¿Desea realizar otra transacción?

Ese día hacía dos años y un mes que mi hijo Julián había muerto.

Todos los días (todas las horas, todos los minutos) pienso en él. Pero cuando entro en los cajeros automáticos, pido por él. Pido que regrese a esta tierra. A esta tierra de desdichas, de llantos, de vaguedades; pero la única en donde pudimos ser padre e hijo.

La gente (esas personas a las que no se les ha muerto un hijo) dice que la tecnología avanza por sobre el espíritu, avasalla el alma.

Creo que están equivocados. El cajero automático, por ejemplo, es un oráculo. Cuando el cajero, al finalizar mi retiro semanal de dinero, me pregunta: «¿Desea realizar otra transacción?», yo contesto apoyando la mano: «Sí, deseo regresar al momento previo a subir a Julián al ómnibus». Permanezco unos segundos y me voy sabiendo que al menos tengo dónde pedir un deseo. Por el papel donde me arrojan el estado de mi saldo, cuento los días que llevo sin ver a mi hijo.

El alma no existiría de no ser por el cuerpo. El alma necesita del cuerpo para expresarse; y la tecnología es el avance de la materia hacia una mayor expresión del espíritu: el aire acondicionado (manejar los vientos, como Drácula), las heladeras de frío seco, las computadoras, nos sumergen en un mundo de magia y misterio, primitivo. El ascetismo limita las posibilidades de expresión del alma. La tecnología las potencia.

El azar es opuesto a la tecnología, es opuesto al alma. Que un ómnibus cargado de chicos de doce años se desbarranque, que suba como una rampa el cordón metálico de la ruta, se alce en el aire, caiga más allá de la banquina y muera sólo un chico, es una clara obra del azar.

Eran veintidós chicos de doce años, y murió uno solo. Al caer el micro sobre sus cuatro ruedas, todos salieron disparados hacia el techo, pero sólo a Julián se le incrustó el pequeño proyector de luz en el cráneo.

Tuve que hacer una pausa. Estoy agitado. Expresar de este modo crudo la muerte de mi hijo me agota. Estoy acostumbrado a describirme de este modo el episodio: pero con el tiempo, el odio se acrecienta.

Es una suerte poder hablar con uno mismo. Una suerte poder pensar.

El pensamiento es la tecnología del hombre. El cuerpo, fácilmente vulnerable, es el azar. Pero el pensamiento es tecnología. El pensamiento es silencioso y discreto. Puedo pensar: «Por qué no habrán muerto uno o dos chicos más». Que no muera ninguno o que muera por lo menos alguno más. No ser el único padre distinto en esa fiesta de niños que se salvaron del accidente. No tener que soportar las muecas de señores intentado entristecerse, acariciando a sus hijos ilesos o levemente heridos.

Mi mujer ha sido más sincera que yo. Desde entonces, no sale ni habla. Siente vergüenza.

—Murió Julián —dijo—. Ahora soy un monstruo.

Hacía dos años y un mes de la muerte de Julián cuando me encontré con Recalde. Yo salía del cajero y Recalde me llamó por el apellido.

—¿Sos vos? —me preguntó entrecerrando los ojos, preguntando con las cejas—. ¿Sos vos?

Asentí, moviendo la cabeza lentamente. Recalde era un compañero del secundario.

—¿Sabés que hace un rato nada más estaba pensando en vos? ¡Qué increíble!

En los últimos treinta años nos habíamos visto unas dos o tres veces.

Para su casamiento me mandó una participación. Y creo, ya no recordaba, que en una ocasión nos habíamos reunido todos los viejos amigos del secundario.

—¡No me digas que vos también sacás plata de este cajero! —me dijo—. ¡Qué increíble!

Estaba alegre y rejuvenecido. Yo me dejaba palmear, y aceptaba francamente, aunque en silencio, su camaradería.

—Si me esperás un segundo —dijo—, hago un retiro y nos reunimos con mi mujer. Está acá a dos cuadras.

—De acuerdo —logré hablar.

Lo esperé tras la puerta transparente. Salió. Me palmeó una vez más y caminamos por la avenida hasta la confitería donde lo aguardaba su mujer.

Silvia, así se llamaba, se definía en la primera impresión: era fea. Su cuerpo y su piel tenían algo de blando, de derretido. Yo era especialmente lábil a la belleza de las mujeres: mi mujer ya no dormía conmigo y las mujeres definitivamente feas me tranquilizaban. La muerte es lo que queda en las personas que amaban al muerto. Eso y nada más es la muerte. Esa marca que queda en el corazón y en el cuerpo del que entierra al ser amado.

Recalde hizo la charla amena. Y Silvia era amable y simpática.

Recalde me recordó uno por uno los compañeros y amigos del secundario. Me habló de sus hijos.

—¿Y ustedes, che, cuántos pibes tienen? Contesté de inmediato: —Ninguno.

Me parecía una falta de respeto decir, en esa charla amistosa:

—Teníamos uno, pero se le clavó un velador de ómnibus en el cráneo.

Como fuera, mi respuesta no daba lugar a comentarios ni preguntas incómodas: a nuestra edad, si no habíamos tenido hijos, no cabía más que un silencio comprensivo. Sólo alguien muy íntimo o muy desubicado podría preguntar «¿y no pensaron en adoptar?», y Recalde no ocupaba ninguna de las dos categorías.

Si en alguno de nuestros anteriores encuentros, por boca de otro o mía, se había enterado de la existencia de Julián, tampoco tenía el tipo del mamerto que puede repreguntar. Y, finalmente, yo no estaba mintiendo. Yo ya no tenía ningún hijo. Alguna vez pensé, jamás se lo comenté a nadie y menos aún a mi esposa, qué hubiera sido de nuestra vida de haber tenido Julián un hermano. Pero Julián tiene un hermano gemelo: su recuerdo. Y esa presencia no hace menos horrible mi vida.

La conversación con Recalde no duró mucho más. Habíamos intercambiado teléfonos y prometido llamarnos, como en cada uno de nuestros escasos encuentros. Tampoco esta vez nuestros respectivos teléfonos eran los mismos. Pero, a diferencia de todos los anteriores encuentros, a mí se me había muerto un hijo y a él no.

