El conserje

Cerca de las dos de la mañana comencé a escuchar los ruidos y a sentir el olor. Algo crepitaba en el edificio de la esquina y el aire, manso, de la madrugada, dejaba llegar hasta el hotel el olor del humo de los incendios.

Dejé el rectangular cubículo de madera que compone la conserjería y salí a la calle.

En la esquina, la torre de departamentos ardía cinematográficamente. Todos los pisos decían la tragedia: de los que no salían llamaradas, se desprendían gigantescas volutas de humo mortalmente negro. Era el humo que asfixia, que enceguece, que mata.

Antecedido por el breve sonar de la sirena, llegó el carro de los bomberos. Aún no veía a los habitantes del edificio en el umbral.

Los bomberos se desplegaron alrededor de la catástrofe, y media docena de ellos se internó en la torre en llamas.

Era enero, un verano tórrido, el aire irritantemente quieto; la cuadra se recalentó. Regresé a mi puesto de trabajo.

El aire acondicionado me situó nuevamente en la realidad, luego del espectáculo pesadillesco. Levanté el teléfono y marqué el número de mi tía Dora —que pasa las noches en vela y me ruega que la llame a cualquier hora— para comentar con alguien lo que estaba ocurriendo; pero al segundo timbrazo entró al hotel una pareja, y colgué antes de que pudiera contestarme.

Decididamente, venían del incendio. Él llevaba una camisa a la que le faltaba una manga, chamuscada en el cuello y con múltiples manchones negros. Ella un vestido blanco con flores amarillas, mal cortado por el fuego en el borde inferior. Algunos mechones de su pelo caían cenicientos.

Ella cargaba su cartera deformada; y él, un pequeño bolso verde de tela de avión, que no había sufrido mayores daños.

Les di las buenas noches de rigor y pregunté por el incendio.

No necesitaban confirmar que venían de allí; dijeron que desconocían los motivos del inicio del fuego. Necesitaban una habitación para pasar la noche.

—¿Y cómo quedó el departamento de ustedes? —no pude evitar, algo morbosamente, preguntar.

—Lo hemos perdido todo —me dijo el hombre—. Todo.

Los miré sintiendo pena, y entonces reparé en que la mujer estaba embarazada. Por el tamaño de la panza, que a primera vista no había descubierto, debía estar promediando el embarazo. Este detalle me conmovió y me apresuré en llevarlos a su habitación.

A esa hora no había botones; me hice cargo de su mínimo equipaje. Los dejé en la habitación 202. No aguardé propina alguna.

Les deseé que pudiesen descansar y buenas noches. Regresé a mi puesto.

Suspiré pensando en las situaciones frente a las que nos pone el destino y salí nuevamente a la calle, a enterarme de cómo continuaba el siniestro.

Los bomberos, efectivos y ágiles, convertían las llamas en humo negro y el humo negro en humo blanco. Sólo se veían hombres de rojo y casco. Corrían en la noche, algunos con mangueras, otros con hachas. Vi a uno atado a un arnés de la reja del balcón del piso veinte. Y —conté con el dedo— del piso veintidós cayó como bólido un gato quemado. Yo sólo vi el bulto caer; pero luego del grito de susto del bombero, le oí decir:

—Es un gato.

Conmocionado entré al hotel, me senté en la silla dentro del cubículo y me dije que la escena era algo demasiado fuerte para mí. Me gustaría poder creer que me desmayé, y no tener que confesar mi primer sueño en horario laboral en estos siete años al frente de la conserjería del turno noche. En mi descargo puedo asegurar que se debió enteramente al agotamiento y no a la desidia ni al aburrimiento. Lo curioso es que el ruido del fuego, que aún crepitaba en algunos pisos, obró como una ronroneante canción de cuna.

Desperté cerca de las cuatro de la mañana. Antes de salir a la calle, disqué nuevamente el teléfono de tía Dora. Nunca es tarde para ella, y sin duda a las cuatro ya está despierta, desayunada y dispuesta a comenzar el día que nunca termina.

Esta vez el timbre de su teléfono sonó tres veces antes de que yo colgara. Oí pasos por la escalera y vi bajar a la embarazada.

Dejé el tubo en su sitio, no quería comentarle a mi tía Dora el incendio en presencia de la señora.

—En su estado —le dije con simpatía—, debería bajar por el ascensor. Son tres pisos.

—Le puedo asegurar que si usted viniera de ese edificio, también preferiría bajar por escalera. En los incendios, los ascensores son trampas mortales.

Asentí en silencio y me prometí nunca más intentar dar consejos a un cliente.

La mujer tomó asiento en uno de los cómodos sillones del hall, con una mano se acarició la panza y sumergió la otra mano en la cartera. La misma mano emergió con un cigarrillo y un encendedor. Se puso el cigarrillo en la boca y lo encendió. Aunque me impresionó vivamente ver fumar a una embarazada, hice caso omiso de todas las sugerencias que pugnaban por subir a mi boca y permanecí en silencio.

—¿Cuántos años hace que trabaja acá? —me preguntó.

Como la que había iniciado el diálogo era ella, no tuve reparos en contestar:

—Siete.

Asintió admirativa, hizo cuentas mentales; y descubrió que mi mirada se centraba, involuntariamente, en su cigarrillo.

—No se preocupe —me dijo—. Después de ver tanto fuego, ¿qué me puede hacer esta pequeña brasa?

