MALDITO AARÓN
Allí los tenía a los dos. A mi hermana en bragas y a Aarón, mi obsesión de la adolescencia, mi primer amor, en calzoncillos. Se iban a casar. Los dos casi desnudos, en mi cocina, con un vaso de leche roto y desparramado por el suelo. Él con treinta años y ella sin haber cumplido los veinte. Lu con sus tetas redondas, perfectas, como muy bien operadas sin estar operadas, Aarón con esa tableta de abdominales, barba de cuatro días, los mismos labios, el pelo más corto, sin flequillo, los mismos ojos, con un poco de ojeras, con la misma cara, pero más curtida; si antes era guapo, ahora era irresistible. Tenía dos tatuajes que a los diecisiete no estaban allí: una enredadera que se transformaba en serpiente y le recorría el brazo izquierdo, y una rosa en el pecho. Qué feos, pensé. Pero fue por puro instinto de supervivencia, para intentar bajarle de un plumazo del pedestal en el que lo había subido aquella noche en la residencia de monjas hacía trece años. Pero no funcionó: por muy feos que fueran los tatuajes, que encima no lo eran, no conseguí bajarlo ni medio centímetro.
Aarón estaba en mi cocina. Con mi hermana. Los dos semidesnudos.
Y se iban a casar.
Y mi padre roncaba su desgracia a cinco metros de distancia.
Y yo que creía que hacer una maleta de manera minuciosa para viajar a Los Ángeles era la peor de las pesadillas posibles.
—Hala, lo has desparramado todo —se lamentó mi hermana mirando al suelo—. Y no queda más leche. ¿Por qué no me dijiste que no había leche? Hemos comprado de todo menos leche. Y sabes lo que a mí me gusta la leche. Que sin leche no puedo dormir. Y tampoco cuesta tanto tener un par de cartones de leche de reserva, ¿no? Digo yo. Que es leche, que es un artículo de primera necesidad. Leche.
—Creo que ya te ha entendido, Lu —dijo Aarón. Esas fueron las primeras palabras que escuchaba de sus labios, trece años después—. ¿Qué tal, Sara? —preguntó, clavando sus ojos marrones en mi cara de dormida y asombrada, en mi pijama horrible, en mi bata más espantosa que el pijama, en mi pelo alborotado. Clavando sus ojos en la peor versión de mí que yo misma pudiera imaginar. Yo instintivamente metí el estómago para dentro, aunque llevaba casi dos semanas yendo a correr, para intentar ponerme en forma para la llegada de Roberto; los efectos del ejercicio aún no se notaban sobre mi barriga un tanto flácida y de ahí el reflejo de ocultarla y tensar los abdominales. Con muy poco resultado, he de decir. Me seguía sintiendo igual de fofa que hace un segundo. Tantos minutos corriendo, bueno, ocho minutos el primer día, no había aguantado más, y diecinueve el último, desperdiciados sin sentido. Con la de programas como el de Cuerpos embarazosos o Mil maneras de morir que habría podido estar viendo en la tele durante todo ese tiempo.
Aarón me miraba esperando una respuesta. Pero yo estaba muda. En mi mente solo retumbaba la palabra leche. Creo que mi hermana había mencionado algo al respecto. Y fue mi hermana la que, sin pretenderlo, me rescató.
—¿Dónde tienes una fregona? —preguntó mi hermana.
—Ya lo recojo yo, no te preocupes —dije reaccionando. Necesitaba tiempo para procesar toda esa información, para asimilarla, para aceptarla, para comportarme como una adulta que está por encima de todo. De su pasado, de su presente, de la leche derramada por un chico en calzoncillos que se iba a casar con mi hermana y que a mí no me había besado cuando era lo único que deseaba. Por un chico que había marcado mi vida de una manera que yo no estaba dispuesta a admitir ni ante un pelotón de fusilamiento. Allí estaba. En calzoncillos. Mientras yo fregaba la leche derramada.
—Cuidado, no te cortes.
Eso fue lo que dije mientras él se agachaba para recoger los pedazos. Los siete pedazos. Ahí los conté. Siete. Esas fueron mis primeras palabras dirigidas a él. «Cuidado, no te cortes». «Cuidado, no te cortes». «Cuidado, no te cortes».
—Tranquila. ¿Dónde tienes la basura?
—Allí —dije señalando un armario bajo, el que estaba al lado de la lavadora que había comprado en el Carrefour cuando la de mi abuela decidió dejar de funcionar. Me había costado trescientos doce euros. Una ganga. Y funcionaba de maravilla. No sé por qué la gente se compra electrodomésticos caros cuando a veces los baratos van tan bien. Y ¿por qué me ponía yo a pensar en esos momentos en la lavadora del Carrefour?
Aarón abrió la puerta del armario, que yo había pintado de rojo como el resto de los muebles de madera apolillada de la cocina de mi abuela, en un intento de modernizar y hacer la cocina más mía. Ahora ese color rojo chillón me parecía ridículo. Casi tanto como estar en bata y en pijama. Aarón vio el cubo de basura y tiró los pedazos. Al agacharse, sus glúteos se marcaron de una manera indecorosa a través de la tela de su slip. Yo aparté la vista. Sara, por favor. Por favor. Es el prometido de tu hermana, ¿qué haces mirándole el culo?
—¿Le tenías mucho cariño a ese vaso?
Yo de nuevo muda. Qué difícil se me estaba haciendo eso de comportarme como una adulta.
—Si era de Nocilla —dijo mi hermana—, ¿cómo le iba a tener cariño?
—No sé, podía ser un vaso con historia. De repente he podido romper, sin pretenderlo, cientos de recuerdos.
—Hala, no lo flipes, deja la poesía para tus canciones.
Canciones. Seguía componiendo canciones.
—Solo era un vaso de Nocilla —dije repitiendo las palabras de mi hermana.
—¿Ves? No has roto nada importante.
