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UNA GUERRA DE ALMOHADAS

Recuerdo el día y el momento exactos en que descubrí a lo que me quería dedicar.

Fue al sentir los aplausos encima de un escenario. Aunque lo mío nada tiene que ver con la interpretación, yo nunca he querido ser actriz. Ocurrió en el teatro del instituto, el último año antes de entrar en la universidad. En 1998 aún no existía Facebook, ni Twitter, ni Instagram. Aún escuchábamos la radio, porque un invento como el Spoty a nadie le cabía en la cabeza, y por aquel entonces sonaba Manu Chao a todas horas. «Me llaman el desaparecido…». Y acabé participando en la representación de fin de curso por una razón tan simple y tan obvia como que me gustaba un chico. Aarón. No iba a mi clase, nunca había hablado con él. Solo me lo encontraba por los pasillos. Era alto, delgado, con un flequillo que le tapaba parte de sus ojos marrones y grandes. Me lo imaginaba con una sonrisa preciosa, aunque nunca lo había visto sonreír. Y era guapo. Era tan guapo que podría estar en la portada de cualquier revista de adolescentes. (Sí, aún había revistas de adolescentes). Y siempre llevaba algo colgado, o una guitarra, o una cámara de fotos, o una bolsa de cuero cargada de novelas. Y hasta eso me gustaba de él. Tenía un grupo de música, Los Humildes. Y siempre acababan a mitad de concierto sin camiseta, calentando al personal y luciendo sus abdominales con orgullo. De humildes tenían poco. No eran los mejores músicos del mundo, pero qué gusto daba verlos. Aarón pocas veces llegaba a quitarse la camiseta, solo cuando los otros del grupo directamente lo obligaban. Y tenía cierto atractivo verlos abalanzarse sobre él para desnudarlo. Era el mejor momento del concierto. Yo solo lo presencié un par de veces, pero ay, después, durante semanas, me iba a la cama con esa imagen perturbadora en mi cabeza. Cuatro chicos sin camiseta obligando a desnudarse al chico que me quitaba el sueño. Qué ombligo y qué manera tan encantadora de resistirse.

Cuando iba a verlos a un concierto siempre tenía la secreta intención de acercarme a hablar con él al finalizar. «Qué bien habéis estado hoy… Cada día sonáis mejor…». Mil frases que ensayaba delante del espejo horas antes. El caso es que para armarme de valor bebía una cerveza tras otra, y acababa siempre demasiado borracha como para abordarle. Además, Los Humildes tenían una multitud de groupies dispuestas a lo que fuera por estar a su lado. Y todas eran más guapas, más sexys e iban más sobrias que yo. En resumidas cuentas, no tenía la más mínima oportunidad. Y nunca hacía nada. Él era el centro de todas las miradas, yo transparente.

Por eso cuando lo vi en el pasillo del instituto escribiendo su nombre para formar parte de la obra de teatro no me lo pensé y escribí el mío debajo. Aarón y Sara. Qué bien quedarían dentro de un corazón tallado en el tronco de un árbol. O en una invitación de boda. Aarón y Sara se complacen en invitarlos a su enlace, que tendrá lugar…

Esa iba a ser mi oportunidad de estar cerca de él, sin groupies que lo rodearan, y sin cervezas que llevarme a la boca y me dejaran fuera de combate. Íbamos a representar El sueño de una noche de verano. Una función muy libre, sin apenas atenernos al texto, y en la que el profesor de literatura, encargado de dirigirla, pretendía dejarnos hacer y deshacer. Aarón no quería actuar, él simplemente se había inscrito para ser uno de los músicos. Y yo agradecí que no quisiera salir a escena, porque con tal de estar a su lado habría sido capaz de ofrecerme para ser la protagonista. Pero no hizo falta. Él sería uno de los músicos y yo trabajaría en la escenografía y el vestuario. Fue el puesto más sensato que se me ocurrió aceptar de entre los que había disponibles.

Entre las actrices estaba Paola, de madre polaca y de padre italiano. Tan guapa… ¿Cómo debe ser saberse la más atractiva de todo el lugar? ¿Las guapas serán conscientes de que el mundo es mucho más amable con ellas que con el resto? Todos los chicos revoloteaban en torno a Paola. Los Humildes, que se habían apuntado siguiendo los pasos de Aarón, también se habían fijado en ella. Yo, mientras trabajaba con los de escenografía, intentaba descubrir si Aarón había sucumbido a los encantos de la chica. Pero, aunque había cruzado varias palabras con ella, la cosa no parecía haber ido a más. Y yo, feliz.