Cuando llegué a casa, Delia estaba sentada en el sillón frente al televisor apagado.

—A qué no sabés con quién me encontré —dije.

Delia no contestó.

—Con Recalde —agregué, caminando hacia la pieza.

Ahora yo dormía en la pieza de Julián, en un colchón en el suelo. Le hice creer a Delia que tomaba esa pieza a la fuerza, para respetarle su necesidad de estar sola; pero en realidad soy yo el que no soporta dormir al lado de ese cuerpo vencido.

Junté las manos bajo la nuca y cerré los ojos. Repasé uno a uno los nombres que me había recordado Recalde. Intenté armar nuestra foto de quinto año. Incluso tuve el impulso de buscarla por la casa. Mariana Develop. El pelo rubio y la cara oscura. Una tez bronceada bajo un pelo amarillo luminoso, un rancho. Un rancho donde detenerse luego de un viaje por el desierto, y preparar un asado, alguna infusión; beber un vaso de agua fresca de pozo. Mariana Develop. Hacía esquí. Una vez me pidió un machete y se lo arrojé. Anoté la respuesta en un papelito y se lo tiré. Cayó al suelo y no lo encontró. Cuando terminó la clase, tampoco yo lo encontré. Lo buscamos un buen rato.

—No me tiraste nada, mentiroso —me dijo.

—Te juro que sí —le dije.

—No importa —dijo ella.

Fue un verdadero misterio. El papelito no apareció.

Decía: «1755», que era el año en que un terremoto feroz había asolado y marcado para siempre la ciudad de Lisboa. «Lisboa» es un derivado árabe y romano de Ulissipo, que fue el nombre con que los fenicios llamaron a la ciudad. Yo sospechaba que la llamaron así en referencia a Ulises: o bien para homenajearlo, o bien porque la ciudad había tenido alguna importancia en su largo peregrinar. Pero era una pura sospecha. En el papelito que desapareció, yo le había escrito a Mariana, solamente, con certeza, 1755.

Descubrí, como quien se golpea la cabeza, que había estado casi un minuto pensando. Había hablado conmigo mismo de otra persona que no era Julián. Esta nueva situación fue tan sorpresiva que no hice a tiempo de detenerla. Mariana. En una clase de cajón y colchoneta la vi saltar con un bombachón negro y rozar levemente el cajón; temí que se lastimara. Mariana. En el viaje de egresados, sentados a dos asientos de distancia, ella caminó por el pasillo del ómnibus hasta mí: me preguntó si quería jugo, le agradecí, bebí un sorbo, ella me observó con un gesto de picardía, un mohín, como si hubiera algo erótico en estar bebiendo a su lado. La vi irse, vi sus piernas, se sentaba junto a Recalde.

Atravesé la noche en un sueño blanco y ni bien desperté —Delia aún dormía— llamé a Recalde.

Me atendió el contestador automático.

Saludé y dejé grabado mi apellido.

Pasé el resto del día en el local. Reparé yo mismo dos televisores y dejé otros tres a los técnicos. Un muchacho de menos de veinte años me trajo un equipo de música antiquísimo, sin compact disc. Vestía a lo moderno, con el pelo rapado a la izquierda y largo a la derecha.

—¿Qué querés hacer con esto? —le pregunté.

—Arreglarlo —me dijo.

—¿Arreglarlo? —pregunté extrañado—. No tiene compactera… y no sé cómo puede llegar a sonar.

—En casa tengo un montón de discos y casetes de mis viejos —me dijo.

—Te conviene comprarte un equipo nuevo —le dije.

—Prefiero arreglar éste.

—Los clientes mandan —dije mirando el equipo.

Cuando el pibe dejó el local, descubrí que el equipo tenía un casete puesto.

Recalde me contestó el llamado esa misma noche.

—Qué suerte que me llamaste, che.

Yo lo había llamado movido por el impacto del recuerdo de Mariana. Ahora ya no sabía de qué hablarle. Lo había llamado como se utiliza a un médium para tantear el pasado.

—Yo también me quedé con ganas de hablar —siguió.

—Qué bueno —dije.

Yo había llamado primero, algo tenía que decir.

—¿Qué te parece mañana a la tarde en la misma confitería? —propuse.

Arreglamos un horario y dijo:

—Hecho.

Cuando colgué, Delia me sonrió y me preguntó si quería un té.

Le dije que sí, entusiasmado y agradecido.

Una hora más tarde, mientras miraba la tele, me trajo un vaso de agua hervida. Busqué en sus manos el saquito de té, y no lo vi. Se fue a su habitación.

Me levanté y busqué un saquito de té en el armario de la cocina.

En la confitería, Recalde estaba aún más joven. Igual de locuaz, pero gesticulaba con nueva gracia. Sus movimientos eran frescos y alegres.

Arriesgué para mis adentros que su rejuvenecimiento se debía a la ausencia de Silvia.

—¿Y tu esposa, che? —pregunté sin querer, sorprendiéndome de mi capciosidad.

—En casa —dijo sin más.

Se palpó los bolsillos.

—Che, no tengo guita. ¿Pagás vos y me acompañás al cajero?

—Puedo pagar y punto —le dije—. Son dos cafés.

—Ah, pero yo la quiero seguir. ¿Vamos a comer pizza, no?

Pagué y lo acompañé al cajero sintiéndome un imbécil. ¿Para qué lo había llamado? ¿Por qué lo molestaba? Él era una persona a la que no se le había muerto un hijo…, ¿qué tenía que hacer a su lado? Pertenecíamos a dos especies distintas. No podía nacer una amistad. Pero decidí que mi castigo por esta absurda intentona sería sufrir el encuentro hasta el final, asfixiarme con la pizza, cuyo solo pensamiento me descomponía, y pensar que el estar frente a un hombre normal aceleraba el proceso del germen de mi monstruosidad.

