ZOO
Entre chupitos de tequila, de vodka caramelo y varias copas de vino, habíamos elaborado un plan detallado, habíamos impreso varios planos del zoo, recopilado herramientas, hasta habíamos comprado en el chino varias máscaras que nos pondríamos para estresar a los pájaros. De eso último yo no estaba nada convencida, porque lo último que quería era dañar a los animales. Y por eso Aarón me pasó una petaca.
—La he rellenado de vodka caramelo. Y la del vikingo de tequila, que se ve que le tiene cierta querencia. Es para que nos dé fuerzas y se nos quite el frío y sobre todo los escrúpulos cuando estemos dentro. Se trata de que bebamos lo justo para animarnos, pero no para emborracharnos, ¿de acuerdo?
—A la orden, mi capitán —dije yo—. Aunque creo que yo estoy algo más que animada.
—Vámonos —dijo mi hermana.
Roberto estaba en la puerta de Ave del Paraíso, mirándonos sin poder creérselo.
—No pienso ir a por vosotros a comisaría. A mí no me llaméis.
—Blablablá —me burlé yo. Y nos dirigimos al coche.
Justo cuando estábamos subiendo los cuatro en el coche, llamaron a mi hermana por teléfono. Era David, la necesitaba con urgencia. Había tenido que cambiar dos de sus vestidos para el desfile y tenía que probárselos ya. Lu intentó buscar alguna excusa, pero David fue inflexible. La necesitaba sí o sí.
—Vete, Lu. Entre los tres nos apañamos —le dijo Aarón.
—¿Tú crees? —pregunté yo nerviosa. Porque la verdad es que tener a la loca de mi hermana involucrada en todo esto me daba bastante confianza. La veía capaz de utilizar todo tipo de recursos para salir de cualquier emergencia que se pudiera presentar.
—Tres podemos —dijo Eric.
Lu nos despidió con besos y abrazos, como si fuéramos a luchar en una batalla donde nos jugábamos la vida. Y Aarón decidió conducir, porque yo estaba un poco perjudicada por el alcohol. Arrancó y mientras nos alejábamos yo veía cómo Lu nos decía adiós con la mano. En mi rostro se dibujó una sonrisa de pánico. ¿Qué estaba haciendo? ¿Qué estaba haciendo? Cogí la petaca de emergencia y le di un traguito al vodka caramelo. Aarón volvió a repasar el plan. Cuando el zoo cerrase nos esconderíamos en una zona de bastante vegetación al lado del recinto de los rinocerontes. Tendríamos que enterarnos de la ruta de los vigilantes. Aunque él creía que, como en todo el país, habría habido recortes y habrían reducido el número de personal.
Aarón abrió la bolsa en la que llevaba las herramientas, para comprobar por enésima vez que estaba todo: alicates, navajas… Las necesitábamos para abrir la jaula de los pájaros exóticos. Yo prefería no pensar mucho en esa parte del plan, porque si ya quedarnos dentro del zoo cuando las puertas al público estaban cerradas me parecía gamberrismo, lo de romper las cerraduras de las jaulas lo sentía como algo puramente delictivo.
—Tiraré la bolsa por encima de la verja antes de entrar. —Me miró—. ¿Tú llevas las bolsas de basura para recoger las plumas?
—En mi bolso.
Enseguida llegamos a la Casa de Campo. La tarde estaba soleada, de esos días benignos de otoño de Madrid. Los árboles empezaban a amarillear y ya había muchas hojas en el suelo. Madrid es de esas ciudades a las que le sienta muy bien el otoño y la primavera. Eric contemplaba los árboles de la Casa de Campo con admiración, como si fueran secuoyas altas y milenarias en vez de encinas de lo más normalitas.
—Esto es la Casa de Campo, Eric. El pulmón de Madrid.
—Me gusta.
Conseguimos un aparcamiento y, ya fuera del coche, Aarón se escabulló por una de las verjas laterales del zoo.
—Esperadme aquí, voy a tirar esto. —Y señaló la bolsa de las herramientas.
—¡No! —le dije—. Es mejor que entremos nosotros, nos pongamos al otro lado de la verja y te avisemos para que las lances cuando no haya nadie cerca.
—También es verdad —dijo Aarón.
Sacó los dos mapas del zoo que habíamos conseguido de la web.
—Me voy a poner justo aquí, ¿de acuerdo? —dijo señalando una parte de la verja en el mapa—. Cuando lleguéis y esté el camino despejado dadme un toque al móvil y lanzo la bolsa. Venga, entrad.
Eric y yo nos acercamos a la entrada. No había nada de cola, porque lógicamente casi nadie va al zoo dos horas antes de que cierren. Solo un par de personas estaban delante de nosotros. Pagamos la entrada, que me pareció excesiva, veinte euros por dos horas, y entramos. Nos dirigimos a la zona de la verja donde tenía que estar Aarón, pasando por delante de los flamencos rosas, que estaban a pocos metros de la entrada y eran uno de nuestros objetivos. Yo miré si había plumas en el césped, pero apenas vi cuatro o cinco. Siempre que iba al zoo me quedaba mucho tiempo observando a los flamencos, para mí eran uno de los mayores alicientes del parque. Sus cuellos enormes y rosas, que tenían una flexibilidad imposible, sus patas de alambre, y cómo se movían en manada con una gracia y una elegancia que ya quisieran los miembros de la aristocracia. Había como unos ochenta y era de los pocos recintos que no estaban vallados. Sería muy fácil llegar luego hasta ellos. Tendríamos que mirar dentro de las casetas en las que dormían, seguro que allí había más plumas en el suelo. Llegamos hasta la valla y después de comprobar que no había ningún empleado cerca, llamé a Aarón al móvil. Tuvimos suerte porque, además de no haber operarios, solo había un par de familias mirando.
