10

HORAS ANTES DEL DESFILE

A las doce y media del mediodía, después de siete tazas de café y de no haber parado de trabajar durante toda la noche y parte de la mañana en las alas, me llamó David por teléfono.

—¿Por qué no estás aquí?

—Porque estoy aún trabajando.

—Pero se supone que todos los remates los tienes que hacer conmigo, y para probárselo a los modelos y ver que todo funciona. ¿Por qué no estás aquí? ¿Qué ocurre? Dime qué está pasando y dímelo ya. Sin prolegómenos, sin ambages, dímelo.

—Se me olvidaba lo drama queen que te pones un día antes del desfile.

—¿Drama queen? Si estuvieras aquí no me pondría drama queen. ¿Me vas a decir qué te pasa o me tengo que tomar un ansiolítico?

—Nada, nada. Tranquilo. Me está llevando más trabajo del que pensaba, pero va a estar todo a tiempo para el desfile, te lo prometo. Para mañana llego.

—¿Cómo que para mañana? Mañana es el desfile. Quiero verlo hoy, ahora.

—David, cuanto más tiempo perdamos con esta conversación inútil, más voy a tardar.

—Si ya me olía yo algo, que noté a tu hermana muy rara ayer cuando vino a probarse.

—¿Por qué?

—Le pregunté por las alas y no sé qué se inventó. ¿Qué le ha ocurrido a mi Ícaro?

—Unos cambios de última hora, pero son para mejor.

—No pretenderás que me quede tan tranquilo después de oírte decir eso, ¿verdad? Mándame una foto, ahora mismo. Pero ya. Sin excusas.

—Pero es que…

—Ay, Dios, dime qué está pasando…

—Nada malo, David. De verdad. Es solo que las alas por sí solas no funcionan bien, necesitas verlas en un modelo…

—¿No tienes a tu novio allí? Pues pónselas a él y mándame una foto. Qué poquitos recursos tienes a veces. Ponle las alas, ya.

Quise protestar, porque no quería estar perdiendo mi tiempo, que tanto necesitaba, en hacer pruebas ridículas solo para calmar los ánimos de David, pero insistió e insistió. Y, claro, él era el diseñador, la estrella, tenía que hacerle caso. Además tampoco era tan mala idea hacer una prueba sobre alguien antes de que el modelo se las pusiera. Así podría comprobar si mi concepto funcionaba. Concepto que, por otra parte, era bien sencillo. Se me había ocurrido en la ducha, cuando Aarón salió con la idea disparatada del zoo. Fue pensar en el plumaje de los flamencos y dispararse mi imaginación. Como imaginaba que íbamos a conseguir pocas plumas, aunque luego la realidad hubiera sido mucho más generosa, mi idea era simple pero eficaz y vistosa. O eso creía. Se trataba de crear la parte de arriba de las alas, y en vez de estar expandidas, recogerlas luego en una especie de arnés a la altura del pecho del modelo y ahí hacerlas desaparecer, y pintar de rosa su espalda, pegando solo dos o tres plumas, como si las alas se hubieran metido dentro de la piel para luego emerger por debajo del pantalón corto. De ahí saldría, del pantalón, el final de las alas, creando el efecto, o eso pretendía, de unas alas voluminosas que quedan atrapadas por el arnés de cuero, pero que se resisten a ser dominadas, y de ahí que vuelvan a aparecer por debajo del minishort.

David, sin saberlo, tenía razón en una cosa. Si yo le explicaba mi concepto sin una imagen, iba a poner el grito en el cielo. Así que iba a ser buena idea lo de la foto. Le dije a David que se la mandaría tan pronto hubiera rematado las alas. En unas horas. David protestó pero no le quedó más remedio que aceptar. Y seguí trabajando en ellas como una posesa. Pasaron las horas. Roberto apareció por el taller. Enseguida se dio cuenta de que yo no había comido y se preocupó. Pero yo no disponía de tiempo para comer. Tenía ya casi las alas a punto, eso era lo único importante. Le conté lo que necesitaba de él.

—¿Quieres desnudarme, ponerme esas alas y pintarme de rosa la espalda?

—Desnudarte del todo, no, estarías con un pantaloncito corto o un bóxer.

