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AVE DEL PARAÍSO

Cuando solté la bomba en casa de que quería ser plumista, mis padres se quedaron patidifusos. Era domingo, el único día en que nos juntábamos los cuatro para comer en familia. Nos juntábamos en el inmenso jardín, que mi padre siempre imaginó minimalista, pero mi madre convirtió poco a poco en frondoso y florido, del chalé a las afueras de Madrid, en Aravaca, diseñado hacía quince años por mi padre: «Cemento y hormigón, ¿será que no había más materiales?», se quejaba siempre mi madre. Nos habíamos mudado cuando mi hermana Lucía era una niña y yo estaba a punto de alcanzar la adolescencia. Qué berrinches me pillé porque me alejaban del centro de Madrid. «Respiraremos aire puro, tenemos piscina, podrás traer a tus amigos». Como si a alguien de quince años le importara el aire puro. Es más, desde que nos mudamos, los catarros fueron constantes, por esa obsesión que les entró de comer todos los domingos en el jardín, hiciera sol o lloviera. «Si aquí nunca llueve, y siempre podemos poner una carpa». El primer año en el chalé diluvió. Y no hubo manera de que comiéramos dentro. Lo de la carpa iba en serio.

De hecho el día que solté lo que solté, hacía un frío invernal, y allí estábamos comiendo en el jardín, con mantas, con bufandas, con tres estufas de terraza, último diseño de mi padre y que tiraban más mal que bien. Hasta a mi hermana, que en ese momento tenía quince años y que protestaba mucho más que yo a su edad, se le pasó el frío de golpe cuando me escuchó. Dejó caer la cuchara sobre la crema de calabacines y se le escapó la risa.

—¿Plumista?

—Sí. Quiero seguir el negocio de la abuela. Pero especializándome en los diseños con plumas.

Mi padre al escucharme dejó de manipular una de las estufas. Llevaba media hora intentándonos convencer de que eran el invento del siglo, a pesar de algún pequeño fallo que iba a arreglar en breve. Se sentó a la mesa y pensó con calma lo que me quería decir.

—Pero si has estudiado una carrera, si te has licenciado en Químicas…

Y mientras lo decía se limpió las manos llenas de grasa con una de las servilletas de hilo, que había cosido mi madre en su enésimo taller temático que hacía ese año.

—Arturo, por Dios, que me las desgracias. Límpiate esas manos sucias en las de papel, que para eso las pongo. Que parece que nadie las ve pero están ahí.

—¿Tú crees que este es el problema ahora? ¿Que estoy manchando una servilleta? Tu hija quiere ser plumista y a ti te preocupan las servilletas…

—Yo solo digo que habiendo de papel…

Mi padre cedió, como siempre cedía con mi madre. Y mientras apartaba la servilleta de hilo y cogía una de papel, me exigió que me explicara. Y yo intenté mostrarme fuerte, enérgica, firme. Aunque me salió un hilillo de voz.

—No quiero ser profesora, nunca he querido.

—Y entonces ¿para qué estás estudiando oposiciones? —preguntó mi madre, mientras se aflojaba un poco la bufanda. Estaba claro que mi noticia les empezaba a dar más calor que las tres estufas que mal funcionaban.

—Porque tampoco hay trabajo en investigación. Y no quería irme al extranjero —me justifiqué—. Por eso lo de las oposiciones me pareció lo más lógico…

—Y ahora, como te has cansado de estudiar, sales con esa idea absurda —dedujo mi padre.

—No quiero ser profesora —insistí, ahora sí con mejor tono de voz. Voz de soprano, casi.

Mi padre apartó el plato, se le había quitado el hambre. Tampoco es que hubiera comido mucho hasta entonces, obsesionado como estaba con demostrarnos que las estufas eran lo que llevaría a su estudio al estrellato. Pero con ese gesto quería dejar claro su punto de vista. De pequeña temía cuando lo hacía. No es que fuera un hombre autoritario, todo lo contrario, era razonable, calmado y tirando a calzonazos según mi amiga Inma, «vamos, que tu madre lo tiene dominado», pero cuando algo no le gustaba nada de nada lo hacía notar de una manera u otra. Y apartar el plato era toda una declaración de intenciones.

—Así que te hemos pagado una carrera para que acabes siendo costurera. Qué maravilla.

—Tampoco lo flipes, papá, que Sara estudió en la pública. Muy cara no saldría —soltó mi hermana.

—Tú calla, que no va contigo —dijo mi padre.

—Vale, vale… —dijo Lu—. Yo si eso no intervengo, que total, como debo de ser adoptada, para qué opinar sobre lo que pase en esta familia.

—¿Quieres dejar de decir que eres adoptada? —le pidió mi madre perdiendo la paciencia—. Si eres igualita que tu padre. Igualita.

—Pues qué bien —respondió Lu con ironía.

—Tu hija y yo no nos parecemos en nada —puntualizó mi padre.

—Ah, que ahora es solo mi hija, que la debí de tener con el carnicero.

Yo ahí interrumpí antes de que la discusión acabara sabe Dios dónde, algo bastante habitual en mi familia. Empezar hablando sobre la castración de una de nuestras gatas y terminar discutiendo sobre el año en que el hombre pisaría Marte.

—Estábamos hablando de mí —insistí.

—Sí, sí, pero como ves casi preferimos imaginarnos que Lu es hija del carnicero —dijo mi padre.

—Bueno. Yo ya lo he dicho. Se acabaron las oposiciones.

—¿Tú te estás escuchando? ¿Cómo una chica de veintisiete años, con estudios, con cabeza e inquietudes, va a querer encerrarse en una tienda de corte y confección del siglo pasado? —preguntó mi padre.

—No tiene por qué ser del siglo pasado. Hay muchas maneras de llevar un negocio. Y tengo miles de ideas…

Mi padre buscó el apoyo de su mujer.

—Cariño, dile lo que era trabajar en el taller de mi madre, y aguantar luego a las clientas y cuadrar las cuentas para que a fin de mes eso pudiera seguir adelante y… Cuéntaselo. Se enterró en vida en esa tienda.

—Lo único bueno de aquella época fue conocer a tu padre —reconoció ella.

—Y cazarlo y no volver a dar palo al agua —remató Lu.

—¿A que te ganas un sopapo?

—Uy, uy, cuánta violencia —dijo Lu, y me miró—. Lo que has conseguido en un momentito.

