de no pensar en tu madre.
—¿Lo dices en serio, papá?
—¿Has tirado el que tenía la abuela?
Y así es como la noche del desfile los cuatro hombres que ocupaban mi casa y yo la pasamos jugando al Scrabble. A Eric le dimos ventaja, pobre, porque aunque se esforzaba con el español, necesitaba la ayuda de internet y de la RAE para no dar demasiadas patadas al diccionario. Y mientras formábamos palabras yo miraba a unos y a otros. A Eric y a Roberto, intentando vislumbrar si entre ellos había algo más que amistad; a mi padre, preocupándome por su estado de ánimo; y a Aarón, alegrándome en secreto de su bronca con mi hermana y deseando que la cosa fuera a más y acabaran rompiendo. Pero no para quedarme yo con él. No. Para que saliera de mi vida. Yo ya me había decidido por Roberto. Lo tenía claro. Tal vez porque ahora me daba cuenta de que podía perderlo. De que a lo mejor me iba a dejar por Eric.
Y como quería salir de dudas de una vez, pero tampoco me atrevía a preguntarlo claramente y menos delante de los demás, intenté varios discursos sobre lo natural que era enamorarse de gente de tu mismo sexo, que yo tenía amigas que después de años de vivir en plenitud su heterosexualidad se habían pasado al otro bando.
—¿Quién? ¿Conozco alguna? —preguntó mi padre.
—No creo, papá.
—Si conozco a todas tus amigas…
—A todas no. Céntrate en el juego, que vas perdiendo.
—Seguro que es Chusa, la bajita del pelo rizado.
—Papá, que no.
—¿Inma? No, esa no tiene pinta.
—No seas prejuicioso. Si justo lo que estoy diciendo es que cualquiera puede ser bisexual, o descubrirlo tarde.
Pero mi padre lo dudaba, y Aarón y Roberto tampoco parecían muy convencidos. El único que asentía con frenesí era Eric. Pero no sé si porque era el único que le daba a todo o porque estaba entusiasmado formando una palabra de treinta y siete puntos y ni él mismo se lo creía.
Y al rato volví a sacar el tema. Y esta vez fue mi padre quien se dirigió a mí con cierta suspicacia.
—Sara, corazón, si todo esto es porque te has enamorado de una chica, yo casi habría preferido saberlo dentro de un año o dos. Que no tengo el estómago ahora para más sorpresas. Lo de tu madre, la boda de tu hermana, el edificio que se cae…
—Pero ¿cómo me voy a enamorar de una chica? Si a mí me gustan los hombres. Los hombres y nada más. Pero ¿cómo se te ocurre? ¿Yo? ¿Yo con una chica?
—Hija, no sé, como dices que cualquiera puede…
—Cualquiera a lo mejor. Yo jamás —dije tajante. Y tal vez se coló un poquito de asco en ese jamás, así que enseguida quise cambiar de actitud, más que nada para no echar por tierra mi discurso—. Pero, vamos, que a mí todo me parece bien. Que yo todo lo entiendo.
Pero no, ninguno entraba al trapo. Esta vez, ni Eric.
—¿Jugamos al «Yo nunca»? —propuse media hora después. Tal vez así descubriera lo que quería descubrir.
—¿Quieres jugar al «Yo nunca» con tu padre? —me preguntó Roberto con sorpresa.
Y ahí me di cuenta de que tenía razón, de que no era muy buena idea.
—¿Qué es el «Yo nunca»? —preguntó mi padre.
—Un juego tonto donde uno acaba confesando intimidades que nunca quiso confesar. Sobre todo sexuales. Yo nunca he hecho tal cosa. Y si la has hecho, bebes. Así descubres quién de la mesa la ha hecho.
—Ah, interesante —dijo mi padre, comprendiendo el mecanismo.
Y yo, temerosa de que se animara, enseguida me opuse.
—Mejor seguimos con el Scrabble. —Porque lo último que necesitaba era conocer con detalle lo que hacía mi padre en la cama.
