EL DESASTRE
Era mucho peor de lo que había imaginado. Donde estaba la mancha de humedad ahora había un boquete como de quince centímetros, y de ahí caía una cascada de agua turbia. El agua había empapado una de las alas, que aún aguantaba colgada en la estantería, la otra estaba en el suelo, ahogada en medio de toda aquella agua sucia… La peor de mis pesadillas acababa de ocurrir.
—No, no, no…
Bajé las escaleras de caracol entre alaridos de dolor por mi culo machacado, y con el ánimo por los suelos. Me abalancé sobre el ala que estaba en el suelo para rescatarla. Pero poco se podía hacer. Aquello era un amasijo apestoso y deforme de lo que hace unas horas habían sido unas increíbles alas de Ícaro. Mientras yo abrazaba y acariciaba mi trabajo echado a perder, por la escalera de caracol se fueron asomando Aarón, Roberto, Eric y Lu. Yo señalé con el dedo índice a Aarón.
—¡Es culpa tuya! ¡Me he quedado sin alas! ¡Me he quedado sin desfile! ¡Me he quedado sin la oportunidad de salvar mi puto negocio! ¡Por tu culpa!
—A lo mejor aún se pueden salvar —dijo Roberto.
—¿Cómo? ¿Tú has visto esto? ¡Es irrecuperable! Y pasado mañana es el desfile, joder… ¡Y no tengo más plumas! ¡Las había utilizado todas para estas alas! ¡Y eran preciosas y eran…!
Me eché a llorar. No estoy orgullosa de haberme puesto a llorar en ese momento, pero no pude evitarlo.
Roberto bajó las escaleras, abriéndose paso entre Eric, Lu y Aarón.
—Hola, yo soy Roberto, encantado.
—Aarón.
—Y él es Eric…
—¿Queréis dejar las presentaciones para otro momento? —balbuceé entre hipidos—. Soy una mujer acabada y vosotros venga a presentaros.
Roberto me abrazó.
—Venga, cariño, seguro que podemos hacer algo.
—¡Ma… la… lo…! —mascullé de manera ininteligible entre sollozos.
—¿Qué?
—Que mates a ese desbraciado —dije señalando a Aarón—. Es lo único que me hará sentir bien…
Roberto miró a Aarón. Este parecía muy compungido… Lu salió en su defensa.
—No es su culpa, Sara.
—¿Cómo que no? ¿Cómo que no? Mis alas, mi trabajo, mi desfile, mi vida…
Y otra vez a llorar.
—Yo fui quien se empeñó en hacer la fiesta en casa y quien no se despertó cuando me lo pediste… —se justificó Lu, parecía sinceramente arrepentida.
—La culpa es suya. —Yo seguía erre que erre señalando y culpando a Aarón—. ¡Has venido a fastidiarnos la vida! —Miré a mi hermana fuera de mí—. ¡No sé por qué te quieres casar con ese!
Roberto intentó tranquilizarme.
—Venga, ya está. Ha sido mala pata, tampoco la tienes que tomar con tu cuñado.
—¡Aún no es mi cuñado! ¡Y espero que no lo sea!
Eric intervino.
—Familia española. Strong feelings.
—¡Dile al vikingo que no se meta!
Aarón decidió aportar su granito de arena.
—Consigamos secadores, ventiladores, estufas, lo que sea que sirva para secarlas, las sacamos al patio y las secamos una a una si es necesario —propuso.
Pero yo negué con la cabeza. No había nada que hacer.
—Están destruidas, rotas, pegadas, sucias… No sirven.
—A lo mejor no podemos salvarlas todas, pero sí muchas. Algo se tiene que poder hacer… Ya verás —insistió Aarón, inasequible al desaliento.
—No, no, no se puede. ¡Papá! —grité, y volví a gritar—: ¡Papá!
Mi padre, secándose con una toalla, se asomó a las escaleras.
—¿Qué?
—¿Qué? ¿Qué? ¡Mira! O mejor vete, vete de mi vista. ¡Vete! —Estaba fuera de mí, lo sé. Y después de gritar y al ver cómo mi padre se alejaba, volví a desmoronarme. A hundirme.
Aarón se dirigió a Roberto.
—Llévala arriba, que se cambie de ropa, que se tome algo caliente. Nosotros nos ponemos a trabajar. Lu, fregona, toallas, dale un café a tu padre y que te ayude a quitar agua, y tú, ¿Eric te llamabas?
—Sí.
—Y tú y yo nos dedicamos a rescatar las plumas. Las llevamos al patio y buscamos con qué secarlas.
—No va a servir de nada… No va a servir de nada… Y no sé por qué ahora te eriges en el capataz de todo esto. Serás el líder de tu grupo de rock, pero aquí tú no mandas.
—Ay, Sara, deja que al menos intente ayudar —protestó mi hermana.
Yo me callé, derrotada como estaba, y dejé que Roberto me acompañara arriba. Mientras subía, noté que todos se ponían en movimiento de manera frenética. Yo iba a cámara lenta y ellos parecían ir a toda velocidad.