Los días pasaban, los actores se iban aprendiendo el texto, los músicos aparecían muy de vez en cuando porque el director solo necesitaba contar con ellos cuando ya tenía alguna escena ensayada. Y mi corazón botaba cuando veía a Aarón entrando por la puerta. Y aunque yo no llevaba ninguna cerveza en el cuerpo, seguía sin saber cómo abordarle. Quería llamar su atención, y si no era capaz de hacerlo con un simple saludo, tal vez tendría que utilizar mi trabajo en la obra para dejar de ser transparente. Así que un día llegué al ensayo con una propuesta estrafalaria y llamativa para la escenografía y parte del vestuario. La idea enseguida entusiasmó al profesor. Consistía en convertir el escenario en un lugar de fantasía con ayuda de mis plumas. Sí, plumas. Las plumas me habían acompañado desde la infancia.

Mi abuela tenía una tienda de corte y confección en el barrio de Malasaña, en la calle Velarde, a unos metros de la plaza Dos de Mayo. Era un local enorme, con una gran cristalera que daba al exterior, un suelo de cerámica de colores, estanterías de madera de roble que cubrían de arriba abajo todas las paredes, un mostrador nacarado lleno de mil cajones diminutos y, al fondo, un pasillo altísimo y estrecho con acceso a otra sala y a un gran patio de luces lleno de plantas, helechos y jaulas de pájaros, donde mi abuela tenía el taller. Se dedicaba sobre todo a hacer sombreros y tocados. Yo pasé allí parte de mi niñez jugando entre fieltros y alfileres y viendo a mi abuela trabajar con sus manos, creando verdaderas piezas de arte. Cómo conseguía transformar un pedazo de fieltro en un sombrero exquisito. O cómo con cuatro plumas convertía una pequeña estructura cónica en un tocado espectacular. Sin duda lo que más me fascinaba era verla trabajar con las plumas. Plumas de lechuza, de avestruz, de perdiz, de faisán, de pavo real, de ave del paraíso, plumas de periquito, de tucán, plumas de gorrión o de jilguero. De todas las formas, tamaños y texturas. Suaves, ligeras, de vivos colores, o más toscas y apagadas. A veces las teñía, aunque prefería no tener que hacerlo, y a otras les daba un baño de vapor para doblarlas y moldearlas a su gusto. Y con esas plumas diversas, colocándolas de una manera a veces intuitiva, otras muy estudiada y geométrica, lograba unos tocados de ensueño, exóticos, delicados, exuberantes, fantasiosos… Yo siempre acababa cogiéndole alguna de esas plumas para disfrazar a mis muñecas. A los seis años me tocó ser el ángel en el belén viviente de la escuela, y las alas con plumas que confeccionamos entre mi abuela y yo dejaron a todo el mundo pasmado. Si es que parecía un ángel auténtico; tanto que yo no acababa de entender por qué no volaba cuando agitaba con fuerza mis brazos alados.

Y así fue como se me ocurrió la idea para El sueño de una noche de verano. Propuse que en una escena determinada, ahora no recuerdo cuál, los personajes emprendieran una batalla de almohadas, que llenaría el escenario de plumas, y cuando apenas se pudiera ver otra cosa invadiendo todo el espacio, con ayuda de un juego de luces, las plumas acabarían por convertirse en parte de la vestimenta de los actores, transformando sus vestidos comunes en algo espectacular, circense, mitológico. Al menos así me lo imaginaba yo. Una cuando tiene diecisiete años solo piensa en términos absolutos: o la grandeza, o la tragedia. O el amor puro, o la soledad abismal. Había dibujado unos bocetos para vender mi propuesta. Me había inspirado en diseños de los modistas que más arriesgaban en la pasarela en aquel momento, como Alexander McQueen, o en mi venerada Vivienne Westwood. Diseñadores que no le tenían miedo al color, ni a las telas vaporosas, y que eran capaces de plasmar todas sus fantasías en esos trajes de ensueño. Al profesor de literatura le entusiasmaron. Supongo que era tan crío como nosotros, o simplemente pretendía alentar nuestra creatividad sin ponerle freno. Así que recluté a unos cuantos compañeros para que me ayudaran a llevar a cabo mi ambicioso proyecto. Fue un trabajo arduo y lleno de altibajos. Porque había días en los que parecía que todo salía según lo planeado, y otros en los que me venía abajo porque creía que jamás sería capaz de llevar a buen puerto semejante desvarío. En esos días en los que dudaba de todo, descubrí algo de mi carácter que no me gustó nada. El miedo al fracaso me paralizaba, me hundía. En esos días en los que no creía que fuera capaz de salir triunfante, me derrumbaba de tal manera que me convertía en un ser apático, desagradable y lleno de pensamientos negativos. ¿Sería eso lo que sentían los artistas cuando la inspiración les fallaba? Si era así, maldita sensación. Entonces no sabía que esa angustia me acompañaría para los restos, y que en más de una ocasión el fracaso volvería a paralizarme. Y de qué manera. Aunque también aprendí que después de unos días malos podían venir otros mejores. Y he de reconocer que al final siempre seguía adelante con la esperanza de ver a Aarón entrar por la puerta. Quería que me viera al mando de todo aquello y que creyera que era capaz de conseguirlo.