—Pues yo no sé qué tiene de malo querer seguir la tradición familiar. Y lo haría de otra manera.

—¿Cómo? A ver. Ilumínanos —dijo mi padre—. Dime cómo haciendo sombreros vas a poder pagarme un alquiler a final de mes.

—¿Tengo que pagarte un alquiler? —pregunté un tanto sorprendida. Con eso no contaba.

—Ah, que también pretendes que te deje la tienda de la abuela gratis. ¿Tú sabes la de dinero que me han ofrecido por ese local y por el piso de arriba?

—Ya te dije yo que lo tenías que vender —intervino mi madre—. Y por no hacerlo, mira ahora las ideas que se le ocurren a tu hija.

—Voy a crear muchos tipos de piezas, no solo tocados. Vestidos de plumas, pajaritas, corbatas, sombreros, bolsos, incluso muebles recubiertos de plumas.

—Tu hija está delirando —dijo mi padre.

—Yo creo que me voy a poner un Martini —dijo mi madre. Y se levantó para hacerlo. En la mesa auxiliar tenía todo tipo de bebidas, y sobre todo muchas botellas de Martini. Su gran debilidad. Se sirvió uno y se lo bebió de un trago. Enseguida se puso otro y solo necesitó dos segundos para acabar con él. A lo largo de los años había adquirido una gran técnica. Y volvió a rellenar la copa.

—Los mejores diseñadores las están utilizando —dije sin dejarme influir por la amenaza alcohólica de mi madre—. Las plumas empiezan a ser tendencia. Y en este país apenas hay nadie que sepa trabajar con ese material. Y yo sé. Me puedo hacer un hueco y un nombre. ¿Sabes cuántos opositan para los quince puestos de profesor que hay? Veintitrés mil personas. ¿Sabes cuántas plumistas hay?

—Me imagino que pocas.

—Muy pocas, por no decir ninguna —concluí triunfante.

—¿Y eso no te da una pista de que a lo mejor no es el camino? —preguntó mi madre con esa perspicacia que le daba el alcohol y que yo tanto odiaba. Ya iba por el cuarto Martini.

—Existe un hueco, existe una demanda. Y yo la quiero cubrir. —Ni un presidente habría hablado con tanta contundencia.

—Hala, vamos a brindar por mi hermana la emprendedora —dijo Lu—. Ponme un poco de vino, que brindar con Fanta limón da mal rollo. Y habrá que ponerse a la altura de mamá.

—Aquí no se va a brindar por nada —sentenció mi padre—. Pero ¿tú sabes cómo está el país? Nos ha estallado la burbuja inmobiliaria en plena cara. Se va todo a la mierda. El paro va a subir hasta niveles nunca vistos, la gente no va a poder pagar ni sus hipotecas…

—Ya se ha puesto apocalíptico —dijo mi hermana.

—Y si no pueden pagar las hipotecas, van a estar como para comprar plumas.

Yo me lo pensé bien antes de contestar. Quería dejar claro mi punto de vista, y no pretendía repetirlo.

—Papá, ya he tomado mi decisión. Si no me quieres dejar la tienda, ya me buscaré la vida. Y yo no digo que no vaya a haber paro. Pero los ricos van a seguir existiendo. Y el mercado del lujo también. Te apuesto lo que quieras.

Mi padre empezaba a ablandarse. Lo noté. Así que seguí con mi discurso.

—¿O acaso no dices tú que en épocas de crisis los ricos se hacen más ricos y los pobres más pobres? Pues yo, si es necesario, monto el negocio para los ricos.

—Ahí te ha dado, papá —dijo mi hermana disfrutando de mi pequeña victoria.

—Muy bien —concedió—. Búscate la vida. Demuéstrame que se puede vivir de eso. Y tal vez me piense lo de la tienda.

—¡Arturo! —protestó mi madre—. ¿De verdad vas a alentar a la niña a que desperdicie su vida entre plumas? Me entran hasta mareos.

—Eso va a ser el Martini, mamá —dijo Lu.

—¡No la estoy alentando! —gritó mi padre—. Alentarla sería darle las llaves. Le estoy diciendo que me demuestre que puede. Ya verás como dentro de un mes vuelve a las oposiciones.

Pero no volví. Como había dicho, mi decisión estaba tomada.

Así que me encerré a trabajar. No convencí a mi padre de que me diera las llaves para abrir la tienda, pero sí de que pudiera trabajar en el taller de la abuela. Y aunque rezongó lo suyo acabó aceptando. Me daba de plazo nueve meses. Como un curso académico, o un embarazo. Nueve meses en los que me seguiría manteniendo en casa, y dejándome ocupar el taller. Si en nueve meses conseguía hacer algunas piezas vendibles y realmente las vendía, luego empezaríamos a hablar. Y no de que me fuera a alquilar la tienda, sino sobre mi futuro.

Me lo tomé muy en serio. Trabajaba de ocho de la mañana a dos de la tarde en el taller. Me distribuía el tiempo documentándome, inspirándome en diseños de todas las revistas de moda que compraba, de todo lo que veía en internet que pudiera serme útil. Colgué fotografías en las paredes de los vestidos y tocados de los diseñadores que más me gustaban, Cavalli, Westwood… Y luego pasaba varias horas dibujando y haciendo patrones, que después intentaba cortar de la mejor manera posible, para acabar llevándolos al fieltro, la mejor tela de base para luego insertar las plumas.

Las mañanas se me pasaban volando. Y luego por las tardes me acercaba a las escuelas de diseño de moda, para ir a alguna clase suelta que me pudiera venir bien para coger algo de técnica. Ahí acabé haciéndome amiga de un grupo de alumnos muy jóvenes, entre ellos, David y Chusa, que querían ganarse la vida en el mundo de la moda. También conseguí que una modista, antigua conocida de mi abuela y que aún seguía cosiendo, me aceptara en su taller un par de horas por la tarde.

Poco a poco fui adquiriendo la habilidad y el oficio que necesitaba. Roberto se pasaba muchas mañanas por el taller, para hacerme compañía y para estudiar mientras me observaba pelearme con los patrones. Él estaba con el proyecto de fin de carrera de Arquitectura, y había días en los que nuestros trabajos parecían similares. Al fin y al cabo los dos proyectábamos sobre papel lo que luego intentábamos levantar, yo en un sombrero, él en una maqueta de su auditorio construido con materiales reciclados. Y he de reconocer que me llenaba de paz verlo a mi lado, con sus gafas negras de pasta, que se le empañaban con la humedad cada vez que yo hervía alguna pluma, o concentrado, enredando sus dedos entre el pelo rizado y alborotado, y resoplando cuando no conseguía con la maqueta el resultado que buscaba.

