MAGIC, INC.

—¿Qué clase de sortilegios usa usted, hermano?

Aquella fue la primera cosa que un pájaro de cuenta me dijo, tras haber entrado en mi negocio. Había permanecido haraganeando alrededor del local durante unos veinte minutos, hasta que me encontré solo, mirando, entre tanto, muestras de pigmentos impermeables, manoseando catálogos aburridos de diversos artículos y huroneando entre toda la quincalla expuesta en la tienda.

No me gustó su aspecto. A mí no me importa que un cliente realice una legítima requisitoria con los artículos, pero me molestan los moscones inútiles que fastidian por nada.

—Pues varios de los usados por los practicantes locales en taumaturgia —le contesté en un tono frío, aunque cortés—. ¿Por qué me lo pregunta?

—No ha contestado usted a mi pregunta —insistió aquel individuo—. Vamos, hable de una vez. No puedo perder el día entero.

Tuve que contenerme. Yo suelo exigir a mis empleados que sean corteses, pero puesto que aquel fulano nunca sería cliente de mi negocio, no tuve inconveniente en alterar mis reglas sobre la cortesía.

—Si está usted pensando en comprar algo —dije—, le diré a usted que lo mágico, de haberlo, se ha usado en producir todo esto, y puedo indicarle el mago que haya intervenido.

—No está usted muy dispuesto a cooperar —se quejó—. Nos gusta que la gente coopere. No podría usted nunca imaginar qué mala suerte puede correr con esa postura de no colaboración.

—¿Qué quiere usted significar con ese «nosotros»? —restallé colérico—. ¿Y qué es eso de «mala suerte»?

—Lo estamos consiguiendo ahora en alguna parte —dijo con una mueca repulsiva, acercándose al borde de la caja registradora, hasta que me llegó su aliento desagradable. Era un tipo de corta talla, moreno, de piel atezada, un siciliano, supuse, y vestido con un traje llamativo y ostentoso. Sus ropas y su aire me produjeron repugnancia.

—Le diré lo que significa «nosotros». Yo soy el representante de una organización que protege a la gente de la mala suerte…, si son listas y quieren colaborar. Por eso le pregunté qué sortilegios está usando. Algunos de los magos de por estos alrededores se niegan a colaborar y con ello echan a perder su buena suerte, así la mala suerte arrastra también a sus negocios y a sus productos.

—Bien, continúe —añadí, deseando que se confiara al máximo.

—Ya sabía yo que usted era un tipo listo —siguió diciendo—. Por ejemplo, ¿qué tal le parecería una salamandra que se quedara suelta en su tienda pegándole fuego a sus artículos y asustando a sus clientes? ¿O que vendiera materiales para construir una casa y allí fuera a vivir un duende rompiendo la vajilla, derramando la leche y cambiando a cada momento los muebles de sitio? Esto es lo que ocurre al tratar con magos equivocadamente. Un poco de todo esto, y su negocio quedará arruinado. No nos gustaría que eso ocurriese, ¿verdad?

Yo continué silencioso. El individuo aquel siguió hablando.

—Ahora, mantenemos un equipo de demonologistas en el asunto, expertos en magia todos ellos, quienes pueden informar de cómo se conduce un mago en el Medio Mundo y si es o no causante de la mala suerte de sus clientes. Entonces, nosotros nos encargamos de advertir a nuestros amigos de con quién tiene que tratar y les prevenimos así de la mala suerte. ¿Está claro?

Lo comprendí muy bien. Yo no había nacido ayer, ni me había descolgado de ningún nido. Los magos con quienes trataba eran vecinos de la ciudad y los conocía de años, hombres con una reputación establecida, tanto aquí como en el Medio Mundo. No hacían nada para perturbar a los elementos contra ellos, y no tenían mala suerte.

Lo que aquel tipejo sugería, era que yo debería tratar solamente con los magos seleccionados por ellos, a cualquiera que fuesen los honorarios que señalasen para ello, de los cuales, su organización tomaría una parte y también en los beneficios de mi negocio. Si yo no optaba por «cooperar» sería perseguido por los elementos, con los cuales tenían concertado un acuerdo, mi negocio sería deshecho y mi clientela dispersada. E incluso yo podría esperar algún peligro real y dañino de la magia negra que pudiese herirme o matarme. Y todo aquello bajo la pretensión de defenderme de la protección de los hombres a quienes yo apreciaba.

¡Un atraco en toda regla!

Yo había oído algo de tal cuestión, allá en el Este; pero no pude imaginarlo en una ciudad pequeña como la nuestra.

Y allí lo tenía, mirándome burlonamente, esperando mi respuesta y retorciendo el cuello dentro del de su camisa, bastante apretado por cierto. Aquello me hizo notar algo especial, pues a pesar de sus presuntuosas ropas, por el cuello le asomaba una cuerda fina, como si con ella se sujetase algo cerca de la piel, probablemente algún amuleto. De ser así, era supersticioso, incluso en estos días en que vivimos y en esta época.

—Hay algo que ha omitido usted —le dije—. Yo soy séptimo hijo, nacido bajo una redecilla y tengo la segunda vista. Mi buena suerte es excelente, ¡pero puedo ver la mala sobre usted cerniéndose como un ciprés sobre una sepultura! —Y alargando la mano le di un tirón del cordón que llevaba al cuello. Se rompió, quedándose en mi mano. En él había un amuleto, algo hecho de trapo sin valor alguno y tan sucio como el suelo de una jaula. Lo tiré al suelo en dirección al rincón de la basura.

Aquel pájaro de cuenta dio un salto apartándose de la registradora, y se quedó mirándome de hito en hito, respirando fatigosamente. En la mano derecha llevaba un cuchillo de afilada punta y con la izquierda se estaba protegiendo contra el mal de ojo poniendo los dedos meñique e índice como los cuernos de Asmodeo.

—¡Aquí hay algo mágico de lo que no ha oído hablar antes! —le grité mientras buscaba rápidamente en el cajón de la registradora. Saqué una pistola y le apunté a la cara—. ¡Hierro frío! Y ahora váyase y dígale a su amo que el hierro frío le está esperando también. ¡Largo!

El fulano reculó sin quitarme los ojos de encima, como queriendo asesinarme con la mirada. Se detuvo en la puerta, escupió en el umbral y desapareció de mi vista como un rayo.

Dejé la pistola en el cajón y volví a mi trabajo, esperando a dos clientes que llegaron justo al tiempo de marcharse aquel sucio truhán. Pero admito que estaba preocupado. La reputación de un hombre es su mejor capital. Yo me había hecho de un nombre, desde que era un muchacho joven por mis productos y mi forma de llevar el negocio. Era cosa cierta que aquel pájaro y sus compinches harían todo lo que pudieran para destrozar tal nombre. ¡Y podrían conseguirlo de estar en contacto con los de la magia negra!

Por supuesto que los materiales de construcción no implicaban mucho de lo mágico, como afectaba a los demás materiales de menos duración. Pero a la gente le gusta, cuando tienen que construirse un hogar, que la cama no caiga sobre los cimientos la noche menos esperada, o que el techo desaparezca dejándoles expuestos al cielo raso o a la lluvia.

Además, la construcción implica cantidades enormes de hierro y hay muy pocos hechiceros o brujas que puedan rivalizar con el hierro frío. Los pocos que pueden son tan caros que no resulta económico utilizarlos en la construcción. Ni que decir tiene que si cualquiera quiere alardear de tener una residencia de verano o una piscina construida enteramente por lo mágico, yo aceptaré el contrato para hacerla, cargando lo necesario al tener que subarrendar a uno de los magos más caros, clasificados en primera categoría. Pero por lo corriente, en mi negocio sólo se emplea lo mágico para artículos de uso corriente y no tan duraderos, y que la gente desea adquirir y cambiar de vez en cuando.

Por tanto, yo no me preocupaba por lo mágico en mi negocio, sino de qué podría hacer lo mágico a la buena marcha del mismo, en el caso de que cualquiera se dispusiera deliberadamente a dañarlo. Lo mágico me daba de todas formas vueltas en la cabeza, a causa de una llamada de un tipo llamado Ditworth, no en cuestión de amenazas, sino para la cuestión de un negocio todavía no decidido por mi parte. Pero lo sucedido me había impresionado profundamente y me tenía molesto…

Cerré la tienda algunos minutos más temprano y me fui a ver a Jedson, un amigo mío, compañero de negocios en ropas. Es considerablemente mayor que yo y persona muy estudiosa, aunque no haya obtenido título alguno en las diversas formas de la brujería, blanca o negra, necrología, demonología, hechizos, encantos y las demás formas prácticas de la adivinación. Además de todo eso, Jedson es un tipo inteligente y capaz en todos sentidos, con una gran cabeza sobre sus hombros. Le debía muchos buenos negocios a su opinión aguda y sabia.

Esperé hallarle en su oficina y más o menos desocupado a aquella hora, pero no fue así. El botones de su oficina me llevó a una salita usada para las conferencias sobre ventas comerciales. Toqué en la puerta y empujé.

—Hola, Archie —me saludó cordialmente en cuanto me vio—. Entra. Tengo algo para ti. —Y se separó a un lado.

Entré y miré a mi alrededor. Además de Jedson, estaba presente una hermosa mujer de unos treinta años con su uniforme de enfermera y un amigo llamado August Welker, encargado de Jedson. Era un elemento diestro y trabajador con una licencia de mago de tercera clase. Después, me di cuenta de la presencia de un tipo regordete, Zadkiel Feldstein, agente de muchos de los nigromantes de segunda clase existentes a lo largo de la calle y de algunos de los de primera línea. Naturalmente, su religión le prohibía practicar la magia por sí mismo, pero según tengo entendido no existe objeción teológica alguna para ganarse una honrada comisión. Ya había tenido algunos tratos con él y era una buena persona.

Estaba mordiendo un cigarro que se había apagado y observando atentamente a Jedson y a otra persona.

La otra persona era una chica que no sobrepasaría los veinticinco años, rubia clara hasta el punto de que sus cabellos parecían casi blancos, sin ser albina. Tenía unas manos largas, sensitivas, de largos dedos, y una boca grande y trágica. Yacía acostada sobre un sofá despierta; pero en apariencia en estado cataléptico. La enfermera le daba masaje en las muñecas.

—¿Qué ocurre? —pregunté—. ¿Se ha desvanecido la chica?

—Oh, no —me aseguró Jedson volviéndose hacia mí—. Es una hechicera blanca… y se halla en trance. Está un poco cansada, eso es todo.

—¿Y cuál es su especialidad? —inquirí nuevamente.

—Vestidos en general.

—¡Vaya!

Tenía el derecho a sorprenderme. Una cosa es crear artículos corrientes y otra muy diferente era sacar totalmente terminado un vestido de señora o un traje de caballero, dispuesto para vestirlo. Jedson producía y traficaba en un negocio muy amplio de vestidos y ropas, en el cual lo mágico actuaba casi en su totalidad. La mayor parte eran trajes para el deporte, novedades, modas femeninas y todo lo demás, cuyo estilo, más que las calidades de vestir, era el factor determinante. Usualmente iban marcadas con la etiqueta «Para una temporada solamente», pero realmente eran perfectamente satisfactorias para la temporada y para más, guardándolas muchos de sus consumidores.

Pero no se creaban en una simple operación. Los tejidos que implicaban las creaciones se hacían primero por Welker. Los tintes y diseños se añadían por separado. Jedson tenía muy buenas relaciones entre el Pequeño Pueblo, y podía obtener formas y patrones del Medio Mundo que eran en exclusiva para él. Usaba los dos métodos, el antiguo y el mágico en el ensamblaje y lanzamiento de los vestidos, empleando en el negocio a los artistas de más talento. Varios de sus diseñadores habían lanzado su magia libremente en Hollywood, previo acuerdo con él. Todo lo que pidió por ello fue la propaganda del cine.

Pero volviendo acerca de la chica rubia.

—Esto es lo que te dije —repuso Jedson—: vestidos completos, con buena calidad también. No hay duda de que ella es la real McCoy; estaba bajo contrato en una factoría textil en New Jersey. Pero le di mil dólares para verla hacer su artimaña en la creación del vestir, por una sola vez. No hemos tenido suerte, aunque lo hemos tratado todo, menos las tenazas al rojo vivo.

La chica pareció alarmada al oír aquello y la enfermera miraba indignada. Feldstein comenzó a hacer reproches, pero Jedson cortó por lo sano.

—Bueno, bueno, ha sido una forma de expresión, ya saben ustedes que no tengo nada que ver con la magia negra. Mira, cariño —continuó volviéndose hacia la muchacha—, ¿te gustaría intentarlo de nuevo?

Ella afirmó con un movimiento de cabeza.

—De acuerdo, me dormiré ahora.

Y lo intentó realmente, cayendo en trance con poco esfuerzo y algún ronquido imperceptible. El ectoplasma surgió libremente y bastante firme, formando en el aire un vestido completo, en lugar de ropas corrientes. Era un modelo bonito de señora con blusa, de aproximadamente el tamaño 16, azul cielo, en seda ondeada o muaré. Tenía una clase refinada y me di cuenta de que cualquier cliente que lo hubiese contemplado le encargaría un pedido respetable.

Jedson lo tomó, le arrancó un trozo de tela y le aplicó sus comprobaciones habituales, acabando por llevar el trozo hasta el microscopio, y prendiéndole fuego con una cerilla.

—¡Maldita sea! —gruñó Jedson soltando un juramento—. No hay duda sobre la cuestión. ¡No es una nueva integración en absoluto, ella no ha hecho más que reanimar un trapo viejo!

—Vuelve de nuevo —dije.

—¿Cómo? Archie, tú deberías realmente estudiar un poco de esto. Lo que ha hecho esta chica no es realmente nada de creación mágica. Este vestido… —Y lo recogió sacudiéndolo—. Tiene una existencia real en el espacio y en el tiempo y lo que esta chica ha hecho es solamente tomar un trozo o un simple botón del mismo, aplicar las leyes de la homeopatía y la contigüidad para producir un simulacro del mismo.

Entendí lo que quería decir mi amigo, porque yo había usado el procedimiento en mi propio negocio.

Yo tuve una vez una sección de graderíos portátiles para desfiles o celebraciones deportivas, construidos en mis propios terrenos por antiguos métodos, empleando a expertos mecánicos y los mejores materiales —sin hierro, por supuesto—. Después, lo corté en piezas. Bajo las leyes de la contigüidad, cada pieza permanecía como una parte de la estructura a la que pertenecía en conjunto. Y bajo la de la homeopatía, cada trozo era potencialmente la estructura completa. Quise contratarla para una multitud, para celebrar un 4 de Julio en su inauguración o para diversos otros actos posteriormente, y me bastó disponer de un par de magos, quienes realizaban su rito alrededor de cada sección, al menos veinticuatro horas de anticipación a su utilización. En tal forma, los graderíos estaban dispuestos para recomponerse automáticamente en el lugar señalado.

Pero cometí un error, por desgracia: un aprendiz de brujo, que tenía la tarea de manejar cada sección conforme se iba desvaneciendo para guardarla para uso posterior, un día recogió la pieza equivocada de madera de donde había estado montada una de las secciones… La próxima vez que tuve que usarla, para la convención de Shrine, nos encontramos con que habíamos construido un «bungalow» de nuevo modelo, con cuatro habitaciones en la esquina de la Cuarta Avenida y la de Vine, en lugar de una sección de graderíos. Aquello pareció desconcertante, pero yo instrumenté un cartel que puse allí, con el aviso:

NUEVO MODELO DE HOGAR EN EXPOSICIÓN

teniendo que edificar de prisa otra sección al final.

Un competidor de fuera de la ciudad trató de minarme el terreno en la próxima temporada; pero una de sus unidades cayó, bien fuese por causa de su montaje sobre el dispositivo general o por magos inexpertos, hiriendo a varias personas. Desde entonces, he tenido el campo despejado para el mío.

No pude comprender las objeciones de Jedson a la reanimación.

—¿Qué diferencia hace eso? —pregunté—. Es un vestido, ¿no es cierto?

—Seguro que sí es un vestido, pero no nuevo. Este estilo está registrado en otra parte y no me pertenece. Y aunque hubiera usado uno de mis números la reanimación no me serviría. Yo puedo fabricar mejor mercancía y más barata sin ello, en caso contrario estaría usándola.

La chica rubia despertó, vio el vestido y dijo:

—¡Oh, Mr. Jedson! ¿Lo conseguí?

Y él le explicó lo que había ocurrido. La muchacha hizo un gesto y el vestido desapareció en el acto.

—No se preocupe demasiado por ello, nena —le dijo dándole unas palmadas en el hombro—. Está usted muy cansada. Lo intentaremos mañana de nuevo. Sé que puede hacerlo, cuando se halle descansada, sin nervios ni sobreexcitada.

La joven le dio las gracias y se marchó con la enfermera. Feldstein se deshizo en explicaciones; pero Jedson le respondió que lo olvidara y que volverían a verse al día siguiente a la misma hora. Cuando estuvimos solos, le dije lo que me había ocurrido.

Me escuchó en silencio, con el rostro en el que se le notaba una expresión seria, excepto cuando le dije cómo había chasqueado a mi visitante al decirle que yo disponía de una segunda vista. Aquello pareció divertirle.

—Podías desear tenerla realmente, quiero decir esa segunda vista —me dijo Jedson, volviendo a su seriedad anterior—. Esto es un desagradable incidente y una mala perspectiva. ¿Has dado cuenta a la Oficina de los Mejores Negocios?

Le dije que no había dado cuenta a nadie.

—Muy bien, pues. Les llamaré por teléfono y lo comunicaré también a la Cámara de Comercio. No podrán ayudarnos mucho, quizá, pero es preciso notificarlo, para que estén en condiciones de vigilar la cuestión.

Le pregunté si habría sido interesante haber dado cuenta a la policía. Sacudió la cabeza.

—Todavía no. No se ha hecho nada ilegal y, de cualquier forma, podríamos despertar la idea de que los jefes rivalizaran en la situación, arrastrando con las licencias de los magos en la ciudad y ponerlos en un apuro. Eso nada bueno podría aportarnos y te acarrearía la mala disposición de los legítimos miembros de la profesión contra ti. No hay una oportunidad entre diez, de que los brujos conectados con este equipo estén autorizados para el uso de la magia, casi seguro todos son clandestinos. Si la policía tiene conocimiento acerca de ellos, es porque están protegidos. Y si nada saben, de poco podrán servirte.

—¿Qué crees tú que deba hacer?

—Nada por el momento, todavía. Vete a tu casa y duerme tranquilo. Ese fulano puede estar jugando una treta solitaria y tratando de asustar a la gente. Yo no es que lo crea realmente, ese tipo me suena a chusma. Pero necesitamos más datos, no podemos hacer nada hasta que se manifiesten un poco más.

Pero no tuvimos que esperar mucho. Cuando volví a mi negocio a la mañana siguiente, me encontré con la sorpresa que me esperaba…, muchas al mismo tiempo y todas ingratas.

Era como si todo mi negocio hubiese sido arrasado por salteadores que le hubieran pegado fuego y después anegado con un torrente. Llamé inmediatamente a Jedson. Mi amigo vino en seguida. No tenía nada que decirme al principio, sino que se dedicó a huronear por las ruinas examinando todas las cosas a su alcance. Se detuvo en el lugar que había ocupado la sala de ferretería y quincalla, se agachó y recogió un puñado de cenizas y escorias.

—¿No has notado nada? —me dijo, mientras moviendo los dedos de forma que cayeran los desperdicios, cierto número de objetos metálicos quedaran ostensibles en la palma de la mano: tales como clavos, tornillos y objetos por el estilo.

—Nada en particular. Aquí estaba la dependencia de la ferretería y la quincalla, y se comprende que algunas de las existencias no ardieron.

—Sí, ya sé —me dijo impaciente—; pero ¿no ves nada más? ¿No tenías almacenadas existencias de objetos de latón?

—Sí.

—Bien, encuentra algo de ese metal.

Anduve buscando con el pie en el sitio donde había tenido almacenadas aquellas existencias, y donde habría encontrado necesariamente alguna bisagra o tirador de cajón mezclado con las cenizas. No pude encontrar nada, excepto los clavos que habían retenido los accesorios buscados, juntos. Aparecían muchas tuercas y cerrojos, aldabas, ganchos y objetos similares, pero nada de latón.

Jedson me observaba con una risa sardónica en el rostro.

—¿Y bien? —acabé preguntándole, molesto en cierto modo por aquella actitud.

—¿No lo ves? —repuso—. Es cosa mágica, de acuerdo. ¡En todo el solar no han dejado un solo trozo de metal, excepto hierro frío!

Era cierto. Tenía que haberlo comprobado por mí mismo.

Mi amigo continuó rebuscando todavía más tiempo. Nos hallamos contemplando una cosa singular. Era un rastro pegajoso y húmedo que recorría todo el solar, y que desaparecía por uno de los desaguaderos.

—Una ondina —anunció Jedson, acercando la nariz para oler.

Recordaba haber visto una vez una película, una superproducción Megapix, llamada «La Hija del Rey de las Aguas». Según el argumento, las ondinas eran unas criaturas empalagosas, lo suficiente como para haber interesado a Earl Carrol, pero si dejaban aquellos rastros tras de sí, no hubiera deseado ninguna de ellas, por cierto.

Se sacó el pañuelo y limpió un trozo del solar donde había estado la sección de materiales de construcción, los sacos del cemento, una variedad de fantasía de rápida aplicación, cuya marca comercial era «Hidrofito». Los había vendido con un beneficio de noventa centavos por saco; ahora sólo eran unos peñascos informes e inútiles.

Mi amigo se hizo cargo de la situación a su manera.

—Archie, has sido azotado por tres de los elementos desatados: la tierra, el fuego y el agua. Quizás hubo una sílfide en el aire también, pero no puedo probarlo ahora. Primero, los gnomos vinieron y se llevaron todo el metal de que disponías, excepto el hierro. Una salamandra les siguió y puso fuego al negocio entero, quemando todo lo combustible, y estropeando todo lo demás. Y, finalmente, la ondina acabó la faena arruinando todo lo que no pudo arder, como el cemento y la cal. ¿Estás asegurado contra incendios?

—Naturalmente.

Pero entonces comencé a reflexionar. Estaba asegurado contra los riesgos corrientes de incendio, robo e inundación por las aguas, pero el riesgo contra la paralización de negocios tenía una prima muy alta, y no estaba cubierto contra él. Aquello me costaría mucho dinero, ya que no podría cumplir con los contratos firmados para suministros de materiales, y si lo dejaba correr arruinaría definitivamente el buen nombre de mi negocio, dejando la puerta abierta para reclamaciones por daños.

La situación era peor de lo que había imaginado, y se volvía peor aún cuanto más lo pensaba. Naturalmente, yo no podría aceptar negocio alguno hasta haber aclarado aquello convenientemente, reconstruir lo deshecho y tener un nuevo servicio de suministros. Afortunadamente, casi todos mis documentos estaban bien guardados en una caja fuerte de acero a prueba de fuego; pero no todos. Existían facturas que debía cobrar que perdería, ya que nada podría mostrar como justificante. Yo trabajaba con un reducido margen de beneficio, con todo mi capital empleado en el negocio. Empezó a parecérseme que la firma de Archibald Fraser, Comerciante y Contratista, se dirigiese hacia una involuntaria bancarrota.

Le expliqué la situación a Jedson.

—No dejes volar la fantasía tan pronto —me aseguró—. Lo que puede deshacer lo mágico, lo mágico puede rehacerlo. Lo que nosotros necesitamos es el mejor hechicero de la ciudad.

—¿Y quién va a pagarles los honorarios? —objeté—. Esos chicos no trabajan por la calderilla y me he quedado sin un centavo por el momento.

—Tómalo con calma, hijo —comentó—; los aseguradores que llevaban tu riesgo han debido tener una pérdida mayor que la tuya. Si podemos mostrarles la forma de que ahorren dinero en la cuestión, podemos hacer un buen negocio. ¿Quiénes son los agentes?

Se lo dije, una firma de abogados que vivían en la ciudad baja, en el Edificio de Profesionales.

Avisé a la chica de mi oficina, para que comunicara por teléfono a mis clientes lo sucedido, con relación a las entregas que había que realizar en el día. El personal que estaba dando vueltas por el lugar siniestrado desde las ocho de la mañana, haciendo advertencias inútiles, fue enviado a sus casas, diciéndoles que no volvieran hasta ser llamados nuevamente. Nos hallábamos en un sábado, tendríamos, pues, cuarenta y ocho horas por delante para resolver lo más urgente.

Nos acomodamos en una alfombra mágica que pasaba en dirección a la ciudad baja y al Edificio de los Profesionales. Al tomar asiento, decidí enviar al diablo tantas preocupaciones como me agobiaban. Me gustaban aquellos vehículos de alquiler, ya que me daban la sensación de lujo, y me gustaban incluso después de haber suprimido las ruedas del suelo. El que tomamos era un «Cadillac» de último modelo con cojines de aire. Seguimos boulevard abajo, silenciosos y a unas seis pulgadas del suelo.

Quizá deba explicar que teníamos unas ordenanzas locales en la ciudad, contra los transportes por el aire, a menos que no se conformaran con las regulaciones del tráfico, tráfico rodado quiero decir, no aéreo. Esto podrá sorprender a ustedes, pero se produjo por una torpeza de un individuo dedicado a negocios de mi línea de trabajo. Tenía un pedido de once toneladas de ladrillos para entregar a un restaurante que estaba siendo remodelado, al otro lado de la ciudad. Empleó a un mago con un permiso corriente para hacer el trabajo. No sé si fue por culpa de una falta de cuidado o porque era estúpido de pies a cabeza, el resultado fue que dejó caer las once toneladas de ladrillos sobre la cubierta de la Iglesia Bautista del Prospect Boulevard. Todo el mundo sabe que los magos no pueden actuar sobre terrenos consagrados, si hubiera consultado un mapa se habría dado cuenta que la línea de paso cruzaba justo por encima de la iglesia. De todos modos, el portero resultó muerto, y pudo haber resultado muerta toda la congregación. Aquello causó tal conmoción que los transportes por aire se limitaron a las calles, y próximos a la superficie.

Es siempre la gente así la que proporciona molestias, trastornando los intereses de todos los demás.

Nuestro hombre estaba dentro de la oficina. Era Mr. Wiggin, de la firma de Wiggin, Snead, MacClatchey & Wiggin. Ya había tenido noticias de mi «fuego» pero cuando Jedson le explico su convicción de que lo mágico se hallaba en el fondo de todo aquello, se sublevó. Aquello era, según dijo, de lo más irregular. Jedson se comportaba notablemente paciente.

—¿Es usted experto en magia, Mr. Wiggin? —pregunto.

—No estoy especializado en jurisprudencia taumatúrgica, si es eso lo que quiere decir, señor.

—Bien, no es que yo tenga una licencia extendida, pero ha sido mi gran afición durante muchos años. Estoy seguro de lo que digo en este caso, puede usted llamar para que lo vean, cuantos expertos, independientemente, quieran comprobarlo, todos estarán de acuerdo en lo mismo. Supongamos ahora, establecida esta base, que este daño ha sido causado por la magia. De ser verdad, existe una posibilidad de que podamos estar en condiciones de salvar muchas de las pérdidas. ¿Tiene usted autoridad para establecer reclamaciones, no es cierto?

—Bien, creo que puedo decir sí a esa pregunta, sin dejar por ello las reservas mentales de las restricciones legales y de las cláusulas del contrato.

Me parecía que era un hombre no dispuesto a conceder que tenía cinco dedos en la mano derecha, a menos que un interventor se los hubiera contado.

—Por tanto —continuó Jedson— es asunto de ustedes procurar que su Compañía pierda el mínimo. Si encontramos a un brujo que pueda reparar el daño en una gran parte, o todo, ¿podría usted estar en condiciones de garantizar sus honorarios, en representación de su Compañía, hasta un importe razonable, digamos un 25 por ciento de la indemnización?

Nuestro hombre murmuró entre dientes varias excusas y vagos razonamientos diciendo que no veía posible cómo podía haberse hecho tal cosa, y que si el fuego era causa de lo mágico, entonces, el repararlo utilizando la magia sería una felonía, ya que no podríamos estar seguros que las relaciones entre los brujos implicados pudiesen estar en el Medio Mundo. Además, mi reclamación no estaba admitida todavía, ya que yo había fallado en hacer la declaración de siniestro el día anterior, lo cual podría muy bien perjudicar la reclamación interpuesta. En cualquier caso, era un serio precedente el que se establecía, tendría, por tanto, que consultar a su dirección general. Jedson se puso en pie.