—Despejado, tírala.
—Imposible —me contestó Aarón—. Por aquí no hay manera de que pueda acercarme a la verja, hay demasiados árboles, tenemos que probar justo por el otro lado. Por el lado izquierdo de la entrada. Mira en el mapa, por donde están los lobos, los renos y el oso pardo.
—Vale —dije.
Comprobé el lugar en el mapa y nos dirigimos hacia allí. Y tuvimos que esperar un rato largo a que se despejara de gente, porque, desde luego, esa zona del zoo estaba más poblada de visitantes. Llamé a Aarón.
—¿Has llegado?
—Sí —contestó.
—¿A cuántos metros estás de la entrada?
—No sé, unos cincuenta.
—¿Puedes mover la verja, o golpearla, para ponernos justo debajo?
—Vale. La estoy moviendo, ¿me ves?
Pero yo no veía nada. Eric tampoco. Recorrimos unos metros en una y otra dirección mientras le pedí que volviera a hacerlo. Pero sin éxito. Aun así le mentí y le dije que tirara la bolsa. No podíamos estar muy lejos.
—Allá voy —dijo Aarón.
Eric y yo miramos hacia arriba, y como a treinta metros de donde estábamos vimos caer la bolsa, con tan mala pata que se coló directamente en el recinto de los lobos blancos del Canadá. Y casi le da a uno en la cabeza, que estaba durmiendo al sol. Se levantó y aulló del susto. Un niño señaló hacia el cielo.
—Mamá, un meteorito.
—Deja de decir tonterías, Borja.
La manada de lobos se acercó a olisquear la bolsa meteorito. Eric y yo nos miramos un tanto alarmados. Un empleado se acercó y amenazó a los visitantes:
—¿Quién le ha tirado comida? ¡¿Pero no ven que está prohibido?!
Aarón, que seguía al teléfono, me preguntó:
—¿La habéis cogido?
—Imposible. Entra. Te esperamos donde los flamencos.
Salimos de esa zona lo antes posible, para que nadie nos relacionara con la bolsa. Y nos dirigimos de nuevo al recinto de los flamencos caribeños. Al llegar, y mientras esperábamos a Aarón, yo volví a mirar al suelo para localizar todas las plumas.
Aarón llegó a nuestro lado.
—Veinte eurazos me han clavado por entrar. Lo llego a saber y salto la valla. ¿Por qué no habéis podido coger la bolsa?
—Porque la has lanzado literalmente a los lobos.
—Pues vamos a tener que entrar en el recinto. Necesitamos las herramientas —sentenció Aarón.
—¿Tú estás loco?
—No pasa nada, si están bien alimentados. Y acostumbrados a la gente, son como mascotas. Ya entro yo.
—Aarón, no voy a dejar que te juegues la vida por mi culpa.
—Aquí quien ha tenido la culpa de todo he sido yo. Así que déjame.
—Bueno, vamos a la zona de los pájaros exóticos, a lo mejor no necesitamos ni las herramientas. Y a esta hora hacen la exhibición de vuelo. Ya veréis qué maravilla —dije yo intentando ser positiva.
Mientras nos dirigíamos hacia la zona de la exhibición de aves, Eric se enamoró de los osos panda. Enseguida comprendió por qué eran el orgullo del zoo. Aunque los osos panda se pasaban el día dormitando, es verdad que cuando tenías la suerte de verlos despiertos resultaba casi imposible no encariñarse con ellos.
—So big and tender. Look at his face!
Tuvimos que arrastrarle del brazo para sacarle de allí.
—Que no hemos venido a ver animales, Eric, por favor.
Al pasar por delante del recinto de los hipopótamos vimos a unos cuantos operarios, diez exactamente, limpiando la charca con botas de agua y mascarillas. Mientras, el hipopótamo dormitaba al sol. Yo ahí me di cuenta de que Aarón había sido demasiado optimista con respecto al número de empleados que trabajaban en el zoo. De hecho nos habíamos cruzado casi con más operarios que personas de visita.
—¿No dijiste que habían recortado personal?
—Seguro que luego se van casi todos. No te preocupes.
Y justo cuando lo decía pasaron tres carritos como de jugar al golf con seis operarios con la camiseta del zoo.
—Yo veo a mucha gente…
Atravesamos el recinto de los monos. Cientos de babuinos con sus culos rojos nos miraron al pasar. Parecía que sabían que estábamos tramando algo ilegal. Tienen algo los babuinos que te hacen sentir como cuando pasas un control de aduanas, que aunque no lleves nada siempre piensas que te van a encontrar droga en el equipaje de mano. Pues con los babuinos igual, te miran con una especie de superioridad moral que amedrenta.
Aarón señaló hacia arriba. Había varias cigüeñas en dos enormes nidos, encima de una estructura de hormigón.
—¿Tú crees que las plumas de cigüeña te podrían valer?
—Llegado el momento y si no tuviéramos opción, sí…
—Y ¿cómo subimos hasta ahí? —preguntó Eric.
—Ahí imposible, pero hay otra estructura de hormigón más accesible allí abajo, junto a los patos y el restaurante. A lo mejor allí podemos llegar… —contesté. El alcohol me estaba volviendo intrépida.