—Yo no tengo secretos —contestó mi padre—. Una pena que no se me ocurriera este juego con tu madre. Yo nunca me he tirado a uno de bigote. Yo nunca he sido infiel a mi marido, yo nunca he llevado al desfile de mis hijas a mi amante, yo nunca he tirado por la borda treinta años de matrimonio, yo nunca…
—Vale, papá, creo que ya ha quedado claro que has entendido la dinámica del juego. Pero no vamos a jugar.
—Sí, sin tu madre no tiene ningún interés —concluyó él.
Aunque yo me quedé con las ganas de plantear un Yo nunca. Yo nunca me he acostado con alguien del mismo sexo. Claro que otro podría plantear: Yo nunca he querido tirarme al novio de mi hermana, y ahí se podría complicar la cosa. Así que seguimos con el Scrabble.
Alguien formó la palabra PREGUNTA en el tablero. Y como si de una orden se tratara, como si no pudiera evitarlo, me dejé llevar. Sobre todo porque ya no aguantaba más; si no habían pillado las indirectas, si no íbamos a jugar al Yo nunca, tal vez la única manera sería coger el toro por los cuernos y hacerle caso al tablero y preguntar.
—Roberto, ¿te has enamorado de Eric?
—¿Perdona? —dijo él, estupefacto.
Mi padre, Aarón y hasta el propio Eric me miraron como si yo me hubiera transformado en un zombi y estuviera trepanándole el cerebro a Roberto.
—Que sí, que me lo digas. Que si eso es lo que has venido a decirme, dilo ya, soy una mujer de mundo, puedo entenderlo y soportarlo.
—¿Yo, enamorado de Eric? ¿De Eric?
Roberto y Eric se miraron y les dio la risa. Y a mí eso me sentó fatal, la verdad.
—Pero, Sara, ¿de dónde sacas esa idea?
Y como yo lo había meditado mucho y le había dado tantas vueltas, me salió a borbotones:
—Porque has venido con él en nuestra semana romántica, porque te has depilado el culo, porque después de un año apenas hemos follado y porque me despierto y estabas con él encerrado en la despensa y fumando.
—Sara… pero qué cosas tienes. A mí nunca me han gustado los tíos.
—Pues seguro que a Eric, sí.
—¿Y qué más da lo que le guste a Eric?
—Y entonces ¿a qué has venido? ¿Qué es lo que me tienes que decir? ¡Dilo ya!
—Me voy a China cinco años —dijo sin apenas pensar en las consecuencias. Lo dijo como quien escupe, como si le quemaran las palabras o le estuvieran quemando desde hace días y solo pudiera soltarlas así, a toda velocidad, para que no le hicieran daño en los labios.
Y esas palabras —«me voy a China cinco años»— provocaron estupor y silencio. Hubo miradas cruzadas. De mi padre, de Eric, de Aarón. Todas acabaron en mí. Yo miré a Roberto. Intenté procesar lo que acababa de decir. Me voy a China cinco años. Me voy a China cinco años. Me voy a China cinco años. Quería desmenuzar las palabras, transformarlas en otras. Quería que lo que acababa de decir no fuera lo que acababa de decir. A China cinco años. Roberto.
—¿Cómo? ¿A China? Estás de coña, ¿no?
—No. He aceptado una oferta de trabajo alucinante allí. Era una oportunidad que no podía dejar pasar.
—¿A China? Pero ¿tú sabes cómo se construye en China? —preguntó mi padre—. Los arquitectos que han ido a trabajar allí han venido escaldados. Su manera de trabajar es muy diferente a la nuestra. Valoran la velocidad, lo único que les importa es construir mucho y rápido. Las ciudades están creciendo a un ritmo exorbitante y buscan proyectos simples. No es el mejor lugar del mundo para empezar a desarrollar una carrera.
—Lo sé. Pero yo he tenido mucha suerte. El proyecto para el que me han contratado es de otro tipo. Vamos a construir un edificio inteligente y biológico en un barrio de Hong Kong. Es el proyecto con el que llevo soñando desde que empecé la carrera. No lo podía rechazar.