—Por lo que veo, estamos perdiendo el tiempo mutuamente, Mr. Wiggin. Su argumento contra la posible relación de responsabilidad de Mr. Fraser es ridículo y usted lo sabe. No hay ninguna razón sujeta a contrato para notificarlo a usted, y aunque la hubiera, se encuentra dentro de las veinticuatro horas legales para hacerlo. Creo que será mejor que consultemos nosotros mismos a su dirección general. —Y se dirigió a tomar el sombrero.

Wiggin levanto una mano.

—Caballeros, caballeros, por favor. No se precipiten tanto. ¿Estaría de acuerdo Mr. Fraser en pagar la mitad de los honorarios?

—No. ¿Por qué habría de estarlo? Es negocio de ustedes, no de él. Ustedes le aseguran a él.

Wiggin se dio unos golpecitos en los dientes con las gafas.

—Deberíamos establecer los honorarios, según el resultado —añadió tras una breve pausa.

—¿Ha oído usted decir alguna vez a alguien, que esté en sus cabales, que trate con un mago sobre bases diferentes?

Veinte minutos más tarde, paseábamos juntos llevando en la mano un documento que nos autorizaba a tomar los servicios de algún mago o brujo. Daría salvaguarda a la pérdida de mi negocio con unos honorarios que no podrían sobrepasar del 25 por ciento del valor reclamado.

—Pensé que mandarías al diablo todo este asunto —dije a Jedson con un suspiro de alivio.

Mi amigo hizo un gesto.

—Por nada del mundo, hijo. Estaba tratando de llevarte a la convicción de que tú pagaras el costo de ahorrarles a ellos algún dinero. Le di a entender que lo sabía.

Nos llevó algún tiempo decidir a quién consultar. Jedson admitió con franqueza que no conocía a un hombre a quien se pudiese con seguridad confiar el trabajo, que estuviese menos cerca de Nueva York y que aceptase, desde luego, la cuestión de los honorarios en la forma propuesta.

Nos detuvimos en un bar, donde estuvo telefoneando a varios sitios, mientras yo tomaba una cerveza. En un momento dado se me acercó.

—Creo que ya tengo al hombre. Nunca hice negocio alguno con él antes, pero goza de reputación y de entrenamiento y todo el mundo a quien he consultado me dice que será el único digno de ver.

—¿Y quién es?

—El doctor Portescue Biddle. Vive justo al final de la calle, en el Edificio Central de Ferrocarriles. Vamos, iremos a pie.

Me tomé de un trago la cerveza que quedaba y le seguí.

La oficina del doctor Biddle era impresionante. Ocupaba una oficina en el cuarto piso, donde no había reparado en gastos para amueblarlo y decorarlo. Era de estilo moderno, tenía la severa elegancia de una instalación de médico distinguido, y causaba una maravillosa impresión. Alrededor de la pared existía un friso con los signos del zodíaco en cristal tallado, sostenidos por aluminio, como fondo. Aquella era la única decoración notable, el resto era sencillo, pero rico, con grandes cantidades de planchas de cristal y cromo.

Tuvimos que esperar casi media hora en la oficina exterior. Yo empleé el tiempo tratando de estimar lo que podría salir ganando con la cesión del diez por ciento en todo aquel asunto. Finalmente, una chica realmente muy guapa, nos llamó introduciéndonos ante su jefe. Debimos todavía esperar otros diez minutos más. Era como una oficina de espera, donde había varias estanterías con libros y un busto de Aristóteles. Me dediqué a mirar las librerías con Jedson para matar el tiempo. Estaban llenas de libros raros y poco conocidos versados en magia. Jedson se fijó con especial interés en un ejemplar del Red Grimoire, y en aquel momento oímos que nos llamaban.

—¿Divertido, verdad? Los antiguos tenían un sorprendente caudal de conocimientos. No científicos, por supuesto, pero notablemente inteligentes. —La voz, se apagó. Nos volvimos y aquel caballero se presentó a sí mismo como el doctor Biddle.

Era una persona de agradable aspecto, realmente bien parecida y con digno aspecto. Debía ser unos diez años mayor que yo —sobre los cuarenta años seguramente—, con los cabellos grises en las sienes y un pequeño y rígido bigote de mayor británico. Sus ropas podían muy bien haber salido de las páginas del Esquire. No había ninguna razón para mí de que me resultara desagradable; sus maneras, por otra parte, le hacían también sumamente grato. Quizás hubiera una cierta arrogancia en su expresión general.

Nos condujo a su oficina privada, nos sentamos y nos ofreció cigarrillos antes de mencionarse el asunto que allí nos llevaba. Lo abrió a los pocos instantes, con un:

—Usted es Jedson, sin duda. Supongo que Mr. Ditworth le ha enviado, ¿no es cierto?

Yo afiné el oído, el nombre me resultaba familiar. Pero Jedson respondió simplemente:

—Pues no, ciertamente. ¿Qué le hizo pensar que lo haría?

Biddle vaciló unos instantes.

—Es extraño —repuso—. Estaba seguro de haberle oído a él mencionar su nombre. ¿Alguno de ustedes conoce a Mr. Ditworth?

Tanto Jedson como yo hicimos un gesto negativo con la cabeza. Biddle pareció sentirse aliviado.

—No hay duda de que ha ocurrido de algún modo. Sin embargo, necesito más información. Caballeros, ¿me perdonarán si le llamo?

Y dicho esto, se desvaneció. Yo nunca había visto aquello antes. Jedson me dijo que había dos formas de realizarlo, una mediante la alucinación, la otra mediante una salida al Medio Mundo. De cualquier forma que lo hubiera hecho, yo supuse que eran malas maneras de conducirse.

—Con respecto a ese Ditworth —dije a Jedson— tenía intención de preguntarte.

—Deja esa cuestión —me interrumpió mi amigo—. No hay tiempo ahora para eso.

Biddle reapareció.

—De acuerdo —anunció, hablándome directamente—. Puedo hacerme cargo de su caso. Supongo que vendrá por lo ocurrido en la noche pasada en su negocio.

—Sí —convine con él—. ¿Cómo lo sabía usted?

—Métodos —repuso con una sonrisa condescendiente—. Mi profesión tiene sus medios para ello. Y, ahora, vamos a su problema. ¿Qué desea usted?

Miré a Jedson, y mi amigo explicó lo ocurrido y lo que él pensaba del particular.

—Ahora no sé si usted está especializado en demonología o no —concluyó—; pero parece, según yo estimo, que sería posible evocar los poderes responsables y forzarlos a reparar el daño cometido. Si usted puede hacerlo, estamos en condiciones de pagar unos honorarios razonables.

Biddle sonrió, lanzando una mirada fatua sobre la multitud de diplomas que colgaban de las paredes de la oficina.

—Creo que habrá razones suficientes para darles a ustedes esa seguridad. Permítanme mirar el terreno. —Y volvió a desaparecer.

Yo estaba empezando a sentirme molesto. Es deseable que cualquier hombre sea eficiente en su trabajo, pero no hay razón para que esté a cada instante dando una representación de su habilidad. Pero antes de pensarlo de nuevo, Biddle estaba nuevamente con nosotros.

—El examen parece confirmar la opinión de Mr. Jedson, no debe haber dificultades que se salgan fuera de lo corriente. Y bien, vamos ahora a las condiciones. —Tosió cortésmente y produjo una ligera sonrisa, como si tuviera que excusarse y lamentar tener que enfrentarse con materia tan vulgar.

¿Por qué ciertas gentes actúan como si ganar dinero ofendiese sus mentes sensibles y delicadas? A mí me parece legítimo luchar por un beneficio legal y no me siento avergonzado de ello, el hecho de que la gente pague su dinero por mis mercancías y suministros demuestra que mi trabajo es útil.

Sin embargo, hicimos un trato sin grandes problemas. Entonces Biddle me dijo que se reuniría con nosotros en mi negocio un cuarto de hora más tarde, Jedson y yo salimos y tomamos otro taxi. Una vez dentro le volví a preguntar por aquel tal Ditworth.

—¿Dónde te has encontrado con él? —le pregunté.

—Vino a mí con una proposición.

—Hummmm. —Aquello me interesó, Ditworth también tenía que hacerme a mí una proposición y ello me preocupó.

—¿Qué clase de proposición?

Jedson se rascó la frente.

—Bien, es algo complicado de explicar, ya que es preciso hablar mucho con él acerca de ello. En resumen, dijo que él es el secretario ejecutivo local de una asociación benéfica, que tiene como propósito el mejoramiento de las actuaciones de los magos en ejercicio.

Yo moví la cabeza. Ya había oído aquella historia.

—Continúa.

—Se basan en la inadecuación de las presentes leyes de titulación de los magos y remarcan el hecho de que cualquiera puede hacer sus exámenes y colgar su licencia tras haber pasado un par de semanas leyendo un grimoire, o libro negro, sin ningún conocimiento fundamental de las leyes arcanas en absoluto. Su organización sería como una especie de oficina de normas para el mejoramiento de la profesión de brujo, tal como la Asociación Médica Americana, u otra parecida. Si yo firmo un acuerdo protegiendo solamente a aquellos brujos que cumplan con sus requisitorias y condiciones, estaría en condiciones de mostrar su certificado de calidad y que ellos pusieran el sello de visto bueno en mis mercancías.

—Joe, he oído esa misma historia —interrumpí a mi amigo— sin saber de qué se trataba exactamente. Creo que eso tiene interés, pero no me gustaría interrumpir el trato de negocios con hombres que me dieron buen resultado en el pasado, y no veo la forma de que esa asociación pueda aprobarlos ¿Y qué respuesta le diste?

—Me reservé un tanto, y le dije que no podría firmar nada que me comprometiese sin haber discutido la cuestión con mi abogado.

—¡Buen chico! ¿Qué dijo él a eso?

—Bien, pareció bastante decente al respecto y honestamente, parece ser algo útil. Me contestó que consideraba sabia y prudente mi postura tomándome tiempo para pensarlo. ¿Sabes tú algo sobre él? ¿Es un brujo?

—No, no lo es. Pero descubrí algunas cosas en tal persona. Supe vagamente que tiene algo que ver con la Cámara de Comercio; lo que no sabía es que está en la plana mayor de media docena de asociaciones de gran valía. Es abogado, pero no ejerce. Me parece que dedica todo su tiempo al interés de sus negocios.

—Parece que fuese una persona responsable.

—Yo diría que sí lo es. Parece haber tenido considerablemente menos publicidad de la que podría esperarse de un hombre con negocios de tal importancia, probablemente una especie de persona austera y retraída. Y hay algo que parece confirmar eso.

—¿De qué se trata? —pregunté.

—He visto documentos de su asociación, en un archivo, con el Secretario de Estado. Había precisamente tres nombres, el suyo y otros dos más. Comprobé que los otros dos estaban empleados con él, uno es su secretario y el otro su jefe de recepción.

—¿Testaferros de una asociación?

—Sin duda alguna. Pero no hay nada de extraño en ello. Lo que me interesó fue esto: reconocí a uno de los nombres allí citados.

—¿Si?

—Como sabes, yo estoy en el comité de mi partido, para el servicio del Estado. Averigüé el nombre del secretario. Es un tipo llamado Mathias, depuesto por una gran contribución del fondo de la campaña personal del gobernador.

No pudimos seguir hablando más sobre el particular porque el taxi había llegado a los terrenos de mi negocio. El doctor Biddle estaba allí ante nosotros y ya había comenzado sus preparativos. Había dispuesto un pequeño pabellón de cristal de unos diez pies cuadrados, para trabajar adecuadamente. Todo el dispositivo estaba dispuesto para bloquear cualquier curiosidad de los espectadores, por una pantalla impalpable. Joe me advirtió que no la tocara.

Debo decir que trabajaba sin ninguna treta. Se limitó a saludarnos y a entrar en el pabellón, donde se sentó en una silla, y tomó una agenda del bolsillo, que comenzó a leer. Jedson dijo que también usaba diversas otras cosas. De ser así, yo no las vi. Actuaba, por lo demás, con sus ropas puestas.

Durante algunos minutos no ocurrió nada. Gradualmente, las paredes del refugio se tornaron borrosas, hasta el extremo de que cuanto se hallaba en el interior resultaba indistinguible. Entonces creí apreciar que algo más había allí con Biddle. No pude verlo claramente y para decir verdad, tampoco lo quería saber.

No podíamos oír nada de lo que decía en el interior, pero sin duda alguna se pronunciaban palabras o algún discurso especial. Poco después, Biddle se puso en pie, agitando las manos en el aire. La cosa echó hacia atrás la cabeza y soltó una carcajada. En aquel momento, Biddle lanzó una mirada molesta en nuestra dirección y un rápido gesto con la mano derecha. Las paredes del pabellón se hicieron opacas y ya no pudimos ver más.

Unos cinco minutos más tarde, Biddle salió de su cuarto de trabajo, que desapareció inmediatamente tras él. Tenía un aspecto lastimoso: el cabello completamente enmarañado, el sudor le chorreaba por el rostro y el cuello y la corbata mojados y deshechos. Y peor que aquello todavía era que su aplomo había sido quebrantado totalmente.

—¿Bien? —preguntó Jedson.

—No hay nada que hacer con esto, Mr. Jedson; nada en absoluto.

—Nada que pueda usted hacer, ¿verdad?

Se puso un tanto rígido al oír las palabras de mi amigo.

—Nada que nadie pueda hacer, caballeros. Déjenlo estar y olvídenlo. Esta es mi opinión.

Jedson no respondió, limitándose a mirarle especulativamente y yo permanecí silencioso y expectante. Biddle comenzaba a recobrar su presencia de ánimo. Se puso el sombrero, se ajustó la corbata y añadió:

—Tengo que volver a mi oficina. Los honorarios de la inspección son quinientos dólares.

Yo me quedé de piedra ante la cara dura de aquel hombre, pero Jedson actuó como si no hubiera comprendido.

—Sin duda habría sido así —observó—. Lástima que no los haya ganado.

Biddle se puso rojo, pero preservó su urbanidad.

—Aparentemente está usted interpretando mis palabras, señor. Bajo el acuerdo que he firmado con Mr. Ditworth, los taumaturgos aprobados por la asociación no pueden ofrecer libre consulta. Ello rebaja la dignidad de la profesión. Los honorarios que he mencionado, son los mínimos para un mago de mi clasificación sin tener en cuenta los servicios prestados.

—Ya veo —repuso Jedson con calma—. Eso es lo que cuesta poner los pies en su oficina. Pero usted no nos dijo eso, por tanto, no es de aplicación a este caso. Por lo que respecta a Mr. Ditworth, un contrato que usted haya firmado con él, en nada nos obliga a nosotros. Le aconsejo que se vuelva a su oficina y vuelva a leer su contrato. No le debemos un centavo.

Creí que esta vez Biddle iba a perder los estribos, pero aún se contuvo.

—No merece la pena que malgaste palabras con usted. Oirá usted hablar de mí más tarde. —Y se desvaneció como por encanto.

Oí una risita burlona a mis espaldas y di la vuelta para ver de qué se trataba. Había tenido un día demasiado ajetreado para aguantar más inconvenientes y no me gustaba aquella risa a mi espalda. Era un joven de una edad parecida a la mía.

—¿Quién es usted y de qué se está riendo? —le grité malhumorado—. Esta es una propiedad privada.

—Lo siento, hermano —se excusó con una mueca que desarmaba a cualquiera—. No me reía de usted. Me reía del tipo ése de camisa mojada. Su amigo le ha jugado una buena pasada.

—¿Qué está usted haciendo aquí?

—¿Yo? Creo que le debo una explicación. Verá, yo también tengo mis propios negocios.

—¿De construcciones?

—No…, de magia. Aquí tiene mi tarjeta. —Y se la alargó a Jedson, quien me la mostró a mí a su vez. La tarjeta decía:

JACK BODIE

Mágico Licenciado de 1.ª Clase.

Teléfono CREST 3840

—Verá usted, he oído un rumor en el Medio Mundo de la gran jugada que se iba a producir aquí. Y me detuve sencillamente para ver lo que me ha parecido una cosa divertida. Pero ¿cómo ha echado usted mano de un tipo de pega como ese Biddle? No está preparado para esta clase de asuntos.

Jedson le devolvió la tarjeta.

—¿Dónde estudió usted, Mr. Bodie?

—Hice el bachillerato en Harvard y terminé de graduarme en Chicago. Pero eso no es demasiado importante, ya que mi padre me enseñó cuanto sé, si bien insistió en que fuese a la Universidad, ya que un mago no puede obtener en los tiempos que corren un empleo decente sin disponer de un título. Y tenía razón.

—¿Cree usted que podría llevar adelante este asunto? —pregunté.

—Probablemente, no; pero no me habría gustado hacer el tonto en la forma en que Biddle lo hizo. Mire, ¿desea usted realmente a alguien que pueda realmente hacer este trabajo?

—Naturalmente —repuse—. ¿Qué cree usted que estamos haciendo aquí?

—Bien, hasta ahora ha ido usted por el camino equivocado. Biddle se ha hecho de buena reputación, sólo por haber estudiado en Heidelberg y en Viena. Y eso no tiene nada que ver. Apostaría a que no se le ha ocurrido a usted buscar a un brujo de antiguo estilo para ese trabajo.

—Eso no es totalmente cierto. Estuve haciendo gestiones entre mis compañeros y amigos de negocios, sin encontrar ninguno que se hiciera cargo. Pero sí que lo quisiera intentar. ¿A quién sugiere usted?

—¿Conoce usted a Mrs. Amanda Todd Jennings? Vive en la parte antigua de la ciudad, más allá del cementerio Congregacional.

—Jennings… Jennings… Hum… No, no puedo decir que la conozca. ¡Espere un momento! ¿Es la soltera vieja a quien llaman Granny Jennings? ¿La que todavía usa sombreros de la Reina Mary y se hace su propia compra?

—Eso es.

—Pero no es una bruja, es una adivinadora.

—Eso es lo que usted piensa. Ella no practica en el aspecto comercial, ya que tiene noventa años más de edad que Santa Claus, y está débil para andar por ahí. Pero dispone de más magia en la punta de los dedos de la que encontrará usted en el Libro de Salomón.

Jedson me miró. Yo aprobé con un movimiento de la cabeza y continuó.

—¿Cree usted que sería posible que aceptase este trabajo?

—Bien, pienso que sí que podría, si ustedes le son agradables.

—¿Que arreglo desea usted? —pregunté—. ¿Sería satisfactorio un diez por ciento?

El joven pareció sorprendido.

—Tenga en cuenta —respondió— que yo no tengo participación alguna en todo esto, ella ha sido siempre buena conmigo toda su vida.

—Si su aviso es bueno, merece la pena pagar por ello —insistí.

—Oh, olvídelo. Quizás más tarde y en otra ocasión tengan ustedes algún trabajo que confiarme.

Nos fuimos sin Bodie, y sin pérdida de tiempo a buscarla. El joven tenía algún compromiso en otra parte, pero nos prometió hacer saber a Mrs. Jennings que iríamos a verla.

El lugar no era difícil de hallar. Estaba en una callejuela estrecha, sombreada por las copas de unos grandes olmos que crecían en las aceras. Era una casa antigua de campo, de una sola planta y bien construida en sus tiempos. La barandilla estaba adornada con un sinnúmero de figuras de marquetería y de panes de jengibre. El patio no estaba muy bien cuidado, pero existía un bello rosal que trepaba por los escalones de acceso.

Jedson dio un tirón a la campanilla de la puerta y esperamos unos segundos. Yo me dediqué a estudiar los triángulos de cristal coloreado clavados en los paneles de la puerta de entrada y estuve imaginándome si los habría dejado alguien que antes hubiera estado allí viviendo dedicado al mismo oficio.

En seguida apareció. Ella era algo increíble. Era tan diminuta que me encontré mirando hacia abajo viéndole solamente la cabeza por la parte superior, en la que llevaba limpiamente recogidas varias trenzas de cabello plateado. Seguramente que no pesaría más de sesenta libras con ropa y todo, pero aparecía orgullosamente erguida y vestida con un traje de alpaca y un collar blanco y nos miró con unos ojos negros maravillosos, como los que pudo haber tenido Catalina la Grande.

—Buenos días, caballeros. Pasen.

Nos introdujo hacia un pequeño «hall», donde exclamó al pasar.

—¡Zape, Serafín! —a un gato que estaba sentado en un sillón y nos invitó a sentarnos en un gabinete. El gato salió corriendo con cierta dignidad, se situó algo más lejos, donde volvió a sentarse recogiéndose el rabo elegantemente entre sus patitas delanteras y mirándonos con la misma calma estimativa que su dueña lo había hecho.

—Mi pequeño Jack me avisó que vendrían ustedes —comenzó a decir—. Usted es Mr. Fraser, y usted Mr. Jedson —indicó con toda corrección. Aquello no era una pregunta, sino una afirmación—. Desean ustedes leer en su futuro, supongo ¿Qué método prefieren, las manos, las estrellas o las varillas?

Yo iba a corregir su idea, cuando Jedson se me anticipó.

—Creo que será mejor que el método sea elegido por la señora Jennings.

—De acuerdo, señores. Haremos que el té lo señale. Pondré la tetera a hervir, es cosa de pocos minutos.

Y se dirigió a la cocina. Pudimos oír sus menudos y suaves pasos deslizarse por el linoleum ocupándose de la faena anunciada, con un ruido de utensilios entrechocando en una bulliciosa y agradable desarmonía.

—Espero que no hayamos trastornado sus costumbres, señora Jennings —dije al volver.

—En absoluto, caballeros —me aseguró—. Me gusta una taza de té por la mañana, eso da vigor al cuerpo. Acababa de poner un filtro de amor a hervir también…, eso es lo que hizo que tardase tanto.

—Lo siento.

—Pero esa fórmula puede esperar.

—¿La fórmula Zekerboni? —preguntó Jedson.

—¡Dios mío, no! —exclamó sonriendo la señora al oír aquella sugerencia de mi amigo—. No me gustaría por nada del mundo matar a ninguno de esos inocentes animalitos, liebres, golondrinas, palomas…, ¡ni con la idea siquiera! No sé en qué estaba pensando Píerre Mora cuando la concibió. ¡Me habría gustado tirarle de las orejas! No, yo uso Emula campana, naranjas y ámbar gris. Resulta muy efectivo.

Jedson le preguntó si había probado el jugo de verbena. Ella le miró curiosamente al rostro antes de replicar.

—Usted tiene la visión de las cosas también, hijo. ¿Estoy en lo cierto? —dijo a Jedson.

—Un poco, madre —repuso—; un poco, quizás.

—Aumentará. Cuidado con la forma de usarla. Con respecto a la verbena también es eficaz, como usted sabe.

—¿No debería ser más simple?

—Por supuesto que debería ser. Pero si un método tan fácil se convirtiera en algo conocido por todo el mundo y cualquiera puede hacerlo y utilizarlo, resultaría una mala cosa. ¡Las brujas se morirían de hambre esperando un cliente… lo que quizá sería algo bueno! —Y levantó una ceja blanca como la nieve—. Pero si es la simplicidad lo que usted desea no hay necesidad de molestarse, incluso con la verbena. Así —y se aproximó a mí tocándome con la mano—: Bestaberto corrumpit viscera ejus virilis.

Pero no tuve tiempo de pensar sobre la fórmula que acababa de pronunciar. Me hallaba totalmente ocupado con algo excitante que empezaba a sentir súbitamente en mi espíritu. Me hallaba enamorado, en éxtasis, deliciosamente enamorado…, ¡de Granny Jennings! No es que ella se me apareciera en aquel momento como una deliciosa y bellísima jovencita…, no, no era aquello. La seguía viendo diminuta, viejísima y arrugada como una mona y tan anciana como para ser mi bisabuela.

Pero no importaba. Ella era… una Helena de Troya, la mujer a quien todos los hombres desean, el objeto de una romántica adoración…

Ella me sonrió en la cara con una sonrisa cálida y llena de afectiva comprensión. Todo me parecía maravilloso, me encontraba totalmente feliz. Entonces, dijo:

—No quería burlarme de ti, hijo —con una voz gentil, y tocó mi mano por segunda vez, mientras murmuraba alguna cosa.

En el acto, todo aquello se desvaneció para mí. Era sencillamente, como antes, la anciana agradable, la especie de abuelita que prepara un dulce para su nieto. Nada había cambiado, ni aún el gato había movido un párpado. La romántica fascinación sólo era una memoria sin emoción alguna. Pero yo me sentía más desgraciado por la diferencia.

La tetera estaba hirviendo. La anciana se dirigió a pasitos ligeros y volvió en seguida con una bandeja y servicio de té, pastas y rebanadas de pan casero con mantequilla dulce.

Una vez nos hubimos tomado sendas tazas de té, con la debida ceremonia, tomó la taza de Jedson y examinó las heces.

—No hay aquí mucho dinero —declaró—, pero usted no lo necesitará tampoco, aquí se aprecia una vida plena y feliz. —Tocó entonces con su cuchara en el té que quedaba en el fondo y roció unas gotitas a su alrededor—. Sí, tienes visión de las cosas y la necesidad de comprender lo que ello implica, pero te veo mejor en tus negocios que dedicándote a perseguir el Gran Arte, o incluso las pequeñas artes.

Jedson se encogió de hombros y repuso medio en tono de excusa:

—Hay mucho trabajo que hacer. Y lo hago.

Ella hizo un movimiento de cabeza.

—Eso está bien. Hay una comprensión que hay que ganar en cada profesión y tú la ganarás. No hay prisa: el tiempo es largo. Cuando tu ocasión llegue, lo conocerás y estarás dispuesto para hacerlo. Déjame ver tu taza —terminó, volviéndose hacia mí.

Se la acerqué. La estudió por un momento.

—Bien, tú no tienes la clara visión de tu amigo; pero dispones de la visión interior que necesitas para hacer bien tus cosas. Si te dedicases a cualquier otra cosa, estarías insatisfecho, porque veo dinero aquí. Harás mucho dinero, Archie Fraser.

—¿Ve usted algún fracaso inmediato en mi negocio? —dije rápidamente.

—No. Puedes verlo por ti mismo. —Y señaló al interior de la taza. Yo me incliné y me la quedé mirando fijamente. Por cuestión de segundos me pareció como si mirase a través de la superficie de los sedimentos dejados por el té, en una escena viva que se desarrollara más allá. La reconocí inmediatamente. Era mi propio lugar de negocios, incluso con los desconchados que unos conductores torpes habían producido en la esquina del edificio. Pero se veía un ala anexa al este del terreno, donde se veían dos magníficos camiones de nuevo tipo en el patio con mi nombre pintado en ellos…

Mientras lo observaba, me vi a mí mismo saliendo a la calle por la puerta principal, y bajando calle abajo. Llevaba un sombrero nuevo, aunque el traje era el mismo que estaba vistiendo en aquel mismo momento, y también la corbata. Para convencerme toqué el original.

—Eso hará por ahora —dijo la señora Jennings, y me vi a mí mismo mirando fijamente en el fondo de la taza de té—. Como habrás visto —continuó la anciana— tus negocios no te darán preocupaciones. Con respecto al amor, al matrimonio y a los niños, salud y muerte… Veamos. —Y tocó la superficie de las heces del té con la yema de un dedo. En el té, las hojitas se movían suavemente. Las miró con atención unos momentos. Levantó una ceja, comenzó a hablar, pero aparentemente debió pensarlo mejor y miró de nuevo. Finalmente, dijo—: No puedo comprender completamente esto. No está muy claro, mi propia sombra cae a su través.

—Quizá pueda yo verlo —sugirió Jedson.

—¡Déjeme en paz! —dijo, sorprendiéndome verla hablar algo irritada, y puso su mano sobre la taza. Se volvió hacia mí con ojos compasivos—. Esto no está claro. Tienes dos futuros posibles. Deja que tu cabeza gobierne tu corazón y no angusties tu alma por lo que pueda ser. Te casarás, tendrás chiquillos y serás feliz. —Y con esto dejó el asunto de lado, porque dirigiéndose a ambos, nos dijo súbitamente—: No habéis venido aquí para nada de adivinación, lo habéis hecho en demanda de alguna clase de ayuda. —De nuevo una afirmación, no una pregunta.

—¿Qué suerte de ayuda, madre? —preguntó Jedson.

—Para esto. —Y puso mi taza bajo sus ojos.

Jedson la miró y repuso.

—Sí, es cierto. ¿Hay ayuda?

Yo miré en la taza, no viendo nada más que las hojas del té.

