EL DESFILE
Maquilladores, peluqueros, fotógrafos, costureras, ayudantes, diseñadores, representantes, algún que otro periodista, cámaras de televisión, burros cargados de perchas con ropa ya organizada y separada por modelos, pizarras con fotos de todos los outfits que se lucirán sobre la pasarela, gente haciendo fotos con cámaras de teleobjetivos kilométricos o con sus móviles, chicos y chicas altísimos, jovencísimos, delgadísimos y guapos, en ropa interior, con las costillas marcadas, los pómulos marcados, a medio vestir, dejándose maquillar, entregados a Twitter, a Facebook, a Instagram a través de sus tabletas o leyendo mientras esperan que alguien los convierta en seres incluso más bellos de lo que ya son. Y nervios, tensión, prisas, «no llegamos, esto es un desastre, chicos», gritos, personas organizándolo todo en modo histérico que parecen estorbar más que organizar.
Todo eso es lo que se vive en un backstage horas antes de que arranque un desfile. Adrenalina a tope, y esa sensación constante de que nada va a salir bien, de que todo se va a desmoronar de un momento a otro. Costureras que cogen bajos a todo correr, que meten o sacan de la cintura de un pantalón o de una falda, que cosen las últimas lentejuelas, mientras el diseñador niega y pide lo contrario de lo que acaba de solicitar dos minutos antes. Y comprueba por enésima vez que el azul marino sigue siendo igual de marino que era en su taller, y que no se ha transformado en un azul turquesa. Y los de la organización, que entran y salen con pinganillos en la oreja de los que cuelga un pequeño micrófono y te miran como si te estuvieran perdonando la vida, y te piden que te apartes, que estorbas, porque en un backstage siempre tienes la sensación de que estorbas, aunque trabajes mano a mano con el diseñador, y como en mi caso, seas la encargada de los complementos de plumas.
Ahí estaba yo tres horas antes organizando mis piezas: los cuellos para una chaqueta y una camisa de codorniz española, los tocados de faisán y pavo real, las dos mangas que había hecho con las plumas de flamenco que no había utilizado para las alas, los earcuffs, los relojes de pulsera cuya esfera había emplumado con plumas diminutas y delicadas de pato y, por supuesto, las alas de Ícaro, que descansaban sobre una mesa y que dentro de poco estarían sobre el modelo rubio al que estaban asignadas. David pasaba cada diez minutos a mi lado, para comprobar que cada pieza iba en el modelo y en el traje correspondiente. Y decía que sí, que maravilloso, que fantástico, que era una genia. Sobre todo por esas mangas de ensueño, tan coloridas, tan exuberantes, que serían la envidia de Gaultier, y esos cuellos, «divinos, asombrosos», que envolvían a las modelos como boas de visón y que realzaban y completaban los trajes diseñados por él. Y luego al rato volvía y decía que no, que no habíamos sabido comunicarnos, que nada funcionaba con su ropa, pero que no era culpa mía, solo de él. Y yo intentaba tranquilizarlo, y le sugería cambiar un tocado de un traje a otro. Y David comprobaba el resultado, y se extasiaba, me abrazaba emocionado y decía que claro, que cómo no se le había ocurrido a él, que éramos una simbiosis perfecta, que no podría volver a hacer un desfile sin mí. Y luego a la media hora gritaba desesperado: «¡Mierda de plumas!, ¿a que no sale nadie con plumas ahí fuera?». Y me miraba odiándome y despreciándome, y me decía que por qué se había dejado liar, que tanta pluma le daba a todo un aire de cabaret hortera y que sus diseños estaban muy por encima de todo aquello. Y cuando de pronto una modelo se presentaba entusiasmada diciendo que nunca antes había llevado un cuello como aquel, o un earcuff tan espectacular, o «qué maravilla esa esfera de reloj», que por qué no estaba David en la cima del universo de la moda, y yo con él, que éramos la sensación de ese ego de la Fashion Week, entonces David cambiaba de idea, y me volvía a abrazar y me besaba y me daba las gracias, y qué haría él sin mí, y que lo íbamos a petar y que al día siguiente los periódicos abrirían sus portadas con una foto de su desfile, qué digo mío, digo de los dos, que esto es tan tuyo como mío, que eres una genia, Sara, una genia.
Y así fueron pasando las horas. Y el momento del desfile se acercaba. Yo, para compensar el histerismo general, estaba bastante relajada. El hecho de haber llegado hasta allí y de haber entregado las piezas a tiempo me llenaba de paz. Sobre todo porque no creía que lo fuera a conseguir. Y ahora el trabajo estaba hecho, a falta de pintar la espalda del modelo, pero de eso ya se estaban encargando dos maquilladores bajo mi supervisión, así que de poco iba a servir ponerme histérica. Como mucho podría cambiar una pluma o dos de sitio, nada más. También había ayudado, claro, tragarme los dos sumiales que dos horas antes me había pasado Lu. «¿Cómo crees que finjo esa languidez tan estudiada sobre la pasarela? A base de sumiales. Me dejan de un relajado que me cuesta levantar la cabeza, y para levantarla me esfuerzo tanto que pongo un gesto de perra sufriente que les vuelve a todos locos». Lu siempre contaba que en su primer desfile sobre pasarela se le ocurrió sonreír y esa sonrisa casi acaba con su carrera. Así que aprendió rápido que sonrisas no, pero como ella es risueña por naturaleza, acabó por darse a los sumiales para poder pasear como una zombi estreñida, y ser así la estrella de los desfiles.
Lu se acercó a mí para que le pusiera el earcuff que ella misma había elegido. En principio no era el designado para su traje, pero había convencido a David como solo ella sabe hacerlo.
—Después la bronca me la llevaré yo —le dije.
—Sara, es que dengo que disimular como sea esta cadentura. Esto no va a haber maquillaje que lo adegle —me dijo, o eso intentó, mientras me señalaba el labio y su calentura.
—No seas tonta, si estos maquilladores transformarían a la Merkel en Bar Refaeli en un pispás.
—Pero si tengo el labio de Esther Cañadas.
—Y fíjate el carrerón que hizo. Tranquilízate, que vas a estar estupenda.