Se ve que él también tenía el discurso bien pensado, porque lo soltó de la misma manera que yo había soltado las razones por las que creía que estaba enamorado de Eric.
—Dile para qué estudio es, Eric.
Eric se iba a lanzar a hablar pero se lo impedí.
—¡Me importa una mierda el estudio!
—No le hables así al chico —dijo Roberto.
—¿Ves? Por eso creí que estabas liado con él, por ese afán protector que te entra.
—Es que Eric me trató tan bien…
—Ya, ya… en el frío invierno de París… ¡Ya lo sé!
Silencio. Incomodidad. Yo miré a mi padre, que bajó la vista. Aarón tampoco sabía dónde meterse. Eric intentaba formar una palabra complicada con las letras que le habían tocado para evadirse del momento incómodo. Yo decidí tomármelo con calma. Respiré. Tenía que serenarme. Era capaz de discutir esto con cierta entereza. Era capaz.
—¿Te vas cinco años? ¿Cuándo?
—En dos semanas.
—¿Qué? ¿Y yo? ¿Lo has decidido sin mí? —chillé. A la mierda la entereza—. ¿Sin mí?
Roberto no contestó.
—¿Tan poco te importo, tan poco valoras lo nuestro como para tomar una decisión que nos afecta de esa manera, sin consultarme?
—Tal vez nosotros sobramos… —dijo mi padre.
—¡De aquí no se mueve nadie! —grité yo.
—Sara, vas a despertar a los vecinos.
—¡Pues que se despierten!
—No podía hacer otra cosa, Sara —insistió Roberto—. Imagínate que a ti te sale la oportunidad de trabajar con Alexander McQueen en Londres… ¿Qué harías?
—Alexander McQueen está muerto. ¡Muerto!
—Bueno, pues con otro. Con Gaultier, en París. Ese está vivo, ¿no?
—En París vivías tú. Habría sido perfecto. Yo trabajando con Gaultier, tú construyendo edificios parisinos, nuestros hijos aprendiendo francés y todos comiendo cruasanes en el desayuno. ¿En qué momento pensaste que eso era lo mismo que irte a China?
—Sara… intento decirte que no puedo condicionar mi carrera por…
—Por mí. Por lo nuestro. Atrévete a acabar la frase. Dilo.
Pero no esperé a que me contestara. Me levanté, di las buenas noches a todos y salí.
Me tumbé en la cama. Me tapé con el edredón haciendo un ovillo con mi cuerpo. Quería que el mundo se parara y bajarme. Quería dormir y no volver a despertar en días, en semanas. Quería llorar, pero no me salía. Quería olvidarme de mí, de Roberto, del mundo entero. Dios… Qué tonta había sido, qué mal me sentía, qué estúpida, yo esperando que me pidiera matrimonio, o que me dejara por Eric… pero no que se fuera a… ¿Eso era lo que le importaba? Un año esperándole para nada. Un año aparcando mi vida, imaginando un futuro con él, para esto. Estúpida, estúpida, estúpida.
Roberto entró en la habitación.
—Sara.
Yo no le contesté. No quería hablar con él. Era lo último que quería hacer.
—Sara, vamos a hablar, no te pongas así, por favor.
Y yo seguía callada. Me tapé la cabeza con el edredón.
—Sara… Por favor, no me hagas esto. Sé que tal vez me lo merezca, pero no me lo hagas.
Yo, muda.
—Sara, de verdad que no te lo quería soltar así, delante de todos. No quería… Lo tenía pensado de otra manera.
Saqué la cabeza del edredón.
—Habría preferido lo de Eric. Que estuvieras enamorado de él. Eso lo habría entendido.
—Y sin embargo no entiendes que esté enamorado de mi carrera.
—Enamorado de tu carrera… No seas cursi.
—No se me ocurre una manera mejor de expresarlo. Soy arquitecto, es mi vida, mi pasión. ¿De verdad tengo que justificártelo?