—Creo que sí —repuso la anciana—. No tendríais que haber empleado a Biddle, pero el error era natural. Vamos a nuestro asunto. —Y sin más conversación se puso los guantes, se tocó con su sombrero, un modelo ridículo y viejísimo, y salimos todos a buen paso de la casa. No había discusión en las condiciones, no parecía que fuese necesario.

Cuando llegamos, su cuarto de trabajo estaba dispuesto. No era nada fantástico como el de Biddle, sino sencillamente un espacio cuadrado, como la tienda de un gitano en el campo, con un techo picudo, pintado en diversos colores alegres. Apartó a un lado el chal que hacía de puerta y nos invitó a entrar.

Era un recinto sombrío, pero la anciana tomó un gran candelabro, lo encendió y lo plantó en medio del suelo. A la luz del candelabro, trazó cinco círculos sobre el suelo; primero uno grande y después uno en cierta forma más pequeño situado frente al primero. Después dibujó otros dos, uno a cada lado del gran circulo. Estos dos eran lo suficientemente grandes para contener a un hombre en su interior, en pie, diciéndonos que nos situáramos dentro. Finalmente, la anciana hizo otro que no tenía más de un pie de diámetro.

Yo nunca había prestado mucha atención a los métodos de los magos, sintiendo con respecto a ellos lo que Thomas Edison por los matemáticos, cuando necesitaba uno lo tomaba a sueldo. Pero Mrs. Jennings era diferente. Hubiera deseado comprender las cosas que hacía… y por qué.

Vi como dibujaba una gran cantidad de signos en el polvo del suelo dentro de los círculos. Eran estrellas de cinco puntas de diversos tamaños, en cierta forma de escritura que supuse sería el hebreo, aunque Jedson dijo que no. Había en particular, recuerdo, un signo como la «Z» con un rizo en ella entrelazado dentro y fuera como si fuera una cruz de Malta. Encendió dos candelabros más, que situó uno a cada lado de aquello. Entonces clavó la daga —la artame, la llamó Jedson—, con la cual había dibujado aquellos signos en el terreno a un extremo del gran círculo que hubo dibujado primero, tan fuertemente, que continuó vibrando todo el tiempo.

Situó un taburete plegadizo en el centro del círculo más grande, se sentó en él, sacó un pequeño libro y comenzó a leer en una voz alta, incomprensible para nosotros, una murmurante retahíla de palabras misteriosas. Yo no podía captar las palabras y, como dije antes, supongo que no tendrían significación para nosotros, al menos para mí. Esto continuó por algún tiempo. Miré alrededor y me di cuenta que el pequeño círculo exterior situado a un lado se hallaba entonces ocupado por Serafín, el gato de la señora Jennings. Lo habíamos dejado encerrado en su casa. Allí estaba quietamente acurrucado, contemplando la ceremonia con un digno interés.

En un momento determinado, cerró el libro y dejó caer una pizca de polvo en el más grande de los candeleros. Saltó una llamarada y una gran nube de humo. Yo no estoy completamente seguro de lo que ocurrió después, porque el humo me irritó los ojos, haciéndome parpadear y cerrarlos, además de lo cual Jedson me dijo que no tenía la menor idea de lo que significaban aquellas fumigaciones. Pero yo prefería dar crédito a mis ojos.

Tanto si la nube se materializó en el cuerpo de una persona como si es que entró por la puerta, lo cierto es que apareció en medio del gran circulo y frente a Mrs. Jennings, un hombre de corta talla de unos cuatro pies o menos, y de anchos hombros, varias pulgadas más anchos que los míos, con unos brazos macizos y fuertes como el acero, sobrecargados de músculos, tan gruesos como mis muslos. Iba vestido con calzones, borceguíes y un pequeño gorro en la cabeza. La piel estaba desprovista de pelo pero ruda del color de la tierra. Era un tipo sombrío y extraño. Todo en él era apagado y sin lustre, excepto los ojos que brillaban con reflejos verdes en una furia reprimida.

—¡Bien! —dijo Mrs. Jennings crispada—. Ya hace bastante tiempo que estás por aquí. ¿Quieres decir algo en tu descargo?

Contestó airadamente como el chico travieso castigado, pero que no se arrepiente de sus hazañas en un lenguaje lleno de sonidos guturales y sibilantes. Ella le escuchó durante unos momentos, hasta que le interrumpió.

—No me importa eso que estás diciendo. ¡Tienes que darme cuenta de todo! ¡Te requiero para que repares el daño que has hecho en menos tiempo del que me tomo para decirlo!

Aquel tipo contestó enrabiado, en su lenguaje anterior, así que no me fue posible descifrar lo que dijo. Pero estaba claro que yo entraba en aquello que concernía al asunto, ya que me miró con malas intenciones varias veces y finalmente escupió en mi dirección.

Mrs. Jennings se adelantó y le dio una bofetada en la boca con el reverso de la mano. El enano la miró, como si quisiera matarla con la mirada y dijo algo.

—¿Ah, sí? —repuso ella, y poniéndole una mano encima lo recogió por el cuello poniéndolo a través de su falda, cara abajo. Se quitó un zapato y le zurró fuerte con él. El enano dejó escapar un grito, después guardó silencio, pero haciendo gestos para escaparse cada vez que la anciana le soltaba un zapatazo.

Cuando le pareció suficiente, lo tiró de un empellón por el suelo. Se levantó y se apresuró a meterse dentro del círculo, donde se quedó quieto, pasándose las manos por la parte dolorida. Los ojos de Mrs. Jennings echaban chispas y su voz sonaba fuerte, nada había de debilidad entonces en aquella anciana, en apariencia débil.

—Vosotros gnomos, os habéis excedido esta vez más de la cuenta —le recriminó irritada—, ¡nunca oí cosa semejante! ¡Una tontería más y os cogeré a todos para daros una buena zurra! ¡Ve por ellos, tráelos y entre todos haréis la tarea, reuniendo a tu hermano, y al hermano de tu hermano! Por el Gran Tetragramaton. ¡Ve inmediatamente al sitio que tienes señalado!

Y se marchó.

Nuestro próximo visitante apareció casi en el acto inmediatamente después. Apareció primero como una tenue chispa de luz colgando del aire. Fue creciendo en una hermosa llama, una bola de fuego de seis pulgadas o más de espesor. Flotaba en el centro del segundo círculo a la altura de los ojos de Mrs.… Jennings. Danzaba un baile fantástico, mientras se retorcía y lucía con fuego propio, alimentado de la nada, al parecer. Aunque yo nunca había visto una, sabía que aquello era una salamandra. No podía ser otra cosa distinta.

Mrs. Jennings la observó atentamente durante unos momentos antes de hablar. Podía darme cuenta de que gozaba con su danza, al igual que yo. Era una cosa perfecta y bellísima, sin defecto. Había vida en ella, un júbilo cantarino, con nada que concerniese, y sin relación posible con cualquier cosa verdadera o falsa, ni con nada humano. Sus armonías de color y sus curvas eran su propia razón de existir.

Supongo que me aproximo a la realidad. Al menos, siempre he vivido bajo el principio de hacer mi deber y dejar a los demás que se ocupen de ellos mismos. Pero aquello era algo que tenía un valor en sí mismo, no importa en qué medida se alteraban mis principios. Incluso el gato estaba ronroneando.

Mrs. Jennings habló con su voz clara, de cantante soprano, sin palabras en ella. Fue contestada con notas puramente líquidas, mientras los colores de la bella salamandra cambiaban a su impulso. Se volvió hacia mí.

—Admite que, en efecto, pegó fuego a tu negocio, pero estaba invitada a ello, y no es capaz de apreciar tu punto de vista. No me gusta forzarla a ir contra su propia naturaleza. ¿Hay alguna dádiva o merced que puedas ofrecerle?

Lo pensé por un momento.

—Dígale que me hace feliz ver cómo danza. —Y cantó de nuevo en su extraña lengua. La salamandra obedeció encantada, retorciéndose en maravillosos movimientos llenos de color, en intrincados juegos y formas.

—Eso ha sido bueno, pero no suficiente. ¿Puedes pensar en alguna otra cosa más?

Pensé más profundamente aquella vez.

—Sí. Dígale, que si lo desea, voy a construir una chimenea, en mi hogar donde podrá ser bienvenida, cada vez que quiera.

La anciana movió la cabeza y habló de nuevo traduciendo el mensaje. Yo casi pude entender la respuesta; pero la señora Jennings la tradujo:

—Le has gustado. ¿Quieres permitir que se te acerque?

—¿Podría hacerme daño?

—Aquí no.

—De acuerdo, pues.

La salamandra dibujó una «T» en el aire entre nuestros dos círculos. Se dirigió muy junto tras el artame, como un gato por una puerta abierta. Entonces se contorsionó al aproximarse a mí y me tocó suavemente las manos y la cara. Su toque no me quemaba la piel, sino que más bien me producía un hormigueo, como si yo sintiera sus vibraciones directamente en vez de sentirlas como calor. Flotó sobre mi cara. Yo estaba sumergido en un mundo de luz, como en el corazón de una aurora boreal. Al principio tuve miedo de respirar, pero finalmente lo hice. No experimenté daño alguno, aunque el hormigueo iba en aumento. Resulta una cosa singular, pero no he vuelto a tener el más simple resfriado desde que la salamandra me tocó. Yo solía pasarme todo el invierno con la nariz obstruida.

—Bien, ya es suficiente —oí que decía Mrs. Jennings. Y la nube de llamas se retiró de mí encerrándose en el círculo de donde procedía. La discusión musical se resumió, llegando a un acuerdo casi al instante, ya que Mrs. Jennings movió la cabeza con satisfacción y dijo:

—Vete, pues, niña del fuego, y retírate adonde te necesitan. Márchate de aquí… —La anciana repetía la misma fórmula que había empleado con el rey de los gnomos.

La ondina no apareció tan pronto. Mrs. Jennings tomó su libro de nuevo y leyó en un monótono murmullo. Yo ya estaba comenzando a dormirme —aquella tienda de campaña estaba mal ventilada—, cuando el gato comenzó a bufar: estaba mirando al centro del círculo, con las uñas fuera, el lomo encorvado y el rabo enhiesto.

En el círculo había algo sin forma determinada, una cosa que expandía su humedad chorreante hasta fuera del anillo mágico y que olía fuertemente a pescado, algas y yodo y que brillaba con una húmeda fosforescencia.

—Has venido tarde —le recriminó Mrs. Jennings—. Tenías mi mensaje. ¿Por qué has esperado hasta verte forzada a venir?

La cosa se movió murmurando un extraño ruido de succión, pero no contestó.

—Muy bien —dijo la anciana con firmeza—. Nada tengo que discutir contigo. Ya sabes lo que quiero. ¡Lo harás! —Se puso en pie y empuñó el candelero más grande. La llama creció en forma de una antorcha de una yarda de altura, expandiendo un fuerte calor. Y con ella empujó a la ondina a través de su círculo:

Se produjo un silbido como cuando el agua choca con el hierro al rojo vivo y surge una espuma burbujeante. Le pinchó una y otra vez. Al final se detuvo y mirándola fijamente, en el sitio en que yacía retorciéndose y encerrándose en sí misma, le dijo:

—Eso es lo que tienes que hacer. La próxima vez harás caso de tu dueña. ¡Vete de aquí! —Y pareció que la tierra se la tragara, arrastrando con ella el polvo del suelo.

Cuando se marchó la ondina, se acercó hacia nosotros, para que todos pudiéramos entrar en su círculo, rompiendo con la daga el nuestro para permitirlo. Serafín saltó fácilmente al interior, restregándose contra sus tobillos, ronroneando fuertemente. Repitió entonces una serie de palabras cabalísticas y con ambas manos juntas batió una serie de sonoras palmadas. Y se produjo entonces un rumor profundo, como si todo se estremeciera a nuestro alrededor y todos los elementos de la naturaleza estuviesen desatados. Pude oír el murmullo de las aguas, el crujir de las llamas y, a través de todo aquello, el chapotear de pisadas andando de prisa. Ella miraba de un lado a otro y cada vez que su mirada caía sobre las paredes de la tienda, se hacía transparente. Conseguí obtener fugaces vistazos de una confusión indescriptible.

Y, después, todo cesó tan rápidamente como había comenzado. El silencio pareció chocar de pronto contra nuestros oídos. La tienda había desaparecido, estábamos en el patio de carga de mi almacén principal. ¡Sí, estaba allí! Había vuelto nuevamente, vuelto sin daño alguno, sin la menor traza de perjuicio causado por el fuego o por el agua. Salí corriendo hacia él y loco de alegría me dirigí hacia la puerta de la oficina que daba a la calle. Allí estaba igualmente, con las ventanas iluminadas por el sol, mostrando en una esquina el emblema del Rotary Club, y en lo alto del techo el gran letrero con dos líneas:

ARCHIBALD FRASER

Materiales de Construcción y Contratista

Jedson me alcanzó en seguida y me tocó en el brazo.

—¿Por qué chillas tanto?

Me quedé mirándolo fijamente. Ni me había dado cuenta de que lo había hecho.

Estábamos trabajando normalmente, como cada lunes por la mañana. Pensé que todo iría como antes y que mis preocupaciones habrían terminado. Pero me había precipitado demasiado en mi optimismo.

No es que fuesen cosas graves dignas de llamar la atención por su volumen, ya que todos los negocios tienen sus vicisitudes corrientes, que normalmente se tienen por descontadas. Ninguna de ellas, pues, era digna de mencionarse por sí sola, excepto por una cosa: que ocurrían con demasiada frecuencia.

Como ustedes saben, en cualquier negocio se corre el riesgo de pérdidas previstas, que tienen como causa incidentes totalmente imprevistos, y su importe total al año se formula mediante un porcentaje que afecta al costo total. Esto permite formarse una idea de las estimaciones oportunas. Pero yo había comenzado a sufrir una serie de pequeños accidentes y pequeñas dificultades, que sumadas en conjunto se comían enteramente mi margen de beneficio esperado con tanto trabajo.

Una mañana, dos de mis camiones se negaron a arrancar. No pudimos encontrar la causa de la avería, tuve que enviarlos al taller y alquilar otro para el día para suplementar al que quedaba en servicio. Pudimos cumplir con las entregas de la clientela, pero tuve que pagar el alquiler del camión, la factura de reparación de los averiados, pagar el sueldo del chófer del camión alquilado y las horas extras al ciento cincuenta por ciento. Aquel día tuve una pérdida neta considerable. Al día siguiente me encontraba cerrando un trato con un cliente a quien conocía desde hacía dos años. El asunto no era importante, pero me habría proporcionado otros negocios en el futuro, ya que tendría que construir un par de edificios, algunos establecimientos comerciales y la construcción de otras viviendas. Solía hacer reparaciones sobre el terreno y con frecuencia construir edificios nuevos. Si yo le dejaba satisfecho, se habría convertido en un buen cliente, de los que pagan bien al contado, por lo que podía considerarle como cliente interesante pero con escaso margen de beneficio.

Nos hallábamos hablando en el exterior de mi edificio, ya casi teníamos terminado el trato, en el local de exposición de materiales. A unos tres pies de donde nos hallábamos, había una verdadera pirámide de latas de conserva y, sobre ella, una gran pintura de propaganda, sujeta en el vértice superior de la pila. Yo juraría que ninguno de los dos tocó a nada, pero, en un momento dado, aquello se vino abajo con un estrépito de todos los diablos.

La cosa en sí no hubiera ofrecido daño alguno, pero al caerse el cartel de propaganda volcó un tarro de pintura roja. La pintura cayó sobre el cliente, poniéndole hecho una lástima. Soltó un grito tal, que yo creí que se había desmayado. Le ayudé a recobrarse y le llevé hasta mi oficina, donde traté inútilmente de sacarle la pintura del traje con mi pañuelo, mientras trataba de calmarlo. Pero el cliente se hallaba fuera de sí, tanto física como mentalmente.

—¡Fraser! —me chilló enfurecido—. ¡Debería usted despedir al empleado que ha volcado esas latas de conserva! ¡Míreme! ¡Ochenta dólares perdidos en este traje nuevo!

—¡Vamos, querido amigo, vamos! No ha habido nadie que los haya tirado —le repuse tratando de aguantarme mi propio carácter.

—¿Supone usted que lo hice yo mismo?

—En absoluto. Ya sé que no lo hizo. —Y entonces, decididamente me acerqué a mi mesa de despacho, saqué el libro de cheques y me dispuse a extenderle uno por el importe reclamado tácitamente.

—¡Entonces sería usted quien lo hizo!

—No lo creo así —contesté con paciencia—. ¿Cuánto dijo usted que le había costado el traje?

—¿Por qué?

—Le extenderé un cheque por su valor. —Yo estaba realmente dispuesto a hacerlo, ya que el desgraciado incidente había ocurrido dentro de mi negocio.

—¡No puede usted salir tan fácilmente de este asunto! —volvió a gritarme de la forma más irrazonable—. No es el costo del traje lo que yo quiero señalar… —Se puso el sombrero rabiosamente en la cabeza y salió de estampida.

Y esta clase de asuntos eran a los que antes me refería. Por supuesto que éste, concretamente, pudo haber sido causado por la torpe disposición de las latas de conserva. Pero muy bien pudo haber sido a causa de algún duende. Los accidentes no se producen por sí mismos.

Ditworth vino a verme un par de días más tarde, para hablarme de la falsa cuenta de Biddle. Yo estaba con los nervios de punta, día y noche, a causa de aquellos pequeños e irritantes incidentes que me tenían sacado de quicio. Precisamente, aquel día un grupo de trabajadores de color habían dejado plantado uno de mis trabajos consistente en el acarreo de ladrillos, a causa de que alguien hizo unas marcas especiales con tiza en varios de los ladrillos. «Marcas de Vudú», dijeron, y ya no hubo nadie que quisiera tocar uno más.

Por tanto, no estaba en forma para soportar las estúpidas exigencias de Ditworth. Imaginé que terminaría pronto con él.

—Buenos días, Mr. Fraser —me dijo con su sonrisa más agradable—. ¿Puede usted dedicarme algunos minutos?

—Diez minutos, quizás —le concedí, mientras echaba un vistazo a mi reloj de pulsera.

Se puso su cartera entre las piernas y sacó de ella algunos documentos.

—Iré derecho al asunto que me trae aquí. Se trata de la reclamación de Mr. Biddle. Usted y yo somos hombres honrados y supongo que conseguiremos llegar rápidamente a un acuerdo honorable.

—Biddle no tiene que reclamarme nada. Ditworth movió la cabeza.

—Ya sé lo que está pensando. Ciertamente que no existe ningún contrato escrito que le obligue a usted a pagar. Pero existen contratos de palabra que obligan tanto como los puestos por escrito.

—No estoy de acuerdo con usted. Todos mis negocios se contratan por escrito.

—Bien —convino momentáneamente—. Eso es a causa de que usted es un hombre de negocios. En las demás profesiones, la situación es, en cierto modo, un poco diferente. Si usted va a un dentista a que le saque un diente que le duele, y lo hace, usted está obligado a pagarle sus honorarios, aunque tales honorarios no se hayan mencionado expresamente por escrito.

—Es cierto —interrumpí—, pero no hay comparación. Biddle no me sacó el diente dolorido.

—En cierta forma sí que lo hizo —persistió Ditworth—. La reclamación contra usted es por una inspección, y fue un servicio prestado antes de que el contrato fuese escrito.

—Pero no se mencionó para nada un servicio pagado.

—Ahí está la obligación implícita, Mr. Fraser; usted le dijo a Mr. Biddle que hablara conmigo. Él presumió correctamente que yo le había previamente explicado a usted el sistema corriente de honorarios que tiene nuestra asociación…

—¡Pero yo no formo parte de ninguna asociación!

—Ya sé, ya sé. Y lo expliqué así a los otros directores, pero insistieron en que es preciso realizar alguna especie de ajuste. Trato de comprenderle a usted, pero usted comprenderá también nuestra posición, estoy seguro. No estamos en condiciones de aceptar su afiliación como miembro en la asociación, hasta determinados trámites previos…, en equidad hacia Mr. Biddle.

—¿Y qué le hace a usted suponer que yo voy a formar parte de la asociación?

Ditworth pareció herido.

—No esperaba que adoptase usted tal actitud, Mr. Fraser. La asociación necesita hombres de calibre, como usted. Pero en su propio interés querrá usted necesariamente afiliarse, ya que actualmente es muy difícil conseguir una eficiente taumaturgia, excepto a los miembros de la asociación. Deseamos ayudarle. Por favor, no nos haga esto más difícil.

Me puse en pie.

—Me temo que será mejor que usted me denuncie y que un tribunal decida la cuestión, Mr. Ditworth. Eso parece la única solución satisfactoria.

—Lo siento —dijo sacudiendo la cabeza—. Eso perjudicará su postura cuando tenga usted que venir a hacerse miembro.

—Entonces será el momento de considerarlo —dije brevemente, viendo cómo se marchaba.

Después de quedarme solo, regañé seriamente a la chica de mi oficina por hacer algo que tenía que haber hecho el día anterior, teniendo después que excusarme. Me paseaba de un lado a otro, nervioso, perdiendo el tiempo, aun teniendo muchas cosas que hacer propias del negocio. Estaba realmente desasosegado, todas las cosas parecían venirme en contra, éstas y otras muchas que no he mencionado, y aquella última demanda irrazonable de Ditworth, especialmente, me sacó de quicio completamente. No es que temiera que me demandase, aquello resultaba absurdo, pero era una molestia más que soportar. Dicen que los chinos disponen de una tortura consistente en dejar una gota de agua caer sobre la víctima cada varios segundos. En aquel trance me sentía yo.

Finalmente, terminé por llamar por teléfono a Jedson para que viniera a comer conmigo.

Me sentí mejor después del almuerzo. Jedson me tranquilizó, como siempre hacía, y me encontré por fin dispuesto a relegar al pasado muchas de las cosas que me venían irritando. Tras una segunda taza de café y de haberme fumado varios cigarrillos, me sentía de nuevo un hombre dispuesto a formar parte de una sociedad educada.

Nos volvimos a mi negocio, discutiendo sus problemas con respecto a un cambio. Parecía que la chica rubia, la bruja blanca de New Jersey, se las había arreglado finalmente para hacer su trabajo de síntesis en el calzado, pero existía de nuevo un fallo: había conseguido terminar ochocientos zapatos del pie izquierdo y ninguno del pie derecho.

Estábamos especulando en las causas probables del fracaso, paseando en el patio de mi negocio y antes de entrar a mi oficina, cuando mi amigo me advirtió:

—Mira, Archie. Los aficionados a la cámara han tomado ahora interés por ti.

Miré adonde señalaba Jedson. Había un tipo de pie en la curva existente frente a mi negocio enfocando la cámara hacia la tienda. Volví a mirar de nuevo.

—Joe —restallé—, ése es el pájaro de quien te hablé, el que vino a la tienda antes de comenzar todos los problemas que me han venido encima después.

—¿Estás seguro? —murmuró Jedson.

—Por completo. —No había duda, estaba sólo a una corta distancia, y en el mismo lado de la calle en que nos encontrábamos. Era el mismo atracador que trató de chantajearme para que le comprase «protección», la misma mirada mediterránea, las mismas ropas detonantes.

—Vamos a echarle el guante —susurró Jedson.

Apenas lo pensé. De dos saltos estuve sobre él y lo agarré por el cuello de la chaqueta y el fondillo de los pantalones, antes de que supiera lo que estaba ocurriendo, y le empujé a través de la calle delante de mí. Íbamos tan ligeros que estuvimos a punto de caer al suelo, pero yo no me preocupé mucho por aquello. Jedson entró pisándonos los talones.

Estaba abierta la puerta del patio de la oficina. Le di finalmente un empujón que le levantó sobre el umbral, enviándole como un trapo al suelo del interior a unas cuantas yardas de distancia. Jedson estaba detrás, y echó el cerrojo en cuanto estuvimos ambos en el interior.

Jedson se dirigió hacia mi escritorio, buscó en el cajón a medio abrir de la derecha y dos segundos después extrajo un largo lápiz de carpintero de color azul y se puso junto al «gánster» antes de que éste tuviera tiempo de ponerse en pie. Jedson dibujó un gran círculo a su alrededor en el suelo, casi a punto de caerse de boca en el intento, y cerró el círculo con una intrincada floritura.

Nuestro indeseable huésped se contrajo atónito al ver lo que Jedson estaba haciendo y trató de salir del círculo antes de que estuviera terminado. Pero Jedson había sido más rápido que él: el círculo estaba listo y sellado, y el desgraciado «gánster» gateaba alrededor de aquella frontera mágica, mientras soltaba un chorro de maldiciones en su lengua, que yo juzgué sería el italiano, aunque existían en ella algunas malas palabras de otros idiomas, como el inglés.

Y terminó por quedarse quieto frente a nosotros.

Jedson sacó tranquilamente un cigarrillo, lo encendió y me dio otro.

—Dejémosle sentado, Archie —dijo—. Dejemos que nuestro buen amigo esté en condiciones de hablar de negocios.

Lo tomamos con calma y estuvimos fumando durante algún rato, mientras que el fluir de invectivas de aquel pajarraco continuaba. Jedson, levantando una ceja con un gesto burlón, le dijo:

—¿No estás repitiéndote a ti mismo?

Aquello pareció llamar la atención del granuja.

—Bien —continuó Jedson—. ¿No tienes nada que decir por ti mismo?

—Quiero llamar a mi abogado —gruñó en voz fiera.

Jedson pareció divertido.

—No comprendes bien la situación, amiguete —le dijo—. No te encuentras bajo arresto y a nosotros nos importa un bledo maldito tus derechos legales. Ahora puedo conjurar un agujero profundo dejándote caer en él para siempre, por tanto, ponte cómodo y responde.

El tipo aquel palideció bajo su tez atezada.

—Oh, sí, somos capaces de hacer eso y algo peor —continuó Jedson—. Como verás, te apreciamos muy poco. Por supuesto —añadió meditativamente—, podríamos llamar a la policía, quien te haría algunas preguntas interesantes. Por ejemplo, tus huellas dactilares, ¿eh? ¿No te gusta?

Jedson se puso en pie y en un par de zancadas estaba sobre él fuera del círculo.

—Muy bien, pues. ¡Contesta y bien! ¿Por qué estabas tomando fotografías?

El fulano murmuró alguna cosa, con los ojos bajos. Jedson siguió atacándole.

—¡No nos vengas con historias! ¡Vamos, habla! ¿Quién te envió a que lo hicieras?

Aquello pareció llenarle de pánico y cerró la boca por completo.

—Muy bien —dijo Jedson, y se volvió hacia mí—. ¿Tienes alguna cera o arcilla de modelar, o algo parecido?

Me dirigí al almacén y volví con una lata de cinco kilos. Jedson la abrió y sacó varios puñados de masilla, se sentó en mi mesa y trabajó la materia plástica mezclada con aceite, mientras el prisionero le miraba con ojos asustados, lleno de terrible aprensión.

—¡Ya está! Es suficiente —anunció finalmente Jedson, habiendo logrado modelar una figura de hombre, como un muñeco, no muy bien terminada en detalle, pero lo suficiente para que tuviese la apariencia de una reproducción del «gánster», a quien había estado mirando de tanto en tanto, como el escultor que mira a su modelo y modela directamente en la arcilla. Era tremendo ver de qué forma el terror aumentaba en las facciones del atracador a cada momento que pasaba.

—¡Ahora! —gritó Jedson, mirando una vez más al modelo—. Aquí estás. ¿Por qué tomaste esa fotografía?

El individuo no respondió, echándose hacia atrás en el círculo como un perro temeroso, y con la cara más y más asustada.

—¡Habla! —rugió Jedson retorciendo un pie del muñeco de arcilla.

El correspondiente pie del «gánster» salió fuera violentamente, como si lo retorciera un fantasma poderoso invisible. Cayó violentamente sobre el suelo con un grito de dolor.

—Viniste a derramar un hechizo sobre este lugar, ¿no es cierto?

El «gánster» respondió al fin con su primera contestación coherente.

—No, no, míster. ¡No fui yo!

—¿No fuiste tú? Ya veo. Tú sólo eres el muchacho errante. ¿Quién hacía la magia?

—No lo sé… ¡Ughh! ¡Oh, Dios! —Y el «gánster» se echó mano al tobillo izquierdo y se dio un masaje con la mano. Jedson había pinchado con una pluma en un punto de la pierna izquierda del muñeco—. ¡De veras, yo no lo sé! ¡Por favor, por favor!

