5

CUATRO DÍAS

De camino a casa, cuando iba en el metro, mi madre me llamó al móvil. Ay, qué tiempos en que debajo de la tierra no había cobertura.

—Sara, tu padre se ha quedado a dormir allí, ¿verdad?

—Es que no sé si quiere que lo sepas.

—Tranquila, ya sé que se ha quedado contigo. Han venido los de una empresa de mudanzas con una furgoneta para llevarse sus cosas. Pregunté a los chicos adónde las llevaban y me dieron la dirección de la abuela.

—Pero ¿cuántas cosas se han llevado? —pregunté alarmada.

—Tenía que decidirlo yo. Así que le metí todo el armario. Y catorce cajas de libros. Incluidos los de arquitectura. Los pobres mozos van a tener lumbago para el resto de la semana. Deberían meter en la cárcel a los que editan esos libros, ¡no hay quien los mueva!

—¡Mamá!

—¿Qué?

—Pero… ¿no os vais a arreglar papá y tú?

—Tú lo que pasa es que no quieres tenerlo en la casa de la abuela, claro.

—Estoy preocupada por vosotros.

—Y yo. Pero tu padre es muy tozudo, no hay manera de hablar con él.

—Mamá, es que le has puesto los cuernos.

—Y ¿qué tendrá que ver eso con que es tozudo?

—Digo que a lo mejor tiene derecho a no querer dar su brazo a torcer, ¿no?

—Pero su brazo a torcer, ¿sobre qué?

—No sé, no sé si quiere volver a casa contigo, o si tú quieres que vuelva. No sé. ¿Ya no quieres estar con él?

—Yo ahora mismo no sé lo que quiero.

—¿Le sigues viendo?

—¿A quién?

—Al señor ese con el que estás.

—No es un señor.

—¿No? No me asustes, mamá… ¿Te has liado con una mujer?

Yo ahí noté cómo varios pasajeros me miraban. Seguían atentamente mi conversación telefónica. No les podía culpar, porque yo habría hecho lo mismo de estar en su lugar. No hay nada mejor que hacer en el metro: escuchar las conversaciones ajenas o leer. Pero aunque entendiera que me espiaran, me hacía sentir incómoda.

—Mamá, contesta, ¿es una mujer? Que si es así no pasa nada, claro. Solo que me sorprende. Aunque ya a estas alturas tampoco tanto, no creas. De hecho, a estas alturas ya no hay nada que me sorprenda lo más mínimo. Me parecería hasta normal, fíjate.

—¿Yo con una mujer? Pero ¿cómo te va a parecer normal que yo me líe con una mujer? ¿Tú crees que tu madre es lesbiana? Tengo que cambiar de peluquero.

—No, mamá, no lo creo.

—¿Entonces? ¿Por qué me lo preguntas? ¿No estarás bebiendo alcohol a estas horas?

—Entonces, ¿quién es? ¿Es un… jovencito?

—No digas disparates, Sara, por Dios. ¿Qué jovencito iba a querer estar conmigo?

—A lo mejor le pagabas.

—Tu madre no necesita pagar para tener un poco de acción.

¿Acción? ¿Mi madre había dicho la palabra acción para referirse al sexo? Ay, Dios…

—Entonces, ¿con quién le has puesto los cuernos?

—Qué expresión más fea. Y nunca la he entendido. Nunca. Poner los cuernos, qué tendrá que ver una cosa con la otra. Como eso de la velocidad y el tocino.

—Mamá, llámalo como quieras, pero ¿con quién estás…? Si no es un señor, ni una mujer, ni un jovencito…

—Solo digo que no me he liado con un señor.

—No entiendo nada. Entonces, ¿con quién te has liado?

Ahí grité y sentí cómo todo el vagón quería también saber la respuesta. Si conseguía finalmente sonsacar a mi madre iba a tener que compartirla con el resto. Que ya que estaban aguantando mi histeria, qué menos que recompensarlos con la información.

—Me he liado con un hombre, Sara. Con un hombre, pero no es un señor. Al menos no lo es en la manera en que tú lo dices.

—Bueno, pues el hombre ese. ¿Sigues con él?

Y ahí se perdió la cobertura.

—Mamá, mamá… Mierda.

Noté que todos los pasajeros compartían mi frustración.

Tenía hora para hacerme la cera con mi amiga Inma. Quería estar impecable para Roberto. Aunque no sabía si después del incidente con mi padre y el Skype él sería capaz de anular su semana conmigo. Para que eso no ocurriera yo debía conseguir que mi padre no estuviera en casa para entonces. A ver cómo hacía para echarlo en cuatro días. Tal vez si se arreglara con mi madre… Claro que una infidelidad de dos años después de treinta de matrimonio no parecía que fuera a solucionarse en tan poco tiempo. Esas cosas deben de tener un proceso, digo yo. Y cuatro días era un plazo demasiado corto. Al igual que hay un tiempo establecido de luto, o de penar por una ruptura amorosa, también debía de haberlo para superar una infidelidad, y seguro que estaba por encima de los cuatro días.

Pero aun así tenía que intentarlo y de paso echar a Lu, para que no volviera a meter en casa a Aarón. Y olvidarme de él, aunque antes tenía que pedirle que tocara en el desfile, a ver cómo manejaba esas dos cosas. Y luego tendría que buscar un restaurante bonito y no muy caro para la primera noche de Roberto en Madrid, y pensar en alguna excursión, tal vez a Segovia, o a Toledo, o por la sierra, para nosotros dos. Pasar el día entre las hojas otoñales, haciéndonos arrumacos. Una punzada de dolor me arrancó de mis pensamientos. Y de paso debió de arrancar todos los pelos de mi pubis.

—¡Dioooooos! ¡Inma, cuidado!

—Ya casi está.

—Pero si acabas de empezar.

—A las clientas siempre les reconforta cuando se lo digo. ¿Quieres en los brazos?

—¿En los brazos? Pero si apenas tengo.

—Sara, corazón, sé que te cuesta admitirlo, pero tú eres de piel folclórica. La Pantoja a tu lado es imberbe.

—Qué manera de exagerar.

—Los pelos no son sexys, Sara. Si hasta los chicos se los quitan. ¿Sabes que ya empiezo a tener más clientes masculinos que femeninos? Y heteros.

—¿Y se desnudan del todo para ti?

—Lo que más demandan son los pelos del culo. Me estoy haciendo una experta en el ano masculino.

Yo la miré horrorizada.

—No es lo mismo comerse un culo con pelos que sin ellos —dijo con una naturalidad que me desarmó.

Yo estaba sin palabras. Pero ¿acaso había heterosexuales que se dejaban comer el culo? Pero ¿por qué? ¿Les gustaba? ¿De verdad? ¿Y qué clase de mujer querría hacerlo? Pensé en el culo de Roberto y yo allí… y me dio la risa.

—Ahora me vas a decir que nunca te has comido el culo de tu chico.

—Inma, depílame todo lo que quieras pero muda, por favor. Gracias.

Inma llevaba año y medio trabajando de empleada en ese centro de depilación. Después de acabar la carrera de Química conmigo, y después de dos másters, y de hablar con fluidez inglés y algo de alemán, no había conseguido trabajo en ninguna parte. Y al igual que yo, tampoco se veía marchándose al extranjero. «Porque para que te llamen de un laboratorio de fuera hay que ser buena, pero buena de verdad, y yo, reconozcámoslo, siempre seré normalita. Que yo no sé porqué se quejan tanto con lo de la fuga de cerebros al extranjero. Nena, si tienes cerebro para huir de esta tristeza de país, ¡hazlo sin dudar! Pero las que tenemos un coeficiente intelectual tirando a pobre, no nos queda otra que lo nacional. Así que me quedo aquí y algo encontraré». Y harta de buscar, lo único que encontró fue trabajo en el centro de depilación. Y aunque al principio lamentó su suerte, ahora empezaba a pillarle gusto a eso de torturar a todos los clientes femeninos y masculinos que pasaban por su camilla. Y después de sus dos másteres, uno en biología molecular y otro en nanotecnología, se estaba haciendo el tercero, más a pie de calle, en anatomía genital. «Nunca había visto tanto rabo flácido en mi vida, y cambian, ¿eh?, parece que no, pero cambian. Que se les ve ahí indefensos, pequeñitos… Que a veces le entran ganas a una de acariciarlos y jalearlos a ver si se animan. Y que empiezo a entender por qué la autoestima del hombre radica en esa cosa tan pequeñita y arrugada».