—Si te lleva a China cinco años, sí, Roberto. ¿No había otro proyecto, otro edificio más cerca para construir? A China…
—Dices lo de China como si estuviéramos en tiempos de Marco Polo, no se tarda ocho meses en llegar a China.
—No me toques los ovarios. ¿Me vas a decir que podemos mantener una relación si tú estás en China durante cinco años? ¿Sabes cuántos meses hay en cinco años, cuántas semanas, cuántos días?
—Sara…
—Si nos ha costado sobrevivir a tu año en París, que está a dos horas de vuelo, ¿cómo vamos a sobrevivir a esto?
—Sara, y ¿qué hago?
—No, más bien qué hago yo. ¿Dejo mi vida aquí y me voy contigo a China? Justo ahora, a las puertas de que me ofrezcan el encargo de mi vida.
—No, sé que no puedo pedirte eso.
—¿Entonces? ¿Te espero cinco años y mientras nos matamos a pajas por Skype? ¿Eso es lo que quieres?
—No lo sé, Sara.
—Solo sabes que te vas. Cinco años. A Hong Kong.
—Lo siento. Yo no tengo la culpa de que todo esté tan jodido aquí.
—¡Ni se te ocurra culpar a la crisis de tu decisión! ¡Ni se te ocurra! Ni tú puedes ser tan cobarde.
—No soy cobarde. Hace falta valor para tomar una decisión así, ¿o te crees que es fácil?
—Si te vas, ten al menos la decencia de romper conmigo.
Roberto se quedó estupefacto al escuchar lo que le acababa de decir. Hasta yo estaba sorprendida de mi arranque y de lo contundente que había sonado. Pero para qué andarse con medias tintas. Ese era el gran elefante rosa en la habitación, ¿no? Era lo que estaba planeando desde que Roberto había soltado que se iba. ¿Para qué retrasar el momento de enfrentarse a ello? Roberto tardó en contestar. Parecía estar meditando con tiento la respuesta.
—Yo no quiero romper —dijo al fin. Pero yo sentí que lo decía con poca voluntad, sin demasiada convicción. O presionado por las circunstancias. O más bien por mí.
—Ya…
—Que no.
—Entonces, ¿me vas a obligar a que sea yo quien rompa? ¿De verdad?
Él volvió a callarse.
—Te estoy odiando mucho ahora mismo. Ni te imaginas cuánto —le dije sin contener mi frustración.
—No quiero elegir entre China y tú —dijo él.
—Perdona pero ya has elegido. Lo has dejado bien claro. Ya has tomado la decisión.
—Pero yo solo he tomado la decisión de irme.
—¿Qué hago, Roberto? Dime qué hago. Ponte en mi situación y dime qué hago.
Roberto no dijo nada.
—¿Cómo pensabas que iba a reaccionar después de que soltaras la bomba?
—Sabía que no iba a ser fácil. Pero creía que ibas a entender que tanto tu profesión como la mía son muy importantes. Sobre todo ahora, cuando estamos arrancando.
—Querrás decir tu profesión, porque bien que no te ha importado la mía si pretendes que te siga a China sin más.
—¡Yo no te he pedido que vengas! ¡No te lo he pedido!
Sentí que algo se rompía dentro de mí. De verdad que lo sentí de una manera casi literal. Ya estaba todo dicho. No hacía falta decir más. Estaba claro. Él no me iba a pedir que me fuera. Y tal vez no quería romper conmigo, pero era evidente que lo estaba haciendo, de la peor manera, pero lo estaba haciendo.
—Quiero dormir. Mejor duerme en el sofá. Y mañana te vas de esta casa. Vete a ver a tus padres, o haz lo que te dé la gana, pero no te quiero aquí.
—Sara, vamos a hablarlo.
—¡Vete! ¡Fuera!
Roberto se dispuso a salir de la habitación, y cuando tenía ya la puerta abierta le pregunté:
—¿Por qué fuiste hasta Segovia a por las perdices y los patos? ¿Por qué? Si te vas a China. Si me dejas, si…
—Porque te quiero. Porque siempre querré ayudarte.