—Quizá no lo sepas —gruñó Jedson—. Pero, al menos, sabrás quién te dio la orden y los nombres de los demás de tu pandilla. ¡Vamos, empieza a hablar!

Y comenzó a rodar adelante y hacia atrás cubriéndose la cara con las manos.

—No me atrevo, señor —dijo temblando—. Por favor, no trate de hacerme… —Jedson volvió a pinchar en el muñeco de nuevo y el «gánster» se revolvía presa de agudos dolores en los mismos lugares en que pinchaba Jedson. Pero, esta vez, tras unos segundos de tortura, el fulano aquel pareció determinado a explicarse. Sin embargo, continuó callado.

—De acuerdo. —Y Jedson, viendo la postura del atracador, tomó la punta encendida de su cigarrillo y la fue acercando poco a poco al rostro del muñeco de arcilla. El hombre del círculo trató de huir, con las manos protegiéndose la cara, pero sus esfuerzos fueron inútiles. Pude apreciar cómo aparecía una mancha rojiza en su rostro. Aquello me puso enfermo, y aunque no sentía la menor simpatía por aquella rata asquerosa, me volví hacia Jedson para rogarle que se detuviera en sus procedimientos, retirando entonces el cigarrillo de la cara del muñeco.

—¿Dispuesto a soltar la lengua? —preguntó.

El hombre, por fin, aprobó con un débil movimiento de cabeza, cayéndole las lágrimas mejillas abajo. Parecía estar a punto de caer en colapso.

—¡Vamos, sin desmayarse! —añadió Jedson, y golpeó suavemente la cara del muñeco con la yema de un dedo. Pude oír el estampido de la bofetada en pleno rostro del sujeto y el ladearse de la cabeza.

—De acuerdo, Archie, tómalo por tu cuenta. —Y se volvió hacia él—. Y tú, amigo, habla… Y habla mucho, todo lo que queremos saber. Dinos todo cuanto sepas. ¡Si te falla la memoria, piensa en lo que te ocurrirá si meto la lumbre del cigarrillo en los ojos del muñeco!

Y habló por fin…, balbuciente, pero soltó la lengua. Parecía estar con el espíritu completamente roto, e incluso deseoso de hablar, deteniéndose ocasionalmente para respirar o secarse los ojos. Jedson le volvió a preguntar sobre cosas que no aparecían muy claras.

Había otros cinco individuos en la pandilla a quien conocía, y el plan era, en líneas generales, como había imaginado. El propósito de la pandilla era recolectar dinero de todos los que estuvieran relacionados con lo mágico en aquella parte de la ciudad, al igual que con su clientela. No, no tenían protección alguna que brindar a nadie, excepto la procedente de su propio engaño. ¿Que quién era el jefe? Nos lo dijo. ¿Era el jefe el cabecilla de los atracadores? No, no conocía a quien dirigía los hilos ocultos del asunto. Estaba completamente seguro que su amo trabajaba para alguien, pero no lo conocía. Aunque lo hubiéramos quemado vivo, no habría podido decir su nombre. Pero era una gran organización, de eso estaba bien seguro. Él mismo había sido contratado y traído desde una ciudad del Este americano para organizar el asunto en nuestra ciudad.

¿Era él un mago? No, por Dios. ¿Era uno el jefe de su sección? No, de esto estaba seguro. Así fue declarando cuantas cosas pudieron interesarnos. Aquello era cuanto conocía. ¿Podía marcharse entonces? Jedson aún le presionó para que dijera otras cosas, y añadió un cierto número de detalles, la mayor parte de ellos insignificantes. La última cosa que dijo fue que nosotros dos habíamos sido marcados especialmente por haber salido con éxito de la «primera lección».

Finalmente, Jedson le dejó marchar.

—Voy a dejarte ahora que marches —le dijo—, pero mejor será que te vayas fuera de la ciudad. Pero no demasiado lejos, puedo necesitarte otra vez. ¿Ves esto? —Y levantó visiblemente el muñeco de arcilla, a quien apretó suavemente alrededor de la cintura. El «gánster» comenzó a sentirse asfixiado, como si le apretasen a él realmente hasta asfixiarse—. No olvides que te haré venir cuando tenga necesidad de ti. —Relajó la presión para que el bandido respirara y su víctima suspiró con alivio—. Voy a poner tu «otro yo» dentro de este muñeco, y lo guardaré donde esté bien seguro, encerrado en una caja fuerte. Cuando te necesite, sentirás un dolor como éste —y añadiendo la acción a la palabra, pellizcó con las uñas en el hombro del muñeco de arcilla, el hombre soltó un grito doloroso—, y entonces me llamarás por teléfono, no importa donde quiera que te encuentres.

Jedson se sacó un cortaplumas de la chaqueta y cortó por tres veces el círculo mágico en que se hallaba encerrado el «gánster», y después juntó los cortes.

—Y, ahora, ¡lárgate!

Creí que saldría de estampida al quedar en libertad, pero no fue así. Anduvo unos pasos vacilantes sobre las marcas de lápiz del suelo, se quedó un momento de pie y se puso a temblar. Después tomó el camino de la calle. Al momento de perderse de vista, volvió los ojos hacia nosotros, cargados de un miedo irrefrenable. En sus ojos brilló una mirada de llamada de socorro, pareciendo que iba a hablar de nuevo. Evidentemente, debió pensarlo mejor, porque se volvió definitivamente y se marchó.

Cuando se hubo ido, me volví hacia Jedson. Había recogido las notas que tomé durante la confesión del atracador y las estaba examinando.

—No sé —musitó con voz apagada— si dar cuenta de todo esto al Comité de los Mejores Negocios y permitirles que lo lleven adelante o si hacerlo por nuestra cuenta. Es una tentación.

Yo no me sentí interesado por la perspectiva.

—Joe —dije—, ¡deseaba que no lo hubieras quemado!

—¿Eh? ¿Qué estás diciendo? —Parecía sorprendido y dejó de seguir rascándose la mejilla, pensativo como estaba—. Yo no le quemé en absoluto.

—No bromees —repetí en forma algo provocativa— tú le quemaste a través del muñeco, quiero decir con algo mágico.

—Te digo que no lo hice, Archie. Realmente no lo hice. Él lo pensó así, pero no había en ello nada de magia. ¡Yo no hice nada!

—¿Qué diablos quieres decir?

—La magia por simpatía, no es realmente magia en absoluto. Archie, ha sido en realidad, una aplicación de la neuropsicología y de la química coloidal. Él lo sintió todo, porque creía en ello. Yo me limité sencillamente a juzgar correctamente su mentalidad.

La discusión terminó pronto, porque oímos el grito cargado de agonía que procedía de algún sitio al exterior del edificio. Se oyó agudamente en su más desesperada expresión.

—¿Qué ha sido eso? —exclamé tragando saliva por la sorpresa.

—No sé —repuso Jedson, y se dirigió hacia la puerta. Miró a un lado y a otro antes de continuar—. Parece que ha ocurrido algo a alguna distancia. No vi nada. —Y volvió a la habitación—. Como estaba diciendo, habría sido muy divertido, si…

Esta vez sonó la sirena de la policía. La oímos desde lejos, pero se aproximaba a toda marcha, volvió la esquina y enfocó nuestra calle a toda prisa. Nos miramos el uno al otro.

—Quizá será mejor ir y ver lo ocurrido —dijimos casi al unísono, y nos pusimos a reír nerviosamente.

Le había tocado en suerte a nuestro «gánster». Le encontramos a un bloque de edificios más abajo, en medio de un pequeño grupo de transeúntes curiosos, a quienes despejaban los policías del escuadrón que había llegado en un coche.

Estaba muerto.

Yacía sobre la espalda, pero no había reposo en su posición. Había sido literalmente rastrillado desde la frente hasta el pecho, hasta dejarle los huesos al descubierto, como si hubiese sido desgarrado por la enorme garra de un águila. Pero el pájaro que había hecho la hazaña tenía que haber sido un camión por lo menos de cinco toneladas.

No había nada que decir de su expresión, porque le había desaparecido el rostro, quedó totalmente desfigurado y ensangrentado. Resultaba espantoso de ver. Parecía como si le hubieran disparado con una sustancia viscosa y ardiente, que tenía la consistencia de un queso de una casa de campo; pero el hedor horrible que despedía era lo más repulsivo que jamás había olido en toda mi vida.

Me volví a Jedson, que tenía el mismo aspecto desgraciado que yo, y le dije:

—Vamos a mi oficina.

Y nos fuimos.

Decidimos, por último, realizar alguna pequeña investigación por nuestra cuenta, antes de tomar la determinación de dar parte a la Oficina de los Mejores Negocios, o a la policía. Y así lo hicimos. Comprobamos que ninguno de los «gángsters» que había en la lista pudo ser encontrado en el sitio señalado. Existía la plena evidencia de que tales personas habían existido y que vivían realmente en las direcciones que Jedson obtuvo del pájaro infortunado que sometió a la prueba en mi oficina. Pero todos ellos, sin excepción, habían levantado el vuelo aquella misma tarde en que su cómplice había sido asesinado.

Yo no tuve ya más disturbios en mis negocios durante algún tiempo después, y me empleé a trabajar de firme, tratando de obtener un beneficio a pesar de los incidentes ocurridos. Había dejado el asunto encerrado solamente en mi mente, si bien no descuidaba de llamar de tanto en tanto a Mrs. Jennings y utilizaba a Jack Bodie también de vez en cuando en mis asuntos, cuando tenía necesidad de magia comercial. Era un buen funcionario. Comencé a pensar que todo me iba de rosas, cuando nuevamente empecé a sufrir otra serie de accidentes. Esta vez no amenazaban mis negocios, me amenazaban a , y yo soy tan aficionado a conservar el cuello sobre los hombros en buen estado como cualquier mortal.

En la casa donde vivo, el calentador del agua está instalado en la cocina. Es de un tipo de almacén, con una luz piloto y un termostato que controla automáticamente la llama principal.

Me desperté a medianoche y decidí tomar un trago de agua. Cuando entré en la cocina —no me pregunten por qué no fui al cuarto de baño, porque no lo sé— estaba casi mareado por el olor del gas. Corrí y abrí una ventana de par en par, después corrí a la sala de estar, donde abrí también una de las grandes ventanas para establecer una fuerte corriente.

En aquel instante sentí una terrible explosión y, sin saber cómo, me encontré tumbado en la alfombra de la habitación.

No estaba herido, y no había demasiados daños en la cocina, excepto unos cuantos platos rotos. Al abrir las ventanas, se disminuyó la fuerza explosiva del gas, amortiguando el efecto. El gas natural no es explosivo, a menos que se halle confinado. Lo que había ocurrido, me pareció claro al volver a la escena y mirar detenidamente. La luz piloto del calentador se había fundido cuando el agua del tanque se enfrió, el termostato abrió el chorro del gas principal, que continuó indefinidamente vertiéndolo en la habitación. Cuando se consiguió una mezcla explosiva, la luz piloto de la estufa estaba esperando el instante específico, dispuesta para entrar en acción.

Aparentemente había ocurrido a las cero horas.

Discutí con mi casero sobre el particular y finalmente hicimos un cambalache por medio del cual instaló un calentador eléctrico, mientras que yo suplía el costo de la instalación.

Nada de mágico en todo aquello, ¿eh? Eso es lo que yo pensé, pero ahora no estoy tan seguro.

La próxima cosa que me proporcionó un buen susto me ocurrió en la misma semana, sin conexión aparente. Yo almacenaba mezcla seca compuesta de arena, piedras y grava, en los recipientes usuales, elevados sobre puntales de cemento, de tal forma que los camiones pudieran entrar por debajo para cargar bajo las tolvas. Una tarde, después de la hora del cierre, me encontraba deambulando pasados los recipientes, cuando me di cuenta de que alguno había dejado una pala en la espita de la tolva. Ya había tenido discusiones con mis hombres que se dejaban las herramientas abandonadas durante la noche y decidí llevarme aquélla en mi coche y llamar la atención del que hubiera sido por la mañana. Estaba a punto de saltar hasta la tolva cuando oí que me llamaban:

—¡Archibald! —y la voz sonaba de forma muy parecida a la de Mrs. Jennings. Naturalmente, miré a mí alrededor. Allí no había nadie. Volví hacia la tolva a tiempo de oír un ruido de catástrofe y de ver la herramienta cubierta con veinte toneladas de grava.

Un hombre puede vivir incluso siendo enterrado vivo, pero no cuando está esperando toda la noche a que alguno le busque al día siguiente y lo saque de un sitio parecido. Una pieza cristalizada de acero de forja fue la primera causa del desaguisado, al menos supuse que lo habría sido. No había forma de imaginar otra cosa, sino achacarlo a causas naturales, y, con todo, durante dos semanas me parecía estar resbalando constantemente sobre pieles de plátano, tanto figurativa como literalmente. Salvé la piel, gracias a mis buenos pies, por lo menos una docena de veces. Finalmente me desesperé y hablé de aquello a Mrs. Jennings.

—Bah, no te preocupes demasiado por eso, Archie —me dijo, dándome ánimos y seguridades—. No es tan fácil matar a un hombre con la magia, a menos que él esté implicado con lo mágico y sensible a ello.

—También podría matarse a un hombre asustándolo hasta morir —protesté.

Ella sonrió con aquella su sonrisa increíble, y me dijo:

—No creo que te encuentres realmente aterrorizado, hijo. Al menos, no lo has demostrado.

Yo capté una implicación en tal advertencia y la abrumé con ello.

—Ha estado usted vigilándome y sacándome de quicio, ¿verdad?

La anciana abuela sonrió más abiertamente y continuó:

—Ese es mi oficio, Archie. No es bueno que los jóvenes tengan que depender de los viejos para obtener ayuda. Ahora continúa tú solo, aunque no te abandonaré. Deseo dar a este asunto una reflexión más detenida.

Un par de días más tarde, me llegó una nota por el correo dirigida a mí, en escritura muy delgada y de estilo espenceriano. La caligrafía tenía el sabor elegante y dignificado del siglo pasado y se notaba que la persona que la había redactado y escrito fuese débil o muy anciana. Yo nunca había visto antes nada parecido, y me decidí a abrirla. Decía así:

«Mi querido Archibald: La presente tiene como finalidad presentarte a mi estimado amigo el doctor Royce Worthington. Podrás hallarle hospedado en el Hotel Belmont, está esperando poder hablar contigo. El doctor Worthington está excepcionalmente bien calificado para tratar de las materias que han estado turbándote todos estos días. Puedes depositar toda la confianza en su juicio, especialmente cuando es preciso adoptar medidas fuera de lo corriente.

»Desde luego, si te complace, en la presente carta de presentación va incluido tu amigo Mr. Jedson, si te parece oportuno.

»Quedo tuya, sinceramente,

Amanda Todd Jennings».

Llamé inmediatamente por teléfono a Jedson y le leí la carta. Me dijo que aquello había que resolverlo inmediatamente, disponiéndose a venir a mi encuentro, y, por mi parte, procedí a llamar al doctor Worthington.

—¿Está el doctor Worthington? —pregunté tan pronto como el empleado del hotel me puso la comunicación.

—Al habla —respondió una voz culta inglesa con su ligero tinte de Oxford en ella.

—Le habla Archibald Fraser, doctor. Mrs. Jennings me ha escrito, sugiriéndome que podría verle en su hotel.

—Oh, sí —replicó, notándose en su voz una considerable simpatía—. Estaré encantado. ¿Cuándo será el momento más oportuno?

—Si no tiene usted compromiso, podría ir ahora mismo.

—Déjeme ver… —Hizo una pausa lo suficiente como para consultar su reloj—. Tengo oportunidad de ir a buscarle a su propia oficina. Podría hallarme ahí dentro de treinta minutos, ¿o le parece algo más tarde?

—Me parece magnífico, doctor, si eso no le importuna…

—En absoluto. En eso quedamos.

Jedson llegó unos minutos más tarde y me preguntó en el acto por el doctor Worthington.

—No le he visto todavía —le dije—, pero parece conducirse en la forma de un caballero inglés universitario. Estará aquí en seguida.

La chica de mi oficina avisó su llegada media hora más tarde. Me levanté para saludarle y vi a un hombretón alto, fuerte, con un rostro que emanaba una gran dignidad y una evidente inteligencia. Iba vestido en un estilo más bien conservador, con un traje costoso de buena factura, llevando guantes, bastón y una gran cartera de negocios. ¡Pero era negro como la tinta china!

Traté de no demostrar sorpresa alguna. Esperé no haberlo hecho, ya que siento un verdadero horror a mostrar tal clase de imprudencias. No existía razón de peso para que no pudiese ser un negro. Simplemente, es que no me lo había figurado ni por asomo.

Jedson me ayudó en aquello. No creo que mi amigo demostrara sorpresa ni aunque le hubiera hecho un guiño un huevo frito. Tomó la conversación de su parte durante un par de minutos, después de que yo le hube presentado, permaneciendo cómodamente sentados en mi despacho, fumando y dejando pasar el tiempo preciso en una cortés conversación generalizada, propia de quien tiene que tratar con una persona extraña.

Worthington abrió el fuego, exponiendo la cuestión.

—Mrs. Jennings me sugirió la posibilidad de que podría ser útil a uno de ustedes o a ambos…

Le contesté que, en efecto, así era y le bosquejé las circunstancias ocurridas desde que el atracador fue a visitarme a mi negocio. Hizo algunas preguntas y Jedson me ayudó a darle algunos detalles secundarios. Saqué la impresión de que Mrs. Jennings le había ya dicho mucho más que yo y que estaba simplemente comprobando la veracidad de la historia.

—Muy bien —dijo al fin, con una voz de bajo y dulce como si hubiera un eco en su gran pecho antes de que saliera al exterior—. Estoy razonablemente seguro de que descubriremos un camino para resolver sus problemas; pero, primero, debo hacer algunos exámenes antes de completar el diagnóstico.

Se inclinó hacia delante y comenzó a desatar las correas de su cartera.

—Bien…, doctor —sugerí—. ¿No sería mejor que estableciéramos un acuerdo antes de que comenzase usted su trabajo?

—¿Acuerdo? —Y me miró momentáneamente embrollado y confuso y después sonrió abiertamente—. Oh, usted se refiere a pagarme. Mi querido señor, es un privilegio poder hacer un favor a Mrs. Jennings.

—Pero… pero… mire, doctor, yo me sentiría mejor así. Le aseguro que para mí es normal tener que pagar por lo mágico…

Levantó una mano.

—No es posible, mi joven amigo, por dos razones: en primer lugar, no estoy titulado para trabajar en este Estado y, en segundo, yo no soy un mago.

Supongo que debí parecer algo estúpido al contestar:

—¿Sí? Bien, uh… ¿Qué es? Oh, perdóneme, doctor; imagino que naturalmente, ya que Mrs. Jennings le ha enviado, y su título y todo…

Él continuó sonriendo, pero era una sonrisa de comprensión más bien que de diversión ante mi desconcierto.

—No hay nada sorprendente en ello: incluso algunos de sus ciudadanos de mi propia sangre cometen el mismo error. No, mi título es de doctor honorario en Leyes de la Universidad de Cambridge. Mis investigaciones personales van dirigidas hacia la antropología, que a veces suelo enseñar en la Universidad de Sudáfrica. Pero la antropología tiene algunos singulares senderos de investigación, y estoy aquí para estudiarlos.

—Bien, entonces, puedo preguntar…

—Ciertamente, señor. Mi vocación, traducida libremente de su propio nombre, completamente impronunciable, es la de «brujo rastreador».

Yo me encontraba embrollado.

—Pero eso, ¿no implica lo mágico?

—Sí y no. En África, la jerarquía y las categorías en estas materias no son las mismas que en este país. Yo no soy considerado un hechicero, o un médico brujo, sino más bien un antídoto contra ellos.

A Jedson le estaba preocupando alguna cosa.

—Doctor —inquirió—. ¿No es usted originario de Sudáfrica?

Worthington se señaló su propio rostro. Supongo que Jedson había visto que estaba más allá de mis propios conocimientos.

—No es lo que usted ha imaginado. No, yo nací en una tribu de los bosques del sur del Bajo Congo.

—De allí, ¿eh? Eso es muy interesante. Por casualidad, ¿es usted Nganga?

—Del Ndembo, pero no por azar. —Se volvió hacia mí y explicó cortésmente—: Su amigo me ha preguntado si yo era miembro de una sociedad secreta que se extiende por toda África, pero que tiene la mayor parte de sus miembros en mi territorio nativo. Los iniciados, se llaman Nganga.

Jedson persistió en su interés.

—Me parece verosímilmente, doctor, que Worthington es un nombre de conveniencia… y que usted tiene otro nombre, el verdadero.

—De nuevo tiene usted razón, naturalmente. ¿Quiere usted conocer… mi nombre tribal?

—Si es usted tan amable.

—Es —y no puedo reproducir aquí el singular conjunto de sonidos guturales pronunciados con los labios casi cerrados— o, mejor, lo que podría ser en inglés, cuyo significado es lo que cuenta: «El-Hombre-Que-Pregunta-Cuestiones-Inconvenientes». Abogado acusador, podría ser otra expresión idiomática, aunque no por completo literal en su traducción, a causa de las funciones tribales que implica. Pero me parece —continuó con una sonrisa de un humor sin malicia— que el nombre les choca a ustedes mucho más que a mí. ¿Puedo darlo a ustedes?

Al llegar aquí yo no comprendí exactamente todo aquello, excepto el hecho de que era preciso tener unas bases en ciertas costumbres africanas completamente extrañas a nuestros hábitos de pensamiento. Estaba preparado a reír lo que yo consideraba un rasgo de ingenio en el doctor, cuando Jedson habló tomando la cosa completamente en serio.

—Me hallo profundamente honrado en aceptarlo.

—Es usted quien me honra a mí, hermano.

Desde entonces en adelante, a lo largo de nuestra asociación con él, el doctor Worthington invariablemente se dirigía a Jedson por el nombre africano que anteriormente había reclamado como propio, y Jedson le llamaba «hermano» o «Royce». La mutua actitud de uno hacia el otro experimentó un cambio, como si la oferta y la aceptación de un nombre les hubiera hecho hermanos realmente, con todos los privilegios y obligaciones de semejante relación.

—No dejaré de dártelo —añadió Jedson—. ¿Tú tenías un tercero, tu verdadero nombre?

—Sí, por supuesto —reconoció Royce—; un nombre que no es preciso mencionar.

—Naturalmente —convino Jedson—, un nombre que no necesitamos mencionar. ¿Deberemos trabajar, pues?

—Sí, vamos a hacerlo. —Y se volvió hacia mí—. ¿Tendría usted algún lugar aquí adecuado para realizar mis preparativos? No se harán esperar mucho…

—¿Servirá esto? —le repuse, levantándome y abriendo la puerta del lavabo que se hallaba junto a mi oficina.

—Magnífico. Gracias. —Y se dirigió hacia el interior provisto de su cartera de cuero. Allí permaneció por lo menos diez minutos.

Jedson no parecía dispuesto a hablar, excepto sugerir que yo precaviese a la chica de la oficina para que no molestara en absoluto, ni dejase pasar a nadie procedente de la oficina exterior. Nos sentamos y esperamos.

Finalmente, salió del lavabo y me llevé la segunda gran sorpresa del día. El caballero urbano doctor Worthington, había desaparecido. En su lugar teníamos frente a nosotros un personaje africano de seis pies de altura con los pies descalzos y cuyo enorme pecho arqueado estaba sobrecargado de músculos como el acero, y negros como de obsidiana pulimentada. Iba vestido con un taparrabos de piel de leopardo, portando ciertos adornos, entre ellos, como notable, un saquito colgando del cuello.

Pero no fue su equipo lo que me llamó tanto la atención, ni sus enormes proporciones de guerrero, sino la cara: llevaba las cejas pintadas de blanco y la línea del cabello subrayada del mismo color, pero apenas me di cuenta de tales cosas. Era la expresión: sin humor, implacable, llena de una dignidad y fuerza que requería ser necesariamente apreciada. Los ojos daban la convicción de una sabiduría más allá de mi comprensión, y en ellos no se advertía la menor piedad: sólo una rígida justicia, con la que ni yo mismo hubiera deseado tropezar nunca.

Nosotros, los hombres blancos de este país, estamos inclinados corrientemente a subestimar al hombre negro —yo sé que es así— porque le vemos fuera de su matiz cultural. Los que conocemos han tenido su propia cultura dislocada y arrancada de ellos desde varias generaciones atrás, habiéndoseles impuesto una pseudo-cultura servil por medio de la fuerza y de las circunstancias. Hemos olvidado que el hombre negro tiene una cultura propia, más antigua que la nuestra y más sólidamente arraigada, basada en el carácter y el poder de la mente, más bien que la barata y efímera proporcionada por los dispositivos mecánicos de nuestros tiempos modernos. Es una cultura austera, fuerte y brava sin relaciones sentimentales con lo débil y lo inepto y que no ha muerto.

Me levanté con un respeto involuntario, cuando el doctor Worthington entró en la habitación.

—Vamos a empezar —dijo en una voz perfectamente corriente, y se puso agachado en el suelo a rastras por el piso. Sacó diferentes objetos de la bolsa que llevaba al pecho: un rabo de perro, otro objeto parecido al puño de un hombre negro y otras cosas difíciles de identificar. Se amarró el rabo a la cintura para que le colgara por detrás. Entonces, tomó una de las cosas que llevaba en la bolsa, un objeto pequeño, envuelto en una seda roja, y me dijo:

—¿Quiere usted abrir la caja fuerte?

Lo hice así y le dejé el paso franco. Puso aquel pequeño bulto en el interior, cerró la caja y dio la vuelta al cerrojo de seguridad. Miré interrogativamente a Jedson.

—Tiene su…, bien, alma, en ese paquete y la ha dejado precintada tras el hierro de la caja. No sabe qué peligros puede encontrar todavía. —Y Jedson murmuró—: ¿Ves? —Miré y le vi pasar su dedo pulgar cuidadosamente alrededor del cierre de la caja.

Se volvió al suelo, en el centro de la habitación, y tomó aquel pequeño objeto arrugado y negro de la bolsa, al que acarició afectuosamente

—Este es el padre de mi padre —anunció. Miré aquello más de cerca, y me di cuenta de que era una cabeza humana momificada con algunos cabellos todavía colgándole del borde del cráneo—. ¡Es muy sabio! —continuó en voz tranquila y segura—, y necesito su ayuda y su opinión. Abuelo, éste es su nuevo hijo y su amigo. —Jedson se inclinó respetuosamente y yo me vi haciendo lo mismo—. Necesitan tu auxilio.

Y comenzó a hablar con la cabeza en su propia lengua, escuchando de tanto en tanto y respondiendo adecuadamente. Una vez pareció haberse establecido una disputa, pero debió arreglarse satisfactoriamente, porque la conversación en su extraña lengua cesó. Tras algunos minutos, cesó de hablar y miró a su alrededor. Se quedó mirando a un gancho de la pared, puesto allí para colocar un ventilador eléctrico, situado a bastante altura del suelo.

—¡Allí! —dijo—. Servirá maravillosamente. El abuelo necesita un lugar alto desde el cual poder vigilar. —Y se dirigió hacia el gancho, donde colocó la pequeña cabeza momificada de forma que desde allí viese toda la habitación.

Cuando volvió a su lugar en medio de la estancia, se puso a cuatro pies en el suelo, al modo en que un perro olfatea venteando el origen de algún olor especial, disponiendo la nariz en la misma forma. Iba de un lado a otro, olfateando y respirando profundamente, al igual que un perro de caza cuando se tropieza con una serie de pistas confundidas. La cola colgada de la cintura se puso tensamente enhiesta y se movía como si formara parte de un animal vivo. Su aire y sus maneras remedaban las de un sabueso tan exactamente, que tuve que parpadear confuso, cuando se detuvo un momento y nos dijo:

—Nunca he visto un lugar tan cargado con trazas de magia como éste. Puedo apreciar las de Mrs. Jennings, muy fuertes, y las de sus propios ayudantes de magia comercial. ¡Parece como si aquí se hubiese celebrado la danza de la lluvia y todo un sabat a su alrededor!

Volvió de nuevo a su postura de perro olfateador, sin darnos tiempo a replicar, y comenzó a extender sus investigaciones a un radio más amplio. En un momento dado, pareció haber tropezado con algo importante, porque se detuvo, miró a la cabeza y movió la suya enérgicamente. Entonces esperó.

La respuesta pareció satisfactoria, lanzó un agudo ladrido y se dirigió hacia el fondo de un cajón de un archivo, trabajando desmañadamente, como si tuviera que hacerlo con las patas de un perro, en vez de sus propias manos. Estuvo revolviendo algo en la parte de atrás del cajón, del que sacó algo que metió en su bolsa.