Pensé en decir: «A usted, nada. ¿Pero al nene?». Pero quién era yo para hablar. Además, se habían salvado de un incendio mortífero y debían tener nula confianza en las frágiles previsiones humanas. Cuidamos la salud durante la vida entera, y de pronto un accidente nos arrasa como a una hoja; mientras bebedores, fumadores y drogadictos concurren sonrientes y saludables a nuestro funeral.

—Hace más de diez años, antes de que usted viniera a trabajar aquí, este hotel tuvo un papel importante en mi vida.

Me sorprendió. Y aunque cumplí mi juramento de no abrir la boca, todo en mi rostro conspiraba para rogarle que me contara la historia.

Pegó una pitada al cigarrillo y dijo:

—Supongo que a alguien se lo tengo que contar. Ya no importa.

Mis compañeros del turno tarde y mañana me habían hablado de sus repetidas aventuras con huéspedes que se registraban a solas, e incluso —terrible— con mujeres casadas. Tres de cada diez historias que me contaban debían de ser ciertas; y de no haber sido porque la mujer estaba embarazada no hubiese dudado de que por primera vez en siete años yo estaba frente a la propuesta sexual de una pasajera.

—Hasta más o menos mis veinte años, yo viví en diagonal al edificio que hoy se incendió —dijo como si no le importara que la estuviera escuchando—. Vivía en la casa de mis padres, un departamento en un edificio de diez pisos. Usted lo tiene que haber visto, cruzando la esquina, sobre la otra mano, antes de llegar a mitad de cuadra.

—¿En la calle Junín? —dije—. ¿Al lado de la librería?

—Exacto —dijo ella—. Ahora es una librería. —Y agregó con un tono extraño—: Antes era una casa de pastas.

»A los quince años —siguió la mujer—, una tarde, al regresar de la escuela secundaria, mi madre me dijo que mi padre nos había abandonado.

»La noticia no era del todo sorprendente: mi madre era corpulenta y mandona; y mi padre era un delgado y tierno playboy. Yo lo adoraba. Comprendí a mi padre con una rapidez inusitada en una adolescente que encontraba deshecho el matrimonio que la había dado a luz. Pero desde siempre había sabido que mi padre tarde o temprano tendría que aburrirse de aquella mujer buena para amasar y para gritar, pero casi completamente incapaz de divertirse.

—Qué difícil es encontrar la pareja ideal —dije sin poder mantener cerrada mi bocaza—. Fíjese, a ese respecto, yo permanezco solo.

—Más fácil que encontrar la pareja ideal —dijo la señora— es casarse con la persona exactamente incompatible.

—Es cierto —dije, asombrado de coincidir inmediatamente con su observación—. En el hotel se ve a menudo.

Y callé avergonzado porque, después de todo, también ella había llegado aquí con su marido, y yo, en mi rol privilegiado de observador, le estaba revelando las intimidades de otros matrimonios.

—No se preocupe —me sonrió—. Amo a mi marido. Y él me ama. Supimos elegirnos.

—¿Y cómo fue que se eligieron sus padres?

—Mi madre debió haber sido muy bonita en su juventud —dijo—. A mi padre le gustaban las mujeres corpulentas, de caderas grandes. En la época y en la clase social de mi padre, los casamientos se realizaban por conveniencia y arreglo. Debió resultarle divertido sorprender a sus relaciones al casarse con una mujer sólo porque le gustaba físicamente. Aparte, por motivos que nunca voy a descubrir, y nadie puede descubrirlos, creo que mi padre la deseó sexualmente siempre. Que estaba realmente apasionado con el cuerpo de su esposa.

Enrojecí.

—«Tu padre ha decidido irse», me dijo mi madre en voz baja. Y cerrando los ojos y agachando la cabeza, comenzó a llorar.

—¿Qué pasó, mamá? —le pregunté—. ¿Se pelearon? ¿Dejó una carta, algo?

—Está en el hotel Luxor —respondió mi madre a sólo una de mis preguntas—. Pero no volverá.

Pegué un respingo. El hotel Luxor era precisamente este hotel.

—Por supuesto —continuó la señora—, dejé a mi madre y salí corriendo para el hotel, para hablar con mi padre. Eran sólo dos cuadras, mi madre no intentó detenerme.

Llegué al hotel llorando y pregunté al conserje por mi padre.

—El señor se hospeda acá, efectivamente —me dijo el conserje luego de mirar el registro—. Pero en este momento no se encuentra.

—¿Y sabe cuándo regresa? —le pregunté.

—Me ha dicho que muy tarde —dijo el conserje.

—¿Dijo alguna hora?

—No, ninguna precisa. Si usted quiere dejarme un recado, se lo daré ni bien llegue.

—Dígale que estuvo la hija —y comencé a llorar—. Que por favor me llame, que necesito mucho verlo.

—Descuide, señorita. Se lo digo ni bien llegue —me respondió el conserje.

Y, avergonzada por haber revelado mis sentimientos frente a un extraño, regresé corriendo a casa.

Al llegar, me lancé a los brazos de mi madre. Ella, en un inusual despliegue de dulzura, me consoló e intentó convencerme de que entre las dos nos arreglaríamos bien.

No podía imaginar cómo sería el hogar sin mi padre: la perspectiva de vivir a solas con mi madre, con su insulsa presencia, con su incapacidad de reír, me resultaba desoladora.

Por la noche, como mi padre no había llamado, regresé al hotel.