—No me vale esa respuesta.
Roberto me miró. Y yo tuve miedo de lo que iba a decir, porque lo conocía. Lo conocía, y mucho.
—Y tú, ¿me quieres?
Roberto salió del cuarto y yo volví a cubrirme la cabeza con el edredón. Pero no aguanté mucho rato así, porque a pesar de que hacía unos minutos quería desaparecer, desintegrarme, o dormir durante días, ahora me ahogaba, me faltaba el aire, y sentía un peso en el pecho que no me dejaba respirar. Me levanté y abrí el balcón.
Grité. Y volví a gritar.
Lo odiaba. Lo odiaba tanto… «Yo no te he pedido que vengas. No te lo he pedido». No podía quitarme eso de la cabeza. Pero ¿no ves, Roberto, que eso es parte del problema? Que no me lo has pedido. Que podía entender que te saliera ese trabajo, que lo cogieras, pero lo que no puedo entender es que no quisieras hacerme partícipe de él. Pídeme que vaya contigo, joder. Ponme un anillaco en el dedo, pídeme matrimonio, dime que estaremos juntos en lo bueno y en lo malo y después dime que nos vamos a China. Hasta eso habría tenido más sentido. ¿A qué viene decirme que me quieres, si te vas, si no me lo pides? ¿No ves que así solo me vuelves loca? Y ¿por qué me preguntas si yo te quiero a ti? ¿Por eso no me pides que vaya contigo? ¿Dudas de mí?
Y ¿acaso no tiene razones para dudar, Sara? Sé honesta contigo misma. ¿En China? ¿Tú? ¿Con Roberto? Y ¿justo ahora, con el encargo de mi vida a las puertas? Y aunque no hubiera habido encargo, Sara. Que no, que lo sabes. ¿O no?
Otro grito de impotencia se escapó de mi garganta.
—Cariño, ¿estás bien?
La voz provenía de la calle. Era mi padre.
—Bien jodida. Pero no pasa nada. ¿Qué haces ahí afuera?
—Voy a ir a hablar con tu madre.
—¿A las seis de la mañana?
—Tengo que hablar con ella.
—Papá…
—No puedo evitarlo, hija.
Y sin más desapareció calle abajo. Yo de repente me di cuenta de que en el otro balcón estaba Aarón, con unos grandes auriculares conectados a su guitarra eléctrica. Sentado en las baldosas y con los pies desnudos apoyados en los barrotes de hierro forjado. Lo miré. Y él no me vio. Estaba absorto en su música. Pensé en meterme dentro de mi habitación e intentar dormir, pero sabía que no iba a poder hacerlo. Así que sin pensarlo demasiado pasé el brazo por encima de los barrotes y le quité los auriculares.
—Dime que estás componiendo una canción triste.
—¡Sara! ¡Qué susto!
—Perdona. ¿Qué tocas?
—Poca cosa, es que me estaba enterando de parte de vuestra conversación y preferí salir y ponerme los cascos. ¿Cómo estás?
—Pues… ni idea… No sé si acaban de romper conmigo o si yo acabo de romper. O si seguimos como antes… Lo único que sé es que se va a China.
—¿No te lo olías?
—¿Tú sí?
—No, no, digo que estas cosas a veces se intuyen, ¿no? Que a lo mejor no estabais bien… O…
—¡Estábamos de maravilla!
—Vale, vale. Perdón.
No sé por qué seguía a la defensiva con Aarón, si el hombre solo intentaba ayudar. Era lo que había tratado de hacer desde el principio, además. Y yo, como no quería bajar la guardia, como no quería llegar a sentir algo por él, me había comportado desde el primer momento como una capulla. Tal vez era el momento de aflojar un poco. Si alguien no se merecía mi desprecio era él. ¿Qué culpa tenía él, acaso, de haberse enamorado de mi hermana? Y ¿qué culpa tenía yo de haberme enamorado de él?
