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TODO LO QUE SALIÓ MAL

¿Por dónde empiezo a contar todo lo que salió mal? ¿Por dónde empiezo a contar que a cinco días de que llegara Roberto no hubo una hora en que no entendiera aquella expresión de «monto un circo y me crecen los enanos»? Y ¿cómo puede ser que las cosas se puedan desbarajustar de esa manera y en el momento menos adecuado? Y sí, me hago muchas preguntas porque no sé muy bien por dónde empezar.

Cronológicamente. Creo que va a ser lo mejor.

Yo estaba con una mascarilla puesta, y con mi bata blanca, ese atuendo con el que según Inma parecía más una química que una plumista. La verdad es que solo me ponía la mascarilla cuando tenía que teñir en frío alguna pluma, porque usaba anilina disuelta en alcohol y los vapores eran muy tóxicos. Me decantaba por el tinte en frío cuando quería que las plumas adquirieran un tonto muy vivo. Y como quería impresionar a David estaba dispuesta a dejarme la piel y los ojos. Aunque fuera de manera literal. Ya tenía a medio hacer casi todos los complementos que David me había pedido para su desfile. El problema con David es que iba cambiando de idea sobre la marcha. Y lo que él llamaba pequeños ajustes en realidad eran verdaderos cambios de propuesta. Aunque siempre procuraba que a mí no me afectaran demasiado. Pero eso no impedía que donde me había pedido unas alas blancas para reinterpretar el mito de Ícaro para la espalda, para tobillos y para un casco, ahora las quería coloridas y con un toque underground: «¿Qué tal si en vez de blancas utilizáramos alguna pluma de pavo real?». Y yo le decía a todo que sí, en mi afán de ser eficaz y para que viera que yo estaba dispuesta a lo que fuera, pero luego me tocaba a mí romperme la cabeza en la soledad del taller para que la propuesta no se convirtiera en un disparate estético.

Y ahí estaba, peleándome con las alas de Ícaro cuando mi hermana entró en el taller, como suele entrar ella, con ese ímpetu y esa alegría, y ese aquí estoy yo, miradme, que a veces pienso que hasta trae un ventilador incorporado para que su melena vuele al viento y nos deje a todos impactados. Venía vestida con un abrigo ceñidísimo y de un color eléctrico, que solo una guapa se puede poner sin parecer una mamarracha.

—Qué mal huele aquí dentro. ¿Acabas de matar a un pollo? Y cómo me pican los ojos…

—Es la anilina.

—Mira —dijo ella sacando de su bolso una revista de moda. Buscó una página y me la mostró—. ¿Has visto qué maravilla?

Era un vestido de novia espectacular, con un cuerpo todo elaborado con plumas blancas.

—Quiero una cosa así para mi boda.

—Muy bien, Lu —dije sin inmutarme—. Aparta que puedo mancharte.

Quité las plumas del tinte y las puse delicadamente sobre un papel de periódico para que absorbiera el líquido sobrante. Mi hermana le echó un vistazo al dibujo que había hecho sobre la tela de las alas, pero no le prestó atención.

—Dime que me lo vas a hacer tú. El vestido, digo.

—Que sí, que sí —dije sin hacerle caso y observando embobada el resultado del tinte—. ¿Te gusta el color de estas plumas?

—¿No me vas a felicitar? —preguntó con cierta indignación.

—¿Por? ¿Has conseguido otra portada?

—Por mi boda. Te estoy diciendo que me caso.

—¿Cómo que te casas? ¿Tú? Si aún no has cumplido los veinte.

—¿Y eso qué tiene que ver?

—Ay, Lu, deja de decir tonterías, que tengo mucho trabajo.

—¿Me harás el vestido de novia? No tiene por qué ser exactamente así, claro. La foto te la enseño para que te inspires. Pero yo confío mucho en ti y en tu criterio. Y sé que me vas a hacer una cosa espectacular. Quiero ser la novia más guapa y más sexy de todo el planeta tierra. Vamos, quiero que nada más entrar en la iglesia todos los hombres heteros tengan una erección de caballo. No sé si pillas la idea. Esta noche se lo cuento a papá y a mamá.

Me quité la mascarilla y observé a mi hermana. ¿Estaba hablando en serio?