Tras aquello, trotó alegremente alrededor de la estancia por un corto espacio de tiempo, hasta que hubo metido la nariz en todos los rincones. Cuando terminó, volvió al centro de la habitación y declaró seriamente:

—Con esto se tiene ya cuidado de cualquier cosa que ocurra aquí por el momento. Este lugar es el centro de su ataque, y el abuelo está de acuerdo en quedarse aquí y vigilar hasta que podamos atar una soga alrededor de su negocio para impedir el paso de los brujos.

Aquello me perturbó. Estaba seguro que la cabeza me asustaría a la chica y que la sacaría de quicio si la veía. Lo dije tan diplomáticamente como me fue posible.

—¿Qué opinas de eso? —preguntó a la cabeza, y después se volvió hacia mí, tras haber escuchado un momento—. El abuelo dice que está bien, y que no permite que nadie le vea no habiéndole sido presentado. —Y le dio la vuelta, de forma que nadie pudiese advertirla, ni incluso la mujer de la limpieza.

—Y ahora —continuó— quiero comprobar todo lo de mi hermano, en sus negocios, a la primera y más inmediata oportunidad, deseando olfatear igualmente los hogares de ambos para aislarlos contra cualquier daño. Mientras, tengan presente con todo cuidado este aviso que seguirán a rajatabla: no entablen ninguno de ustedes relaciones con extraños, ni tengan objetos que pertenezcan a algún desconocido. Destrúyanlos por el fuego o échenlos al agua corriente para que se pierdan. Ello hará su tarea mucho más simple. He terminado. —Y se volvió hacia el tocador.

Diez minutos más tarde, el digno y académico doctor Worthington estaba fumándose un cigarrillo con nosotros. Yo tuve que mirar a la cabeza arrugada de su abuelo para convencerme a mí mismo de que un lord de la jungla estaba allí presente todavía.

Los negocios iban marchando y no volví a sufrir accidente alguno desde que el doctor Worthington dejó limpio aquel lugar con su visita. Volví nuevamente a desenvolverme bien en mis negocios, obteniendo el debido beneficio y me sentí nuevamente alegre y de buen humor. Recibí una carta de Ditworth, molestándome otra vez con la falsa reclamación de Biddle, pero la archivé en el cesto de los papeles sin dedicarle la menor atención.

Un día, poco antes del mediodía, Feldstein, el agente de los magos, cayó por mi oficina.

—¡Hola, Zack! —le saludé al entrar—. ¿Qué tal van los negocios?

—Mr. Fraser, esa es la peor pregunta de cuantas podía haberme hecho —dijo sacudiendo la cabeza preocupado profundamente—. Los negocios, es terrible.

—¿Por qué dice eso? —pregunté—. Estoy viendo signos de una gran actividad por todas partes

—Las apariencias engañan —insistió en su postura—, especialmente en mis negocios. Dígame, ¿ha oído usted hablar de lo que concierne a lo que ellos llaman «Magia, Sociedad Incorporada»?

—Es divertido —le dije—. Sí que lo he oído, y por primera vez. Esto vino en el correo —y le enseñé una carta sin abrir. En el remite se advertía la siguiente leyenda: «Magia, Sociedad Incorporada. Apartamiento 700. Edificio de la CommonWealth».

Feldstein la miró con asco, como si tuviera veneno, y la inspeccionó.

—A esta gentuza me refería —confirmó—. ¡Los muy rateros!

—¡Vaya! ¿Qué es lo que ocurre, Zack?

—Esta canalla pretende que ningún hombre honrado pueda vivir, Mr. Fraser. —Y se interrumpió ansiosamente—. ¿No es posible continuar haciendo negocios con una persona honrada como siempre, como con usted, por ejemplo?

—Pues claro que sí, Zack. Pero ¿qué es lo que ocurre realmente?

—Léalo. Vamos a ver. —Y me devolvió la carta.

La abrí. El papel era de fina calidad, marcado al agua y con gran lujo de impresión. Eché un vistazo sobre la constitución de la dirección de la Sociedad y de cómo estaba constituida, y quedé impresionado por el calibre de los hombres directivos, grandes hombres todos ellos, excepto un par de nombres entre los directores a quienes no conocía.

En la carta se adjuntaba un prospecto ilustrativo. Era una nueva idea, supongo que aquello era una compañía de magia defendiendo sus propios intereses. Ofrecían proveer todos y cualquiera de los servicios posibles de la magia. El cliente quedaba relevado de la molestia de ir a buscarlo, bastaría llamar a un teléfono, precisar la necesidad requerida y la compañía suministraría el servicio y lo cobraría. Me parecía bastante interesante, en nada diferente a una agencia asociada.

Seguí mirando los párrafos:

«… un servicio totalmente garantizado, respaldado por el capital completo de una Compañía responsable…». Los honorarios resultaban sorprendentemente económicos, resultado seguramente de la eliminación de las comisiones de agentes y por una administración centralizada, «… los servicios darán la más absoluta satisfacción a todos nuestros clientes, ya que están proporcionados por los más capaces y competentes taumaturgos en todos los aspectos, pudiendo afirmar que es la única fuente de verdadera magia de primera clase».

Dejé la carta a un lado.

—¿Por qué preocuparse por esto, Zack? Sólo se trata de otra agencia. Y en cuanto a sus pretensiones…, pero creí haberle oído decir a usted que disponía de los mejores magos, ¿no es cierto?

—Esto es algo muy serio, Mr. Fraser —continuó el contristado Zack—. Esa gente ha comprometido a la mayor parte de mis operadores mágicos de primer orden con salarios y primas que yo no puedo obtener. Y ahora ofrecen esos servicios al público a un bajo precio, imposible de obtener para mí. Es la ruina, como se lo estoy diciendo.

Resultaba un difícil problema. Feldstein era un buen chico que se ganaba duramente el poco dinero que podía atrapar en su trabajo, y que iba destinado a su mujer y a cinco niños, a quienes adoraba.

Pero yo creí que estaba exagerando y que tendía a dramatizar la situación consigo mismo.

—No se preocupe, Zack —le dije—. Yo seguiré como cliente suyo y supongo que así continuarán todos los demás. Ese equipo no habrá reunido a todos los magos, supongo, son demasiado independientes. Fíjese en Ditworth. Trató de hacer su propia asociación. ¿Y qué ha conseguido?

—¡Ditworth! ¡Puaff…! —Y el buen Zack hizo un gesto para escupir que detuvo, recordando que estaba en mi oficina—. ¡Esto es cosa de Ditworth! ¡Es su propia compañía!

—¿Cómo puede usted figurárselo? No aparece en el encabezamiento de la carta.

—Lo he descubierto. Usted ha supuesto que no habría tenido éxito porque usted no le trata. Han tenido una reunión de directores de la asociación —es decir, Ditworth y sus dos secretarios— y votado los contratos sobre la nueva corporación. Después, Ditworth dimite con sus fieles lacayos apareciendo como protectores de una asociación benéfica, y Ditworth en la realidad maneja las dos sociedades. ¡Lo ve usted! ¡Si pudiéramos abrir los libros de «Magia, Sociedad Incorporada» vería usted cómo es el jefe supremo de todo! ¡Lo conozco!

—Me parece increíble —comenté. Y marqué el número que aparecía a la cabecera de la carta.

—Buenos días, al habla «Magia, Sociedad Incorporada» —contestó la voz de una chica.

—Mr. Ditworth, por favor —rogué. La chica pareció vacilar unos segundos y después preguntó a su vez:

—¿Quién llama, por favor?

Aquello me hizo a mí vacilar a mi vez. No deseaba hablar con Ditworth, quería simplemente establecer un hecho concreto. Finalmente, dije:

—Dígale que es de la oficina de Mr. Biddle.

En el acto la chica repuso con trazas de sorpresa en su voz:

—Pero Mr. Ditworth no está ahora en la oficina, se fue hace una hora a esa oficina. ¿No ha llegado todavía?

—Oh —repuse—, quizás esté con el jefe y no le he visto llegar. Lo siento. —Y colgué.

—Creo que tiene usted razón —admití, volviéndome hacia Feldstein.

Zack estaba demasiado preocupado para alegrarse por ello.

—Mire —dijo—. Me gustaría que viniese usted a almorzar conmigo y así podríamos hablar más detenidamente sobre esto.

—Pero es que tengo el compromiso de la Cámara de Comercio para almorzar. Venga conmigo y así hablaremos durante el camino. Usted es miembro también.

—De acuerdo —asintió entristecido—. Quizá no pueda permitirme el lujo de serlo por mucho tiempo.

Llegamos a la Cámara de Comercio poco después y tuvimos que tomar asiento en sitios separados. El tesorero me puso el gato bajo las narices y me dijo:

—Retuércele el rabo. —Me pedía una multa de diez centavos por haber llegado tarde. El «gato» era una Sartén corriente para freír, con el timbre de una bicicleta montado en el mango. Pagábamos todas las multas, poniéndolas en la sartén, lo que resultaba una fuente de ingresos para la tesorería de la Cámara y una forma de divertirse. El tesorero nos mostraba la sartén y al pagar la multa tocábamos el timbre.

Me saqué rápidamente la moneda y la eché en el «gato». Steve Harris, que tenía una agencia de automóviles, gritó:

—¡Bien! ¡Haced que pague el escocés! —y me tiró un panecillo.

—Diez centavos por el desorden —anunció nuestro Presidente, Norman Somers, sin levantar la vista. El tesorero se llevó el «gato» hacia donde estaba sentado Steve. Oí cómo la moneda sonaba en la sartén y el timbre volvió a sonar.

—¿Qué es lo que ocurre? —preguntó Somers.

—Otro de los trucos de Steve —dijo el tesorero con voz cansada—. Monedas falsas esta vez. —Steve había puesto una moneda sintética que un amigo mago le había fabricado. Naturalmente, cuando chocaba con el hierro se fundía.

—Dos multas por falsificación, además —decidió Somers—, y que le arresten. Que den parte al Fiscal de los Estados Unidos —bromeó el Presidente, adoptando un tono muy serio.

—¿No podría terminar primero mi almuerzo? —suplicó cómicamente Steve. Puso las dos multas reclamadas en el «gato».

—Steve, mejor será que te diviertas mientras puedas —comentó Al Donahue, que poseía una cadena de restaurantes—. Cuando firmes el contrato con Magia Sociedad Incorporada, podrás divertirte, pero suprimiendo los trucos mágicos que sueles emplear. —Yo puse atención en aquello y escuché atentamente.

—¿Quién dice que voy a unirme a ellos?

—¡Vaya, ni que decir tiene que lo harás! Es la cosa más lógica el hacerlo. No estarás durmiendo.

—Pero ¿por qué tendría que hacerlo?

—¿Que por qué? Pues porque es la dirección que marca el progreso, hombre. Toma mi caso como ejemplo. Yo había puesto en acción la más fantástica forma de hacer que desaparecieran los postres en todos mis restaurantes. Puedes comerte tres, si lo deseas, sin sentirte harto y sin que ganes una onza de peso. Ahora estaba perdiendo algún dinero con la innovación, pero ya verás cuando se den cuenta las mujeres. Pero ahora, Magia Sociedad Incorporada lo ha tomado por su cuenta y me ofrece la misma cosa a un precio que me permite además ganar mucho dinero. Naturalmente, he aceptado.

—Bien, de acuerdo; pero suponte que te suben los precios después y ya no tengas a ninguno de los magos competentes de la ciudad a tu disposición…

Donahue sonrió con un aire irritante de superioridad.

—Tengo un contrato en regla.

—¿Sí? ¿Cuánto tiempo durará? ¿Leíste bien la cláusula de cancelación?

Supe de lo que se estaba hablando, aunque Donahue no lo imaginase, y me había hecho cargo de todo el asunto. Hacía unos cinco años, una firma de Portland llegó a la ciudad y empezó a vender a los pequeños clientes y a rebajar los precios a los demás. Bajaron el precio del cemento desde sesenta centavos hasta treinta y cinco el saco y destruyeron a sus competidores. Después, una vez dueños de la situación, hicieron subir el producto hasta un dólar veinticinco centavos. Acabaron recibiendo una buena paliza antes de darse cuenta de lo que les había sucedido.

Todos tuvimos que callarnos, cuando el anciano B. J. Timken anunció que iba a tomar la palabra. Nos habló sobre «Cooperación y Servicio». Aunque no era exactamente un orador deslumbrador, tenía ideas inspiradas que exponer acerca de cómo los hombres de negocios podrían servir a la comunidad y ayudarse unos a otros, lo que me alegró.

Tras el aplauso final por su disertación, Norman Somers agradeció al viejo B. J. su intervención y clausuró la reunión.

—Esto es todo por hoy, caballeros; a menos que no haya algún nuevo asunto que exponer ante la Casa…

Jedson se puso en pie. Estaba sentado de espaldas a él y no me había dado cuenta de su presencia.

—Creo, señor Presidente, que hay, efectivamente, un asunto muy importante de que tratar. Solicito la indulgencia de esa Presidencia para unos minutos de discusión informal.

—Desde luego que sí, Joe —repuso Somers—, si usted considera que es importante.

—Gracias, creo que lo es. Se trata en realidad de una extensión en la discusión sostenida entre nuestros compañeros y amigos Al Donahue y Steve Harris, con anterioridad a la reunión de la Cámara. Creo que se ha producido un importante cambio en las condiciones de los negocios de nuestra ciudad, con algo que se nos ha pasado junto a nuestros propios ojos sin haberlo notado, excepto cuando comienza a afectar directamente a nuestros asuntos. Me refiero al comercio en magia comercial. ¿Cuántos de vosotros empleáis la magia en vuestros negocios? Que levanten las manos. —Todas las manos se alzaron, excepto las de un par de abogados. Personalmente yo había creído siempre que ellos también eran brujos.

—Bien, de acuerdo —continuó Jedson—. Pueden bajarlas. Lo sabíamos, todos la usamos. La usamos para los asuntos textiles. Hank Manning, aquí presente, no usa otra cosa para el lavado y el planchado y probablemente la utiliza también para los tintes de la ropa. Wally Haight la emplea para el terminado final de los muebles. Los Almacenes Le Bon Marché la emplean igualmente, sobre todo en el departamento de los juguetes. Y ahora deseo hacer otra pregunta: ¿En cuántos casos el porcentaje de los costos se carga a la magia en mayor cuantía que a vuestro margen de beneficios? Pensad un momento antes de responder. —Hizo una pausa y añadió—: Podéis levantar las manos.

Se alzaron tantas como en la vez anterior.

—Aquí está el quid de la cuestión principal. Hemos conseguido instalar la magia en los negocios. Si alguien consigue echar la garra al sistema de lo mágico en nuestra comunidad, quedamos todos a su merced. Tendríamos que vernos obligados a pagar los precios que nos señalaran, cargar los precios que se nos digan y quedarnos con el beneficio que quedara… o abandonar el negocio.

El Presidente le interrumpió:

—Un momento, Joe. Dando por sentado que eso sea cierto —y lo es, por supuesto—, ¿tiene usted alguna razón para sentir que nos hallamos enfrentados con cualquier emergencia particular en la materia?

—Sí, la tengo. —La voz de Joe era segura y hablaba muy en serio—. Pequeñas razones, la mayor parte de ellas, pero que vienen a añadirse para convencerme de que algo se está tramando para una conspiración en aniquilar el comercio. —Y Jedson contó rápidamente la historia del intento de Ditworth para organizar a los magos y a sus clientes dentro de una asociación, presumiblemente para levantar y dignificar la eficacia de la profesión en apariencia, y de qué forma la asociación benéfica que aparecía como cosa altruista, de pronto salía a la luz pública como un gran capital en una corporación que ya estaba en vías de convertirse en un monopolio.

—Espera un momento, Joe —intervino Ed Parmelee, que tenía un negocio de trabajos a destajo—. Creo que la asociación esa es una magnífica idea. Yo estaba amenazado por una rata asquerosa, quien trataba de intimidarme a permitirle que eligiese a mis magos. Lo descarté con esta asociación, quien desde ahora se cuida de todo y no he vuelto a tener más problemas. Creo que una organización que pueda terminar con los rateros y los atracadores es una maravillosa idea y un gran logro.

—Has firmado con esa asociación para obtener su ayuda, ¿verdad?

—Pues naturalmente, eso es completamente razonable…

—¿Y no es posible que tu «gánster» consiguiera lo que se proponía cuando firmaste ese contrato?

—Eso me parece un completo disparate, Joe.

—Yo no lo diría así —persistió Jedson—, esa es la explicación, pero es una distinta posibilidad. No sería la primera vez que los monopolistas usen escuadrones armados con su mano izquierda para obtener la coacción que su mano derecha no podría conseguir legalmente. Estoy pensando si algunos más de entre vosotros no tienen alguna experiencia similar.

Estaba claro que realmente así era, ciertamente. Se veía que muchos se hallaban pensativos.

Uno de los abogados presentes hizo una pregunta formalmente a través de la Presidencia.

—Señor Presidente, suponiendo que la asociación haya pasado a convertirse en Magia Sociedad Incorporada, ¿es la asociación en sí otra cosa distinta de una asociación de magos? Si es así, tienen un derecho legal a organizarse.

Norman se volvió hacia Jedson.

—¿Quieres responder a eso, Joe?

—Desde luego que sí. No se trata de una unión, en absoluto. Es algo paralelo a la situación en la cual todos los carpinteros de la ciudad son empleados de un solo contratista, para tratar con cualquiera de ellos, hay que hacerlo con el contratista, o nadie construye una casa. Entonces, todo queda reducido a un caso de monopolio, si es un monopolio. Este Estado tiene su Pequeña Acta, Sherman, y se les puede perseguir legalmente por ello. Creo que veréis claramente que se trata, en efecto, de un monopolio. ¿Se han dado ustedes cuenta que no hay ningún mago presente en la reunión de hoy?

Todos miramos a nuestro alrededor. Era perfectamente cierto.

—Pienso que podríais esperar —siguió Jedson imperturbable— encontrar a los magos representados en esta Cámara por algún directivo de Magia Sociedad Incorporada. Y con respecto a una intervención legal —y se sacó del bolsillo un periódico—, ¿ha prestado alguien atención a la llamada del gobernador para una sesión especial de la legislatura?

Al Donahue hizo notar enfáticamente que él estaba demasiado ocupado con sus negocios para perder el tiempo con cosas de política. Era una pulla lanzada deliberadamente contra Joe, ya que todos sabían que Jedson era miembro de una junta política y empleaba bastante tiempo en asuntos cívicos. La pulla debió escocer a Jedson, ya que añadió:

—Al, creo que será bueno que algunos de nosotros nos ocupemos de cosas de gobierno, o te despertarás alguna mañana para descubrir que han robado las aceras de la calle frente a tu casa.

El Presidente llamó al orden, Joe pidió excusas. Donahue murmuró algo entre dientes acerca de que todo lo político era una cosa sucia, y que cualquier persona ligada a la política tenía algo al fin de podrido. Alcancé un cenicero con el que golpeé sobre un vaso de agua que cayó sobre Donahue. Esto ocupó su mente por unos instantes. Joe continuó hablando.

—Desde luego, sabíamos que se iba a celebrar una sesión especial por diversas razones, pero cuando publicaron la agenda que servirá de guía, anoche, encontré que al final de todo había un capítulo sobre la «Regulación de la Taumaturgia». Yo no podía creer que hubiese ninguna razón para tratar tal materia en una sesión especial, a menos que algo ocurriera. Me fui al teléfono y llamé a un amigo mío en el Capitolio, miembro del comité. No sabía nada del asunto, pero quedó en llamarme más tarde. He aquí lo que descubrió: el artículo a discutir fue incluido en la agenda a solicitud de algunos de los que apoyaron la campaña del gobernador, pero él no tenía interés especial por sí mismo. Nadie parecía saber de qué se trataba, pero ya se ha echado a la tolva un proyecto de ley al respecto. —Se produjo una interrupción, alguien deseaba conocer a qué se refería aquel proyecto de ley.

—Estoy tratando de decirlo, amigos —dijo Jedson impaciente—. El proyecto de ley tiene un fin específico bajo un solo título, no sabremos su contenido hasta que se halle considerado y discutido en el comité. Pero he aquí el título: Un proyecto de ley para establecer las Regulaciones para los Taumaturgos, encauzar la práctica de la Profesión Taumatúrgica, proveer por decreto una Comisión para examinar, dar títulos, administrar, etcétera. Como podéis ver, esto no es en sí un título claramente establecido, es como un ómnibus, dentro del cual ellos pueden poner cualquier especie de legislación relacionada con la magia, incluyendo un resumen de regulación antimonopolio, si optan por ello.

Se produjo un corto silencio tras las palabras finales de Jedson. Creo que todos nosotros estábamos reflexionando sobre el particular. Alguien preguntó:

—¿Y qué crees que deberíamos hacer?

—Bien —repuso Joe continuando su disertación—, debemos, al menos, tener nuestra propia representación en el Capitolio para protegernos en esta lucha. Además, hemos de estar preparados para someter nuestro propio proyecto de ley, por si hay algún truco que nos perjudique, y luchar hasta obtener el mejor arreglo que podamos conseguir. Deberíamos contar, al menos también, con alguna arma con que defendernos del acta antitrust del Estado, al menos, en lo que concierne a la magia. —Hizo un gesto y añadió—: Estos cuatro «por lo menos», creo yo.

—¿Por qué no puede la Cámara de Comercio del Estado manejar el asunto por nosotros? Allí se mantiene una oficina legislativa.

—Seguro que sí; disponen de un puesto en el Capitolio, pero sabéis muy bien que la Cámara del Estado no tiene tratos de igual a igual con pequeños hombres de negocios. No podemos depender de ellos, actualmente tenemos que luchar contra ellos.

Se produjo un sordo rumor de comentarios tras haber tomado asiento Joe. Todo el mundo tenía sus propias ideas sobre lo que había que hacer, y trataba de expresarlas inmediatamente. Se hizo evidente que no existía un acuerdo general, después de lo cual Somers suspendió la sesión con el anuncio de que aquellos que estuviesen interesados en enviar un representante al Capitolio, podrían quedarse. Unos cuantos, los de la opinión de Donahue, se marcharon, y el resto de nosotros continuó, con Somers de nuevo en la Presidencia. Se sugirió que Jedson sería el único elemento digno de ir y todos estuvimos de acuerdo en ello.

Feldstein se puso en pie y pronunció un corto discurso con lágrimas en los ojos. Anduvo errabundo en sus expresiones, y parecía no ir concretamente a ningún lugar; pero finalmente lo consiguió y expresó su esperanza de que Jedson necesitara todo el esfuerzo de un buen guerrero para hacer algo bueno en el Capitolio y que, además, debería ser compensado por sus gastos y su pérdida de tiempo. Lo que más nos dejó asombrados, fue que uniendo la acción a la palabra se sacó del bolsillo un rollo de billetes, contando hasta mil dólares que mostró y puso ante Joe.

Aquel despliegue de sinceridad hizo que fuera elegido administrador de la Cámara por consentimiento general, y las suscripciones siguieron a buen ritmo inmediatamente. Yo me uní a la donación de Zack, aunque hubiera deseado que no se hubiera mostrado tan impetuoso. Creo que Feldstein debió cambiar ligeramente de sentimiento algo más tarde, porque previno a Jedson de comportarse económicamente y no despilfarrar mucho dinero invitando a licores para «aquellos parlanchines del Capitolio».

Jedson sacudió la cabeza y manifestó que aunque tenía la intención de pagarse sus propios gastos, debería tener atribuciones para gastar del fondo lo que fuera necesario, particularmente con respecto al gasto de representación propio de su comisión. Dijo también que había poco tiempo para emplearlo en dulces y retóricos argumentos y en patriotismo desinteresado, y que algunos de aquellos cabezas de chorlito no tenían mejor opinión que una veleta al viento y votarían a favor del último hombre con el que hubieran estado bebiendo un trago.

Alguno hizo una chocante alusión al soborno.

—No intentaré sobornar a nadie —dijo Jedson con energía en la voz—. Si llegara el caso de plantearse el soborno, estaremos en condiciones de darle alguna forma. Estoy rezando para que todavía haya hombres cabales y enteros con quienes poder contar para que voten en justicia nuestras justas pretensiones y hablen persuasivamente con fuerza y con dignidad.

Tomé la decisión de allí en adelante de prestar atención a las cuestiones políticas, ya que se daba el caso de que yo no conocía siquiera el nombre de mi propio legislador. ¿Cómo podría conocer si era o no un hombre de calibre o un oportunista barato?

Y así fue cómo Jedson, Bodie y yo nos vimos en el tren, camino del Capitolio.

Bodie vino con nosotros porque Jedson deseaba un mago de primera categoría para que pudiese resolver algún caso de magia imprevisto. Nunca se sabía lo que pudiera ocurrir. Yo iba por mi propio deseo. Nunca había visto el Capitolio, excepto yendo de paso por el exterior, y estaba interesado en ver cómo se hacían y promulgaban las leyes.

Jedson fue derecho a la oficina de la Secretaría del Estado para registrar su presencia en las sesiones, mientras que Bodie y yo llevamos el equipaje al Hotel Constitucion y alquilamos las habitaciones. Mrs. Logan, amiga de Joe y perteneciente al comité de mujeres, apareció por allí antes de que llegara Joe.

Jedson nos había hablado mucho de Sally Logan durante el viaje por tren. Según él, aquella mujer parecía combinar una suma destreza e inteligencia con una integridad de gran corazón, algo así como una mezcla de Maquiavelo y Oliver Wendell Holmes, juntos en una pieza. Me sorprendí del entusiasmo que puso en su descripción, ya que con frecuencia le oía hablar pestes de las mujeres en la política.

—Pero no comprendes, Archie —me dijo—. Sally no es una mujer política, es sencillamente una política, sin consideración especial alguna a su sexo. Ella puede levantarse y librar la más fuerte batalla contra el político más duro de la Colina. Lo que digo siempre con respecto a las mujeres metidas en política es cierto, pero no prueba nada acerca de una mujer en particular. Esto es así, amigo mío. La mayor parte de las mujeres en los Estados Unidos, tienen una visión mezquina y corta y un individualismo aldeano, resultante de la tradición romántica, creada por el hombre del siglo pasado. Dijeron que eran criaturas superiores, un poco más cerca de los ángeles que ningún otro ser existente en la Tierra. No fueron impulsadas a pensar ni a asumir responsabilidades sociales. Hace falta una mente poderosa para romper con tal suerte de acondicionamiento, y la mayor parte de las mentalidades no están sencillamente aptas para ello, sean hombres o mujeres. En consecuencia, las mujeres, como electores, están siempre propensas a dejarse llevar por su romanticismo sin sentido. Ellas pueden ser más fácilmente halagadas en su vanidad que los hombres. En política, su rectitud respecto a la virtud combinada con su entrenamiento esencialmente aldeano, da como resultado un tipo reducido de mentalidad, verdaderamente lamentable. Pero Sally no es así, ella tiene a su favor una gran mentalidad, capaz de realizar la obra del gran público.

—¿No estarás enamorado de ella, verdad?

—¿Quién, yo? Sally es una mujer casada y feliz, que tiene dos de los chicos más hermosos que conozco.

—¿Y qué hace su marido?

—Es un abogado. Uno de los que apoyaron al gobernador. Sally consiguió su carrera política a través de empujar a su marido en una campaña.

—¿Y cuál es su posición oficial?

—Ninguna. Es la mano derecha del gobernador. Esa es su fuerza. Sally no ha tenido nunca un puesto de favor político, ni ha sido pagada por sus servicios.

Tras estas explicaciones, me hallaba ansioso de encontrarme con el original tan bien descrito. Cuando llamó por teléfono yo estaba a punto de responder que bajaría a recibirla, pero me advirtió que ya venía a vernos. Yo me quedé un poco embrollado por aquella informalidad, a mi juicio, sin saber que los políticos no consideran la habitación de un hotel como dormitorios, sino como oficinas para negocios.

Cuando le abrí la puerta para que entrase, me dijo:

—¿Es usted Archie Fraser, verdad? Yo soy Sally Logan. ¿Dónde está Joe?

—Volverá pronto. ¿No quiere sentarse y esperar un poco?

—Gracias. —Se acomodó en un sillón, se quitó el sombrero y se sacudió el cabello. La miré, con atención concentrada.

