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ROBERTO Y EL VIKINGO

El vuelo de Roberto llegaba a la T4, y después de coger varias salidas equivocadas y de intentarlo tres veces, por fin conseguí dar con el aparcamiento de la terminal y pude dejar el coche. Llegaba tarde, es probable que a Roberto ya le hubiera dado tiempo hasta de recoger la maleta de la cinta. Entré a todo correr a la terminal y busqué en la primera pantalla que vi la puerta por la que saldrían. Jadeando y sin apenas aire en los pulmones, comprobé que el vuelo se había retrasado una hora. Así que aún no había tomado tierra. Agradecí el retraso. Me daba tiempo de pasar por el baño, peinarme un poco, acicalarme, tomar un café, un cruasán de precio prohibitivo y recibirlo con la mejor sonrisa.

Después de una hora la pantalla anunció un nuevo retraso. Pero esta vez solo de treinta minutos. Que se convirtieron en otros treinta. Y otros treinta más. Aproveché para llamar a David y decirle que ya tenía banda para su desfile, que Aarón había aceptado. Creo que se oyeron sus chillidos de alegría a través del móvil en toda la T4. Y sí, pasaríamos al día siguiente para un ensayo, y sí, llevaría a Aarón para que se conocieran y para que decidieran los temas y cuándo tocarlos. Me preguntó por mis piezas y le conté que ya solo me faltaba ultimar cuatro detalles. Y sí, estaba contenta. Moderadamente, aunque eso último no se lo dije. Le había ido mandando fotos a través del móvil, y David había aprobado casi todo, así que de poco más teníamos que hablar.

—A tu hermana le he reservado el modelo más alucinante de todos. Va a ser una diosa de la pasarela. Y ¿sabes qué? Espero que no te importe…

—Mal empieza esa frase.

—Digamos que he dejado caer entre algunos periodistas que están acreditados que mi modelo principal se ha comprometido con Aarón. Y como él va a tocar con su banda, tal vez quieran hacer el photocall juntos. Y contestar a algunas preguntas.

—¡David! Si yo aún tengo esperanza de que no se casen. Pero ¿por qué has hecho eso?

—¿No quieres que se casen? Eso es que lo quieres para ti, perra.

—¿Qué dices? ¡Estás loco! Yo con ese hortera ególatra de tres al cuarto no quiero nada. Estoy pensando en mi hermana. Y si sale en la prensa que se van a casar puede reafirmarla en el disparate de la boda. Dios…

—Tampoco son tan conocidos. A lo mejor no le interesa a nadie.

—Entonces, ¿por qué lo has hecho?

—Es promoción. Y si cuela sería bueno para todos: para mí, para ti, para tu hermana que está despegando y también para Aarón, para que lo empiecen a conocer en otros círculos.

—¿Los del corazón? ¿Tú crees que eso le va a interesar?

—Oye, que si pasado mañana no quieren hacer nada nadie los va a obligar. Es cosa de ellos.

—Porque te quiero mucho, que si no te mataba…

—¿Sabes quién más ha confirmado que asistirá? No te lo vas a creer. Pero no te pongas nerviosa, ¿vale?

—Dime.

—Carlota Hamilton.

—¿Qué? ¿En serio?

—De verdad. La bloguera más importante en el mundo de la moda va a asistir a mi desfile. ¡Va a ver nuestros diseños! ¿Tú sabes lo que puede significar eso?

—La muerte.

—Difusión a nivel europeo. A Carlota la leen en París, en Milán, en Londres…

—David, pero esa mujer nunca deja títere con cabeza. Que tumbó el último desfile de Marc Jacobs, si hasta se metió con su exnovio porno, diciendo que se notaba su mala influencia. Que cuando le coge ojeriza a alguien lo entierra. ¿Para qué la has invitado?

—Estás muy negativa, Sarita. Y a mí tanta negatividad a dos días del desfile me viene fatal. A Carlota la vamos a enamorar. Lo sé, lo siento, lo presiento. Porque somos la caña, la leche, la polla en vinagre. Y tus alas, alucinantes. Repítelo conmigo: somos la caña.