Me hizo entrar con él al cajero, y mientras sus dedos marcaban la cifra clave de acceso (que aun sin verla claramente, sólo por el movimiento de los dedos, me resultó vagamente familiar), me dijo:

—Se me ocurrió una idea bomba, che. ¿Sabés que tengo un country? Quiero decir, una casa en un country. Pensé en reunir a todos los muchachos. Toda la gente de la promoción de quinto año. Recibirlos con mi esposa en la casa del country… que venga cada uno con su familia, qué te parece.

—Bárbaro —dije, y pensé: «Yo puedo llevar a mi esposa, que es una plasta, y a mi hijo…».

Y un golpe en el estómago me obligó a salir de la cabina.

—¿Qué te pasó? —salió detrás de mí Recalde—. ¿Qué te pasó?

—No sé —le dije—. Perdonáme. Una puntada. Creo que soy medio claustrofóbico.

—Pará que agarro la guita.

El gesto me conmovió. Había salido tras de mí sin esperar a recoger el dinero que ya estaba por comenzar a sacar la máquina.

—Che —le dije sincerándome—. ¿Lo de la pizza lo dejamos para otro día?

—Por supuesto —me dijo—. Pero dejáme que te lleve a tu casa.

Subimos a su auto. En el camino me habló de la fiesta en el country. Sería un asado de antología, un hito en la historia de la carne a la parrilla.

—Te espero, entonces. Este domingo.

—¿Este domingo? —dije sorprendido. Yo sabía desde el principio que no iría, pero la autoconfianza de Recalde me sublevó.

—¿Cómo vas a hacer para juntar a todos?

—Eeeh, papá sabe —me dijo—. Tengo contactos.

Sacó una tarjeta de su bolsillo trasero.

—Acá tenés —me dijo.

Era el teléfono y la dirección de su casa en el country, y el mapa para llegar.

—Ruta dos derecho —me dijo—. Con ese mapa no te podés perder. Vénganse el domingo lo más temprano que puedan.

Delia estaba dormida, boca abajo, sobre el sillón. La alcé en mis brazos y la llevé a su dormitorio. Cuando la estaba dejando sobre la cama, se le abrieron los ojos con violencia, como si alguien estuviera agrandándoselos; y me pareció que tenía las pupilas secas.

Pero no despertó.

Me dejé caer en el colchón de mi pieza y pasé la noche con los ojos abiertos, y despierto.

—Ismael —me dijo Juan, el más nuevo de los técnicos, mostrándome un casete—. Estaba en la casetera del equipo viejo. No lo sabía. Probándolo, se me rompió la cinta.

—Qué macana —dije—. No te preocupés. No es culpa tuya. Dejámelo.

Tomé el casete y corrí hacia afuera cada uno de los extremos de su cinta rota.

—¿Y el equipo? —le pregunté.

—Va a funcionar —dijo confiado Juan.

Pasé la tarde intentando arreglar con cinta scotch el casete y pensando en que no concurriría a la fiesta en el country. Había guardado la tarjeta de Recalde en uno de los compartimentos de la billetera.

Pasé el casete varias veces, pero no llegaba a oírse nada inteligible. La cinta estaba muy arrugada, había que plancharla. Pensé en llevarla a casa, ya era tarde. Pero después decidí que mejor llevaba la plancha al local al día siguiente, así tenía con qué entretenerme.

En el camino, recordé lo vacío que estaba el armario de la cocina, por no hablar de la heladera. Paré en un supermercado 24 horas. Compré una buena cantidad de alimentos. Al sacar la tarjeta de crédito, se me cayó la tarjeta del country de Recalde. Me pareció un peligro. Otro día podía sacar la tarjeta del country de Recalde y que se me cayera la de crédito. De modo que la dejé tirada.

Cuando salía, cargado, del supermercado, la cajera me dijo:

—Ey, señor, se le cayó esta tarjeta.

—No importa —dije—. Tírela.

Delia no estaba en casa.

No tuve que buscar mucho porque estaban todas las puertas abiertas, la del baño, la de la cocina, la de su pieza, la del balcón.

Salí al balcón. Las dos chinelas de Delia estaban junto a la reja.

Primero me acuclillé junto a las chinelas. Después, me senté. Tomé una. Pensé en la tarjeta de crédito. ¿Era tecnología o era frivolidad?

Sentía el alambre del enrejado contra una parte especialmente sensible de mi cabeza.

—¿Qué estoy esperando? —me pregunté.

Me puse de pie y miré más allá de las rejas. Nada.

Sonó el portero eléctrico.

—Ya está —dije en voz alta.

Atendí.

Era Delia. Su voz me asustó tanto que solté el tubo del portero eléctrico.

El tubo golpeó contra la pared, y apreté con insistencia el botón de abrir.

Entró con su propia llave.

—Fui a cortarme el pelo —me dijo.

«Los muertos regresan con el pelo bien cortado», pensé. En realidad le quedaba muy bien.

El jueves arreglé una videocasetera que pasaba las películas más lentamente que lo que debiera. Y la cinta del otro casete, por más que la planché, seguía emitiendo sonidos molestos e incomprensibles. Juan me dijo que el equipo ya estaba OK. Esperaba poder componer el casete antes de que el chico viniera a buscarlo.

Esa noche, Delia agregó, a su nuevo corte de pelo, una pasada de maquillaje en su cara.

Me despertaron dos golpes en la puerta de mi habitación.

«Es Julián», pensé, «lo dejan salir de noche».

Delia entró en la habitación, no me preguntó si me había despertado, y pasó la noche conmigo.

La mañana y la tarde del viernes fueron insoportables. El ingreso de Delia en mi habitación desbordó todas las contenciones. Sufrí durante el día y tuve que pedirles a los muchachos que se hicieran cargo de todo, porque era incapaz de mover un tornillo. La cara y la risa de Julián.

«¿Y hay en el mundo suficientes mujeres para que todos podamos casarnos?», me había preguntado. Le gustaban los palmitos y los mejillones. Siempre que volvía de la colonia de vacaciones, lo esperábamos con una ensaladera de palmitos con salsa golf. Nada me gustó tanto en la vida como a él esos palmitos, excepto el hecho de verlo comiéndolos. Le gustaba mucho más el fútbol de lo que sabía jugarlo, y, por poder arreglar televisores, siempre me consideró un mago insuperable.