—Es verdad que el año en París no ha ayudado, las relaciones en la distancia son jodidas. Pero por eso pensé que venía para decir que se volvía a Madrid.
—Lo siento.
—Y yo… Y ¿sabes qué es lo peor? Que debería sentirme liberada. Al fin y al cabo, si él se va cinco años y no tuvo la decencia de contar conmigo y ahora tampoco el valor de romper, yo debería hacer lo que me diera la gana. Ya no tengo que rendirle ningún tipo de cuentas. Ni a él, ni a la relación que teníamos juntos, ni a nadie.
—Y ¿qué te gustaría hacer, ahora que te sientes liberada?
—No, lo peor es que no me siento así. Estoy dolida.
—Bueno, es lógico, claro. Lo tienes que asumir. Pero si te sintieras liberada, ¿qué querrías hacer? ¿Qué has dejado de hacer por estar con él?
—Supongo que…
Y ahí me callé.
—Venga, no te cortes. Soy buenísimo guardando secretos, te lo juro.
—Es que no debería contárselo al prometido de mi hermana.
—Por eso no sufras, ya no tengo tan claro que siga siendo su prometido.
—¿Por una bronca de nada?
—Ese es el problema, por una bronca de nada. Si se hubiera puesto como se ha puesto por algo importante, lo entendería, pero que haya reaccionado así por una estupidez… Eso sí que me preocupa. Y que no haya vuelto en toda la noche, que la llame y no me conteste… ¿Eso es lo que me espera con ella?
—Lu es así.
—¿Siempre?
—No voy a ser yo la que te hable mal de mi hermana, ya te lo dije.
—Lo que pasa es que yo ya he tenido demasiado desequilibrio. Como para llenar cinco vidas. Y no quiero más.
—¿Tienes un imán para las novias desequilibradas? —pregunté intentando hacerme la frívola.
Aarón sonrió con tristeza.
—No exactamente.
—Ahora me lo cuentas. No vale soltar una frasecita misteriosa y dejarme así.
—¿Qué quieres que te cuente?
—Todo. Por qué has tenido desequilibrio para cinco vidas, por qué desapareciste del instituto, por qué esa canción triste que habla de hoteles y ciudades… Me da que está relacionado, ¿no?
—¿De verdad quieres saberlo?
—Ahora mismo todo lo que sea olvidar China y a mi novio me vendría muy bien.
Aarón se tomó su tiempo antes de contestar. Me miró, esbozó una mueca que quería ser una sonrisa y comenzó a hablar.
—Hay poco misterio, la verdad. Mi padre enfermó de cáncer cuando yo tenía dieciséis años, y ahí empezó todo. Los médicos lo desahuciaron y mi madre se negó a resignarse. Y pidió una segunda opinión y una tercera. Y como ninguna le satisfacía, empezamos a recorrer ciudades y países buscando nuevos médicos, terapias alternativas, lo que fuera.
Y yo ahí recordé parte de su canción.
Ella dijo:
la esperanza es lo último que se pierde.
Pero en el camino
solo encontramos tristeza.
—Así fue. Ella se aferraba a la posibilidad de una cura. Solo vivía para eso, pero mi padre cada vez estaba peor, por mucho que ella se negara a verlo. Mi madre era, bueno, sigue siendo, muy… ¿cómo decirlo?, tozuda, cabezota. Hasta lo irracional. Ella no concebía que mi padre no pudiera sanar. Y cuando se dio cuenta de que nada servía, de que mi padre empeoraba, fue perdiendo la razón. El dolor no la dejaba razonar. Y nos arrastró a mi hermana y a mí en su locura, en su desequilibrio. Sobre todo a mi hermana.
Yo no sabía si atreverme a preguntar más.
—Mi padre murió tres años después de que le diagnosticaran el cáncer. Y, bueno, fue muy duro. Para todos, para mí, para mi madre, que de repente se convirtió en un cadáver viviente. Y para mi hermana. Mi hermana no lo pudo superar. Empezó en una espiral de alcohol, drogas, promiscuidad, desaparecía de casa, estaba noches y noches fuera… Y una mañana la policía nos llamó porque habían encontrado su cuerpo sin vida.