—Si estoy dranquila, demasiado, me he pasado con el sumia.
Y la verdad es que no sé si fue porque la calentura del labio le impedía hablar o por el exceso de Sumial, pero el caso es que hablaba raro, como si le costara pronunciar las palabras y se olvidara incluso de cómo acababan.
—He visto a mamá entre el público —me dijo.
—Pues sí que te has pasado drogándote. Eso es imposible, no va a venir.
—Es ella, y con un señor. Y yo no la quiero ver, que menudo rapapolvo me echó por teléfono por lo de la boda.
—¿Qué? ¿Con qué señor? ¿Tiene bigote?
—Uno hodible.
—Mierda. La mato. La mato.
Dejé a mi hermana allí, con su labio gordo de calentura, con su exceso de Sumial y con el earcuff a medio colocar, y me asomé a la pasarela para ver si era verdad que mi madre estaba entre el público y había tenido la genial idea de traer a su novio. Y sí, ahí estaba, con el bigotudo al lado. Pero ¿cómo se le ocurría? Sin pensarlo demasiado me acerqué a ella.
—Mamá.
—Hija, ¿esto cuándo empieza? ¿Falta mucho? Es ese, ¿verdad?
Mi madre señaló hacia un lado de la pasarela, donde se estaba colocando la banda de Aarón.
—¿Has venido a ver al novio de tu hija? ¿A eso has venido?
—Y tus diseños, no te pongas picajosa. Además, Ismael tenía muchas ganas de ver lo que habías hecho con sus plumas. Las de los pobres flamencos muertos. No hace falta que os presente, ¿verdad?
—¿Qué tal, Sara?
—Pues aquí.
—Estoy deseando ver tu obra. Seguro que ha merecido la pena que me saltara todo nuestro código deontológico.
Lo miré con odio, a pesar de que los sumiales me tenían más mansa que un osito panda de peluche.
—Es broma, mujer. Lo hago por fastidiar a tu madre —prosiguió el del bigote.
—Si es que nunca debiste ceder a su chantaje.
—Ismael, por favor, ¿le puedes decir a mi madre que yo no te chantajeé de ninguna manera?
—Claro que no. Me ofrecí yo a darte los flamencos.
—Gracias.
—Eso lo dices porque eres un caballero, pero conoceré yo a mi hija…
—Mamá, ¿podemos hablar un segundito? Perdona, Ismael, que te la robe, es un momento de nada.
Cogí a mi madre del brazo y la arrastré unos metros, hasta donde su novio no nos pudiera escuchar. Dios, era pensar en él, llamándole novio, y me ponía de mal humor.
—Mamá, pero ¿en qué estabas pensando trayéndolo aquí? ¿Y si aparece papá?
—¿Cuándo fue la última vez que tu padre vino a un desfile tuyo?
—¡Este es el primer desfile que hago! ¿Cómo quieres que viniera antes a ninguno?
—Bueno, pues a las funciones escolares. Todas las que se perdió.
—Papá vino siempre que el trabajo se lo permitió.
—Y porque yo lo llevaba a rastras. Que a ver si te crees que es plato de gusto aguantar cada Navidad cómo tus hijas destrozan todos los villancicos. Hasta el del porompompero, y mira que ese es facilito.
—Ahora tendré que llamar a papá para decirle que no venga. Y yo quería que viera mis diseños. No sé por qué tengo que ser yo quien sale perdiendo. Vosotros os separáis y la que lo sufre soy yo.
—Ay, hija, no me seas numerera.
—No soy nada numerera, si me he tomado dos sumiales.
—¿Te queda alguno?
—¡Mamá!
—Es que siempre me pongo nerviosa al ver a tu hermana desfilar. Tengo la sensación de que va como muerta, de que se va a caer de los tacones. Pero no, el caso es que después mantiene el equilibrio.
—Espero pillar a papá, pero si por desgracia se presenta, tú a diez metros de Ismael. No quiero aquí ningún espectáculo. Y menos en este día.
—¿Me puedo ir ya? ¿O tienes alguna tontería más que decirme?
—¿No me vas a desear suerte? —le grité.
—Más te vale que hayas hecho algo espectacular con los pobres flamencos.
Mientras volvía hacia el backstage llamé a mi padre al móvil. Pero no me lo cogió. Le dejé un mensaje.
—Papá, no hace falta que vengas, está todo manga por hombro, va a ser un desastre de desfile, un absoluto desastre, y yo prefiero que no lo veas. Ya habrá otras ocasiones. Un beso.
David escuchó lo que decía y casi le da un soponcio.
—¿Cómo que va a ser un desastre? ¿No te gusta lo que he diseñado? Pero ¿cómo me tenías tan engañado? Hipócrita. Ahora me entero. Ay, Dios, ¿tan malo es? ¿Tan malo? ¿Por qué no me lo has dicho? Cobarde.
—David, por favor, que eso se lo estaba diciendo a mi padre para que no viniera, pero no porque tus diseños sean malos, es porque ha venido mi madre con su amante.
—¿En serio? Me estás mintiendo. Dime la verdad, no te inventes ahora esa excusa increíble.
—Fila dos, del lado derecho de la pasarela. El hombre con bigote.
David salió embalado para comprobarlo y volvió a los dos minutos. Yo ya estaba colocándole cuatro plumas de codorniz española a una hombrera.
—Qué majo, me lo ha presentado y todo. Y no sé qué me ha dicho tu madre del asesinato de dos flamencos.
—Ni caso. Y no es majo. Es un ogro. Yo quiero que vuelva con mi padre. ¿Me oyes?
—Eres la única persona del mundo que después de tomarse dos sumiales está como si nada. Nena, deberían estudiarte en un laboratorio. Que poca capacidad de asimilación, de las pastillas y de la realidad. Supéralo, tu madre tiene un amante. Bienvenida al mundo real.
—Te odio.
Pero no pude explayarme más porque en ese momento sonó mi móvil. Era Roberto.
—Estamos aparcando. ¿En qué nave es? Hemos venido en el coche de tu padre.
—¿Os ha dejado su coche?