Desde las siete de la tarde hasta las diez de la noche del viernes, lo pasé bebiendo ginebra en un bar. Llegué a casa borracho, Delia dormía.

Vomité, y dormí también yo.

Esa noche fue la más extraña de todas las que he contado. Vomitar me libró de la borrachera. Lo extraño fue la intensidad con que soñé a Mariana Develop.

Curiosamente, ahora que Delia había pasado la noche conmigo, mi deseo se duplicaba. Dicen los rabinos que es fácil evitar un pecado antes de cometerlo; lo difícil es no repetirlo. A Eva y Adán les hubiera resultado más fácil sustraerse a la tentación de la manzana que a nosotros, que ya conocemos su sabor. Y el reencuentro con Delia, lejos de apaciguar mi deseo, lo renovó. Soñé con Mariana de ese modo en que, al despertar, la desazón nos dura buena parte de la mañana.

El sábado a la noche lo llamé a Recalde, le dije que había perdido la tarjeta con el mapa y le pedí instrucciones.

Le dije a Delia que me habían invitado a un asado, y, como siempre, agregué que deseaba que me acompañara. No me defraudó: dijo que no.

En el viaje, en el colectivo 52 (desde entonces no manejo) me asaltó un pensamiento extravagante: «Si Mariana viene al asado, tal vez me salve».

No cabía duda de que yo estaba viajando hacia el country de Recalde con la sola esperanza de ver a Mariana.

Fueron dos horas largas hasta llegar a la localidad de Cardales. Y otros quince minutos a pie, hasta la casa de Recalde, por el interior del country, un desierto verde y ascéptico.

Cuando llegué, cerca de las doce del mediodía, sólo la mucama estaba en la casa.

—Los señores están jugando al tenis —me dijo—. Si quiere puede tirarse a la pileta —y señaló un rectángulo de agua transparente, agradablemente verdosa. Pero yo no tenía malla ni intenciones de mojarme.

—¿Quiere un vermut? —me preguntó.

—No estaría mal —acepté.

«¿Jugando al tenis?», pensé, sentado en una reposera sobre el pasto, frente a la pileta, mientras la mucama partía hacia la heladera en busca de mi bebida, «el tenis se juega como mucho de a cuatro; ¿tan poca gente vino, o no vino nadie? O tal vez vinieron ocho y todos saben jugar al tenis; o la mayoría sabe jugar y el resto mira. ¿Por qué no estoy pensando en Julián? Porque esta salida me distrae. ¿Llegué muy tarde?».

Vi llegar a Silvia.

La puerta de entrada quedaba a unos cincuenta metros de donde yo estaba sentado y la vi tocar el timbre, aunque ella no me vio a mí. Me levanté para saludarla. Vestía un equipo jogging de plástico plateado.

—Hola, Silvia —saludé, pero ya estaba entrando y no me oyó.

Tuve que allegarme hasta la puerta y buscarla en el interior de la casa. Era un palacio. Un hall majestuoso de cerámica oscuramente rojiza, una chimenea antigua y muebles imponentes. Parecía la casa de uno de esos magnates petroleros de las series norteamericanas.

Silvia le estaba pidiendo a la mucama que le prestara el decorador de tortas. Me agradó el modo humilde de dirigirse a su propia doméstica y esperé a que terminara de hablar para saludarla.

—Hola, Silvia —dije.

Giró con el pomo decorador de tortas en la mano y me miró extrañada.

—Hola —dijo algo cortada.

—Le estoy llevando el vermut —dijo la mucama.

—¿Se acuerda de mí? —le dije ya con miedo a tutearla.

—¿Amigo de José Luis? —dijo ella.

—Claro —dije al fin aliviado—. Nos conocimos en la confitería, al lado del cajero automático… ¿te acordás?

—Puede ser —dijo ella—. Puede ser…

Se retiró con el pomo, pensativa.

Yo regresé a mi reposera con las cortesías cumplidas; la mucama me aguardaba con el vaso de vermut helado en la mano.

«¿Cómo regresaría Julián?». Yo había leído Cementerio de animales mucho antes de que me ocurriera a mí. Pero no dejaba de pensar en un mundo real en el que los muertos resucitaran. Según la tradición judía, los justos muertos se levantarán de un torbellino de tierra, con un alma aún más pura y un cuerpo preparado para soportar la inmortalidad. ¿Cómo sería ese otro mundo? ¿Existiría el amor tal cual hoy lo conocemos? ¿La reproducción, la cena alrededor de la mesa? ¿Podría Julián en ese mundo darme un beso antes de salir para la escuela?

El vermut estaba en el fondo del vaso cuando entraron en tropilla, por el jardín, José Luis Recalde con sus cinco o seis invitados.

Siete, si contamos a Mariana Develop, que venía tomándolo de la mano.

Estaba Regueira, alto y bronceado, con el pelo renegrido y ni una entrada. A la esposa, en cambio, pelirroja, le faltaba el pelo que le sobraba al marido. Compensaba este contratiempo con una remera blanca bien levantada por adelante, y un pantalón corto del mismo color que no le iba a la saga. En la misma línea militaba la Gerbaudo, una matrona ceñuda (¡genial matemática!, recordé) que traía como arrastrado a un flacucho con lentes a lo John Lennon, parecido a la raqueta que le colgaba de la mano. La séptima era Ingrid, blanca y joven, sola, fea de cara pero con una retaguardia que no dejaba alternativas. Recalde estaba sudado y enrojecido. Con su calva marginada por dos abundantes y canosas escolleras de pelo, y sus bigotes exuberantes, parecía un cocinero italiano que acabara de sacar, feliz, la cabeza de la olla de mostacholes alla scarparo. Mariana mejoraba mi recuerdo. En la foto, su belleza aún serpenteaba por entre sus indefinidos rasgos de adolescente. La cara, algo redonda de la foto, estaba ahora afilada, enmarcada en su cabello aún más rubio. Los senos que asomaban en la foto, eran ahora dos desafíos cálidos, imposibles de mirar. Las manos, en la foto sosteniéndose la una a la otra, tímidas, mostraban ahora sus palmas morenas, tocándose los muslos bajo la corta pollera celeste.