Tenía que ser un sueño, todo esto tenía que ser un sueño y yo iba a despertar de un momento a otro.
Pero no.
Roberto abrió la puerta de mi habitación. Mientras entraba vi cómo mi padre, que se metía en la habitación, seguía secándose la cabeza con una toalla. Lo señalé con el dedo.
—¡Tú, tú…! ¿No tienes nada que decir?
—Te dije que esa mancha de humedad no tenía buena pinta.
—¡Si la culpa será mía, encima!
—Venga, va, va, vamos a cambiarte.
—¡Puedo cambiarme sola! ¡No soy una niña de cuatro años! —balbuceé de nuevo con lágrimas en los ojos.
Entré en la habitación. Estaba paralizada, sobrepasada, sin saber qué hacer ni cómo hacerlo. Roberto empezó a sacar ropa del armario para que me cambiara. Lo miré.
—Yo no quería que fuera así. Llevo tres semanas esperando este momento. Si hasta había comprado un conjuntito sexy, mira. —Abrí un cajón y saqué un sujetador y unas bragas de color azul eléctrico—. De tu color preferido. Y me las iba a poner, y te iba a dar la bienvenida que te mereces y que nos merecemos y… ¡Mírame! Empapada, llorando, con la casa inundada… y llena de indeseables…
—Venga, tonta, si no pasa nada. A estas alturas ya deberías saber que las cosas nunca salen como se planean, y a veces hasta son mejores.
—¿Mejores? ¿Mejores? ¿Tú crees que yo tengo ahora ganas de ponerme ese conjunto y de echar un polvo? ¿O que tú tienes ganas de liarte con esta histérica llorosa? Si es que no tenía que ser así. No tenía que ser así…
—Venga, sécate, cámbiate, y yo voy a prepararte una manzanilla.
—¡No me gusta la manzanilla! ¡Sabes de sobra que no me gusta la manzanilla!
Roberto me miró con gesto de preocupación. Yo me di cuenta.
—Perdón, perdón…
—No pasa nada, un té verde con limón. Eso te gusta, ¿a que sí? ¿Ves como me acuerdo? Venga… cámbiate.
Roberto salió de la habitación y me quedé allí sola, empapada, abatida, hundida.
El té me sentó bien. Al igual que la ropa seca. Y que Roberto acariciara mi espalda y me abrazara desde atrás.
—He fracasado —dije con entereza y asumiendo mi derrota.
—No digas esas cosas.
—Es mejor admitirlo, Roberto. Lo he intentado, he trabajado todo lo que he podido y más. Me he esforzado, he hecho todo lo que se me ha ocurrido para que este negocio funcionara y no lo he conseguido.
—Sara, tú sabías que no iba a ser fácil. Y te has mantenido estos casi tres años en la peor de las economías posibles. Yo a eso no le llamaría fracasar.
—No tengo ni para pagar las facturas. A mi padre le debo tres meses de alquiler. Y ahora creía que tenía una oportunidad de que se viera mi trabajo, de que tuviera algo de repercusión y mira… Está todo destrozado.
—No tires la toalla, Sara.
—Pero ¿qué más tiene que pasar para que os deis cuenta de que es inútil? Si esto no es una señal, ya no sé qué puede serlo.
—¿Cuándo es el desfile?
—Dentro de dos días y medio.
—¿Sabes cuántas horas hay en dos días y medio? Muchas.
—Y yo quiero pasarlas contigo. No perdiéndolas en algo que no va a salir.
—Lo primero es tu negocio, Sara.
—Yo quiero que lo primero seas tú.
Roberto me besó en la cabeza de manera cariñosa. Yo habría preferido un beso en los labios, la verdad, pero lo agradecí de todas maneras.
—Pero yo no quiero ser la excusa para que no consigas tu sueño —contestó—. Acábate el té, y luego bajamos y nos ponemos a trabajar.
Le hice caso. Y después de beber el té y ya más calmada decidí bajar y hacer frente al desastre como una mujer adulta y no como la mocosa que se había venido abajo llorando. En el patio estaban todos ayudando, incluido mi padre. Quien, para ser justos, estaba bastante compungido. Y cuando Aarón conectó el secador para intentar secar las plumas, muchas de ellas, las que no se habían empapado y por lo tanto no pesaban el triple de lo normal, empezaron a desprenderse de la estructura de las alas, y volaron ingrávidas. En menos de tres segundos el patio estaba lleno de plumas flotando, como en una guerra de almohadas. Eric cogió una al vuelo y la observó, intentó limpiarla con la mano y me la enseñó, orgulloso.
—¿Tú dices bien?
Yo cogí la pluma, la miré con detenimiento. Deseaba que estuviera intacta, poder decir que tenía arreglo, pero no era así, estaba demasiado dañada, ni tintándola podría utilizarla. Negué moviendo la cabeza.
—No sirve.
—Esa tal vez no, pero muchas servirán, ya verás —dijo Aarón.