—¿Que les vas a contar a mamá y a papá qué?

—Que me caso.

—Lu, si de verdad te ha dado la ventolera de casarte, yo mejor no se lo contaba y me casaba en secreto en Las Vegas, porque papá y mamá no te lo van a permitir.

—Yo no se lo voy a decir para pedirles permiso, solo para invitarlos. No soy como tú, que necesitas su aprobación para todo.

—¿Perdona? ¿Desde cuándo les pido permiso?

—¿Hola? Y ¿para abrir esta tienda qué hiciste?

—Es que la tienda es de papá, ¿a quién se la iba a pedir si no?

—Sara, eres una mujer decimonónica, admítelo, siempre buscando el apoyo de tu padre o de tu novio.

—Lo dijo la que se quiere casar a los veinte.

—Yo lo hago por rebeldía. Es justo lo contrario.

—Pues la verdad es que preferiría que lo hicieras por amor. Ya puestos.

—¡Claro que estoy enamorada!

—¿Ah, sí? ¿Y de qué modelo te has encaprichado ahora, a ver?

—No es un modelo. Es…

—Mira, no quiero ni saberlo. Date una ducha fría, que se te pase. Y mejor no le des un disgusto a lo tonto a nuestros padres. Si, total, en una semana ya estarás con otro…

—No se me va a pasar. Estoy enamorada. Me he enamorado hasta las trancas, y quiero pasar el resto de mi vida con él.

—Lu, por favor… No seas cursi, que no te pega nada decir esas cosas.

—Decir «hasta las trancas» no es ser cursi. ¿Me vas a hacer el vestido o no?

—¿Puedes pagármelo?

—Qué fuerte eres. Hija de papá, sin duda. ¿No le vas a regalar a tu hermana el vestido el día de su boda?

—Ay, Lu, déjame trabajar, ¿vale?, que no estoy para tonterías.

—Vale, pero esta noche te quiero en casa. Apoyándome.

—Pero ¿no has escuchado nada de lo que te he dicho?

—A las nueve y media.

—Lu, tengo el desfile de David en diez días. Y está todo a medio hacer. No me llegan las horas, no puedo perder el tiempo yendo hasta casa y…

—¿Cómo que no? Si lo tienes todo más que encarrilado. Como si no nos conociéramos, Sara. Cosa que planificas, cosa que cumples de sobra.

—Que no, que encima David lo está cambiando todo sobre la marcha. Y no le puedo fallar, Lu.

—Yo ya le he dicho a mamá que venías, y no veas lo contenta que se ha puesto. Así que te quiero allí. Adiós.

Y sin dejar que yo replicara, salió del taller de la misma manera que había llegado: con su abrigo ceñido, con el pelo al viento y como si estuviera lista para rodar la escena de su vida con el director de cine del momento. Mi hermana casándose. Pero ¿qué bicho le había picado? Y si quería mi complicidad iba lista. Miré todo lo que llevaba hecho del desfile: los patrones medio cortados, los diseños en DIN A3, las tres piezas ya terminadas… Mi hermana tenía razón, no iba del todo mal. Y siempre podría madrugar al día siguiente antes de ir al taller de David a enseñarle lo que llevaba. Así que me podía permitir ir a cenar a casa de mis padres. Además no quería perderme sus caras cuando mi hermana contara el disparate de que se iba a casar.

A las nueve y treinta y dos llamé al timbre de mi casa. Tenía llaves, claro, pero me las había dejado en el otro bolso.

—Y ¿tú por qué llamas al timbre? Y ¿por qué llegas tan tarde? —preguntó mi madre al abrir la puerta.

—¿Tarde?

—Pasa, pasa, que tenemos a tu hermana acelerada, que no sé qué nos quiere contar… ¿Tú sabes algo?

—Mejor que os lo cuente ella. Que a mí me puede dar la risa.

La mesa ya estaba puesta en el jardín. Aunque la carpa, menos mal, estaba retirada. No soportaba esa maldita carpa, siempre me daba la sensación de que iba a salir un trapecista por algún lado o unos novios brindando por su enlace. Mi padre estaba acabando de poner la mesa, y mi hermana se servía un gintónic. Supongo que para darse ánimos.