Yo había esperado subconscientemente algo casi formidable en forma de una matrona algo hombruna. Lo que estaba viendo era una mujer joven, estupenda, de un rubio espléndido en sus cabellos y su piel y unos bellos ojos francos y sinceros. Era una mujer enteramente femenina, que no sobrepasaría los treinta años y en toda ella resplandecía algo tremendamente ostensible que inspiraba seguridad y confianza.

Me hizo pensar en las ferias del condado, en el agua del pozo y en pasteles azucarados.

—Me temo que esto vaya a ser una ruda proposición —empezó a decir inmediatamente—. No pensaba que habría mucho interés en el asunto, e incluso sigo pensándolo así; pero alguien sigue teniendo una sólida postura alineada por el proyecto de ley 22 en la Asamblea, esto es, el proyecto que enuncié a Joe por telégrafo. ¿Qué planean ustedes hacer, luchar directamente para destruirlo, o someter un proyecto que lo substituya?

—Jedson bosquejó un acta con ayuda de algunos de sus amigos del Medio Mundo y un par de abogados. ¿Quiere verla?

—Por favor. Me detuve en la imprenta de la Oficina del Estado y conseguí unas cuantas copias del proyecto que quieren ustedes combatir, el AB-22. Lo cambiaremos.

Estaba tratando de traducir el lenguaje que los abogados usan cuando escriben estatutos, cuando llegó Jedson. Tocó amistosamente la mejilla de Sally sin hablar, y ella le cogió las manos estrechándoselas, continuando su lectura. Jedson comenzó a leer sobre mi hombro. Se lo di.

—¿Qué piensas de ello, Joe? —preguntó Sally.

—Peor de lo que esperaba —replicó mi amigo—. Fíjate en el párrafo siete…

—No lo he leído todavía.

—Bien, en primer lugar se reconoce a la asociación como una corporación semipública, como el Colegio de Abogados, por ejemplo, y le permite iniciar sus acciones ante la comisión. Eso significa que cualquier mago no tiene otro remedio que acogerse a la asociación de Ditworth y andarse con mucho cuidado de no ofenderlo en nada.

—Pero ¿cómo puede eso ser legal? —pregunté—. A mí me suena a anticonstitucional y probaría que la ley no se aplica por igual…, una asociación privada como esa…

—Hay demasiados precedentes, hijo. Las Corporaciones para promover las Ferias Mundiales, por ejemplo. Están oficialmente reconocidas e incluso autorizadas a imponer impuestos. Y por lo que respecta a la anticonstitucionalidad, ya te las verías para demostrar que la ley no se aplica por igual…

—Pero de algún modo un brujo conseguiría una audiencia ante la Comisión…

—Seguro que sí, pero aquí viene lo fastidioso del asunto. La Comisión tiene muy amplios poderes, poderes casi ilimitados sobre todas las cosas relacionadas con la magia. El proyecto de ley está repleto de frases como «razonable y apropiado», lo cual significa que el límite está en el cielo, sin nada más que la decencia y buen sentido de los comisionados para restringirlos. Esa es mi objeción a las Comisiones en gobierno…, que la ley no puede ser nunca igualmente impartida bajo su control. Tienen poderes legislativos delegados, y la ley se hace en la forma en que ellos la entienden. Es como si te encararas con un consejo de guerra en campaña, alrededor de un tambor. En este caso, hay nueve comisionados provistos, seis de los cuales necesitan ser magos con licencia de primera clase. No creo necesario llamar la atención de que unos pocos apoyos intencionados a la comisión original la volverán una oligarquía, perpetuándose por sí misma a través de sus poderes para otorgar los títulos.

Sally y Joe se marcharon a ver a un legislador a quien pensaban podrían considerar como patrocinador de nuestro proyecto, en consecuencia, me llevaron al Capitolio. Yo deseaba escuchar algo del debate.

Me produjo una cierta emoción subir los grandes escalones amplios y magníficos de la residencia del Estado. La vieja y fea construcción masiva parecía representar algo duro en el carácter del pueblo americano, la determinación de los hombres libres para manejar sus propios asuntos. Nuestro problema parecía allí algo pequeño e insignificante, no obstante digno de trabajar por él, como uno de los ejemplos de la larga historia del problema general de autogobernarse.

Noté algo conforme me aproximaba a las grandes puertas de bronce de la entrada principal, el contratista de la obra exterior había hecho su agosto, la mezcla de mortero de la obra no tenía más riqueza que la proporción de uno a seis.

Me decidí por la Asamblea, más bien que por el Senado, porque Sally dijo que allí se planteaban y discutían las cosas de una forma más vigorosa. Cuando entré, en el gran salón estaban discutiendo una resolución para investigar el alquitranado y revestimiento del mes anterior de tres trabajadores agrícolas cerca de la ciudad de Six Point. Sally había hecho notar que se hallaba en la agenda del día, pero que no se llevaría mucho tiempo, porque los ponentes de la resolución no lo deseaban realmente. No obstante, el Consejo Central del Trabajo había pasado una resolución solicitándolo, y los miembros que apoyaban a los trabajadores persistían en su actitud.

La razón por la que ellos solamente podían ir adelante a través de las mociones de solicitud para una investigación, era que los organizadores no eran realmente seres humanos, sino mandrágoras, un hecho del cual el consejo de Estado no había estado advertido cuando solicitaron la investigación. Puesto que la fabricación de las mandrágoras es la más negra especie de la magia negra y altamente ilegal, necesitaban alguna forma de enterrar el asunto sin ruido. El uso de las mandrágoras siempre había sido opuesto al trabajo organizado, puesto que se desplazaba a los hombres de carne y hueso, hombres que tenían familias que mantener. Por la misma razón, se oponían a los facsímiles sintéticos y a los homúnculos. Pero era bien sabido que los sindicatos no se oponían al uso de las mandrágoras o facsímiles humanos cuando servían a sus propósitos, tales como poner estacas, servir de grupos de presión, y cosas así. Supongo que creían justificado el emplear el fuego para luchar contra el fuego. Los homúnculos no se utilizaban teniendo en cuenta su tamaño, ya que eran demasiado pequeños para pasar por hombres.

Si Sally no me hubiera prevenido, no hubiera sabido lo que allí se desarrollaba. Cada uno de los delegados, de los trabajadores se levantó exigiendo el derecho a establecer los términos de una resolución para investigar. Cuando todos estuvieron de acuerdo, alguno propuso que el asunto quedara pendiente hasta que el gran jurado del condado a quien correspondía, lo exhibiese en la próxima reunión. Esta moción fue votada sin debate y sin protesta alguna, aunque prácticamente no había miembros presentes, excepto aquellos que habían hablado en favor de la resolución original, por tanto, aquella moción pasó fácilmente.

Se planteó después la producción usual de proyectos de ley de la industria petrolífera citados en la agenda, tales como los que pueden leerse en cualquier periódico cada vez que hay una sesión de la legislatura. Uno de ellos era el próximo punto a discutir en el calendario del día, un proyecto que proponía que el gobernador negociara un tratado con los gnomos, bajo el cual, los gnomos podrían ayudar a los ingenieros petrolíferos en sus prospecciones y, por añadidura, podrían adiestrar a los humanos en métodos de perforación, para que el gas natural mantuviera su presión bajo el terreno en la medida precisa para que ayudase al petróleo a surgir a la superficie. Creo que aquella era la idea, aunque no soy un técnico en cuestiones del petróleo.

El ponente habló primero.

—Señor Presidente —dijo—, solicito un «Sí» votando este proyecto AB 79. Su propósito es muy sencillo, y las ventajas obvias. Una muy grande parte del costo de recobrar el aceite crudo del suelo, yace en la incertidumbre de su prospección y el perforado. Con la ayuda del Pequeño Pueblo, este asunto quedará reducido a una estimación evaluada en un siete por ciento de su costo presente en dólares y el precio de la gasolina y de los demás productos derivados serán reducidos ostensiblemente para el pueblo. La cuestión de la presión del gas bajo tierra es cosa algo más técnica; pero es suficiente con decir, en números redondos, que un millar de pies cúbicos de gas natural basta para sacar un barril de petróleo a la superficie. Si podemos conseguir una inteligente supervisión de las operaciones del perforado a gran profundidad bajo el terreno, donde ningún ser humano puede ir, haríamos el uso más económico de este precioso empuje del gas natural. La sola objeción racional hacia este proyecto de ley descansa en si podemos tratar o no con los gnomos en términos favorables. Creo que podemos, ya que la Administración tiene algunas excelentes relaciones en el Medio Mundo. Los gnomos están deseando negociar, con objeto de poner punto final a la presente situación de caos en que los ingenieros humanos perforan a ciegas, a veces destrozando sus hogares y, con cierta frecuencia, violando sus lugares sagrados. Ellos reclaman, y con razón, que todo lo que está bajo la superficie de la tierra es su reino, pero nosotros deseamos hacer cualquier razonable concesión para terminar con lo que es para ellos un perjuicio intolerable. Si este tratado se lleva a buen fin, esperamos poder concertar otros que nos permitan explotar todos los metales y recursos minerales de este Estado bajo condiciones altamente favorables para nosotros y de ningún modo dañinas para los gnomos, ¡imagínese, por favor, tener a un gnomo con sus ojos de Rayos X viendo a través de una montaña y localizar una rica veta de oro!

Aquello me pareció muy razonable, excepto que habiendo visto una vez al rey de los gnomos, no confiaría en él muy lejos, a menos que Mrs. Jennings hiciera la negociación.

Tan pronto como el ponente se sentó, otro miembro se puso en pie y denunció al anterior con el mismo vigor. Era el más anciano de los miembros y juzgué que sería un abogado. Su acento le situaba en la parte norte del Estado, bien lejos del terreno del petróleo.

—Señor Presidente —solicitó—, demando un «No» categórico en el voto. ¿Quién podría soñar que una legislatura americana se humillase frente a tan degradante absurdo? ¿Ha visto alguno de ustedes a un gnomo? ¿Tienen ustedes alguna razón que exponer para creer que los gnomos existen? Esta es una pieza de trapacería política para poner al público fuera de su debida postura ante los recursos naturales de nuestro gran Estado…

Fue interrumpido por una pregunta:

—¿Quiere con esto el honorable miembro del Condado de Lincoln dar a entender que no cree en lo mágico? Quizá no crea tampoco en la radio o en el teléfono.

—En absoluto. Si la Presidencia lo permite, estableceré mi posición tan claramente que incluso mi respetado colega del otro lado de la Casa lo comprenderá. Existen ciertos notables progresos en el conocimiento humano de uso general, que son comúnmente relacionados por la gente corriente como magia. Esos principios son bien comprendidos y se enseñan, puedo decirlo, felizmente, por nuestras grandes instituciones de Enseñanza Superior. Yo siento el mayor respeto por los que las practican. Pero como yo lo comprendo, aunque no soy ningún practicante de la gran ciencia, no existe nada en ello que requiera la fe en la existencia real del Pequeño Pueblo. Pero, permítaseme estipular, en gracia al argumento, que ese Pequeño Pueblo exista. ¿Hay alguna razón para pagar propinas a esos residentes del inframundo? —Y esperó a que su argumento pudiese ser bien apreciado. Pero no lo fue—. Por tanto, podemos considerarlo como legal y, en derecho, de nuestra propiedad. Si este ridículo principio se lleva a lógica conclusión, ¡los granjeros y lecheros de mi condado a quienes yo me siento orgulloso de nombrar entre mis electores, estarán precisados a pagar contribución a los duendes, antes de ordeñar sus vacas!

Alguien se deslizó junto a mí en el asiento contiguo. Miré y vi que era Jedson, a quien interrogué con los ojos.

—No hay nada que hacer ahora —murmuró—. Tenemos algún tiempo que matar y pensé que podría hacerlo aquí. —Puso atención al debate.

Alguien se levantó para replicar al viejo orador que acababa de consumir su turno con el complejo de Daniel Webster.

—Señor Presidente: si el honorable miembro está completamente cierto en su discurso —no sé exactamente por qué oficina electoral habla—, me gustaría invitar la atención de su cuerpo electoral, al precedente establecimiento de la jurisprudencia de los elementos de cada naturaleza, no solamente en la Ley Mosaica, la Ley Romana, la Ley común inglesa, sino también en el tribunal de apelación del vecino Estado del Sur. Confío en que cualquiera que posea un conocimiento elemental de la ley, reconocerá el caso que tengo en la mente, sin citarlo, pero que será en beneficio de…

—¡Señor Presidente! Deseo que se invite a eliminar esas últimas palabras.

—Una estratagema para ganar terreno —murmuró Joe.

—Es el propósito del honorable miembro que me precedió, el implicar…

Y así continuó, monótona y pesadamente, su discurso. Me volví a Jedson para preguntarle.

—No puedo figurarme qué es lo que está diciendo este individuo con respecto a las vacas. ¿Se trata de prejuicios religiosos?

—En parte sí, viene de un distrito conservador. Pero está adherido a los del petróleo, como elementos independientes. No desean que el Estado fije las condiciones, piensan que sería mejor tratar directamente con los gnomos.

—Pero ¿qué interés tiene en el petróleo? No hay petróleo en ese distrito.

—No, pero hay una denuncia establecida y el correspondiente aviso a campo abierto. La misma compañía que controla a esos llamados petrolíferos independientes mantiene un grupo de votantes en la Corporación de Avisos del Condado. Lo que puede ser importantísimo para él cuando llegue el momento de las elecciones.

El Presidente miró en dirección a nosotros y un sargento en armas nos amenazó con venir hacia nosotros. Nos callamos. Alguien solicitó la orden del día. El proyecto sobre el petróleo se dejó a un lado y se puso sobre el tapete el correspondiente al de la magia.

Era un proyecto de ley para poner al margen de ella a todo lo mágico, lo relativo a la brujería y a la taumaturgia.

Ninguno habló de él, excepto el ponente, que se embarcó en una diatriba que era más académica que lógica. Se refirió extensivamente a los Comentarios de Blachstone y a los informes de los procesos de Massachusetts y terminó con un gesto patético echando la cabeza hacia atrás y un dedo apuntando hacia el cielo y gritando:

—¡Tú no permitirás que viva ningún brujo!

Nadie se molestó en hablar contra él, se votó la moción inmediatamente, sin censura alguna, y ante mi mayor asombro pasó sin un solo voto en contra. Me volví a Jedson y vi cómo sonreía ante mi propia expresión.

—Eso no significa nada, Archie —me dijo con calma.

—¿Y eso?

—Es el caballo de varas que tiene que introducir ese proyecto para agradar a un bloque de sus electores.

—¿Quieres decir que ni él mismo cree en ese proyecto de ley?

—Seguramente que sí lo cree; pero también sabe que es cosa sin esperanza. Se ha convenido, evidentemente, en dejarlo pasar por la Asamblea en esta sesión, para que tenga algo que contar a su gente. Ahora, irá al Comité del Senado para morir allí, nadie volverá más a oír hablar nuevamente del asunto.

Supongo que nos estaban oyendo demasiado fuertemente, porque mi respuesta nos provocó una irritada mirada del Presidente. Nos levantamos rápidamente y salimos.

Una vez fuera pregunté a Joe qué había ocurrido para que se marchara tan pronto.

—No quería tocar el asunto —me dijo—. Ha dicho que no permitiría que se pusieran obstáculos a la asociación.

—¿Y acabará eso con nosotros?

—En absoluto. Sally y yo iremos a ver a otro miembro después de almorzar. Ahora está comprometida con otro comité.

Nos detuvimos en un restaurante donde Jedson se había citado con Sally Logan. Jedson encargó el almuerzo y yo pedí dos latas de cerveza desvitalizada, insistiendo en que me la trajeran en envases precintados.

Me gusta beberla, pero en cierta ocasión pagué por el licor de un brujo y recibí a cambio una buena intoxicación. De aquí el beber siempre en recipientes precintados.

Durante un rato permanecí bebiendo a sorbos y pensando en cuanto había escuchado durante la mañana en la Asamblea, especialmente en el proyecto relativo a la magia. Cuanto más lo pensaba, más confuso me sentía. El país había conseguido muchas cosas en los viejos tiempos antes de que la magia se hubiese convertido en cosa popular y comercialmente expandida. Era un quebradero de cabeza en muchos aspectos, incluso dejando aparte nuestros presentes problemas con los atracadores y monopolistas. Finalmente expresé mi opinión a Jedson.

Pero él estuvo en desacuerdo. Según él, la prohibición no va bien en ningún aspecto. Mi amigo opinaba que cualquier cosa que pueda ser suministrada y que la gente precise, debe ser obtenida, con la ley o sin ella. Prohibir la magia sería simplemente volver al tiempo de los fulleros y a la magia negra.

—Considero las cosas de lo mágico como tú —continuó Jedson—. Pero es algo similar a lo que ocurre con las armas de fuego. Ciertas armas dan lugar a que alguien cometa un asesinato y escape del crimen. Pero el daño estaba ya hecho desde el momento en que se inventaron. Todo lo que hay que hacer es usarlas debidamente. Hay cosas, como el Acta Sullivan, que no prohíbe a los bribones y granujas que lleven armas y las usen, simplemente procura que no sean empleadas por la gente honesta. Igual ocurre con la magia. Si la prohíbes, impides a la gente que se beneficie de los enormes recursos derivados del conocimiento de las grandes leyes arcanas, mientras que al mismo tiempo se da pie para que los dañinos secretos escondidos en la magia negra surjan a la superficie en manos de cualquiera que cobraría por ellos, sin el menor respeto a la ley. Personalmente, no creo que la magia negra se practicase menos entre, digamos 1750 y 1950, de lo que ahora se practica. Echa un vistazo sobre Pensilvania y el país embrujado. Mira hacia el Sur. Pero desde tales tiempos, también empezamos a disfrutar de las ventajas de la magia blanca.

Sally llegó entonces, se sentó con nosotros y pareció respirar con alivio.

—¡Dios mío! —dijo relajándose—. He estado luchando a través de toda la Constitución. La «tercera Casa» es algo terrible. Nunca les he visto tan pesados, en especial a las mujeres.

—¿La tercera Casa? —pregunté.

—Se refiere a los cabilderos, Archie —explicó Jedson—. Sí, me di cuenta de ellos. Haría una buena apuesta a que los dos tercios de ellos son sintéticos.

—Yo pensé que no podría reconocer a muchos de ellos —comentó Sally—. ¿Estás seguro, Joe?

—No del todo. Pero Bodie está de acuerdo conmigo. Dice que las mujeres son casi todas mandrágoras, o androides de alguna clase. Las mujeres de carne y hueso no son nunca tan perfectamente hermosas…, ni tan dóciles de manejar. Bodie ha estado comprobándolo.

—¿De qué forma?

—Bodie dice que puede localizar el trabajo de los magos capaces de realizar tal prodigio. De ser posible, probaremos que todos esos androides fueron fabricados por Magia Sociedad Incorporada, aunque no estoy seguro del uso que podamos hacer de tal hecho. Además —añadió—, Bodie ha localizado algunos zombis.

—¡No! —exclamó Sally. Y arrugó la nariz con un gesto de disgusto—. Alguna gente tiene un gusto pésimo.

Y continuaron discutiendo cosas de política, de lo que yo no entendía una palabra, mientras Sally daba cuenta de un apetitoso almuerzo terminado con un magnífico helado de crema.

Descubrí nuevas cosas de la situación, conforme mis amigos hablaban. Cuando un proyecto de ley es sometido a la legislatura, va primero a un comité de auditores. El proyecto de Ditworth, AB-22, había sido enviado al Comité de Principios Profesionales. En el Senado, otro proyecto idéntico había sido manejado y enviado por el teniente gobernador que preside en el Senado, al Comité de Prácticas Industriales.

Nuestro objetivo inmediato consistía en encontrar un patrocinador para nuestro proyecto, de ser posible, uno de cada Casa y preferiblemente patrocinadores que fuesen miembros de las Cámaras o de los Comités respectivos. Todo debía ser hecho antes de que los proyectos de Ditworth llegaran a los auditores.

Fui con mis amigos a ver su patrocinador, en segunda elección, para la Asamblea. No estaba en el Comité de Principios Profesionales, pero le hallamos en el Comité de Métodos y Medios, lo que significaba que nuestro hombre pesaba mucho en cada uno de aquellos Comités.

Era un personaje agradable, llamado Luther B. Spence, y me di cuenta de que se hallaba profundamente inclinado y ansioso a complacer a Sally, por favores pasados, supongo. Pero no tuvieron con él más suerte que con el hombre elegido en primer término. Dijo que no tenía tiempo para luchar en defensa de nuestro proyecto, ya que el Presidente del Comité de Métodos y Medios estaba enfermo y él era el presidente interino.

Sally le habló bien claro.

—Mira, Luther, cuando has necesitado que te echara una mano en el pasado, la tuviste de mi parte. Detesto recordar a un hombre sus obligaciones, pero recordarás el asunto de aquella vacante del año pasado en la Comisión de Pesca y Caza. Ahora, quiero acción en este asunto, ¡y sin excusas!

Spence se encontraba totalmente aturdido.

—Por favor, Sally, no pienses ahora así. Estás echando las campanas al vuelo por nada. Tú sabes que yo siempre estoy dispuesto a hacer cualquier cosa por ti; pero tú no necesitas esto realmente y tendría que descuidar las cosas que no puedo permitirme el dejar descuidadas.

—¿Qué quieres decir con que no lo necesito?

—Quiero decir que no tienes que preocuparte acerca del AB-22. Es una cosa segura. Se trata de un proyecto «cincha».

Jedson me explicó más tarde lo que significaba aquel término. Un proyecto «cincha» era el que se introducía por razones tácticas. Los patrocinadores no trataban de conseguir que se elevase a categoría de ley, sino para ser usado simplemente como un arma de regateo. Es como un «precio oferta» en un trato de negocios.

—¿Estás bien seguro de eso?

—¡Pues claro que lo estoy! Ya se ha convenido que se presentará después otro proyecto, que no tendrá las sabandijas que ése tiene.

Tras haber salido de la oficina de Spence, Jedson dijo a nuestra amiga:

—Sally, espero que Spence tenga razón; pero no confío en las intenciones de Ditworth. Está dispuesto a echar la garra sobre toda la industria de la magia. ¡Lo conozco!

—Luther suele estar siempre muy bien informado, Joe.

—Sí, no lo dudo; pero esto es algo fuera de su campo. De todas formas, muchas gracias, muchacha. Hiciste lo mejor que pudiste en nuestro obsequio.

—Llámame si surge otra cosa, Joe. Y ven a cenar a casa antes de que te marches, todavía no has visto a Bill ni a los niños.

—Pues claro que sí, gracias de nuevo, Sally.

Jedson terminó su infructuosa busca para el apoyo en someter nuestro proyecto y se concentró en los Comités que manejaban los de Ditworth. No le vi mucho. Tuvo que irse a un cóctel a las cuatro de la tarde y volver al hotel a las tres de la mañana, cansado y ojeroso, pero con progresos que contar.

Me despertó y me anunció alegremente:

—¡Está en el saco, Archie!

—¿Has matado esos proyectos, Joe?

—No por completo. No es posible llegar a tanto. Pero serán llevados de forma que no tengamos que preocuparnos porque pasen. Además, las recomendaciones son diferentes en cada Comité.

—Bien, ¿qué significa eso?

—Quiere decir que aunque pasen por ellos, tendrán que ir a someterse a la conferencia de los comités que tienen distintos puntos de vista y volver después, nuevamente, a cada Casa. Las oportunidades de que se aprueben en una corta sesión, son despreciables. Esos proyectos están bien muertos desde ahora.

Las predicciones de Jedson estaban justificadas. Los proyectos salieron del comité con una recomendación de «pasar» en la tarde del sábado. Nos encontrábamos en aquel momento, pues, dispuestos a presenciar la gran sesión que prometía estar muy cargada de público, y que probablemente se quedaría diferida algún tiempo por la noche. Yo aguardé en la Asamblea hasta que llegaron los proyectos famosos de Ditworth.

Pasaron sin debate, en la forma recomendada. Suspiré con alivio. Cerca de la medianoche Jedson se me unió y me informó que lo mismo había sucedido en el Senado. Sally estaba de guardia en la sala de conferencias del comité, para estar segura de que los proyectos de Ditworth eran cosa muerta.

Joe y yo permanecimos en guardia en las respectivas Casas. No había probablemente necesidad de ello, pero así nos sentimos más a gusto. Poco antes de las dos de la mañana, Bodie vino y dijo que tenía que ver cuanto antes a Jedson y a Sally, fuera de la sala de conferencias del comité.

—¿Qué ocurre? —dije inmediatamente, todo nervios—. ¿Ha ocurrido algo nuevo?

—No, todo va bien. Vamos.

Jedson respondió a mi pregunta, mientras yo corría tras él con Bodie a mis talones y antes de preguntarle.

—Está todo en regla, Archie. Sally estaba presente, cuando el Comité aplazó sine die su actuación, y sin intervenir, tales proyectos. Todo se ha terminado. ¡Hemos vencido!

Nos fuimos a un bar que había a través de la calle, para celebrarlo. A despecho de lo tarde de la hora, el bar estaba moderadamente lleno de público. Cabilderos, políticos locales, agregados legislativos y todos los seguidores y vividores de la política que patrullan alrededor del Capitolio durante el período de la legislatura se hallaban presentes.

Nos consideramos afortunados al encontrar un taburete libre en el bar para Sally. Los hombres nos agrupamos a su alrededor en pie y tratamos de que nos atendiera el camarero, sobrecargado de trabajo. Habíamos conseguido, por fin, encargar el pedido, cuando un joven se aproximó al cliente que ocupaba el sitio de la derecha de Sally, diciéndole algo en voz baja, tras haberle dado un suave golpecito en el hombro. Yo hice señas a Bodie para que ocupara el asiento vacío y el cliente aquel se marchó en el acto.

Sally se volvió hacia Jedson.

—Bien, supongo que ahora terminará todo. Allá va el sargento en armas. —Y señaló al joven que iba repitiendo el proceso a lo largo de la barra del bar.

—¿Qué significa eso? —preguntó Joe.

—Quiere decir que ahora seguirán hasta la votación final el proyecto que están aguardando. Se han ido «llamados por la Casa» y el Presidente ha ordenado levantar el arresto a los miembros ausentes.

—¿Arrestados? —pregunté sorprendido.

—Solo técnicamente. Para que sepas, la Asamblea ha aguardado hasta que el Senado ha terminado con los proyectos y la mayor parte de los miembros están fuera de la Casa, bien tomándose un bocadillo o bebiendo un trago. Ahora están dispuestos a votar, por eso van recogiéndolos.

Un hombretón rechoncho tomó asiento en un lugar vacío, dejado hacía instantes por un miembro de la Asamblea.

—Hola, Don —saludó Sally.

Se quitó el cigarro de la boca.

—¡Hola, Sally! ¿Cómo estás? ¿Qué hay de nuevo? Pensé que estarías interesada en ese proyecto de la magia.

Los cuatro nos pusimos en guardia en el acto.

—Lo estoy —admitió Sally—. ¿Qué hay sobre el particular?

—Bien, mejor sería que fueras a verlo. Van a votarlo ahora mismo. ¿No has notado la «llamada de la Casa»?

Nos marchamos inmediatamente y nos las arreglamos para encontrar asientos en la planta baja, tras la barandilla. Sally hizo señas a un ordenanza a quien ella conocía y lo envió a recoger una copia del proyecto pendiente. Frente a la barandilla los asambleístas se agrupaban en camarillas. Había una multitud alrededor de la mesa del conductor de la administración y otro en la de la mesa de la oposición. El ambiente parecía tenso y se oía un insistente y prolongado murmullo de conversaciones en voz baja.

El ordenanza volvió con la copia solicitada. Era un proyecto de confiscación para el Proyecto de Mejora de los Condados del Interior, el último de los proyectos de ley «precisos» para los cuales la sesión había sido convocada; pero a continuación y como montado a caballo, ¡estaba el proyecto de Ditworth en su original y en su más endiablada forma!

Se le había añadido una enmienda del Senado, probablemente como una concesión a los servidores de Ditworth para obtener sus votos y conseguir los dos tercios de la mayoría necesaria y hacer pasar el proyecto de la apropiación, en el cual había sido injertado.

La votación se produjo casi inmediatamente. Era evidente que el conductor de la administración tenía su mayoría conseguida y a mano, y que el proyecto pasaría con seguridad. Cuando el secretario anunció su pase, se ofreció una moción para aplazar sine die por la oposición que se sostuvo animadamente. El Presidente llamó a los dos jefes a su mesa y les dio instrucciones para esperar al gobernador y al oficial del Senado en la Presidencia, para si se recibían noticias del aplazamiento.

