DIÁLOGO INTERIOR
Salimos del zoo con nuestro botín de plumas rosas. Tendría suficientes para el nuevo diseño que me había imaginado para las alas de Ícaro y me sobrarían para algunas de las piezas que también se habían dañado en la inundación. La disparatada aventura había dado sus frutos. Tenía plumas para solucionar el desfile. Aunque muy pocas horas, apenas día y medio, para llevarlo a cabo. No iba a poder dormir.
En el coche, volviendo a casa, se creó una atmósfera extraña. Tal vez porque una vez pasada la adrenalina del momento nuestros músculos decidieron relajarse y no teníamos ni ganas de hablar, tal vez porque cada uno iba pensando en sus cosas. Yo, en el desfile y en el caos en que se iba a convertir mi vida si no ponía freno de una vez a tanto vaivén sentimental; Aarón, seguramente en su prometida, mi hermana, y en lo que había pasado conmigo en el zoo, que en realidad tampoco era nada, que seguro que todo estaba en mi cabeza y él apenas se había enterado. Y Eric, el vikingo pelirrojo, a saber qué pensaba.
Aarón aparcó cerquita del Ave del Paraíso. Yo no sabía de qué humor me iba a recibir Roberto ni, lo más importante, de qué humor iba a estar yo al verle.
Pero Roberto no estaba en el taller, ni en casa. Quien sí estaba era mi padre, con Mariano, el jefe de obra, con su metro cuarenta y cinco, una barriga enorme y cuatro pelos en la cabeza. Un sex symbol, vamos. Eso sí, muy competente y capaz, según mi padre. Llevaba media vida confiando en él. Los dos estaban subidos a una escalera y examinando el agujero. No solo lo estaban examinando, si no que habían picado medio techo. Habían cubierto la mesa del taller con plásticos, para que los escombros y restos de escayola no dañaran nada.
—¿Y esto? —pregunté alarmada, señalando techo y escombros.
—No te preocupes, teníamos que abrirlo para detectar dónde estaba el problema —dijo mi padre con semblante serio. Se le veía preocupado. Mucho.
—¿Es grave? —pregunté.
Mi padre resopló.
—Esperemos que no. Pero no pinta bien, no pinta nada bien.
—Fuerza, Arturo. Que nos las hemos visto peores.
—Me estáis asustando.
Mariano hizo un gesto para quitarle gravedad al asunto.
—Tranquila, de verdad. Que siempre es menos de lo que parece.
—¿Y cuándo lo vais a tapar? Y ¿quién va a limpiar todo esto? Papá, no es el mejor momento para hacer este estropicio. Necesito el espacio para trabajar y lo necesito ya. ¿Por qué no me has consultado?
—Te dije que iba a mandar a Mariano. Y luego te llamé al móvil y no me lo cogiste. Mariano, ¿te acuerdas de mi hija?
—Lo que has crecido —dijo Mariano.
—Mariano, tengo treinta años, hace doce que dejé de crecer.
—Será que hace mucho que no te veo.
—Será. ¿Qué me dices de ese agujero? ¿Cuándo lo vas a tapar?
Torció el gesto. Mi padre entonces detectó algo que no le gustó nada.
—Ay, Dios, ay… Mira… Podrido. ¿Ha tocado la estructura? —le preguntó a Mariano.
Mariano rompió un poco de la madera que mi padre señalaba, la tocó, la olió… Le faltaba auscultarla para parecer un médico en vez de un capataz.
—No estoy seguro…
—No me puede estar pasando esto… No, no… —dijo mi padre, que empezó a hiperventilar. Se bajó de la escalera y se tocó el corazón.
—Papá, ¿estás bien?
Mi padre no contestó, solo se tocaba el corazón. Miró hacia arriba y hacia las paredes.
—Me estoy mareando.
—Respira, Arturo, respira con tranquilidad —le aconsejó Mariano.
Yo de repente estaba sobrepasada, sin saber cómo ayudar.
—¿Qué hago? ¿Agua? ¿Llamo a un médico?
Mariano le restó importancia.
—En cuanto respire se va a sentir mejor. No es la primera vez que le pasa.
Mi padre lo miró con reprobación.
—¡Mariano, que vas a preocupar a mi hija!
—Ya estoy preocupada, papá. ¿Cómo que no es la primera vez que te pasa? Pero ¿qué te pasa?