—Sara, pero ¿tú has visto mi espalda?

—¿Qué le pasa? Si ahora la tienes toda depiladita…

—Pero soy de tronco ancho y corto, me salen dos flotadores en las caderas y tengo unos brazos ridículos, como alambres…

—¿Así te ves?

—Vale, tal vez exagero, pero reconoce que tus alas van a perder mucho con este modelo.

Y tenía razón, para qué negarlo, pero era lo que tenía a mano.

—Se lo puedo pedir a Eric, que tiene más anchura vikinga de jugador de rugby, aunque dudo que los modelos de David sean de ese tipo. Él es más fan de la anorexia. Definida, pero anorexia.

—Eric tenía la segunda parte de la entrevista. He comido con él en el museo del jamón, lo que le gusta a ese hombre el jamón… Y lo he acompañado a la entrevista. Estaba un poco acatarrado, eso sí. Estornudando a cada rato.

Ignoré la información de que había estornudado. Prefería no abrir ese debate. Porque puede que yo tuviera parte de culpa. Por el frío del zoo, el agua y todo eso.

—Vaya. Pues solo te tengo a ti.

—¿No se lo puedes pedir a tu cuñado?

—¿A Aarón? —pregunté, horrorizada—. Mejor no.

—¿Por qué no? Está cachas pero sin exagerar, ¿no? Tiene pinta de tener una espalda en condiciones.

—Que no le voy a pedir que se pinte de rosa, Roberto, que no tengo confianza como para eso.

—Bien que te lo llevaste a asaltar el zoo.

—Que no, Rober. Que esto es distinto.

—Pues ya se lo pido yo.

—No está aquí.

—Pues cuando venga. Porque este ya se ha instalado aquí con tu hermana, no sé si te has dado cuenta.

Y Roberto tenía razón porque a las dos horas apareció. Llevaba además una mochila grande. Seguro que con ropa para dejarla en el armario. Roberto le abordó y le contó lo de las alas.

—¿Queréis que toque en el desfile con esto puesto? —preguntó Aarón mientras le enseñaba las alas y el arnés, y le explicaba todo el concepto.

—No, no, solo te necesito un segundo para que me sirvas de percha. De modelo. Es para poder mandarle una foto al diseñador, que está muy pesado.

—Y tú tienes una espalda bonita, no como yo —remató Roberto.

—¿Ah, sí? Nadie me había dicho que tuviera una espalda bonita, gracias —le dijo a Roberto, un tanto desconcertado—. ¿Cuándo me la has visto?

—Te la imagino a través de la camiseta —se explicó Roberto.

¿Roberto se imaginaba la espalda del novio de mi hermana? Mejor no sacarle punta a eso, ni darle demasiadas vueltas… Al menos ahora no. Y total, Roberto siempre había tenido ese punto de arquitecto artista, desprejuiciado. Y nunca había dejado que las convenciones frenaran lo que pensaba, ni que le impidieran disfrutar de las cosas bonitas. Y eso me gustaba de él, así que ahora no iba a poner el grito en el cielo porque imaginara que la espalda de mi cuñado era bonita, ¿no? Tenía el culo depilado, estaba siempre pendiente de Eric y se había imaginado la espalda de mi cuñado. Por esas tres cosas tampoco iba yo a sacar conclusiones precipitadas, ¿no? ¿Quién era yo? ¿Acaso una Neandertal, o una mujer del siglo XXI que veía sus series de la HBO y todo? Pues eso.

—¿Y me tengo que poner las alas sin camiseta?

—Y dejar que te pinte de rosa, pero es pintura de cuerpo, lavable con agua, te lo aseguro —le dije.

—¿Tienes algún pantalón corto? —preguntó Roberto.

—¿Aquí? No…

—Pues en calzoncillos —sugirió Roberto—. Los que llevas son bóxer, ¿no?

Vale, también se había fijado en sus calzoncillos. Pero tú, Sarita, no saques conclusiones, piensa en las series de la HBO y en lo moderna que eres.

—A ver, que yo creo que con la espalda es suficiente, que David se hará una idea —dije yo. Porque una cosa era ser moderna y otra no parar esto a tiempo. Que las malas ideas son como las pistolas: las carga el diablo, y mejor cortar esto de raíz.