Recalde alzó la mano que ella le sostenía, y me la presentó como si yo no la conociera:

—Mi esposa —dijo.

Como chiste, era demasiado audaz, y debía provocar una sonrisa mucho menos discreta que aquella con la que Mariana me estaba saludando luego de más de veinte años de no vernos.

Nuestros flirteos en la adolescencia no pasaron de aproximaciones y miradas confusas; un papelito arrojado al vacío, y una sonrisa de agradecimiento cuyos mensajes encerrados ambos tuvimos pereza de descifrar. Ahora Recalde se estaba burlando de mí presentándomela como su esposa, estrujándole la mano como si realmente fuese suya.

—¿Cómo te va, Ismael? —me dijo Mariana, besándome en la mejilla sin soltar la mano de Recalde—. ¡Ay, disculpá, estoy toda transpirada!

—No importa, no importa —respondí con la mejilla húmeda.

Recalde nos invitó a pasar a todos a la casa.

Había dos baños. Ingrid y la Gerbaudo (Susana) pasaron a bañarse; Mariana les indicó el lugar y funcionamiento de los baños, y tomó asiento a mi lado, en el hall, donde se desparramaban en los sillones Recalde, Regueira y su esposa Alicia. Yo era el único que no necesitaba bañarse inmediatamente, pero la cercanía de Mariana me acaloró.

Recalde fue a buscar whisky y Regueira me preguntó a qué me dedicaba. Le conté del taller de reparaciones y se mostró realmente entusiasmado.

—¿Computadoras también arregla? —preguntó la pelirroja.

Y cuando negué amablemente, Regueira la increpó:

—Ya te dije que esa computadora la voy a arreglar yo.

Manuel Regueira, además del pelo, seguía manteniendo intacta su singular porción de valentía: la que se esgrime frente a los más débiles.

Recalde regresó con la botella de whisky y los vasos anchos, y comenzó a hablar de la casa. De los detalles de la construcción, los impuestos y la convivencia en el country. Yo miraba de reojo a Mariana, que asentía en silencio. De pronto, Mariana dijo:

—De noche, es como si estuvieras de vacaciones en un lugar desconocido.

¿Había estado ella de noche allí? ¿Cuándo? ¿Qué estaba pasando?

Primero salió Ingrid, y unos minutos después la Gerbaudo, dejándoles los baños a Mariana y Alicia. Ingrid ocupó el lugar de Mariana, y, algo entrado en el whisky, sentí sus caderas. Gerbaudo se sentó en una silla de madera frente a su pequeño novio. Por lo que decía, era psicólogo, y estaba explicando un centenar de fenómenos diversos con un solo argumento. No se me iba el mareo y no me desagradaba, entonces nos interrumpió un grito suave de Mariana, desde el baño:

—José Luis, ¿podés traerme el toallón rojo, por favor?

Tuve que pensar: definitivamente, son amantes. ¿Pero por qué no lo ocultan? ¿Y dónde está Silvia?

Cuando Recalde regresó del encargo (había entrado sin pudor en el baño donde se duchaba Mariana), me dijo:

—Vos dormís en la habitación de los chicos.

—No sabía que la invitación era con cama adentro —atiné a contestar.

—Dejáte de embromar —me dijo simpático—. Viniste en ómnibus, ¿viajaste dos horas para quedarte cuatro? Llamála a tu mujer y decíle que se venga. ¡Pero pagále un remís, amarrete!

Llamé a Delia, para decirle que llegaría al día siguiente. Me preguntó si necesitaba algo. Le dije: solamente que duermas bien. Me preguntó nuevamente, como si no me hubiera escuchado, si necesitaba algo; y estuve tentado de decirle que en unas horas estaba por allí, que ya salía para casa. No lo hice.

Fluctué un buen rato, sin escuchar una palabra de la conversación que se desplegaba a mi alrededor, entre el miedo por haber dejado a Delia sola y el enigma de Mariana. Cuando Mariana salió del baño, no vestida sino con una robe de chambre rosada y el pelo húmedo, me decidí, ya ni siquiera por el enigma, sino por ella. Por mirarla cuanto me fuera posible.

Salí al jardín con el vaso de whisky en la mano. Era la primera vez en dos años que una nube de distracción, de relajo, casi de placidez, hacía sombra sobre mi cabeza. Descubrí que tras la frontera de arbustos que cerraba el terreno de la casa de Recalde, aún con su equipo de jogging de plástico plateado, Silvia arrancaba las malezas del terreno de otra casa.

Busqué la puerta y salí, me acerqué a ella. ¿Le estaba haciendo un favor a una amiga?

Ya no me quedaba mucho lugar para preguntas lógicas.

—¿Y este jardín? —le pregunté.

Se sobresaltó al ver que le hablaba.

—Todavía no es un jardín, estoy tratando de que lo sea.

—¿Pero de quién es la casa? —insistí ya sin miramientos.

—¿De quién va a ser? —me dijo como una vecina de barrio—. Mía, de quién va a ser…

—Ah —dije—. Tienen dos…

—¿Dos qué? —me miró algo alarmada.

—Dos casas —dije. Y señalé la casa de Recalde.

Silvia estaba cortando las malas hierbas con una gigantesca tijera.

La arrojó lejos, pero me miró con una cara que me dio más miedo que si la hubiese empuñado.

—No le debo nada —dijo—. Ni nada de lo que tengo es de él. Las joyas que me regaló no valen ni una lamparita de esta casa.

Se alejó a paso rápido en busca de la tijera. Creo que palidecí, y estoy seguro de que temblaba. Temí morir de esa sensación.

Pero de pronto recordé: era una simple sensación de malestar. Hacía dos años que no sufría por ningún motivo de tiempo presente. Me alegró saber que no iba a morir: ya estaba bien de muerte por los próximos cien años, no quería saber ni de la mía.