—Bueno, con un poco de suerte ni aparece.

—¿Qué te acabo de decir sobre tu negatividad?

—¡Mierda!

—¿Qué pasa ahora?

—El vuelo de Roberto, que lo han vuelto a retrasar…

Ya no sabía ni el tiempo que llevaba allí, me estaban creciendo raíces. Encima los aeropuertos me dan un hambre atroz. Y en las horas que llevaba de espera ya había probado todas las ediciones especiales de los distintos sabores de helado Magnum que habían sacado el último verano. El más rico el Apple Crumble, sin duda. El botón del pantalón amenazaba con ceder. Tantos kilómetros corriendo para nada. Llamé a mi hermana y no me lo cogió. Le grité a su contestador automático:

—¡Solo espero que estés tan ocupada limpiando y echando a todo el mundo que por eso no has podido coger el teléfono! Impoluta, ¿me oyes? ¡Quiero la casa impoluta a mi llegada!

Hojeé todas las revistas, las del corazón, las de moda, las de interiores, leí las primeras páginas de todos los best sellers que había en las tres tiendas de prensa de la zona de la T4 en la que estaba. Paseé de arriba abajo contemplando la inmensidad un tanto ridícula de toda la terminal. Imaginaba a todos los viajeros foráneos llegando a Madrid por primera vez y siendo recibidos por ese espacio amarillo y enorme, lujoso y estético. Seguro que esa imagen contrastaba luego con la arquitectura castiza y de pueblo de Madrid, una ciudad que tenía cinco rascacielos, y mucha teja antigua y mucho ladrillo naranja a la vista, tres museos de los que estar orgullosos y poco más. Pero sí, la T4 era impresionante, y fruto de una época donde nos creímos los más ricos de Europa, donde todo se basaba en construir de manera faraónica, a mayor gloria y orgullo de los que habíamos votado para que nos gobernaran. La T4 sacaba mi yo más político. Y el retraso que llevaba el avión me hacía a cada minuto más crítica. Y ni siquiera había traído un bloc para poder dibujar. Decidí comprarme uno y un lápiz, y aprovechar un poco el tiempo.

Después de llenar varias hojas de garabatos a cada cual más espantoso, decidí intentar el diseño del vestido de mi hermana. Por si acaso ella seguía empeñada con la idea de casarse, que no viera que yo le había prometido en vano algo que no iba a cumplir. Empecé primero esbozando de memoria el vestido que mi hermana me había enseñado, pero enseguida lo descarté. No me apetecía copiarlo ni inspirarme en él. Si le iba a hacer el diseño, tenía que impresionarla. Y sobre todo callar la boca de mamá. ¿Qué era eso de que yo no era capaz de hacer un vestido de novia? Por supuesto que podía. Se trataba de captar la esencia de la chica, sus gustos, sus intenciones. Y de contar de alguna manera su historia de amor. Y ahí reconozco que empecé a atascarme. Porque apenas sabía nada de su historia. Me había contado cómo se le había declarado, pero no cuándo se habían conocido, cuánto tiempo llevaban, ¿qué le había enamorado de él? No lo sabía porque estaba claro que no quería saberlo. Cuanto menos supiera, mejor. Pero puede que esa no fuera la mejor actitud para diseñar el vestido de su boda.

Tonterías, me dije. ¿Acaso los diseñadores no hacen vestidos sin tener en cuenta la personalidad de la modelo? Por supuesto que sí. Con tomar sus medidas sería suficiente. Tampoco tenía que plasmar en el traje su historia de amor. ¿Para qué torturarse en vano? Así que me olvidé de que el vestido era para mi hermana y para su boda con Aarón y dejé volar mi imaginación. Se trataba de un vestido de boda, e iba a ser un vestido impresionante. No necesitaba más. Me enfrasqué en el dibujo. No sé cuánto tiempo llevaba dibujando cuando levanté la vista para mirar la pantalla. Por fin anunciaban una hora de llegada para el vuelo de Roberto. Así que me dirigí a la puerta número 7. Me senté en una silla desde la que veía la puerta por la que tenía que salir y seguí dibujando.