—¿Tú crees? —preguntó Roberto.

—Oye, si hay que quedarse en gayumbos, me quedo —dijo Aarón todo ufano, y me miró con esa naturalidad que tiene él para decir lo que sea como si fuera la cosa más normal del mundo, y a una, claro, se le pone cara de gilipollas si no le sigue la corriente—, que tú ya me viste así el otro día, cuando me descubriste de sopetón en el piso.

Yo estaba incomodísima. Sí, porque al igual que las pistolas las carga el diablo, tampoco hay que estar ahí siempre en el filo de la navaja, venga a ver si te cortas. Porque, claro, si el filo es como una cuchilla Gillette, y estás venga a pasear encima, pues acabas sangrando sí o sí. Y yo ya había hecho mi elección, yo ya estaba feliz con Roberto, a ver qué necesidad tenía yo de andar aquí, venga para adelante y para atrás, mareando la perdiz.

—Mira, como quieras, pero vamos a hacerlo de una vez y acabemos cuanto antes. —Eso lo dije yo, sí. Para desmontar en un momentito toda mi reflexión anterior.

—¿Me desnudo? —preguntó con una naturalidad pasmosa.

Yo asentí con la cabeza. De perdidos al río. Y así yo me demuestro a mí misma que no pasa nada, que está todo superado y que lo del filo y la cuchilla Gillette es una tontería.

Aarón empezó a quitarse la ropa. Yo me puse a colocar las últimas plumas en la estructura de alas, no quería ni mirarle. Mejor sufrir lo justito. Y mejor no comprobar si era verdad que yo ya no sentía nada de nada o que al menos era inmune. Vamos, que mejor no mirar.

—¿Yo me quedo o me voy? —preguntó Roberto.

¿Y este a santo de qué preguntaba semejante cosa? Tú te quedas y no me dejas aquí en la intimidad con el músico. No, no. No. O sea, lo que me faltaba.

—A mí me da igual. Pero casi quédate y así ayudas a Sara a colocarme las alas.

Eso, menos mal que Aarón se había adelantado a mis pensamientos. Porque la idea de quedarme a solas con Aarón, allí en calzoncillos, pintándole la espalda, como que no, que era de alto riesgo por mucho que yo ya tuviera mi decisión tomada. Mejor con mi novio delante. Aunque bien pensado, eso también era raro de narices. ¿Por qué todo tenía que ser tan raro? Cuanto antes acabara con esto, mejor, sin duda.

—Coge por aquí, Rober —le dije señalándole un extremo de la estructura—. A la de tres. Ten cuidado, que es frágil, y el pegamento aún no está del todo seco. Una, dos y tres.

La levantamos y la pusimos sobre la espalda desnuda de Aarón.

—¿Puedes coger el arnés y abrochártelo por adelante? —le pregunté a Aarón.

—Sí.

Después de pelearnos un rato con el arnés y las alas conseguimos colocárselas.

—¿Qué tal estoy? ¿No hay un espejo donde pueda verme?

—Espera, te saco una foto con el móvil y te ves —respondió Roberto.

—Te quedan bien —dije yo con una sonrisa de oreja a oreja, orgullosa del resultado. Le di los últimos toques con la mano—. Ahora falta saber si funcionará el concepto, cuando te dibuje las alas sobre la espalda y te las pinte.

—¿Y cómo le vas a sujetar las que le salgan del calzoncillo? —preguntó Roberto, que parecía encantado con todos estos preparativos. Lo estaba disfrutando más que yo, como quien disfraza a una muñeca. Y yo seguía sin querer indagar en los porqués de ese disfrute. Moderna, Sara, la más moderna del lugar, esa eres tú, y tu novio solo es un entusiasta de lo tuyo. Nada más. No le busques tres pies al gato.

—Yo creo que ahora aguantarán simplemente con la presión de la tela. Vamos, espero que se sostengan. Mañana las coseré allí en un momento en el pantalón corto.

Roberto le sacó la foto y se la enseñó. Y los dos se rieron al ver el resultado.