—Nada, nada, el médico dice que son pequeñas crisis de ansiedad. Tengo que respirar bien, relajarme, y ya está…
—La primera vez pensó que era un infarto, no veas el circo. Con ambulancia y todo nos lo llevamos de una obra —explicó Mariano.
—Pero ¿te quieres callar? —le gritó mi padre.
—Pero… ¿desde cuándo estás así? ¿Lo sabe mamá?
—Tu madre no tiene por qué enterarse y menos ahora. Que lo último que quiero es darle pena.
—Mariano, ¿desde cuándo está así?
Mariano miró a mi padre buscando su permiso para contarlo, pero mi padre negó con la cabeza, le estaba prohibiendo hablar. Algo que a mí me alarmó más de lo que estaba.
—Pues dímelo tú, papá.
—Unos meses.
—Unos veintimuchos meses, diría yo —puntualizó Mariano.
—¡Papá!
—No pasa nada, de verdad. Es más el susto que otra cosa. Pero lo tengo controlado.
—¿Controlado? Pero si has visto un agujero y te has venido abajo.
—Es que esto no es un agujero, cariño. Que a lo mejor tenemos que tocar la estructura del edificio para reforzarla. Y eso es un obrón en toda regla. Y no es el mejor momento, créeme. Afrontar ahora este gasto es…
Mi padre volvió a respirar entrecortadamente, y se llevó de nuevo la mano al pecho. Entonces tomé una decisión.
—Papá, si este edificio ha aguantado cien años en pie puede hacerlo un par de ellos más por lo menos, ¿o no?
—Sí… Pero más pronto que tarde habrá que afrontar el problema.
—Pues ya lo afrontaremos más tarde que pronto. Ni tú estás en el mejor momento ni yo tampoco. Así que me tapáis ese hueco y aquí no ha pasado nada. Si yo estaba tan feliz con mi humedad…
—Sara, que esto es serio. Que hay cosas que no se ocultan con una mano de pintura.
—Me he dado cuenta, papá. Pero me preocupa más tu salud que el edificio.
—Que estoy bien, solo que no sé cómo vamos a hacer para… —Y miró otra vez arriba.
—Mariano, dime la verdad, ¿se va a caer el edificio mañana o dentro de un año? —pregunté al capataz.
—Con un terremoto escala 5 podría sufrir un daño severo.
—Pero como no estamos ni en California ni en Almería ni encima de ninguna falla tectónica, no corremos ese peligro, ¿verdad?
—No.
—Pues decidido, me tapáis el agujero y ya reforzaremos esto cuando podamos. A tu salud ahora mismo le viene fatal, y a mi trabajo ni te cuento.
—Y siempre podemos instalar dos vigas de hierro de manera provisional, para quedarnos tranquilos —dijo Mariano. Y me miró—. ¿A ti te importaría mucho que las dejáramos a la vista?
—A mí me parece estupendo. Mientras sea aquí en el taller. ¿Ese gasto lo podemos asumir, papá?
Mi padre asintió.
—Pues ya está, decidido. Dos vigas provisionales y me tapáis el agujero.
Eso sí, les arranqué la promesa a ambos de que no vendrían con sus obreros para tapar el agujero al menos en una semana, hasta después del desfile, y hasta después de que se marchara Roberto. Que en esta casa ya no cabía más gente, por favor. Ayudé a Mariano y a mi padre a recoger los escombros; cuanto antes acabáramos antes se irían. Y, ya sin los plásticos, puse mis plumas sobre la mesa. Mariano se despidió de nosotros. A solas con mi padre, hablé muy seriamente con él.
—Papá, después del desfile tú y yo vamos al médico.
—No hace falta, cariño, de verdad.
—Sí hace falta, sí. Y después del desfile nos vamos a sentar y me vas a contar qué está pasando en tu empresa.
—No quiero aburrirte. Y eso es cosa mía, con que me preocupe yo es suficiente.
—Papá, que te acaba de dar una crisis de ansiedad. Que no estás bien. ¿Cómo no me voy a preocupar?
—Si esto es por tu madre… Que se me junta todo… Pero ni una palabra a mamá. Prométemelo.
Yo asentí con muy poca convicción. Y mi padre me obligó a que volviera a prometérselo y mostrándole las manos, para que no cruzara los dedos. Era algo que siempre hacíamos cuando yo era una niña y me obligaba a prometerle algo. «Enséñame las manos», decía. Y yo sonreía y se las enseñaba.