Y cuando los dos nos cansábamos de trabajar, una mirada nos bastaba para perdernos en el piso de arriba, subiendo de dos en dos las escaleras de caracol, y desnudarnos con prisa para acabar abrazados y sudando en el sofá. Creo que aún tengo una contractura debida a ese sofá maldito, que tanto dio de sí aquellos días. Nunca fuimos tan felices Roberto y yo como en aquellos meses. Y además éramos conscientes de ello. O al menos yo. Roberto siempre ha sido muy de guardarse sus sentimientos. Apenas teníamos un duro y a veces el miedo al futuro, y la inseguridad que nos generaba, ensombrecía ligeramente nuestro ánimo, pero también nos llenaba de energía. Cuando tienes todo el futuro por delante, es mucho más fácil sobrellevar un presente de escasez. Nunca he entendido a esa gente que dice que solo existe el presente y que hay que disfrutarlo sin pensar en el ayer ni en el mañana. Como si el pasado y el futuro no condicionaran de manera determinante el presente. Como si fuera lo mismo el presente de un chaval de veinte años que el de un anciano de ochenta. ¿Acaso pesa lo mismo un presente en el que solo hay futuro que un presente en el que ya solo queda pasado?

Por eso nuestro presente, a pesar del miedo, del sofá incómodo, del poco dinero, era envidiable. Estaba todo por hacer. Todo era posible. Y sí, tal vez Roberto no encontrara trabajo de arquitecto y tuviera que emigrar, como ocurriría más pronto que tarde, y tal vez yo no consiguiera convencer a mi padre para que me alquilara la tienda, pero estábamos trabajando por construir algo bueno y, a pesar de las sombras, eso nos llenaba de optimismo. Nuestra relación se acabó de consolidar esos meses. Nos reíamos en la cama y fuera de ella. Yo más que él, porque yo soy más risueña. A Roberto le costaba mucho más llegar a la carcajada, pero cuando lo hacía, si estábamos en público, llegaba hasta a avergonzarme por lo exagerado de su comportamiento. Y la prueba de que estábamos compenetrados es que Inma ya nos llamaba «las siamesas». Es verdad que Roberto era mucho más hermético que yo —solo se mostraba elocuente hablando de trabajo—, pero en la intimidad se dejaba llevar al menos un poquito. Yo ya solo me veía compartiendo la vida con él. Aunque nunca hablamos de boda, ninguno de los dos necesitaba pasar por el altar o el ayuntamiento, estábamos hechos el uno para el otro. Esas cosas se notan, ¿no? Roberto y Sara, el arquitecto y la plumista. Roberto y Sara, cada uno en su campo labrándose un camino. Roberto y Sara, en la maternidad haciendo monerías a su primer bebé. Roberto y Sara…

—Tu vida empieza a dar un poco de asco —me dijo un día mi amiga Inma—. Ya lo tienes todo planificado.

—Pero ¿qué dices? Si está todo en el aire. Si aún no sé si voy a poder vivir de lo mío.

—Tú siempre has sido de planificar, Sara. Siempre. Si ya tienes hasta pensado el nombre de tus hijos.

—Mentira.

—Henar y Guillermo, si son niño y niña. María y Henar si son dos niñas. Lucas y Guillermo si son dos niños.

—¿Cuándo te lo dije? —le pregunté asustada.

—Con tres tequilas lo sueltas todo. Eres una floja.

Bueno sí, tal vez lo tuviera todo un poquito planificado. Pero cada una es como es, y si había tenido la suerte de conocer a Roberto, y si nos iba así de bien, ¿por qué no iba a planificar las cosas? Es verdad que el tema niños aún no estaba hablado, pero yo le veía disfrutar como un enano con sus dos sobrinos; podía ser igual de crío que ellos, así que imaginaba que lo de los niños entraba en su futuro como entraba en el mío. Tampoco era cuestión de sacar el tema antes de tiempo. Ya bastante le había costado dar el paso de llamarme «novia», como para meterle ahora prisa con el resto. Teníamos toda la vida por delante. Íbamos paso a paso. Y nos los pasábamos bien.

Al octavo mes, por fin conseguí hacer las dos primeras piezas que estaban a la altura de lo que imaginaba. Una pajarita elaborada con plumas de colibrí y un tocado en el que dejé volar mi imaginación, tanto que el propio tocado parecía querer echar a volar. Se las enseñé a mi padre, en una de las comidas familiares a la intemperie. Y él solo hizo una pregunta.

—¿Las has vendido?

—Aún no. Pero lo haré.

—¿Si consigues venderlas podrás pagar un mes de alquiler?

—¿Cuánto me vas a cobrar por un mes?

—Por ser mi hija, podemos llegar a un acuerdo.

Sonreí al ver que mi padre se ablandaba. Las piezas habían dado su resultado.

—Mil euros —contestó.

Ahí se me congeló la sonrisa. No iba a poder vender esas dos piezas por tanto dinero.

—¿Lo valen? —preguntó mi padre intuyendo mis pensamientos.

—Lo valen si alguien los paga. —Aunque acabé por admitir que dudaba que alguien pagara tanto por dos piezas.

—Pues cuando vendas mil euros, hablamos.

El muy capullo no me lo iba a poner fácil. Tenía que seguir trabajando, diseñando prendas, tantas como me fuera posible. Y luego empezar a venderlas. Algo que casi me preocupaba más que la confección en sí. Porque no sabía por dónde empezar, si no podía exponerlas en una tienda, ¿cómo podía darlas a conocer? Intentarlo por internet era bastante absurdo, porque iba a ser muy difícil que la gente llegara hasta mi página. Sobre todo si no tenía dinero para ningún tipo de promoción. E ir por las tiendas ofreciendo mis piezas aún se me hacía más cuesta arriba. ¿Quién iba a querer comprar mis tocados, bolsos y pajaritas, si aún no me había hecho un nombre?

—Tienes que conseguir que algún famoso lleve algo tuyo en una alfombra roja. O que en alguna boda haya alguna mujer importante llevando uno de tus tocados. Así empezarás a hacerte un nombre —dijo Roberto.