—No, no, que hemos venido con él.
—¿Está ahí con vosotros?
—Sí, espera, que bajo. —Oí cómo le decía a mi padre y a Eric que se alejaba un segundo—. Oye, y está un poco raro. Supersentimental, diciendo lo orgulloso que está de poder ver a sus hijas triunfar, una delante y otra detrás del escenario, y que qué pena que tu madre no estuviera con él. Si hasta se puso a llorar y no vio un semáforo en rojo…
—Ay, Dios…
—Eso pensé yo cuando casi nos comemos al coche de delante.
—No, digo que mi madre está aquí.
—Ah, guay.
—Pero con su amante.
—No jodas…
—¿Por qué no lo convences para que no entre? Lleváoslo a tomar algo o…
—Sara, que hemos venido hasta aquí para ver el desfile. Que Eric está como loco, que se siente parte de todo esto, como lo llevasteis de asalto al zoo…
—Vale, vale, pues que pase lo que tenga que pasar… A mí me va a dar algo.
—¿No te han hecho efecto los sumiales?
—¡No! ¡No me han hecho efecto los putos sumiales! —grité.
—Ya me doy cuenta, ya.
Colgué y decidí centrarme en lo que tenía que centrarme. En dar los últimos toques a los modelos. La espalda del rubio ya estaba pintada de rosa. Así que comprobé que los pantalones cortos que iba a llevar ya tenían cosidas las plumas de las puntas de las alas, y se los hice poner. El modelo se quitó su pantalón de chándal gris, y debajo no llevaba calzoncillo. A él no pareció importarle su desnudez, simplemente explicó que el diseñador le había exigido que no llevara nada debajo. Me pidió que se los ayudara a colocar, y en eso estaba cuando entraron en el backstage Roberto, Eric y mi padre. Y los tres me vieron, de rodillas, intentando subirle el pantalón al modelo desnudo.
—Gusta tu trabajo —dijo Eric. No sé si se refería a todas mis piezas que estaban a la vista o al momento concreto de estar con mi cara a dos centímetros de los testículos del chico.
—¿Qué hacéis aquí dentro? —les dije.
—Queríamos desearte suerte —dijo Roberto—. Casi no nos dejan pasar, pero Eric los convenció.
—Yo dijo ser periodista de Elle.
—Es un hombre de recursos —dijo mi padre con cierta admiración—. ¿Este chico va a salir con estos pantalones y con la espalda rosa?
—Es el que va a llevar las alas.
—Ah… Y ¿a ti te gusta este trabajo? —le preguntó mi padre al modelo.
—Papá, no le molestes.
Mi hermana, ya vestida con su primer modelo, se acercó a saludar. Se colgó del cuello de mi padre, y luego le dio unos sonoros besos a Roberto y a Eric. El noruego le preguntó algo y ella se lo llevó del brazo, y le hizo una seña a Roberto para que también los siguiera. Mi hermana, en muy poco tiempo, se había convertido en una verdadera profesional en lo suyo. Se movía tanto en el backstage como en las pasarelas como pez en el agua. Decía siempre que lo que más le gustaba de trabajar de modelo era lo que las demás solían odiar: la semana de los castings en las grandes ciudades como París, Milán o Londres. Durante una semana se instalaban varias modelos en un piso, o en un hotel —mi hermana prefería los pisos porque decía que en los hoteles se sentía muy sola—, y se dedicaban a patear toda la ciudad de casting en casting. Y aunque el proceso era duro y a veces rozaba el ridículo, sobre todo porque los modelos eran más conscientes que nunca de ser juzgados y valorados en pocos minutos, y tratados como poco más que una pieza de carne, a mi hermana el reto de ser seleccionada, de pasar una prueba y luego otra, le divertía. Conocía a las otras modelos, también a los chicos, a la gente que trabajaba en los castings, a algún que otro diseñador, y de todo aprendía. O al menos todo le servía para entretenerse.
—¿Ha venido tu madre? —preguntó mi padre.
—No lo sé —mentí—. No he parado un solo momento. —Y entonces se me ocurrió algo para que mis padres no se cruzaran. Podría funcionar—. Papá, ¿te apetecería ver el desfile desde aquí?
—¿Cómo desde aquí?
—Sí, es mucho más divertido. Se palpan los nervios, la tensión, ves a todo el mundo trabajar en tiempo récord, a las modelos vestirse y desvestirse…
—Pero ¿qué clase de pervertido crees que es tu padre, hija mía? —preguntó él, haciéndose el escandalizado.
Como no estaba funcionando, decidí jugar la baza sentimental.
—A mí me vendrías tan bien de apoyo…
—¿Yo a ti? —preguntó con extrañeza.
—Pues sí, estoy un poco atacada. Y tenerte cerca me ayudaría.
—Pero entonces no voy a ver a tu hermana desfilar.
—Claro que sí, por estas dos enormes pantallas. Si se ve mejor que desde fuera. Y total lo único que hace es pasear como una zombi. Tampoco es que tenga mucho mérito.
—Pero su novio va a tocar en directo… Y tu hermana dice que es estupendo. Y que no debería perdérmelo.
—¿Y crees que esto está insonorizado? Desde aquí lo oiremos de maravilla.
—No sé…
—Claro que si prefieres estar apoyando a tu hija pequeña y a su novio en vez de a mí, no pasa nada.
Mi padre no se decidía. Yo hice mi mejor mohín. Él pareció resignarse.
—Hija, si es tan importante, me quedo, claro.
Y ahí lo abracé, de manera espontánea, algo que no solía hacer con mucha frecuencia. En casa éramos de expresar poco las emociones con el contacto físico.
—Qué rara estás —dijo mi padre.
—Es que me he tomado dos sumiales.
—Pues no se te ve muy relajada.
—Por eso necesito que te quedes.
David se acercó, quería que revisáramos uno por uno a los modelos.
—¿Has comprobado que todos están bien? Ven.
Me obligó a seguirle. Y mi padre vino detrás.
—Tres minutos, Sara. Tres minutos. A mí me va a dar algo. Carlota Hamilton acaba de llegar, está sentada en primera fila. Y también están los de Vogue, y uno de Elle ha entrado en el backstage… Yo no sobrevivo.