Y volví a concentrarme de tal manera en los garabatos que estaba haciendo que solo unos golpecitos en mi hombro me hicieron levantar la vista. Era Roberto. Después de horas de esperarlo, su presencia me alteró. Porque durante horas me había imaginado cómo saldría por esa puerta, cómo me abalanzaría sobre él, cómo nos abrazaríamos y besaríamos, y de repente el hecho de que me diera unos golpecitos en el hombro y me descubriera dibujando me desconcertó. No lo había previsto así. Me levanté de golpe, tirando sin querer el bloc.

—¡Roberto!

—Siento el retraso. ¿Llevas mucho tiempo aquí?

—No te preocupes, me he entretenido bastante, hasta me ha venido bien estar estas horas aquí, para concentrarme. ¿Cómo estás? Qué bien que estés aquí.

Y le besé y le di un abrazo. Pero quizás no había sido como lo había imaginado, fue un beso un tanto torpe y un abrazo ortopédico. Yo vi cómo miraba el bloc del suelo, que justo se había abierto por una de las páginas que tenía el boceto de un vestido de novia casi acabado. Y vi su cara de susto.

—¿Eso es un vestido de novia?

—Tampoco hace falta que pongas esa cara. Que no es para mí, no estoy tan loca.

—¿Eh…? No, no, simplemente me ha llamado la atención.

—Es para mi hermana. Se casa.

—¿Lu?

—Así nos hemos quedado todos.

—Oye, tengo que pedirte un favor.

Ahí me di cuenta de que iba cargado con tres maletas. Algo que me extrañó.

—¿No me digas que te quedas más de una semana? —pregunté ilusionada.

—No, ya lo siento. Dos de estas maletas son de Eric.

—¿De quién?

—¿Te acuerdas que te hablé de él? Es un compañero de trabajo. Tenía que venir a una entrevista, y bueno… ¿Tú crees que se podría quedar en casa?

—¿Con nosotros?

—Es que se ha portado conmigo tan bien en París… Sin él no habría sobrevivido en esa ciudad.

—Y ¿dónde está?

—Ha ido al baño. ¿Se puede quedar?

—Supongo… No sé dónde lo vamos a meter, pero bueno… ¿Y no me pudiste avisar con algo de tiempo?

—Es que surgió así, ayer, sin más. Y no sé cómo me vi invitándolo a tu casa. Perdona el morro. Pero de verdad que es un tío genial, y se lo debo.

—No pasa nada, tranquilo. Yo me había imaginado toda la semana para nosotros solos, pero bueno…

—Y yo, pero como sabía que tu casa ya estaba llena de gente…

—Pensaste: pues uno más, qué más da, ¿no?

—Le puedo decir que se vaya a un hotel.

—Que no, Roberto. Si es amigo tuyo, también lo es mío.

Vi cómo se acercaba hacia nosotros un chico muy corpulento de barba poblada y pelirroja. Con aspecto de vikingo. Tenía una sonrisa franca, y perenne, aunque eso lo descubriría luego, y llevaba un gorro de lana amarillo, una camisa de cuadros rojos y unos pantalones de color caqui. Y unas zapatillas de colores. Era como el modelo ideal de Benetton, pero a una escala Hulk. Le faltaba una chica asiática al lado.

—Hi! This is Eric. Sara, I suppose.

Me dio la mano y luego dos besos en las mejillas. Desprendía una energía contagiosa.

Yes, nice to meet you. —Y miré a Roberto—. ¿Y solo habla inglés?

—Y un poquita de español —contestó el pelirrojo.

—Ah, pues mejor. Que tengo el inglés un poco oxidado —me excusé.

—Eso dijo Roberto tú ibas decir. Inglés oxidado.

—¿Sí? —Miré a Roberto con mala cara.