—¿Ha llegado ya el señor…? —pregunté por el apellido de mi padre al conserje nocturno; no era aquel con quien yo había hablado por la mañana.

—Pemítame que me fije —me dijo el hombre—. ¿De parte de quién?

—De la hija.

El conserje llamó por el teléfono interno, habló unas palabras (me alegré, pues mi padre estaba), y colgó con el rostro inexpresivo.

—Dice… —me dijo vacilante—. Dice… que no quiere verla.

—¿Le dijo que soy la hija? —pregunté sin poder creerlo.

—Fue lo primero que dije —me respondió con seguridad.

—Bueno, voy a subir yo —dije.

—Lo lamento, señorita. Pero tendrá que esperar a que su padre salga del hotel. No puedo permitirle pasar si el pasajero no accede a ser visitado.

—Soy la hija —insistí al borde del llanto.

Vi en la cara del hombre una mueca de desconfianza.

—Señorita —insistió el conserje—. No tengo modo de comprobar el parentesco entre ustedes. E ignoro el conflicto que puedan estar viviendo. Pero la situación es clara: un pasajero formalmente registrado en este hotel no desea recibir una visita. Tampoco es el fin del mundo: bastaría con que usted aguarde a que el que usted dice que es su padre salga del hotel.

Humillada, dolorida, y furiosa, regresé caminando a casa. Por suerte, mi madre no estaba. Yo no pude pegar un ojo. Al día siguiente, cuando estuvo lo suficientemente claro, me dirigí nuevamente hacia aquí, a este hotel.

Estaba el conserje matutino, con quien había hablado la primera vez. Eran cerca de las ocho de la mañana.

Ni bien me vio, en el rostro del conserje se dibujó una expresión de pena.

—Su padre se ha ido, —me dijo antes de que pudiera preguntar. Sin reparar en vergüenzas, apoyé mis brazos sobre ese mismo mostrador, dejé caer mi cabeza, y lloré. Cuando pude, me reincorporé.

—¿Dejó alguna carta, algo?

El conserje negó con un movimiento de cabeza, silencioso y dolorido. Cuando me estaba yendo hacia la puerta, me llamó:

—Señorita —me dijo.

Me detuve, esperanzada.

El conserje salió lentamente de su rectángulo y caminó hacia mí con pasos solemnes.

—Sólo quería decirle que a veces los hombres no poseemos el suficiente valor para afrontar ciertas situaciones. Eso no significa que las cosas que perdemos por culpa de nuestra cobardía no nos importen…

Lo miré como esperando un dato. Esperaba que no me hubiese detenido sólo para soltarme esa sarta de amables cursilerías.

—Me dijo el conserje nocturno —dijo entonces— que su padre lloró toda la noche. Calcule usted que para que se lo escuche desde aquí, un hombre tiene que estar realmente desesperado.

Continué mirándolo en silencio.

—Pensé que para usted sería importante saberlo —me dijo respetuosamente.

Y como no tenía más que decirme, simplemente me fui.

—¿Y hace cuántos años fue esto? —pregunté.

—¿Esa charla? Quince años. No haga cuentas, no puede haberlo conocido. Lo echaron ese mismo año.

Acepté la información y la mujer encendió un nuevo cigarrillo. Ojalá bajara el marido para impedirle fumar. ¿Pero qué podía hacer yo sino oficiar como mudo escucha de su historia? ¿Qué, sino acompañar cortés y amablemente a una huésped que acababa de atravesar un trance desagradable y necesitaba hablar?

—Tuve que aceptar el silencio y la ausencia de mi padre. Ni una carta, ni un llamado. Leí que estas historias ya habían ocurrido: gente que de pronto desaparecía, hombres que tenían familias en otros países; hombres que desaparecían y eran encontrados como mujeres. Asesinos que habían ocultado su identidad durante décadas y huían cuando por casualidad eran descubiertos. Perseguidos que se escondían bajo una identidad falsa, y también debían huir cuando ésta se rasgaba. ¿En cuál de estas categorías estaba mi padre? Entendía que hubiese dejado a mi madre… ¿pero por qué me había dejado a mí?

Es cierto que mi padre tenía el carácter encantador propio de los estafadores. Frente a la vida lineal y transparente de mi tosca madre, mi padre parecía un baúl de historias ocultas. Era difícil de comprender el motivo por el cual había elegido a mi madre como compañera de vida, e imposible saber el motivo por el que la había abandonado.

Ni mi madre ni yo dimos aviso a la policía, de modo que no lo buscaron. Si mi padre no había querido hablarme por su voluntad, yo no quería que la policía lo obligara. No quería representar para él el mismo peso que había representado mi madre. En el fondo de mi alma, yo odiaba a mi madre. Estaba convencida de que ella era la causante de que mi padre nos hubiese dejado. Y la culpable, también, de que mi padre no se atreviera a aparecer siquiera para hablarme, temeroso de que el peso de mi madre cayera como una piedra sobre él. Había huido de mi madre, pensaba yo, como de un peligro al que no se quiere volver a enfrentar.

Pasaron dos o tres meses. Los dueños de la casa de pastas, que eran amigos de mi madre, nos hacían visitas de consuelo. Traían consigo al hijo, un chico tímido de mi edad, que siempre había tenido cara de asustado y casi no se animaba a hablarme. La mujer nos traía alguna exquisitez preparada con sus propias manos, y don Nicola, un gordo petiso de abundante bigote, me contaba chistes subidos de tono, como si ésa fuese la terapia para alejar mi pena.