Mi padre subió las escaleras de caracol y desapareció. Yo tenía que hablar con mi madre, contarle todo esto. Por mucho que le hubiera prometido a mi padre lo contrario, tenía que hacerlo. Así que la llamé. Pero no me cogió el teléfono. Decidí abordar el asunto más tarde. O tal vez después del desfile. La de cosas que empezaba a posponer para después del desfile.
Comencé a clasificar las plumas. Mientras, no me quitaba de la cabeza a mi padre. ¿Estaría en la ruina? ¿Tanto le habría afectado la crisis? Pero no podía ser. Llevaba muchos años con la empresa, habían levantado cientos de edificios. Una empresa tan sólida como la de mi padre no se podía venir abajo por tres años malos, ¿verdad? Después del desfile. Me enfrentaría a todo esto después del desfile. También le podía preguntar a Roberto. Al fin y al cabo es arquitecto. Puede que estuviera más al tanto de qué le podía haber ocurrido a un estudio como el de mi padre.
Le llamé. Además necesitaba saber dónde estaba y de qué humor me lo iba a encontrar. Pero, al igual que mi madre, tampoco me contestó. Debía de estar enfadado. Tal vez mi locura del zoo no le había gustado nada de nada. Aarón y Eric se presentaron en el taller. Eric se había cambiado de ropa, Aarón aún no, y estaban dispuestos a seguir ayudándome, catalogando u organizando las plumas rosas. Pero yo me negué y les pedí que hicieran su vida, que ya bastante me habían ayudado y que ahora me tocaba a mí convertir todo el botín de las plumas en algo artístico para el desfile.
Subí a darme una ducha, luego me hice un café y me dispuse a bajar al taller para ponerme a trabajar. Aunque antes pasé por la habitación de mi padre y comprobé que ya se había dormido y que roncaba. Eso me tranquilizó. Tan mal no debía de estar si había conseguido conciliar el sueño en tan poco tiempo. Cuando me dirigía hacia las escaleras de caracol, vi que Aarón se metía en el baño y no pude evitar imaginármelo desnudo bajo el chorro de la ducha. Pero enseguida aparté ese pensamiento de mi mente. Tenía que concentrarme en mi trabajo. Aparcar al menos durante día y medio todo lo que tuviera que ver con mi revoltijo sentimental. Tenía que lograrlo. Ya habría tiempo de torturarme dentro de dos días sobre lo que estaba pasando.
Pero lo malo de trabajar con plumas es que tiene una parte muy mecánica, muy manual y muy laboriosa. Una vez que tienes claro el diseño y la estructura montada, se trata de coser o de pegar una a una las plumas, siguiendo el patrón marcado. Y eso es algo mecánico, donde las manos parecen trabajar solas y la mente puede dedicarse a divagar y a elucubrar. Vamos, lo que menos debía hacer en esos momentos. Y por más que intenté pensar en otras cosas —qué sé yo, en la última serie a la que estaba enganchada, o en la última película que había visto, o en la última novela que había leído—, yo, que soy obsesiva por naturaleza, solo podía pensar en una cosa. O más bien en una persona. Sí, él. Claro. Reconozco que ya me había olvidado de mi padre. El deseo es así de egoísta y de acaparador. Y después de tejer y destejer lo que sentía por Aarón, después de negarlo y aceptarlo, decidí utilizar algo de lógica en mis devaneos. Me imaginé una conversación con mi amiga Inma. Es algo que hago a veces. Cuando no la tengo a mano.
—Así que te has enamorado del futuro marido de tu hermana pequeña. Y ¿qué vas a hacer?
—Nada, torturarme hasta el infinito, pero nada más.
—Nena, deja de decir tonterías y sé práctica.
—Lo intento, si por eso te he invocado, y estoy aquí hablando contigo sin que tú estés delante.
—Pues hija, ya me podrías llamar por teléfono, que tampoco te cuesta tanto.
—Me va mejor con tu yo imaginario. Como si no lo supieras.
—Ah, pues no tenía ni idea.
—Pues sí, lo hago bastante.
—Tú te lo guisas y tú te lo comes. Qué siesa. Vaya amiga.
—Bueno, a lo que vamos, ¿qué hago con todo lo que siento por Aarón?