—Lo siento… —dije, porque no sabía qué otra cosa decir.
—Fue hace ya muchos años. Forma parte de otro yo.
—Y yo aquí montando un drama porque mi novio se va a China.
—Y yo podría decir lo mismo: montando un drama porque mi novia no viene a dormir. Pero la vida es esto. Lo otro son tragedias que pasan.
Me miró.
—Creo que nunca lo había contado. Bueno, solo al psicólogo. —Y de manera sincera me dijo—: Gracias.
—Gracias ¿por qué?
—Porque me ha sentado bien. Muy bien. No sé qué es lo que tienes, pero es fácil abrirse a ti.
Yo noté un golpe de calor en la cara y me ruboricé. Nos quedamos callados. Mirándonos. Y entonces sonrió.
—Eres muy lista, tú, ¿eh?
—¿Por qué? —pregunté sin entender.
—Porque me has hecho soltarte todo esto para no hablar de lo tuyo. Y tú tampoco te libras. A ver… Olvídate de mí y olvídate de lo que te he contado y de mis líos con Lu, y empieza a largar.
—¿Qué quieres que te cuente?
—No sé… Empieza por Roberto, por ejemplo, ¿qué quieres hacer ahora que ya no está en la ecuación?
Y tal vez porque Aarón había sido tan sincero, o se había creado ese momento tan íntimo entre los dos, de tanta comunicación, que no pude más que empezar a decir la verdad.
—Lo malo es que hay muchas más variables en esa ecuación.
—¿Cuáles? —preguntó él.
—En la ecuación también está Lu y…
—Te he dicho que te olvidaras de Lu.
—Si en la ecuación no estuviera Roberto, si tampoco estuviera Lu y su boda contigo… Si… —Y de repente me di cuenta de todo lo que estaba soltando por mi boca. Pero ¿qué estaba haciendo? No, no, Sara. Páralo. Páralo ya—. Yo creo que me voy a ir a dormir.
Y cuando ya iba a entrar en mi habitación, Aarón habló.
—Sara, no te sientas mal. Yo también he fantaseado con despejar la ecuación.
—¿Y?
En ese momento su móvil sonó. Me enseñó la pantalla. Lu.
—Cógelo —le dije.
Y me obedeció.
—Lu, ¿dónde te metes? ¿Ahora? Que no, que no me apetece nada salir… Que no, que no estoy enfadado. No te preocupes. Claro, te espero despierto. Seguro.
Y colgó.
—Que me echa de menos, dice. Y que perdone su rabieta. Y que se viene en un rato.
—Buenas noches —le dije, porque era lo único sensato que se me ocurría decirle.
Aarón me miró, sonrió avergonzado y yo me metí en mi cuarto. No iba a poder dormir. ¿Cómo hacerlo? Después de haberme casi declarado, o al menos de enseñar mis cartas. Pero ¿cómo podía haber sido tan imbécil, tan insensata? Y ahora ¿cómo iba a mirarlo a la cara? Pero lo que más me torturaba era lo que había dicho él: que también había fantaseado con despejar la ecuación. ¿Cómo pretendía que yo viviera ahora con eso? ¿Me lo estaba diciendo simplemente por amabilidad, para apoyarme, para que no me sintiera tan sola y tan absurda casi confesando lo que sentía por él? Por lo poco que lo conocía era posible. Era posible que simplemente lo hubiera dicho por su carácter generoso. Porque Aarón era así, lo mismo se colaba en un patio de monjas para ayudar a un amigo, como se colaba en el zoo para ayudar a la hermana de su novia, que te entendía y te decía lo que necesitabas oír. Estaba en su carácter. Pero también existía la posibilidad, claro, de que sus palabras fueran sinceras y hubiera sentido, o aún sintiera, algo por mí. Y ¿qué podía hacer yo al respecto? ¿Podía o debía hacer algo? No, claro que no.
No podía.
No debía.
No lo iba a hacer.