Y por fin un día Aarón se acercó para ver lo que hacíamos. Acarició con la mano varias plumas de pavo real.

—¿De dónde las sacas?

—¿Las plumas? Del antiguo taller de mi abuela. Aún quedan muchas. Y, bueno, tampoco son tan difíciles de conseguir.

—¿Hay que matar a los pájaros para desplumarlos?

—Con estresarlos un poco es suficiente —contesté.

—¿En serio?

—Los aztecas lo hacían. Criaban todo tipo de aves de una manera placentera y cuando necesitaban sus plumas, metían a sus hijos en las granjas para que las alborotaran. Así se estresaban y perdían parte de su plumaje.

Aarón sonrió al escuchar mi historia. Y sí, como había imaginado, tenía una sonrisa preciosa.

—Unos tipos curiosos, los aztecas —dijo.

Por su lado pasó Santi, uno de los de su grupo, un chaval espigado y enclenque, con una nariz enorme y lleno de pecas. Era el mejor amigo de Aarón, o al menos con el que mejor se llevaba. Le pasó el brazo por encima del hombro.

—¿Tú sabías que los aztecas criaban aves para desplumarlas?

—¿Esos quiénes son?

—Santi, que hay vida más allá de Martita.

Los dos se alejaron y Aarón se despidió de mí arqueando las cejas y con una media sonrisa. Me habría gustado haberlo retenido. Contarle todo lo que mi abuela me había contado sobre las plumas y su historia. Sobre plumas o sobre cualquier cosa, con tal de demostrarle que yo, aunque no era tan grupie como sus grupies, ni tan guapa como Paola, podía ser… Bueno, no sé muy bien qué podía ser.

No volvimos a cruzar más palabras hasta la noche del estreno, aunque sí había conseguido un gran avance con él. Ahora cuando me veía por los pasillos hacía un gesto con la cabeza, levantando ligeramente la mandíbula, a modo de saludo, que venía a ser un: «Eh, ¿qué tal?». Y yo sonreía como una tonta, y rezaba porque no se me notara el temblequeo de mis piernas.

Y llegó el estreno. Y ni el alzhéimer hará que me olvide de ese día.

Puedo revivir, sin ningún esfuerzo y sin omitir ningún detalle, el momento en el que en el escenario empezó la guerra de almohadas. La música en directo de Los Humildes comenzó a sonar, yo sentí cómo Aarón me sonreía, yo estaba entre bambalinas. Las luces cambiaron de color, el humo y las plumas lo cubrieron todo y de la niebla poco a poco fueron surgiendo los actores transformados en esos seres de plumajes inverosímiles, excesivos y maravillosos. Era como si el sueño más alucinado, el sueño de una noche de verano cobrara vida ante nuestros ojos. Y en parte se debía a mí, a mis diseños, a mi ocurrencia llena de plumas. El público comenzó a aplaudir de una manera atronadora, y yo sentí un orgullo y una sensación de éxtasis desconocida hasta ese momento. Aarón me hizo una pequeña reverencia. «Lo has conseguido», me dijo. O al menos eso fue lo que quise leer en sus labios. Yo volaba sin necesidad de alas.

Ahí lo supe. Ahí supe a lo que quería dedicarme el resto de mi vida. Aunque no tuviera valor para decidirme por ello, lo supe.