Nada importante. Mi corazoncito hace trece años, mi autoestima, toda mi seguridad. Nada importante. Nada que no haya podido recomponer con mucho esfuerzo día a día, semana a semana, mes a mes. Nada que no haya podido pegar con el Loctite más poderoso que existe: el tiempo, el trabajo y el esfuerzo. Y estoy tan bien pegada que ni tú en calzoncillos al lado de mi hermana en bragas, ni tú ahora que te vas a casar con mi hermana adolescente, que ya hay que tener muy poquita vergüenza, ni tú ni ella, ni esta maldita situación, ni tú, ni ella, ni esa guerra de almohadas con la que aún sueño los días de fiebre, ni tú, ni tu sonrisa, ni tus abdominales, ni tu calvinismo, ni tu manera de colarte y de cantar ante las protestas de unas monjas y el fervor de las colegialas, ni tú, escúchame bien, ni tú, ni tu calvinismo, vais a conseguir despegar estos pedacitos de mí tan bien pegados y que han hecho que sea la mujer adulta que ahora ves, aunque lleve esta bata y pijama horrorosos, porque esta mujer adulta está muy por encima de sus anhelos y desvaríos adolescentes. Que lo sepas. Porque tengo una vida, porque tengo un novio estupendo, en París, y al que hace un año que no me follo, pero estupendo, y también tengo un negocio, que va como el culo, sí, y en el que tú tienes mucho que ver, también, pero que es mío, es mi negocio, y lo voy a sacar adelante porque aunque se esté hundiendo ahora tengo una oportunidad increíble para reflotarlo y lo voy a hacer. Y me da igual que tú estés aquí en calzoncillos, tan guapo y tan para comerte, tan deseable, y me da igual, me oyes, me da igual que te vayas a casar con la adolescente guapísima de mi hermana, si es que siempre te han gustado así, chulo de tres al cuarto, músico de pacotilla, roquero de tercera, y te digo que me da igual y que no me importa nada ni me afecta lo más mínimo. Nada de nada. Y ahora mismo me voy a la cama y si hace falta me tomo tres valiums, lástima que no tenga valiums, porque hay que ver que una nunca prevé que va a necesitar un Valium y luego, claro, lo necesita, pero seguro que tengo dormidinas, y me tomo cuatro, que por sobredosis de dormidina no creo que nadie se haya muerto, y si con cuatro no me duermo, pues ya me bajo al taller y me pongo a trabajar. Porque tengo mucho que hacer y no voy a dejar que todo esto me despiste. Y porque el trabajo siempre está ahí para hacerme olvidar que… llevo una calvinista dentro. Maldito Aarón.
—Sara, la fregona está chorreando. Que te has quedado alelada.
—¿Eh?… Ah, sí… sí.
—Estás igual —dijo Aarón.
Y ahí mi hermana lo miró intrigada.
—¿Igual? ¿Cómo que igual? ¿Igual a quién? ¿A ella misma? ¿Conoces a mi hermana?
—Coincidimos en el instituto, en una guerra de almohadas, ¿a que sí?
—No jodas —exclamó mi hermana—. Es verdad que tienes su edad, claro —dijo ella como cayendo en la cuenta de semejante obviedad—. Qué fuerte.
—Sí, ya ves. Te vas a casar con un viejo —dije yo, y luego le expliqué a él—: Porque mi hermana lleva llamándome vieja desde hace cinco años.
—Es que vas a comparar —dijo ella señalándome a mí y luego a él. Y dejando claro con ese movimiento de dedo que por supuesto yo era una mujer acabada, consumida por mis treinta años de vida, pero que a él esos treinta años solo le dejaban minihuellas atractivas en la piel y en el cuerpo. Y que estaba en todo su esplendor y en todo su derecho de casarse con una niñata como ella.
—Gracias, Lu. Eres un amor —le dije con la mayor ironía de la que fui capaz. Intentando fastidiarla, pero sin conseguirlo.
—No le hagas caso a tu hermana. Estás igual —volvió a repetir él.
—Sin bata y sin pijama mejoro.
—¿No te irás a desnudar delante de mi novio? —preguntó mi hermana, alarmada.
—Pero ¿por qué me iba a desnudar?
—Pues para demostrar que sin bata y sin pijama mejoras.
—Yo no sé qué tipo de conexión hacen las neuronas en tu cerebro…
—Es que a lo mejor te sentías demasiado vestida aquí entre nosotros.
—Tranquila, Lu, no me voy a desnudar. No sufras.
—Mejor.
—También nos podemos vestir nosotros —dijo Aarón.
—Da igual —dije yo—. Si ya me voy a la cama.
—¿Ya? Pero, después de tantos años… ¿por qué no nos tomamos algo para celebrar esta casualidad?
¿Celebrar? ¿Exactamente qué había que celebrar? Bastante es que lograra mantener la dignidad durante esos minutos como para estirar más el momento bebiendo alcohol. A saber qué salía de mi mente, y lo que es peor, de mi boca con un poco de alcohol. Mejor no tentar al diablo.
—No tiene ginebra. Te dije que teníamos que comprar, Sara.
—Pero yo he traído cerveza para aburrir —dijo Aarón—. Decías que se podía subir al tejado, ¿verdad? —le preguntó a mi hermana.
—Desde la terracita de atrás, sí.
—Pues vamos, agarro unas cervezas.
—Yo me voy a dormir.
—De eso nada —dijo Aarón. Y me cogió del brazo—: Guíame hasta esa terraza.
—De verdad que tengo mucho sueño.
—No seas agonías, Sara —replicó mi hermana—. Una cervecita para dejar tranquilo a este que si no se pone muy cansino. Y seguro que tenéis muchas historias que contaros, y yo quiero saber cómo era Aarón de adolescente.
—Tampoco coincidimos mucho —dije.
—¿Te acuerdas de Santi?
—¿Santi?
—Sí, el concierto que improvisamos colándonos en la residencia de monjas.
—¿Que os colasteis dónde?
—Ah, sí, Santi. ¿Qué fue de él?
—Vamos a tomarnos esas cervezas y te lo cuento.
Refunfuñé pero me dejé enredar. Salimos a la terracita y desde allí subí por unas escalerillas que conducían a otra terraza y luego más escaleras que daban a una parte del tejado por la que era posible caminar. Hacía años que no me subía allí. Aarón nos pasó las latas de cerveza y nos sentamos en el tejado. Hacía una temperatura agradable y se estaba a gusto. Quién me iba a decir que después de los años iba a compartir el tejado con él. Y con mi hermana.
—Cómo molan las vistas desde aquí. ¿Eso es el edificio de Telefónica?
—El mismo. Y allí Callao. ¿Qué pasó con Santi?
—Se casó con Marta, su novia de entonces. Así que nuestro concierto dio sus frutos.
—¿De verdad?
—Y tienen dos niñas, yo soy padrino de la mayor.
Miré a Aarón intentando imaginármelo como un adulto responsable, padrino de una niña. Y la verdad es que también encajaba con su imagen de roquero y de niño grande.
—Viven en Londres. A veces voy a visitarlos.
—O sea, que seguiste en contacto con él, después de haber desaparecido… ¿Sabes que corrieron mil rumores sobre dónde te habrías marchado y por qué?
Una sombra de tristeza nubló el rostro de Aarón, pero solo duró un segundo.
—Fue una pena no poderse despedir de los amigos, pero bueno. Eso fue hace mucho. —Aarón miró al cielo—. Un chupito a quien adivine qué planeta es ese.
—Eso es una estrella, ¿no? —dijo Lu—. Porque brilla.
—¿Porque brilla? —dijo Aarón entre la burla divertida y la sorpresa.
—Te vas a casar con una modelo, no se lo tengas muy en cuenta —le dije yo.
—Estoy estudiando una carrera también, lista. ¿Acaso tú sabías que los planetas brillan?
—Es Marte, Lu, Marte —dije.
—Muy bien, ya me puedo morir tranquila —ironizó ella.
—¿Y tú? —me preguntó, Aarón—. ¿Qué tal tú? ¿Qué fue de tu vida?
—Yo bien, gracias, me va bien, y aquí bebiendo una cerveza.