Seguimos caminando y enseguida llegamos a la zona de vegetación que había mencionado Aarón. Y era verdad, allí sería fácil agazaparse. En ese momento vimos pasar entre la gente dos pavos reales. Iban tan a gusto, paseando sin inmutarse entre las personas, en completa libertad. Eric los señaló.
—¿Quitamos plumas? Esto es fácil…
—Eric, por favor, no le vamos a arrancar plumas a ningún pájaro. No somos torturadores. Solo cogeremos las que haya por el suelo.
Aarón torció el gesto.
—Pues yo por ahora no he visto muchas… A lo mejor hay que ser un poquito más radicales.
En la zona de exhibición de aves —un campo de césped impoluto y gradas bajas de cemento a modo de auditorio romano— estaba a punto de comenzar el espectáculo. Una locutora dicharachera empezó a dar instrucciones: los niños no deberían levantarse de las gradas para no interferir en el vuelo de los pájaros, y tenían que guardar silencio para que ninguna de las aves perdiera la concentración. Con música atronadora de diversas bandas sonoras de películas de acción y épicas dio comienzo el show. Varios entrenadores —conté ocho—, colocados estratégicamente a cada lado del césped y entre las gradas, hicieron una señal a la locutora de que estaban listos y preparados. Los primeros pájaros en alzar el vuelo fueron cuatro hermosísimos guacamayos azul turquesa. Empezaron su vuelo a ras del suelo y fueron subiendo, rodeando el recinto. Como teníamos a uno de los entrenadores cerca, vimos que uno de los guacamayos pasaba a pocos centímetros de nosotros y se posaba en la mano del entrenador. Eric le hizo una foto. Y lo señaló.
—Queremos a ese. Wonderful feathers…
—Eric, no vamos a secuestrar al pájaro.
—No, no —dijo él—, solo dos o tres plumas.
Después de los guacamayos, alzaron el vuelo varias cacatúas, loros grises y dos tucanes. Como Eric no dejaba de señalarlos, y cada vez más entusiasmado y con cara de secuestrador en potencia, decidí llevármelo de allí. Y también a Aarón. Pasamos cerca de los halcones y buitres, estaban sujetos al suelo por cadenas y apenas podían alzar el vuelo. Era muy fácil acceder a ellos, porque no había ningún tipo de verja. Y lo mejor es que en el césped se veían unas cuantas plumas. Eso sí, aunque estaban presos, con las cadenas podían recorrer todo el terreno e iba a ser difícil meterse en el área sin llevarse algún picotazo. Y no tenían precisamente un pico de jilguero… A escasos metros vimos la jaula de las aves exóticas, donde guardarían luego a los pájaros de la exhibición. Comprobamos que no parecía demasiado difícil de abrir la reja de la jaula, con una segueta podríamos romper el candado. El problema es que las herramientas seguían en el recinto de los lobos. Había varias plumas en el suelo, dos realmente espectaculares.
—Tendremos que entrar ahí. Y para eso vamos a necesitar las herramientas —dijo Aarón—. Vamos a ver exactamente dónde han caído.
Mientras íbamos hacia allí, yo vi varios carteles que advertían de que había cámaras de seguridad protegiendo todo el perímetro del zoo. Se las señalé a Aarón.
—No mencionaste las cámaras…
—Seguro que la mitad no funcionan.
—Ya, lo mismo dijiste de los operarios, que no iba a haber, y esto está lleno.
—Pues ahora vamos a la tienda de souvenirs y nos compramos unas viseras.
Los lobos blancos del Canadá seguían durmiendo al sol. Le señalé a Aarón la bolsa de las herramientas. Aarón la vio y luego miró a los lobos.
—Si son como huskies. Y míralos, tienen el estómago lleno. Los animales salvajes con el estómago lleno no suponen ningún problema.
—Para un domador a lo mejor no, para un músico déjame que lo dude.
Aarón no me hizo caso y se acercó un lado de la verja. Entre la valla y los lobos había un foso, como ocurría en todos los recintos con animales peligrosos, para que no se pudieran acercar a las personas. Lo bueno es que ese foso apenas tenía un metro de ancho en uno de los extremos. Además, existía la posibilidad de acceder desde fuera del zoo, trepando por uno de los árboles.
—Si me cuelgo de esa rama, puedo meterme hasta ahí —dijo Aarón señalando dentro el recinto—. Cojo la bolsa de las herramientas y luego salto el foso por ese lado. Los lobos ni se enterarán.
—Dangerous —dijo Eric.
—Gracias —dije—, al menos somos dos los sensatos.
—¿Qué es la vida sin emoción?
—Una vida hasta los ochenta —dije yo—. Y no voy a permitir que saltes ahí dentro.
—Hagamos una cosa. A casi todos los animales, una vez que cierran el zoo, los meten en las jaulas para que pasen la noche resguardados. Esperaremos a que estén dentro y saltaré a por la bolsa. ¿Te parece bien?
Yo asentí aliviada. Eso ya sonaba más sensato.
—Y ahora vamos a por las gorras a la tienda.
Eric se enamoró de todos los peluches que había en la tienda de souvenirs. Sobre todo de los osos panda. Y de los pulpos. Él nunca había visto un peluche de pulpo, y en honor a la verdad he de decir que yo tampoco. Así que se empeñó en comprar dos, uno de panda y otro de pulpo. Yo no me lo podía creer. Veníamos en misión atraco, y el vikingo se entretenía comprando peluches.
—¿Dónde encontrar pulpo en otro sitio? —se excusó.