Después de la función y para celebrar el éxito, muchos de los actores trajeron litronas y champán del más barato que encontraron. Bebimos mientras recogíamos todo el escenario, plumas incluidas. Estábamos eufóricos, y acabamos recreando de nuevo la lucha de almohadas de la función. Y de nuevo las plumas volaban y nos envolvían, ingrávidas, suaves, acariciándonos la piel. Risas, alcohol, plumas y Aarón. Como para olvidarlo. Aarón se acercó a mí. Las plumas aún caían sobre nosotros, y yo lo viví todo a cámara lenta. Aarón cada vez estaba más cerca. Las plumas planeaban sobre su cabeza, él soplaba para apartarlas. Yo quería que ahí, entre las plumas, en el escenario, me diera un beso de infarto. Quería sentir sus labios contra los míos, que sus brazos me rodearan. Quería que todo el mundo viera que era a mí a quien deseaba. Pero lo único que hizo cuando llegó a mi lado fue darme la enhorabuena. Y me preguntó si me vería el próximo año en la escuela de Bellas Artes. Yo no entendí por qué me lo preguntaba.

—¿Bellas Artes? Yo no voy a estudiar Bellas Artes —dije—. Yo voy a hacer Química.

Él me miró con cierto estupor.

—¿Vas a desperdiciar todo ese talento en la facultad de Química?

—¿Talento?

—Sí. Lo que has hecho ha sido lo único bueno de esta obra.

Tuve que apoyarme en la pared, tocar algo sólido que me amarrara al suelo. No sé si me ruboricé, pero sí que intenté responder de manera modesta. Más que nada para no inflarme como un globo. Temía salir volando y que nadie consiguiera hacerme regresar.

—Esto solo es un hobby. Sería muy raro trabajar en algo que para mí no es un trabajo. Estas dos semanas han sido como una fiesta.

—No sabía que fueras calvinista.

—¿Calvinista? —pregunté. ¿Qué sabía él sobre los calvinistas? Yo al menos no sabía nada.

—Sí, ya sabes —me explicó—, los calvinistas son los que creen que solo se complace a Dios trabajando y con mucho esfuerzo. Cuanto más sufres y más trabajas, más cerquita estás de alcanzar el cielo.

—Ah… —Pues sí que sabía quiénes eran los calvinistas, sí—. No sé, solo quiero estudiar una carrera de verdad. Y Bellas Artes… no, no me veo.

—Qué pena.

Paola, tan guapa o incluso más con su atuendo y su maquillaje, en ese momento le dio un almohadazo y él se alejó de mí, para devolverle el golpe a ella con otra almohada. Se llenaron de plumas, mis plumas. Y deseé con todas mis fuerzas que sus labios no rozaran los de ella. Porque si ocurría, yo no iba a poder superarlo. Cerré los ojos. No quería verlo. No podía pasar. Al menos no esa noche.

Volví a abrir los ojos y vi que ya no estaban. Se habían evaporado. Los dos. Sentí un pinchazo en el estómago. Seguro que no ha pasado nada entre ellos, pensé. Y si ha pasado, al menos no lo he visto. Yo, intentando que no se notara mi decepción, acabé de recoger e intenté volver a contagiarme del espíritu festivo del resto. El único que parecía algo mustio era Santi, el chico enclenque amigo de Aarón, aunque tampoco me animé a preguntarle por qué. Solo podía pensar en Aarón y en Paola, aunque me obligué a no hacerlo.

Esa noche acabamos todos los de la obra haciendo botellón. Yo ya no estaba tan animada como hacía unas horas, pero como no perdía la esperanza de volver a verle, decidí seguirlos hasta Malasaña. Muy cerca de donde mi abuela había tenido su local de confección, cerrado desde su muerte. Mi padre, su único hijo y heredero, no se decidía ni a alquilarlo ni a venderlo. Supongo que porque no se quería desprender de él, o simplemente porque siempre aplazaba las decisiones importantes. Además allí había conocido a mi madre, cuando trabajaba de aprendiza para mi abuela. Ella, una vez que se casó con mi padre, no quiso saber nada más de telas ni de costuras, y ya solo iba a la tienda para llevarme a ver a mi abuela.

A las tres de la madrugada entramos en el Nasti, yo bebía para olvidar a Aarón y a Paola. Y miraba a todos lados buscándolo. Porque aunque quería olvidarlo, deseaba con todas mis fuerzas encontrarme de nuevo con él.

Y por fin lo vi. Se acercó sonriente. Y yo también sonreí al ver que Paola no le acompañaba.

—¿Te llamabas Sara, verdad? —preguntó acercándose a mí.

—Sí. —Sabía mi nombre, se había preocupado de preguntarlo. Sabía mi nombre.