Aarón sonrió. Y se levantó de un salto.
—¿Qué se ve al otro lado? —preguntó señalando a lo alto—. ¿Se ve la plaza del Dos de Mayo?
—No es muy seguro subir —le dije.
Pero Aarón me ignoró y empezó a escalar por el tejado. Una de las tejas se desprendió al pisarla y le hizo perder el equilibrio, pero consiguió recuperarlo antes de caerse.
—Cuidado —le dijo Lu.
Aarón llegó hasta la cima del tejado y pudo ver lo que había al otro lado.
—¡Sí se ve la plaza! Molaría hacer un concierto desde aquí. ¿No subís?
Lu comenzó a escalar.
—Lu, no subas.
—Ña, ña, ña… —contestó haciéndome burla y tratándome como a una niña pequeña. Al llegar junto Aarón, pasó sus pies al otro lado y la perdí de vista. Seguro que estaban aprovechando mi ausencia para besarse. Pero preferí no pensarlo. Al rato oí un desprendimiento de tejas y un grito.
—¡Socorro!
Vi que Aarón asomaba la cabeza, alarmado.
—¡Ven, rápido, ayúdame! ¡Yo solo no puedo!
Yo subí lo más rápido que pude por las tejas. Que no le pase nada a mi hermana, por favor, por favor…
Llegué lo antes posible y cuando estaba a dos centímetros de Aarón vi que mi hermana estaba perfectamente al otro lado, riéndose. Los dos se reían.
—Eres una buena hermana, Sara —dijo él.
—Y vosotros unos capullos. Pero… ¿qué tenéis, quince años? Tú casi, Lu, pero tú… Tú… —dije señalándole con el dedo.
Aarón hizo un gesto que seguro que él pensaba que era encantador a modo de disculpa. Pero a mí no me sirvió.
—Ahí os quedáis. Imbéciles.
Comencé a bajar por el tejado y seguía renegando.
—A quién se le ocurre, de verdad…
—Sara, no te enfades… —me dijo Aarón.
—Sara, va, perdona —se disculpó Lu—. Que fue una tontería, idea mía…
Pero yo ni me giré y salté a la terraza. Que se fueran a reír de otra.
Entré en casa y me encerré en la habitación. Busqué unas dormidinas que no encontré. Y ni siquiera me esforcé en tratar de conciliar el sueño. Sabía que iba a ser imposible.
A los diez minutos empecé a escuchar el crujir de muelles y los gemidos de mi hermana. Estaba montándoselo con Aarón.
Yo no podía dormir y él se estaba beneficiando a mi hermana, después de haberse reído de mí. Nada más que añadir, señoría.
Pensé en despertar a mi padre, para que los echara de mi casa, de su casa. Seguro que lo hacía. No iba a permitir que su niña pequeña estuviera siendo violada por un depredador de treinta años que le había sorbido el seso, que le había mentido diciendo que se quería casar con ella. Era un depredador guapo y maldito, un depredador con cara y mentalidad de niño, que se lo estaba montando a escasos metros de distancia con una adolescente, cuando a mí ni siquiera me había besado trece años atrás. Pensé en despertar a mi padre, de verdad que lo pensé. Pero acabé haciendo lo único sensato que podía hacer. Conectarme a Skype. Para hablar con Roberto. Para sentirme acompañada, para recordarme que tenía un novio estupendo. Y que si mi hermana estaba a dos metros haciéndoselo con Aarón, yo podía hacer lo mismo con mi novio. Aunque fuera a través del ordenador y a más de mil kilómetros de distancia. Y esta vez no me iba a reír. Íbamos a hacerlo con más jadeos si cabe, con orgasmos múltiples. Iba a ser el polvazo de los polvazos. La madre de todos ellos. Pondrían nuestra foto en la Wikipedia al lado de la definición de «Sexo telefónico».
Abrí el Skype, pero Roberto no estaba conectado. Así que le dejé un Whatsapp: «Conéctate a Skype, estoy revoltosa». Sí, confieso que le puse el adjetivo «revoltosa». Y eso debió darme una pista de lo poco dotada que estoy para el sexo de videoconferencia, pero estaba empeñada y tenía que conseguirlo. El caso es que, a pesar de lo ridículo de mi mensaje, Roberto se conectó al Skype. Tenía cara de sueño. Y apenas entreabría los ojos.
—Sara, ¿qué pasa?
Yo conecté los auriculares para que nadie pudiera oírlo, y sobre todo para no seguir escuchando los jadeos de mi hermana. Hablé bajando el tono de voz.
—Que te echo de menos.
—Si en cuatro días estoy ahí.
—Es que estoy un poco… cachonda.
¿Mejor cachonda que revoltosa? Lo mío sin duda no eran los términos medios.
—¿Ahora? —preguntó él con cierta extrañeza, de la que no le podía culpar, pero tampoco quería yo entrar en detalles. Que a lo mejor no le sentaban bien mis detalles.
—Ahora —me limité a decir. Mejor ser concisa que arriesgarme a contar de más y cagarla.
—Sara, pero si siempre que lo intentamos…
—Me río, lo sé. Y tú te quedas ahí con la frustración y el empalme… Pero hoy te prometo que llegamos hasta el final.
—No sé… Es que son las tantas…
—Mira…
Y ahí yo empecé a acariciarme un pezón, por encima del pijama, y sin ser demasiado guarra, porque no iba conmigo y no quería sentirme impostada. La naturalidad es tu mejor baza, Sara, no lo olvides. Surtió efecto porque vi cómo Roberto se acomodaba en la cama, desperezándose y apoyando la espalda en la pared.
—Apenas te veo, hay una luz horrible. Estás casi a contraluz —dijo Roberto.
Intenté modular la luz de la lámpara de la mesilla, pero el resultado seguía siendo malo.
—Nada, que solo veo una sombra.
—Espera —dije.
Encendí la luz del techo y me subí con los pies a la cama buscando una posición que fuera favorable a la luz. Alejé y acerqué el portátil, hasta donde me permitía el cable de los auriculares, y lo fui moviendo como un zahorí buscando agua con su ramita. Aunque yo en vez de agua buscaba la posición adecuada para que se me viera mejor y estuviera además sexy. Empezaba a sentirme como una equilibrista del Circo del Sol en horas bajas. Qué manera de contorsionarme para atrapar la luz y un ángulo bueno. Y todo eso mientras seguía acariciándome y sostenía el portátil.
—¿Mejor? —pregunté.
—Algo… ¿Te vas a dejar el pijama?
No necesité más para desnudarme lo antes posible, aunque se me olvidó desenchufar el cable de los auriculares y casi mando el portátil a freír espárragos. Lo recuperé al vuelo, quité el cable y por fin conseguí quedarme en ropa interior. Al ver mi imagen en el recuadro pequeño de la pantalla, maldije no haberme puesto algo más sexy esa mañana, pero claro, es que no esperaba acabar así, y con la urgencia que me había entrado por conectarme ni había reparado en lo obvio. Volví a conectar los auriculares. Yo allí, de pie en la cama, en sujetador y bragas, intimando con mi novio. Si es que no se podía ser más moderna. Orgullosa que estaba de mí.