Al salir de la tienda con nuestras gorras y los peluches de Eric, Aarón acabó por pergeñar el resto del plan. Una vez que cerraran el zoo al público y tuviéramos las herramientas, iríamos a por las plumas de las aves exóticas, y luego a por las de las cigüeñas, y finalmente a por las de los flamencos. Solo tendríamos que sortear a los vigilantes.
Veinte minutos antes de la hora del cierre por megafonía anunciaron que todo el público debía abandonar el zoo. Nos dirigimos disimuladamente hacia la zona de vegetación en donde íbamos a ocultarnos. Una vez allí, esperamos a que no hubiera nadie a la vista para agazaparnos entre la maleza. Por megafonía anunciaron que el zoo cerraba sus puertas en cinco minutos. Desde donde estábamos controlábamos el recinto de los hipopótamos y vimos cómo se abrían las compuertas de las jaulas para que los hipopótamos entraran.
Yo sentí que las pulsaciones de mi corazón se aceleraban. Y volví a darle un trago a mi petaca. Las pulsaciones subían por segundos, estaban descontroladas. Éramos unos delincuentes que íbamos a atracar el zoo. Vale, solo a llevarnos las plumas. Pero era ilegal, era irresponsable, era delictivo, era…
—Bebe —me dijo Aarón, que debía de notar mis pulsaciones desbocadas desde donde estaba.
—Estamos locos.
—Dime que no es divertido.
Y sonreí. Cosas del alcohol, supongo.
Cuando vimos que no había nadie cerca, salimos de nuestro escondite con cautela. Nos dirigimos hacia el recinto de los lobos blancos del Canadá para recoger la bolsa de herramientas.
Aarón iba de avanzadilla. Y de repente alguien lo vio, solo a él, porque nosotros conseguimos ocultarnos detrás de una jaula.
—Oiga, el zoo ya ha cerrado. Tiene que salir.
—¿Eh…? Ah, sí —dijo Aarón.
—Le acompaño a la salida.
—No hace falta…
—Le acompaño.
Aarón resopló y no tuvo más remedio que hacer caso al vigilante. Yo empecé a sentir pánico. ¿Qué íbamos a hacer ahora sin nuestro líder? Eric me puso una mano en el hombro para intentar tranquilizarme.
—Tú lo llamas ahora.
Pero no hizo falta que lo llamara. Enseguida me mandó un Whatsapp: «Seguimos con el plan, nos vemos en donde los lobos. Salto la valla».
Así que Eric y yo llegamos como pudimos hasta el recinto de los lobos. Es verdad que no nos encontramos con muchos empleados. Y conseguimos sortearlos sin demasiada dificultad. Nos agazapamos entre los árboles esperando a Aarón. El problema es que aunque habían abierto las puertas de la jaula para que los lobos entraran, estos seguían aprovechando los últimos rayos de sol. Le mandé un mensaje a Aarón: «Ni se te ocurra saltar, aún hay lobos».
Pero fue enviar el mensaje y ver a Aarón subido en las ramas del árbol. Yo quise gritar que no saltara, pero Eric me tapó la boca, para no alertar a los vigilantes. Aarón saltó.
Y de pronto los lobos, que parecían estatuas al sol, agudizaron su oído y se levantaron como un resorte. Olfatearon y se dirigieron hacia donde había caído Aarón.
—Rápido, hay que distraerlos. Ruido, comida, algo…
Yo empecé a golpear la verja, a llamar a los lobos. Porque la posibilidad de que le hicieran algo a Aarón, de que le mordieran, de que le hirieran, era imposible de soportar. Ahí me di cuenta de que me importaba más de lo que creía. De que lo quería ileso, de que por nada del mundo quería que le pasara nada. Por favor, por favor, que no le alcancen los lobos. Por favor. Así que hice lo poco que estaba en mi mano: ponerme a berrear como una histérica.
—Perrito, perrito… ¡Ven, ven! ¡Veeeen!
Eric hizo lo mismo. Pero los lobos no nos hicieron ni caso. Iban directos a por Aarón.
—Corre, Aarón, por lo que más quieras. Corre. Olvídate de la bolsa. —Yo gritaba, le alentaba a correr, le soplaba… Sí, no sé por qué soplaba como si estuviera apagando las velas de una tarta de cumpleaños, pero el caso es que soplaba.
Pero Aarón no me hizo caso, localizó la bolsa y fue a por ella. Uno de los lobos estaba llegando a su lado.
—¡Sal de ahí! ¡Corre! ¡Por lo que más quieras! ¡Corre! ¡Corre! —Estaba fuera de mí.
Aarón por fin me hizo caso y echó a correr. Se libró de las fauces del lobo por centímetros. Con la bolsa en la mano, siguió corriendo a toda velocidad, mientras los demás lobos se unían para cazarlo. Empezaba a estar rodeado. Y a mí me iba a dar algo, me iba a morir allí mismo. Aarón, por favor, por favor, te necesito vivo y entero. Aarón, corre, por favor, corre.
Aarón consiguió llegar milagrosamente al foso y saltarlo. Yo grité, salté, me abracé a Eric, lo había conseguido. ¡Lo había conseguido! Estaba a salvo. Por los pelos, pero estaba a salvo. La manada de lobos aullaba enfurecida. Se habían quedado sin su presa.
—¡Eh, vosotros! ¿Qué hacéis ahí? —gritó un vigilante, que enseguida alertó a los demás por walkie—. Tres intrusos en el recinto nueve.
Con nuestros gritos y golpes en las vallas para despistar a los lobos, sobre todo con los míos, habíamos llamado la atención del personal.