—De verdad que me gustó mucho lo que hiciste en la obra. Mucho —dijo él—. Y es una pena que no quieras pasarte la vida disfrutando y haciendo disfrutar a otros.

—Cada uno es como es —acerté a decir. ¿De verdad? ¿De verdad eso era lo mejor que tenía para decirle? ¿Toda la noche suspirando por él y ahora le respondía como una niña estúpida «cada uno es como es»?

—Supongo —respondió él, seguramente un tanto decepcionado.

Los dos nos quedamos callados. Yo, porque prefería no volver a abrir la boca para no decir alguna estupidez y él… no lo sé, tal vez se arrepentía de haberse aproximado, qué sé yo. Se acercaron dos de Los Humildes para llevárselo.

Yo no podía dejarle ir así. No. De ninguna manera. Así que le grité:

—¡A mí también me gustó lo que tocasteis en la obra!

Él se dio la vuelta.

—¿Sí? —Y con cierto orgullo dijo—: Lo compuse yo.

—La mejor banda sonora para una guerra de plumas —dije.

Le vi esbozar una sonrisa tímida y noté cómo sus ojos brillaron. Quería decirme algo pero se quedó a la mitad.

—A lo mejor…

No se atrevía a terminar la frase.

—A lo mejor ¿qué? —pregunté, animándole a seguir.

—A lo mejor… un día te compongo una canción.

—¿A mí? —pregunté, sorprendida.

—Sí, a la chica que sabía hacer magia con las plumas pero prefirió ser química.

Sentí que si me moría ahí mismo mi vida habría merecido la pena. Eso fue lo que sentí.

Los Humildes se lo llevaron. Y yo, haciendo acopio de valor, tomé la única decisión que se puede tomar en un momento así. Beberme una cerveza de un trago e ir a por él. ¿Qué más prueba necesitaba para saber que quería algo conmigo? Me quería componer una canción. No había más que hablar. Después de beberme la cerveza, me metí un chicle de menta en la boca y fui a por él. Lo busqué entre la multitud del Nasti. Pero no lo encontré por ningún sitio. Se habría ido. Volví a darme una vuelta por todo el local, hasta me acerqué al baño de los chicos, sin atreverme a entrar. Salí de allí frustrada y, de repente, en la salida lo vi, alguien tiraba de él, Aarón miró hacia dentro del local y al verme hizo un gesto para que me acercara.

—Oye, Santi está mustio por culpa de Marta, su chica. Las monjas la tienen encerrada en la residencia y no ha podido venir a ver la obra de teatro.

—¿Y?

—Y vamos a colarnos unos cuantos en el patio de la residencia. Ya que nunca la dejan salir para vernos tocar, vamos a improvisar un concierto allí.

—¿Con las monjas?

—Sí, a ver qué pasa.

—Estáis locos.

—Por un amigo hay que hacer lo que sea. Vente, va a ser divertido.

Yo negué con la cabeza, pero de repente vi que Paola entraba en la discoteca.

—Aarón, que te estamos esperando.

—Ya voy. —Me miró—. ¿De verdad que no te vienes?

Al ver a Paola me di cuenta de que tenía que estar a la altura, si ella iba, ¿por qué no iba a atreverme yo? ¿Acaso quería parecer más pavisosa que ella?

—¿Está muy lejos? Que tampoco puedo llegar a casa a las mil.

—Aquí al lado.

—Venga, vale —dije de manera decidida.

—¡Genial!

Salí a la calle y allí estaban todos Los Humildes, más unos cuantos amigos y fans. Varios subieron a una furgoneta, en donde estaban los instrumentos. Llamaron a Aarón para que subiera con ellos, pero se negó.

—No cabemos todos, nos vemos a la entrada. Además, yo tengo que abriros la puerta.

Aarón cerró la puerta de la furgoneta y dio un par de palmadas sobre ella para que arrancaran.

—Vámonos —nos dijo a los cinco o seis que nos habíamos quedado en tierra, Paola incluida. Mientras recorríamos el camino, nos íbamos pasando litronas de una mano a otra. Y aunque a mí me habría gustado ir hablando con Aarón, este iba pegado a su amigo Santi, intentando convencerle de la viabilidad del plan. Porque Santi no lo veía nada claro.

—Que es una locura, Aarón. Que ya verás como las monjas nos pillen…

—Que no nos van a pillar. ¿Y qué nos van a hacer si nos pillan?

—Llamar a la policía.