—¿Y tú? ¿No te quitas la camiseta? —le dije intentando una sonrisa picarona y para que no reparara demasiado en mi sujetador.
—Eso está hecho.
Se quitó la camiseta. Había engordado un poco desde la última vez, o tal vez no y es verdad eso de que la pantalla te pone cuatro kilos. O que simplemente lo estaba comparando con el six pack de Aarón, con esos abdominales tan definidos y tan… No, ese no era el camino. Nada de Aarón.
—¿Qué quieres que haga? —le pregunté.
—No, no. Tú mandas. Que ha sido cosa tuya.
—Quiero verte, en toda tu… plenitud.
Sí, lo del lenguaje guarro tampoco era lo mío. Iba a tener que esmerarme un poco más.
—Que te enseñe el rabo, vamos —dijo él riendo.
—Eso.
—Y tú acaríciate… Y sube un poco más la pierna derecha, que hace sombra y no…
Empezaba a pillarle el truco, a pesar del cable del auricular, de tener el portátil en la mano, de estar subida a la cama apoyada solo con una pierna, mientras la otra la subía en alto, y me acariciaba con la mano derecha metida en mis bragas horrorosas y procuraba que las sombras no estropearan el momento. Todo superexcitante, vamos. Y yo venga, ahí, acariciándome y fijándome en lo que crecía entre las manos de Roberto, y todo para no pensar en lo que estaba haciendo mi hermana en la habitación de al lado.
—¿Te gusta? —le pregunté.
—¿A ti qué te parece?
—Que sí, que te gusta.
—¿Y a ti?
Y como estaba enfrascada en el momento caricia con la pierna levantada, con el portátil en la mano, buscando la luz, y susurrándole a mi novio, no me di cuenta de que la puerta de la habitación se acababa de abrir.
—¿Otra manta no tendrás?… Sara, pero ¿qué haces?
Era mi padre. Allí, en mi habitación. Con cara horrorizada al ver a su hija haciendo equilibrios mientras se masturbaba. Yo grité y quise cerrar el ordenador pero me hice tal lío con el cable de los auriculares que el portátil salió volando y aterrizó a los pies de mi padre. Con la pantalla abierta hacia él.
—¡Me encanta! —gritó Roberto, que no se había enterado de nada.
La cara de mi padre fue un poema al ver que Roberto estaba allí desnudo y con el miembro en todo su esplendor.
—¡Roberto! —gritó mi padre.
—¿Arturo?
Yo me quería morir. Roberto se quería morir. Y mi padre se quería morir.
—Papá, pero ¿por qué entras sin llamar? —dije mientras me ponía a toda velocidad la parte de arriba del pijama.
—Pero si he llamado…
—¿Arturo? Pero… pero… pero… —Roberto había entrado en shock anafiláctico.
—¿Y qué quieres a estas horas, papá?
—Olvidar este momento. Eso es lo que quiero. Pero creo que ya no voy a poder.
Y sin más salió de la habitación cerrando de un portazo.
—Arturo… Esto no es lo que… Arturo…
—Ya se ha ido —le dije recuperando el portátil.
Roberto estaba pálido, como si fuera el pasajero en el camarote de un barco en medio de una tormenta.
—Sara, dime que ese no era tu padre… ¿Qué hace ahí tu padre? Dime que no nos ha visto…, que no me ha visto…
Yo estaba muda de la impresión y de la vergüenza. Intenté explicarle qué hacía allí en mi casa, lo de mi madre, pero Roberto estaba tan anonadado que apenas me escuchó. Le pedí mil perdones, le eché la culpa al cerrojo, a la casa de mi abuela, a la situación, a la vida… Y luego intenté buscarle el lado divertido, y que hay que ver que iba a ser verdad que nunca conseguíamos llegar al final por una cosa o por otra. Pero Roberto aún seguía tan descolocado por el momento que no me secundó.
—Será mejor que durmamos. Si podemos, claro. Hablamos mañana o pasado. ¿Vale?
—Lo que tú quieras, Roberto. Y perdona.
—Es que solo a ti se te ocurre, Sara, con tu padre al lado.
—Piensa que yo me he llevado la peor parte…
—Hasta mañana.
—Adiós.
No pude dormir. Claro. Como para dormir estaba yo. Si es que no se podía acabar de peor manera un día que ya de por sí había sido desconcertante. Así que me vestí y salí de la habitación. Bajé al taller y me puse a trabajar. Deseando que el trabajo me hiciera olvidar todo lo ocurrido.
Cuando la luz del amanecer empezó a entrar por el patio del taller, tuve que admitir que llevaba varias horas haciendo y deshaciendo, que nada de lo que estaba intentando construir tenía el más mínimo interés. Porque lo de las plumas de pavo real no funcionaba, y las que había teñido tampoco. Que me estaban quedando unas alas muy raras. Y aunque me había documentado y estudiado todos los cuadros donde se representaba a Ícaro y su vuelo, por más vueltas que le daba no acababa de encajar esas plumas de pavo real en mi diseño. Y que no, que así no triunfaba yo en el desfile ni aunque todos los asistentes estuvieran borrachos como cubas. Pero como no quería dejar de intentarlo seguí aferrándome al trabajo. Pero nada, ni agarrándome a la técnica, al trazado geométrico, conseguía que aquello se mantuviera en pie. Solo podía pensar en Aarón y en mi hermana, en Roberto y yo dale que te pego y en mi padre entrando y… Dios. Aún seguía poniéndome colorada cada vez que venía esa imagen a mi mente. Cómo odiaba que la vida se interpusiera en mi trabajo. Qué asco.
La luz de la mañana ya iluminaba todo el patio de luces cuando mi padre bajó al taller. ¿Qué hacía ahí? ¿Por qué no había salido por la puerta principal del piso que daba a las escaleras del portal? Así habría podido evitar este encuentro que seguro le apetecía tan poco como a mí. Yo no quería ni mirarlo. Hice como si no lo hubiera visto, debido a lo enfrascada que estaba trabajando.
—No hay leche.
Eso fue lo primero que dijo. Yo por fin lo miré, ya que era absurdo mantener una conversación con él sin levantar la cabeza. Y bueno, sí, me había pillado unas horas antes en un momento incómodo, pero yo era una mujer con derecho a disfrutar de su cuerpo y de su novio, aunque este estuviera a mil kilómetros de distancia, ¿o no? Y que había tenido la mala suerte de que me pillara en plena faena, pues sí. Pero no sería el primer padre que pilla a su hijo o hija en pleno fragor de la batalla. Así que lo mejor era superarlo y listo. O hacer como si no hubiera pasado.
Mi padre se había puesto un traje sin corbata y me sorprendió que no tuviera ni una arruga. ¿Se había parado a plancharlo? Supongo que lo había hecho en su afán de disimular las ojeras y la mala noche que había pasado. Primero por su esposa, la infiel, luego por su hija, la masturbadora.