Me alejé, aún temblando, mortificado por el enojo de Silvia.

Entonces me dije, entrando nuevamente a la «única» casa de Recalde: «En esta semana que no nos vimos, se separó de Silvia y se casó con Mariana». ¿Pero todo tan rápido? ¿No me hubiera aclarado algo por teléfono?

Recalde había comenzado a preparar el fuego para el asado. Regueira lo molestaba arrojando palitos verdes que, con infinita paciencia, el anfitrión soportaba. El novio psicólogo de la Gerbaudo, Joaquín, hablaba con las mujeres de no sé qué tema con una copa de vino blanco en la mano. Yo me serví una de tinto y me acerqué.

—La noche de bodas es un clásico mito —dijo el tal Joaquín—. Esa noche no pasa nada.

—Más te vale ser la excepción —le dijo la Gerbaudo con una sonrisa que me atemorizó.

—Sin embargo la luna de miel es maravillosa —dijo la esposa de Regueira—. Manuel y yo la pasamos tan bien en Bariloche… ¿Y ustedes adónde fueron? —le preguntó a Mariana.

Y Mariana me miró. Fue un vistazo fugaz, como los que nos dirigíamos en la adolescencia cuando no estábamos seguros de querer ser vistos por el otro. Pero en esa mirada hubo una confirmación de mi sospecha de que algo no cuajaba. Ella no iba a contestar con naturalidad. Quizá fingiera espontaneidad, pero luego de haberme confirmado con la mirada rasante que aquello no era natural.

¿Y la pieza de los chicos? ¿Los chicos de quién?

—En Tahití —dijo Mariana, y me miró otra vez—. Dos semanas en Tahití.

Respiré. Ya no había más dudas: todo era una locura. Habían pasado menos de dos semanas desde que Recalde me presentara a Silvia como su esposa. O todo era un fraude perverso, con ribetes patológicos, y triangular, o bien, más probablemente, la lógica del mundo se había salido de su órbita, como tantas veces ocurría.

En mi agradable trabajo, cuando me traen un televisor para arreglar, me he acostumbrado a una tónica: no me pregunto qué causó el desperfecto sino que me digo «qué increíble que un aparato así pueda funcionar».

No deja de sorprenderme que un pedazo de vidrio pueda reproducir imágenes. Que ese artilugio se interrumpa, es natural. Lo increíble es que se renueve. Así inicio yo el arreglo de los aparatos que dejan a mi cargo. Uno nunca sabe por qué las cosas se rompen o se salen de su lugar, ni siquiera sabemos cuál es el lugar de las cosas.

Terminado el asado, al que lo único que le faltó fue moderación, alguien sugirió mate y facturas. En el hartazgo de comida, en la repulsión que sentí por esa propuesta, descubrí, otra vez, como cuando me había mortificado la reacción de Silvia, que las situaciones presentes recuperaban lentamente su efecto sobre mí. Algo me cansaba, algo me repugnaba.

Como fuere, el mate y las facturas aparecieron en la mesa; un mazo de cartas y me encontré jugando al truco con Mariana como compañera.

Las señas, las miradas, los «mohines», nos llevaban, creo que a ambos, a una época pasada, feliz por lo despojada, en la que yo no había perdido ya todo lo que tenía por perder.

Se dice que en el deseo de tener hijos se conjuga el deseo de trascender, de trascender uno mismo en el tiempo. Pero desde la muerte de Julián mi vida se me antojaba más larga, infinita, estaba convencido de que yo nunca podría desaparecer, ni aun muerto.

Le ganamos a la pareja de Recalde y Alicia Regueira; Mariana y José Luis no jugaban juntos porque ella decía que le traía «yeta».

Terminado el partido, Recalde y Mariana dijeron que se iban a tirar a dormir una siesta. Los Regueira salieron a pasear «para conocer el country»; y me quedé, junto a los restos sobre las mesas, con la Gerbaudo, John Lennon e Ingrid.

Cuando Recalde y Mariana dijeron que se iban a dormir la siesta, me sentí en la infancia: cuando mis padres me hacían ver que a aquel sitio al que iban, yo no podía acompañarlos.

Intenté no sufrir.

«En el otro mundo», me dije, «en el mundo normal donde Recalde me presentó a su esposa Silvia, Mariana y yo seríamos distintos». Y al pensar «Mariana y yo» me dije, dolorosamente, que la había querido mucho, y que había llegado allí con el único objetivo de besarla por primera vez. Hasta ese extremo de perversión llegaba el hombre que acababa de perder a su hijo.

Por fortuna, el destino se había ocupado de frustrar mi extravagancia y me sentí cómodo, tan insípido como mis acompañantes. El novio de la Gerbaudo estaba explicando la naturaleza represiva del ocio en los countrys: «La gente cree que se divierte con cosas que deberían ser divertidas», decía, «incluso pueden llegar a “sentirse” divertidos, pero no se divierten». No era que yo no entendiera sus palabras, sencillamente no tenían sentido. La Gerbaudo lo detuvo en seco con un llamado a la razón: «José Luis dijo que podemos usar la pileta grande, la que está adelante, vamos». Y partieron de la mano (en realidad, la Gerbaudo arrastrándolo), dejándonos a Ingrid y a mí en compañía el uno del otro. Bajo los muslos de Ingrid, sentada en el largo tablón de madera, podían adivinarse sus cuartos magistrales de potranca madura; pero su cara, que era lo que se veía con claridad, no me resultaba un espectáculo agradable, y no tenía qué decir.

—¿Y a qué te estás dedicando? —me preguntó.

—Arreglo electrodomésticos.

—Ah, cierto. ¿A vos siempre te gustó eso, no? Desde el colegio…

—Sí —mentí. Sin embargo, ahora mi trabajo realmente me agradaba.

—Y a mí —dijo—. Aquí me tenés… a los cuarenta años, profesora de yoga con pocos alumnos y sin otra vocación.

—¿Ah, hacés yoga? —intenté demostrarle que me interesaba.