—Coño, pues tiene gracia —concluyó Aarón—. Te han quedado chulísimas. A ver si se pilla el concepto ahora de la espalda pintada. Venga, dale. ¿Cómo me pongo? ¿De pie, me siento?

—Mejor de pie, intento acabar rápido.

—Sí, cuanto antes mejor. Que tengo que pasarme por el estudio de grabación. He quedado allí con tu amigo el diseñador para elegir las canciones para el desfile.

A Aarón, tal vez porque era músico, o simplemente porque tenía ese carácter de «todo me resbala, hasta que mi cuñada esté pintándome la espalda y yo aquí, en calzoncillos», se le veía tan ancho. Como si fuera la cosa más normal del mundo.

—Es un pelín histérico, ¿no? —me preguntó, refiriéndose a mi amigo David.

—Es buen tío, está un poco atacado por lo de mañana, pero es majo, de verdad.

Mientras hablábamos, yo iba abriendo el bote de pintura y eligiendo el pincel adecuado, uno de brocha bastante gorda para poder rellenar el dibujo cuanto antes.

—No, si no pasa nada —me respondió Aarón—. Si ya me estoy acostumbrando a los histerismos. Tu hermana lleva un día que es para darle de comer aparte.

—¿Ah, sí?

—También será por el desfile, pero madre mía… Cualquiera le dice nada. Y encima le ha salido una calentura en la boca y parece aquello el fin del mundo.

—Cuando está nerviosa le pasa. Aunque no imaginaba que el desfile de mañana le preocupara tanto.

—Yo creo que es por tu madre. La ha llamado dos veces por teléfono y Lu no se lo ha cogido. Y no me ha querido dejar escuchar uno de los mensajes que le ha dejado tu madre, pero debía de ser tela marinera. Me da que no la tenemos con nosotros el día de la boda. Y tu hermana eso lo va a llevar fatal.

—Seguro que al final mi madre da su brazo a torcer.

—Seguro si tú le hablas bien de mí.

—¿A mi madre?

—Sí, a lo mejor ayuda a que cambie de idea, ¿no?

Roberto le dio la razón.

—Es que no sé si debería meterme yo ahí, entre mi hermana y mi madre.

Y Roberto volvió a ponerse de parte de Aarón.

—Tía, con todo lo que está haciendo por ti, qué menos que una ayudita.

—Escucha a tu novio.

—Bueno, no sé, ya veremos. Es que mi madre es muy especialita… Y, a ver, que yo entiendo que no le haga gracia que su hija pequeña se case.

—Pero es conmigo —insistió Aarón.

—Que sí, que sí —dije yo intentando zanjar el tema—. ¿Estás preparado? Primero te marco un poco el contorno de las alas, y luego empiezo con la pintura.

—Tú mandas.

—Voy a por un bocata —dijo Roberto—. ¿Queréis algo?

—Quédate aquí, luego subimos todos a merendar —le dije yo, porque no me apetecía nada que me dejara sola.

—Es que tengo mucha gusa, de verdad. Bajo en nada con unos sándwiches. Y que ya no hago falta, ¿no?

Roberto subió y nos dejó allí a solas. Yo ya había dibujado el contorno de las alas sobre su espalda. Noté cómo se le erizaba la piel al contacto del rotulador.

—¿Tienes frío?

—Estoy bien.

—Empiezo con la pintura. La notarás algo congelada. Aviso.

—Aguanto, tranqui.

Y empecé a pintar de rosa la espalda de Aarón. Su espalda ancha, definida y ligeramente musculada. Tenía una forma triangular perfecta. Espalda abierta de nadador, con los hombros y omoplatos anchos y cintura más estrecha.

—¿Muy fría?

—Qué va.

—No tardo nada, lo prometo.

Aunque yo he de reconocer que tampoco me estaba dando toda la prisa del mundo. Me estaba produciendo un raro placer lo de manchar su espalda de rosa.

—¿Te importa si le doy unas sombras con el dedo? Es que es mejor que el pincel.

Sara, Sara, Sara, para el carro, que te embalas. Sara, que tu novio está arriba, y que ya estabas decidida. Para atrás ni para coger impulso. Sara, por Dios…

—Tú misma.