Y quise creerle. Quise contagiarme de su positivismo y para demostrárselo y demostrármelo a mí también me puse a trabajar en el salvamento de las plumas. Eric, Aarón, Roberto y Lu estaban a mi lado. Mi padre había tenido que irse al estudio, cabizbajo y arrepentido de todo lo que había ocurrido, ya que se sentía el más responsable de todos, y antes de irse me pidió que lo llamara para lo que fuera, y que en cualquier cosa que me pudiera ser útil… Yo se lo agradecí y le dejé marchar sin más.
Veía trabajar con entrega a Eric y Roberto. Y me sentía mal por ellos. No habían venido a Madrid para hacer ese trabajo tedioso. Así que les pedí que lo dejaran. Porque además estaba siendo un esfuerzo bastante inútil. Porque iban pasando las horas y eran muy pocas las plumas que habíamos podido salvar. Muy pocas.
Le dije a Roberto que se llevara a Eric a conocer Madrid, y aunque ambos protestaron conseguí convencerlos. Así que se fueron y me dejaron con Lu y Aarón.
Según avanzaba la tarde, y al ver que el montoncito de plumas en buen estado apenas crecía, decidí empezar a hacer llamadas para conseguir plumas de donde fuera. Las empresas a las que solía encargarlas eran de fuera, China e India sobre todo, y por supuesto no podían abastecerme en menos de tres semanas. Alguna vez había conseguido que el pollero de la calle Espíritu Santome vendiera alguna perdiz que no estaba dañada para desplumarla. Encargué a mi hermana que fuera a preguntarle si habría alguna posibilidad de conseguir una docena para el día siguiente, pero no hubo suerte. Y si no perdices, patos. Para dentro de una semana tal vez, antes imposible. La granja de avestruces que conocía había quebrado, podría buscar otras por internet, pero no me sentía muy esperanzada. No suelen negociar con las plumas, no están preparados para ello, y no es que tuvieran sacos de plumas esperando para ser vendidas. Además, el plumaje de los avestruces me podía servir para ciertas piezas, pero no para todas, y mucho menos para reparar las alas de Ícaro.
—Palomas, hay palomas por todo Madrid —dijo Aarón.
—¿Y qué? ¿Qué pretendes? ¿Que las mate a tiros y las desplume?
—Yo alguna vez he visto cómo unos operarios del ayuntamiento las cazaban con una red. Les echaban maíz y luego, cuando estaban todas apelotonadas comiendo, lanzaban la red sobre ellas.
—No nos vamos a poner a cazar palomas. ¿Y tú has visto sus plumas? Grises, rígidas, sucias… No sirven. No hay nada que hacer. Tengo que llamar a David y decirle que no cuente conmigo.
—No. No puedes rendirte —dijo Lu.
—Lu tiene razón. Haz las alas más pequeñas, o invéntate algo…
—La materia prima que utilizo son las plumas. Por mucho que quiera inventar, si no tengo materia prima no puedo hacer nada.
—Pues habrá que salvar las más posibles —dijo Aarón, que no perdía la esperanza.
Se hizo de noche, y ahí seguíamos, secando, limpiando, eligiendo, descartando. Yo de vez en cuando me dedicaba a dibujar algún boceto, alguna idea que estuviera a la altura de mis grandes alas de Ícaro, pero que no supusiera el empleo de tanta pluma. Pensé en unos earcuffs, que son como una especie de piercings, que solo necesitan un agujero en la oreja pero que unen el lóbulo al cartílago mediante cadenas o un aro que no se ve a simple vista, y el efecto es que toda la oreja está perforada. Y en esa superficie puedes ir pegando plumas, dando la sensación de que nacen alrededor de toda la oreja, y el resultado, con las plumas adecuadas, es muy espectacular. Pero para eso necesitas unas plumas muy coloridas y exóticas, desde luego no de paloma, ni de codorniz.
—¿De qué pájaro estaríamos hablando? —preguntó Aarón.
Yo señalé los tres cuadros de la pared, eran de las fotografías del ave del paraíso que había hecho en el zoo. Alguna que otra vez había ido hasta allí y, mientras mi madre pintaba sus cuadros abstractos de hipopótamos, yo estudiaba los plumajes y los fotografiaba e intentaba dejarme inspirar por ellos. En especial con los plumajes de los flamencos, de los guacamayos azules, de las cacatúas blancas y los de las aves del paraíso, por sus colores llamativos y a la vez delicados.
—¿Y dónde podríamos conseguir esas plumas?
—Que yo sepa en ninguna pajarería venden flamencos. Y mucho menos aves del paraíso. Y que no voy a comprar ningún pájaro para desplumarlo.
Aarón no sugirió nada más. Supongo que estaba harto de intentar aportar soluciones y que yo siempre tuviera un no por respuesta. Porque por mucho que intentara ser positiva, la realidad se imponía.
El montoncito de plumas rescatadas había ido subiendo, pero no era suficiente. Lu, cansada y aún resacosa, se quedó dormida con varias plumas en la mano, en el silloncito que tenía en el taller. Y empezó a roncar. Para ser una chica joven, delgada y guapísima roncaba como un rinoceronte. Aarón me sonrió con complicidad y yo acabé sonriendo también.