A los cinco meses, la policía vino sin que la llamáramos. Habían encontrado el cadáver de mi padre. Se había suicidado, luego de dejar una nota, en una casa en el Tigre. Con un balazo en la sien.

Un silencio se hizo entre los dos. Un silencio entre el recuadro de madera lustrada de la consejería y el esponjoso sillón del hall. Nuestros rostros mantenían la compostura: el mío, porque un conserje debe escuchar con recato. El de ella, porque era una narradora desapasionada. Nos separaba un pequeño pasillo cubierto por una gastada alfombra roja.

—La carta de mi padre decía que un año atrás se había enterado de que padecía de esquizofrenia. Había sido encontrado dos veces, en distintos lugares, delirando, contando historias absurdas. En ambas ocasiones, debieron controlarlo desconocidos: en un caso, cuando intentaba trompearse con el dueño de un local textil, del que mi padre aseguraba ser propietario. En el otro, al salir de la casa de una amante (mi padre lo confesaba en la carta sin subterfugios), había intentado golpear al portero porque pensaba que lo miraba mal. Luego de varios meses de sufrimiento, ocultado celosamente a su familia, y de huir para no provocar más daños, habiéndose tratado médicamente sin resultados, había llegado a esta terrible conclusión. Esperaba que lo perdonásemos.

Puede imaginarse la impresión. Pero espero no parecerle cruel si le digo que mi mayor dolor no se debió a su muerte. Después de todo, la muerte es algo que tarde o temprano nos ocurrirá a todos. Y ahora, ya no le tengo miedo, en absoluto. Tampoco usted debería temerle. Es más rara y menos mala de lo que podemos imaginar. Lo que me dolió, lo que me destrozó, fue que mi padre no hiciera una referencia directa a mí en la carta. Entendía que estuviese tan enfermo mentalmente como para no atreverse a mirarme a la cara (me costaba mucho creerlo, pero podía llegar a entenderlo: recordaba que el conserje me había contado que la desesperación de mi padre se escuchaba desde la planta baja), pero no podía aceptar que se hubiese despedido del mundo sin saludarme. Ni siquiera por escrito. Si no hubiese visto con mis propios ojos la carta escrita con la inconfundible caligrafía de mi padre, no hubiese aceptado en silencio ese último mensaje. Mi amor por mi padre no había sido unilateral: yo no era una niña y sabía cuándo un adulto se divertía y disfrutaba con una compañía. Y mi padre me quería y no ocultaba la alegría que le provocaba pasar el tiempo conmigo. Jugábamos, charlábamos y veíamos películas. Yo no podía entender que habiendo tenido la suficiente lucidez y presencia de ánimo como para escribir aquella carta enumerando todos los motivos que lo llevaban al suicidio, no le restase un dejo de piedad para dedicarme unas palabras. Pero era la letra de mi padre y era su mano la que había empuñado el revólver.

La casa en el Tigre, y aquí apareció un nuevo misterio, también era de él. En el remolino de pericias policiales, reconocimiento del cuerpo y demás, nos enteramos de que mi padre recientemente había heredado una casa en el Tigre y una pequeña fortuna de un tío. De este mismo tío, había heredado su locura.

Armando, el recién aparecido tío, había muerto de viejo en un asilo para locos adinerados del Gran Buenos Aires. Mi padre era su pariente más directo, y a él había ido a parar la cantidad de dinero (que, aun menguada, seguía siendo importante) y la casa, pertenecientes a su tío hasta el día de su fallecimiento.

Eran demasiadas informaciones para una adolescente. No me interné en las averiguaciones sobre este tío loco, como hizo mi madre. Me dediqué a llorar por lo que quedaba de mi padre, hacer un duelo discreto, resignarme a desconocer el secreto que había rodeado este último paso de su vida, y continuar, como pudiera, mi propia vida.

Mi madre y yo recibimos la herencia del tío Armando. Este ingreso inesperado representó el comienzo de un período económicamente holgado. Nos sobraba el dinero.

Don Nicola ayudó a mi madre a invertirlo en distintos negocios, entre ellos su propia casa de pastas. El dinero procedente de esas inversiones comenzó a ingresar como rentas, mensualmente, en nuestras finanzas. Pero a mí siempre me pareció que en una cantidad inferior, en proporción, a lo que mi madre había invertido.

El que también comenzó a ingresar en mi casa, y sin su esposa, era don Nicola.

Al principio, venía para hablar de negocios, a llevar las cuentas de las inversiones junto con mi madre; y como las visitas no eran de cortesía y su esposa no se metía en los negocios, podía prescindir de ella.

Luego, solía ver a don Nicola cuando por algún motivo yo salía de casa y regresaba tarde. Yo llegaba y él se iba. Comencé a sospechar que mi madre lo llamaba cada vez que yo avisaba que tardaría en regresar.

Por último salió a la luz el romance, y en breve se oficializó la separación de don Nicola y su esposa.

No sé cuál habrá sido el trato, pero él se quedó con la casa de pastas.

A mediados del siguiente año, don Nicola vino a vivir a mi casa.

El romance me había resultado desde el inicio despreciable, y la instalación de don Nicola simplemente me decidió a irme de esa casa ni bien tuviese la oportunidad.