—Ya era hora, bonita —me reprochó Lu—. ¿Quieres un gintónic?

—Prefiero estar sobria. Para no perderme ningún detalle, gracias.

Lu me sacó la lengua. Mi padre tropezó con una de las patas de una silla y casi vuelca la ensaladera. Últimamente, por no decir los dos últimos años, papá estaba bastante cabizbajo y desanimado. La crisis económica le había golpeado duramente. Su estudio de arquitectura, como los de casi todo el país, había perdido clientes, y él incluso había tenido que reducir la plantilla. «Un bonito eufemismo para decir que he dejado en la calle a empleados que llevaban conmigo veinte años». Le resultaba durísimo, y yo lo entendía. Lo entendíamos todos, claro. Pero nos generaba mucha impotencia que algo puramente económico le hubiera afectado de esa manera. Y al fin y al cabo, su estudio, aunque estaba facturando mucho menos, se mantenía en pie, y esos empleados a los que según él había echado se reducían a dos que había jubilado prematuramente. Vamos, que la cosa era grave, pero había muchos otros que lo estaban pasando peor. Mucho peor. Por eso nos frustraba verlo tan abatido. A saber cómo se tomaba la noticia de mi hermana.

Nos sentamos a la mesa. Y mi madre sacó algún tema absurdo de conversación. Yo ya estaba temiendo que se alargara hasta los postres, así que miré en un par de ocasiones a mi hermana, animándola a hablar. Cuanto antes saliéramos de esa nebulosa de palabras vacías de mi madre, mejor.

—Tengo que anunciaros algo —dijo Lu por fin—. Papá, mamá, me caso.

—Ah, muy bien, hija mía. Arturo, pásame la carne.

Mi madre ni por un instante se lo iba a tomar en serio, algo que frustró muchísimo a Lu.

—Me caso. Dentro de dos meses.

—¿Y con qué novio imaginario te casas? —preguntó mi madre, siguiéndole a medias la corriente—. Porque digo yo que cuando una anuncia que se casa lo suele hacer con el novio delante.

Mi madre estaba tan acostumbrada a los disparates de Lu que no quería caer en su juego.

—Es que me parecía muy violento traerlo a casa precisamente hoy, dar la noticia y soltarle a los leones. Pero ya lo conoceréis.

Mi madre me miró, como interrogándome. ¿Algo de lo que decía Lu era verdad?

—Y no, no estoy embarazada, tranquilos.

—Míranos, si estamos tranquilísimos, ¿a que sí, Arturo?

Mi padre no había abierto la boca. Solo comía. A desgana, pero comía.

—Arturo, ¿vas a decir algo? —insistió mi madre.

De repente a mi padre le empezó a temblar la mano con la que sujetaba el cuchillo de sierra de cortar carne y acabó dejándolo sobre la mesa, entre temblores. Yo lo miré preocupada. ¿Estaba enfermo? ¿Estaba enfermo y nos lo ocultaba? ¿Párkinson? Pero ¿no era muy joven para tener esa enfermedad? Claro que Michael J. Fox no debía de tener ni treinta cuando se la diagnosticaron. Mi padre enfermo, con párkinson, y yo ya me imaginaba visitándolo en una residencia, ayudándolo con la sopa porque él solo no podría apañarse con la cuchara. Ay, qué pena más grande.

—Papá, ¿estás bien?

Y de pronto, de la nada, y como un torrente incontrolable, comenzó a llorar. Pero a llorar como un niño pequeño que acaba de perder a sus padres en un centro comercial, a llorar de manera desconsolada, entre hipidos y movimientos convulsos de cabeza.

—Papá, ¿qué pasa? —dije mientras miraba a mi hermana queriéndole echar en cara algo de lo que no estaba segura que tuviera la culpa—. Mira lo que has conseguido.

—¿Yo? Pero… joder… si tampoco es para tanto, ¿no?

—Arturo, por favor, tengamos la fiesta en paz. Dijimos que no íbamos a montar una escenita, y menos delante de las niñas.

—¿Qué está pasando?

Yo no entendía nada. Pero estaba claro que no debía de tener que ver con el anuncio de boda de mi hermana.