—Y antes de que lleguen ya nos habremos ido. ¿Dónde está el problema? No nos va a pasar nada.

—Pero a lo mejor a Marta sí. La pueden expulsar por la tontería.

—¿Alguna monja sabe que sale contigo?

—No creo.

—Pues mientras no le dediquemos ninguna canción, estará a salvo.

—No sé, tío, que es asaltar una propiedad privada…

—Que no vamos a robar, que vamos a regalarles nuestra música. Si eso es delito, que nos detengan. Va a ser la leche, Santi, ya verás. Algo para contar a vuestros nietos.

Aarón acabó por convencer a Santi, y antes de que nos diéramos cuenta habíamos llegado a la residencia. Yo estaba feliz porque durante el trayecto Paola apenas había hablado con Aarón y parecía entretenerse con otro chaval con el que claramente tonteaba. O tal vez fuera la manera de relacionarse de Paola con el mundo, flirteando. Y tal vez yo estaba viendo fantasmas donde no había y con Aarón no estuviera haciendo ningún acercamiento especial. Simplemente ella solo sabía establecer comunicación así. Ojalá. La furgoneta ya estaba allí, aparcada en doble fila. Había una puerta enorme por donde podría entrar el vehículo si Aarón conseguía abrirla. Tenía acceso directo al patio donde había una cancha de baloncesto.

—Por aquí es por donde entran los camiones de comida.

—Y ¿tú cómo lo sabes? —preguntó Santi.

—No eres el único que ha tenido una novia aquí.

Se acercó a los de la furgoneta y les dijo algo que no escuchamos. Volvió a nuestro lado y sin más se aproximó a uno de los árboles que había junto al muro de la residencia, y se puso a trepar por él sin demasiada dificultad. Llegó hasta una de las ramas que cruzaba al otro lado del muro, y colgándose de ella saltó dentro del patio. Al minuto estaba abriendo la puerta y haciéndole señas al conductor de la furgoneta para que entrara. Aunque este no encendió el motor, fueron varios los que bajaron del vehículo y se pusieron a empujar. Acabamos empujando todos para conseguir meterla cuanto antes en el patio, que a pesar de estar a oscuras se adivinaba enorme. Aarón comenzó a organizarlo todo sin levantar la voz.

—Hay que darle la vuelta a la furgo por si tenemos que salir escopetados. Pero ponedla allí, y así cuando tengamos colocados los instrumentos, utilizaremos las luces del coche para iluminarnos. Va a ser la caña.

Así que en silencio seguimos empujando la furgoneta mientras el conductor maniobraba y la ponía exactamente en el sitio que había dicho Aarón. Tan pronto este dio por buena la colocación, empezamos a bajar los instrumentos para ponerlos sobre la cancha. Yo estaba muerta de miedo y de emoción. Jamás en la vida había hecho nada ilegal, y sentía la adrenalina recorriendo todo mi cuerpo. Sobre todo cuando Aarón pasaba cerca de mí, y me sonreía. ¿También sonreiría a Paola? Lo dudaba, porque ella seguía muy pegada al chico con el que había tonteado en el camino. Bien, que siguiera así.

—Sé dónde hay un enchufe, al lado del motor del agua. Espero que llegue el alargador —dijo Aarón a uno de la banda.

Cuando la batería, el bajo y los dos micrófonos estuvieron colocados, Aarón enchufó el alargador al amplificador y se colgó la guitarra al cuello.

—¿Preparados?

Los Humildes asintieron. Y nosotros, los que habíamos venido de público, pegaditos a una de las paredes, también asentimos.

—Enciende las luces de la furgo —dijo.

El conductor entró en el coche y arrancó el motor para encender las luces. Aarón miró a su banda.

—¿Listos? —Todos asintieron—. Un, dos, tres, ¡ya!

Y los primeros acordes de guitarra empezaron a sonar. Seguidos del bajo, de la batería y por último de la voz de Aarón. Se me pusieron los pelos de punta. Era emocionante. El plan descabellado de Aarón haciéndose realidad. Él tocando a las cuatro de la mañana en pleno patio de una residencia de monjas. Con esa canción de letra tonta, que en ese espacio resultaba incendiaria en su simpleza:

Quiéreme como la escuadra quiere al cartabón,

geométricamente.

Quiéreme como la abeja a su aguijón,

todo veneno.

Una a una las luces de las ventanas se fueron encendiendo y las chicas comenzaron a asomarse mientras Aarón seguía cantando.