El vigilante se dirigió a nosotros en su carrito de golf y nosotros echamos a correr como alma que lleva el diablo.
—Where are we going? —preguntó Eric en inglés, porque en momentos de tensión no estaba como para ponerse a pensar en español.
—A la zona de los camellos. A saltar la valla. ¡Abortamos la misión! —grité yo.
—De eso nada. No me he jugado la vida para irnos sin las plumas. —Aarón señaló hacia el lugar donde nos habíamos escondido la primera vez—. Volvemos allí.
—No —dije yo.
—Sí —dijo él. Y me cogió del brazo—. Vamos.
Como con los nervios yo habría sido incapaz de llegar por mi cuenta a la zona de los camellos para saltar la valla, me dejé arrastrar por Aarón. Conseguimos despistar al vigilante del carrito de golf y llegamos hasta la maleza. Allí nos agazapamos. Yo sudaba y jadeaba.
—Vámonos de aquí. Que ya nos han visto, que no hay nada que hacer, que vamos a acabar en comisaría y mañana en los periódicos. Que va a ser muy bochornoso. Y que ya te has jugado la vida por mí una vez y no quiero que te la juegues más.
—Tenemos misión —dijo Eric.
—Así se habla, tío. No nos vamos sin tus plumas.
—No sin plumas —repitió Eric.
Yo los miré. Ahí estaba yo, agazapada, prófuga de la justicia, con dos locos que querían ayudarme a conseguir mi sueño. Y yo acojonada, borracha y comportándome como una cobarde.
—¿Qué puedo hacer para convencerte? —me preguntó Aarón.
Yo le di otro trago a la petaca. Bésame, pensé. Bésame y me convences. Sí, tenía que admitirlo. Y de nada servía ya negarlo. En unas horas había pasado de querer matarlo, literalmente, a quererlo, así a secas, sin más y con todas las letras. El sentimiento que un día había tenido seguía ahí, pero ahora se había intensificado. Y no había manera de negarlo. Volví a beber, claro. ¿Qué iba a hacer?
—Yo necesito abrazo —dijo Eric de repente.
Aarón y yo miramos al vikingo. Al pobre se le veía indefenso y muerto de miedo. Con ganas de llevar a cabo la misión, pero consciente, quizás por primera vez, del peligro. Tan grandote y tan acobardado.
—¿Quieres un abrazo? —pregunté.
Eric asintió. Yo fui a abrazarlo. Pero señaló a Aarón.
—De él, mejor.
Yo lo observé un tanto desconcertada. Míralo, qué listo el vikingo.
—¿Otro? —preguntó Aarón, que ya le había dado uno en plan camarada.
Eric asintió. Y Aarón, ni corto ni perezoso, lo abrazó. Con un abrazo de un amigo que no tiene ningún reparo ni ningún prejuicio absurdo en abrazar a un igual. Y de demostrar que le tiene afecto. Y eso también me gustó. Mucho.
—Todo va a salir bien.
Eric sonrió. Aarón entonces se dirigió a mí.
—¿Tú también quieres un abrazo?
Y yo sé que tenía que decirle que no, que no lo necesitaba. Que eso habría sido lo sensato. Pero me moría por sentir su cuerpo pegado al mío.
—No me vendría mal.
Al experimentar el contacto de su cuerpo cálido y de sus brazos, tuve que hacer verdaderos esfuerzos para no dejarme llevar y buscar sus labios. Por un momento me pareció que él sentía lo mismo. Nos miramos. Dios, nunca había deseado a nadie de esa manera. Ni a él hace quince años. Era un deseo que me estaba abrasando, más fuerte que yo. Sentí que mi cuerpo era demasiado pequeño para albergar semejante deseo. Aarón rompió el momento enseguida.
—¿Mejor? ¿Seguimos adelante?
—¡Sí! —gritó Eric.
Yo le di un trago a la petaca. Y me repuse como pude. Los miré y sonreí.
—La madre que os parió —dije, tomando otro trago—. A por las plumas. Pero pasamos de asaltar la jaula de los pájaros exóticos. Es demasiado arriesgado. Vayamos a por los flamencos y las cigüeñas, ¿de acuerdo?
Eric y Aarón asintieron.
Después de varios minutos salimos del escondite y fuimos poco a poco avanzando hacia la zona de la terraza del restaurante. Allí, a pocos metros estaba la otra estructura de hormigón donde anidaban las otras cigüeñas. Y yo creía que era mucho más accesible que las que estaban cerca de la zona de las aves exóticas. Conseguimos llegar. La montaña de hormigón estaba rodeada de agua y de pequeñas islitas de cemento que utilizaban cientos de patos como base. No sabíamos cuánta profundidad tenía el canal, así que Eric tiró una piedra. Calculó que menos de un metro. Además, había una fila de piedras que se podían pisar para llegar hasta la estructura de hormigón sin necesidad de mojarse. Habría que hacer equilibrios, pero no era imposible. Eric se ofreció voluntario.
—Dame bolsa.
Yo saqué del bolso de mi hermana un par de bolsas y se las pasé.
—Yo subo y tomo plumas —dijo—. You stay here. Are they dangerous? —preguntó.
—¿Cómo van a ser peligrosas? No, hombre, no. Si son las que traen a los niños de París. Son pájaros grandes pero inofensivos —dijo Aarón.
Eric, sin fiarse del todo, me miró a mí. Y yo volví a dar un trago a mi petaca y asentí.
—Completamente inofensivas —dije. Sin saber si era verdad o no.