—Que me alegro mucho por ti, hija. Que una boda siempre es motivo de alegría —consiguió decir mi padre entre balbuceos—. Aunque luego las cosas no salgan como imaginabas y te lleves más de una sorpresa…

—Arturo, por favor. —Mi madre intentaba contener su rabia y de paso contenerle a él—. Que no es el momento ni el lugar.

—Pero ¿me vais a explicar qué está pasando? —pregunté yo a punto de perder la paciencia, los nervios y la compostura. Todo me estaba sonando a chino, porque además en casa no éramos nada dados al melodrama, al menos mis padres no lo eran, y no conseguía entender a qué venía todo aquello.

—¿Ves? Ya has asustado a Sara. —Mi madre intentó tranquilizarme—. No es nada, cosas de tu padre y mías.

—¿Nada? ¿Nada? —preguntó él con indignación y mucha retórica.

—Arturo… —Mi madre hacía esfuerzos inútiles por contener a mi padre, pero era como intentar tapar con un corcho la fisura de una presa. Él estaba rojo de ira, y arrasado por las lágrimas.

—¿Que lleves dos años acostándote con otro entra en la categoría de nada?

Reconozco que me cortocircuité. Y tuve que repetirme una y otra vez lo que acababa de escuchar por boca de mi padre. ¿Quién llevaba dos años acostándose con otro? ¿Mi madre? ¿Mi madre? ¿Mi madre la mujer tradicional, ama de casa moderna según ella pero a todas luces de otro siglo? ¿Mi madre la mujer de cincuenta y siete años que llevaba usando la misma marca de crema hidratante desde que yo era pequeña? Y vale que ella tenía una piel a prueba de bombas, que parecía que había hecho un pacto con el diablo de lo tersa que la tenía a su edad. Y no es que lo de la crema fuera prueba de nada, pero yo siempre había imaginado que las esposas infieles se gastaban un pastón en todas las cremas antiarrugas del mercado, en sérum, en reafirmantes, en colágeno, y que se parecían más a… no sé, a otro tipo de mujer. Porque mi madre no podía estar con otro. Que no, que no le pegaba. Si mi madre adoraba a mi padre. Y él a ella, si eran un matrimonio que llevaba toda la vida la mar de bien avenidos, si apenas discutían, si… No, no podía ser y, además, no era el momento. Porque ¿no era suficiente con el anuncio de que mi hermana de veinte años se quería casar como para que ahora nos enteráramos de esto?

Nos quedamos sin saber cómo reaccionar. Hasta Lu, que siempre tiene salidas para todo, estaba muda.

—Lo tenías que soltar —le reprochó mi madre—. No te podías estar callado. Le tenías que robar todo el protagonismo a tu hija el día en que anuncia que se casa.

—Pero si no se lo cree ni ella —le reprochó mi padre.

—Que sí, que me caso.

—Se casa. ¿Ves? Y tú venga a fastidiarlo todo —dijo mi madre.

—Eso, tú échame las culpas a mí. Como si fuera yo el que te está poniendo los cuernos. Porque yo jamás, me escuchas, jamás, y no será por falta de oportunidades, jamás he mirado a otra.

Señalé las botellas de alcohol y le dije a mi hermana:

—Creo que sí me voy a tomar ese gintónic. Pero sin tónica, mejor me lo rebajas con vodka.

Mi hermana asintió y se dispuso a prepararme una copa. Ella empezaba a verle ventajas a la situación, porque de repente su idea de casarse parecía de lo más sensata al lado de lo que estaba ocurriendo. Y ni corta ni perezosa decidió estirarlo:

—¿Y le conocemos? —preguntó Lu.

—¿De verdad quieres saberlo, Lu? —pregunté yo, mientras le daba un trago a la bomba que me había preparado.

—Dile, dile quién es —insistió mi padre.

—Arturo, por mucho que te empeñes no voy a montar una escena delante de tus hijas. Si tú las necesitas a ellas para hablar de algo que solo nos atañe a nosotros, no es mi problema.

—¿Solo nos atañe a nosotros? ¿Estás destrozando a esta familia y solo nos atañe a nosotros?

—Arturo, por Dios, que las niñas hace mucho que dejaron de ser niñas, que una se va a casar. ¡La pequeña! Y la otra vive por su cuenta.

—En casa de la abuela —puntualizó la muy canalla de mi hermana.