—¿Y tú consigues dormir con esos ronquidos?
—Es un precio que estoy dispuesto a pagar por todo lo demás.
—Eso lo dices ahora, espérate unos años…
Seguimos trabajando en silencio, y solo los ronquidos intermitentes de Lu llenaban de sonido el taller. La situación, se mirara por donde se mirase, era bastante absurda: Aarón y yo, intentando salvar plumas, y mi hermana roncando. De vez en cuando miraba de reojo a Aarón, ya se me estaban pasando el odio y esas ganas de querer matarlo, de manera literal, que había sentido horas antes. Estábamos por primera vez solos, codo con codo. Bueno, mi hermana estaba allí, claro, pero dormida, así que para el caso es como si no estuviera. Por eso me atreví a preguntárselo. Me salió sin más, no es que lo hubiera planeado.
—¿Cómo os conocisteis?
Aarón calibró por un momento si compartir ese momento conmigo o no. O al menos yo sentí que se lo pensaba, pero acabó por arrancarse.
—Apareció en el backstage de uno de nuestros conciertos, venía con un par de amigos que yo conocía y, bueno, quedé deslumbrado nada más verla.
—Sí, ese es el efecto que produce.
—¿Sabes lo que me dijo esa noche? «Estoy diseñada para caer bien, pero no te fíes, atrapo a los tíos que me interesan y luego muestro mi verdadera personalidad. Y es horrible».
—¿Te dijo eso?
—Sí, y esa sinceridad me desarmó.
—Típico de mi hermana.
—¿Se lo dice a todos?
—Ah, no, no. Me refiero a que cuando se siente a gusto es capaz de ser brutalmente sincera.
—Yo aún estoy tratando de averiguar cuál es esa verdadera personalidad tan horrible de la que me habló. ¿Alguna pista?
Por supuesto tenía más de una, sabía muy bien a qué se refería mi hermana al hablar de su lado oscuro. Yo tengo la firme convicción de que todas las personas que poseen una personalidad tan arrolladora y tan extrovertida como mi hermana tienen su otro lado. Pueden llegar a ser muy egoístas, caprichosas, invasivas. Están acostumbradas a que la vida les sonría, a que todo el mundo las trate bien, a salirse siempre con la suya. Y por eso, cuando no lo consiguen, suelen reaccionar de manera un tanto impredecible. A eso además habría que sumar, en el caso concreto de mi hermana, su vena melancólica. Tenía cierta querencia a dejarse arrastrar por una tristeza y una melancolía que nadie sabía muy bien de dónde provenían. En honor a la verdad, tengo que decir que muy pocas veces asomaba ese lado triste de Lu, pero cuando lo hacía, tal vez por lo sorprendente, podía ser devastador. Si te pillaba cerca te acababa contagiando. Sí, yo creo que ese punto melancólico, rayano en la depresión, unido a su lado colérico, caprichoso y egoísta, era a lo que mi hermana llamaba su personalidad horrible. Pero por supuesto no le iba a decir ni una palabra a Aarón, esas cosas las tiene que descubrir uno por sí mismo. Y seguro que durante esos dos meses antes de la boda tendría ocasión de toparse con algo de todo eso.
—¿No querrás que te hable mal de mi hermana?
—No. Pero como te opones a la boda, pensaba que estarías dispuesta a contar lo que fuera con tal de lograr que rompiéramos el compromiso.
—Para eso prefiero hablarle mal de ti a ella. Me sentiría menos traidora.
—¿Y qué cosas horribles le dirías de mí?
Yo lo miré. ¿Qué cosas horribles podría decir de él si apenas le conocía? ¿Que la eligió a ella en vez de a mí? ¿Qué hace unos años había desaparecido sin más? ¿Y que ya entonces había preferido besar a otra?
—Apenas te conozco. —Eso fue lo que dije. Porque era lo único sensato que podía decir.
—Y aun así te parece fatal que nos casemos.
—Tiene veinte años, Aarón. Yo entiendo que a ti, con treinta, te apetezca dar el paso, pero ella es una niña.
—¿Y ese argumento no es demasiado convencional?
—Es lo que pienso, me da igual que sea convencional o no. Yo quiero lo mejor para mi hermana.
—Y yo.
—¿Sabías que era mi hermana?
—¿Antes de toparme contigo en la cocina? No, no tenía ni idea.
—¿Nunca te habló de mí? ¿No me relacionaste con aquella de la obra de teatro?
—No.
—Desapareciste después de aquella noche.
—Sí. Las cosas en casa se complicaron. Y lo que más me dolió fue no volver a saber de ti.
Me quedé helada al oír esas palabras. ¿Para qué las decía? ¿Para quedar bien? ¿No era consciente acaso de lo que me afectaban, de lo que dolían? Si solo las decía porque era su manera de agradar, se estaba equivocando de pleno.
—Seguro que no fue para tanto —contesté.
—¿Te puedo preguntar algo?
—Sí, claro.
—¿Por qué te fuiste aquella noche de la discoteca? Te estuve buscando.