Salí del centro como siempre que me atrevía a ir, escocida. Un día de estos, cuando empezara a ganar dinero, tendría que animarme a hacerme la láser. Claro que al ritmo que crecía mi economía —crecimiento negativo, exactamente—, me veía dando la primera sesión a los sesenta años.

Llamé a Roberto pero no me lo cogió. Eso me llenó de intranquilidad, pero intenté no sacar las cosas de quicio. Es probable que estuviera reunido. Eso, reunido, no rehuyéndome. Si además, en dos o tres días estaríamos riéndonos de lo que había ocurrido la noche anterior. Si no podía ser de otra manera. Volví a llamarle. Y esta vez le dejé un mensaje informal.

—Roberto, soy yo. Espero que ya se te haya pasado el sofocón de anoche. Mi padre me ha dicho que él estaba sonámbulo. Ya ves. Es un hombre de recursos. Así que por él está olvidado. Y además no va a estar en casa cuando tú vengas, lo prometo. Bueno, llámame cuando puedas.

Colgué, arrepentida de haber prometido algo que no estaba segura de que pudiera cumplir. Sobre todo cuando vi a mi hermana en medio de la tienda, intentando levantar una de las cajas de los libros que habían traído los de la mudanza. Al menos no parecía enfadada.

—No sabía dónde querías que los dejaran y les dije que aquí mismo, pero luego pensé que tal vez no era la mejor idea, porque están en todo el medio. ¿Papá se muda aquí?

—¡No!

—Y ¿para qué quiere entonces todos estos libros? Ayúdame, que no hay quien los mueva.

Me acerqué a mi hermana y entre las dos conseguimos mover una de las cajas, y era verdad que pesaban. Y de qué manera.

—¿Has pensado en mi vestido? —preguntó.

—¿En qué vestido?

—¡En el de boda!

—Pero ¿aún estás con esas? ¿Cuánto te va a durar la cosa esa de casarte?

—Pues espero que toda la vida. Porque esa es la idea, ¿no? Y por mucho que te enfades con mi novio, eso no va a cambiar nada.

—Lu… Nos tienes preocupadísimos a todos. A papá, a mamá…

—Papá y mamá tienen otras cosas de las que preocuparse.

Conseguimos dejar la primera caja de libros en una mesa del taller y volvimos a por otra.

—¿Por qué te cae tan mal Aarón? Si el hombre solo estaba intentando ser amable contigo y… —De repente una idea surgió en su mente y quiso descartarla cuanto antes—. Oye, ¿no te lo habrás tirado?

—Pero ¿qué dices?

—Ya, ya… si no te pega nada. Y él me lo habría contado. Y tú tampoco eres su tipo, la verdad.

—No sé por qué no —dije, ofendida. Aunque rectifiqué en el acto—: Ah, bueno, sí lo sé: porque le gustan menores.

—¿A quién llamas menor?

—A ti, Lu, a ti. Que eres muy joven para casarte.

—Ya. Si tampoco estaba en mis planes. Pero cuando las cosas suceden tampoco te vas a negar a que sucedan solo porque no las tenías planeadas, ¿no? Sería supertriste.

—No sé, Lu, no sé. No tienes ni veinte años. ¿Qué eres? ¿Norteamericana? ¿Del Opus? ¿De raza gitana?

—¿Eh? ¿Norteamericana? —preguntó sin seguir mi razonamiento. Errático, por otra parte.

—Esas en las pelis se casan muy pronto. Y mira —dije como razonamiento irrefutable, si no la convencía con eso ya no sé cómo podría hacerlo—: la hija de Aznar también se casó a los diecinueve. ¿Quieres ser como ella?

—Es mucho más sencillo que eso. Cuando una encuentra al amor de su vida, ¿para qué esperar?

—Será que no te queda vida por delante. No puedes saber si en todo lo que te queda vas a encontrar a siete como Aarón.

—Aunque no te lo creas, he conocido a suficientes tíos como para darme cuenta de que él está a años luz de todos. Y que lo que yo siento no lo había sentido jamás. Y mira que había sentido cosas. Es que no te lo puedes imaginar, Sara.

El caso es que podía, claro que podía. Pero prefería no ahondar. Así que dije lo único sensato.

—Oye, que yo también tengo novio. —Y lo dije más por lealtad hacia Roberto y nuestra historia que por creérmelo del todo. Que me lo creía, a ver, no es eso. Que yo con Roberto, genial. Solo digo que yo no había tenido esas ganas locas de casarme con él nada más conocerle.

—Pero no es lo mismo. Aarón… es Aarón.

—¿Y él también quiere casarse? Porque conociéndote a lo mejor ni lo sabe.

—¿Cómo no va a querer? Si me lo propuso él.

Al escucharla me quedé de repente sin fuerzas, y casi provoqué que la tercera caja de libros se cayera. Yo ya estaba empezando a sudar, no sé si por la conversación o por el esfuerzo titánico de mover las cajas a lo tonto. Que mi hermana ya les podía haber dicho a los de la mudanza que las dejaran donde las estábamos colocando ahora. Pero ella era así, impulsiva para todo. Para tomar decisiones erróneas como dónde decir que dejaran unas cajas de libros, o para casarse.

—Pues yo no sé por qué un señor de treinta años va por ahí proponiéndole matrimonio a una de veinte. Me parece terrorismo sentimental.

—Oye, que yo lo estaba deseando. Y lo dices como si se lo pidiera a la primera que pasa. Y no.

—Eso no lo sabes.

—Pero ¿por qué estás tan negativa? —gritó.

Quería decirle que no me apetecía que cometiera un disparate. Pero, para ser sincera conmigo misma, no sabía si se lo quería decir porque se iba a casar con quien se iba a casar y eso me dolía, o simplemente porque pensaba que casarse a los veinte le podía amargar el resto de su vida. O al menos hasta el divorcio. Así que me callé. Ella entendió mi silencio como una tregua.

—¿Te cuento cómo me lo propuso?

—No hace falta. —Me revolví incómoda. Era lo que menos me apetecía. Eso y perder los dedos por aplastamiento de una de las cajas de libros—. Yo creo que esas cosas son muy íntimas y no es necesario compartirlas.

—¿Cómo que no? A ver, que tampoco fue a orillas del Sena, ni con un anillo y él de rodillas. Que es roquero.

—Y a los roqueros se lo prohíbe su religión.

—No, pero están por encima de esas cosas.

—Claro, y por eso un roquero no compone canciones de amor —ironicé.

—¿Lo has escuchado?

—Creo que no.

—Pues ahora está sonando mucho.

—Ya me han dicho, ya… De hecho creo que tengo que pedirte algo al respecto…

—¿No me vas a dejar que te cuente cómo me lo pidió?

Resoplé y asentí. Si total, me lo iba a contar quisiera o no. Cuanto antes pasara el mal trago, menos doloroso sería.

—Fue después de un concierto en Chinchón. Hace nada, una semana y poco. Toda la banda estaba eufórica, hacía una noche increíble, y ninguno nos queríamos ir al hotel. Aarón cogió seis botellines de cerveza y me agarró por la cintura. Nos escapamos de los demás. Estábamos en medio del campo, se veían todas las estrellas. Y allí, con la noche estrellada, con las cervezas, felices, me lo dijo: «Quiero que seas tú. Y que haya mil noches como esta. Y que todo el mundo lo sepa. ¿Tú quieres que esto no se acabe nunca?».

Sus palabras se me iban clavando como puñales. No lo podía evitar. Mi hermana estaba viviendo mi sueño adolescente. Un pelín horterilla, el Aarón, con noche estrellada y eso, pero oye, tenía su punto. Y no era Bali, de acuerdo, era Chinchón, pero dolía igual. Aunque el sentimiento era ambivalente porque también me alegraba por Lu. Por estar viviendo intensamente su vida. Por atreverse, porque tal vez estaba cometiendo un error garrafal, pero se lanzaba a vivir sin miedo. Eso era algo que siempre había envidiado de mi hermana. Y por eso me alegraba por ella. ¿O no? No, no me alegraba. La verdad es que empezaba a estar hecha un verdadero lío.