—Pero ¿quién se va a casar? —preguntó mi padre señalando a mi hermana—. ¿Esta? ¡Por encima de mi cadáver se va a casar a los veinte años! —gritó dando un golpe en la mesa—. Y solo espero que en esto me apoyes, a no ser que se te haya ido del todo la cabeza.

—A mí no se me ha ido la cabeza.

—Pues dile a tu hija que no se casa.

Mi hermana ahí se quedó muy desconcertada. De repente todo se volvía en su contra sin saber muy bien por qué.

—Pero si hace un momento me has dado la enhorabuena, y decías que una boda es motivo de alegría.

—Pero ¿no ves que no sé ni lo que digo? Que estoy fuera de mí —dijo mi padre.

—Bueno, pues entonces a lo mejor no es el momento de hablar de mi boda —señaló mi hermana intentando una maniobra que no le salió.

—No hay boda, Lu. No hay ninguna boda —dijo mi madre.

—Menos mal —dijo mi padre, con alivio—. Menos mal que entras en razón. Olvídate de la boda, Lucía.

Mi padre era el único que siempre había llamado a Lu por su nombre completo. Lo de Lu le parecía una ridiculez de tres pares de narices. Y siempre se lamentaba de haberle puesto ese nombre: «Llego a saber que se iba a quedar en monosílabo y como poco te pongo Margarita. Que al menos Mar suena más sensato que Lu, y significa algo».

Lu entonces decidió sacar su carácter.

—Yo me caso si me da la gana. Y me la da. Que para algo soy mayor de edad desde hace dos años.

—Un año y nueve meses —puntualizó mi padre.

—Y vives aquí, y mientras vivas aquí, eres tan menor de edad como cuando tenías diecisiete —dijo mi madre.

—A una madre infiel le pega muy poco decir ese tipo de topicazos —soltó Lu con muy mala baba.

—¿Ves? Eso es lo que has conseguido, minar tu autoridad moral —dijo mi padre—. Ahora tu hija se va a echar a perder por tu culpa.

—Cómo te gusta exagerar. Tu hija no se va a echar a perder porque no se casa.

—Y dale. Que os estoy diciendo que sí.

—Lu, entérate bien. Si quieres seguir viviendo bajo este techo, olvídate de esa boda.

—Pero qué techo ni qué techo, si estamos siempre en el jardín, que parecemos feriantes, coño.

—Me has entendido perfectamente. No te casas y punto.

—Pero… ¿por qué?

—Porque todos los matrimonios son una farsa, ¿o no lo ves? —gritó mi padre, perdiendo la poca compostura que le quedaba, si es que le quedaba alguna. Se levantó de la mesa—. Ya no tengo hambre.

Aun así cogió media barra de pan y un chorizo y se metió dentro de casa.

Silencio. Las tres nos miramos. Tres mujeres bajo la luz de la luna, y bajo la luz de las tres farolas y de las cuatro velas que mi madre aún había tenido el ánimo de encender para la cena. Que ya son ganas, digo yo. Ella follando por ahí con otro y luego encendiendo velitas para la cena. Incoherencias de una madre infiel que estábamos empezando a descubrir. Yo de hecho la estaba mirando como si la viera por primera vez. Porque aunque me da vergüenza admitirlo, a mis treinta años recién cumplidos, era la primera vez que miraba a mi madre y no veía a mi madre, si no a una mujer de cincuenta y muchos que tenía deseos sexuales, y que los llevaba a cabo con otro señor que no era mi padre. Raro, raro. Y aunque ese tipo de cosas nunca te extrañan en otras mujeres, en presentadoras de la tele, en empresarias, o en otras madres de amigas, de repente le ocurre a la tuya y es como si el mundo se descolocara. No de una manera brutal, pero sí ligeramente, como si el universo estuviera hecho de piezas de Lego de colores y de repente se cambiaran dos de sitio y el resultado fuera parecido al de antes pero a la vez diferente. No sabes dónde reside el cambio pero sientes que algo ha dejado de ser igual. Como si intuyeras que esa pieza amarilla, o tal vez la azul, no iba ahí, y eso te produce una desazón difícil de explicar.

—Pero ¿con quién te has liado, mamá? —preguntó Lu.