Preferí no contarle que el de Elle en realidad era el vikingo, ¿para qué desilusionarlo?
—¿Quién es Carlota Hamilton? —preguntó mi padre.
—Una bloguera despiadada. Pero a nosotros nos va a adorar. Lo sé, lo presiento —contestó David, y por primera vez se percató de la presencia de mi padre—. ¿Y usted es…?
—Mi padre. Y él, David, el diseñador.
—Arturo, encantado —dijo ofreciéndole la mano.
David reaccionó de manera exagerada y compungida ante esa información. Y en vez de darle la mano le dio un abrazo y un beso en cada mejilla.
—Le acompaño en el sentimiento.
—¡David! —grité yo.
—¿Por qué me dice eso? —preguntó mi padre, mirándome.
—Yo creo que se confunde…
—Ah, ¿que no sabe que ella está ahí con…?
—¡David, no pierdas el tiempo aquí, mira cómo tienes a esa modelo! —Y le di un empujón para sacármelo de encima.
—¿De qué hablaba? —preguntó mi padre, intrigado.
Yo le alejé de allí unos metros.
—Papá, hay una regla de oro: los minutos antes de un desfile, a un diseñador nunca se le hace caso porque no sabe lo que dice.
Pero mi padre no se acabó de creer mi explicación. Absurda, por otro lado. Es que no se me había ocurrido nada mejor.
—¿Quién ha venido? ¿Tu madre?
—Que no lo sé, papá. Que no he podido ni asomarme ahí afuera —le dije mientras comprobaba que las mangas de una de las chaquetas estaban equilibradas—. ¿Te gusta cómo ha quedado? Plumas de faisán y de oca —le dije como maniobra de distracción. Pero no coló, porque le faltó tiempo para acercarse a la pasarela y sacar la cabeza por uno de los cortinones negros. Enseguida volvió a mi lado.
—Tu madre. Está ahí. Debería sentarme a su lado.
—Papá, habías dicho que te quedabas conmigo.
—Por eso querías que me quedara aquí, claro. Pero ¿tú crees que no soy capaz de mantener una conversación civilizada con la mujer con la que llevo casado más de treinta años?
—Es que no es el momento, papá. Hoy es mi día, y el de Lu. ¿No podéis aparcar vuestras diferencias por unas horas?
—Diferencias… ¿Ahora se llama así cuando tu mujer te pone los cuernos con un bigotu…? —Y entonces mi padre cayó en algo—. ¿Tu madre está sentada al lado de un señor con bigote?
Yo intenté no mover ni un solo músculo de mi cara para no delatarme. Pero no lo debí de hacer del todo bien. Mi padre volvió a asomar la cabeza entre los cortinones. Y regresó con la cara descompuesta.
—Lo ha traído. Lo ha traído aquí. Pero…
—Que no ha traído a nadie, papá. Eso es imposible. Ves fantasmas donde no los hay.
—Lo ha traído —dijo con tono fúnebre—. Y ahora ¿qué se supone que tengo que hacer?
—Diez segundos —gritó uno de la organización que llevaba una carpeta y pinganillo con micrófono.
David me gritó y me hizo señas como un histérico.
—¡Sara! ¡Aquí, conmigo! —exclamó mientras comprobaba obsesivamente que todos los modelos estuvieran en la fila y en el orden previamente establecido, además de fijarse en cada uno de sus detalles. De repente gritó, le quitó un cinturón a una modelo y se lo cambió por otro.
—Esto es un desastre.
Yo intenté calmarlo, a pesar de que tenía otros muchos motivos para estar preocupada. Vi cómo mi padre se servía un whisky de las botellas de la marca que patrocinaba el desfile. Le pedí a David un segundo y me acerqué a mi padre. David me gritó.
—¡Ven aquí!
—Un momento —le dije, y me dirigí a mi padre—: Papá, ¿tú crees que es el mejor momento para ponerse a beber?
—Hija, yo sé que vosotras estáis acostumbradas a las rupturas, a dejar a un novio y empezar con otro. Pero para mí es nuevo. Y no sé qué hacer…
—¡Sara! —volvió a gritar David.
—Papá, no te muevas de aquí, ahora vengo.
Le quité la copa de la mano y me la llevé adonde estaba David. Al verme con la copa me la arrebató y se la bebió de un trago. Los primeros acordes de una de las canciones de Aarón empezaron a sonar.
El desfile comenzó. Y los modelos fueron saliendo a la pasarela. Lu, que iba la tercera, me sonrió emocionada.
—¿Has visto lo guapo que está Aarón?
—Ni se te ocurra sonreír —le ordenó David, y ella, en menos de una milésima de segundo, se metió en el papel de la modelo distante y fría que jamás sonríe, ni aunque le enseñen una foto de gatitos haciendo monerías.
Yo miré a Aarón a través del espacio que había entre la pasarela y el backstage. Y en ese momento nuestras miradas se cruzaron. Me guiñó un ojo.
En ese momento alguien me abrazó por detrás. Era Roberto. Yo salté del susto.
—¡Roberto! ¿Qué hacéis aquí? Venga, fuera, a vuestros asientos.
—Vale, vale. Suerte, guapa.
—Y por lo que más quieras, no dejes que mi padre se acerque a mi madre.
Miré hacia donde estaba mi padre y no lo vi por ningún lado. Me temí lo peor.
En la pasarela las modelos lucían con gracia, o, mejor dicho, con languidez y desgana, los trajes. Los flashes de las cámaras no dejaban de sonar. Se oyó algún aplauso espontáneo. Yo miré hacia donde estaban aplaudiendo. Era mi padre. De pie. En medio del público. Corrí hasta donde estaba Roberto, que salía del backstage con Eric.
—Llévate a mi padre a algún lado. Por favor.
—Pero…
—Roberto, o por lo menos no dejes que monte un espectáculo. Por favor. Por favor te lo pido.
Roberto y Eric se dirigieron hacia donde estaba mi padre. Y vi cómo conseguían sentarlo. Mi padre no quitaba ojo a mi madre y a Ismael. Mi madre le hacía un gesto a Ismael para que lo ignorara.