—¿Eh…? No sé… —mentí. Me acababa de dejar completamente desconcertada. ¿Por qué se acordaba de aquella noche? Después de tantos años, era absurdo—. Estaría cansada, o borracha… No sé.
—¿Sabes? Aquella noche… tenía que haberme lanzado.
—¿Lanzado?
—Sí, a por ti. Te tenía que haber besado. Pero no me atreví.
Tragué saliva. Eso no podía estar pasando. ¿A qué venía aquello? ¿Por qué ahora?
—Aarón, por favor, que han pasado quince años.
—Es la verdad. Tenía que decírtelo. Fui un cobarde. Me intimidabas.
—¿Te intimidaba? ¿Yo a ti? ¿Por qué?
—Estabas tan por encima de los demás… Se te veía con tanto talento, y con tanta eficiencia trabajando…
—Te intimidaba… —repetí.
—Sí, y me arrepiento.
—No sé para qué me lo dices ahora. Es lo más inapropiado del mundo. Mi hermana está ahí, roncando. Y te vas a casar con ella.
—Lo sé. Y estoy con ella, no me malinterpretes. Solo es que quería decírtelo.
Yo no sabía qué decir. No me lo esperaba y no entendía a santo de qué me lo contaba. Era perturbador. Y, sobre todo, innecesario.
—Despiértala y llévala a la cama.
Aarón me miró. Notó mi incomodidad. Tuvo que notarla.
—Perdona si te he molestado.
—No pasa nada. Pero me gustaría seguir sola con esto. Ya me has ayudado bastante, además.
—No me importa seguir.
—Id a dormir, por favor.
—Te ha molestado.
—Es que llega quince años tarde, Aarón. Solo es eso. Te vas a casar con mi hermana, yo tengo a mi novio. Es una confesión fuera de lugar.
—Oye, que tampoco me estaba declarando. Solo te lo contaba como algo anecdótico.
Lo dijo con un tono coloquial, como de colega a colega. Y eso me dolió. Estaba claro que para él no era más que una anécdota, y que por eso me lo había contado. Para él no había tenido ninguna importancia y, sin embargo, cuando me lo dijo, que quiso besarme, yo sentí vibrar el suelo bajo mis pies. El mismo temblor que da paso a un terremoto. Reprimí mis ganas de gritar y de insultarle. Vale, él no había dicho nada malo, era yo la que lo estaba interpretando a la tremenda, pero aun así quería insultarle. Y tuve que hacer un esfuerzo enorme para no hacerlo.
—Id a dormir, por favor.
Aarón asintió. Se acercó a Lu y le susurró al oído.
—Princesa, vamos a la cama.
Lu abrió un ojo y lo miró.
—No soy una princesa, soy una Khaleesi.
Aarón sonrió. Debía de ser alguna broma privada. Si no recordaba mal, Khaleesi era un personaje de Juego de Tronos, serie que fascinaba a mi hermana.
—Vamos, domadora de dragones, a la cama —le contestó.
Pero Lu volvió a cerrar los ojos. Así que Aarón, ni corto ni perezoso, la cogió en brazos y subió por las escaleras de caracol con ella a cuestas.
Sí, me acababa de decir que hace quince años habría querido besarme y ahora estaba subiendo en brazos a mi hermana, su princesa, su Khaleesi, la mujer con la que se iba a casar.
—Buenas noches —me dijo.
—Buenas noches —mascullé.
Maldito. Maldito Aarón. ¿Para qué había tenido que decirlo? ¿Para qué? Porque para él no era importante, pero a mí eso me descolocaba más de lo que ya estaba. Y así no es la manera de que cicatrizan las heridas. Así no.
Roberto y Eric aparecieron al rato. Llamando a la puerta de la tienda de manera estrepitosa. Habían bebido más de una cerveza. Y estaban alegres.
—Madrid, I love you —gritó Eric antes de entrar en el local.
—¿Dónde lo has llevado para que esté así de eufórico? —pregunté.
—Nada, a la Vía Láctea. Y se ve que le ha gustado.
—Mucho, me ha gustado mucho. Vamos todos karaoke.
—No, ahora nos vamos a dormir. Mañana o pasado vamos de karaoke si quieres —dijo Roberto.
—Yo quiero karaoke.
—¡A dormir!
—Eso, que llevo mucho tiempo esperando a mi novio —dije.
—Ok, ok… —dijo entendiendo—. Tú y él… of course, sorry, yo desconsiderado.
Le di un par de mantas para que durmiera en el sofá cama que había en la pequeña habitación que mi abuela había utilizado como despensa y que yo tenía como cuarto de la plancha. Me excusé por no tener un sitio mejor ni un juego de sábanas, pero Eric no le dio importancia. Al menos, no olía a tabaco como el resto de la casa, y el agua no había llegado hasta allí. Aunque, para ser justos, tenía que confesar que ya no quedaba ni rastro de agua en el suelo por ningún rincón del piso. Mi padre y mi hermana habían hecho un buen trabajo fregando. Eric cayó desplomado en el sofá, y Roberto le tapó con una de las mantas. Yo abracé a Roberto.