Miguel, el hijo de don Nicola, visitaba a su padre y yo lo veía seguido. Don Nicola lo trataba muy mal: no era difícil comprender su permanente expresión de asustado.

Cierta tarde, mi madre y don Nicola salían al cine, y Miguel aprovechó para bajar con ellos e irse también a hacer sus cosas.

Don Nicola se había servido un vaso de leche para beber antes de salir, y en un movimiento torpe lo volteó. La leche se derramó por la mesada de la cocina y el suelo.

—Miguel la limpia —dijo don Nicola mientras abría la puerta para salir.

—Estoy apurado —dijo Miguel.

Don Nicola no habló, simplemente lo miró y le mostró el dorso de la mano.

Miguel agachó la cabeza.

Antes de que don Nicola cerrara la puerta, Miguel ya había tomado el trapo y estaba limpiando.

Mientras limpiaba, Miguel dijo sin mirarme:

—Mi padre no es una buena persona.

—Ya veo —le dije.

—No es esto —dijo Miguel—. Esto no es nada. Mi padre es una mala persona.

Yo entendí que Miguel deseaba vengarse de su padre, y que todo lo que su valentía le permitía era revelar alguno de los secretos de don Nicola.

Le permití vengarse.

—¿A qué te referís? —pregunté.

—Mi padre ya veía a tu mamá antes de que tu padre muriera. Le hacía regalos de dinero. A veces faltaban cosas en casa, pero él de todos modos hacía regalos a sus amantes.

Miguel calló y siguió limpiando con furia.

Yo había sospechado desde la primera vez que vi a entrar a don Nicola solo en casa que algo podía ocurrir, y que quizá ya algo hubiese ocurrido. Pero la comprobación de la felonía, aunque no me sorprendió, me llenó de furia.

Siempre había creído que el infiel en ese matrimonio era mi padre.

No hablé más con Miguel y evité su presencia siempre que pude. Me ausentaba de casa con frecuencia. Comencé a dormir en casas de amigas. Luego, de amigos.

Comenzaron los años locos para mí. Dormía en cualquier lado, trabajaba de lo que podía y comía lo que había. Dejé de ver a mi madre. Cambié mi aspecto y mi lenguaje. Cuando hube formado una imagen bastante degradada de mí misma, me mantuve así hasta los veinte años.

Una noche, con un novio casual, llegué a este mismo hotel. No había otro más cerca. Pedimos habitación hasta el día siguiente.

Nuevamente enrojecí.

—¿Y los registraron por una sola noche? ¿Sin equipaje? —pregunté indecorosamente.

—Así es. No se preocupe —me dijo—. Le aseguro que no volveré. Esta es mi última noche en este hotel, y es con mi marido. Pero aquella noche, al llegar con aquel muchacho, descubrí que el conserje era el mismo que me había dicho que mi papá no quería recibirme.

¿Cinco años es mucho o poco tiempo? Quién sabe. Para mí el tiempo ya no existe. Pero este hombre tenía algunas canas, y parecía uno de esos actores que deben envejecer a lo largo del film, y los maquillan para que aparenten cinco años más.

—¿Me recuerda? —le pregunté.

—Por supuesto —me dijo, y agregó—: Nunca podré olvidarme de usted.

Le pedí a mi acompañante que me aguardara en la habitación y prolongué la charla con el conserje.

—¿Y el otro conserje? —pregunté, recordando a aquel hombre que había intentado unas palabras amables cuando mi padre ya se había ido, cinco años atrás.

—Lo echaron por esa época —me contestó el conserje nocturno.

Lo dijo de un modo que despertó mi curiosidad.

—¿Por qué? —pregunté.

—Utilizaba las instalaciones del hotel para actividades personales.

—¿Instalaciones? ¿Se refiere a las habitaciones?

—Exactamente —dijo el conserje.

No cabía duda de a qué actividades podía estar refiriéndose si necesitaba habitaciones para llevarlas a cabo.

—¿Y con personal del hotel?

—Preferentemente con personas totalmente ajenas al hotel. Mujeres que ni siquiera eran pasajeras.

Mantuve silencio, aún quería seguir conversando, y lo del conserje despedido no me parecía tan grave. Mantenía relaciones sexuales en su lugar de trabajo. ¿Y? En mi deambular, en aquellos pocos años, yo había oído de cosas infinitamente peores.

—¿Usted oyó llorar a mi padre aquella noche? —pregunté.

El conserje negó en silencio.

—Pero usted reportó ruidos extraños en la habitación de mi padre —insistí.

—En absoluto —contestó con rapidez el conserje.

—¿Está seguro? —dije, algo asustada—. Eso fue lo que me dijo el conserje de la mañana, el que usted dice que echaron. —Medité un segundo, y pregunté—: ¿Puede asegurarme, aunque hayan pasado cinco años, que usted no hizo ningún reporte sobre ruidos extraños en la habitación de mi padre aquella noche? Es importante para mí; pero no para usted. No tema decirme que no lo recuerda.

El conserje guardó silencio durante una cantidad de tiempo considerable.

Y cuando habló supe que había esperado en silencio aún mucho más.

—Recuerdo perfectamente esa noche porque el hombre que me contestó cuando llamé a la habitación que supuestamente ocupaba su padre, no era su padre. A no ser que su padre fuera el conserje que echaron. El conserje de la mañana.

—¿Estaba ocupando la habitación? ¿La habitación en la que estaba mi padre?