Quiéreme como la escuadra quiere al cartabón,

Quiéreme, que no me olvido del condón

y estoy muy bueno.

Quiéreme, hasta la muerte de la religión.

Quiéreme, quiéreme, amor.

Algunas de las chicas empezaron a silbar emocionadas, a aplaudir, a gritar. Aarón cantaba y yo lo miraba embelesada. Y entonces, como una revelación, me percaté de que si antes me gustaba, ahora lo que empezaba a sentir era algo mucho más doloroso. Como la picadura de esa abeja y su aguijón. Todo veneno. Sí, ahí me di cuenta de que el amor, cuando llega así de esa manera, duele. Pero ¿cómo no enamorarse? Si estaba tan sexy y tan valiente… Porque había que tener mucho valor, mucha inconsciencia y ser muy generoso para montar todo ese disparate por un amigo. Y como le veía tan sexy, y tan generoso, y tan todo, lo sentí completamente inalcanzable. De ahí el dolor. ¿Cómo ese dios se iba a sentir atraído por una simple mortal como yo? Y ¿cómo iba a soportar yo ahora, una vez herida por el rayo del amor, que no me quisiera? Así que de una manera absoluta por fin entendí la expresión que mi amiga Inma utilizaba cuando le gustaba mucho un chico: tan guapo que duele. Y en el caso de Aarón no solo era su belleza lo que me estaba doliendo. Era todo él.

Todo veneno.

De repente se oyeron los gritos alarmados de varias monjas. Unas asomadas a las ventanas del bajo y otras en la puerta que daba al patio.

—Pero ¿qué hacen ahí? —gritó una de ellas—. ¡Esto es un asalto! ¡No pueden estar ahí! ¡Vamos a llamar a la policía!

Pero Aarón seguía tocando sin importarle los gritos y las amenazas. Y yo lo veía tan increíble, allí, desafiando a la autoridad, aunque la autoridad en este caso llevara hábitos y velos, que me daban ganas de saltar sobre él y devorarlo a besos. La gente habla de la erótica del poder, o de la erótica del escenario, pero nadie menciona la erótica de alguien cantando en una cancha de baloncesto de una residencia de monjas, mientras estas te amenazan con llamar a la policía. Aarón era un puto héroe. Era Espartaco sublevándose ante los romanos, Kunta Kinte arremetiendo contra sus amos esclavistas, era aquel manifestante de la flor frente a los tanques, era… Aarón, el humilde. Aarón, el grande.

Las monjas siguieron con sus amenazas y las chicas en las ventanas empezaron a gritarles para que dejaran tocar a los chicos. Santi señaló una ventana, allí estaba su novia. La saludó con la mano. Se acercó al micrófono.

—Esto es para ti, guapa. ¡Quiéreme hasta la muerte de la religión!

Y tan pronto dijo eso, el micrófono dejó de sonar. Una de las monjas había desenchufado el cable. Pero Aarón, en vez de rendirse, empezó a cantar a pleno pulmón, y los que estábamos allí le ayudamos a corear el estribillo. Al principio de una manera tímida, pero luego como si nos fuera la vida en ello.

Quiéreme como la escuadra quiere al cartabón,

Quiéreme, que no me olvido del condón

y estoy muy bueno.

Quiéreme, hasta la muerte de la religión.

Quiéreme, quiéreme, amor.

Y de pronto, desde una de las ventanas, una de las chicas arrojó un sujetador. Y enseguida otras empezaron a imitarla. Y mientras Aarón cantaba y nosotros cantábamos con él, decenas de sujetadores y bragas caían en la cancha. Las monjas gritaban escandalizadas. Ahora ya no solo amenazaban a los músicos, también amenazaban a las chicas.

—¡Todas para dentro! ¡La que no se meta estará castigada para siempre! ¡María Jesús, para dentro! ¡Y tú, Luján, que te reconozco! ¡Venga!

Oímos a lo lejos la sirena de la policía. Yo me acerqué a Aarón.

—La policía, vámonos —dije.

Aarón asintió. Pero antes de moverse de donde estaba se dirigió a las chicas de las ventanas. Y alzó la voz a pleno pulmón.

—Nos tenemos que ir. Ha sido un placer tocar para vosotras. Los Humildes, humildemente, se despiden de todas vosotras.

—¡Quiéreme, amor! —gritó Santi.