Eric se fio de mi palabra. Comprobamos que no había vigilantes ni empleados a la vista y el pelirrojo grandullón se arremangó los pantalones y se metió en el canal.
Pero entonces lo detuve. No, no podía permitir que otro hombre se volviera a jugar el tipo por mí. Ya estaba bien de ser rescatada. Era yo quien necesitaba las plumas, pues tenía que ser yo quien las cogiera.
—Voy yo, Eric. Yo cojo las plumas.
—Are you sure?
—Sí, además yo sé cuáles necesito.
Eric miró a Aarón, como pidiéndole consejo, pero este se limitó a encogerse de hombros. Era mi decisión, vino a decir con ese gesto. Y si yo quería…
—Trae la bolsa.
Le quité la bolsa de las manos. Y esta vez fui yo quien se arremangó. Tenía que demostrar a ambos, sobre todo a Aarón, de qué pasta estaba hecha. Me metí en el foso, mojándome los zapatos, pero enseguida conseguí equilibrarme entre las piedras. Alcancé la columna de hormigón y empecé a trepar por ella para llegar arriba, que era donde anidaban las cigüeñas. Enseguida vi varias plumas, que metí como pude en la bolsa.
Estaba tan concentrada en poner los pies y las manos en los sitios adecuados para ayudarme a subir y en recoger las plumas que no hice caso de lo que Eric me decía.
—Cabra… cabra…
Que sí, hombre, que cabrán todas las plumas en la bolsa, que tampoco hay tantas, pensé.
—¡Sara! ¡Sara!
Esta vez era Aarón quien gritaba. ¿Nos habrían descubierto los vigilantes? ¿Por qué no me dejaban tranquila? Giré la cabeza hacia ellos para ver qué pasaba. Y los vi a los dos con la cara descompuesta, señalando un cartel que había en la valla…
—No solo hay cigüeñas… Hay… Hay…
Y entonces noté que algo presionaba mi mano derecha. La miré y vi una enorme pezuña encima de ella. Seguí con la mirada esa pezuña hacia arriba y entonces la vi.
Era una cabra enorme con unos cuernos grandes, gruesos, mitológicos y en forma de media espiral, pegados a la cabeza. Emitió tal bufido y me miró con un odio que yo hasta ese momento jamás había experimentado nada parecido. Mis piernas empezaron a temblar, al igual que mi mandíbula.
—Cabrita bonita… si ya me voy… Ya me bajo, ¿ves?
Pero con los nervios y el tembleque no conseguía apoyar bien los pies, de modo que lo único que se me ocurrió fue impulsarme con las manos, subir y escapar hacia arriba. Sí, los nervios no son buenos consejeros. Y eso de que el pánico alerta tus sentidos y saca lo mejor de ti, en mi caso, y en ese preciso momento lo pude comprobar, no es verdad.
No conseguí incorporarme del todo, porque el carnero, sin pensárselo demasiado, me embistió. Me golpeó con fuerza el pecho. Perdí el equilibrio, que intenté recuperar moviendo las manos como si fueran alas, pero como no tenía plumas, solo las de las bolsa, de nada sirvió y me caí al canal. Con estruendo y humillación. Como apenas estaba a tres metros de altura, y el canal tenía una profundidad de un metro, no sentí el golpe. Me levanté, empapada. Desconcertada. Me palpé el pecho, no sentía ningún dolor, tal vez fuera cosa de la adrenalina, que me engañaba y quizá me estuviera desangrando por dentro, o con siete costillas rotas, pero la verdad es que no me dolía. Solo olía a podrido.
Eric y Aarón se lanzaron a por mí. Sin que les importara mojarse. Yo les grité, no hacía falta que vinieran al rescate.
—Estoy bien, estoy bien… Entera. —Alcé la bolsa de las plumas—. Y tengo cuatro o cinco —dije intentando parecer victoriosa. Pero en realidad me sentía humillada, claro. Mi intento por comportarme como una heroína, como una mujer decidida, se había esfumado con una simple embestida de una cabra. Grande, sí, con cuernos mitológicos, también, pero cabra al fin y al cabo. Primero me abatía el amor, como un rayo partiendo un roble, y ahora me abatía una cabra. Qué desastre.
—Me ha derribado una cabra… —dije mientras me acercaban a la orilla.
—Eso no era una cabra, era una bestia —puntualizó Aarón para consolarme.
—So big… and furious. That’s bad karma.
—Que mal karma ni que mal karma, yo, que soy gilipollas, que tenía que haber leído el cartelito de que había una cabra. Pero es lo que me pasa siempre, que soy gilipollas —dije yo, empapada de arriba abajo, oliendo a basurero y empezando a sentir un frío polar.
Con el estrépito, varios vigilantes nos avistaron, justo cuando llegamos a la orilla. Así que no nos quedó otra que echarnos a correr. Pero esta vez no tuvimos tanta suerte y vimos cómo dos carritos nos cerraban el paso. Dimos la vuelta, pero tres vigilantes más estaban al otro lado. No había escapatoria.
Los vigilantes me quitaron la bolsa, a pesar de que yo me resistí, pero al ver sus miradas amenazantes tuve que dársela, ya no soportaba otra mirada furiosa, con la de la cabra había tenido suficiente, y al ver el contenido se miraron entre ellos sin acabar de comprender qué estaba pasando.
—Solo queríamos unas cuantas plumas… —dije yo.
—¿Plumas?
—Sí, no queríamos robar ningún animal, ni nada —dije.