Pobre hombre.
—¿Me estás escuchando? No hay leche.
—Ayer tu hija la pequeña y su novio se la debieron de acabar.
Muy bien, Sara, buena táctica la de desviar el centro de atención y enfocarlo en tu hermana y en su novio. Diez puntos.
—¿Ha pasado su novio la noche aquí?
—Sí.
Esperaba que dijera algo al respecto, que se quejara, que se llevara las manos a la cabeza, algo que le hiciera olvidar lo que había visto hacía unas horas, pero apenas musitó algo parecido a un quejido.
—¿Te parece bien que duerma con ella aquí, en casa de la abuela? —pregunté. Yo seguía aferrándome a ese clavo. No se me ocurría nada mejor como maniobra de distracción.
—Seguro que no es la primera vez.
—No sé por qué lo dices.
—Porque lleváis utilizando esta casa para venir con vuestros novios desde los dieciséis.
—Eh…
—Sara, ¿por qué crees que he seguido pagando la luz y el agua todos estos años? Para que no tuvierais que iluminaros con velas y pudierais usar el baño y la ducha… Vosotras y vuestros novios. Claro que a veces no necesitáis ni el novio.
Golpe a la yugular.
—No sé a qué te refieres. Si lo dices por lo de ayer…
—Ayer no ocurrió nada —dijo mi padre rectificando lo más rápido que pudo y soltando lo primero que se le vino a la cabeza, aunque a lo mejor lo había meditado, claro—. Soy sonámbulo.
—¿Sonámbulo?
Sí, me gustaba la idea. Era absurda, pero nos venía de maravilla.
—¿Quién es sonámbulo? —preguntó Lu, que bajaba en esos momentos las escaleras de caracol que daban al taller. Esta vez cubría su cuerpo con una camiseta dos tallas más grande que ella.
—Me ha dicho tu hermana que no has dormido sola —le dijo mi padre.
Lu me echó una mirada que lo decía todo.
—Se ve que me tiene envidia.
—¿Envidia de qué? —pregunté rauda y veloz, y casi ofendida.
Envidia, decía. Si no había una palabra para describir lo que yo sentía por mi hermana, la envidia se quedaba en bragas y en tetas al lado de lo que yo sentía. Yo sentía una cosa que iba mucho más allá. Que mi hermana estuviera disfrutando de lo que yo había anhelado durante parte de mi vida era una sensación a la que la Real Academia de la Lengua aún no le había puesto nombre. Pero lo negué, claro. Y pensaba estar en esa fase de negación hasta que se me pasara, o hasta que Aarón desapareciera, o hasta que consiguiera echarlos a ambos del piso. Y también a mi padre, y quedarme yo allí sola, con Roberto. Y disfrutar de él y así comprobar que el pasado era solo pasado, y que yo ya era otra, y que en nada me afectaba que mi hermana se quedara con mi amor de adolescencia y jadeara por las noches con sus caricias y con sus abrazos y con sus embestidas y oliera su cuerpo, y lamiera su piel y… Porque hay cosas que una supera y listo, y que yo tenía una vida estupenda y un novio estupendo. Y punto.
—Envidia de que no tienes a tu Robertito aquí contigo.
—Ah, eso… —contesté aliviada—. Solo faltan unos días. Y con todo lo que tengo que hacer…
—Ah, ¿que tu novio se va a atrever a venir? —preguntó mi padre.
Y yo bajé la cabeza. No había contado con eso, si mi padre seguía aquí a lo mejor Roberto no se atrevía a pisar la casa. Lo que me faltaba.
—Vamos a parecer una familia numerosa —continuó diciendo.
—Viene dentro de unos días, papá. Y digo yo que ya estaréis cada uno por vuestro lado, ¿no? —tanteé.
—Qué prisas tienes en echarnos. Te recuerdo que esta casa…
—Que sí, que es tuya, papá, que es tuya —dije perdiendo la paciencia—. ¡Si quieres me voy yo y te quedas con ella toda para ti!
Mi padre se quedó un tanto estupefacto con mi salida de tono. Miró a Lu buscando respuestas.
—¿A tu hermana qué le pasa?
—Sara es un misterio indescifrable, sobre todo por las mañanas.
—Perdón —dije avergonzada—, es que tengo mucho encima. ¡Y estas alas son un horror!
—Pues tranquilita, ¿eh? —dijo mi padre—, que aquí si alguien puede perder los nervios y la paciencia soy yo. Que soy el único al que su mujer le ha puesto los cuernos después de treinta y dos años de feliz matrimonio. Y el único que te ha visto…
—Sonámbulo, ¿recuerdas? Eras sonámbulo.
—Sí, sí, tienes razón —rectificó mi padre, arrepentido—. Pero bueno, que un poco de solidaridad por parte de mi hija mayor no me vendría mal.
—Perdona.
—No pasa nada —dijo, magnánimo—. Me marcho a trabajar. Compra leche.
Ya iba a salir cuando se dio la vuelta y nos miró a las dos.
—Y si habláis con vuestra madre le decís que estoy estupendamente, estupendamente. Ah, y Sara, me debes este mes, el pasado y el anterior de alquiler.
—Lo sé, papá, lo sé.
—Si no puedes hacerle frente, nos tendremos que sentar a hablar…
—No me agobies, ¿vale? Ahora no.
—Tenemos un trato. Soy tu padre pero no una ONG. —Y añadió de manera categórica—: Necesito el dinero.
Oírle hablar con tanta seriedad me preocupó. Nunca me había reclamado el dinero del alquiler en esos términos. ¿Por qué iba a necesitar el dinero? ¿Tenía más problemas aparte de la infidelidad de mi madre? ¿Estarían pasando por apuros económicos y no nos habían dicho nada y de ahí esa tristeza que llevaba arrastrando meses y meses? ¿O simplemente estaba tan incómodo por lo que había visto al entrar en mi habitación que reaccionaba hablando de dinero?
—Papá, ¿va todo bien en el estudio? —pregunté para asegurarme.
—No te preocupes por eso. Pero lo dicho: no te demores más en el pago. Cada uno se tiene que hacer responsable de lo suyo.
Y sin más salió del taller.
Al segundo oímos la voz de Aarón desde las escaleras de caracol.
—¿Ya se ha marchado?
—Sí, ya puedes bajar.
Aarón, vestido con unos vaqueros, camiseta con la portada del plátano del álbum de la Velvet Underground, botas de puntera y una cazadora gastadísima de cuero, bajó por las escaleras. Estaba incluso más guapo que desnudo. Qué desgraciado. Así que intenté sobreponerme a esa visión de la única manera que se me ocurrió, atacando.
—¿No me digas que te estás escondiendo de mi padre? ¿Y tú te quieres casar con mi hermana?
—Es que prefiero conocerlo en otras circunstancias, y no así, deprisa y corriendo.
—Ya… Lo que viene a ser un cobarde de libro. Todo fachada por fuera y Blandiblue por dentro —le acusé.