—Te has enamorado como una perra.
—Sí. Pero yo creo que el amor es una ilusión, una creación…
—Como yo ahora mismo.
—Algo así. Vamos, que lo puedo controlar. Si yo sé que esto que siento es producto de la imposibilidad. O sea, es una mezcla de mi yo adolescente, que tiene ahí ese trauma por no haberle besado, y el hecho de que haya aparecido ahora en el peor momento y de la peor manera. Y, claro, yo creo que todo eso es un imán para el amor. Y para el deseo.
—Eso, y que se ha portado de puta madre contigo. Vamos, que se ha jugado la vida por ti, y luego te ha dado hasta su ropa para que te abrigaras.
—También Eric se ha jugado la vida por mí, o casi, y no estoy enamorada de él. Pero ya te digo que todo esto que estoy sintiendo, si me esfuerzo, lo puedo desmontar.
—Bueno, pues si es así, desmóntalo. Y santas pascuas.
—Ya…
—Que no quieres, o no puedes. Admítelo.
—No sé, Inma, no sé.
—Y a todo esto… ¿qué siente él? Pregunto, vamos, porque ya está claro lo que sientes tú, que te has enamorado como una tonta. Estás coladita perdida. Pero ¿y él? ¿Siente él algo por ti? Porque si no siente nada por ti, esto tiene muy fácil arreglo. No te va a quedar otra que comértelo. Sufrirás un poquito, y listo. A otra cosa. Porque todas somos unas supervivientes, y en la vida superamos los reveses amorosos. Solo los personajes de película se quedan encallados en el amor. En la vida real se supera, o al menos se aparca y se sigue adelante.
—Yo qué sé lo que siente él.
—Analicemos todo lo que ha ocurrido con él hasta ahora. Cuando te vio se le rompió la taza de la impresión, se acordaba de las conversaciones que habíais tenido hace mil años…
—Sí. Y luego también me dijo que se había quedado con ganas de besarme. Que se había arrepentido de no haberlo hecho.
—¿Te dijo eso cuando se va a casar con tu hermana pequeña? Qué golfo.
—Pero luego se jugó la vida en el zoo. Y me abrazó y me miró de una manera…
—Vamos, que tuvisteis un momentazo. Pues las cartas están sobre la mesa. Tú te has enamorado como una perra, y él siente cosas. ¿Qué vas a hacer al respecto?
—¡Nada! ¡Se va a casar con mi hermana! ¡Y yo tengo novio! Y le quiero y me quiere.
—¿Cuántos polvos habéis echado desde que ha vuelto?
—Estaba muy cansado. Y yo estaba muy liada. Y la casa llena de gente. No es culpa suya. Ha salido todo al revés.
—Vale. ¿Y dónde está ahora?
—Ay, Inma, y yo qué sé dónde está. Pero él me quiere y yo le quiero.
—Tú te aferras a él. Que es lo que haces con todo. Te aferras a él, te aferras a tu tienda… Todo el día rodeada de plumas y en vez de volar te aferras.
—¿Y qué tiene eso de malo? Una tiene que luchar por lo que cree, por lo que quiere. No todo va a ser jiji, jaja.
—Nena, escribe un libro de autoayuda que se titule No todo va a ser jiji, jaja, va a vender millones.
—No te rías de mí.
—Es que tienes cada cosa… Que pareces mi abuela, coño. Como no todo puede ser jiji, jaja, me aferro a lo que sea. Aunque no me convenga.
—¿Me vas a decir ahora que Roberto no me conviene?
—Lleva un año fuera.
—¿Y qué? ¿Crees que nuestro amor no soporta un año de separación?
—Sara, bonita, engáñate como quieras. Pero contéstame: ¿tú lo que estás sintiendo por Aarón, ese fuego que te quema por dentro, lo has sentido alguna vez por Roberto?
—¿Qué hago, Inma?
—Pues lo que siempre has hecho: acobardarte, negarte a aprovechar lo bueno de la vida.
—¿Qué hay de bueno en enamorarse del prometido de tu hermana?
—Al menos estás sintiendo algo de verdad, profundo, que te remueve. ¿Tú sabes la de gente que daría lo que fuera por estar en tu situación? Estás viviendo un amor de película. De bolero.
—No. Estoy viviendo un amor en el infierno.