—Y yo le dije que sí, que me casaba con él —prosiguió.

—Pero en ningún momento te pidió matrimonio —puntualicé. Seguía estando puñetera con ella, sí. Por lo tanto no debía de alegrarme tanto como creía.

—Claro que sí. No me dijo: «¿Quieres casarte conmigo?». Me dijo: «Quiero que seas tú y que todo el mundo lo sepa».

—A ver si lo malinterpretaste…

—Sara, ¡luego elegimos la fecha, el sitio, todo! Se quiere casar conmigo y me lo pidió de una manera preciosa.

—Vale, vale… Yo solo lo decía por si acaso. ¿Y va a ser por la iglesia, en Las Vegas, en el ayuntamiento de Chinchón?

—En el pantano de San Juan. Ya tenemos a un concejal amigo de Aarón para oficiar la ceremonia. Al aire libre, al lado del agua. Y seremos la familia íntima, y los amigos más cercanos. Ochenta y nueve invitados.

¿Ochenta y nueve? Pero ¿cuántos eran en la familia de Aarón? Porque nosotros éramos cuatro, más tres tíos y cinco primos. Ahí se acababa nuestra familia. ¿Y qué consideraba Lu amigos más cercanos?

—Luego te enseño la lista, que tengo un par de dudas.

Tragué saliva. Empezaba a sonar todo demasiado real. Era verdad que lo tenían planeado…

—¿Y entre esos invitados estás contando a papá y a mamá?

—Claro.

—Eso si los convences.

—Y ¿para qué te tengo a ti?

—A mí tampoco me tienes aún.

—¿Cómo que no? Te tengo y me vas a hacer el vestido de boda.

—Qué pesadita estás.

—Además, te va a venir muy bien para el negocio. Yo pienso obligar a todas las mujeres a que se pongan un tocado hecho por ti. Por lo menos a la familia de él, que como aún no hay confianza no me pueden decir que no.

—Lu, no puedes obligar a tu familia política a eso.

—Claro que sí. Les diré que les haces precio y luego tú haces como que les rebajas algo y listo. Son de pelas, les puedes cobrar el pastizal que quieras. Pero, eso sí: te encargas de mi vestido. Di que sí.

Lu me lanzó una de esas miradas que tan bien le deben de funcionar para conquistar a guapos, a tontos, a listos, a modelos y a Aarón. Y no pude resistirme. Con mi hermana era imposible. Y asentí. Claro. ¿Qué otra cosa podía hacer? Además en ese mismo momento se me ocurrió la manera de que Lu se fuera de casa. Y la aproveché.

—Yo te hago el vestido, pero tú llama a mamá y arréglalo con ella. Camélatela e involúcrala en la boda. No hay madre que se resista a eso.

—No sé…

—Que sí, preséntate hoy en casa con la maleta y le dices que lo de marcharse fue un impulso de lo más tonto y que la quieres en tu boda y en tu vida. ¡Y que necesitas su ayuda!

—Que no, Sara, que no voy a hacer eso. Mejor que me eche de menos, que se ablande y luego ya hablo con ella. ¿Te importa mucho que Aarón vuelva por aquí alguna noche?

—Y digo yo, si a Aarón le va bien con lo de la música, ¿no tiene casa?

—En Barcelona. Aquí se queda con unos amigos cuando viene, o en un hotel. Pero odia los hoteles.

—Son caros, claro.

—Aarón no es nada tacaño. No le gustan porque le recuerdan a lo peor de su pasado. Se pasó media vida en hoteles, yendo de un país a otro, de una ciudad a otra. Muy triste.

Yo no tenía ni idea de todo eso. Me llamó la atención y me llenó de curiosidad. De repente quería saber el porqué de esa vida nómada, ¿qué había de verdad en todos los rumores que se contaron en el instituto? Pero hice un esfuerzo para contener mis ganas de preguntar.

—¿Le puedo decir que no te importa que pase por aquí? ¿O te molesta?

—A papá, seguro.

—Pero ¿papá cuánto se va a quedar?

Yo miré las cajas de los libros y las maletas y bolsas de ropa.

—No sé, pero está claro que mamá no lo quiere en casa por ahora.

—Bueno, seguro que Aarón y papá se acaban haciendo amigos. Aarón tiene una facilidad asombrosa para caer bien a todo el mundo.

La idea de que Aarón y mi padre congeniaran me hizo sentir un escalofrío por todo el cuerpo. Tenía que convencer a mi madre de que volviera a admitir a Lu en casa, pero ya. Y tenía que convencer a mi padre para que se buscara un hotel.

Por supuesto, no lo conseguí.

Al menos esa noche Aarón no pasó por casa. Y tampoco las siguientes, al parecer no quería volver a ser un estorbo. Mi padre sí pasó, claro. Y esa noche se presentó con una extraña euforia. Había dejado las lágrimas atrás, o eso decía él, y se enfrentaba a su nueva etapa de separado lleno de energía. Tanta energía tenía que al pasar por la calle Colón, antes de venir a casa, decidió cometer una pequeña locura.

—Pero… ¿me queda bien o no me queda bien?

—Papá, si es que es muy raro, que ya no tienes edad.

—¿Por qué no? ¿Acaso hay una edad para eso?

—Pues sí, la adolescencia —respondió mi hermana—. Y anda que no pusisteis el grito en el cielo mamá y tú cuando yo aparecí por casa con uno igualito.

—Tenías doce años, Lucía. Aún era muy pronto.

—¿Ves como sí hay una edad? Los doce muy pronto, y los sesenta y uno tardísimo.

—Harrison Ford se hizo uno a los sesenta. ¿Él puede y yo no?

Mi hermana y yo no salíamos del asombro. Le mirábamos el piercing de la oreja sin poder emitir un veredicto. Allí con su metro setenta, su pelo cortado al dos y canoso, su barba de cuatro días también complemente blanca, su barriguilla que tan bien disimulaba con sus polos negros y americanas, sus caderas anchas y sus piernas cortitas, y… ese apósito en la oreja. Era un claro síntoma de que a su manera estaba pidiendo auxilio, por mucho que la euforia momentánea lo cegara.

—Papá, Harrison Ford es un actor de Hollywood. Él puede llevar piercing.

—Y yo un arquitecto de Madrid. Y esto no es un piercing, es una dilatación. De dos milímetros.

—¿O sea, que no solo te la has agujereado, sino que también te la han dilatado? —grité—. Pues ya verás cuando te lo quites y no te cierre el agujero.

—Y ¿por qué me lo voy a quitar? Con lo bien que me queda. ¿Qué hay de cena? —preguntó abriendo la nevera y comprobando que además de dos latas de cerveza, medio limón, y cuatro yogures desnatados no había nada más.

—Si en vez de por el local de tatuajes te hubieras pasado por algún sitio de comida para llevar, tendríamos cena.

—Pero ¿no hay ni siquiera huevos para poder hacerme una tortilla?

—Ahora bajo al italiano y pillo algo de pasta. ¿Te parece bien?

—¿Hidratos para cenar? —preguntó mi padre, y luego negó con un gesto.

Y ahí sí que mi hermana y yo casi nos descompusimos del susto. ¿Desde cuándo mi padre hablaba como una modelo? Pero ¿cuándo le había preocupado algo de su dieta?

—Lo leí en una revista de esas que te dan trucos para tener el vientre plano en tres semanas.

—Eso, lo único que te faltaba, que te pusieras a hacer abdominales. Papá, ¿tú crees que sin cenar hidratos, con el piercing y el vientre plano vas a recuperar a mamá?

—¿Y quién habló de recuperarla? Soy un hombre libre en la flor de la vida. Los sesenta son los nuevos cincuenta.

—Seguro que también lo decían en la misma revista.