No me contestó con palabras. Se levantó, se apartó unos pasos y se paró sobre sus manos en vertical. Era un espectáculo prodigioso, parecía la torre Eiffel al revés. Ahora, que sólo se veía su nuca transpirada, sus brazos extendidos y su popa en ristre, daban ganas de pedirle que viviera así el resto de su vida.

—Agarráme que me caigo —gritó.

Tuve que acudir corriendo y sus poderosas nalgas cayeron acolchadamente sobre mi cara.

Retomó la posición adecuada, cabeza arriba y pies abajo, manoseándome impudorosamente.

—Bueno, voy a descansar un rato —dije.

Ella caminó detrás de mí, pero antes llevó a cabo un acto que me alteró: tomó una factura que había sobrado de la pitanza, la envolvió en el engrasado papel blanco, y la llevó consigo.

Entré en la pieza que Recalde me había indicado, la de los chicos, e Ingrid entró tras de mí. Me tiré en la parte de abajo de dos camas marineras, y ella, en lo que estimé un rapto de prudencia, se quedó sentada en una silla frente a mí.

La visión de la pieza era peligrosa. Un colgante infantil, un póster del Pato Donald casi tridimensional, y un holograma, efectivamente tridimensional, con el personaje de terror Freddy Krugger. Eran adornos que se habían ido superponiendo a lo largo de las distintas edades de los chicos. El colgante que pendía del techo, barquitos de plástico y pequeños planetas de cartón plastificado, correspondían a los primeros años de vida. Entre los cinco y los diez años, el Pato Donald debía haber tenido preeminencia. Y Freddy, el monstruo, había llegado sin duda a los doce años. Ingrid me estaba mirando con su rostro mamífero, resignada a no poder vivir en vertical y con la certeza de que no era su cara lo que al interlocutor le importaba. Como una confirmación de sus peores sospechas respecto de sí misma, desenvolvió la factura vigilante y mordió un pedazo. Fue demasiado para mí. Cerré los ojos y sufrí un desmayo.

Cuando desperté, estaba encendida la luz eléctrica en el cuarto. Por la temperatura, bastante más baja que cuando me había acostado, supuse que sería de noche. Al girar mi cara hacia la derecha, vi un par de pantorrillas. Colgaban hacia el piso desde la cama de arriba, pertenecían a alguien que estaba sentado en el colchón de la cama de arriba. Sin pensarlo, agarré una. La dueña gritó asustada. La dueña de la pantorrilla y de la casa. Era Mariana. Bajó de un salto y quedó de pie junto a mí, que estaba acostado.

—¿Te despertaste? —dijo.

—¿Me desperté? —pregunté refregándome los ojos.

Mariana llevaba en una mano un diario, la otra la tenía cerrada.

—Sos el único despierto de la casa —me dijo—. Ingrid, Alicia, Susana y Osvaldo están durmiendo en sus piezas. Manuel y José Luis están en el sauna de la sede techada.

—¿Qué hora es?

—Las doce de la noche —me dijo sin mirar su reloj.

—¿Y vos que hacés acá? —pregunté sin ningún respeto.

Entonces Mariana abrió la mano y vi en su palma un pequeño pedazo de papel, viejo y hecho un bollo.

Miré su mano, miré el papel, miré su cara.

Cuando bajé la vista sobre ese papel, que me resultaba más que familiar, ominosamente familiar, ella dijo:

—Tomálo.

Tomé el bollito de papel.

—Abrílo —me ordenó.

Lo desplegué.

El papel tenía escrito, en mi vieja tinta azul: «1755».

No le pregunté «qué es esto», ni «de dónde salió». Resistí, en silencio, un golpe de melancolía, que soplaba también la vela del barco de mi hijo, trayéndolo por el río de la muerte, junto con las cosas que, por el dolor que nos provoca su pérdida, a veces nos preguntamos si no hubiese sido mejor no haber tenido nunca.

—Así que lo encontraste —dije por fin, recuperado—. ¿Cuándo lo encontraste?

—Nunca lo perdí —me dijo. Y en su voz intuí, por primera vez, una dosis de cinismo.

—El día de la evaluación lo habías perdido —dije.

—En esa evaluación me fue bien. Anoté la fecha del terremoto de Portugal: 1755.

—La supiste sin necesidad de mi machete —dije. E inmediatamente apareció en mi memoria, como un extra que atraviesa raudamente una escena principal, un recuerdo reciente: Recalde marcando la clave numérica de su cajero automático: 1755.

—Lo supe por tu machete —dijo Mariana—. Nunca perdí el machete. Lo recibí, lo usé y lo escondí.

—¿Pero cómo? —pregunté realmente asombrado—. Me dijiste que no lo habías encontrado…

—Te acordás de todo… —dijo.

—Me estoy acordando ahora —mentí.

—Yo me acuerdo —dijo señalando con la vista el papel—. Te mentí entonces. Te mentí —siguió— porque no quería deberte un favor tan grande. Tenía miedo de que me lo quisieras cobrar.

—¿Qué? —pregunté con horror—. Yo no soy así…

—Ya sé —dijo ella—. Ya sé. Yo era así. Me gustabas, y no quería deberte nada. Además, me gustaba el misterio.

—La verdad… —dije con una pena mucho más honda de la que podía expresar—, la verdad es que lo escondiste bien. Creí que el papelito nunca te había llegado.

La miré y supe que esa mueca de cinismo, el tono casi ebrio de sus palabras, cierta malignidad, no eran nuevas.

—¿Dónde estuviste todo este tiempo? —me preguntó.

—No sé a qué te referís —contesté.

—Este último año y medio… dónde estuviste.

La pregunta fue tan directa que respondí sin pensar:

—Hace dos años y un mes murió mi hijo. Mariana se llevó una mano a la boca:

—¿Tuviste un hijo? —preguntó.

—Tengo un hijo muerto —dije.

Mariana me tomó la mano. Se la retiré y me dejé caer sobre la cama.

Un rato después, habló nuevamente:

—Me extrañó que estuvieras sorprendido.

«¿Dónde estuvo éste que se sorprende de mi boda con José Luis?», me pregunté. Se te veía en la cara. Estabas terriblemente sorprendido.