Hala, tú es que no aprendes, tú es que no tienes remedio, bonita. ¿Qué fue del filo, que fue de lo de tentar al diablo, que fue de la cuchilla Gillette y la sangre? Y casi invoco a Inma, pero no era momento para uno de mis diálogos interiores.

Me manché las yemas de los dedos con la pintura rosa y empecé a pintar sobre su espalda, como si le acariciara o le diera un masaje.

—Qué gusto… —dijo Aarón, suspirando ligeramente. A lo mejor lo del suspiro me lo estaba inventando, claro.

—¿Sí?

—Mucho. Ya que estás, me podrías deshacer un par de nudos. Tengo uno justo ahí. En la clavícula, y uno más abajo.

Yo me estaba poniendo taquicárdica. Creo que hasta respiraba entrecortadamente. Vamos, como mi padre con la gotera. Pero no me lo podía permitir. Y mucho menos podía permitir que se me notara. Qué espalda, por favor. Qué espalda de escultura griega, de atleta olímpico, qué piel más suave, qué bien colocados los músculos, qué ganas de perderme en ella, con pintura y sin pintura. Y qué manera de marcársele los glúteos. Y cuando ya estaba bajando mis manos hacia su cintura, cuando ya me estaba empezando a dejar llevar por la lujuria… ay… Justo en ese momento bajó Roberto con una fuente llena de sándwiches y comiéndose uno.

—De paté, de queso, de jamón y de chorizo. Y un par de ellos vegetales para engañarnos.

A mí me subieron los colores a la cara, al sentirme así pillada, con las manos en la masa. Pero Roberto no se percató, o al menos no hizo ningún gesto que delatara incomodidad por su parte. Vamos, que no se había enterado de nada, que estaba demasiado absorto en la comida.

—¿Cómo van esa artista y el modelo? ¿Queréis ahora uno o luego?

Aarón cogió dos. Y empezó a engullirlos.

—Coño, están buenos.

—Soy un artista del sándwich. Tengo una técnica… Mis estrellas Michelin —dijo cogiendo una de sus minilorzas de la cadera— lo avalan.

—Ya está —dije yo, dándole una palmada fraternal en la espalda.

—¿Ya? —preguntó Aarón—. Qué lástima. Ahora que lo empezaba a disfrutar.

Roberto contempló mi obra y dio su aprobación.

—Queda superauténtico. Ahora solo faltan las plumas que sobresalgan por debajo del calzoncillo.

—Yo creo que se entiende igual sin ellas —me apresuré a decir.

—¿Tú quieres que te grite David?

—Vale, pero ¿qué tal si se las pones tú? —pregunté a Roberto—. Que es un poco raro que le esté yo ahí metiendo mano.

—¿Yo? Pero si tú eres la diseñadora, yo qué sé cómo van.

—Si es muy fácil, si ya las tengo pegadas en dos tiras, es simplemente meterlas por la parte de abajo, entre la pierna y la tela —insistí.

—Que no, que no —dijo Roberto, y se dirigió a Aarón—. ¿A ti te da cosa que tu cuñada te toque la pierna?

—Para nada.

—¿Ves? Ya está. Solucionado. Hazlo tú.

Yo moví la cabeza en un gesto de desesperación. Pero no lo pensé demasiado. Al lío, cuanto antes lo hagas, antes saldrás de esta. Cogí una de las tiras con las plumas y me acerqué a su culo.

—A lo mejor te hace algo de cosquillas.

—Aguanto, tranqui.

Levanté la parte de debajo de la tela e introduje la tira de plumas. Toqué su glúteo, glubs, para asentarlas bien sobre él. Y repetí el proceso con la otra pierna. Y otra vez a tocar el otro glúteo, glubs.

—¿Qué tal queda? —preguntó Aarón.

—Total —dijo Roberto—. Eres una artista, Sara.

—Gracias —respondí aceptando el cumplido, porque la verdad es que el resultado era mejor de lo que esperaba—. Vamos a sacar un par de fotos.

Roberto hizo tres disparos y le enseñó el resultado a Aarón, que me miró orgulloso.

—Si es que eres muy buena, Sara. Muy buena. Está genial.

Y sus palabras me reconfortaron tanto y me hicieron sentir tan bien que no pude ni quise evitar una sonrisa de orgullo.