Aquello fue una catástrofe para nosotros. Nos quedamos como hundidos como bajo veinte toneladas de piedra encima. Salimos tambaleándonos.

Fuimos a ver al gobernador, ya tarde, en la mañana siguiente. La visita, hecha con preferencia dentro de una agenda de trabajo sobrecargada de tiempo, era simplemente una concesión a Sally y otra evidencia de la alta consideración de que ella gozaba en el Capitolio. Pero resultaba evidente, asimismo, que no tenía el menor deseo de vernos y que no tenía tiempo que dedicarnos.

Sin embargo, saludó cordialmente a Sally y la escuchó pacientemente, mientras Jedson explicaba en pocas palabras lo ocurrido.

Las circunstancias no eran favorables para una exposición razonada. El gobernador fue interrumpido por dos llamadas que tenía solicitadas, una del director de sus finanzas y otra de Washington. Su secretario personal entró una vez y le colocó a quemarropa un memorándum frente al cual el gobernador pareció preocupado, después hizo un gesto y lo devolvió. Yo llegué a la conclusión de que después de aquello, su atención estaba bien distante del lugar en que nos hallábamos. Cuando Jedson dejó de hablar, el gobernador miró atentamente durante unos momentos a su borrador, con una expresión de profunda fatiga en su rostro. Después, contestó en voz baja:

—No, Mr. Jedson, no puedo verlo. Siento tanto como usted este asunto de la regulación de la magia y que haya sido ligado con otra materia totalmente distinta. Pero no puedo ponerle el veto a una parte del proyecto, mientras que firmo el resto, aun cuando el proyecto contenga dos propósitos ampliamente separados y distintos entre sí. Ya sabe que he apreciado mucho su trabajo para ayudar a la elección de mi presente administración. —Yo pude ver entonces la mano de Sally en tal comentario—. Desearía que pudiésemos estar de acuerdo en esto. Pero el Proyecto de los Condados del Interior, es algo en lo que he trabajado desde la inauguración de mi mandato. Yo creo y espero que ello aporte los medios necesarios para que el área más pobre de nuestro Estado pueda resolver sus problemas económicos sin futuros apoyos de empréstitos públicos. Si yo creyera que una enmienda concerniente a la magia pudiera hacer actualmente un grave daño al Estado…

Se detuvo por un momento.

—Pero, no —continuó—. Cuando Mrs. Logan me llamó esta mañana, yo tenía a mi consejo legislativo analizando el proyecto. Estoy de acuerdo en que puede ser algo innecesario, pero no parece ser nada más que otra asociación más de tipo burocrático. Es algo inútil, quizá; pero todos los días tenemos que enfrentarnos con cientos de expedientes de ese tipo, uno más no va a trastornar al mundo.

Yo quise interrumpir, rudamente por cierto; pero estaba demasiado excitado.

—Pero, Excelencia, si se hubiese tomado la molestia de examinar este asunto por sí mismo, en detalle, habría visto cuánto daño puede causarse…

No me sorprendí de ver que me lanzó una mirada furiosa.

—Mr. Fraser —dijo indicando un archivo colmado de expedientes—, ahí puede usted ver cincuenta y siete proyectos pasados por esta sesión de legislatura. Cada uno de ellos tiene algún defecto. Cada uno de ellos es, también, de vital importancia para alguien, para algún grupo o para todos, gentes todas de este Estado. Casi todos son tan largos de leer como una novela de larga duración. En los próximos nueve días, necesito decidir cuáles deberán convertirse en ley y cuales precisan alguna revisión para la próxima sesión regular de la Asamblea. Durante esos nueve días, por lo menos mil personas desean verme para tratar de algunos de esos proyectos…

Su secretario asomó la cabeza por la puerta.

—¡Las doce y veinte, jefe! Tiene que hablar por la radio dentro de cuarenta minutos.

El gobernador hizo un gesto ausente con la cabeza y se puso en pie.

—¿Querrán excusarme? Soy esperado para un almuerzo oficial. —Se volvió a su secretario, que ya estaba dispuesto con los guantes y el sombrero—. ¿Tiene usted el discurso, Jim?

—Desde luego, señor.

—¡Espere un momento! —interrumpió Sally—. ¿Ha tomado usted su tónico?

—Todavía no.

—No puede usted ir a ningún banquete sin él. —Y se introdujo en el tocador personal del gobernador, de donde salió con un frasco de medicina. Joe y yo nos inclinamos y salimos inmediatamente.

En el exterior acucié a Jedson a preguntas sobre lo que había estado haciendo en todo aquello, según lo que yo había apreciado. Hice algunas observaciones sobre el cubileteo de los políticos, cuando Jedson me interrumpió bruscamente.

—¡Calla, Archie! ¡Trata de gobernar un Estado en lugar de tus pequeños negocios y verás qué fácil te resulta!

Me callé.

Bodie estaba esperándonos en el Capitolio. Pude observar que se hallaba excitado por algo, porque lanzó a gran distancia el cigarrillo que tenía en la mano y vino rápidamente hacia nosotros.

—¡Mirad! —ordenó—. ¡Allí!

Seguimos la dirección de su dedo y vimos a dos personas que salían juntas por las grandes puertas de la Asamblea. Una era Ditworth y el otro personaje, un cabildero bien conocido.

—¿Qué ocurre para eso, Bodie?

—Yo estaba de pie tras una cabina telefónica y sacando un cigarrillo, y como podrán ver desde aquí, el gran espejo aquel refleja perfectamente el fondo de la escalera de la rotonda. Yo miraba atentamente por si les veía venir. Observé a ese cabildero, Sims, que baja la escalinata, pero hacía gestos como si estuviera hablando con alguien. Aquello me pareció extremadamente curioso, por tanto, miré a todo el contorno de la cabina telefónica y le vi a él directamente. No estaba solo, estaba con Ditworth. Miré hacia atrás al espejo y no se le veía. ¡La imagen de Ditworth no se reflejaba en el espejo!

Jedson chasqueó los dedos en el colmo de la estupefacción.

—¡Un demonio! —dijo con voz excitada—. ¡Jamás lo hubiera sospechado!

Estoy sorprendido al pensar que no ocurran más suicidios en los trenes. Cuando un hombre está abatido, no conozco nada más deprimente que ese monótono y odioso ruido del «li-ke-ti-toc» de los raíles, repetido obsesivamente. En cierto aspecto estaba contento de hallarme abstraído totalmente en el inhumano «status» de Ditworth, ya que ello me impedía pensar en la situación del pobre Feldstein y de sus mil dólares.

Asombrado como estaba al descubrir que Ditworth era realmente un verdadero demonio, no hizo que cambiara la situación real de las cosas, excepto en explicar la eficiencia y la velocidad con que habíamos sido envueltos en nuestras maniobras políticas y desbordados, y confirmar con toda certeza que los atracadores de Magia Sociedad Incorporada, eran dos cabezas pertenecientes a la misma bestia. Pero no teníamos medios de probar que Ditworth era un monstruo del Medio Mundo. Si pudiésemos llevarlo ante un tribunal para comprobarlo, sería completamente capaz de hurtar el cuerpo y enviar en su lugar a un facsímil suyo o a una mandrágora, construido a su imagen y semejanza e inmune a la prueba del espejo.

Temimos volvernos e informar de nuestro fracaso al comité…, pero al fin lo hicimos. Pero, al menos, se nos ahorró el trabajo de hacerlo. El Acta de los Condados Interiores llevaba una cláusula de emergencia que ponía en vigor el proyecto el día en que fuese firmado. El proyecto Ditworth entraba en acción con la misma velocidad. Los periódicos de la estación, al llegar nosotros, la publicaban los nombres de los nuevos comisionados para la taumaturgia.

La comisión no perdió el tiempo en dejar sentir el peso de su poder. Anunciaron su intención de elevar la condición de la práctica mágica en todos los campos, declarando que inmediatamente se harían nuevas y más completas preparaciones, con exámenes adecuados en plazo muy breve. La asociación anteriormente dirigida por Ditworth abrió una escuela en la cual los magos en ejercicio podían tomar un curso de perfeccionamiento en los principios taumatúrgicos y en las leyes arcanas. En concordancia con los altos principios establecidos en su constitución, la escuela no estaba restringida a los miembros de la asociación.

Aquello sonaba a altruismo en la asociación. Se las valían para manejar al público produciendo un fuerte impacto emocional en las gentes invitándoles a ir para prestarles la gran ayuda de nuevas técnicas y pasar nuevos exámenes. Pero no lo era en absoluto. Sin embargo, no aparecía absolutamente nada, ni el menor resquicio, mediante el cual se pudiera colocar un dedo para llevarlos ante los tribunales. La asociación se aumentó considerablemente.

Un par de semanas más tarde, todas las licencias en vigor fueron canceladas y los magos fueron colocados en la situación de vivir al día en su práctica profesional, sujetos al aviso para nuevo examen, según las noticias del día. Unos cuantos de los magos de primera categoría que estaban contra Magia Sociedad Incorporada, fueron llamados, examinados y sus licencias canceladas. El dogal se fue apretando más y más. Mrs. Jennings fue totalmente retirada de toda práctica. Bodie vino para verme, yo tenía un contrato incompleto con él que implicaba la terminación de varias casas de apartamentos.

—Aquí está su contrato, Archie —me dijo amargamente—. Me llevará algún tiempo para pagar la indemnización por incumplimiento del contrato, mi garantía ha sido revocada y mi licencia cancelada totalmente.

Tomé el contrato y lo rompí en dos trozos.

—Olvide lo que ha dicho sobre pagar indemnizaciones —le dije—. Haga su nuevo examen y después redactaremos el nuevo contrato.

Se echó a reír lastimosamente.

—No sea usted una Pollyanna.

Yo cambié mi táctica.

—¿Qué va usted a hacer? ¿Firmar y unirse a Magia Sociedad Incorporada?

—Yo nunca contemporizaré con demonios —dijo dignamente—, nunca lo hice y no lo haré ahora.

—Buen muchacho —dije—. Bien, si la comida se pone incierta, siempre tendré aquí un empleo decente para usted, Bodie.

Había sido una buena cosa que Bodie hubiese ahorrado algún dinero, ya que yo me mostré un poco demasiado optimista en mi oferta. Magia Sociedad Incorporada, se movió rápidamente en la segunda fase de su acorralamiento y comenzó también a ser materia de constante especulación el hecho de que yo pudiera también seguir comiendo regularmente. En la ciudad, todavía quedaban muchos licenciados en magia no empleados por Magia Sociedad Incorporada, pero todos ellos eran los más incompetentes, no utilizables ni siquiera para preparar el más vulgar de los filtros. No había ningún mago competente y legal, para solicitar una asistencia profesional que pudiera conseguirse a ningún precio…, excepto llamando a Magia Sociedad Incorporada.

Yo me vi forzado a recurrir a los métodos antiguos en todos los casos y para todas mis necesidades. Para mí era posible el hacerlo, ya que, de todos modos, yo no los necesitaba mucho, pero la diferencia consistía entre perder dinero o ganarlo.

Había colocado a Feldstein como vendedor, desde que su agencia se vino abajo con él. Se convirtió en un buen elemento tras el desastre, porque sabía oler como el mejor de los sabuesos, dónde había un dólar que ganar, con más precisión que el doctor Worthington sabía oler el rastro de los brujos.

Pero la mayor parte de los demás hombres de negocios a mi alrededor, se vieron simplemente forzados a capitular. Casi todos ellos usaban la magia, por lo menos en algunas de las fases de sus negocios, y no les quedaba otra alternativa que o firmar con la asociación o cerrar las puertas. Tenían esposas y niños a quienes sostener…, y firmaron.

Los honorarios por la taumaturgia se pusieron de tal forma que resultaba más barato tener negocios usando la magia que sin ella. Los magos no consiguieron de todo ello el menor beneficio, estaban sencillamente atados de pies y manos a la asociación. En realidad, los magos obtenían entonces menos provecho de su asociación que cuando actuaban independientemente; pero no había otro remedio que aceptar la situación y todavía podían darse por contentos si sacaban sus familias adelante.

Jedson fue muy afectado, desastrosamente tocado. Se sostuvo dignamente, prefiriendo una honorable bancarrota a tratar con demonios, ya que precisaba de la magia en todos sus negocios. Estaba perdido. Comenzó por despedir a su encargado, August Welker, y después redujo el resto de sus recursos. Sabía muy bien que Magia Sociedad Incorporada no haría tratos con él, aun habiéndolo deseado.

Nos hallamos todos reunidos una tarde en casa de Mrs. Jennings, tomando el té: Jedson, Bodie, el doctor Royce Worthington y yo. Tratamos de mantener la conversación alejada de nuestros tristes problemas, pero no era posible hacerlo por mucho tiempo. Cualquier cosa que se dijera, conducía inevitablemente hacia Ditworth y sus malditas maquinaciones con aquel endiablado monopolio.

Tras haber terminado Jack Bodie de hablar durante algunos minutos minuciosamente, explicando que nada le importaba haber quedado fuera de la brujería y la magia, ya que no tenía realmente talento para ello, y que sólo lo había intentado para causarle placer a su anciano padre, yo traté de cambiar el sujeto de la conversación. Mrs. Jennings había estado escuchando a Jack con tal lástima y compasión en sus ojos, que yo deseé gritar fuerte también por mi cuenta. Me volví hacia Jedson.

—¿Cómo está la señorita Megeath? —pregunté por preguntar algo.

Me refería a la bruja blanca de Jersey City, aquella que se dedicaba a la creación mágica de asuntos textiles. La verdad es que no tenía interés ninguno en su estado personal de salud.

—¿Ellen? Pues ella…, ella está bien, muy bien. Sacó su licencia hará cosa de un mes.

No había dirección posible en la que pudiéramos hablar. Insistí nuevamente.

—¿Consiguió por fin arreglar los intentos de los modelos completos en ropa de señora?

Jedson pareció animarse un poco.

—Pues, sí, lo hizo…, una vez. ¿No te lo dije?

Mrs. Jennings mostraba una curiosidad cortés, por lo cual silenciosamente le di las gracias. Jedson explicó a los demás de qué forma había conseguido con éxitos sus intentos de magia blanca.

—Sí, tuvo éxito —continuó—. Una vez, tras haber caído en trance, continuó de forma que no pudimos volverla al estado normal. Consiguió construir mil trajes completos pequeños para deportes, todos de la misma talla y patrón. Mis almacenes estaban llenos con ellos. Las nueve décimas partes se disolvieron antes de poder utilizarlos. Pero no ha querido volver a intentarlo más —añadió—, ya que eso le perjudica mucho en su salud.

—¿Cómo? —inquirí.

—Bien, pierde diez libras de peso en cada intento. No es fuerte para la práctica de la magia. Lo que realmente necesita es irse a Arizona y tomar el sol durante un año. Le pido al Señor que tenga el dinero suficiente. De tenerlo yo, ya la habría enviado.

Enarqué una ceja.

—¿Interesado, eh?

Jedson era un solterón inveterado, pero a mí me gustaba pretender lo contrario. A él solía hacerle gracia mi intención, pero esta vez pareció amoscado. Mostró el anormal estado de nervios que tenía desde hacía algún tiempo.

—Vamos, Archie, por amor de Dios, no me fastidies. Perdóneme, Mrs. Jennings. Pero ¿es que no puedo tomar ningún interés humano en cualquier persona sin que aparezca un motivo ulterior en ello?

—Lo siento, Joe.

—Está bien. —Joe hizo un gesto—. No debería ser tan suspicaz. De todos modos, Ellen y yo hemos conseguido un invento que puede ser la solución para ambos. Quería mostrárselo a ustedes tan pronto como tuviéramos el modelo real, tras haberlo patentado. ¡Miren, amigos! —Y se sacó del bolsillo lo que parecía ser una pluma estilográfica.

—¿Qué es eso? ¿Una pluma?

—No.

—¿Un termómetro clínico?

—No. Ábranlo.

Le saqué la cubierta y hallé que contenía un parasol en miniatura. Se abría y se cerraba como un paraguas normal, y tenía unas tres pulgadas de anchura estando abierto. Aquello me recordó uno de esos juguetes de sorpresa japoneses que se sacan a relucir en las fiestas, excepto que aquello parecía estar hecho de seda y de metal, en lugar de papel y bambú.

—Bonito —dije—. Y muy ingenioso. ¿Para qué sirve?

—Mételo en el agua.

Miré a mí alrededor buscándola, y Mrs. Jennings me trajo una taza con un poco de agua y allí lo mojé.

Pareció reventar en mis manos.

En menos de treinta segundos estaba sosteniendo en la mano un paraguas en toda regla, y mirando a los demás como atontado. Bodie se dio un puñetazo en la palma de la otra mano.

—¡Es una preciosidad, Joe! —exclamó entusiasmado—. Me figuro por qué no se le ocurrió antes a nadie haber pensado en eso.

Joe aceptó las felicitaciones de todos muy satisfecho.

—Y eso no es todo —añadió. Se sacó un sobre pequeño del bolsillo y mostró un diminuto impermeable para la lluvia, transparente, y que sería bueno para una muñeca de seis pulgadas—. Está inventado en el mismo estilo. Y esto, además —sacó también un par de chanclos de goma más pequeños de una pulgada de longitud— cualquier hombre o mujer pueden llevarlo como un fetiche de adorno. Entonces, bien sea con el paraguas o con el impermeable, nadie quedara expuesto a la lluvia. A la menor gota de lluvia que caiga, ¡ya está!, a su tamaño natural. Cuando la lluvia termina se encoge nuevamente a los tamaños que ustedes pueden observar.

Pasamos aquellos adminículos de mano en mano, admirándolos cordialmente

—He aquí lo que tengo en la cabeza —continuó Jedson—. Esto necesita un mago, y serás tú, Jack, y un comerciante, en este caso tú, Archie. Tendrá dos almacenistas al por mayor, Ellen y yo. Ella irá a tomar la cura de descanso que necesita y yo me retiraré y continuaré mis estudios, como siempre he deseado.

Mi mente se apresuró a enfrascarse momentáneamente ante la perspectiva comercial que se me ofrecía y sus inmensas posibilidades, pero entonces caí súbitamente en el inconveniente que ofrecía.

—Espera un instante, Joe. No podemos seguir estos negocios en este Estado.

—No.

—Habrá que disponer de algún capital de fuera del Estado ¿Cómo te las arreglarás? Francamente, yo creo que no podría reunir ni mil dólares liquidando ahora mismo mis negocios.

Me miró con un gesto sombrío.

—Comparado conmigo, eres un rico.

Me puse en pie y comencé a ir de un lado a otro de la habitación. Teníamos que levantar aquel dinero de algún modo. Era una cosa maravillosa estar perdidos como entonces y poder rehabilitarnos todos nosotros. Era algo claramente patentable y pude apreciar las enormes posibilidades comerciales que nunca se le habían ocurrido a Joe. Tiendas para «camping», canoas, trajes de baño, y tantas y tantas otras cosas más. Era como tener una mina de oro.

Mrs. Jennings nos interrumpió con su dulce y agradable voz

—No estoy muy segura de encontrar un Estado en que poder operar.

—Perdone, ¿cómo dice usted realmente?

—El doctor Royce y yo hemos hecho algunas investigaciones. Me temo que encontrarán el resto del país tan cerrado como este Estado.

—¡Cómo! ¿En cuarenta y ocho Estados?

—Los demonios no tienen las mismas limitaciones en el tiempo que las que nosotros tenemos.

Aquello me volvió a aplanar. Ditworth otra vez.

Un humor sombrío se abatió sobre nosotros como una niebla espesa. Discutimos aquello desde todos los ángulos posibles y volvíamos al sitio de partida. No valía para nada tener ingenio ni nuevos negocios, Ditworth nos había cenado todas las puertas. Se produjo un trágico silencio.

Finalmente rompí aquel silencio con un estallido que hasta a mí mismo me sorprendió.

—¡Esto no es posible! ¡Es intolerable! Dejémonos de hacer más cábalas. Mientras que ese diablo de Ditworth esté con el control de todo en sus manos, no tenemos nada que hacer. ¿Por qué no actuamos de alguna forma?

Jedson me dirigió una dolorosa sonrisa.

—Bien sabe Dios que me gustaría, Archie. Si fuera capaz de pensar en algo útil que hacer.

—Pero sabemos que nuestro enemigo mortal es Ditworth. Vamos a luchar contra él, con la ley o sin ella, por medios limpios o sucios.

—Pero ahí radica la cuestión. ¿Conocemos a nuestro enemigo? Para estar seguros, lo único que tenemos por cierto es que es un demonio pero, ¿qué demonio? ¿Dónde está? Nadie le ha visto hace semanas.

—¿Sí? Pues yo pensé que el otro día…

—Sí, un maniquí, un facsímil de él. El verdadero Ditworth está fuera de nuestra vista.

—Pero veamos, si es un demonio, no podrá ser invocado, ni compelido a…

Mrs. Jennings respondió esta vez.

—Quizás, aunque sea incierto y peligroso. Pero nos falta lo esencial, su nombre. Para invocar a un demonio, es preciso conocer su nombre real de lo contrario no obedecerá, no importa qué poderosa sea la encantación mágica que se emplee. He estado buscando en el Medio Mundo durante semanas, pero no he podido saber su nombre, tan necesario para tal propósito.

El doctor Worthington se aclaró la garganta.

—Mi capacidad está a su disposición, si es que puedo ayudar a abatir este inconveniente.

Mrs. Jennings se lo agradeció.

—No veo cómo pueda utilizarlo a usted, doctor. Sé que podríamos confiar en usted.

—El blanco prevalece sobre el negro —dijo Jedson súbitamente.

—Es cierto —repuso ella.

—¿En todas partes?

—Por doquier, ya que la oscuridad es la ausencia de la luz.

Jedson continuó:

—No es bueno para lo blanco esperar en lo negro, no es bueno.

—Con la ayuda de mi hermano Royce, podemos llevar la luz a la oscuridad.

—Sí, es posible —consideró Mrs. Jennings—. Pero es muy peligroso.

—¿Estuvo usted allá?

—Ocasionalmente. Pero usted no es como yo ni los demás tampoco.

Los demás parecían seguir atentamente el hilo de la conversación, excepto yo.

—Un momento, por favor —interrumpí—. ¿Sería demasiado pedirles que se explicasen de qué están hablando?

—No hay ninguna intención torcida, Archie —dijo Mrs. Jennings en una voz educada como siempre—. Joseph ha sugerido que, puesto que nos hallamos en una situación de tablas, como en una partida de ajedrez, hagamos una salida al Medio Mundo, descubramos por el olor al demonio ese y le ataquemos en su propio terreno.

Tuve que tragar saliva ante la simple exposición del plan tan audaz que acababa de oír. Finalmente, dije:

—¡Maravilloso! ¡Adelante con ello! ¿Cuándo empezamos?

Ellos se enfrascaron en una discusión profesional, de la que yo no entendía una palabra. Mrs. Jennings sacó una serie de antiquísimos volúmenes y de vez en cuando hacía referencias a cosas que eran como el sánscrito para mí. Jedson pidió prestado su almanaque y él y el doctor salieron al patio para observar la luna.

Finalmente, se encauzó la cosa en un argumento, o más bien una discusión. Mrs. Jennings parecía vacilar, ya que la gran dificultad del asunto radicaba en esto: no siendo magos negros, ni habiendo firmado ningún pacto con el Diablo, ellos no podían considerarse ciudadanos del Reino de las Sombras y no podrían viajar a través de él, con cierta impunidad.

Bodie se volvió hacia Jedson.

—¿Y qué me dice de Ellen Megeath? —preguntó con cierta duda.

—¿Ellen? Sí, claro está, por supuesto. Ella lo haría. Voy a telefonearle. Mrs. Jennings, ¿alguno de sus vecinos tiene teléfono?

—No importa —le dijo Bodie—. Limítese a pensar en ella durante unos momentos, y conseguiré la línea. —Se quedó mirando fijamente a la cara de Jedson y desapareció súbitamente.

No habrían transcurrido tres minutos, cuando Ellen Megeath surgió suavemente de la nada.

—Mr. Bodie vendrá en seguida —dijo—. Se ha quedado atrás comprando un paquete de cigarrillos.

Jedson la tomó del brazo y la presentó a la concurrencia. Tenía un aspecto enfermizo y comprendí lo que Jedson había referido de la muchacha.

Tan pronto como Jack estuvo de vuelta, fuimos todos derechos a los detalles. Bodie ya había explicado a Ellen lo que tratábamos de hacer, y, por su parte, la chica estaba totalmente dispuesta a ello. Ella insistió en que otra nueva sesión de magia no la haría ningún daño apreciable. No había ninguna ventaja en esperar, lo mejor sería partir inmediatamente, Mrs. Jennings dio las órdenes de marcha.

—Ellen, hija mía, necesitarás seguirme en trance, conservándote en íntimo contacto. Creo que en aquel diván junto a la chimenea, encontraras un buen lugar para descansar tu cuerpo. Jack, te quedarás aquí guardando la entrada. Usaremos la chimenea del cuarto de estar, como lo más conveniente. Seguirás en contacto con nosotros, a través de Ellen.

—Pero, Granny. Yo puedo ser útil en el Medio Mundo y…

—No, Jack. —Y lo dijo firmemente aunque con gentileza—. Haces aquí mucha más falta. Alguien tiene que guardar el camino y ayudarnos a volver. Vamos, cada uno a su tarea.

Jack murmuró algo, pero se resignó y aceptó las órdenes recibidas.

—Creo que es todo —continuó Mrs. Jennings—. Ellen y Jack, aquí; Joseph, Royce y yo haremos el viaje. Tú no harás otra cosa que esperar, Archibald —dijo dirigiéndose a mí—, pero no nos llevará más de diez minutos en el tiempo de este mundo, si tenemos que volver.

Y se precipitó a la cocina, diciendo algo relativo a un ungüento y llamando a Jack para tener los candelabros dispuestos. Yo me precipité tras ellos.

—¿Qué quiere usted decir —demandé— sobre que yo sólo tengo que esperar? ¡Yo voy con ustedes!

Se volvió hacia mí y me miró, antes de responder, turbada la mirada de sus magníficos ojos.

—No veo cómo podría ser, Archibald.

Jedson nos había seguido y me tomó por un brazo.

—Mira, Archie, es sensible decírtelo, pero está fuera de toda cuestión. Tú no eres un mago.

—Tampoco lo eres tú —dije retirándome de él.

—No en un sentido técnico, quizá, pero conozco mucho que puede ser útil. No seas testarudo, hombre, si vienes no harás más que proporcionarnos una fuerte desventaja.

Aquella clase de argumento era difícil de responder y manifiestamente poco clara.

—¿Cómo? —insistí.

—Por las campanas del infierno, Archie, eres joven, fuerte y tienes buena voluntad, no hay nadie a quien yo pudiera dejar tras de mí con más confianza. Pero esto no es cosa de valor, ni incluso de la inteligencia solamente. Requiere un especial conocimiento y experiencia.

—Bien —respondí—. Mrs. Jennings, tiene de todo eso por un regimiento. Pero —le ruego que me perdone, Mrs. Jennings— ella es anciana y débil. Yo seré sus músculos, si falla su fuerza.

Joe miró ligeramente divertido, y de buena gana le habría dado un puntapié en la espinilla.

—Pero eso no es lo que se requiere en…

La hermosa voz de bajo del doctor Worthington interrumpió desde algún lugar detrás de nosotros.

—Me parece, hermano, que habría posibilidades en utilizar la impetuosa ignorancia de tu amigo. A veces hay ocasión en que la sabiduría es demasiado precavida.

Mrs. Jennings puso punto final a la discusión.

—Esperen todos ustedes —ordenó y se fue con un trotecito de sus pies menudos a buscar una taza de la cocina. Después, puso a un lado un paquete de extraños objetos y un pequeño saco de cuero. Estaba lleno de frágiles varillas.

Las esparció por el suelo y tres de ellas se dispusieron en forma de algo especial, que estudiaron cuidadosamente los magos presentes.

—Tírelas de nuevo, por favor —insistió Joe.

La anciana volvió a hacerlo.

Vi como Mrs. Jennings y el doctor Royce meneaban la cabeza de común acuerdo. Jedson se encogió de hombros y se volvió, apartándose. Mrs. Jennings se volvió a mí, con la aprobación en sus ojos.

—Irás —dijo suavemente—. No es seguro, pero irás.