Las modelos que habían salido a la pasarela ya estaban entrando de vuelta. Había que revisar que todo en sus nuevos modelos estuviera bien.
Lu me pidió que la ayudara a ponerse su nuevo traje.
—¿Qué le pasa a papá? ¿Por qué aplaudía?
—Sabe que mamá se ha traído a su amante. Está un poco desubicado.
—¿Que mamá qué…? ¡La mato, la mato! Pero ¿por qué me hace esto?
—A las dos nos lo está haciendo, a las dos. Que digo a las dos, a papá también.
—No, esto es su manera de oponerse a mi boda.
—¿Trayendo a su amante al desfile? —le pregunté, incapaz de seguir su razonamiento.
—Mamá es capaz de todo con tal de salirse con la suya.
—Mira, de eso me acusó a mí ella ayer.
—Y no quiere que me case. Y para demostrarlo es capaz hasta de arruinar el desfile que tanto te ha costado levantar.
—¿Qué hacéis ahí hablando? ¿Quién va a arruinar qué? —preguntó David, acercándose.
—Nadie va a arruinar nada. Está siendo un éxito, David. No te preocupes.
Mi hermana se acabó de vestir. Estaba radiante.
—Mira qué guapa está —dije—. Esto no hay nadie que pueda arruinarlo.
Lu salió a la pasarela, con su actitud de zombi que está por encima de todo, aunque esta vez no tuvo que disimular su cara de preocupación. Estaba preocupada, y mucho, sobre todo cuando mi padre volvió a aplaudir y esta vez gritando:
—¡Es mi hija!
Yo miraba a Roberto para que hiciera algo, para que lograra contenerlo, pero Roberto hizo un gesto de impotencia.
Miré instintivamente a Aarón. Y entonces se me ocurrió que si tal vez la música sonaba más fuerte, los aplausos y comentarios de mi padre no se oirían, o pasarían más desapercibidos.
Traté de llamar su atención, le hice aspavientos con las manos. Y por fin notó que quería decirle algo. Y subí y bajé las manos, pidiéndole más barullo, más potencia. Pero no parecía entenderme. Es verdad que nunca fui muy buena en el juego de las películas. Gesticulé de tal manera que parecía que estaba tocando una batería invisible. Me volví loca. Aarón me miraba desconcertado. Mi padre volvió a aplaudir y a gritar que aquella era su hija.
—Y la he tenido con mi mujer. Hicimos muy buen trabajo, ¿verdad?
Yo me quería morir, Lu se quería morir, y casi tropieza con los tacones. David se acercó a mí preocupado. Era la hora de ponerle las alas al modelo. Entre los dos podríamos hacerlo en un santiamén. Y nos pusimos a ello.
—Tu padre está fuera de control —me dijo David—. ¿No puedes hacer nada?
Volví a insistir a Aarón, con más gestos, y esta vez, quizás porque había oído a mi padre gritar, comprendió. Y le hizo un gesto a sus músicos para meter más caña.
Mi padre volvía a hablar, y es verdad que la música amortiguaba en parte lo que decía.
Lu entró echa una furia.
—No se lo voy a perdonar en la vida.
Conseguimos atar el arnés en el pecho del modelo, aunque yo estaba demasiado descentrada y muy sobrepasada por todo lo que estaba ocurriendo. Y no estaba del todo segura de haberlo atado bien. Mis alas eran la joya del desfile, el clímax. Aún quedaban varios modelos por salir, pero con las alas de Ícaro yo culminaba mi trabajo.
El modelo entró en la pasarela. La música de Aarón cambió para acompañarle, se hizo más grave, más hueca, las luces cambiaron, el efecto era precioso. Era un momento mágico, hasta que de repente noté como las alas empezaban a escorar de un lado. El pobre modelo se dio cuenta e intentó detener la caída, alzando un poco más el hombro. Pero el desastre parecía inminente, no iba a poder sostenerlas.
—No, no, no… —exclamó David.
—¡Salid ahí a ayudarle! —le pedí a mi hermana y a otro chico modelo.
—Pero ¿cómo? —preguntó mi hermana.
Estaban a medio vestir porque les tocaba el último cambio. Quisieron protestar pero no los dejé. Les coloqué a ambos unos cuellos de plumas de cualquier manera y los empujé al escenario.
—Quitadle las alas y dejadlas en el suelo. ¡Ya!
Ellos corrieron lo máximo posible para socorrer a Ícaro y, entre los dos, consiguieron quitarle el arnés antes de que las alas cayeran al suelo.
David me miró sin saber qué pensar.
—Luego ya nos inventaremos algún simbolismo. Ícaro despojado de su sueño, para convertirse en objeto. ¿No era algo así lo que buscabas?
—Supongo… —dijo David, derrotado.
—Tú tranquilo, que luego se lo filtramos a la prensa. Y asunto arreglado.
Lu, el otro modelo e Ícaro volvieron al backstage dejando las alas en medio del suelo. El público estaba desconcertado. De eso no había duda. No parecían muy seguros de lo que acababan de presenciar. David tenía que mandar salir a los cinco modelos que quedaban pero prefirió esperar. Dio órdenes de que solo se iluminaran las alas caídas. Y después de tres segundos les dijo a los modelos que salieran a oscuras. Cuando la sala se volvió a iluminar los modelos parecían haber llegado por arte de magia hasta allí. Rodearon las alas. La canción de Aarón tocó a su fin justo en ese momento. Y mi padre fue el primero en aplaudir. Eso sirvió para que todos los demás se animaran, de manera tímida al principio, pero enseguida los aplausos se fueron haciendo más sonoros, incluso entusiastas, llegando a atronadores.
—Sal ahora, David. Aprovecha este momento de subidón.
David salió a la pasarela. Hizo una rápida reverencia y se volvió a meter. Hizo que todos los modelos salieran con él. Y a mí también me cogió del brazo. Aunque antes me puso una de las mangas de plumas.
—Que nadie dude que tú has sido la plumista.