Como no quería escuchar más sandeces, bajé al italiano a por una ensalada de pollo para mi padre y una pizza para mí y para mi hermana. Porque Lu quería pizza, y yo como no podía conseguir lo que quería, o sea, que se fueran de mi casa, decidí entregarme a los hidratos cual náufrago recién rescatado. Sin importarme el peso de mañana. Si en dos semanas corriendo por el parque no había conseguido adelgazar, una pizza tampoco me podía hacer engordar. Ya, ya sé que nunca funciona así, pero una se engaña como puede. Además, tenía que coger energía para pasar la noche despierta, trabajando.

Con el estómago lleno, la conciencia intranquila por la ingesta de hidratos grasientos, y ya con mi hermana y mi padre en la cama, bajé a trabajar. Mi hermana había intentado sonsacar algo a mi padre sobre la infidelidad de mamá, pero se negó a hablar del tema. Él, decía, ya estaba en otra cosa.

—Hay más peces en el río —dijo.

—Di que sí, papá, y los prostíbulos llenos de putas —remató mi hermana.

Miré mis bocetos, cada vez me gustaban menos. Pero no podía desanimarme. Tenía que sacar fuerzas de donde fuera para hacer algo grande. Pensaba en las palabras de Aarón. Tenía que volar alto, como Ícaro. Mejor correr el riesgo de quemarme por el sol, que ir a lo seguro, y elaborar algo mediocre. Cogí la tiza y empecé a dibujar encima de la tela una idea para las alas de los tobillos. Aunque enseguida me desanimé. No era eso, no era eso. Volví a intentarlo. Mi cabeza bullía con todo lo que había pasado estos días: la llegada de Aarón, la infidelidad de mi madre, que Roberto estuviera a punto de llegar a esa casa repleta de gente, si es que se atrevía a venir… Y de nuevo Aarón. De repente me di cuenta de que no había escuchado ninguna de sus canciones. ¿Y qué? Cuanto más lejos estuviera de mi vida a todos los niveles, mejor. Seguí trabajando. Y según pasaban los minutos mi curiosidad por saber cómo sonarían las canciones de Aarón iba creciendo. Y pensé: si David quiere que toque en el desfile, no me vendrá mal saber cómo suena. Cada una se engaña como puede. Encendí el ordenador para buscarlo en el Spoty, pero como quería tener toda la movilidad mientras trabajaba y no tenía ninguna intención de despertar a mi hermana o a mi padre, y menos con la música de Aarón, decidí ponerme los auriculares en el iPhone y escucharlo desde ahí. Puse su nombre en el buscador y enseguida aparecieron los dos álbumes que tenía publicados. Humareda y Globos de papel. Empecé por el último, Globos de papel. Tras varios acordes de guitarra acústica y una base de percusión, sonó su voz. Era grave, casi cavernosa, susurraba más que cantaba. Me gustó. Y poco a poco dejé que su música y sus palabras, a veces herméticas, a veces sugerentes, a veces tristes, me fueran guiando mientras trabajaba. La letra de una de las canciones me dejó muy intrigada. ¿Hablaba de su adolescencia? ¿Del porqué de su repentina marcha? Coincidía además con lo poco que me había dicho Lu.

Ella dijo:

la esperanza es lo último que se pierde.

Pero en el camino

solo encontramos tristeza.

Ciudades, países, hoteles…

Lo fuimos perdiendo todo

sin apenas darnos cuenta.

Señales de humo,

persiguiendo quimeras.

Algún día seré yo

quien marque el rumbo.

Y ese día llegará.

Sé que llegará.

Era tan triste… Aunque en los últimos versos latía el impulso del que no se quiere rendir, tal vez porque la esperanza, como decía la mujer de la canción, es lo último que se pierde. La escuché varias veces. Pero por más que quería imaginarme la historia real que había detrás fui incapaz de llegar a ninguna conclusión satisfactoria. Lo único que conseguía era contagiarme su tristeza. Y, con la tristeza, Aarón se me hacía más interesante, más profundo, más complejo. Y no sé si eso era lo más conveniente. Ya lo había mitificado una vez, en mi adolescencia. Así que para no correr riesgos, para no volver a agrandar su personalidad, acudí a su otro álbum, mucho más luminoso, simple, divertido, roquero. Y enseguida me sentí reconfortada. De ese Aarón yo jamás me volvería a enamorar. Aunque era estimulante, es verdad, y contagioso. Y no tardé mucho en tararear algunos de los estribillos.

Y no sé si inspirada por su música, pero de repente sentí que me volvía valiente y ambiciosa, tal vez contagiada por el arrojo de Ícaro, y decidí que las alas tenían que ser enormes, fastuosas. Me imaginaba al modelo completamente cubierto, de la cabeza a los pies, con un manto de plumas y que, al expandir sus brazos, las alas se alzaran de una manera espectacular, ocupando parte de la pasarela, y que al moverlas tuvieran la fuerza de un ventilador, que el público sintiera que realmente podría volar si se lo propusiera. Claro que para eso iba a tener que usar casi todas las plumas que tenía en el almacén. Y serían muchísimas horas de trabajo. Pero decidí que merecía la pena. Ícaro solo podía ser ambicioso o no ser. ¿Corría el riesgo de quemarme, de acercarme al sol y que sus rayos calentaran la cera que sostenían las alas al cuerpo, haciéndome caer? Sí, era una posibilidad. Pero no podía dejarme vencer por el miedo. Esta era la oportunidad que llevaba un año esperando. Me lo tenía que jugar todo. Todo mi talento, todas mis plumas, todo lo que era. En estas alas iba a depositar mi futuro.

A las tres de la madrugada, mientras escuchaba por tercera vez el primer álbum y me peleaba con las plumas, y las iba distribuyendo en el esqueleto que había creado con varios alambres de un grosor que pudiera sostener el peso, mi padre bajó las escaleras de caracol. Al verlo me quité rápidamente los cascos, y casi tuve la misma sensación de vergüenza que había experimentado la noche anterior cuando nos había pillado a Roberto y a mí. Como si ahora me estuviera sorprendiendo en un momento igual de íntimo. Aunque él no pareció percatarse de mi apuro, porque estaba dando alaridos de dolor. Se tocaba la oreja.

—Esto se ha infectado. Me duele. Llévame a urgencias.

—¿Cómo te voy a llevar a urgencias por una oreja dolorida?

—¿Y si se gangrena?

—Papá, deja de decir tonterías.

—Me duele mucho.

—Pues no habértelo hecho.

—¿Tienes alcohol?

—¿Te quieres poner a beber ahora? ¿Pero qué le pasa a esta familia con el alcohol?

—¡Para la herida!

—Ah.

—Aunque un poco de whisky tampoco me vendría mal.

Mientras le desinfectaba la herida, mi padre se bebió su whisky de un trago. Y se puso otro. Yo miraba de reojo la botella deseando que no hubiera caducado, porque debía de llevar allí desde antes de que mi abuela falleciera. ¿Caduca el alcohol? Tendría que mirarlo en la Wikipedia.

—Soy un viejo patético y acabado.

—Lo que eres es una montaña rusa. Ayer llorando, esta tarde eufórico y ahora lamentándote. Un poquito de equidistancia, papá, de equilibrio… Que no eres el primero al que le pasa algo así.

—¿A ti Roberto también te los ha puesto?

—¡No! Digo que no serás el primero de la historia de la humanidad al que le pasa.

—¿Tú crees que tu madre ya no me quiere?

Lo preguntó a bocajarro, y se le veía indefenso, como un chaval haciéndole esa pregunta a su amigo sobre su novia. Como si no llevaran treinta años casados. Como si después de treinta años se pudiera hablar así de amor. Claro que tal vez se podía, ¿por qué no? Me llenó de ternura y de tristeza. Mi padre, esa roca sólida, ese hombre seguro de sí mismo, tanto en su profesión como en su vida y en su matrimonio, abatido por una pena de amor.

—Papá, esta historia me ha pillado más de sorpresa que a ti. Y tengo muchos menos datos. Por no saber no sé ni lo que ha pasado, ni por qué, ni con quién…

—Yo creo que será una fase. O una llamada de atención, ¿verdad?

—No sé…

—Hija, ¿tanto te cuesta darme la razón, aunque sea mentira? Un poquito de apoyo.

—Es que nunca me había imaginado en esta situación. Aquí desinfectándote la oreja por un piercing y hablando de la infidelidad de mamá.