—¿Vamos a dormir? —pregunté.
—¿Ya has acabado de trabajar?
—Necesito dormir. Y necesito estar contigo. ¿O le parece mal al señor y quiere estar a solas?
—Claro que no, tonta.
Fuimos a la cama. Yo he de reconocer que no tenía cuerpo para un asalto sexual, pero tampoco quería dejar pasar la ocasión. No quería que todos los acontecimientos del día me impidieran disfrutar de Roberto. Y, además, también necesitaba saber qué era eso que no me había podido decir por Skype y que le había traído a Madrid para hablarlo en persona conmigo. Y por fin teníamos nuestro primer momento a solas, de intimidad.
Roberto se quitó la camisa y luego intentó desprenderse de la camiseta, pero desistió. O estaba muy cansado o un poco borracho.
—¿Te ayudo? —le pregunté.
Roberto levantó los brazos como un niño pequeño y yo, cogiendo la camiseta por la parte inferior, se la quité. Su barriguilla con los cuatro pelos quedó al aire, noté cómo la metía hacia dentro. Definitivamente había cogido algo de peso. Lo besé, él alargó el beso unos segundos, pero enseguida tocó su barriga con la mano, calibrando lo que le sobraba.
—Tengo que dejar la dieta francesa —dijo a modo de excusa—. Demasiadas baguettes, demasiados cruasanes, demasiado queso.
—Estás guapo igual.
—Qué va. Empiezo a tener el cuerpo de mi padre. Y no puede ser.
Yo volví a besarlo.
—Por fin a solas tú y yo —le dije.
Roberto se dejó caer como un peso muerto en la cama. E intentó una sonrisa.
—¿Te alegras de estar aquí a pesar de todo el desastre de hoy?
—Claro —dijo.
—Y ¿cuándo me vas a decir lo que me querías decir? Eso que no se podía contar por Skype.
—Ufff… Tenemos toda la semana por delante. Ahora estoy destrozado. Puede esperar un día.
Lo miré intentando disimular mi decepción.
—Como quieras.
Empecé a desnudarme, dejé los zapatos debajo de la cama y cuando me di la vuelta vi que Roberto tenía los ojos cerrados.
—Rober, dime que no te has dormido.
No contestó.
—Roberto… Roberto…
Nada, inmóvil. Debía de estar ya en la fase REM. No me lo podía creer. Un año sin sexo y ahora, a la primera de cambio, se quedaba dormido. Siempre había tenido esa capacidad asombrosa, casi sobrehumana, de dormirse en menos de tres segundos. Resoplé. Acabé de desvestirme y me metí en la cama como pude, porque encima había acaparado casi toda la cama. Le tuve que dar un par de empujones para que me hiciera sitio.
Lo abracé. Y quise dormir abrazada a él, pero tal vez por el año que llevábamos separados, no acababa de encontrar la postura, y aunque intenté poner mi brazo derecho primero por encima de su cuerpo, luego por debajo de su cuello, no conseguía sentirme cómoda. Así que finalmente me rendí y opté por acurrucarme de espaldas a él. Ya habría tiempo para dormir abrazados. Y ya habría tiempo para recuperar el año sin sexo. Y siempre podría intentarlo por la mañana nada más despertarnos. Además, Roberto era más de revolcones mañaneros.
Antes de quedarme dormida no pude evitar pensar en todo lo que me esperaba al día siguiente. Tendría que decidir si admitía mi fracaso, tiraba la toalla y avisaba a David, o si me daba una última oportunidad. Pero mejor no decidirlo esa noche, con todo el cansancio acumulado. Y unos segundos antes de que me venciera el sueño las palabras de Aarón volvieron a retumbar en mi cabeza: «Me arrepiento de no haberte besado».
Los rayos de sol en la cara me despertaron. Roberto ya se había levantado. Estaba sola en la habitación. Esperé un rato en la cama, con la esperanza de que en cualquier momento abriera la puerta y entrara, pero después de diez minutos decidí levantarme. En vez de salir con bata y pijama me vestí. Esa era una de las consecuencias de tener a tanta gente en casa: que me hacían sentir como en un hotel, y no quería que ninguno me viera demasiado desarreglada. Sé que era un poco absurdo lo de vestirse para ir al baño y allí desvestirse para darse una ducha, pero prefería llevar el doble de trabajo antes de que me vieran en bata.
Al llegar al baño vi a mi padre, a Roberto y a Eric, de rodillas y agachados mirando el hueco del radiador, por donde se había colado toda el agua. Mi padre parecía estarles dando una clase de arquitectura sobre la construcción a principios del siglo XX, que era cuando se había levantado este edificio. Estaban enfrascados en la conversación y encantados de conocerse.
—Y este fue uno de los primeros edificios de Madrid que se levantó con hierro y hormigón. No tiene estructura de madera…
—Pero esto de aquí es madera…
—Sí, pero esto fue una chapuza que alguien hizo después. Por eso ahora deberíamos atacar el problema de una manera estructural… Antes de que la cosa se complique.