—¿Dónde estuve? Estuve en una confitería con Recalde y su esposa, Silvia, que vive acá en frente. ¿Qué es todo esto? ¿Cómo puede ser que se hayan casado hace más de dos semanas? ¿Y esta pieza, de qué chico es?

—Nos casamos hace un año. José Luis tiene dos hijos de su primer matrimonio.

—¿Es bígamo? —dije, por ponerle alguna palabra a mi desconcierto.

—No —dijo Mariana—. Tiene dos vidas pero no es bígamo.

Entonces supe que me lo iba a contar. Uno puede gozar del privilegio de confiar en la realidad hasta que se le muere un hijo.

Cuando el curso de las cosas es tan dramáticamente modificado, no nos queda más remedio que creer que el mundo es distinto de como siempre lo hemos percibido: pedimos una solución mágica porque mágica es la tragedia que nos ha acaecido.

Y Mariana no me defraudó:

—El cajero —dijo—. Le podés pedir al cajero automático que cambie tu vida. Cuando te pregunta «¿Desea realizar otra transacción?», tenés que apretar la tecla: «sí». José Luis y yo siempre nos quisimos. Desde el secundario. Por entonces, ya ves… (señaló con la vista el papelito) yo no hacía las cosas con claridad. Incluso después del secundario, bien entrada en la juventud, seguía escondiendo las cosas sin saber bien por qué. José Luis se casó por segunda vez cuando aún no había cumplido los cuarenta, y un año después de que se casó nos encontramos. El último año del secundario, y un año más, tuvimos un pequeño romance. Nunca quise que supiera que estaba dispuesta a quedarme con él. Y sabes cómo es él. No está dispuesto a buscar. Si yo no quería, no tenía problemas en irse. Eso me gustaba. Y de hecho se fue. Tuvo su matrimonio, sus hijos, su divorcio y su nuevo casamiento. Entonces, en una fiesta a la que me invitaron en este mismo country, nos encontramos. Él estaba casado con Silvia, y yo venía de separarme de una lamentablemente larga convivencia. Nos contamos nuestras vidas. Habló poco de su primer matrimonio y me contó cómo había conocido a Silvia acá mismo, en el country, porque ella vivía en la casa de enfrente. José Luis había comprado su casa en el country luego del divorcio, con vistas a descansar y a recibir a sus hijos.

»Silvia, su vecina también divorciada, se llevaba muy bien con los chicos. Me contó cómo Silvia había representado la calma y la compañía, era claro que no el amor. De esa charla, ambos salimos sabiendo dónde trabajaba cada uno. No hicimos ningún esfuerzo por no encontrarnos. Tampoco por detenernos. “Cómo me gustaría”, me dijo José Luis en el final de un encuentro, “no haberme vuelto a casar. Le pedí al cajero que realizara la transacción”.

»José Luis nunca se casó con Silvia. Luego de un breve noviazgo, y de incluso decirse que se casarían y juntarían las dos casas, él rompió para casarse conmigo.

—¿Cómo se pide? —la interrumpí.

—Simplemente, cuando me preguntó si deseaba realizar otra transacción, apreté y le ordené mentalmente que lo hiciera.

Esa noche, extrañamente, dormí. Fue en el viaje de regreso cuando pude pensar. Viajé en el asiento de atrás del auto de la Gerbaudo, pegado contra los muslos desnudos de Ingrid. Pese a que Ingrid friccionaba contra mí las dulces extensiones amarillas que brotaban de los bordes de su pantalón corto de tenis, yo pensaba en mis próximos pasos. Sin duda, el cajero contemplaba todo. Si Julián regresaba, sería en el contexto de que el accidente nunca había ocurrido; y Delia jamás sabría que alguna vez, en un pliegue de una vida, su hijo había muerto. Todo continuaría con la naturalidad de cuando la vida era natural: cuando Julián vivía. Tal vez incluso yo olvidaría.

Me dejaron en la puerta de casa e Ingrid superó todos los límites al despedirse besándome en la comisura del labio.

Por supuesto, no subí. Caminé directo hacia el cajero. Inserté mi tarjeta. Marqué mi clave. Me preguntó qué deseaba. Apreté la opción de retirar dinero. Pero me rechazó. Mi saldo era cero. Entonces, sí, me preguntó si deseaba realizar otra transacción. Dudé unos segundos y salí del cajero. Al día siguiente descubrí que me había olvidado la tarjeta en el cajero y no volví a buscarla.

El martes, Juan, con la sonrisa de un general que hubiese descubierto el plan perfecto para rescatar a los rehenes en manos del enemigo, mostrándome el casete me dijo:

—Funciona.

Impaciente, lo coloqué en el equipo que también habíamos arreglado (y por el cual el joven dueño no había vuelto a preguntar) y apreté play. No era un casete de música. Parecía un mensaje enviado desde el exterior por algún miembro de la familia. Esas cartas en casete que envían los parientes cuando ya hace un tiempo que están viviendo afuera.

Empezaba diciendo: «Me pareció mejor el casete que la carta. Cuando uno lee una carta, piensa en la voz de quien la escribe. Es increíble, por muy lejos que estemos, mi voz, grabada aquí, llega hasta ustedes como si estuviéramos al lado. El chiflete de la ventana de la cocina, del que les hablé en la carta anterior, sigue sin arreglo. En verano no molesta. Y en invierno, en realidad, basta con no pasar cerca…».

Después de este párrafo, la rotura de la cinta había hecho estragos. La cinta scotch permitía que el casette siguiera girando, y luego la voz se escuchaba más aguda, como si hablara un niño:

«El clima aquí es hermoso. Y hasta en el desierto da gusto pasear.

»¿Siguen ustedes saliendo a pasear los domingos? Por favor contéstenme que sí, así puedo recordar cosas que siguen haciendo. Un beso grande».

Rebobiné y apreté nuevamente play. Curiosamente, el simple hecho de querer devolverle al cliente su equipo arreglado, se transformó en una esperanza. Yo tenía la esperanza de que el muchacho viniera a retirar su equipo.