—A mis sesenta y uno, ¿quién me iba a decir que me vería separado? Cuando crees que todo está más que hecho… De repente, zas, la vida te mete una sacudida. Pero yo creo que es una fase, que pasado mañana me estará pidiendo que vuelva. Y yo espero poder tragarme mi orgullo y mi dolor, y volver sin más. Sin demasiadas preguntas y sin…

Justo en ese momento mi padre vio el primero de los libros de arquitectura apilados en un rincón.

—Yo también tengo ese libro.

—Es el tuyo.

—¿Y para qué lo has cogido de casa? ¿Para qué lo quieres?

—Yo, para nada. Toda esa pila es tuya. Te los ha enviado mamá.

—¿Qué?

Vi cómo se le transformaba la cara.

—Y ¿para qué los ha mandado aquí? ¿No me quiere en casa? ¿En mi casa? Ay, Dios…

—Papá, estará furiosa.

—¿Ella?

—No sé… O te estará intentando mandar un mensaje, igual que tú al irte así, de repente.

—Pero ¿qué querías que hiciera?

—No sé, papá, de verdad que me encantaría saber qué decir, pero no.

—Ya, ya, perdona por involucrarte. Perdona. Cambiemos de tema.

Buscó desesperadamente algo que decir. No se le ocurría. A mí tampoco. Podríamos haber hablado del tiempo, pero claro, habría quedado un pelín forzado. Cogió las alas en las que estaba trabajando.

—Y esto que estás haciendo ¿qué es?

—Unas alas de Ícaro, para un desfile, ¿te gustan?

—Sí, muy bonitas.

Yo sonreí agradecida. Y entonces él me contestó:

—¿Ves lo poquito que cuesta decirle algo bonito a alguien aunque sea mentira?

Le estrujé la oreja con rabia.

—¡Cuidado, que me haces daño!

—Hala, a la cama, que ya está desinfectada. ¡Y esto es solo la estructura! ¡Ya verás cuando estén acabadas!

Mientras mi padre subía las escaleras de caracol rumbo a la habitación en la que dormía, se fijó en la humedad del techo.

—Esta humedad tiene muy mala pinta. ¿La has hecho mirar?

—Sí, pero no saben de dónde viene. Ya me ha acostumbrado a ella, le da personalidad al taller.

—Si quieres le digo a uno de los jefes de obra que venga a echarle un vistazo.

—No quiero a más gente en la casa, trasteando. No te preocupes papá, tú vete a dormir.

Los tres días que me separaban de la llegada de Roberto transcurrieron con más pena que gloria. Yo trabajaba como una obsesa en rematar las piezas del desfile y sobre todo en las inmensas alas. Estaba acabando con todas las existencias del taller. De hecho, tenía que hacer un nuevo pedido, a las tres empresas que me surtían, lástima que estuvieran dos en India y la otra en China. Tardarían más de dos semanas en traerme un nuevo cargamento de plumas. David se pasaba a veces a supervisar. Estaba emocionado con las alas gigantes.

—Tú quieres ser la estrella del desfile, desgraciada.

Entre los dos recorrimos todas las tiendas vintage y de segunda mano del barrio buscando un casco para su Ícaro, al que yo pudiera ponerle unas alas. David no dejaba de preguntarme si ya había convencido a Aarón para que tocara en el desfile. Pero este seguía sin pasar por casa. De hecho mi hermana estaba bastante enfadada, quería que lo llamara para disculparme y para invitarlo formalmente. «Ni que fuera un vampiro para necesitar mi permiso para entrar. Bien que lo hizo la primera noche sin invitación ni nada». Yo aún no estaba preparada para llamarlo, la verdad. Aunque sabía que tendría que hacerlo.

Mi padre acaparaba por demasiado tiempo el baño todas las mañanas, mi hermana y yo hacíamos cola en la puerta. Luego él se quejaba de que no se nos hubiera ocurrido ir a por cruasanes, porque él por la mañana sí podía tomar hidratos, claro. Incluso grasas saturadas; eso sí, sin pasarse. Luego se iba a trabajar y por la noche regresaba siempre con un estado de ánimo cambiante. Yo le preguntaba si había hablado con mi madre, pero él negaba con la cabeza. «Aún es pronto, aún es pronto».

Intenté a la desesperada que mi madre se reconciliara con mi hermana, con muy poco éxito. Quedé para comer con las dos, sin que ninguna lo supiera, en un restaurante indio de la calle Jorge Juan que sabía que le gustaba a mi madre. Pero después de esperarlas media hora, recibí dos llamadas telefónicas. Una era de mi hermana diciendo que no se tragaba lo de la comida, que sabía que mamá iba a estar allí. Y la otra de mi madre, diciéndome básicamente lo mismo.

—Mamá, tienes que hablar con ella. Que va en serio con lo de la boda.

—Y ¿qué quieres que haga? Si se quiere casar, allá ella, es mayor de edad, ¿no? Pues que apechugue con sus decisiones.

—Mamá, si yo creo que lo hace por rebelarse. Si te tiene de su parte seguro que se le pasa la tontería. Déjala que vuelva a casa.

—Tú lo que quieres es librarte de ella. Si te conoceré…

—Pues tú no hagas nada y cuando esté dando el sí quiero, piensa que tuviste en tu mano evitarlo.

—Que no se casa.

—Tiene lista de invitados, concejal para la boda y el lugar donde se va a celebrar. Y yo le voy a hacer el vestido.

—¿Tú? Pero ¿estás loca? ¿Qué sabes de vestidos de novia?

—No he podido negarme.

—Pero no se puede casar hecha unos zorros…

—Muchas gracias, mamá.

Y en ese momento mi madre entró en el restaurante con el teléfono móvil en la mano.

—¿Estabas aquí?

Mi madre iba vestida de manera elegante, maquillada como para un evento y con uno de mis sombreros de plumas, algo que me enterneció. Sabía cómo hacerse querer. Y también llevaba en la mano una pancarta hecha con una cartulina. Mi madre, esa señora de su casa, se había entregado de una manera un tanto desaforada a defender los ahorros de su padre, mi abuelo, al que habían estafado con todo el asunto turbio ese de las preferentes. Los bancos habían vendido a muchos incautos participaciones de alto riesgo. Y ahora, por culpa de la crisis financiera mundial, esas participaciones eran invendibles y la gente había perdido su dinero. Desde hace años luchaban en los tribunales y en las calles para recuperar lo invertido. Y mi madre había sacado toda su indignación, que hasta ahora desconocíamos, para ponerla al servicio de esta causa. No quería que estafaran a su padre, y, sobre todo, le indignaba que los bancos, en los que siempre había tenido una fe inquebrantable, se la hubieran jugado de esa manera. Leí lo que ponía la pancarta: «La banca siempre gana, pues no me da la gana».

—Mamá, ¿te has puesto así de arreglada para ir a manifestarte?

—Y ¿desde cuándo está reñida una cosa con la otra? Y tampoco me tienen que confundir con una del 15-M. Que esto es una cosa seria.

—Vale, vale.

—¿Y esas ojeras? —me preguntó.

—Estoy trabajando mucho. Apenas duermo.

—Hija, no te ofendas, pero tú no le puedes hacer el vestido. —Volvía a la carga con el temita del vestido de boda—. Si le pondrás hasta plumas, seguro. Y un vestido de novia es una cosa muy seria.

—Y yo no puedo ser seria.

—Tú no sabes nada de vestidos. No, no, no puede ser.

—¿Eso es lo que te preocupa, mamá, que tu hija vaya con un diseño mío?

—Tengo que hablar con ella y quitarle esa idea de la cabeza. Antes la llevo a una casa de Pronovias, fíjate lo que te digo. ¿Por qué no está aquí?

Mi madre se sentó, abrió su bolso y empezó a sacar cosas.

—No sé dónde he metido las pastillas de la garganta, esto de manifestarse te deja las cuerdas vocales hechas polvo.