—Pues eso, de bolero. ¿O acaso en los boleros los amores son felices? Son apasionados, inconvenientes, volcánicos.
—No puedo dejarme arrastrar y fastidiar a todo el mundo.
—Tú misma. Si lo tienes tan claro, no sé para qué me invocas.
—Tienes toda la razón.
—Pues hala, cuelga.
—No estamos hablando por teléfono.
—Pues ya cuelgo yo. Adiós. ¡Y no me llames a las tres de la mañana!
Así solían ser mis conversaciones imaginarias con Inma. Qué bien me conocía. La imaginaria y la real. Y mira, me había servido para decidirme. Claro que ahora me había asaltado otra duda: ¿qué sentía Roberto por mí? Me había dicho que tenía que hablar conmigo, y que no era para romper. Entonces, ¿de qué quería hablar? Lo de la boda empezaba a verlo yo bastante lejano, porque Inma, imaginaria o no, tenía razón en una cosa, desde que habíamos llegado, nada de sexo y nada de nada. Y había estado más pendiente de su amigo Eric que de mí. ¿Y a santo de qué lo había traído en nuestra semana romántica? Es que eso no le cabe en la cabeza a nadie. Ay, a ver si se había desenamorado de mí…
Y justo en ese momento alguien llamó a la puerta de la tienda. Era él, Roberto. Y como para dar respuesta a todas mis dudas venía cargado con tres sacos.
—¿Qué llevas ahí? ¿De dónde sales? ¿Por qué no cogías el teléfono?
—Mira.
Dejó los tres sacos encima de la mesa del taller y los abrió. ¡Había codornices y patos!
—¿Y esto? ¿De dónde lo has sacado?
—Soy un hombre de recursos.
—Roberto, en serio, ¿cómo lo has hecho?
—Llamé a mi padre y él llamó a sus amigos cazadores… Y me fui hasta Segovia. Eso sí, mis padres no sabían que estaba en Madrid y ahora tendré que ir a verlos antes de regresar a París. Maldita la gana.
—¿De verdad has hecho esto por mí?
—Claro, tonta. Sabía que lo del zoo no iba a salir.
Y justo en ese momento él se fijó en las plumas de flamenco. Y me miró con extrañeza buscando una explicación.
—¿O sí salió bien?
—Es una larga historia.
Yo revisé los tres sacos y saqué todas las aves.
—Algunas están congeladas, no sé si te servirán para ahora.
—Claro que me sirven… Roberto, pero esto te habrá costado una fortuna.
—Tampoco tanto.
—Eres un amor.
Lo abracé y lo besé. Me sentía fatal. Muerta de agradecimiento y muerta de remordimiento. Mientras yo vivía mi aventura amorosa en la sabana africana del zoo de Madrid, mi novio, el de verdad, no la ilusión, no la fantasía, había molestado a su padre y a sus amigos, se había dejado sus ahorros, y había ido hasta Segovia para, cual cazador, proveer a su familia de alimento, de sustento, o lo que es lo mismo, y en este caso, de plumas. Y yo, mientras tanto, fantaseando con amores de bolero, con amores inconvenientes. Pero ¿cómo podía ser tan cretina? Pero ¿cómo podía ser tan taruga, tan imbécil, tan niña, tan alelada, tan tonta, tan fantasiosa, tan gilipollas, tan…?
—¿Estás bien?
—Estoy de maravilla, Roberto. Tú no sabes cómo te lo agradezco, es que ni te lo imaginas.
—Bueno, ya veo que te habías apañado sin mí.
—Eso es lo de menos.
—Es que de verdad creí que no lo ibas a conseguir, perdona.
—No me pidas perdón, no seas tonto. Soy yo quien tiene que pedirte perdón. Por lo que te dije, por no hacerte caso, por no confiar en ti, por…
—Bueno, bueno, ya, tampoco saques las cosas de quicio… Que no es para tanto, que son cuatro patos y doce codornices…
—No te quites mérito, Roberto. No te quites mérito, porque esto es muy grande. Esto es… Vamos a follar, ahora mismo. Vamos.
—¿Así, sin más? Huelo a ave muerta que lo flipas.
—Hueles a hombre, a cazador. Hueles de maravilla.
Roberto se olió un brazo.
—Huelo fatal.
—Pues te meto en la ducha. Pero tú y yo vamos a echar el polvo que nos merecemos, el que llevamos un año esperando. Y no me digas que no.