Y mientras las chicas aplaudían enfervorecidas, nosotros ayudamos a meter lo antes posible los instrumentos en la furgoneta. Esta vez el conductor sí que utilizó el motor para salir de allí. Unos cuantos se subieron a la furgo y otros nos marchamos a pie. Y conseguimos escaparnos antes de que llegara el coche de la policía. Corrimos por las calles, y yo cuando me quise dar cuenta ya había perdido de vista a Aarón.

Lo busqué por varias calles, pero ni rastro. ¿Dónde se había metido? Decidí volver al Nasti, era probable que volviera allí. O al menos eso esperaba. Entré en la discoteca después de convencer a los de la puerta de que ya había pagado la entrada, y que si no me habían puesto un sello en la mano había sido por culpa de ellos. Y una vez dentro lo busqué. Vi a uno de Los Humildes y me acerqué para preguntarle por Aarón.

—Entró conmigo, así que seguro que lo encuentras.

Seguí buscándolo, aunque ahora ya más esperanzada. Por un momento pensé que no había hecho otra cosa que perseguirlo durante toda la noche. Durante toda la vida. Y por fin lo vi.

Allí estaba, en medio de la pista. Levanté la mano para saludarlo y de pronto vi cómo Paola se acercaba a él a la velocidad de un puma y le metía la lengua hasta la garganta. Y a él no pareció disgustarle. Es más, la agarró fuerte y siguió besándola. Yo sentí que el mundo se me venía encima. Y por primera vez entendí a todos los asesinos en masa de la historia. Me di la vuelta. Me encerré en el baño. Bajé la tapa del retrete y me senté sobre ella.

—No vas a llorar, Sara. No seas una cría. No vas a llorar.

Pero fui incapaz de obedecer mis propias palabras. Y sin poder evitarlo, y maldiciéndome por ello, lloré. Conseguí serenarme a los diez minutos. Y después de enjuagarme la cara y de jurar a las chicas del servicio que no había llorado, que si tenía los ojos vidriosos era porque había vomitado, me escabullí del Nasti y me fui a casa.

No vi a Aarón al día siguiente, ni en las semanas antes de la selectividad. Tampoco se presentó al examen, o al menos yo no lo encontré. Mejor. Así era todo mucho más fácil. Aunque enseguida empecé a oír rumores, todos distintos, todos extraños y turbios, sobre las razones de su marcha. Algo que tal vez tenía que ver con su madre, o con un abuelo, un asunto de adicciones o de una hermana que tenía problemas y querían alejarla de Madrid. Otros hablaban de que su padre tenía deudas de juego con Hacienda. Nadie se ponía de acuerdo, y yo, aunque estaba muerta de curiosidad, dejé de preguntar, porque nada parecía tener sentido. Como entonces no había Facebook, ni Twitter, ni Instagram, la gente podía desaparecer sin que uno pudiera hacer mucho para remediarlo. Y, qué caramba, tampoco conocía tanto a Aarón el calvinista como para seguir preguntando a todos por él. Yo solo quería olvidarlo, y que hubiera desaparecido era lo mejor que me podía pasar.

«Me llaman el desaparecido…», seguía cantando Manu Chao.

Pasaron los años. Yo salí con varios chicos que me ayudaron a recuperar parte de mi confianza perdida y en una fiesta de San Cemento, donde se celebraba el patrón de la escuela de Arquitectura, conocí a Roberto y me enamoré. Y esta vez sí fue un amor correspondido.

Hacía mucho que había olvidado a Aarón. Pero algunas de sus palabras se me quedaron grabadas. Y años después de acabar la carrera, cuando estaba sufriendo como una bellaca preparando unas oposiciones para profesora y sintiéndome bastante desgraciada, volví a recordarlo. ¿De verdad quería seguir sufriendo para alcanzar un cielo en el que no creía? Las palabras de Aarón sobre mi actitud calvinista, como gotas constantes que durante años van calando en la tierra, por fin habían hecho mella en mí. Y un día, en casa, solté la bomba:

—Papá, mamá, ¿qué pensaríais si me quisiera quedar con la tienda de la abuela?

—¿Con la tienda? ¿Para qué? —preguntó mi padre con extrañeza—. ¿Para montar un laboratorio de química?

—No, para ser plumista.

Aarón no me había besado aquella noche tan llena de emociones contradictorias, pero tal vez me hubiera dado algo muchísimo mejor: el impulso que necesitaba para hacerme con el timón de mi vida.

Pero qué equivocada estaba si creía que Aarón había salido de mi vida para siempre. Qué equivocada.