—Tendrías que escuchar las ideas de Eric. Es brillante, Arturo. Brillante, se lo van a rifar los grandes estudios dentro de nada. Tendrías que echarle un vistazo a su último proyecto. Tiene un punto de vista que te sorprendería.
¿Qué hacía Roberto vendiendo a Eric en vez de venderse a sí mismo? Siempre pensando en los demás antes que en él. Así era. Mi padre asentía y le decía que sí, que estaría encantado de echarle un vistazo cuando quisieran. Los interrumpí.
—Buenos días. ¿Hay reunión de comité de sabios para salvar mi gotera? Si con tres arquitectos no queda bien, empezaré a dudar de vosotros.
—Good morning —dijo el vikingo—. ¿Hoy más humor?
—Ya veremos —contesté—. ¿Me dejáis que utilice el baño o va para largo?
Mi padre se levantó y se sacudió los pantalones en la zona de la rodilla.
—Le voy a decir a Mariano, el capataz de la obra de Barajas, que se pase luego con un par de operarios. Esto hay que solucionarlo cuanto antes.
—A buenas horas —contesté casi de manera automática—. No debería pagarte este mes de alquiler.
—Y yo debería empezar a cobrarte por usar el piso.
—Sobre todo ahora que vives tú aquí, ¿no? —le dije—. ¿Puedo tener un poco de intimidad en mi baño?
Los tres salieron. Pero antes de que Roberto se fuera lo agarré por el brazo.
—¿Por qué no te duchas conmigo?
—Ya me he duchado, Sara.
—Pues te duchas otra vez.
—Es que con tu padre y Eric ahí, me da cosa, que se va a notar mucho…
—Soso.
—Guapa.
Me besó, yantes de salir del baño me preguntó:
—Oye, Eric tiene hoy su entrevista, ¿te importa si le acompaño para que no se pierda? ¿O te soy de utilidad aquí?
—¿Eh…? No, no, vete, sin problemas.
—¿Seguro?
—Que sí. Pero estás tú muy empeñado en vender a Eric, ¿no? A mi padre, a ese otro estudio… ¿Tantas ganas tienes de que se quede en España?
—Es que no sabes todo lo que me ayudó cuando…
—Estabas en París. Que sí, que no te preocupes. Vete con él.
Roberto me lo agradeció con la mejor de sus sonrisas y salió del baño. Yo me desnudé y me metí debajo de la ducha. Cuando estaba enjabonándome con el grifo cerrado, mi hermana y Aarón entraron en el baño. No se dieron cuenta de que yo estaba dentro. Mi hermana se sentó en la taza del váter. Oí el chorro de su orina.
—¡Lu! —protestó Aarón.
—Cuanto antes te acostumbres a que tu mujer pueda mear delante de ti, mejor.
—¿Para eso me has traído aquí?
—No, para ducharnos, pero prefiero estar con la vejiga vacía.
—Ordinaria —dijo Aarón entre risas.
Decidí que se notara mi presencia antes de que me sorprendieran dentro de la ducha.
—¡Estoy en la ducha!
—¡Sara! ¿Qué haces ahí? —preguntó alarmada mi hermana.
—¡Cantar un aria! ¿Qué voy a hacer aquí? ¡Ducharme! Así que un poquito de intimidad no estaría mal.
—Pero ¿por qué no has puesto el pestillo?
—Porque estoy acostumbrada a vivir sola, porque se atranca y porque se me ha olvidado. ¿Me dejáis acabar de ducharme?
—Perdón —dijo Aarón—. Oye, esta noche no podía dormir y estuve pensando… Se me ha ocurrido algo para tus plumas.
—¿Qué tal si me lo cuentas mientras desayunamos?
—Dijiste que en el zoo había varios pájaros que te gustaban, ¿no?
—Aves del paraíso, guacamayos y flamencos, sí.
—¿Por qué no vamos al zoo?
Asomé mi cabeza llena de champú entre la cortina de la ducha y entreabrí un ojo, con miedo a que se llenara de jabón, y lo miré.
—¿Al zoo? ¿Y le pedimos a los cuidadores que desplumen a los pájaros y nos las regalen?
—Yo no hablo de desplumar… Las aves sueltan plumas, ¿no? Y tal vez para las alas esas necesites muchas, pero para las piezas pequeñas con unas cuantas que sean espectaculares, te apañarías… Algo así dijiste anoche. He mirado los horarios, cierran a las seis de la tarde. Sería cuestión de ir un par de horas antes, y quedarnos dentro cuando cerraran. Y ya sin nadie…
—¿Quieres que robemos en el zoo? —Miré a Lu—. Tu novio está mal de la cabeza.
—Reutilizar lo que nadie quiere no es robar. Yo sé cómo salir de allí sin que nadie nos vea. Conozco una zona en la que se puede saltar la valla trepando a un árbol. Y solo hay unos cuantos vigilantes cuando cierran. Lo sé porque más de una vez un par de amigos y yo llevamos a un par de chicas para hacerles una visita privada.