—Y ¿cómo consigo eso? No soy capaz de convencer a mi padre, como para convencer a un famoso de que lleve algo mío. Si no sé ni cómo acceder a ellos.

—No será tan difícil.

—¿Los acoso? ¿Me planto en sus casas y les regalo lo que hago?

—Pues a lo mejor no es mala idea, a los famosos también les gustan las cosas gratis.

—No, Rober, no puedo hacer eso.

—Le puedo decir a mi madre que te compre algo.

—¡Yo no quiero empezar mi carrera así! Es hacer trampa.

Pasaron los días y las semanas. Yo seguía elaborando nuevos diseños. Roberto a mi lado, trabajaba y me alentaba, opinando sobre lo que le gustaba y lo que no. Aunque él siempre tendía a valorar más mis piezas geométricas, supongo que por su querencia arquitectónica. Ya apenas quedaban días para que acabara el plazo que me había dado mi padre. Y yo empezaba a agobiarme más y más. Y cuando ya estaba pensando cómo convencerle para que me diera un poco más de tiempo, una mañana, al despertarse —habíamos pasado la noche en el piso de mi abuela, algo que empezaba a ser habitual, porque yo no quería perder tiempo yendo hasta la casa de mis padres en Aravaca—, a Roberto se le ocurrió algo. Me miró con un brillo en los ojos de niño pequeño a punto de hacer una travesura.

—Creo que sé cómo vender una de tus piezas.

Y sin más empezó a quitarse la camiseta de StarWars con la que dormía.

—¿Desnudándote?

—Déjame la pajarita.

Yo no entendí muy bien qué pretendía pero le pasé la pajarita hecha de plumas de colibrí. Y él, ya sin la camiseta, se la ató al cuello.

—¿Qué tal me queda?

—Las pajaritas se ponen sobre una camisa —respondí de una manera un tanto pacata. No sé por qué en algunos momentos saco un lado mojigato que incluso a mí me desconcierta.

—Tan valiente para unas cosas y tan convencional para otras —me dijo.

Se colocó del todo la pajarita, se miró al espejo y luego me sonrió.

—¿Estoy guapo o no?

Y la verdad es que sí, que lo estaba. Allí en la habitación de mi abuela, de paredes empapeladas de rosas rojas, el sol entrando por el balcón e iluminando sus rizos. Estaba guapo y morboso. Con la pajarita tornasolada, con sus gafas de pasta negra y su torso desnudo, luciendo esa barriguilla incipiente, con los pantalones del chándal de algodón gris por debajo de la cintura y con sus cuatro pelos en el pecho, que siempre amenazaba con quitarse —«un día me hago metrosexual y me los depilo»—, y yo me reía. El caso es que daban ganas de echarse encima de él, desnudarle dejándole solo la pajarita y…

—Pero a ti no te la voy a vender.

—Ya lo sé. Pero mañana tengo tutoría con Tomás Ferro.

No entendía lo que quería decir y mi cara debió de ser un reflejo de ello.

—Esta semana lo entrevistan para El País. Para hablar de su último proyecto, la torre más alta de Dubái. ¿Quieres que lleve la pajarita en su sesión de fotos?

—Y ¿cómo vas a conseguir eso? —pregunté.

—Le gusto. Y le gustan las cosas que se salen de lo convencional.

—¿Cómo que le gustas? —me había quedado en la primera frase. Ni había escuchado el resto—. ¿Tú? ¿Le gustas tú? ¿Y cómo lo sabes? ¿Se te ha insinuado alguna vez? ¿Te ha invitado al cine o a su casa?

—Esas cosas se saben, Sara.

—Y ¿te vas a presentar así, sin camisa? ¿Te vas a prostituir por tu novia?

Roberto soltó una carcajada.

—Bueno… tan lejos no pensaba llegar…

—Roberto, yo te lo agradezco, pero no puedes presentarte a una tutoría sin camiseta y en pajarita. Y si lo haces no puedes luego no… acabar en la cama con él. Porque con esas pintas vas pidiendo guerra sí o sí.

—Tú déjame a mí. Esta pajarita te digo yo que se vende sola. Y Tomás sabe apreciar las cosas bonitas.

—Me estás dando miedo, Roberto —le dije con una media sonrisa y lanzándole una almohada—. Hablas como un prostituto. Y mira que me gustaría que apareciera un diseño mío en El País, pero preferiría no usar a mi novio de mercancía.

—Confía en mí.

Y confié en él. Siempre lo hacía. Y a las tres semanas Tomás Ferro llevaba mi pajarita sobre una camisa negra en las fotos de El País Semanal. Y lo que es mejor, decían de quién era la camisa, Calvin Klein, y de quién era la pajarita, mía. De Sara Escribano. Mi nombre ahí, impreso. ¡Y hasta la mencionaba en una de sus respuestas!: «La inspiración me puede encontrar en cualquier parte y puede estar en cualquier lado. Esta pajarita que llevo puesta, por ejemplo, es una verdadera obra de arte. Y podría ser una muestra de lo que digo. Es una pieza casi arquitectónica, por su estructura de capas y por cómo las plumas están dispuestas de una manera delicada e inteligente para jugar con el color y la luz. Podría inspirarme en ella para crear un edificio. O al menos para que mi mente se abra a nuevas posibilidades, y las explore».

Y no hizo falta más. Ni vender mil euros ni hacer más diseños. Mi padre estaba impresionado. Mucho. Uno de los mejores arquitectos del mundo, o al menos uno de los más reputados, llevaba un diseño de su hija y lo alababa diciendo que le servía de inspiración. El nombre de su hija y su apellido asociado al de Tomás Ferro. Algo que él no había conseguido en treinta años de profesión yo lo había hecho con una pajarita.

Mi padre por primera vez me tomaba en serio. Y yo no podía estar más feliz. Y mi novio, mi Roberto, era el mejor novio del mundo. Aunque me preocupaba un poco cómo habría conseguido que el arquitecto más reputado llevara mi pajarita. Y por mucho que le preguntaba, él no soltaba prenda.

—Nada que no hubiera hecho cualquiera.

Y esa respuesta era tan ambigua que me desesperaba. ¿Cómo que cualquiera? Era estupendo que se quitara méritos, que no se diera importancia. Pero ¿cualquiera? ¿No eran las prostitutas unas cualquieras?