Salí a saludar de la mano de David. Aarón se puso en la batería y me recibió con un redoble de tambores y platillos. Mi padre estaba en pie, eufórico, con lágrimas en los ojos. Eric también se puso en pie y Roberto se dejó contagiar, levantándose. Yo no sabía muy bien qué pensar. No tenía ni idea de si habíamos triunfado o habíamos hecho el mayor de los ridículos. Que fuera la prensa al día siguiente quien nos juzgara. Solo tenía claro que habíamos dado lo mejor de nosotros mismos, a pesar de las circunstancias. A pesar de la inundación, del robo de plumas, a pesar de Aarón, de mi padre, y de mi madre y su novio. Hacia los asientos de ellos dos fue adonde miré. Allí estaba mi madre, aplaudiendo sin mucho convencimiento. Y a quien no vi fue a Ismael. Tal vez temía un encontronazo con mi padre y quiso evitarlo, o puede que mi madre hubiera entrado en razón y le hubiera pedido que se marchase.
Cuando entramos de nuevo al backstage, David me miró hecho un manojo de nervios. Pura ansiedad.
—¿Tú crees que le habremos gustado a Carlota Hamilton?
—Ni lo dudes por un momento, David.
David, crédulo y entusiasmado por mis palabras, me levantó en volandas. Yo, sin embargo, tenía un presentimiento aciago, que procuré mitigar lo antes posible con alcohol. No sabría el efecto que me haría con los dos sumiales, pero necesitaba una copa. Todos la necesitábamos. Y mi padre ya llevaba una o dos de ventaja.
Tres copas después pude comprobar que la mezcla Sumial más alcohol no era buena, porque todo lo que ocurrió lo viví como estando sin estar, como a ráfagas, a fogonazos. Sin enterarme muy bien, o sin querer hacerlo. Fue una nebulosa. O más bien una sucesión de hechos inconexos.
Vi a Lu discutiendo con mi madre, entre susurros, como para que nadie se diera cuenta. Pero si hasta yo me estaba percatando, en mi estado, supongo que sus susurros no estaban logrando el efecto deseado. Oí algo de la boda.
—Me quieres arruinar, no soportas que sea espontánea y feliz.
—Tú lo que eres es tonta de remate. Si ya digo yo que los tacones acaban afectando al cerebro.
Lu, discutiendo con mi padre.
—¿Cómo se te ocurre ponerte a aplaudir como si esto fuera una función escolar?
—Hija, por todas a las que no fui.
—Pues no funciona así, papá. Hoy no era el momento.
—Si estabas guapísima… ¿Un padre no puede estar orgulloso de su hija?
—No es mérito mío, sino de las plumas de Sara.
Bueno, esto no sé si lo dijo, pero yo me lo imaginé tan intensamente que seguro que algo así pudo decir.
Mi padre, preguntándole a mi madre por el bigotudo. Y mi madre riéndose de su piercing y rogándole que dejara de beber, y que no se inventara cosas, que ella había ido sola, sola y sola. Y mi padre queriéndome a su lado para que negara a mi madre, y yo venga a beber para no tener que ponerme de parte de ninguno. Y eso que me moría de ganas de desacreditar a mi madre. Pero sabía que no era lo más oportuno, ni lo más sensato. Borracha y todo seguía siendo la más sensata de mi familia, sí. Y mi padre amenazándome con llevarme de testigo en caso de divorcio si no contaba la verdad y reconocía que mi madre había ido acompañada.
—Y a un juez no le podrás mentir. Eso es desacato o perjurio o algo.
David, intentando meterle ficha al modelo de las alas. Y diciéndole que había salido muy bien parado del incidente. Incidente que había provocado yo, con mi despiste y mi drama familiar.
—Pero hay que entenderla. Tiene una liada… Si yo te contara… ¿Quieres que te cuente?
—Si después follamos…
—¿Quieres follar conmigo?
—Me los he tirado peores.
—Gracias, supongo.
—Cuéntame.
Y yo acercándome y pidiéndole que no le contara nada, que no le daba permiso, y que no utilizara mi drama personal para ligar. Sobre todo que no le hacía falta, que al modelo ya se le veía bastante por la labor.
—Soy facilón, sí. Por eso trabajo tanto.
El Ícaro había salido facilón y sincero. Y David, riéndose y besándole, y yo aplaudiendo «que vivan los novios». Y David, empujándome para que me largara y fuera a darle la murga a otros. Aunque ya cuando me iba me dijo que no había visto a Carlota Hamilton después del desfile, que como era habitual en ella se había escabullido antes de que encendieran las luces. Pero que alguien «importante» le había abordado interesándose por mis plumas. Sí, por mis plumas y no por sus trajes, y qué él, a pesar de lo que le había dolido que ignorara su trabajo, le había dado una tarjeta mía. Así que es probable que ese alguien me llamara un día de estos.
—¿Quién es? ¿Lo conozco?
—Trabaja para un conglomerado de marcas. Tienen dinero y siempre están a la búsqueda de talentos.
—¿En serio?
—Si no te importa trabajar a destajo y haciendo grandes tiradas. Porque eso sí, olvídate del diseño de alta costura con ellos.
—Yo me olvido de lo que haga falta. Me salvaría la vida. ¿Y por qué no me lo has presentado?
—Le di tu tarjeta. Te va a llamar. No sufras.
Y yo, feliz y esperanzada. Montándome ya castillos en el aire. Haciendo unos diseños que inundaran el mundo, de Nueva York a Shanghái.
—Mira, es aquel —me dijo, señalándome a un hombre extremadamente delgado, con un traje de color oscuro y zapatos marrones.
—¿Qué hago, me acerco?
—Sí, dile quién eres.
—Preséntame tú, David, por favor…
David me echó una mirada de odio pero accedió. Así que yo me colgué de su brazo y fuimos hasta el hombre del traje.
—Pablo, aquí tienes a la plumista, Sara Escribano. Sara, él es Pablo Almagro.
—¿Eres tú? Mira justo lo que tengo en mi mano. Me fascina esta esfera. —Me mostró uno de los relojes que había customizado con plumas—. ¿De qué ave son?
—Esto es faisán español. De la parte del cuello.
—¿Qué precio tiene?