—Que no te moleste, tonta. Eso es porque te conozco mucho. ¿Nos vamos?

—Terminal 4, muy color —dijo Eric el pelirrojo—. Me gusto.

—Me gusta —lo corrigió Roberto.

Do you like it too? —preguntó el pelirrojo.

—No, digo que se dice «me gusta», no «me gusto».

—Deja al chico, que a lo mejor también se gusta a sí mismo y era lo que quería decir…

—Me gusta. Me gusta. Me gusta —repitió—. No olvido más.

—Pues hala, «me gusta», pal coche —dije animosa. No me quedaba otra. Al mal tiempo, buena cara. Y como bien decía Roberto, si en mi casa cabían tres, también podían caber cinco.

Subimos en mi Fiat 500. No estaba segura de que Eric cupiera en mi minicoche. Roberto me preguntó si no me importaba que Eric fuera en el asiento de delante. Iba a estar más cómodo. Y a Roberto no le importaba ir en el de atrás, donde cabía sin problemas. Nada estaba saliendo como esperaba, no había imaginado la vuelta a casa del aeropuerto con un desconocido pelirrojo de copiloto y mi novio atrás, pero me resigné.

—Claro, no hay problema. Eric, tú delante, conmigo.

Metimos a duras penas las maletas en el pequeño maletero y en el asiento de atrás. Una vez dentro íbamos como sardinas en lata. Salí del aparcamiento. Con Eric el pelirrojo a mi lado y Roberto en el asiento de atrás sepultado entre las maletas. Yo lo miraba por el retrovisor. Me sonreía. Y eso me llenó de paz. Roberto ya estaba aquí, eso era lo único importante.

Miré a Eric.

—¿Tu primera vez en Madrid?

—Sí. Estoy deseando conocer.

—Y ¿tú dónde has aprendido español?

—De joven trabajé en restaran mehicano en Londres. Ahí yo aprendo.

—Y tendrías que ver cómo canta por Chavela Vargas, se sabe todo el repertorio —dijo Roberto.

—¿En serio?

—Mejor profesora del mundo. Yo aprendo español con sus canciones y con tequilas.

—No parece un mal método, no. Pero no te imagino cantando boleros, la verdad.

—Cántate algo, Eric. Demuéstrale cómo se las gastan los noruegos.

—Tú pide canción —me dijo Eric el pelirrojo.

—No sé… ¿«La llorona»? ¿De verdad que vas a cantar?

—Este se atreve con todo, ya verás.

Y mientras cogía uno de los accesos a Madrid, y con un tráfico endiablado, Eric el vikingo noruego, pelirrojo y grandullón se arrancó por Chavela Vargas.

—Todos me dicen el negro, llorona, negro, pero cariñoso. Yo soy como el chile verde, llorona, picante, pero sabroso…

Yo no salía de mi asombro. Eric cantaba muy bien, y tenía un acento mexicano cuando cantaba muy curioso. Sonreí a Roberto a través del retrovisor.

Tápame con tu rebozo, llorona, porque me muero de frío… —seguía cantando.

Y después de «La llorona», cantó «En el último trago». Y ahí Roberto se arrancó a acompañarle. Y yo acabé contagiada del espíritu mexicano y me puse a cantar también. Y allí estábamos los tres en el Fiat 500 en medio de un atasco: un vikingo pelirrojo, mi novio, al que no veía desde hacía un año, y yo, cantando por Chavela Vargas. Porque la vida a veces es así. Imprevisible y divertida.