Mi madre siguió sacando cosas del bolso: un pintalabios, unos kleenex, un par de folletos del zoo de Madrid, que enseguida volvió a meter en el bolso como si se avergonzara de ellos, algo que me extrañó, pero tampoco le quise dar importancia. Mi madre en más de una ocasión me había acompañado al zoo, porque a mí me encantaba fotografiar los plumajes de todos los pájaros y ella se entretenía pintando las jirafas y los hipopótamos. Mi madre llevaba a una artista dentro. El resultado de sus dibujos se alejaba bastante del realismo. De hecho se alejaba tanto que yo no acababa de entender para qué necesitaba tomar apuntes del natural, si después lo subvertía de aquella manera.

—¿Dónde está tu hermana?

—No va a venir. Y tú tampoco ibas a venir.

—Yo estaba esperando ahí afuera a ver si aparecía. Que no quería verla. Pero comer contigo siempre me apetece.

—Gracias. No sirvo para hacer vestidos de novia pero sí como compañera para almorzar. Bueno es saberlo.

—Ay, no me dramatices ahora. Si tu hermana se casa será con un vestido maravilloso, y punto.

—Mamá, no te emociones. Se trata de que no se case.

—Ya, ya… es verdad. ¡Camarero! Un Martini, mejor dos. Tú quieres, ¿no?

—¿No me vas a preguntar por papá?

—¿También quieres que me lo lleve a casa?

—¿Tú has leído Zonas húmedas?

—¿Qué es eso, una de esas novelas guarras que triunfan entre todas las marujas?

—No, no es nada guarra. Bueno, de hecho la protagonista es un poco guarra, pero guarra de no lavarse y de comerse los mocos y así.

—Por Dios, hija, qué asco, ¿por qué me hablas de eso ahora?

—Porque ella está muy afectada por el divorcio de sus padres, y ¿sabes qué hace? Autolesionarse para que la lleven al hospital y ahí provocar el encuentro entre sus padres.

—Guarra y retrasada mental, por lo que veo.

—Pues yo estoy a un tris, mamá. A un tris de inventarme lo que sea para que quedéis y habléis. Papá está hecho polvo. Fatal. Desconcertado. Se ha hecho hasta un piercing.

—¿Tu padre?

—Sí.

—¿Dónde?

—En la oreja derecha.

—¿Tu padre?

—Sí.

—Y ¿qué tal le queda?

—Pues mal, se le infectó y ahora tiene una herida de lo más fea.

A mi madre se le escapó una sonora carcajada. Yo la miré de manera censora y eso provocó otra carcajada en ella. No podía parar de reír. Yo me acabé contagiando de su risa. Mi madre pidió otra ronda de martinis.

—Mamá, ¿qué ha pasado? Eso de la infidelidad, ¿era la primera vez? O sea, ¿antes hubo otros?

—No voy a hablar de eso contigo, cariño. Lo siento mucho. Y claro que no hubo otros, ¿por quién me tomas?

—Y ¿por qué?

—¿Te pregunto yo por Roberto, si le has sido fiel en estos años o si ahora que está en París os ha dado por abrir la relación o si…?

—¿Abrir la relación?

—Hija, que yo estoy en este mundo. Yo no sé la imagen que tienes de tu madre.

—Será más bien la que tienes tú de mí. ¿Tú me ves con una relación abierta?

—¿Y tú me ves con un amante?

Ahí me había dado.

—¿No me vas a decir quién es? ¿O si vas a seguir viéndolo? ¿Te has enamorado?

—Corazón, que no te lo voy a contar, que no estoy cómoda.

—Pues nada, otra como papá. Como si tuviera dos padres mudos.

—¿Él tampoco te cuenta?

—No.

—Claro, bastante tiene con perforarse la oreja. Ahora que como le dé por comprarse un descapotable, me lo quedo en el reparto del divorcio.

—¡Mamá! ¡No bromees con lo del divorcio! Que eres mi madre. ¡Y que no estoy preparada!

—Ay, hija, y que ni los martinis te relajen… A ver si llega ya de una vez ese novio tuyo y te das una alegría.

—Mañana voy a buscarlo al aeropuerto.

—Oye, y ¿quién es el novio de tu hermana?

—Un músico.

—Justo lo que esta familia necesita.

Mi madre se fue habiéndose dejado el cordero masala a medias y sin tomar el postre, ni siquiera un café. Algo que me extrañó. Porque mi madre nunca perdona ni el postre ni el café. Tenía prisa. Se despidió con un beso y ni esperó a que trajeran el cambio de la cuenta. Y ella no era de dejar propina en los sitios. Así que cuando la vi salir del restaurante, tan arreglada y con esa premura, tuve la certeza de que iba a reunirse con su amante. ¿Y si la seguía?

Pero no debía hacerlo. Era su vida, su historia, y si ella no había querido contarme nada, ¿quién era yo para involucrarme? Pero he de reconocer que me podía la curiosidad. Me levanté y me asomé a la puerta para ver qué dirección tomaba. La vi en la esquina intentando coger un taxi, pero por más que levantaba la mano, ninguno paraba. Yo había tenido la suerte inaudita de aparcar delante del restaurante, así que decidí dejar la decisión de seguirla a la suerte. Me subiría al coche, daría la vuelta a la manzana y si ella aún estaba allí y se subía a un taxi, entonces yo la seguiría. Y si ya no estaba, dejaría mis ansias detectivescas para otro momento.

Al dar la vuelta a la manzana con el coche la vi. Justo en ese momento se estaba metiendo en el taxi. Era el destino. Tenía que seguirla. Jamás en la vida había seguido a un coche, y menos a un taxi. Y algo como seguir a un coche, que en las películas se ve tan sencillo, si no eres una conductora experta, se convierte en toda una odisea. Sobre todo si te da miedo el tráfico de Madrid, y sobre todo si lo tuyo no es meter el morro con el coche, y ser capaz de arrollar antes de que te arrollen. Lo seguí durante cuatro calles, colándome en el carril bus y ganándome por ello una sonora pitada de dos taxistas y un conductor de autobús, que además me hizo un gesto amenazante de rebanarme el pescuezo. Pero a mí, por primera vez, no me importaron los pitidos ni los insultos, yo tenía una misión: seguir al taxi, seguir a mi madre al encuentro con su amante. Lo malo es que a pesar de mi arrojo inusitado, en María de Molina lo perdí de vista. Bueno, en realidad, acabé siguiendo a otro taxi y me di cuenta cuando de él bajó un señor trajeado con maletín. Y ni rastro de mi madre. Había fracasado.

Decidí poner rumbo a mi barrio. Doblé una esquina y me paré ante un semáforo en rojo. Y allí en la acera vi a un grupo nutrido de personas a las puertas de un bar, que llevaban varias pancartas con lemas sobre las preferentes. Estaban tomándose unas cañas en un ambiente relajado y festivo. Y de pronto vi a mi madre aparecer y meterse en el bar. La saludaron como si la estuvieran esperando con ansia. Todo sonrisas, besos y abrazos. Y de repente vi que un señor de bigote y con un sombrero de fieltro gris le rodeaba la cintura y le daba un beso en los labios. Mi madre le abrazó con ganas y alargó su beso. A mí casi me da un patatús.

Unos bocinazos me alertaron de que el semáforo estaba en verde y tuve que arrancar. Mi madre se había liado con un pancartero. Con un manifestante. Ahora tenía sentido todo ese afán reivindicativo y entusiasta que la había poseído. Entre manifestación y manifestación, entre consignas y gritos, mi madre había encontrado el amor. Mi abuelo había perdido sus ahorros por culpa de las preferentes. Y mi madre había conseguido transformar esa desgracia, esa avaricia de los bancos, en una oportunidad para el escarceo sexual, para la aventura extramatrimonial, para darse una nueva oportunidad lejos de los brazos de su marido. Y no pude evitar pensar en mi padre. Al pobre la crisis le estaba golpeando por todos lados. Le estaba dejando sin clientes en su estudio, y ahora le robaba a su mujer.

En ese momento me llamaron al móvil y tuve que aparcar mi reflexión. Era David. Quería saber si ya había hablado con Aarón y lo había arreglado todo. Y no sé por qué le mentí. Le dije que sí, que estaba ya todo más que encauzado, que esa tarde lo vería y que seguro que lo convencía.