No perdimos más tiempo. El ungüento estaba ya caliente y por turnos nos untamos todos la espina dorsal. Bodie, como guardián de las puertas, se sentó en medio de sus estrellas de cinco puntas, mekagramas y runas, entonando monótonamente las misteriosas estrofas del Gran Libro. Royce eligió ir en su propia persona, como una figura de ébano con sus parasímbolos tatuados desde la cabeza a los pies, y con la cabeza de su abuelo bajo el brazo.

Hubo alguna discusión antes de que ellos decidieran la forma final para Joe y la metamorfosis fue comprobada y cambiada varias veces. Acabó por llevar un cráneo distorsionado recubierto por un papel fino de color gris, la espalda inclinada y un largo rabo huesudo, que retorcía incesantemente. Aquella composición estaba más cerca de lo humano como para que se pudiera crear una revulsión mucho más grande que en el caso de una forma más extraña a nuestro mundo. Yo me reí a la vista de Jedson en aquella traza, y esto le divirtió.

—¡Miren! —exclamó con una voz de hoja de lata—. Hizo usted un trabajo maravilloso, Mrs. Jennings. ¡Ni el propio Asmodeo me distinguiría de su sobrino!

—Confío en que no —repuso ella—. ¿Podemos marcharnos?

—¿Y qué se hace de Archie?

—Creo que será mejor dejarle ir tal cual es.

—Entonces, ¿qué hay de su propia transformación?

—Me cuidaré de ella —comentó—. Tomad posiciones.

Mrs. Jennings y yo nos subimos en la misma escoba, conmigo al frente, de cara a la candela que ardía en las pajas. Ya me había dado cuenta de las misteriosas insignias grabadas en el mango. Recordaba algunos grabados que mostraban a la escoba mágica con el mango hacia delante y la brocha detrás. Eso es un error. La costumbre es muy importante en estas materias. Royce y Joe nos seguían inmediatamente detrás. Serafín se subió de un salto sobre el hombro de su dueña y se dispuso al viaje con el lomo enarcado y los bigotes tiesos, moviéndose con decisión.

Bodie pronunció la palabra, la candela se iluminó hacia arriba y salimos volando. Yo estaba asustado al borde del pánico, pero traté de no demostrarlo conforme iba bien agarrado a la escoba. La chimenea se abrió ante nosotros como un arco monstruoso. El fuego interior rugió como el incendio de un bosque y nos impulsó, acompañándonos. Mientras íbamos lanzados a aquel fantástico viaje al Medio Mundo, me di cuenta de una salamandra que estaba en medio del fuego, siempre bailando con graciosos movimientos, y me pareció seguro que era la misma que pegó fuego a mi negocio, y la que me honró con su amistad y a veces venía a tomar posesión del lugar que le ofrecí en mi hogar. Me pareció un buen presagio.

Habíamos dejado la casa muy atrás —si la palabra «atrás» podía usarse en un lugar en que las direcciones eran puramente simbólicas—, el vibrar del fuego había cesado por completo y yo empezaba a recobrar buena parte de mi nervio corriente. Me palpé el pecho para estar seguro de mi existencia y volví la cabeza para mirar a Mrs. Jennings.

Estuve a punto de caerme de la escoba.

Cuando dejamos la casa, detrás de mí se había montado una anciana, arrugadita como una pasa y menuda, con un cuerpecito frágil y temblón, un cuerpo que vivía por un espíritu indomable. Lo que ahora veía era una mujer joven, perfecta, bellísima y vibrante de salud y de hermosura. No hay forma de describirla, ella era como algo ideal, sin defecto alguno, ninguna imaginación podía haber ideado perfeccionamiento alguno para aquel ser maravilloso.

¿Han visto ustedes el bronce de Diana de los Bosques? Ella era algo parecido, excepto que el metal no puede captar la vida, ni la dinámica belleza que yo vi.

¡Pero era la misma mujer!

Mrs. Jennings —Amanda Todd— a sus veinticinco años, quizá, cuando había alcanzado la plena madurez de su espléndida calidad de mujer.

Se me olvidó el miedo. Lo olvidé todo, excepto que estaba en presencia de la más atractiva y dinámica hembra que había conocido en mi vida. Olvidé que tenía por lo menos sesenta años más que yo y que su presente forma era el producto y el triunfo de la hechicería. Supongo que si cualquiera me hubiese preguntado en aquel momento si estaba enamorado de Amanda Jennings, le hubiera contestado: ¡Sí! Pero, por el momento, mis pensamientos estaban demasiado confundidos para ser explícitos. Ella estaba allí y aquello era suficiente.

Ella sonreía y sus ojos brillaban con una cálida expresión. Habló y su voz era la que yo conocía, aunque tuviese el timbre de contralto en lugar de la acostumbrada y clara voz de soprano de su forma verdadera.

—¿Todo va bien, Archie?

—Sí —repuse con voz emocionada—. Sí, Amanda, todo va bien.

Y con respecto al Medio Mundo…, ¿cómo podría describir un lugar que no tiene el más pequeño punto de relación con el que yo conozco? ¿Cómo puedo hablar de cosas para las cuales no se han inventado las palabras necesarias? Uno habla de las cosas desconocidas en términos aplicables a las cosas que se conocen. Allí no hay relación alguna con la que establecer eslabón de ideas, todo es desatinado y fuera de propósito. Todo lo que puedo esperar decir, es lo que afectó a mis sentidos humanos, cómo los sucesos influenciaron mis emociones humanas, sabiendo que hay dos falsedades implícitas: la de lo que veía y sentía y la de lo que puedo decir.

He discutido esta cuestión con Jedson y estuvo de acuerdo conmigo en que la dificultad es insuperable, y con todo algunas cosas pueden decirse y contarse con elementos parciales de verdad, una verdad de cierta especie, con respecto a cómo el Medio Mundo me afectó a mí.

Hay una sorprendente diferencia entre el mundo real y el Medio Mundo. En el mundo real hay leyes que persisten a través de los cambios de costumbres y de culturas, en el Medio Mundo sólo la costumbre tiene un cierto grado de persistencia, y no existe ninguna ley natural. Imagínense, si les place, que la cabeza de un Estado pueda rehusar la ley de la gravitación… un lugar donde el Rey Canuto pudiese ordenar a las olas del mar que se retiren y las olas le obedezcan. Un lugar donde el «arriba» y el «abajo» fuesen cuestiones de opinión y las direcciones pudieran estimarse tan pronto en días, en colores, o en millas.

No obstante, no era una anarquía sin significado, ya que también existían costumbres o leyes inevitables, como las que nosotros nos vemos obligados a soportar procedentes de los fenómenos naturales.

Hicimos un pronunciado viraje hacia la izquierda en el gris sin forma que rodeaba todo nuestro entorno, para inspeccionar los años que cubrían una reunión de sabat. Fue intención de Amanda, para encararse con el Viejo directamente y tratar así del asunto, más bien que buscar sin objetivo a través de los siempre cambiantes laberintos del Medio Mundo, en busca de un ser al que había que identificar con exactitud.

Royce localizó el sabat, aunque yo no pude ver nada hasta que dejamos que el suelo viniese a nuestro encuentro. Entonces, se apreció la luz y las formas. Delante de nosotros, quizás a un cuarto de milla más lejos, había una gran prominencia coronada por un gran trono con rojos resplandores a través del lóbrego ambiente reinante. No pude distinguir claramente la cosa que estaba sentada allí; pero supuse que se trataba de «él mismo»… nuestro eterno enemigo.

No permanecimos mucho tiempo solos. La vida, algo sensible, diabólicamente mortal, pululaba a nuestro alrededor y enrarecía el aire con una extraña neblina que surgía crepitante del suelo. El suelo, por sí mismo, se retorcía y pulsaba conforme andábamos sobre él. Cosas sin rostro husmeaban y nos rozaban los tobillos al pasar. Estábamos bien advertidos de presencias no vistas para nosotros en el resplandor neblinoso que nos rodeaba, seres que respiraban, gruñían, chirriaban y se retorcían, voces que murmuraban, baboseaban sollozos, succionaban y emitían los más fantásticos sonidos jamás imaginados.

Parecían vagamente sorprendidos por nuestra presencia. —¡El Cielo sabe que yo estaba aterrado por ellos!—, ya que pude oírles husmear a nuestro paso y siguiéndonos como sombras sin forma apreciable, y poniéndose detrás de nosotros con precaución, avisándose entre murmullos y suspiros los unos a los otros.

Una forma surgió en nuestro camino y, deteniéndose, levantó unos brazos húmedos y horribles, haciendo un claro signo.

—¡Atrás! —rugió—. ¡Volved atrás! ¡Candidatos para la brujería, al piso inferior!

No hablaba en inglés, pero las palabras se entendían perfectamente.

Royce le aplastó la cabeza y salimos de estampida sobre él, mientras sentíamos sus huesos como la tiza crujir bajo nuestros pies. Volvió a incorporarse de nuevo, moviéndose en completa sumisión, se puso a nuestro flanco y de allí en adelante nos sirvió de escolta hasta el gran Trono.

—Esa es la única forma de tratar a esos seres —murmuró Jedson en mi oído—. Romperle la crisma primero y ellos te respetarán después.

Había un claro ante el Trono que estaba repleto de una multitud de brujas negras, magos negros, demonios y seres infernales de toda guisa. A la izquierda hervía la gran caldera. A la derecha algunos de los componentes tomaban parte en la fiesta de las brujas. Yo volví la cabeza a otro lado a su vista. Directamente ante el trono, como es la costumbre, la danza de las brujas estaba representándose para diversión del Macho Cabrío. Algunas docenas de hombres y mujeres, jóvenes y viejos, hermosos y horribles, corveteaban y saltaban en un imposible adagio acrobático.

La danza cesó y nos dejaron paso con vacilación, conforme íbamos empujando con dirección al Trono.

—¿Qué es eso? ¿Qué ocurre? —dijo una voz flemática—. ¡Vaya, si es mi novia! ¡Vamos, sube y siéntate a mi lado, amor mío! ¿Has venido al fin, a firmar mi alianza?

Jedson me apretó el brazo, yo refrené mi lengua.

—Seguiré donde estoy —respondió Amanda en voz crispada—. Y por lo que hace a tu alianza, tú lo sabes mejor.

—Entonces, ¿por qué estás aquí? Y ¿por qué tales compañeros extraños? —Nos miró desde la altura de su trono, se golpeó su muslo peludo y soltó una inmoderada carcajada. Royce murmuró algo, su abuelo había dicho algo encolerizado y Serafín bufó.

Jedson y Amanda pusieron sus cabezas juntas por un momento, y después ella dijo:

—Por el trato con Adán, reclamo el derecho de examinar.

El Macho Cabrío sonrió entre dientes y sus pequeños diablillos del entorno le taparon los oídos.

—¿Reclamas aquí privilegios? ¿Sin contrato y sin alianza?

—Son las costumbres —repuso ella vivamente.

—Ah, sí, las costumbres. Puesto que las invocas, que se haga. ¿Y a quién quieres examinar?

—No conozco su nombre. Es uno de tus demonios que se ha tomado demasiadas libertades fuera de tu esfera de influencia.

—Oh, mis demonios… ¿Y no sabes su nombre? Tengo siete millones de demonios, preciosa mía. ¿Quieres examinarlos uno por uno, o todos juntos? —Su sarcasmo corría parejas con su buen humor—. Todos de una vez.

—Que no se diga que no honro a un huésped de tu categoría, cariño. Si quieres adelantarte… —déjame ver—; sí, eso es, exactamente cinco meses y tres días, encontrarás a mis caballeros a tus órdenes, dispuestos para tu inspección.

No puedo determinar exactamente adónde fuimos a parar. Había una extensa planicie, enorme, fabulosa, obscura y sin cielo. Dispuestos en orden militar para revista por órdenes de su señor, estaban todos los malos espíritus del Medio Mundo, legión tras legión, oleada tras oleada. El Viejo estaba rodeado de su estado mayor; Jedson me lo indicó: Lucifer, el primer ministro; Satanachia, mariscal de campo; Belcebú y Leviatán, comandantes jefes de vuelo; Astoret, Abadón, Mammón, Teuto, Asmodeo y el Íncubo, los Tronos Caídos. Los setenta príncipes mandaban cada uno una división y cada uno de ellos permanecía con su mando, quedando sólo los duques y los tronos para atender a su señor, Satán Mekratrig.

El mismo apareció como el Macho Cabrío, pero su estado mayor tomó cualquier detestable forma, elegida a su fantasía. Asmodeo, aparecía con tres cabezas, todas horribles y diferentes, surgiendo de los cuartos traseros de un enorme dragón. Mammón parecía, aunque toscamente, una tarántula particularmente repulsiva. Astoret era indescriptible. Solamente el Íncubo afectaba cierta semejanza con la humana, como única vía de mostrar su salacidad.

El Macho Cabrío echó un vistazo a nuestro camino.

—Daos prisa —ordenó—. No estamos aquí para vuestra diversión.

Amanda no le hizo el menor caso, sino que nos condujo al escuadrón de cabeza.

—¡Vuelve atrás! —ordenó. Y ciertamente volvimos, pues nuestros pasos no nos llevaban a ninguna parte—. Ignoras las costumbres. ¡Los rehenes primero!

Amanda se mordió los labios.

—¡Admitido! —concedió, y consultó brevemente con Royce y Jedson.

Yo capté de la mirada de Royce la respuesta a algún argumento que se discutía.

—Puesto que tengo que ir —dijo Royce—, será mejor que escoja mi compañero, por razones que son suficientes para mí. Mi abuelo me advierte que lleve al más joven. Por ejemplo, Fraser.

—¿Qué es? —pregunté cuando oí mencionar mi nombre. Yo me había mantenido más bien al margen de la discusión, pero seguramente se trataba de mí.

—Royce quiere que vayas con él para oler a Ditworth —me dijo Jedson.

—¿Y dejar a Amanda con esos malos espíritus? No me gusta la idea.

—Yo puedo mirar de mí misma, Archie —dijo ella con calma—. Si el doctor Worthington lo desea, puedes ayudarme mejor yendo con él.

—¿Qué historia es esa de los rehenes?

—Habiendo solicitado el derecho de examen —explicó Amanda—, tenéis que traer a Ditworth o los rehenes serán confiscados.

Jedson habló antes de que yo pudiera protestar.

—No te hagas el héroe, hijo. Esto es serio. Puedes servir de la mejor forma yendo. Si los dos no podéis volver, puedes apostar que ellos se encontrarán con una lucha a la mano antes de que reclamen sus rehenes.

Y me fui. Royce y yo habíamos apenas salido cuando me di cuenta con agudeza de que la paz que reinaba en mi mente se debía a la proximidad de Amanda. Una vez fuera de su inmediata influencia, todo el horror de aquel lugar y el que me producían sus espantosos residentes, me hirió profundamente. Sentí algo que me rozaba los tobillos y estuve a punto de saltar, lleno de pánico, fuera de mis zapatos. Pero cuando miré hacia abajo vi a Serafín, el gato de Amanda, que había decidido seguirme.

Royce adoptó su postura de perro cuando llegó a la primera fila de demonios. Primero, me entregó la cabeza de su abuelo. Una vez había encontrado aquella parte del cuerpo humano momificada, como una cosa repugnante, entonces me pareció la cosa más familiar y amistosa. Mi amigo continuó a toda velocidad, a cuatro patas, husmeando entre las filas de los guerreros infernales. Serafín le siguió, ayudándole en su caza. El perro cazador pareció contento de dejar una parte de la búsqueda al gato, y sin duda alguna aquella alegría estaba bien justificada. Yo les seguía rápidamente, con la velocidad que me era posible entre los escuadrones adyacentes, mientras que los animales hacían su trabajo de un lado a otro.

Me pareció que aquello duró muchas horas, hasta que la larga fatiga se transformó para mí en la sensación de un automatismo insensible, como si fuese un muñeco de madera. Aprendí a no mirar a los ojos de los demonios.

Escuadrón por escuadrón, división por división, los fuimos revisando hasta el último. Después pasamos al ala izquierda, para continuar infatigablemente la búsqueda. Cuando el sabueso se sentía nervioso se aproximaba a mí, y yo le acariciaba la cabeza. Supongo que se acordaba de su abuelo.

—No desesperes, viejo amigo —le dije—, tenemos a ésos todavía. —Y señalé hacia los generales, todos los príncipes que estaban apostados frente a las divisiones. Viniendo desde la parte trasera como estábamos haciendo, ya había examinado los generales del ala izquierda. La desesperación comenzó a apoderarse de mí. ¿Qué oportunidades teníamos contando una docena que nos quedaban, contra siete millones ya eliminadas?

El sabueso se dirigió al trote hacia el puesto del general más próximo con el gato muy cerca de él, mientras yo les seguía a toda marcha. Comenzó a gritar fuertemente antes de llegar hasta aquel demonio, y yo me dirigí rápidamente a su proximidad. El demonio comenzó a moverse y a metamorfosearse. Pero incluso en aquella extraña forma, había algo de familiar en él.

—¡Ditworth! —exclamé, y me dirigí hacia él.

Me sentí abofeteado por alas de cuero y arañado por fuertes garras. Royce vino en mi ayuda, ya sin la forma de perro, sino con las doscientas libras de peso de un luchador negro. El gato era una bola de furia, con dientes y garras. No obstante, habríamos perdido la partida, o la habríamos hecho incompleta, de no haber ocurrido algo asombroso. Un demonio rompió filas y salió disparado hacia nosotros. Yo lo sentí, más bien que verlo, y pensé que venía en socorro de su amo, aunque me habían asegurado que aquello iba en contra de las costumbres. Pero fue para ayudarnos —a nosotros, sus enemigos naturales—, y atacó con tan vengativa violencia que la lucha se cambió en favor nuestro.

Repentinamente, todo terminó. Yo me encontré en el suelo, agarrando no a un príncipe de los demonios, sino a Ditworth en su forma pseudohumana: un hombre de negocios, suave y remilgado, vestido con austera elegancia, con su cartera, sus gafas y su escaso cabello.

—¡Quitad esa cosa de mí! —gritó—. «Aquella cosa» era el abuelo de Royce que le mordía rabiosamente el cuello con sus encías sin dientes.

Royce echó una mano hasta librar a Ditworth del tormento, liberando así a su abuelo. Serafín continuó su tarea, permaneciendo en la brecha y teniendo clavadas las uñas en una pierna de Ditworth, prisionero nuestro.

El demonio que nos había ayudado estaba todavía con nosotros. Tenía agarrado a Ditworth por los hombros. Aclaré mi garganta y le dije:

—Creo que le debemos esto a usted… —Lo cierto es que no tenía la menor noción de lo que tenía que decir, creo que tal situación era algo totalmente sin precedentes.

El demonio hizo una mueca que seguramente intentó ser amistosa, pero que yo encontré horrible.

—Permítame presentarme a mí mismo —dijo en inglés—. Soy el Agente William Kane, del F.B.I.

Creo que aquello fue lo que me hizo perder el sentido, y desvanecerme. Desperté poco después, y me hallé tumbado de espaldas. Alguien había puesto algún bálsamo sobre mis heridas, que eran muchas y dolorosas, sintiendo que se me aliviaba el dolor poco a poco, aunque me sentía mortalmente fatigado. Sentí que hablaban algo cerca de mí. Volví la cabeza y vi a los miembros de mi grupo expedicionario próximos adónde estaba. Worthington y el amistoso demonio que pretendía ser nuestro amigo, y un agente del F. B. I., sostenían a Ditworth entre ambos, de cara a Satán. No quedaba traza de todo el ejército infernal anterior.

—Así, era mi sobrino Nebiros —farfulló el Macho Cabrío, sacudiendo la cabeza y chasqueando la lengua—. Nebiros, eres un mal muchacho y estoy orgulloso de ti. Pero me temo que tengas que demostrar tu fuerza contra sus campeones, ahora que ellos te han echado el guante encima. —Se dirigió a Amanda—. ¿Quién es vuestro campeón, querida?

El demonio amigo, habló entonces.

—Creo que ese es oficio mío.

—Creo que no —intervino Amanda. Lo apartó a un lado y murmuró algo intencionadamente. Finalmente el demonio se encogió de hombros, batió sus alas y se marchó.

Amanda se reunió con el grupo de nuevo. Yo pude por fin ponerme en pie y me acerqué a ellos.

—Un juicio hasta la muerte —estaba diciendo Amanda—. ¿Estás dispuesto, Nebiros?

Yo sentía latirme el corazón con fuerza, temiendo por la suerte de Amanda y creyendo, por otra parte, con una ilimitada confianza, que ella sería capaz de realizar cualquier cosa que intentase. Decidí no interrumpir.

Pero Nebiros no tenía estómago para aquello. Todavía en la forma de Ditworth y con su aspecto ridículamente humano, se volvió hacia el Viejo.

—No me atrevo, Tío. El resultado es cierto. Intercede por mí.

—Ciertamente, Sobrino. Yo casi esperaba que te destrozaran. Ya me has buscado bastantes disturbios. —Y se dirigió a Amanda—. Digamos…, bien…, ¿diez mil años?

Amanda reunió nuestros votos con los ojos, incluyéndome a mí, para placer mío, y respondió:

—Que se haga así.

Aquello no era una sentencia dura, como podría parecer, ya que según me habían dicho era como seis meses de cárcel en el mundo real, puesto que él no había ofendido sus costumbres, había sido sencillamente derrotado por la magia blanca.

El Diablo bajó un brazo con un gesto enfático y espectacular. Se produjo entonces un rumor terrible y un fogonazo de luz y Ditworth-Nebiros fue atado a una potente roca con los miembros abiertos, y con unas macizas cadenas de hierro. Entonces volvió a adquirir su forma de demonio. Amanda y Worthington examinaron las ataduras. Ella presionó, estampando su sello con un anillo contra cada una de las ligaduras y con un movimiento de cabeza dio su conformidad al Macho Cabrío. En el acto la roca se alejó a gran velocidad, perdiéndose en la distancia hasta quedar fuera de nuestra vista.

—Esto parece asunto terminado, y supongo que te irás ahora —anunció el Macho Cabrío—. Os iréis todos, excepto éste… —Sonrió y señaló al demonio del F. B. I.— Tengo planes para él.

—No. —El tono de Amanda era decidido.

—¿Qué pasa ahora, pequeña? Este no forma parte de la protección de vuestro grupo, y ha ofendido nuestras costumbres.

—¡No! Tengo que insistir, realmente.

—Satán Mekratrig —dijo Amanda con voz calmosa—, ¿quieres medir tu fuerza con la mía?

—¿Contigo, señora? —Y la miró atentamente, como si la inspeccionara por primera vez—. Bien, este es el día de las pruebas, ¿verdad? Suponte que no digamos nada más acerca de la cuestión. Hasta otra vez, pues…

Y se marchó.

El demonio se encaró con ella.

—Gracias —dijo simplemente—. Me gustaría tener un sombrero para quitármelo. —Y añadió ansiosamente—. ¿Conocen ustedes la salida?

—¿Y usted no la sabe?

—No, ese es el inconveniente. Quizá debería explicarlo. Estoy asignado al servicio de la represión en la división antimonopolio, y teníamos una pista sobre este fulano Ditworth, o sea Nebiros. Le seguí hasta aquí, pensando que era solamente un brujo negro y podría usar su portal para volver. Pero me di cuenta de mi error demasiado tarde, y me encontré atrapado. Casi me había resignado yo mismo para la eternidad a seguir siendo un demonio de pega.

Me interesó realmente aquella historia. Yo sabía, por supuesto, que todos los hombres del F. B. I. son abogados, o magos, o peritos mercantiles, más bien de esta última carrera, según los pocos que yo conocía personalmente. Aquella tranquila conciencia de los increíbles peligros que había arrostrado, me impresionó fuertemente y me hizo tener la más alta opinión de los agentes federales.

—Puede usar nuestro portal para volver —dijo Amanda—. Manténgase cerca de nosotros. —Y dirigiéndose al resto de nuestro grupo, ordenó—: Vamos, ya es hora de volver.

Jack Bodie estaba todavía entonando los misteriosos cantos del Gran Libro, cuando tomamos tierra en la cocina de Mrs. Jennings.

—Ocho minutos y medio —anunció, comprobándolo con su reloj de pulsera—. Buen trabajo. ¿Salió todo bien?

—Sí, todo fue bien —repuso Jedson con una extraña voz mientras se rehacía su metamorfosis en sentido inverso—. Todo lo que…

—¡Bill Kane! —interrumpió la voz de Bodie—. ¡Tú, viejo bribón! ¿Cómo te has colado en este grupo?

Nuestro demonio había realizado también su debida transformación para el mundo real, apareciendo como un joven apuesto, elegante, con un impecable traje gris y sombrero de fieltro suave.

—¡Hola, Jack! —saludó—. Te veré mañana y ya charlaremos de esto. Ahora tengo que ir a informar. —Y con aquello se desvaneció de nuestra vista.

Ellen ya estaba fuera de trance y Joe estaba inclinado sobre ella solícitamente. Yo miré a mi alrededor para ver a Amanda. Entonces la oí por la cocina y me precipité hacia ella. Me miró sonriéndome con su maravilloso rostro sereno y bellísimo.

—Amanda —dije—, Amanda…

Supongo que tuve la subconsciente intención de besarla y estrecharla entre mis brazos, perdidamente enamorado como me hallaba. Pero es muy difícil empezar nada de esta suerte, a menos que la mujer que se encuentre en tal caso indique de algún modo su voluntad. Ella no lo hizo. Aparecía cálidamente amistosa, pero existía una barrera de reserva que yo no pude cruzar. En su lugar, la seguí alrededor de la cocina, hablando de cualquier cosa intrascendente, mientras que preparaba cacao caliente y tostadas para todos nosotros.

Cuando nos reunimos con los demás, yo dejé mi cacao de lado, hasta enfriarse por completo, mirándola fijamente con una vaga frustración en mi enamorado corazón, mientras que Jedson contaba a Ellen y a Jack sus experiencias por el Medio Mundo. Se los llevó poco después a sus respectivos domicilios.

Cuando Amanda salió a decirme buenas noches a la puerta, el doctor Royce estaba tumbado tranquilamente en el diván, con Serafín acurrucado en su enorme pecho negro como el ébano. Los dos roncaban fuertemente. Yo me di cuenta asimismo de que me hallaba terriblemente cansado. Amanda lo comprendió así igualmente y me dijo cariñosamente:

—Puedes acostarte un poco en aquel otro sofá y descabezar un sueño, si puedes.

No tuvo que repetírmelo. Ella vino hacia mí y me puso un chal por encima, besándome tiernamente. Oí sus pasos escaleras arriba, mientras yo me dormía profundamente.

Me desperté con la luz del sol dándome de lleno en la cara. Serafín estaba sobre la ventana, ocupado en lavarse y limpiarse cuidadosamente con sus patitas. El doctor Worthington se había marchado. La casa parecía desierta. Entonces oí unos pasitos suaves por la cocina. Me levanté rápidamente y fui hasta ella.

Tenía la espalda vuelta hacia mí y estaba alcanzando el viejo reloj de péndulo colgado de una pared. Se volvió hacia mí…, y allí estaba de nuevo, menudita, increíblemente vieja, arrugadita, con sus cabellos como la nieve recogidos formando un moño sobre la nuca.

Se me hizo repentinamente claro en la mente por qué había sido un beso de buenas noches, puramente maternal, lo que había recibido la noche anterior. Ella había tenido el suficiente buen sentido por los dos, y había rehusado el que yo pudiese hacer el tonto conmigo mismo.

Me miró y me dijo con calma y con su voz real:

—Mira, Archie, mi viejo reloj se detuvo ayer —levantó una mano y tocó el péndulo, pero ha vuelto a ponerse en marcha esta mañana.

Y ya no queda nada más que decir. Con Ditworth desaparecido y el informe de Kane, Magia Sociedad Incorporada desapareció de la noche a la mañana. Las nuevas leyes de titulación de los magos fueron papeles mojados y letra muerta.

Por lo general todos nosotros solíamos reunirnos en casa de Mrs. Jennings de vez en cuando. Le quedé realmente agradecido de que no hubiese permitido dejarme ir por el atractivo de su pasada belleza, aparecida mágicamente una noche, ya que nuestra amistad, ahora, es algo sólido y duradero. Pero si yo hubiese nacido sesenta años antes, el señor Jennings habría tenido, desde luego, un rival con quien haber contendido por el amor de Amanda.

Ayudé a Ellen y a Joe a organizar sus nuevos negocios, poniendo después a Bodie como administrador general, ya que yo decidí no apartarme de mi antigua línea de negocios. Construí un ala adicional a mi edificio y almacén y compré dos nuevos camiones, exactamente como Mrs. Jennings había predicho. Y los negocios van bien.

FIN