—Tómate esta botella conmigooooo. Y en el último trago me besas. Esperamos que no haya testigos. Por si acaso te diera vergüenzaaaa. Si algún día sin querer tropezamos, no te agaches ni me hables de frente, simplemente la mano nos damos, y después que murmure la gente. Tómate esta botella conmigo y en el último trago nos vamooooooos…

Conseguí aparcar relativamente cerca de casa, y como ya pasaba la hora de comer y al vikingo le estaban sonando las tripas, decidimos dejar las maletas en el coche e ir a picar algo. Y algo typical spanish por aquello de agradar a Eric. Que como era un hombre entusiasta y agradecido alabó todo lo que iban poniendo en la mesa: que si unos huevos rotos, «magnificent»; que si unas croquetas de boletus, «awesome»; que si una tortilla de patata, que estaba bastante regulera, pero que a él le pareció «gorgeous». Mientras comíamos yo buscaba el contacto con Roberto, que si mi pierna rozando su pierna, que si mi mano posándose encima de su mano, y él me sonreía y hasta conseguí que me besara un par de veces. Pero estaba claro que las muestras de afecto con Eric delante le incomodaban, algo que podía entender perfectamente. Yo bien podía dominar mis ganas de besarlo para cuando estuviéramos a solas en la habitación. Y como ya no quería aguantar más, pedí la cuenta, y Eric se empeñó en pagar.

—Tu casa yo pago.

Como lema me gustó. Así que no protestamos demasiado y Eric se hizo cargo de la cuenta. Roberto me explicó que el vikingo estaba tan pelado como nosotros, que era un becario más en el estudio de arquitectura en el que ambos trabajaban, pero, según él, tenía más talento que todos los jefazos juntos. «Va a llegar muy lejos. Tiene una visión que está años por delante de la nuestra. Sabe por dónde se va a mover la arquitectura los próximos años». Roberto siguió elogiando a Eric, hasta que este lo mandó callar. Y una vez que Roberto se disculpó por su efusividad, fue Eric el que empezó a elogiar a Roberto. Que si su visión ética y comprometida sobre el medio ambiente, que si las casas con materiales reciclables, que si…

—Estamos aburriendo a Sara —contestó Roberto.

—Las personas que hablan apasionadamente de su trabajo nunca me aburren —contesté.

Y Eric se lo tomó como una invitación a seguir, y sin que yo pudiera remediarlo, dejaron los elogios para enfrascarse en una conversación sobre el último edificio de no sé quién, que había hecho no sé qué, que al parecer era «clever and sofisticated, and cheap, so cheap, because the future has to be cheap». Recogimos las maletas y entramos en el portal. Ellos seguían hablando de arquitectura cuando abrí la puerta de casa. Y al entrar mis pies sonaron como si hubieran pisado un charco.

Miré hacia el suelo y de repente vi que una capa de agua de al menos dos centímetros cubría todo el pasillo.

—Pero… ¿qué es esto? —exclamé alarmada—. Dejad las maletas fuera. Esperad aquí.

Entré corriendo en el salón, también estaba inundado. Todo seguía como cuando me había ido, sin recoger. Aunque ya no había gente durmiendo. Y el loro seguía en la jaula, eso sí, mirando hacia el suelo, hasta él parecía preocupado por la inundación. Tenía que averiguar de dónde venía, ¿la cocina?, ¿el baño? Grité llamando a mi hermana.

—¡Lu! ¡Lu!

En la cocina también había agua, pero en menor cantidad, no parecía que la fuga viniera de allí. De la lavadora no venía, ni tampoco del lavavajillas. Seguí gritando el nombre de mi hermana. Me acerqué al baño, seguía cerrado. Y noté cómo el agua salía por debajo de la puerta. De ahí venía. Aporreé la puerta. Roberto había entrado en casa y se acercaba por el pasillo.

—¿Qué ha pasado?

—Viene de aquí, alguien está encerrado y no se entera. ¡Como haya un muerto ahí dentro me voy a cabrear pero mucho! ¡Lu!

Me dirigí a la habitación de mi hermana, mientras le pedía a Roberto que intentara abrir la puerta del baño. Entré en la habitación y descubrí a mi hermana casi en la misma postura en que la había encontrado hacía unas horas acurrucada junto a Aarón. Pero ¿cuántas horas llevaban durmiendo?

—¡Lu! —La zarandeé sin ningún tipo de consideración. Ella se despertó bruscamente.

—¿Qué pasa? ¿Qué pasa?

—¡La casa está inundada! ¡Y vosotros ahí durmiendo!