—Rober, dime que no has tenido que… —Y ahí era incapaz de acabar la frase.

—No he tenido que —repetía él, divertido.

—¡Acaba la frase!

—Es que no sé cómo acaba. —Y se reía.

—Sabes cómo acaba. Lo sabes perfectamente.

—Qué va.

—Maldito.

—Guapa.

—Tonto, dime la verdad.

—La verdad es que la pajarita me quedaba mucho mejor a mí.

Era imposible discutir con él.

Mi padre me dio las llaves de la tienda. Aunque yo ya las tuviera, y también mi hermana, claro, el piso de la abuela desde hacía años era nuestro refugio cuando queríamos pasar un fin de semana en Madrid. En casa decíamos que nos quedábamos a dormir con alguna amiga, pero en realidad nos quedábamos ahí. Y aunque Lu y yo nunca lo hablamos, creo que las dos perdimos la virginidad en ese piso. Era mucho más cómodo que estar dando explicaciones en casa. Mi padre me dio unas copias con un llavero de plumas, hecho por mí y que debió de encargar a alguien que me comprara, porque yo desde luego no se lo había vendido a él. Me las dio de manera ceremoniosa durante una comida familiar.

Esta vez hacía calor, estábamos a treinta grados y las estufas habían dado paso a unos ventiladores que esparcían partículas de agua y que funcionaban mucho mejor que las estufas. Aunque nos empapaban. Y también mojaban la comida. Lu, que se estaba convirtiendo en un pibonazo —con una belleza que tenía asombrados a todos, había tenido una suerte increíble en eso de la lotería genética—, se quejaba de que los ventiladores estaban mojando su modelito exclusivo. Lu, que en ese momento estaba a punto de cumplir diecisiete años, estaba empezando su carrera de modelo. Había desfilado para mi amiga Chusa, de la escuela de moda, y a partir de ahí le empezaron a salir otros trabajos. Y la cosa iba a más. Ya había conseguido un par de portadas, y en su móvil no dejaban de entrar Whatsapp de cientos de chicos, a los que volvía loca. Vamos, igualita que yo a su edad. A veces yo también pensaba que debía de ser adoptada. Pero a pesar de nuestras diferencias de carácter, de físico y de experiencias vitales, Lu y yo nos llevábamos muy bien, y ella se alegró de manera genuina cuando mi padre me entregó el llavero.

A mi madre, sin embargo, casi la tuvimos que llevar a urgencias de un coma etílico, porque aunque intentó compartir la decisión de mi padre, y asentía y afirmaba y decía que claro, que yo podía hacerlo, que si era lo que quería, que por qué no intentarlo, el caso es que lo estaba llevando bastante mal y a la tercera botella de Martini mi padre empezó a preocuparse.

—Cariño, estaría bien que la carrera laboral que emprende hoy tu hija no te llevara directa a alcohólicos anónimos.

—Para nada, para nada, estoy muy feliz. Muy feliz. Felicísima. Tan feliz que deberíamos hacer un brindis.

—Yo hacía mucho que no veía a mamá tan pasada —me susurró Lu al oído. Y dirigiéndose a ella y de manera festiva le pidió—: Mami, sírveme a mí también.

—Claro, hija, si es una ocasión para brindar. ¡Por las plumas! —dijo mi madre, mientras abría una cuarta botella.

Brindamos varias veces esa noche. Por la tienda, por el cumpleaños de Lu, que se acercaba, por la decisión de Rober de irse un año a París a probar fortuna como arquitecto si en un tiempo razonable de dos años no encontraba nada aquí. Mi padre le había ofrecido entrar en su empresa, pero él quería labrarse un futuro sin utilizar al padre de su novia. Y no solo actuaba así por nobleza, lo hacía porque el estudio de mi padre tampoco le volvía loco, y porque no quería tenerlo como jefe. Y aunque yo le entendía, la idea de que dentro de dos años se fuera a vivir a Francia no me hacía precisamente feliz.

—Y ¿cómo se va a llamar? —preguntó Lu.

—¿El qué?

—La tienda. ¿O vas a conservar el nombre de la abuela?

—¿Confecciones Josefina? No, no. Estaba pensando en otro.

En otro nombre que también le gustaba mucho a mi abuela. De hecho era el que habría querido ponerle si los tiempos hubieran sido otros, o más bien si ella hubiera tenido un poco de valor. O al menos eso decía. Que no quería echarle la culpa a la época, sino a su falta de arrojo. Porque el nombre soñado le sonaba demasiado exótico, demasiado exuberante. Demasiado para el género que iba a vender y para ese barrio castizo, tal vez.

—Ave del Paraíso —anuncié. Así se iba a llamar.

Mi padre casi se atraganta al escuchar el nombre. Noté que me miraba con orgullo. Un orgullo que pocas veces había visto en él.

—Ese era el nombre que a tu abuela… —dijo visiblemente emocionado. Tanto que no pudo acabar la frase.

—Lo sé, papá…

—A ella le habría encantado…

Intentó contener la emoción, pero no lo consiguió y los ojos se le llenaron de lágrimas, que pronto corrieron por sus mejillas.

—Hala, ya has hecho llorar a tu padre —protestó mi madre—. Tómate otra copita, Arturo.

—Es que mamá habría sido tan feliz… —insistía él, entre balbuceos.

—Que sí, Arturo, que sí. Tú bebe, bebe, que estamos de celebración, no en un funeral.

—Tan feliz…

Y meses después abrí la tienda. Con el poco dinero que tenía ahorrado de unas cuantas clases particulares de química que había dado a lo largo de los años, más las cuatro perras que me había dejado mi abuela en herencia, y un minicrédito ridículo que conseguí del banco gracias a la coacción de mi padre por ser un buen cliente, conseguí darle un lavado de cara a Confecciones Josefina para transformarlo en el Ave del Paraíso.

Fue toda una fiesta cuando por fin, entre Roberto, dos operarios y yo, conseguimos colgar el rótulo en la fachada. El diseño y la tipografía eran de Roberto, que había captado perfectamente el espíritu exuberante que yo quería transmitir. Esa noche salimos hasta las mil para celebrarlo. Roberto era el mejor novio del mundo. Hasta cuando se emborrachaba me gustaba. Y esa noche los dos acabamos muy borrachos, liándonos en la trastienda. Entre plumas.