Y Roberto no me dijo que no. Me besó y yo lo besé…
Y acabamos haciéndolo en la ducha. Bajo el agua.
Lo único malo es que los polvos en la ducha funcionan mejor en la imaginación que en la realidad, porque hacerlo de pie, sin apenas apoyo, y con un suelo deslizante, no es la mejor idea del mundo. Descubrí además que Roberto no solo se había depilado los cuatro pelos del pecho, también llevaba el culo completamente lampiño. Algo que me sorprendió.
—¿Y esto?
—¿El qué?
—Te has depilado el culo.
—Ah, sí, ¿no te gusta?
—¿Eh…? No sé, sí —dije por decir algo.
—Me alegro.
Yo, sin embargo, no sabía si me alegraba o no. Pero ahí recordé las palabras de Inma, la Inma real, no la imaginaria, cuando me dijo que ahora los chicos se lo pedían mucho. Y que era lo mejor para el sexo anal. ¿Querría Roberto que le comiera el culo? Ay, madre… Solo de pensarlo se me cortó bastante la excitación que tenía. Y no sabía si preguntárselo o no.
—Oye, Roberto…
—Dime.
—¿Quieres…? ¿Quieres…?
—¿Qué?
—Que te… ¿enjabone la espalda y el culo?
—No sé, si quieres…
—Yo, si quieres tú. Vamos, que a mí me da lo mismo.
—Vale.
Y me puse a ello, sin saber si tenía que ser un preámbulo de lo otro… Y fue llegar a su culo y masajearlo con el jabón y me di cuenta de que no, de que no estaba preparada, ni para hacerlo ni para preguntárselo. Pero aún así tanteé… Y a Roberto se le escapó la risa.
—¿Qué haces? ¿No me digas que durante este año de abstinencia te has dado a la literatura porno y quieres intentar cosas nuevas? —dijo sonriendo.
—¿Yo? Qué va… Pensé que tú… que tú querías.
Y se volvió a reír.
—Pero ¿qué dices? Sara… que soy yo, que París no me ha cambiado.
—Pero te has depilado el culo…
—Pero porque en el gimnasio todos lo llevan así, y ya estaba cansado de sentirme el español peludo.
—Donde fueres haz lo que vieres —dije yo.
Y Roberto volvió a reírse. Y me besó. Y yo lo besé. Y volvió a reírse.
—Si es que solo de pensar que creías que yo…
Y a mí su risa me sentaba bien y me la contagió. Se me había olvidado lo bien que me sentaba estar desnuda al lado de Roberto y riéndonos. Era como volver a casa. Y entre beso y beso el deseo se encendió de nuevo. Y ni quisimos ni nos dio tiempo de ir a la cama.
Es verdad que no fue el mejor polvo que habíamos echado en la vida. Pero fue tan agradable, me sentó tan bien que no me importó que no se pareciera al que había imaginado durante tantas veces ese año. Lo importante era cómo me había hecho sentir. Las risas, los abrazos. Estar de nuevo con él, y darme cuenta de que mi vida sí tenía sentido a su lado. Que no estaba equivocada. Vale, no fue uno de esos que en las películas a los protagonistas les lleva a pedirse en matrimonio. Pero fue un polvo de regreso. De recordar que todo lo que tenía en la vida antes del año de París me gustaba. Y mucho. Qué más daba Aarón, qué más daba que se casara con mi hermana. Tenía a Roberto.
Esa era mi realidad. Y más quisieran muchas. Tenía a alguien dispuesto a ir hasta Segovia para conseguirme unas codornices y demostrarme así que me quería. Y, además, aún nos quedaban días de la semana para perfeccionar la técnica y volver a sintonizarnos sexualmente. Que Roberto y yo habíamos funcionado divinamente en el pasado, y que a nada que practicáramos le íbamos a coger de nuevo el truquillo. Pues claro.
¿Cuántos tienen la suerte de tener sexo con su mejor amigo? Yo la tenía. ¿De verdad quería más, quería otra cosa? Sexo con risas, afecto cómplice, abrazos que te serenan. Sara, date con un canto en los dientes.
Eso sí, Roberto siguió sin soltar prenda sobre lo que había venido a decirme. Después del desfile, me dijo.
—Ahora lo importante es tu desfile.