—En la que supuestamente estaba su padre, sí —me dijo—. Cuando habló conmigo, no necesitó fingir mayormente la voz. Yo era nuevo y apenas lo conocía. Me dijo, como le dije entonces, que no quería recibirla.

—Entonces… —dije, sin saber cómo seguir.

—Puedo asegurarle que en todos estos años esperé que alguna vez usted reapareciera para contarle la verdad.

—¿Y usted nunca vio a mi padre en este hotel?

—Jamás —dijo el conserje—. Vi su nombre y apellido, e incluso el número de documento, registrado en la planilla. Pero no a la persona.

—¿Y cómo se enteró usted de que la voz era del otro conserje y no la de mi padre?

Se perturbó.

—¿Cómo lo supo? —insistí.

—Esa noche, después de las once, unas horas después de que usted se fue, pidieron champán.

—¿Desde esa misma habitación?

—Desde esa misma habitación —repitió afirmativamente el conserje—. Naturalmente, el champán debía llevarlo el botones. Pero me intrigó tanto la actitud de aquel hombre, intriga que crecía por no haberlo visto aún, que no le avisé al botones y decidí llevar yo mismo la bebida. Quería ver la cara de aquel hombre que había rechazado a su hija y ahora pedía champán.

—Pero el hombre que vio —dije— no era el que había rechazado a su hija.

—El hombre que vi —dijo— estaba con una mujer, y era el conserje del turno mañana. Evidentemente, el botones no desconocía sus actividades nocturnas y, creyendo el conserje que era el botones quien llevaba el champán, abrió la puerta con toda confianza. Vi al conserje semidesnudo, tapado a medias por la puerta; y a una mujer con cara de loca y despeinada, totalmente desnuda, parada en el medio de la pieza.

—¿Y qué hizo?

—Le entregué el champán y cerré la puerta.

En ese momento nos interrumpió el timbre del teléfono. Mi acompañante quería saber qué me ocurría. Por qué no subía.

—Ya subo —le dije—. Esperame que ya subo. El conserje es un conocido. Ya subo.

Mi acompañante no tuvo más remedio que aceptar.

—¿Y él no le dijo nada? —pregunté.

—Me guiñó un ojo —dijo el conserje.

—¿Usted lo denunció al día siguiente?

—No —respondió instantáneamente—. No lo denuncié. Lo descubrieron semanas después, por imprudencias suyas. Descubrieron que utilizaba las habitaciones fuera de su horario. Aunque lo consideraba un canalla, no quería denunciarlo, no me gusta; no por él, por mí. Pero cuando lo descubrieron, en lo primero que pensé fue en que si alguna vez la veía por fin podría contarle la verdad.

—Tardó un poco —dije.

—Cinco años. No fue fácil tampoco para mí.

—¿Logró ver a la mujer? —le pregunté.

—Sí, sí que la vi. Aún la recuerdo. Estaba desnuda.

—¿Podría describírmela?

—Bueno, era una mujer… más bien morruda…

En su descripción, a retazos pero certera, intentó rescatar de su memoria hasta el mínimo vestigio de lo que había entrevisto tras la puerta. Se esforzó en recordar, como un homenaje a aquella chica de quince años a quien involuntariamente había engañado. Y el retrato logrado me resultó familiar, infamantemente familiar.

—¿Cuál era el nombre del conserje de la mañana? —pregunté.

—Omar —me dijo—. Omar Balvuena.

—¿Sabe qué se hizo de él?

—Yo suelo ir por el sindicato y allá me dijeron más de una vez que anda por el Tigre, todavía dentro del gremio. En aquella ocasión me sorprendió que no intentara defenderse judicialmente cuando lo echaron; no peleó ni por media indemnización. En el sindicato le ofrecieron apoyo legal, pero lo rechazó. Me dijeron que trabaja en una hostería, como le digo, del Tigre. Se llama precisamente El Tigre.

No escuché más. Dije buenas noches y me dispuse a salir.

—Señorita —me dijo el conserje—. Su compañero la espera en la habitación.

—Es una buena ocasión para que usted se redima de aquella vez que no me dejó subir —le respondí—. Dígale que no me espere más.

Y salí.

Tomé un remís al Tigre. Tenía en el bolsillo el dinero con el que pensaba pagar la habitación. Sí, a veces yo misma pagaba las habitaciones a las que iba con mis amigos. En el Tigre, no tuve que preguntar a más de un parroquiano para encontrar la hostería.

El hombre que atendía me miró admirativamente. Con desvergüenza.

Pero no, Omar no estaba. Por supuesto que yo estaba invitada a quedarme todo el tiempo que quisiera. Incluso a esperarlo hasta el día siguiente. En una habitación para mí sola, gratis. A una amiga de Omar no le retacearía una cama para dormir.

Agradecí gentilmente, pero dije que necesitaba encontrarlo ya mismo. Era su sobrina, argumenté esperando que no me creyera, y Omar me había mandado a llamar con urgencia.

—Si es con urgencia —me dijo guiñando un ojo—, no lo vamos a hacer esperar. Está en la casa. ¿Sabe cómo llegar?

—Le agradecería si le da las señas al chofer de mi remís.

El hombre regresó conmigo al remís y nos explicó cómo llegar.

En el viaje, si bien corto, supe que aquella casa era la que había heredado mi padre de su tío. No podía ser otra. Era parte de la recompensa de Omar; la otra parte de la recompensa, había sido mi propia madre. También sabía lo que le diría.