Roberto entró en la habitación.

—La puerta no se abre. ¿Llamamos a los bomberos? Hola, Lu.

—Roberto, bienvenido —lo saludó una somnolienta Lu.

—A lo mejor el vikingo es capaz de echarla abajo —dije.

—¿Quién es el vikingo? —preguntó Lu.

—Levántate ya y despierta a la marmota de tu novio.

Salí de la habitación con Roberto y fuimos a por Eric, que seguía en la puerta de casa custodiando las maletas.

—Eric, ¿serás capaz de tirar una puerta abajo? —le pregunté.

Eric no debía de tener muy claro lo que le acababa de pedir, porque miró a Roberto. Y este asintió.

—Sí, con una patada, o con el peso de tu cuerpo. Es una emergencia.

—I can try.

—Pues vamos.

Eric llegó hasta la puerta del baño, la palpó, miró la cerradura y comprobó cómo el picaporte estaba anclado a la puerta, y en vez de utilizar todo su peso para forzar la apertura, me preguntó.

—¿Tienes X-Ray?

—¿El qué?

—Foto en plástico de dentro de tu cuerpo.

—¿Una radiografía? ¿Y para qué quieres una radiografía?

—¿La tienes o no, Sara?

—Creo que tengo unas que me hicieron de la boca, voy a ver.

Entré en mi habitación, que también estaba encharcada, y busqué en el armario. Debajo de varios jerséis encontré el sobre de las radiografías. Lo saqué y se lo llevé a Eric. Y entonces él, con una pericia de ladrón, coló el plástico entre la puerta y el marco y después de varios intentos consiguió que el pestillo cediera y la puerta se abrió.

—¡Papá! —grité.

Mi padre estaba dentro de la bañera, con los pantalones y los zapatos puestos, varias colillas de porros en un cenicero, y un vaso de whisky a medio terminar. El agua le cubría todo el cuerpo y rebosaba la bañera. He ahí el origen de la inundación. Estaba inconsciente, o dormido o…

—¡Papá!

Me acerqué a él y le di un par de palmadas en la cara. Abrió los ojos.

—¡Qué frío hace!

—¡Llevas horas ahí metido! Y la casa se ha inundado. Pero ¿en qué te estás convirtiendo? Primero el piercing, ahora te drogas, te quedas dormido y me destrozas el piso… Papá, ¡reacciona!

—¿Eh?…

—Sara… Sara… —me alertó Roberto.

Miré mi novio, ¿qué pasaba ahora? Y él me señaló hacia una parte del suelo. Había un pequeño agujero, al lado del radiador, por donde se estaba colando el agua… El baño estaba justo encima del taller… Y, si no recordaba mal, la mancha de humedad del techo venía a estar más o menos situada a esa altura…

—No, no, no…

Miré a mi padre y lo amenacé con el dedo.

—Como haya pasado algo, papá, como haya pasado algo…

No dejé ni que contestara, tampoco estaba para contestar, todo hay que decirlo, porque aún estaba reaccionando del colocón y dilucidando cómo había acabado metido en la bañera y congelado de frío. Corrí por el pasillo a toda velocidad, pero nadie le advierte a una de lo difícil que es correr cuando el agua lo cubre todo, así que resbalé, perdí el equilibrio, intenté agarrarme a la pared, pero acabé en el suelo. Un dolor recorrió todo mi culo y mi columna. Aarón, que salía en ese momento de la habitación, vio todo el espectáculo y corrió raudo a ayudar a levantarme. Pero no dejé que me diera la mano y le grité:

—¡Todo esto es culpa tuya, drogaste a mi padre, se quedó dormido en el baño y mira…! Y reza porque no le haya pasado nada a mis alas. ¡Reza!

Me levanté sin su ayuda, intentando que no se notara lo mucho que me dolía el culo. Y, a duras penas, bajé tres peldaños de las escaleras de caracol. Que no les haya pasado nada, que no les haya pasado nada… Pero lo que vi me heló la sangre.

—¡Nooooo!