—¡Ha vuelto la Sara que conocía!

Ahí Roberto se quedó algo pillado.

—¿La conocías?

—Ah, sí, del instituto, ¿no lo sabías?

—Ah, ni idea. ¿Erais amigos?

—¡Qué va! —me apresuré a decir—. Coincidimos en la obra de teatro donde hice una tontería de vestuario.

—Hizo una cosa cojonuda. Tan guay como esto. Bueno, yo creo que esto es incluso mejor. Tu novia es una auténtica artista, Roberto. Qué grande es.

—Lo sé, lo sé —dijo Roberto.

Ahí los tenía, a dos hombres estupendos mirándome con orgullo.

—Voy a mandárselas a David ahora mismo —dije, porque no sabía muy bien cómo procesar todo aquello.

A los tres segundos me estaba llamando por teléfono.

—Eres una diosa. Te odio, te vas a llevar todos los aplausos de mi desfile. Asquerosa. Es una maravilla. ¿De quién son esas espaldas?

—De Aarón.

—Anda que no sabes tú na. Y parecía tonta cuando la compramos.

Yo recé porque no se estuviera escuchando nada de lo que David me decía. Y por si acaso intenté cortarlo lo antes posible.

—Hala, pues ya está. Te dejo, que aún falta mucho para rematarlas y me quedan las demás piezas. ¿Contento?

—Casi tanto como tú cuando le metías mano pintándole esa espalda. Y qué culo, Sara. Si no lo catas tú me lanzo yo.

—Adiós, David.

—Mañana te quiero aquí a primerísima hora. A las ocho y media.

—Lo intento. Ciao.

—¡Sara…!

Pero no le dejé que protestara y le colgué. Miré a Roberto y Aarón.

—Hemos triunfado.

Roberto me abrazó.

—Si es que eres muy grande.

Y yo no podía dejar de mirar a Aarón. Mierda.

—¿Me lo puedo quitar ya? —preguntó él.

—Claro. Métete en la ducha y ya verás qué rápido se te va la pintura —contesté azorada.

Horas antes del desfile por fin conseguí hablar con mi madre. La excusa era invitarla a que viniera a ver mis piezas. Y así de paso poder hablarle de papá y de Lu. Y sí, también quería propiciar un encuentro de toda la familia, y qué mejor que en un ambiente festivo como el del desfile. Seguro que un poco de belleza, con tanta modelo y vestido bonito, ayudaba a amansarlos un poco.

—No sé si me apetece mucho ir, hija. Estoy bastante enfadada contigo.

—¿Conmigo? Mamá, yo no tengo la culpa de que papá se haya refugiado en casa y de que Lu haya seguido sus pasos. No los podía dejar en la calle, y mira que me habría gustado.

—Si eso me da igual, si eso lo entiendo. Si el enfado es por otra cosa, y lo sabes de sobra.

Yo no tenía ni idea de lo que me estaba hablando, así que intenté adivinar.

—Tienes miedo de que sea una encerrona y que papá esté allí. Siempre os podréis sentar separados y no creo que vaya, la verdad. No está para mucha fiesta, y de eso también te quería hablar.

—A mí encontrarme con tu padre no me da ningún miedo.

—Mamá, pues entonces no entiendo qué te pasa.

—Cariño, ¿de dónde has sacado las plumas?

Y entonces caí en la cuenta. Y enmudecí.

—¿A ti te parece bien presentarte en el zoo y exigirle a Ismael que te diera dos flamencos?

—Yo no le exigí nada…

—Pero ¿cómo se te ocurre utilizar que eras mi hija para conseguir tus malditas plumas?

—Mamá, que fue una situación extrema… No era mi intención.

—Y ¿desde cuándo sabes tú que Ismael y yo…?

—Te vi besarlo después de vuestra manifestación, me topé con vosotros de… casualidad.

—¿Y lo seguiste y averiguaste que trabajaba en el zoo y ahí decidiste chantajearlo? O te daba las plumas o le contabas a papá quién era.

—Pero ¿qué estás diciendo, mamá? ¿Te ha dicho eso?

—No ha hecho falta. El caso es que te has aprovechado de él y de mí. Y de muy mala manera.