Supongo que mentí a David para obligarme a cumplir lo prometido. Así que tan pronto vi a mi hermana le pedí el teléfono de Aarón para llamarlo. Me sentía rara con su número de teléfono en la agenda. Lo que habría dado por tenerlo hace quince años… Aunque seguro que tampoco me habría atrevido a utilizarlo. Pero ahora tenía que hacerlo, tenía que llamarlo. No encontraba el momento, no sabía qué decirle exactamente, por dónde empezar. Así que lo retrasé durante horas y por fin me decidí. Llamé una vez y no respondió. Algo que agradecí. A las dos horas volví a llamarlo y tampoco lo cogió. Y ya empecé a mosquearme. Así que lo llamé una tercera y tampoco. Le dejé un mensaje y otro. Pero Aarón seguía sin dar señales de vida.

—Vamos a verlo esta noche al concierto. Y ahí podrás hablar con él —me dijo Lu—. Tocan en La Riviera.

—Lu, es que tengo mucho trabajo.

—Ay, no seas cansina, por favor. Tenéis que arreglarlo ya. Sobre todo si le quieres pedir que toque en el desfile.

—¿Cómo sabes lo del desfile?

—David me lo contó. Pero no pasa nada. Me da igual que lo quieras hacer por un motivo egoísta. Yo mientras lo arregléis y Aarón vuelva a pasar las noches conmigo, perfecto.

—Yo creo que si no me coge el teléfono tampoco me querrá ver por ahí.

—Es que tiene su orgullo, ¿sabes?

—Aarón Humilde tiene su orgullo. Qué apropiado.

—¿Vas a venir o no?

—Yo es que en los conciertos nunca sé muy bien qué hacer, y me canso de estar de pie, allí en medio de todos… y fingiendo una pasión que nunca siento.

—Más mustia y te secas, de verdad. Deja algo de esa cosa rancia que tienes para cuando seas vieja, digo yo.

Como a mí nadie me llama mustia y rancia en la misma frase, fui a verlo tocar al concierto. El público en la sala La Riviera estaba entregado. Botando, coreando los estribillos, desgañitándose, aplaudiendo. Y no era para menos. Si me habían gustado sus dos álbumes, en directo ganaba muchísimo. Eran vibrantes. Aarón y su banda, sin apenas hacer un aparente esfuerzo, se metían al público en el bolsillo. Y me dejé arrastrar por la música y el entusiasmo. No pude evitar sentirme como a los diecisiete, cuando le iba a ver tocar con su grupo Los Humildes. Desprendía el mismo carisma, qué digo el mismo, lo había mejorado. Ahora ya no necesitaba ni quitarse la camiseta para seducir. Y cuando tocó la canción triste de las ciudades y los hoteles la gente encendió mecheros, sus pantallas de móvil y corearon la letra. Y mientras tanto, en el escenario, se proyectaban fotos de hoteles horribles en ciudades horribles y en alguna se colaba la cara de Aarón adolescente. Ese Aarón al que había conocido yo.

Después de varios bises el concierto terminó y Lu me llevó al backstage. Mi hermana parecía la verdadera estrella allí detrás. Todos la conocían, la besaban y saludaban por su nombre. Y estaba claro que todos envidiaban a Aarón por estar con una mujer como Lu. Se les notaba en la manera en que la miraban, y en que la complacían. Ella me presentó a toda la banda, y yo volví a sentirme transparente, igual que a los diecisiete.

—Guapo, mira quién ha venido a verte.

Aarón estaba bebiendo una botella de agua de un litro y medio. Me miró e hizo un gesto con la cabeza a modo de saludo.

—Vaya, y yo que creía que los roqueros se alimentaban de bourbon y cerveza —dije.

Sí, sé que no fue la mejor frase para reconciliarme, pero cuando estoy nerviosa no sale lo mejor de mí.

—¿Qué tal, Sara? ¿He mejorado algo en estos años?

—Algo.

La que debía mejorar su actitud y a toda velocidad era yo.

—Me ha gustado mucho, en serio.

—Puedes decir lo que piensas. Yo al menos sé soportarlo.

Qué hijo de la grandísima… Sonreí. Yo había venido a hacer las paces, a pedirle que volviera a casa a follarse a mi hermanísima, que estaba todo bien, que no me importaba, que mi casa era su casa y que mi hermana era su polvo, digo, su novia, digo, su prometida. Y que estaba todo bien, de verdad que sí. Y que ya de paso, ya que todo estaba bien y que éramos tan amigos y tan enrollados, que por qué no tocaba en el desfile de mi amigo. Si, total, íbamos a ser familia y nos llevábamos la mar de bien…

—Me ha encantado. Tenéis un directo contagioso.

—¿Contagioso como un virus mortal, o como una gripe de invierno?

Sonreí incómoda. Ayúdame un poquito, desgraciado.

—Vamos, que te has aburrido como una ostra. Dilo, no pasa nada.

Miré a mi hermana.

—Tu novio debe de ser masoca o algo. Yo ya no sé qué decir para convencerle de que me ha gustado. —Me dirigí a él—: A ver, no sois U2 pero no estáis mal.

—¿U2? Pero ¿tú cuántos años tienes, Sara?

—Los mismos que tú y muchos más que mi hermana.

La cosa no estaba yendo bien. La cosa empezaba a descarrilar sin remedio. Volví a pedir ayuda a Lu.

—Lu…

—Aarón, venga, no se lo pongas tan difícil, que viniendo de mi hermana esto es toda una proeza.

—¿Qué es lo que le pongo difícil? —preguntó él.

Yo decidí coger el toro por los cuernos de una vez por todas.

—He venido para disculparme por el otro día. Y para pedirte que vuelvas a nuestra casa cuando quieras. Porque esa casa no es solo mía, es de las dos, bueno, en realidad era de mi abuela y ahora es de mi padre. Vamos, que es de la familia, y que no tenía ningún derecho a ponerme como me puse.

—Sí lo tenías.

—No. No lo tenía. Y quiero que vuelvas. Vuelve a dormir allí cuando quieras, como quieras, con quien quieras.

—¿Con quien quiera? —Los ojos de mi hermana casi saltaron de sus órbitas.

—Digo… —¿Había dicho yo eso? Sara, Sara…—. Que ya ni sé lo que digo. Que eres bienvenido, Aarón.

—Y que yo acepto tocar en el desfile de tu amigo. No sufras —contestó él.

En ese momento quise asesinar a mi hermana. Pero asesinarla de verdad, de coger un cuchillo y rebanarle el pescuezo y luego clavárselo costilla a costilla y acabar arrancándole el corazón, y, a poder ser, sin que hubiera perdido la conciencia para que sufriera como una bellaca.

—¡Lu! Pero ¿se puede saber por qué le has dicho nada?

—Es mi prometido. No tengo secretos con él.

—Pero me acabas de dejar completamente vendida. ¡Y ahora debe de pensar que soy la tía más interesada del planeta!

Lu abrazó a Aarón.

—Lo importante es que él acepta tus disculpas y va a tocar en el desfile, y, sobre todo, sobre todo, vuelve a casa de la abuela.

Aarón me sonrió.

—Y tranquila que no me voy a llevar ninguna maleta. Ni me mudo ni nada. Como mucho me pasaré alguna noche que otra.

Y sin más se puso a besar a mi hermana como si fuera esa noche la última vez. Bésame, bésame mucho. Que tengo miedo a perderte, perderte después.

Eso que había dicho Aarón, de «alguna noche que otra» empezó justo esa noche. Y no solo vino él. Mi hermana decidió invitar a toda la banda para celebrar el éxito del concierto y la reconciliación de su hermana, o sea yo, con su prometido, o sea Aarón. Y yo no me pude negar, claro. No era el momento de sacar a la rancia que según mi hermana llevaba dentro.