—Kidnapping, maybe —dijo Eric. Y yo lo miré de manera censora para que se callara. Nada de kidnapping, nada de secuestro. Solo esperaba que ninguno de los vigilantes hablara inglés.
—Todo lo que hay en el zoo es propiedad del ayuntamiento y de la Comunidad de Madrid.
—Esto es un delito —remató uno de ellos, por si no nos había quedado claro.
Nos llevaron a las oficinas centrales. Iban a llamar a la policía y nos dejarían en una sala hasta que llegara. Qué vergüenza. Qué bochorno. Aarón intentó convencerlos de que nos dejaran marchar, al fin y al cabo solo nos podían acusar de habernos quedado dentro del recinto más allá de la hora del cierre y de llevar cuatro plumas en una bolsa. Pero los vigilantes, celosos de su trabajo, aseguraban que colarse dentro del recinto y perturbar a los animales era un delito tipificado como vandalismo.
—Pero si nos han perturbado ellos a nosotros, que la cabra la ha tirado al agua.
Empapados como íbamos, sobre todo yo —Aarón y Eric solo se habían mojado los pies y las piernas—, dejábamos un rastro de agua allí por donde pisábamos. Estaba aterida, muerta de frío y de bochorno. Al entrar en las oficinas, vi que a nuestro paso nos miraban todos los empleados que había por allí, que eran unos cuantos. Se había corrido rápidamente la voz de nuestra aventura. Nos metieron en una oficina y nos dejaron solos. Yo temblaba. Aarón se dio cuenta y se quitó la cazadora y el jersey. Yo le vi el ombligo desnudo y parte de los abdominales. Aparté la mirada.
—Toma, quítate la parte de arriba y ponte esto, está seco.
—¿Y tú?
—Yo aguanto, no te preocupes.
Miré la ropa que me ofrecía, sin decidirme.
—Venga, no seas tonta. Que vas a coger una pulmonía.
—¿Os dais la vuelta? —les pedí. De nuevo la damisela que había en mí, qué asco, salía a relucir de manera incontrolable.
—Claro.
Ambos se giraron y yo me deshice del abrigo, el jersey y la camiseta. Y estar ahí medio desnuda delante de Aarón, y a pesar del momento, me excitó ligeramente. Ay, madre, no tenía remedio. ¿Estaría él mirándome de reojo? Me puse su ropa. Olía a él. Y de repente me sentí muy confortada.
—Ya.
Justo cuando se giraron, uno de los vigilantes entró con un encargado.
—Estos son.
El encargado, un señor de unos cincuenta años que me sonaba de algo, tal vez era que simplemente se parecía un poco a ese documentalista aventurero que veíamos en la infancia, De la Quadra-Salcedo, con su bigote y todo, atlético y con la piel muy curtida por el sol, nos miró de arriba abajo. Se le veía disgustado.
—¿Se puede saber qué estaban haciendo dentro del recinto violentando a los animales?
—No hablaremos sin un abogado —dijo Aarón, y me miró—. Tengo uno buenísimo que me gestiona todos los derechos de autor, un crack.
¿Eso no sería complicarlo todo?, pensé. Pero Aarón me hizo un gesto para que no me preocupara, como si lo tuviera todo bajo control, cuando claramente no era así.
—Como quieran —dijo el señor, y cogió el teléfono—. Ana, ponme con la policía.
Y yo en ese momento me percaté de algo, entre la pared y la mesa había varias pancartas. Pude leer uno de los lemas: «Estafados por las preferentes. Queremos nuestros ahorros».
Y entonces me acordé de mi madre, de las veces que había venido conmigo al zoo, de los folletos que había sacado de su bolso y vuelto a guardar con cierta vergüenza. Volví a mirar al hombre de bigote. ¡Sí! Era él. Era el hombre con el que se estaba liando mi madre. Lo habría conocido en una manifestación, habrían acabado hablando del zoo, y una cosa habría llevado a la otra, hasta la infidelidad. Maldito. Pero qué bien me venía en estos momentos esa casualidad del destino. Tenía que aprovecharla. No me quedaba otra. Había hecho el ridículo delante de todos al ser derribada por la cabra, pero era el momento de tirar de mi ingenio y arrojo. Y esta vez tenía que salir bien.
—¿Conoce a Berta Rodríguez? —pregunté.
Al oír ese nombre, el hombre se alarmó.
—¿Por qué lo pregunta?
—Es mi madre —contesté.
—¿Tu madre? —El hombre estaba desconcertado.
—¿Nunca le ha hablado de su hija, la que trabaja con plumas?
Y entonces el señor se dio cuenta de que hablaba en serio, y de que todo empezaba a cuadrar.
—¿Y has venido a asaltar mi lugar de trabajo para vengarte? —preguntó.
Aarón y Eric nos miraban fascinados, sin entender el giro que había dado todo. ¿Qué era eso de una venganza? ¿No habían ido allí por las plumas? ¿Por qué conocía a ese señor? ¿De qué iba todo aquello?
—No, no, si yo no sabía que usted trabajaba aquí. Pero acabo de ver las pancartas y el otro día lo vi en la manifestación con mi madre, y por eso he caído en la cuenta.
El hombre del bigote, el amante de mi madre, hizo salir a los dos vigilantes que nos acompañaban. Y antes de colgar el teléfono habló con la secretaria.
—Ana, no llames a la policía, creo que no va a hacer falta.
Colgó el teléfono y yo respiré aliviada. El hombre me miró.
—Y entonces, ¿me vas a explicar qué haces aquí?