—¿Tú crees que soy capaz de algo así?

—Por tus plumas eres capaz de cualquier cosa.

—Eso es mentira.

—Será todo lo mentira que tú quieras, pero bien que te has salido con la tuya y has desplumado a dos pobres flamencos.

—Mamá, a los flamencos los iban a incinerar.

—Y ¿tú cómo lo sabías? ¿Eh? ¿Desde cuándo llevas urdiendo ese plan?

—Que fue todo una casualidad, mamá. Es que lo estoy flipando. Pero ¿tú crees que llevo meses detrás de Ismael y decidí atacarlo a la muerte de los flamencos?

—Eso si no los has envenenado tú.

—¡Mamá! Pero ¿qué clase de monstruo piensas que soy?

—Monstruo no sé, pero interesada un rato largo. Y obcecada con lo tuyo, que no ves más allá. Y no sería la primera vez que matas a un pajarito —continuó diciendo—. Y luego amenazar al novio de tu madre… ¿Desde cuándo mi hija se ha convertido en una terrorista?

—Mamá, ¿cuántas botellas de Martini llevas?

—Eso, llama a tu madre borracha. Si ya me lo dice Ismael, que llevo aguantándoos mucho toda la vida. Tanto que ya ni me doy cuenta, y que ya me parecen hasta normales vuestros comentarios y vuestra actitud pasivo-agresiva.

—Actitud pasivo-agresiva…

—Sí, que tanto tu padre como tu hermana y tú vais de mosquitas muertas pero las matáis callando.

—Mamá, lo que estás soltando por esa boca no es ni medio normal.

—¿O sea, que ahora eres tú quien decide lo que es o no normal? ¿Ves? Es tal cual lo dice Ismael. Que me queréis imponer vuestra moralidad estrecha.

Qué gordo me estaba cayendo, por chivato, por puñetero, por listillo y por malmeter a mi madre en contra de su familia.

—Pues que sepas que tu querido Ismael me dijo que lo que pasó en el zoo se iba a quedar entre nosotros.

—Claro, porque seguro que lo amenazaste.

—Y dale, que yo no he amenazado a nadie en toda mi vida, mamá.

—Pero yo noté que le pasaba algo raro, que había algo que le carcomía y al final se lo saqué. Pero él no quería.

—Un santo, el Ismael, ya lo veo.

—Ni se te ocurra juzgarlo, ni meterte en mi relación. No lo voy a permitir.

—Tú tranquila que ya me quedo apoyando a papá, que él sí lo necesita. No sé cómo ha aguantado contigo tantos años. Normal que esté con crisis de ansiedad y ataques de pánico. Lo que me extraña es que no le haya dado ya un infarto.

—Ni se te ocurra ir por ahí, Sara Escribano.

—Es que me sacas de quicio, mamá. Y es lo que menos necesito en estos momentos.

—Pues nada, como lo importante aquí es lo que tú necesitas, mejor cuelgo.

—Haz lo que quieras.

—Eso haré.

Pero por mucho que dijera que iba a colgar, allí seguía. Y yo, como ya no sabía qué decirle y, sobre todo, no quería que nos despidiéramos con tan mal rollo, intenté tender un puente.

—Pero que sepas que a pesar de todo me encantaría verte en el desfile.

—Pesada eres, hija mía.

—Mira, pues te voy a decir la verdad. A mí que vengas a mi puñetero desfile me da igual, si yo lo hacía precisamente para que pudieras hablar con Lu, y con papá. ¿Tú sabes cómo está papá? Me tiene muerta de preocupación. Sí, a mí, a esa hija que según tú solo piensa en ella misma, y es un monstruo y una interesada…

—No tergiverses, que yo monstruo no te he llamado.

—Pero lo demás sí. Y me duele mucho.

—No te pongas en plan víctima como tu padre, ya sé que llevas sus genes, pero de él me puedo divorciar y de ti no.

—Tú tranquila que si no quieres venir al desfile ni verme más, me lo dices y asunto arreglado. Allá te quedes tú con tu Ismael, con tu vida y con tu zoo. Que parece que los flamencos te los hubiera arrancado de tus entrañas.

Y colgué.