El remisero me dejó en la puerta y preguntó si debía esperarme. Dije que no, allí terminaba el viaje.

Toqué el timbre y tuve que esperar unos minutos.

Abrió un hombre con barba de días, sucio, gordo, oliendo a ginebra. Era Omar.

Me miró extrañado y no esperé a que me preguntara quién era.

Le dije:

—Quiero mi parte.

Lo empujé hacia adentro de la casa presionando con mi mano sobre su fofa panza. Antes de entrar, descubrí una chapa junto a la puerta: un nombre seguido del apellido de mi padre. No se habían tomado el trabajo de sacarla.

—Ah, ya sé quién sos vos… —dijo golpeándose la frente, borracho—, ¿cómo está tu mamá?

—Puta —contesté—. Como siempre. Quiero mi parte.

—¿Tu parte de qué?

—No me importa quién lo hizo. A mi mamá hace años que no la veo. Sólo quiero el dinero.

—No tengo plata, nena.

—Algo tiene que quedar —dije—. Algo para mí.

—No queda plata. Además, vos no hiciste nada.

—¿Y esta casa?

—Esta casa —dijo Omar— es tuya. Sólo vivo acá. Me podés echar ahora mismo.

—No me sirve —dije—. Necesito plata. Y puedo hacer algo ahora.

—¿Qué podés hacer?

—¿Si me decís dónde está lo que resta de plata?

—Si te digo dónde está lo que resta de plata —intentó ser el engañador Omar.

—Yo también soy puta —dije entonces.

Omar se abalanzó sobre mí sin hacer más preguntas.

La mujer debe haber notado mi incomodidad, porque interrumpió el relato. No podía creer que aquella dama, con su marido y embarazada, hubiese podido hacía una década protagonizar eventos de tal magnitud.

—Usted es un buen hombre —me dijo.

—Intento serlo —dije.

—Pero de todos modos querrá que le termine de contar la historia.

—Si a usted le hace bien… y si evita los detalles escabrosos…

—Me hace bien —dijo—. Es la primera vez que lo cuento, y también me hace bien saber que es la última. Ya estaba cansada de llevarla en la cabeza, ahora voy a descansar. Y sobre lo otro: la historia entera es escabrosa, pero intentaré evitar los detalles.

Le di a Omar todo lo que quería de mí. Todo —dijo dando una nueva pitada a un nuevo cigarrillo—. Y le arranqué todo lo que tenía para darme. Me contó todo. Me lo cobró. Pagué cada una de sus informaciones con un palmo de mi cuerpo. Pero finalmente lo supe todo.

Mi madre se acostaba con Nicola y con Omar mientras estaba casada con mi padre. E incluso con ambos en la habitación del hotel. Mi padre le informó a mi madre de la reciente muerte de su tío. De la herencia. Mi madre, a quien en compañía de sus dos colegas todo le importaba nada, imaginó el engaño y el asesinato. Yo no llegué a enterarme de la herencia, porque mi padre aún no quería decirme que teníamos un pariente loco. Su temor a la locura era cierto. Desde el primer día en que mi madre me dijo que mi padre nos había abandonado, estaba secuestrado en el Tigre. Omar no sabía si custodiado por don Nicola o por algún sicario pago. A él, a Omar, sólo le competía registrarlo en el hotel y engañarme cuando yo fuera a preguntar. Lo hizo por seguir gozando de los favores de mi madre (incluso aquella misma noche) y por la oferta de disponer de la casa a su antojo, una vez que se hubiesen desembarazado de mi padre. Lo hizo porque era un asesino, y porque el desenfreno licencioso con que habían armado aquel trío los incitaba a refocilarse en la concreción de más y más excesos. Meses después, Omar no sabía exactamente cuándo, a punta de pistola, y amenazándolo con hacerme daño, lo obligaron a escribir la carta. Omar tampoco sabía si mi papá mismo se disparó…

Y aquí la mujer, que narraba la historia con una velocidad mecánica y una precisión rayana en la frialdad, hizo un alto. Cerró un segundo los ojos.

—… o si le dispararon primero y después pusieron sus huellas digitales en el revólver. El último —agregó, encendiendo, para mi espanto, un nuevo cigarrillo—. Fueron hábiles al construir la historia utilizando el precedente real de mi tío, pero torpes al no poner en su carta ni una sola referencia cariñosa a mí.

¿Puede creer que fue ese detalle el que nunca, ni en un segundo de esos cinco años, me permitió creer del todo la historia que habían inventado?

—Por supuesto —le dije sinceramente.

—Denuncié a mi madre —dijo largando el humo por la nariz—. A diferencia del colega de usted, no tuve ningún problema en denunciar a todos. Había demasiados cabos sueltos. Para la policía fue especialmente importante que Omar estuviese viviendo en esa casa sin pagar alquiler. ¿Por qué estaba viviendo ahí? No supo qué contestar. La ex esposa, y especialmente Miguel, se desvivieron por incriminar a don Nicola. En este hotel, las referencias sobre Omar no fueron mejores. Mi madre fue presa. Aún lo está. También Omar. Don Nicola se suicidó; sí, de verdad. Pero no dejó ninguna carta, gesto que desde entonces me parece la confirmación de que un suicidio es cierto.

Me extraña que usted no haya oído ni una palabra de esta historia anteriormente —dijo, mirándome, la mujer—. Ni siquiera sobre Omar.