No pude dormir. Y esta vez no era mi mente torturándose con imágenes de ellos dos montándoselo, era por el ruido que provenía de la sala. Llena de gente, de músicos, de humo, de botellas vacías, de porros que pasaban de una mano a otra, de chicas en tetas… Bueno, lo último tal vez me lo estaba inventando desde mi habitación, pero no podía evitar imaginar a muchas chicas en tetas, mi hermana incluida. Si mi abuela levantara la cabeza… Aunque lo peor es que es probable que estuviera allí unida a la fiesta, y no como yo, toda mustia e intentando dormir encerrada en la habitación. Pero es que al día siguiente me tocaba ir a buscar a Roberto al aeropuerto y quería estar despejada y descansada para él. Me había costado tres días convencer a Roberto de que se quedara en mi casa. El pobre seguía aterrorizado con la idea de que se iba a tener que cruzar con mi padre. Yo tuve que jurarle y perjurarle que todo estaba bien, que mi padre ya había convertido la pillada en una anécdota para contar en el trabajo. Aunque decirle eso no ayudó demasiado a Roberto. Así que rectifiqué y le dije que me lo estaba inventando, que lo único real era que mi padre estaba en su propio proceso de aceptación de lo que le estaba ocurriendo con mi madre. Y que era incapaz de pensar en nada más.

La música seguía sonando y yo por más que me ponía la almohada encima de la cabeza, por más que intentaba contar ovejitas, por más que me hubiera tomado tres dormidinas (sí, ya había comprado), no conseguía pegar ojo. Así que me levanté, me quité el pijama, porque lo último que quería es que nadie me viera de esa guisa, me puse unos vaqueros, una camiseta y me adentré en la sala. Tenía que pedirles de manera amable que bajaran un poco la música y el tono de voz. Que no lo hicieran por mí, que lo hicieran por mi padre, que era un señor mayor pasando por un trance complicado, y que necesitaba sus horas de descanso y de sueño.

Y tan pronto entré en la sala, al primero que vi, sentado en el sofá rodeado de tres rubias y dos músicos que bebían a morro de dos cervezas, fue a mi padre. Feliz, bebiendo. Y alguien le pasaba un porro. ¡Y él fumaba!

—¡Papá!

—¿Has visto qué majos son los amigos del prometido de Lu?

¡Lu! Había llamado a Lucía ¡Lu! ¡Mi padre!

—Y a estas chicas les encanta mi piercing. Así que me lo he vuelto a poner. Ya apenas escuece. Majísimas, oye, son majísimas. Y Aarón un partidazo. ¡Un crack, el tío! Y el caso es que ese nombre me suena. Tú no tenías en la escuela un amigo… o un…

—¡Papá! —grité—. Y ¿tú mañana no trabajas?

—Sí, ¿y?

—No sé, que son las cuatro de la madrugada…

—Tu padre es capaz de estar de fiesta y de cumplir al día siguiente.

—Pero ¿cuándo fue la última vez que estuviste de fiesta? Y ¡eso que estás fumando es un porro! Seguro que se te baja la tensión, que tú eres propenso a tener la tensión baja…

Noté cómo alguien en ese momento me abrazaba por detrás y me levantaba, mis pies dejaron de tocar el suelo por un momento. Era Aarón.

—Deja que disfrute el hombre, que está pasando un mal trago.

Yo empujé todo mi cuerpo con fuerza hacia abajo, para tocar el suelo cuanto antes, y me zafé de su abrazo.

—Papá, no me digas que le has contado lo de mamá.

—Hija, a mi edad o das pena o no llamas la atención. Y yo quería llamar la atención de estas dos jovencitas.

—¡Papá!

Lu, que acababa de entrar en la sala, se acercó a mí y me dio una cerveza.

—Relájate un poco, tonta. Y deja que papá disfrute.

—Yo creo que os habéis vuelto todos un poco locos, la verdad. Sabes que papá es un tornado emocional, que lo mismo va para un lado que para el otro. Y no creo que el alcohol y otras sustancias…

—Tu padre ya es mayorcito, amor —me dijo mi padre—. Tú deja de preocuparte. Que está todo bien. Venga, bebe. La de tiempo que no me daba una fiesta.

—Que no, que me voy a la cama. No me queméis la casa con los porros. Y si viene la policía os arregláis vosotros con ella.

—En mi habitación hay tapones para los oídos. Están sin usar. Píllalos si quieres —dijo mi padre.

Y yo salí de allí, fui a por los tapones, me metí otra dormidina y caí redonda. Desperté a las doce del mediodía. Y tenía que estar en el aeropuerto a la una. ¡Mierda! Me levanté a toda prisa, quise entrar al baño pero alguien lo estaba ocupando y no tenía intención de salir, por más que yo aporreara la puerta. Me asomé a la sala y vi los restos del naufragio: varios músicos dormían en el sofá, en el suelo, botellas por todas partes, un cojín quemado por una colilla, un cartón de leche desparramado en el suelo, las ventanas abiertas y con las cortinas al viento, una de ellas empapada seguramente por culpa de alguna botella de ron o de whisky… Y alguien había subido la jaula del loro y la había abierto, y el loro volaba de un lado a otro. Era un milagro que no se hubiera escapado por la ventana. Conseguí meterlo en la jaula aunque me gané un picotazo de desaprobación por su parte. Miré el desaguisado. Yo que quería la casa para Roberto y para mí, y había conseguido justo lo contrario: la había convertido en un vertedero, en una casa okupa. Pero no tenía tiempo ni de ponerme a limpiar ni de despertar a tanto extraño.

Pero tampoco podía dejar la casa así y que Roberto se encontrara con ese panorama nada más llegar. Eso no era forma de darle la bienvenida. Así que, haciendo de tripas corazón, decidí entrar en la habitación de mi hermana. Y si me la tenía que encontrar con Aarón, los dos desnudos y entregados el uno al otro y con sus cuerpos enredados y… pues que así fuera. Pero tenía que despertarla y obligarla a que recogiera todo aquello antes de que yo volviera del aeropuerto. Si en algo apreciaba su vida, más valía que me hiciera caso.

Entré.

Allí estaba, en la cama, pero al menos tapada con la sábana, abrazada a Aarón. Los dos durmiendo pegaditos, exudando alcohol y oliendo a… saber qué. La llamé, pero ni se inmutó. Volví a llamarla y nada. Así que la zarandeé hasta que conseguí que reaccionara. Abrió un ojo y la luz la cegó.

—¿Qué pasa?

—¿Qué pasa? Que voy ahora mismo a por Roberto. Y quiero que en dos horas la casa esté como nueva. No quiero a nadie aquí y lo quiero todo limpio.

—Vale.

Y volvió a cerrar los ojos. Yo la zarandeé otra vez.

—De vale nada. Ahora mismo te levantas y empiezas a recoger. Quiero ver cómo lo haces.

—Tú lo estás flipando.

La agarré de la oreja. Sí, de la oreja, y la levanté de la cama. Ella chilló de dolor. Tanto que Aarón se despertó.

—¿Qué pasa? ¿Qué pasa? ¿Qué se quema?

—¡Sigue durmiendo! —le ordené. Y me hizo caso porque volvió a cerrar los ojos—. Y tú, despierta.

—Sara… —protestó.

—Escúchame bien —le dije sin soltarle la oreja—. Si de verdad quieres casarte, me necesitas de aliada.

—Papá también…

—Calla y escucha. Papá no está ni para pensar. Aquí a quien necesitas es a mí. Así que más te vale tenerme contenta. Empieza a recoger, echa a todos de la casa y me tendrás de tu lado. Y a mamá en la boda. Pero como haya un solo vaso, una sola colilla, o como huela mínimamente a alcohol, a marihuana o a cualquier rastro de que aquí hubo anoche una fiesta, olvídate de casarte con ese. ¿Me he expresado con claridad?

—Pobres hijos cuando los tengas. Pobrecitos. Eres una madre castradora.

—¿Me has entendido? Asiente con la cabeza.

—Que sí, pesada, que ahora mismo me pongo.

—¡Ya!

Bajé las escaleras de caracol. Le eché un vistazo a las alas de Ícaro, cada ala estaba colgada de las estanterías y cubrían prácticamente las paredes del taller. Las miré orgullosa. Lo había conseguido. Iba a ser muy impresionante. Y nadie de la fiesta las había tocado, estaban intactas. Menos mal que solo les había dado por coger la jaula del loro y no se pusieron a jugar con las plumas. Así que respiré aliviada. Todo iba a salir bien, cuando volviera no quedaría rastro de fiesta y yo me encerraría con Roberto en la habitación para recuperar un año de ausencia. Todo iba a salir bien.