—Sara, relaja un poquito, ¿vale? —dijo mi hermana.
Aarón había bajado con uno de mis tazones para cereales en la mano, pero más que cereales parecía alpiste lo que comía.
—¿Has robado la comida de mi loro?
—Qué graciosa, es avena integral.
—¿Había en la despensa de eso?
—Siempre llevo en la mochila. Por si paso la noche fuera.
—¿Te llevas el desayuno contigo? —pregunté sorprendida.
—Es un friki de todo lo orgánico —me dijo Lu—. No dejes que se ponga a hablar de limpiezas hepáticas, de las enzimas y del tránsito del colon…
—¿En serio? —me burlé—. Un roquero preocupado por su salud…
—¿Decepcionada de que no responda al estereotipo?
—¿Y no eres un poco joven para preocuparte por esas chorradas?
Aarón se limitó a encoger los hombros como toda respuesta. Como si no quisiera perder el tiempo contestándome.
—¿Este es tu taller? —preguntó Aarón fijándose en cada detalle. Y yo pude sentir cómo lo veía a través de sus ojos.
Yo había construido un espacio de trabajo muy agradable, donde la tecnología, o sea, mi Mac Pro, se daba la mano con lo más artesanal, o sea, las plumas, las telas, y los hilos. Las estanterías de madera estaban llenas de cachivaches coloridos, de cartulinas, telas, hormas de madera para los sombreros, lápices y juguetitos de plástico que desde pequeña había ido coleccionando. No había tantas plantas como en época de mi abuela, pero sí dos enormes kentias y un ficus. Y si mi abuela tenía el taller lleno de jaulas con pájaros, yo solo me había quedado con dos. Una vacía y en la otra estaba Paco, el loro que no hablaba y que mi hermana me había regalado cuando abrí la tienda. «Por si te quedas escasa de plumas».
—Así que al final aparcaste la carrera de Químicas —dijo Aarón.
Me extrañó mucho que se acordara de lo que quería estudiar una total desconocida con la que había coincidido solo dos semanas y hace trece años. Pero no quise darle el gusto de que se me notara.
—No la aparqué, la acabé. Y luego decidí…
—Seguir mi consejo —dijo él con una sonrisa de triunfo.
—¿Tú le dijiste que abriera esta tienda? —preguntó Lu, muy sorprendida. No entendía nada.
—No, no exactamente —dijo Aarón—. Le dije que tenía demasiado talento para desperdiciarlo estudiando una carrera del montón.
—Pues que no se entere mi padre de que fue cosa tuya —dijo Lu—. A él no le hizo nada feliz.
—Vamos a dejar una cosa clara —maticé yo sin ocultar mi enfado, porque me estaba tocando mucho las narices esa actitud condescendiente de Aarón—. La tienda la monté yo porque quise. Tu novio no tuvo nada que ver. Así que no te arrogues un mérito que no es tuyo.
—¿Y eso es lo que haces ahora? —preguntó Aarón, cogiendo las alas inacabadas y coloridas—. Unas alas de ángel.
—De Ícaro, ¿por qué?
Aarón observaba en silencio mi obra.
—Están sin acabar —me excusé.
—Ya…
—¿No te gusta? No es que me importe lo que pienses, pero te veo deseoso de emitir un veredicto.
—Está bien —dijo. Pero no parecía nada convencido. Y eso me dolió.
—No te cortes, di lo que piensas.
—Que no, que está bien. Solo que te recordaba más… osada.
—¿Osada? ¿Y eso a qué viene?
—En la obra de teatro nos dejaste a todos impresionados. —Ahí miró a mi hermana—. Fue lo mejor de esa obra. Hizo una cosa asombrosa. Como una escenografía de Francisco Nieva.
—¿Quién? —preguntó mi hermana.
—No habías nacido cuando se murió —le expliqué. Y miré a Aarón—: Y no fue para tanto. Y esto —afirmé cogiendo las alas— también está bien.
—Por supuesto —dijo él—. Pero Ícaro desafió a los dioses queriendo volar más alto que el sol.
—¿Y? —No entendía a dónde quería llegar.
—No sé, que se debería notar en tu propuesta. También tendrías que intentar volar más alto, ¿no?
—¿Para quemarme como él?
—Mejor quemarse que volar a saltitos, ¿no? ¿Dónde está la épica en un vuelo raso?
Vi mis alas a través de sus ojos y me di cuenta de que no le faltaba razón, de que estaba siendo muy poco ambiciosa, de que con ese miedo, y ese vuelvo raso, no iba a ninguna parte. Así que cogí las alas, las partí en dos y las tiré a la basura.
—Pero… ¿qué haces?
—Lo que tenía que haber hecho hace horas. Claro que a ver qué le llevo yo a David…
Y como una loca empecé a meter los diseños que tenía en DIN A3, con muestras de las plumas que quería utilizar, en una carpeta enorme de arquitecto, de las que le había robado a Roberto. Cómo me gustaban esas carpetas, y los tubos para guardar planos. A veces hasta creía que era un poco fetichista de todo lo relacionado con la arquitectura.
Aarón intentó rescatar las alas de la basura.
—¡Ni se te ocurra coger eso! —le amenacé.
—Es que me da no sé qué que por mi culpa…
—¡No ha sido culpa tuya! ¡No te quieras tanto!
Él no soltó las alas.
—Pero mujer, si…
Y yo se las arrebaté de manera brusca y las tiré a la basura de nuevo.
—¡Son mis alas y hago con ellas lo que me da la gana! ¡Y este es mi taller y lo de ahí arriba, mi casa! Y tengo muchísimo trabajo y la verdad es que me viene fatal tener a gente a la que no he invitado pululando por aquí.
—¡Esta es la casa de la abuela! —protestó mi hermana.
—¡Y ahora es la mía!
—Tranquila, he pillado la indirecta. No me quieres tener aquí, y es lógico. Yo cojo mi guitarra y desaparezco. Y gracias por dejarme pasar la noche.
Aarón empezó a subir las escaleras.
—Espera —le ordenó Lu.
Aarón se paró a mitad de camino. Lu echaba fuego por la mirada, noté hasta el calorcillo de su ira.
—¿Se puede saber qué te pasa? —me gritó—. Sí que te has levantado torcida, sí. Ya te estás disculpando porque él no te ha hecho nada. Y no sé por qué tienes que ser así de maleducada con mi novio.
Tenía razón. Me había dejado llevar. Y no podía permitírmelo. Lu no se podía enterar de lo que yo había sentido por ese chico, no era justo para ella. Y desde luego ya todo era agua pasada. Y era mejor que empezara a demostrárselo a ella y a mí misma.
—Perdona, Aarón. Es que estoy nerviosa y lo he pagado contigo.
—No hay nada que perdonar, es tu casa, tu taller y tu vida. Está todo bien, tranquila. Pero mejor me voy.
Aarón acabó de subir las escaleras y desapareció.
—¿Te parece bonito? —Lu aún estaba muy enfadada.