—Eso no es cosa tuya.

—Y sin embargo mi boda sí es cosa tuya.

—¡Me está doliendo la cabeza, Lu! No hagas que te lo repita. Mientras vivas aquí…

—Vuélvemelo a decir y hago ahora mismo las maletas.

—Pues hazlas y vete con ese novio tuyo. A ver cuánto te aguanta. Ya verás qué rápido se le pasan las ganas de casarse contigo.

Lu, sin pensárselo dos veces, se metió dentro de la casa. Nos quedamos mi madre y yo. Allí, a la intemperie. Con la cena en la mesa. Y con ninguna gana de proseguir con la conversación. Yo no sabía si quería saber o no saber. Y desde luego mi madre parecía con muy poca intención de contar más. Y la entendía, claro. Con lo que me costaba a mí sincerarme con mi familia con respecto a mis relaciones y sentimientos, y eso que mis relaciones siempre habían sido «para todos los públicos»; ni había salido con chicos que pudieran asustar a mis padres, ni había sido infiel, ni me había dado al embarazo adolescente, ni a la bebida de una manera desaforada… Es más, todos adoraban a Roberto. «Como para no adorarlo, decía mi hermana, si hasta te has buscado a un arquitecto, como papá, y buenecito, que parece mimosín con sobredosis de suavizante. Llega a ser saharaui y lo adoptan». Así que si a mí me costaba hablar con mis padres de mi relación, si me resultaba incómodo a pesar de lo estándar que era todo, no quería imaginarme a mi madre allí y ahora, intentando compartir un momento Madame Bovary con su hija sosa y monógama.

—¿Qué hacemos? ¿Seguimos cenando o nos damos a la bebida? —pregunté.

—Yo creo que va a ser mejor que te vayas. ¿No tenías mucho trabajo?

—Sí, además Roberto vuelve dentro de nada y quiero tener tiempo para él y la casa arreglada. Se queda una semana.

—Mira qué bien.

Y me marché, y no sé si me quedé con las ganas de preguntarle por qué y quién era él y a qué dedicaba el tiempo libre y… Mamá, ¿de verdad?

Lo malo es que Lu no se fue a casa del novio. Se vino a la mía. Me abordó justo cuando me subía a mi flamante Fiat 500 color perla. El coche se lo había comprado de segunda mano a Inma, porque ella, después de cuatro meses con él, había decidido que ese coche no la representaba, que había sido un error, que era demasiado pequeño y ridículo, que a ella le pegaba más un cuatro por cuatro, y que no entendía cómo no la habíamos disuadido de la idea de comprarlo. Así que yo, que estaba enamorada de ese modelo, vi la oportunidad de mi vida y se lo compré. A un precio ridículo, porque Inma es una cabra loca, pero generosa y desprendida con el dinero. Y yo, aunque estaba con el agua al cuello, no quise desaprovechar la oportunidad y me lo quedé.

—¿Me puedo ir a tu casa? —preguntó Lu.

Yo la miré despavorida. Llevaba una maleta muy grande. Demasiado. Eso podía suponer una estancia de varios días, tirando a semanas…

—¿Y tu novio?

—Mi novio ahora mismo está viviendo en casa de unos amigos, así que no es plan de que me presente con la maleta.

—Pero Lu, en mi casa…

—La casa de la abuela, querrás decir.

—Sí, pero es que Roberto está a punto de llegar y necesito la casa para nosotros solos, que no estamos en nuestro mejor momento. Y lo tenemos que arreglar y me tengo que esforzar y quiero que todo sea perfecto y…

—¿Vas a dejar a tu hermana en la calle?

—Lu…

—Gracias —dijo, dando por hecho que la había aceptado. Me besó efusiva y sonoramente en la mejilla y metió, como pudo y a golpes, la maleta en la parte de atrás del coche. Yo noté un crujido en el asiento, pero preferí no mirar—. ¿Me dejas conducir? —Pero antes de subir al coche se hizo un autorretrato con su móvil con el coche al fondo.

—Para el Instagram —dijo.

Lu estaba completamente enganchada a subir fotos al Instagram. No había día que no subiera ocho o diez. Yo le decía que la seguía, que las veía, pero apenas le hacía caso. Porque no acababa de entender esa fiebre de mi hermana por inmortalizar y compartir cada momento de su vida. Aunque más me habría valido meterme de vez en cuando en su Instagram, me habría ahorrado un par de sorpresas.