—Este creo que son doscientos euros —contesté.
—¿De cuánta cantidad estaríamos hablando para que me dejaras la unidad a la cuarta parte de precio?
No sabía qué contestarle.
—Tendría que hacer cálculos —le dije—. Y habría que conseguir una marca blanca de relojes de base.
—Eso no es problema, ¿trescientos relojes, tres mil?
—¿Tres mil? No tengo capacidad para producir tanto.
—Nosotros te podemos ayudar en eso. Si te interesa.
—¿Está hablando en serio?
—Yo siempre hablo en serio. ¿Te interesa o pierdo el tiempo?
—¿Hablamos solo de relojes?
—No, podría interesarnos una línea más amplia. Las pajaritas, los cuellos y los zapatos. ¿Cuándo nos sentamos a hablar?
—Cuando quiera.
—Te llamo esta semana. Y vienes o te vamos a ver.
—Perfecto —le dije, dándole la mano sin apenas contener la emoción.
Me fui de allí dando saltitos. Quería llorar, quería gritar. Ay, ay, que lo había conseguido. Que iba a salir algo maravilloso de todo aquello. Que iba a producir mis piezas en una tirada industrial. Ay…, madre mía. David, envidioso o simplemente cuerdo, intentó devolverme a la tierra.
—Sara, es maravilloso, pero no vendas la piel del lobo antes de cazarlo.
—¿Qué lobo?
—Que digo que lo disfrutes, pero que aún no lo celebres hasta que hayas llegado a un acuerdo de verdad.
—Te estás muriendo de envidia.
—También, pero controla.
—Pero ¿no me has dicho que este hombre es serio?
—Mucho. Pero estas cosas a veces salen y generalmente no. Espérate estos días para lanzar los fuegos artificiales y celebrarlo a lo grande, ¿vale? Lo digo por pura prudencia.
—Tienes toda la razón. Sí, sí.
Claro que aunque le había dicho que sí, yo ya no me podía quitar la sonrisa de la cara, y copa va y copa viene yo ya lo estaba celebrando, vendiendo la piel con caza o sin caza e imaginándome los fuegos artificiales. De todos los colores, espectaculares, ruidosos, inundando todo el cielo nocturno. Vale, no se lo contaría a nadie, pero a ver qué iba a tener de malo celebrarlo íntimamente, en un mano a mano copa-botella-yo. Si es que no lo podía evitar. Que esas cosas no pasaban todos los días, o al menos a mí no me pasaban.
Y cada vez iba más borracha, y cada vez me costaba más distinguir lo real de lo que no, el fogonazo y la conversación.
Recuerdo a mi madre acercándose mientras me ponía una copa y transmitiéndome el beneplácito de Ismael.
—Dice que mereció la pena jugarse el puesto por el tráfico de flamencos.
—Pero ¿qué tráfico ni qué tráfico? Si los flamencos no salieron del zoo. Dile que no se monte películas.
—Hija, encima que le ha gustado…
—Me alegro.
—Y eso a pesar de esa cosa rara que hicisteis con las alas. ¿Por qué las tiraron al suelo? Eso no lo pillé.
—¿A quién le ha gustado qué? —preguntó mi padre, acercándose.
—Nada, Arturo, nada. Esto no va contigo.
—Ya nada va conmigo.
—Pero qué insoportable estás.
—¡Mamá!
—Si cree que me va a ganar con esa actitud de víctima es que me conoce muy poco —dijo mi madre.
—Pues sí, claro que te conozco poco. La mujer con la que llevaba casado treinta años jamás se comportaría así conmigo. O al menos eso creía. Eres una desconocida, Milagros.
—¿Milagros? ¿A quién llamas Milagros?
—Es tu segundo nombre.
—Y me lo hice borrar del registro. No me toques los ovarios, Arturo. No me toques los ovarios.
—Ya te los toca otro.
—Pero ¿ves como es imposible no discutir con él? —me dijo, mirándome.
Y yo, sonriendo, porque estaba feliz y me daba igual que mis padres discutieran, pelearan o se besaran.
Eric, hablando con entusiasmo con todas las modelos y luego con todos los modelos. Y yo preguntándome si sería más de carne o de pescado. Pero al parecer me lo estaba preguntando en voz alta, porque Roberto me pidió que me callara. Y que no me metiera en la vida y en los gustos de Eric, que quién era yo para juzgar. Y que no me pegaba nada ser tan cateta. Y yo, asegurándole que no estaba juzgando, que era pura curiosidad.
—¿Straight, gay o bi, vikingo?
—Deja de beber.
Y yo, dándole un trago largo a mi ¿séptima copa? Y apuntándole con el dedo.
—Llevas un año fuera, has perdido el derecho de pedirme que deje de beber, o que deje de hacer cualquier cosa.
—Qué mal te sienta mezclar, Sara.
—Perdón, perdón. ¿Te ha gustado el desfile? Es que no me has dicho nada.
—Siete veces te lo he dicho, pero te entra por un oído y te sale por otro.
Y yo, mirándolo sin creer ni una palabra.
—Y ¿qué me dijiste esas siete veces?
—¿Para qué te voy a decir nada si no escuchas?
—Ahora sí, Roberto: ¿te gustó el desfile? ¿Te vas a casar conmigo?
Y Roberto, riéndose.
—Mañana te voy a recordar todo esto y te vas a querer morir.
—Eso me pasa mucho, sí. Tengo tantas buenas noticias, Roberto… Pero no puedo contar nada. Por ahora solo lo puedo celebrar internamente. Para mí, para adentro.
—Muy bien, Sara. Pero tampoco hace falta que te bebas todas las existencias para celebrarlo.
Mi hermana, de nuevo discutiendo con mi madre. Por maltratar a mi padre.
—A ti lo que te pasa es que no soportas que no quiera ir a tu boda. Admítelo.
—No todo tiene que ver conmigo —dijo mi hermana.
—Primera noticia.
—La separación te está amargando el carácter. Yo me lo haría mirar.
—A mí no me hables así.
—Es que te mimetizas, mamá. Eres como un camaleón.
—¿Qué? ¿Qué?