—Es que me está superando todo esto… Debería tener acabadas las piezas, y mira, solo tengo bocetos. Me voy —dije cerrando la carpeta y cogiendo una de las piezas terminadas de la estantería. Era una enorme pajarita.
Y salí del taller, dejándola allí. Tenía que serenarme. Y centrarme en lo importante, o sea, el desfile, mi trabajo. Todo lo demás era accesorio. Todo lo demás podía esperar. Tenía que sobreponerme. Esa tarde le volvería a pedir perdón a Lu, y seguro que lo entendería. Aunque viendo su cara ahora iba a tener que esmerarme bastante.
El taller de David, que compartía con otros diseñadores, Chusa entre ellos, estaba en una antigua estación de bomberos convertida en un espacio de co-working. Era un sitio espectacular para trabajar. En la reforma del lugar habían dejado los ladrillos blancos y las barras rojas que utilizaban los bomberos para bajar desde el primer piso, que le daban un encanto especial al local. Estaba por la zona de Delicias y lo lógico es que yo hubiera cogido el coche para ir, pero nunca he sido una gran conductora, y no tenía ánimos para enfrentarme al tráfico alterado y susceptible de Madrid entre semana, así que preferí caminar hasta plaza de España y coger allí el metro. La niebla apenas dejaba vislumbrar los edificios, y el aspecto fantasmagórico de la ciudad, unido a la humedad, extrañamente, me sentó bien. Me metí en el vagón, con la gran carpeta de arquitecto y mi pajarita enorme, y me dediqué a contemplar a las personas que viajaban a mi lado. Y poco a poco empecé a relativizar todo lo que me estaba pasando. Qué me importaba a mí que mi hermana se fuera a casar con alguien que había estado en mi pasado. Miento, con alguien que había rozado mi pasado y que estaba sobre todo en mi cabeza. No es que Lu fuera a casarse con un antiguo novio mío, con el que hubiera compartido años de relación. Si ni siquiera habíamos tenido contacto físico más allá de un abrazo. Por lo tanto no podía permitir que algo tan inocuo como aquello condicionara mi vida. Y, en todo caso, con frecuentar lo menos posible a Aarón, solucionado.
Llegué a la antigua estación de bomberos y me sorprendió que a esas horas ya hubiera tanta actividad. Desprendían una energía contagiosa. David, que cuando se emocionaba parecía convulsionar entre aspavientos, enseguida empezó a contarme, sin dejar un momento las manos quietas, los nuevos cambios para el desfile. Que esta vez hasta él admitió que iban más allá de dos pequeñas modificaciones. Porque era cambiar del todo el concepto. Pero le daba igual. Estaba lleno de entusiasmo y qué importaba si yo tenía que tirarlo todo y empezar de cero. Allí estaba David, tan largo y delgado como era, con sus pantalones con la cintura casi por la rodilla, dejando ver los calzoncillos como si fuera un imitador de Justin Bieber, moviendo las manos de manera tan expresiva, y utilizándolas para puntualizar y subrayar cada frase, cada intención. ¡Y para cambiarlo todo!
—Quiero que ellas lleven unos trajes de pantalón de colores muy neutros, oscuros y superceñidos. Y, ¡atención!, por encima de los trajes voy a ponerles miriñaques blancos, ¿cómo te quedas? Quiero que sean muy exagerados, y que no cubran solo las piernas y la cintura, que también lleguen al tronco.
Yo le miré un tanto extrañada. Los miriñaques eran las estructuras sobre las que se sustentaban los vestidos de época, para lograr un gran volumen en las faldas. Pero no entendía muy bien qué pretendía David.
—Y tengo que conseguir que sean muy fáciles de poner y de quitar. ¡Eso es fundamental!, porque cuando las modelos lleguen al final de la pasarela, quiero que se los saquen y los dejen sobre el escenario como una escultura. ¡Va a ser maravilloso! —Enfatizó el momento con las manos e hizo la forma de esos miriñaques en el aire—. Y que cuando los chicos salgan a la pasarela y lleguen hasta allí, se los puedan poner encima de la poca ropa que lleven, porque ellos irán casi desnudos. ¡Grandioso! ¿A que sí?
Yo no sabía muy bien qué pensar, no acababa de ver la grandiosidad por ningún lado.
—¿Lo pillas?
—¿Qué es exactamente lo que tengo que pillar?
—El concepto.
—Pues… —No sabía muy bien qué responder.
—Estás alelada, Sara. ¿Se puede saber qué te pasa? Te estoy contando la idea del siglo y tú sin inmutarte. Cuéntame.
—Nada, nada, no me pasa nada. Que tengo la cabeza en mil sitios, y que no sé muy bien dónde van las plumas en todo esto. Ni qué pintan.
—Tranquila, primero quiero que pilles el concepto. Luego ya hablamos de plumas.
—El concepto, sí, miriñaques que se quitan ellas y se ponen ellos… —resumí lo que había dicho a ver si a base de repetirlo veía la luz. Pero nada.
—Sara, es bien sencillo. Las mujeres se quitan lo que las objetualiza sexualmente, lo que las ha convertido durante siglos en piezas de decoración, en simples floreros —y más movimiento de manos—, y son ellos los que ahora abrazan ese estatus con alegría. ¡Ellos son ahora los objetos sexuales, porque así lo han decidido!
—Ah… ¿Y las plumas?
—¿No te gusta? —preguntó David al ver mi cara.
—Sí, sí… —dije sin estar del todo convencida—. Pero es que no sé si entonces ahora todo lo que tengo sirve para algo.
—A ver, enséñame. ¿Has traído las alas?
—No, las alas… es que no acababa de dar con lo que querías… Pero ¿aún las necesitas?
—Claro. Las alas de Ícaro van sí o sí. Es la representación del hombre capaz de crear hasta unas alas y alzar el vuelo para salir del laberinto, y que hoy en día hasta está dispuesto a aparcar ese sueño, esa ambición, para convertirse con alegría e inconsciencia en un objeto sexual.
—Ah, bueno… pero he traído otras cosas.
Y empecé a sacar los bocetos de la carpeta, mientras se los explicaba. Pero me iba desinflando por momentos.
—No te gustan, ¿verdad? Y, claro, no sé si ahora, en todo esto que propones, caben… y… uf… Es que es todo un desastre… y ¿a quién quiero engañar? Esto… es…
—Sara, por favor, tranquilízate. Cuéntame qué te pasa.
—Que soy mediocre, que ya no sé ni qué estoy haciendo, que todo esto…
—¡Sara! Stop! Aquí las crisis existenciales las tiene el diseñador principal, no la de las plumas, ¿de acuerdo?
—Si yo no quiero fastidiarte nada. Y a lo mejor soy un estorbo… y…
David no salía de su asombro. Pocas veces me había visto así de abatida.