—¿La verdad? Necesitábamos plumas. Tan simple como eso. Sé que no debimos hacerlo, sé que está mal, sé que…
—¿Necesitáis plumas y os coláis en el zoo? —preguntó—. ¿Pero no tienes otros canales para conseguirlas? ¿Granjas de pollos, de avestruces, de patos, de codornices…? No sé… Hasta desplumar un edredón nórdico…
Aarón y Eric me miraron con cierta indignación. ¿Por qué no había tenido yo esa idea?
—Esas plumas son de muy mala calidad, no sirven —me justifiqué.
—Ah —contestaron al unísono.
Yo miré al encargado, al del bigote, al amante de mi madre.
—Era una emergencia.
—¿Y no se os ocurrió… qué sé yo… intentar comprar a un limpiador y que os pasara un saco de plumas? Hasta eso me parece menos descabellado que entrar a hurtadillas en una propiedad privada.
La verdad es que eso habría sido mucho más sensato, sí. Pero no se nos ocurrió.
—Si no va a llamar a la policía… —preguntó Aarón—, ¿nos podemos ir?
El señor del bigote nos volvió a mirar calibrando la situación.
—Mi madre le estaría eternamente agradecida —dije yo.
—Dime antes una cosa, ¿por qué las plumas de las cigüeñas?
—Pink flamingos, these are our goal.
—¿Los flamencos rojos caribeños?
—Sí —contesté avergonzada bajando la cabeza.
El señor se sentó tras su mesa del despacho y miró algo en el ordenador. Asintió y cogió el teléfono.
—Ana, pásame con la veterinaria. Gracias. Laura, los dos flamencos que se murieron hace tres días, ¿ya está la autopsia hecha? Espérame ahí, no te vayas.
El hombre colgó el teléfono. Me señaló.
—Ven. —Y luego se dirigió a los chicos—: Vosotros la podéis esperar fuera.
—¿Nos podemos ir? —preguntó Aarón.
—Esperadla a la salida.
Yo seguí a aquel hombre por los pasillos. Bajamos varias escaleras. Iba dejando mi rastro mojado por donde pasaba. Permanecíamos en silencio, yo no sabía muy bien qué decir.
—Me llamo Sara.
—Lo sé, yo soy Ismael.
—Y siento mucho…
—Mejor no hables.
Entramos en la zona de veterinaria. Allí había una mujer con bata blanca.
—Laura, te presento a Sara.
—Encantada —me dijo, y me tendió la mano. Yo se la estreché, pero apartándome lo suficiente para que no notara mi aliento a alcohol ni mi olor a agua estancada. Seguía chorreando, aunque al menos ahora medio cuerpo lo tenía seco gracias a la ropa de Aarón.
—Es una amiga de mi familia. Está haciendo un estudio… Bueno, el caso… ¿le puedes enseñar los flamencos muertos?
—Claro, pero están abiertos en canal. No es un espectáculo muy agradable de ver.
—No creo que se asuste. Está acostumbrada a tratar con animales muertos, ¿verdad?
Yo asentí, impostando una seguridad irreal.
De un compartimento, Laura sacó dos bolsas negras y las abrió. Aquello apestaba. Vi algo parecido a dos pollos de cuello gigante y rosa abiertos por la zona de las tripas. Ismael se acercó y arrancó una de las plumas. Me la pasó.
—¿Te podrían servir?
Al tocar la pluma y ver su color de cerca, se me olvidó el olor putrefacto de los cadáveres.
—Es preciosa. Sí.
Ismael miró a la veterinaria.
—¿Cuándo los incineráis?
—Tendríamos que haberlo hecho hoy, pero estábamos desbordados de trabajo.
—De acuerdo. —Me miró—. Me encantaría que te los pudieras llevar, pero eso va contra las normas.
—Lo entiendo —dije.
—Pero no creo que pasara nada si te llevaras sus plumas, ¿verdad, doctora?
—Yo no quiero saber nada —dijo la doctora—. Mientras tenga dos cadáveres que llevar a la incineradora en una hora, todo bien.
Y sin más salió por la puerta.
—Avisa a tus amigos, y que vengan. Tenéis una hora para desplumarlos.
—¿De verdad?
—Pero ni una palabra a nadie de dónde las habéis sacado.
—Hecho. Gracias. —Lo miré y me atreví a decirle—: Ya entiendo lo que mi madre ha visto en usted.
—Mejor que esto quede entre nosotros, ¿de acuerdo?
Y asentí, claro. Lo que él quisiera. Por un momento sentí que estaba traicionando a mi padre, y de la peor manera.
—Es usted majísimo… y hasta me gusta su bigote.
Cállate ya, Sara, por favor. Que una cosa era agradecérselo y otra esto. Y que ya me empezaba a sentir como aquel que había negado a Jesús tres veces. Una pequeña traición a mi padre, vale, pero esto ya era alevosía. Aunque enseguida volví a fijarme en la pluma rosa y se me pasaron los remordimientos. Tenía la salvación en mis manos. Y no podía desaprovecharla pensando en quién se acostaba con quién. En esos momentos no era de mi incumbencia. «Lo siento, papá, pero mira el color de estas plumas».
Aunque, mientras Aarón, Eric y yo desplumábamos los flamencos, yo sentía que esa tarde en el zoo había traicionado a todo el mundo. A mi padre, por dejarme ayudar por el amante de mi madre, a mi hermana por haberme enamorado irremediablemente de su novio y a Roberto, porque me había olvidado por completo de él, al menos durante esas horas. Y no sabía muy bien qué iba a sentir cuando lo volviera a ver. Así de perdida estaba.