—¿Te pones en una conmigo?

—No, Lu, venga, vámonos ya.

Mi hermana subió al coche, puso las llaves en el contacto y arrancó el motor.

Maldije mi suerte. Mi hermana en casa. Adiós a la intimidad con Roberto. Tenía que conseguir que se fuera antes de cinco días. Pero sabía que iba a ser difícil, por no decir imposible. Arrancó el coche.

—¿Tienes Colacao?

—Sí.

—¿Y ginebra?

—No sé.

—¿Cómo puedes no saber si tienes ginebra?

—Al llegar miramos y si no, hay un chino al lado.

—Qué fuerte lo de mamá, ¿no? Yo no me lo creo.

—¿Y por qué se lo iba a inventar, Lu?

—No sé… Oye, y ¿por qué no te has quedado con ella? A lo mejor te necesitaba.

—Y ¿por qué no te has quedado tú?

—Porque me ha echado.

—También es verdad.

—Y ¿ahora de qué lado nos ponemos? Porque seguro que se crean bandos. Y, claro, la infiel ha sido ella, se supone que habrá que apoyar a papá. Pero a mí no me va a salir de dentro. Lo noto. Si hasta creo que me empieza a caer mejor mamá y todo.

—Lu, qué cosas tienes.

—Reconoce que tú tampoco te esperabas algo así de ella. ¡Que tiene coño y que lo usa!

—¡Lu!

—¿Se separarán?

—Yo qué sé.

Lu se concentró en la carretera. Puso las luces largas y entrecerró los ojos para intentar enfocar mejor. Lu se había sacado el carné hacía un año y poco, tan pronto había cumplido los dieciocho, y, sin embargo, parecía que llevaba media vida conduciendo.

—Vaya mierda de luces que tiene este coche. Y los dos gintónics tampoco ayudan.

—Te has empeñado tú en conducir.

—Me relaja. ¿Qué dirección cojo? ¿Vamos a casa o a tomar algo? Hay una fiesta en Castellana.

—A casa. No estoy yo para tomar nada. Y tengo que madrugar para acabar las alas. Métete por ahí.

—Pues a mí para la boda me viene fatal que se separen. ¿Los tendré que poner en mesas separadas?

—¿Eso es lo que te preocupa de que mamá y papá se divorcien?

—No, si seguro que nos comemos más marrones por culpa de esto, ya verás.

Y no le faltaba razón. Siempre crees que un divorcio ha de afectar más a unos niños pequeños o adolescentes, y que apenas tendrá repercusión en unos hijos ya adultos, pero luego llega la realidad y se encarga de desbaratar todo lo que pensabas.

Entramos en mi portal cargadas de bolsas del chino. Como no habíamos cenado, teníamos un hambre canina. Y tuve que frenar a Lu para que dejara de pillar bolsas de patatas de todo tipo y sabores. «¿Cómo puede haber patatas con sabor a mayonesa? Y ¿cómo no vamos a probarlas?». Cogió tres bolsas, por si acaso estaban muy buenas y una bolsa nos sabía a poco.

Allí en las escaleras, de pronto, nos encontramos a mi padre. Estaba sentado en un escalón, abatido, mustio, con la cara descompuesta, con los ojos hinchados de tanto como había llorado. Parecía que le hubieran echado diez años encima. Llevaba una bolsa de viaje con él.

—¿Qué haces aquí, papá?

—¿Has cambiado la cerradura? —preguntó él.

—No, es que a veces se atasca.

—Y ¿cómo has llegado tan rápido? —preguntó mi hermana—. ¿Te has teletransportado? —Y ahí me miró—. Nos debería dar vergüenza que un señor mayor le pise más al acelerador que nosotras.

—¿A quién llamas mayor?

—A nadie, a nadie.

—¿Quieres entrar? —pregunté.

—Como comprenderás no voy a dormir en casa después de lo que ha ocurrido.

—¿Vas a dormir aquí, con nosotras? —preguntó Lu.

—Hay habitaciones de sobra, ¿no?

—Pero hechas un desastre… —dije yo intentando justificarme.