—Con papá eras una mujer simpática, y como el otro debe de ser un monstruo, así estás tú de cruel.
—¿A que te ganas un sopapo?
—¿Ves? Que poco me gusta esta nueva tú.
—Deja de decir estupideces. Y admite que te mueres de ganas de que vaya a tu boda. Que todo se reduce a eso.
—A mí que vengas o no a mi boda me la suda, que no soy Sarita, no me muero por tu aprobación.
—A mí no me metas. —Esa era yo, tambaleándome—. Y yo tampoco necesito la aprobación de nadie. ¿Esto es whisky o ron? —le pregunté haciéndole oler la copa.
Y mi madre y mi hermana catando y opinando.
—Esto es ginebra.
—Mezclada con vodka. Sara, moderación, cariño.
—No quiero mezclar, que me dice Roberto que me sienta mal. Mamá, ¿tú crees que Roberto se quiere casar conmigo?
—Hija, vas como las maracas de Machín.
—Ese era negro, ¿a qué sí? ¿Te he presentado al vikingo? A lo mejor te gusta más que el del zoo. No tiene bigote. ¡Vikingo! ¿Dónde estás?
—¿Por qué no te llevas a Sara a casa? —le pidió mi madre a mi hermana.
—No te vas a librar tan fácilmente de mí —le dijo mi hermana—. Aarón, ven, que te presento a mi madre.
Y Aarón, acercándose. Y yo, alabando sus espaldas.
—Se las pinté de rosa, mamá. Unas espaldas… Tengo tan buenas noticias…
Nadie me hacía caso. Tal vez porque yo seguía celebrando internamente y nada para afuera.
—Este es Aarón, mamá. Con el que me voy a casar aunque tú no quieras.
—Lu, ¿tú crees que esa es forma de presentarme a tu madre? —la regañó Aarón.
—No se me ocurre ninguna mejor. No se lo merece.
—¡Lu! —gritó mi madre.
—¡Lu! —gritó Aarón en el mismo tono de reproche.
Y mi hermana, mirando con ira a su novio.
—Ahora tú no te quieras poner de su parte para hacerle la pelota. Que te casas conmigo, no con ella.
—¿Cuánto has bebido? —preguntó Aarón.
—Es mi hermana la que va borracha.
—Sí —dije yo—. Eso es un hecho. Unas espaldas, mamá. Unas espaldas… Ay, qué feliz estoy. Internamente, pero muy feliz. Dentro de unos días ya lo celebro externamente, lo juro. Y os lo cuento.
Y Roberto, cogiéndome y arrastrándome lejos de mi hermana, de mi madre y de Aarón.
—¿Qué haces?
—Vamos a tomar el aire.
—Eso es de pobres.
—Los ricos también lo toman.
—Siendo así… Ay, qué ganas de dormir, Roberto. ¿Dónde está la cama? ¿Por qué no estás en París?
—Porque he venido a verte.
—Qué majo.
Lu, pasando como un rayo por mi lado. Seguida de Aarón.
—Lu, por favor, ¿quieres ser razonable?
—¿Me estás diciendo que no razono?
—Ahora mismo estás un poquito fuera de ti, sí.
Ay, no, Aarón. A mi hermana no se le puede decir eso y salir impune, pensé yo, porque borracha y todo como estaba, aún tenía conocimiento como para saber que Aarón se acababa de meter en un buen lío.
—¿Yo? ¿Yo? —Y esa era Lu transformándose en el gremlin malo. Era todo un espectáculo verla convertirse en esa cosa irascible.
—No hay que darle de comer después de las doce, ni bañarla… —dije yo.
—Cállate, borracha —sentenció mi hermana.
—Ya la hemos liado —le dije a Roberto. Y miré a Aarón con lástima. La que se le venía encima.
—Pero ¿tú de qué vas? —le gritó mi hermana—. ¿Tú quién te crees que eres para maltratarme delante de mi madre?
—¿Maltratarte? —preguntó Aarón sin poder dar crédito—. Pero ¿en qué momento te he maltratado? Simplemente te he dicho que no era la mejor manera de presentarme. Que así no nos vamos a ganar su aprobación.
—¡Que no la necesito!
—La necesitas más de lo que crees. Por eso estás así de… —Y se calló, por miedo a continuar. O tal vez por prudencia, para no liarla más.
—¿Así? ¿Cómo? Dilo, no te cortes. Quiero saber qué piensa mi futuro marido de mí. Eso en el caso de que haya boda, porque se me están pasando las ganas.
—Lu, cariño, no saques las cosas de madre, por favor.
—Simplemente digo lo que hay, que se me están pasando las ganas. Y seguro que a ti también al ver en lo que me convierto.
Di que sí, Aarón, di que sí, di que sí. Di que a ti también se te están pasando las ganas, haz que este día absurdo y eterno tenga sentido. Di que ya no te quieres casar, y acabemos con todo esto. Y luego tú, Roberto, me pides en matrimonio y así ya puedo dormir tranquila y seguir con mi vida. Y… ay, me están entrando ganas de potar. Pero no, ahora no. Quiero ver cómo Aarón y Lu rompen, quiero verlo. Porque está siendo todo perfecto, por fin todo empieza a salir bien. Roberto está aquí, me quiere, he triunfado en el desfile y me va a salir un trabajo maravilloso, y Aarón está descubriendo quién es realmente mi hermana y va a romper con ella. Y así desaparecerás de mi casa, de mi mundo, de mi vida. Dile, Aarón, que es una histérica de mierda… Mierda, mierda… Otra arcada… Mierda…
Y tuve que salir corriendo, para llegar al baño de chicos, el de chicas estaba ocupado, y arrodillarme enfrente de la taza, sucia y con olor a orín. Eso me ayudó a vomitar, todo hay que decirlo.
Y Roberto sujetándome la frente.
—Ay, Roberto, qué bien que estés aquí. Perdón, perdón…
—Tranquila…
—¿Han roto mi hermana y el músico?
—Lu se ha ido corriendo, ya se le pasará.
—Ya… Qué lástima… llévame a casa, Roberto. Creo que el Sumial me está haciendo efecto…