Al día siguiente abriría al público.

Y ese día mi padre me trajo enmarcada la página de El País, donde Tomás Ferro hablaba de mi pajarita. Y literalmente me obligó a que la colgara en una de las paredes de la tienda. Tal vez en la de ladrillo visto, que tanto trabajo me había costado restaurar, pero que era mi orgullo por lo bien que quedaban parte de mis piezas sobre ella y todo lo que transmitía. Reflejaba muy bien aquello que pretendía contar con la tienda. A mí me daba mucha vergüenza colgar el cuadro, pero no me quedó más remedio que buscar una alcayata y un martillo y ponerme manos a la obra. Y he de confesar que mientras lo colgaba observé complacida mi Ave del Paraíso, y cómo había transformado la tienda de mi abuela en ese espacio entre vintage y moderno, tan acorde con los nuevos locales que estaban abriendo en el barrio y que estaban convirtiendo esas calles de Madrid en algo similar al East Village neoyorquino. Tiendas de creps con un aire al Barrio Latino de París; comercios de bicicletas; de ropa vintage o de segunda mano; de pastelerías de cupcakes; locales de comida para llevar de todas las nacionalidades, italianos, los que más, japoneses, griegos, turcos, indios; peluquerías de nombres divertidos con peluqueros llenos de piercings, perforaciones y tatuajes; las tiendas de flores que inundaban toda la acera de margaritas, rosas y tulipanes; o esas cafeterías empapeladas con estampados de los años setenta, coloridos y geométricos.

Y ahí estaba yo, con mi Ave del Paraíso. Lo había logrado. Por fin pertenecía a un lugar. Este pedacito de suelo en pleno Malasaña, en el corazón de Madrid, era mío. Y eso era tan, pero tan reconfortante…

La tienda llamó la atención en el barrio, sobre todo al principio. La gente entraba, comentaba, alababa los tocados y los bolsos. Pero apenas se atrevían a comprar. Era demasiado cara para el barrio. Pero yo no podía bajar más los precios, cada pieza llevaba tantas horas de trabajo y era tan exclusiva que no podía rebajarla más. Tenía que conseguir atraer a otro tipo de público.

Y lo fui consiguiendo a lo largo del primer año. Vendía poco, pero diseñaba mucho. Estaba llena de optimismo y de ilusión. Y cada vez tenía más mano con las plumas. Me estaba convirtiendo en una profesional, en una artesana, ya me veía dando conferencias por todo el mundo, como una de las pocas expertas en esto del arte plumario. Mi imaginación siempre ha ido muy por delante de mí. El caso es que por poco que vendiera eso no me desanimaba a seguir. Aunque con las ventas apenas me llegaba para pagar la luz, los impuestos y el alquiler, que mi padre todos los meses me reclamaba puntualmente. Qué poco me gustaba tenerlo de casero. «Y da gracias que no te cobre alquiler por el piso. Que ya sé que vives de hecho ahí, porque por casa apenas pasas». Y tenía toda la razón, yo ya había empezado a redecorar el piso de mi abuela para hacerlo mío. Sobre todo la cocina, la sala y la habitación en la que dormía. Las tres restantes estaban tal cual las había dejado mi abuela.

Lo que más salida tenían eran los tocados para las bodas. Poco a poco algunas mujeres de clase alta se atrevían a venir hasta Malasaña para probárselos. Eran mujeres que sabían bien lo que querían, exigentes, poco dadas a dejarse aconsejar, aunque había honrosas excepciones. Miraban más que compraban, pero siempre conseguía convencer a alguna y las cuentas a final de mes no rozaban los números rojos. Eso sí, aún estaba lejos de tener beneficios. Mi ilusión era empezar a diseñar otra línea de objetos algo menos elaborada y más barata para que la gente del barrio también pudiera comprar algo, pero no me llegaban las horas. Los tocados, tan laboriosos, ocupaban casi todo mi tiempo. Y no dejaba de ser paradójico que intentara vender mis piezas como objetos casi de lujo y yo no tuviera ni para pagar la calefacción.

Uno de mis proyectos era tener una línea de prendas de segunda mano, escogidas con mucho mimo y cariño, customizadas a base de mis plumas. Y poco a poco, me fui haciendo con una pequeña colección de vestidos con vuelo de plumas, o cola de pavo real, cazadoras de cuero con alas de ángel, camisas de corte sesentero de cuyo bolsillo salían plumas de ave del paraíso. Qué orgullosa estaba de esas piezas que empezaban a construir el espíritu de la tienda.

Así fueron pasando los meses. Hasta que la cosa se estancó. Si el primer año y medio había conseguido engañarme diciendo que los clientes irían aumentando, lo cierto es que no había sido así, y después de llevar dos años con la tienda abierta ya no tenía ni para el alquiler. Y cómo odiaba tener que darle la razón a mi padre. Yo, que me las creía tan felices, que pensaba que todo iba a venir rodado, igual que al principio con la foto de Tomás Ferro en El País, pero luego nada había sido así de fácil. Me consolaba pensando que mis amigos de la escuela de moda también estaban luchando para salir adelante, y lo tenían incluso más difícil que yo. La crisis había golpeado duro en todos los sectores, y el de la moda no se libraba de la quema. Muchas veces acabábamos de cañas, David, Chusa y yo, lamentando la mala suerte de haber arrancado nuestra carrera en estos tiempos y en este país. A veces se unía mi hermana, a la que parecía no afectarle la crisis, ni la económica ni la personal ni ninguna. A sus diecinueve años recién cumplidos ya había desfilado en París, en Milán, en Nueva York, y siempre estrenaba vestidos nuevos, y chicos nuevos, muchos de ellos, compañeros de pasarela, modelos guapísimos que sobre todo cortaban la respiración a David.

—Serás hija de puta… Tíratelos, pero no nos los restriegues.

—Y pensar que empezaste desfilando conmigo —se lamentaba Chusa—. La única que no quería trabajar en esto, y la única que ha acabado triunfando. Hay que joderse.

Sí, mi hermana lograba sacar lo peor de mis amigos. Nunca se oían tantos tacos como cuando ella aparecía radiante, explosiva, alocada, feliz y del brazo de algún modelo que siempre, siempre la miraba embobado.

—Si es que encima los enamora, la muy guarra —remataba David.