—En el hotel hubo un recambio total poco antes de que yo ingresara —dije—. El dueño es otro, y el personal es prácticamente todo nuevo. Y, como usted sabrá, en una dependencia comercial hay historias que más vale que no prosperen. No sería buena propaganda para el hotel que se supiera que semejantes empleados y sucesos se desarrollaron en sus instalaciones.

—Qué bien habla usted —dijo la señora sonriendo.

—No tengo otra cosa que hacer —dije enrojeciendo por enésima vez.

Y por segunda vez pensé que, de no haber estado embarazada y no haber llegado bajo la circunstancia fatídica del incendio, sería una de esas pasajeras de las que mis colegas se jactaban.

—Ahora debe estar aliviada —dije.

—¿Por contarle la historia? —preguntó.

—No —dije—. Porque los culpables están presos.

—Aliviada porque mi madre está presa… No, no tanto. Pero esta noche, esta noche sí que me siento aliviada.

—Me alegro de haber sido útil.

—Más de lo que se imagina —me dijo—. No me es indiferente que usted sea el conserje nocturno de este hotel. Después de todo, fue gracias al conserje nocturno que encontré la punta de la verdad. Y esta habitación, por más que todo haya sido una trampa, esta habitación fue el lugar donde me despedí para siempre de mi padre.

—¿Qué habitación? —pregunté.

—La 202 —dijo la señora—. La habitación desde donde mi padre me contestó que ya no quería verme.

—Pero ése no fue su padre —dije—. Ése fue el conserje.

—Sí. Pero de algún modo, ésa fue la vez que me despedí de mi padre.

—Lo siento mucho —fue lo único que atiné a decir.

—Le repito que usted es una buena persona.

—Espero que su casa haya permanecido lo más presentable posible —le deseé.

—No va a hacer falta. Buenas noches —me despidió.

Y nuevamente por la escalera subió a su habitación, la 202.

A las seis de la mañana llegó Jacobo, el conserje diurno, y me reemplazó. Le informé del incendio, pero ya lo sabía por la radio. Me preguntó los detalles. Le conté lo que pude: el inicio, las llamas, el humo, y la muerte del gato. Le informé, también, claro, de la pareja que se había registrado. Pero siquiera mencioné que provenían del edificio incendiado. No quería que los molestara con preguntas.

Estaba realmente agotado y decidí quedarme a dormir en la habitación de servicio en lugar de viajar a casa.

Le pedí a Jacobo que no me despertara antes de la una del mediodía.

A las diez y media de la mañana, fui despertado por Jacobo.

Me sacudió, le pregunté la hora, y en vez de responderme dijo:

—No están los pasajeros de la 202.

—Se fueron —dije aún dormido.

—Se fueron sin pagar —agregó Jacobo.

—¿Cómo sin pagar? —dije despertándome.

—Mandé al botones a avisarles que eran las diez, que tenían que dejar el cuarto o pagar por una noche más. Y el botones me dijo que en la 202 no había nadie. Habían dejado la cama como si no la hubieran tocado.

—¿Y no pagaron?

—No pagaron —repitió Jacobo.

—No te preocupes —dije—. Viven acá al lado. Yo me encargo de hablar con el patrón. Dejálo en mis manos.

Y caí sobre la almohada intentando no pensar en el pequeño inconveniente.

Pero antes de que me reencontrara con el sueño, me interrumpió nuevamente Jacobo.

—Es tu tía Dora en el teléfono —me gritó—. ¿Estás despierto?

—Pásame la llamada —respondí.

Levanté el tubo del teléfono de la habitación de servicio. Pensaba hablar con la tía, cortar e irme a dormir a mi casa. Ya estaba bien del hotel por un buen tiempo.

—Hola, tía.

—Querido —me dijo con la voz cariñosa de siempre—. Qué alegría oírte. Ayer el teléfono sonó dos veces de madrugada. Las dos veces cortaron. Las dos veces pensé que eras vos.

—Era yo, tía —confirmé.

—Qué suerte, estaba preocupada. ¿Qué incendio, no? Al ladito de tu trabajo. Yo le decía hoy a una amiga que es al lado, al lado del trabajo de mi sobrino. Lo debés haber visto todo.

—Lo que pude —dije—. Pero sé menos que vos, que leíste el diario.

—Ah, muy impresionante. Muertos.

—Vi morir a un gato.

—¿Un gato? —me preguntó.

—Cayó del piso veintidós, carbonizado.

—¡Pobrecito! —gritó mi tía espantada, y agregó—: ¿Lo viste bien?

—No, de lejos —respondí entre cohibido e irónico.

—Ah, después me contás —dijo mi tía—. A mí lo que me impresionó fue lo de la pareja del ascensor.

—¿Ves? —le dije—. Eso lo ignoro completamente.

—Una pareja, quedó atrapada en el ascensor. Un drama. Murieron quemados los dos. No quedó nada. Las joyas y el metal de un encendedor. Y no sabés… no sabés… Lo peor. Ella, la chica, estaba embarazada. ¿Cómo hacen para saberlo? En mi tiempo no te enterabas de que estabas embarazada hasta que no nacía, y ahora lo saben aunque te mueras antes…

La voz de mi tía continuó en el tubo, a una distancia infinita de mi mano. La voz de mi tía reclamando que le contestara, preguntándome qué me pasaba, a dónde me había ido.