—Va a ser mejor que me cuentes qué te pasa y luego seguimos, porque, hija, me estás contagiando tu negatividad y me estás haciendo dudar de todo. —Llamó a Chusa, que estaba al otro lado de la nave peleándose con unas telas enormes, y parecía perdida allí en medio, con su melena rizada, tan oronda y bajita. David la llamaba a veces la hobbit—: ¡Chusa, ven, que Sara tiene algo que contarnos!
—David, que no.
—¿Cómo que no? Tú tienes mucho que contarnos, si te conoceré…
Y tenía razón. Con un café entre las manos y con David y Chusa, escuchándome, acabé por confesárselo todo. Lo de Aarón y mi hermana, lo de la infidelidad de mi madre, otra vez lo de Aarón. El episodio del Skype se lo ahorré.
—Qué fuerte, qué fuerte, qué fuerte. Normal que no estés en lo que tienes que estar. Lo que no te pase a ti… Y ¿qué vas a hacer? —preguntó David.
—Pues rezar para que se vayan lo antes posible de casa —dije.
—Y un conjuro o algo para que tu hermana rompa cuanto antes con él —dijo Chusa.
—Hala, no seas bruta —protesté, fingiendo una dignidad que no tenía pero necesitaba aparentar.
—Eso, nada de magia negra, que nunca funciona. A este lo alejas de la vida de tu hermana por métodos tradicionales —dijo David.
—Que no voy a hacer nada de eso, pero… ¿qué tipo de bruja creéis que soy? Están en su derecho de casarse y ser felices.
—Y tu felicidad ¿qué? —preguntó Chusa—. Si el bombón de tu hermana puede estar con el guapo que le dé la gana, si tiene millones donde escoger, ¡que se busque a otro!
—¿Está bueno? ¿Es tipo empotrador? —preguntó David.
—¿Empotrador?
—Sí, mujer. De los que te empotrarían contra una pared. De los que más que hacer el amor te taladran.
—La de tiempo que no me taladran a mí —dijo Chusa, con cierta nostalgia.
Lo pensé un momento.
—Pues no sé si Aarón entra dentro de esa categoría.
—¿Se llama Aarón? ¿Y es músico? No me digas que se parece a Aarón Humilde, porque entonces ya me muero aquí mismo —dijo David.
Al oír el adjetivo Humilde al lado de su nombre, algo se activó dentro de mí. Su grupo de adolescencia se llamaba Los Humildes.
—¿Quién es ese Aarón Humilde?
—¿Cómo que quién es? Sara, pero ¿tú en qué mundo vives? ¿No me digas que no lo has escuchado nunca? Si ahora están empezando a sonar en todos lados.
—Enséñamelo.
David sacó su móvil con pantalla de siete pulgadas, que más que un móvil parecía una tableta, y buscó una actuación en directo de Aarón. Y allí estaba él. Era mi Aarón, bueno, el de mi hermana. Pero vamos, que era él.
—Es él.
—¿Qué? ¿Qué? ¿Qué? —repitió David.
—Es él.
—¿Que tu hermana se va a casar con el amor de tu adolescencia y es Aarón Humilde? Yo lo estoy flipando.
—Pero ¿tan conocido es? —pregunté yo sin entender tanto entusiasmo.
—A ver, no es Elton John, pero está sonando tanto como Lori Meyers o We Are Standard…
—¿Y esos quiénes son?
—No tienes remedio, bonita —sentenció Chusa.
—Ay, qué fuerte, qué fuerte, qué fuerte. Es que es muy hard core, esto. Superhardcore.
—Superhardcore —repitió Chusa—. Yo estoy por emborracharme, fíjate lo que te digo. O por volver a fumar, incluso.
—Crack.
—Con tabaco me conformo.
—¿Queréis dejar de exagerar? Que parecéis adolescentes en celo. Se trata de quitarle importancia, de que no hagamos un mundo de esto, y estáis consiguiendo justo lo contrario con tanto qué fuerte, qué fuerte.
—Es que es muy fuerte.
—Y dale.
—Vas a ser la cuñada de Aarón Humilde. Tía. Y estabas enamorada de él.
—Y no has conseguido olvidarlo.
Los miré como si estuviera hablando con dos extraterrestres. ¿Ante qué clase de amigos había decidido sincerarme? Así que intenté traer un poco de cordura a la conversación.
—Pero ¿de dónde sacas que no he conseguido olvidarlo, Chusa, por favor?
—Pues de que esa historia tú no la tienes superada.
—Y la está superando tu hermana por ti —añadió David—. Y eso escuece. Eso escuece más que el wasabi en una herida abierta.
—Cuando os he pedido que dejarais de exagerar, ¿vosotros qué habéis entendido?
—¡Ya sé! —gritó David—. ¡Es lo que necesito para que el desfile sea un éxito absoluto! Para que todo el mundo hable al día siguiente de él. Para que sea el evento de la temporada.
¿Y ahora David por qué saltaba con esto?
—¡Que toque Aarón Humilde en directo! Dime que se lo vas a pedir.
—Yo a ese no le pido nada, lo siento mucho, David. Si lo he echado de mi casa…
—¿Lo has echado de tu casa? —Chusa se echó a reír—. ¿Ves como no lo tienes superado? —dijo con muy mala baba, a mi parecer.
—Y ¿por qué lo has echado? —preguntó David.
—Porque… porque estaba enredando con mis diseños y… opinando y… me puse nerviosa, ¿vale?
—Pues quedas con él, lo arreglas y luego se lo pides.
—Pero ¿cómo le voy a pedir semejante cosa, si apenas lo conozco, si… ni sabía que era famoso? Y que si es famoso no va a querer venir…
—Famoso tampoco es, si ahora todos los músicos están de capa caída, ¿no ves que no venden nada?… Y siendo tu cuñado, seguro que lo puedes liar. Hazlo por mí, porfa.
—Hace un momento estabais dispuestos a hacer magia negra para que desapareciera de mi vida, y ahora me pides esto.
—Ya después del concierto hacemos lo que sea para que rompan —dijo David.
—Pero ¡si yo no quiero que rompan! —grité.
—Bueno, pues entonces no veo el problema en que lo traigas. Y si no ya se lo pido a tu hermana, porque ella va a ser una de las que va a desfilar. Así queda todo en familia. Va a ser un bombazo, Sara, un bombazo. Y ya verás qué bien nos va a venir a todos. A ti y a tus plumas a las que más, te lo aseguro. Si es un favorcillo de nada…
—Que no lo veo, David.
—Porque tú estás muy perdida, por eso no lo ves. Y lo necesitamos. Tus diseños lo necesitan.
Cómo odié que dijera eso, pero a lo mejor tenía razón. Si realmente quería hacerme perdonar mi falta de profesionalidad, no haber acabado las alas y haber perdido la fe en mis diseños, tendría que compensarlo de alguna manera. Aunque me pesara. Así que tenía que hacer de tripas corazón y pedirle ese «favorcillo de nada» al novio de mi hermana. Al que había echado de malos modos de mi taller.
Yo había ido a la antigua estación de bomberos para olvidarme de Aarón, y había conseguido justo lo contrario. Meterlo hasta en el trabajo. Qué alegría.