Y mientras ella disfrutaba del éxito, yo estaba vislumbrando el desahucio. Ahogada. Con pesadillas por las noches. El miedo al fracaso me empezaba a paralizar, como ya me había ocurrido en la función de teatro. Siempre había tenido terror al fracaso. Y ahora lo estaba viviendo en primera persona y eso no me dejaba respirar. Tuve dos breves crisis de pánico. Sentí que las paredes de la tienda se me caían encima, que mis pulmones se colapsaban y no podía respirar. Qué sensación tan terrible y desagradable, como si mi cuerpo no respondiera a mis deseos, como si fuera por libre. Qué horrible sentir que no eres dueña de ti. Menos mal que Roberto estuvo cerca en esas dos ocasiones, porque si me hubiera pasado a solas no sé si habría podido superarlo.

Fue por aquel entonces cuando empezó a salir una mancha negra de humedad en el taller de la tienda. Al principio no le hice caso, porque no estaba yo como para meterme en una obra, pero cuando fue creciendo no me quedó más remedio que hacer algo al respecto. Llamé a un fontanero y a un albañil, y por más que miraron y picaron, no encontraron el origen de la humedad. Así que después de pagarles el precio de un riñón en el mercado negro, llamé a un pintor para que viniera a pintar encima de la mancha que según los dos expertos, albañil y fontanero, ya estaba seca. A los dos meses la mancha volvió a aparecer. Y yo opté por integrarla a mi día a día, a mi trabajo, a mi estado de ánimo. Vamos, que acepté que había cosas peores en la vida y que podía vivir con ella. Aunque, eso sí, cada día la veía más como una metáfora de la nube negra que se cernía sobre mi negocio. No me imaginaba mejor imagen de mi fracaso que aquella mancha de humedad que no podía eliminar. Yo, que en los primeros meses me veía ya triunfando en las pasarelas de medio mundo y exportando mis piezas a Inglaterra, Alemania y Estados Unidos, y acaparando las portadas de Vogue, de Elle, de Vanity Fair, y lo único que había conseguido era una mancha de humedad que no sabía cómo eliminar.

Necesitaba que ocurriera un milagro o tendría que cerrar. Y justo en esos meses de incertidumbre, Roberto tomó la decisión de marcharse a París. Todo un año. Él llevaba tiempo amenazando con hacerlo, y después de buscar como un poseso trabajo en cualquier estudio y harto de trabajar con contratos de prácticas en los que casi tenía él que poner dinero, decidió irse. Yo palidecí. Tenía la sensación de que no podría superarlo sin él. Así de frágil me sentía.

—Solo va a ser un año. Y París no está tan lejos. Puedes venir las veces que quieras. Y yo también vendré a verte. Ya verás qué rápido se pasa.

—Y si hablo con mi padre y te hace un hueco…

—Sara, ya sabes lo que pienso.

—Ya, ya, pero París… Un año entero… Y con lo mal que hablas francés, porque tú hablas fatal francés.

Pero no pude convencerle. Y además sabía que no podía atarlo. Era lo que tenía que hacer.

Los dos años de vida del Ave del Paraíso se me habían pasado más rápido que el primer mes sin él. Qué largos eran los días sin Roberto. Intentábamos hablar todas las noches por Skype, pero eso apenas me consolaba. Sobre todo porque yo ya no sabía qué contarle que no fuera un continuo lamento y él, sin embargo, estaba lleno de proyectos, arrancando su vida en París. Así que al final hablaba él y yo asentía. Me alegraba por Roberto, claro que me alegraba. Aunque me causaba mucha impotencia sentir que yo estaba en un punto muerto, por no decir sin freno y cuesta abajo, mientras él iba hacia arriba. Y temía que París le estuviera gustando mucho más que su vida en Madrid de becario penoso y con una novia quejica, con ataques de pánico, y tendera.

Yo estaba deseando que se tomara algún fin de semana largo para que viniera a verme. Pero no había manera. Demasiado trabajo, poco dinero… Y yo tampoco estaba como para permitirme muchos viajes a París. Así que durante ese año solo fui a verlo dos veces. Y las dos fueron un auténtico desastre. En el primer viaje pillé un virus estomacal y me pasé toda la semana tumbada en la cama. Solo me levantaba para ir a evacuar por todos los orificios de mi cuerpo lo poco que conseguía comer. Así que ni paseos a la orilla del Sena, ni vértigo en la torre Eiffel, ni creps en el Barrio Latino, ni cruasanes de desayuno, ni nada de nada. Roberto, por miedo a contagiarse, ni me rozó. No le culpo, tenía una presentación muy importante en su trabajo y no podía permitirse el lujo de enfermar. En el segundo viaje, directamente no lo vi. O casi, su jefe lo secuestró y solo le dejaba venir a casa a dormir un par de horas. Estaba tan cansado que los intentos sexuales que tuvimos se quedaron en eso, en intentos. Un horror. Nos pasábamos media hora de intento, y hora y media disculpándonos.

Cuando volví del último viaje empecé a estar preocupada por nuestra relación. A ver si no era tan fuerte como imaginaba y ese año de distancia acababa con lo nuestro. Y por eso me inquieté mucho cuando una noche, por Skype, Roberto me dijo que quería hablar conmigo pero que no me lo quería contar a través del ordenador. Y justo me lo decía el día en que yo tenía que darle una buena noticia. Porque David, uno de los diseñadores de la escuela de moda, había conseguido un desfile en Cibeles y quería que yo, yo, Sara Escribano, a la que hace dos años largos habían mencionado en El País, le hiciera varios complementos con plumas.

—Voy a llenar a todos los chulazos de plumas. De arriba abajo. Cuanto más heteruzos, más los voy a llenar de plumas. Y para eso te necesito, Sara. Tienes que volverte loca. Va a ser nuestro momento de gloria. Tenemos que ser la sensación de la Fashion Week.

Y sí, podía ser la oportunidad que llevaba tanto tiempo esperando. Y tenía que salirme bien. Ya me veía lanzada al estrellato si el desfile funcionaba. Y tal vez lo del estrellato era exagerar, claro. Pero sí que podía significar un antes y un después para mí. Y vale, me estaba dejando arrastrar por el entusiasmo de David, pero ¿acaso podía hacer otra cosa? Además, aunque no supusiera mi consolidación, con un poco de suerte sí podía significar unos cuantos encargos extra para poder seguir pagando el alquiler y salir de una vez de la agonía y del pozo en el que estaba. Con cualquier cosa me emocionaba, lo sé, pero es que no me quedaba más remedio que hacerlo. Cuando las cosas van mal, o te agarras a un clavo ardiendo y magnificas las expectativas o te hundes del todo.