—¿Os colasteis en el zoo para impresionar a unas chicas? —preguntó Lu.
—Él es muy de colarse en los sitios —dije yo recordando aquella vez en el patio de la residencia de monjas.
—¿Y funcionó? —siguió preguntando Lu, ignorando mi observación.
—Por supuesto. Y eso que casi todos los animales están ya recogidos en sus jaulas y tampoco se puede ver mucho.
—No pienso asaltar el zoo de Madrid y acabar en la cárcel.
—Solo hazte una pregunta: si tuvieras unas cuantas plumas de flamencos y de los otros pájaros que te gustan, ¿podrías salvar tu desfile?
—No vamos a ir a asaltar el zoo, Aarón. Agradezco el interés, pero no. Y me están empezando a picar los ojos por culpa del champú, así que por favor… —Hice un gesto con la mano indicándoles la salida.
Obedecieron. Yo abrí el grifo de la ducha y dejé que el agua eliminara todo el jabón de mi cabeza y de mi cuerpo. Y no pude evitar ponerme a pensar en qué haría con las plumas de flamenco y las de guacamayo, y las de ave del paraíso. Enseguida se me ocurrió una idea que podría salvar a Ícaro. Y me encantó. De hecho me gustó mucho más que la idea original. Pero no, no podía ser, no tenía las plumas y no iba a dejarme llevar por la locura de Aarón. Era absurdo. Y además ahora que se me había ocurrido esa idea, tal vez pudiera funcionar con otras plumas, que seguro que eran más fáciles de conseguir. Luego era cuestión de teñirlas y listo. Sí, eso haría.
Dibujé un par de bocetos de mi idea y cuando la di por buena decidí empezar con el tinte. Cuanto antes me pusiera a ello, antes daría con el tono de color que buscaba. Así que me pasé parte de la mañana tintando las plumas que habíamos rescatado de la inundación. Quería conseguir los colores rosa flamenco y los naranjas y azul turquesa del ave del paraíso y de los guacamayos azules, pero después de muchos intentos me di cuenta de que el resultado estaba muy lejos de lo que deseaba. Y cada vez que hacía una nueva prueba, me iba desanimando. Con ese color de plumas no iba a ningún lado.
A la una del mediodía David se pasó por el taller. Cuando lo vi entrar se me heló la sangre.
—¿Qué ha pasado aquí? —preguntó mirando hacia el techo y señalando el boquete.
—Un imprevisto. Pero ya está solucionado.
David cogió una de las plumas rosas que había teñido y que aún estaban húmedas.
—¿Y qué hortera te ha pedido este color tan falso para un tocado?
No necesité más para darme cuenta de que me encontraba ante un problema. De que era real. Y de que tenía que solucionarlo. David insistió en ver las plumas de Ícaro y yo le convencí, con mucho esfuerzo, de que se fuera por donde había venido. «Cuando las tenga listas te las enseño, no antes». Él protestó pero yo fui inflexible. Así que tan pronto salió del taller, yo ya había tomado la una decisión: asaltar el zoo.
Me tuve que emborrachar antes de decir a Aarón y a Lu que aceptaba su propuesta de asalto. Y que los quería a mi lado. Y me tuve que emborrachar también para contársela a Roberto y a Eric. Al vikingo le entusiasmó la idea. Roberto creyó que deliraba.
—¿De verdad os queréis colar en el zoo? ¿De verdad?
—No nos vamos a colar, porque habremos pagado nuestra entrada. Lo único que vamos a hacer es demorar un poquito nuestra salida… —dijo Lu.
—Os estáis quedando conmigo, ¿a que sí? No lo vais a hacer. Es todo una broma, ¿a que sí? —insistía Roberto, y me miraba.
—Lo vamos a hacer —dije yo. Y lo dije de tal manera que Roberto se dio cuenta de que decía la verdad.
—No voy a dejar que mi amigo acabe en comisaría —argumentó Roberto.
—¿Tu novia te da igual o qué? —pregunté un tanto indignada—. ¿Lo que a mí me pase es irrelevante?
—Lo digo porque él es extranjero. No conoce bien el idioma. A ver cómo explica lo que estaba haciendo allí… Que no. Que Eric no va.
—Yo hablo español. Yo vengo zoo.
—Yo voy.
—¿Tú vienes?
—No, que se dice «yo voy», no «yo vengo». ¿Ves como no hablas bien español?
—¿Y qué más dará que sepa decir voy o vengo? Se trata de que lo echemos a los guardias si la cosa se complica —dijo mi hermana.
Eric, al oír cuál era su misión, se rio con ganas. Bien es verdad que a lo mejor no había captado toda la esencia del asunto, o que llevaba más cervezas y vino que yo.
—¡Aventura española!
—¡Que tú no vas! —gritó Roberto.
—Oye, deja a tu amigo en paz. Es mayorcito para tomar sus decisiones —dije yo.
—Si va a ser visto y no visto. A las seis cierran. A las siete y media estamos en casa y cargados de plumas —vaticinó Aarón.
Su vaticinio estaba un poco equivocado.
Un poco.