—¿No querrás que vaya a un hotel? Esta es mi casa.

—No, no, claro… ¿Y cuánto te vas a quedar?

—¿Te tengo que repetir que esta es mi casa y que tú aquí estás de prestado?

Y me callé, claro. Y les di sábanas limpias a los dos. Los dos únicos juegos que tenía además del que estaba usando. Y volví a maldecir mi suerte. Mi hermana de veinte años a punto de casarse y mi padre de sesenta pensando en separarse, los dos en mi casa. Perdón, en casa de la abuela, que era la casa de mi padre. Y por eso no me quedaba otra que acogerlos. Los dos ahí metidos cuando más necesitaba la casa para mí sola. Que habían tenido un año entero para esto, que había estado yo más sola que la una durante todos estos meses y justo ahora, precisamente ahora, tenían que colarse. Maldición. Si es que no se podía tener más mala suerte.

—¿Tú también vas a dormir aquí? —reaccionó mi padre cuando se dio cuenta de que también le había dado un juego de sábanas a mi hermana.

—Mamá me ha echado.

—¿O sea, que la hemos dejado sola en casa?

—Hay tres sistemas de alarmas, la urbanización está protegida por un guardia y una barrera, y un coche de la empresa de seguridad pasa cada hora. Yo creo que está a salvo —puntualicé.

Aunque no era eso lo que le preocupaba.

—Sola. La hemos dejado sola. Seguro que ya se ha llevado a su amante para disfrutar de la piscina. Seguro que ahora mismo están los dos ahí haciéndose unos largos. ¡En mi piscina!

—Papá, a estas alturas del año el agua debe de estar a punto de congelarse, así que deja de inventarte películas.

—¡Este septiembre la hemos climatizado. Si pasaras más por casa, lo sabrías! —dijo con tono alterado. El hombre estaba al borde de un ataque de nervios.

—Y ¿quién es él? —volvió a preguntar mi hermana. Desatinada como siempre.

Mi padre la miró de arriba abajo, de manera desgarrada, que a puntito parecía de arrancarse a cantar un bolero a lo Chavela Vargas.

—Eso mejor se lo preguntas a la infiel —respondió mi padre, y sin más se metió en la habitación y cerró la puerta—. Buenas noches —nos dijo desde dentro—. Qué frío hace en esta habitación. Y ¡olvídate de tu boda!

Me desperté a las cuatro de la mañana. Había vuelto a soñar con un viaje que tenía que hacer a Los Ángeles, no sé por qué esa ciudad, pero así era. Llegaba tarde al aeropuerto, como en todas mis pesadillas, y me entretenía de manera minuciosa en hacer la maleta. Mis vaqueros favoritos, cuatro pares de calcetines, dos pantalones de tela, varios jerséis, tres camisas, el vestido de flores rojas, guantes por si hacía frío, dos fulares, uno de los sombreros de mi minicolección… Qué agotada me desperté de esa maleta que jamás se acababa de llenar. Oí voces en la cocina. Risas. Me puse la bata por encima del pijama y salí de la habitación. ¿Estarían mi padre y mi hermana de confidencias y risas a estas horas? ¿Tan desequilibrado estaba que lo mismo reía que lloraba? Ay, pobre papá…

Al llegar a la cocina, vi a mi hermana en bragas. Solo llevaba bragas, con sus tetas ahí redondas, perfectas, ni muy grandes ni muy pequeñas, desafiando todas las leyes de la gravedad. Vale, ley de la gravedad solo hay una, pero las tetas de mi hermana parecían demasiado desafiantes para solo una ley. Y a su lado un chico de espaldas, de anchas espaldas, para ser exactos, y brazos musculados. Alto, atlético. Y yo ya me lo estaba imaginando guapo de caerse, porque hay espaldas que solo pueden corresponder a un guapo. Y más si estaba con mi hermana.

—Sara, qué bien que estés despierta, así te puedo presentar a mi prometido.

El chico se dio la vuelta con una sonrisa. Pero al verme su expresión cambió y el vaso de leche que tenía en la mano se le escurrió entre los dedos y se rompió en siete pedazos; lo sé porque los conté luego, al golpear el suelo.

—Aarón, Sara. Sara, Aarón.