Así que el «tenemos que hablar» de Roberto me pilló a contrapié y con mil ideas en la cabeza para el desfile.

¿Quería romper conmigo? Porque yo sabía, como sabe todo el mundo, lo que significan las tres palabras «tenemos que hablar». Pero también sabía que a veces uno podía querer hablar de otras cosas. Un «tenemos que hablar» de un hermano a otro no significaba lo mismo que un «tenemos que hablar» de un jefe a un empleado. Sí, es verdad, casi nunca auguraba nada bueno. Y por eso mismo ni me atrevía a preguntárselo, pero era mejor salir de dudas, porque, si no, no me iba a poder concentrar de allí a Cibeles. Me armé de valor y se lo pregunté de sopetón, mirándolo cara a cara a través de la pantalla de mi ordenador portátil y sentada en la cama de matrimonio de la habitación de mi abuela, esa que ya era de facto mi habitación pero que yo seguía llamando la habitación de mi abuela.

—¿Me vas a dejar? —le pregunté con un tono de voz que aparentaba una serenidad que no sentía.

Roberto abrió los ojos y no parpadeó en varios segundos. Cómo manejaba el tiempo dramático, el muy mamón. Yo ahí muerta en vilo y él como en un concurso de parpadeos. Se quitó las gafas de pasta y las limpió con un calzoncillo, práctica que hacía a menudo y que a mí me daba bastante asquito. Pero según él era lo que mejor limpiaba las lentes.

—Sara, pero ¿tú eres tonta? —respondió por fin—. ¿Cómo piensas semejante cosa?

—No sé, es que después del desastre de visitas que te hice… Y con lo mal que se nos da el sexo vía Skype… Que ya no sé qué pensar y entendería que me dijeras que te has liado con cualquier francesita de labios apiñonados.

Porque si para mí estaba siendo duro todo un año sin sexo, imaginaba que para él estaba siendo un infierno. Y decidí hacerme la moderna. Si había tenido sus líos parisinos, solo por aquello de aliviarse y sobre todo si no habían tenido importancia, prefería no saberlo. Claro que entonces para qué me metía en ese jardín y para qué le hablaba de labios apiñonados. Su año en París me estaba convirtiendo en una celosa de libro.

—Labios apiñonados… a saber qué será eso —dijo burlándose de mí.

—Esos labios que se les ponen como de boquita de piñón de tanto hablar francés. —Y yo venga a insistir y venga a explicarle lo obvio, como si él no supiera cómo eran unos buenos labios franceses. Si lo sabía hasta yo, que no había vivido un año en París, pero que me había tragado mi buena ración de películas de la Nouvelle Vague, como toda universitaria que se precie.

—Qué tonta eres… Y si se nos da mal el sexo por Skype es porque a ti siempre te entra la risa…

—Ya… ya… Si es que me frustro por verte ahí, en bolas, y no poder tocarte ni olerte, y me da por reír…

—Tranquila, que pronto vas a poder tocarme.

—¿Qué?

—Dentro de dos semanas estoy ahí. El martes 14 llego.

—¿Qué? ¿Te vuelves ya? Si llevas diez meses… Que llevo la cuenta como una beata con el rosario.

—No, aún no me vuelvo. Pero voy a verte y me quedo una semana.

Una semana. A mí se me iluminó la cara. Una semana enterita con Roberto. Si el antiguo testamento decía que el mundo se había hecho en una semana, yo en una semana podía construir una vida entera con mi novio.

—Así que te vas a cansar de tocarme —remató.

—Yo soy de cansarme poco.

Se rio. Y me aseguró que en esa semana podríamos hacer de todo. Que iba a ser todo para mí. Y que así podríamos hablar con calma y contarme lo que quería contarme. Y también estaría para el desfile, él llegaba el martes y el desfile lo tenía tres días después. Me llenaba de tranquilidad saber que iba a estar presente en ese momento tan decisivo para mí.

Au revoir —dijo, cada vez con mejor acento. Porque Roberto no sabría cómo tenían los labios los franceses, pero ya hablaba casi como ellos. Y se despidió con un beso. Muy a lo Lulu, c’est moi.

Lo importante es que no me iba a dejar. No me iba a dejar. Me quería y quería hablar conmigo. Y en persona. Y ahí mi imaginación echó a volar. Y por más que volaba, llegaba siempre a la misma conclusión. Quería casarse conmigo. Solo podía ser eso. Sara, no te embales, por Dios. Que nos conocemos. Sarita, tranquila. No te dejes llevar por la emoción. Sobre todo porque a mí lo del matrimonio me daba igual. Yo lo que quería era que se viniera de una vez y empezáramos a vivir juntos. Con anillo, sin anillo, con altar o sin él. Eso era lo de menos. A estas alturas no me iba a quitar el sueño una boda. Pero ¿dónde había metido esas revistas de vestidos de novia? ¿En qué cajón las había visto por última vez? Ay, madre, su año en París no solo me estaba volviendo celosa, me estaba transformando en una cosa muy rara.

Tenía catorce días para planear la mejor semana de la historia. Porque yo en esa semana tenía que conseguir que Roberto se olvidara de París y se viniera de una vez conmigo. Tenía que convencerlo, por si acaso no era de matrimonio de lo que quería hablar y quería darme alguna otra sorpresa. Siempre hay que tener preparado un plan B. Y mi plan B era igual que el plan A, o sea, conseguir que se quedara, con boda o sin ella. Pero que se quedara conmigo. Para poder seguir con la vida que habíamos planeado. O que al menos yo había planeado, y que estaba convencida de que él también quería compartir.

Tenía una misión por delante. O mejor dicho dos: salvar mi Ave del Paraíso creando unos complementos que hicieran caerse de culo a todos los visitantes de la Fashion Week de Cibeles, y que Roberto se viniera de una vez a vivir conmigo y así empezar a vivir. Nuestra vida.

Dos semanas para preparar el desfile y para organizar los mejores siete días con Roberto. Los dos solitos en casa. El uno para el otro. Nada podía salir mal. Y todo iba a ser coser y cantar.

Ja. Ja. Ja.