Una decisión al respecto

Hubo una época en la que yo inventaba, y las cosas eran más fáciles. Cuando la gente sabe que tus historias son falsas, las disfrutan y no hacen preguntas. No hace al caso cómo se comporta el asesino ni quién tiene la razón en el relato: hombres y mujeres adhieren a los peores pensamientos con la tranquilidad de que aquello que leen no está ocurriendo en la vida.

Ah, sí, era una bella época aquella en la que yo escribía cuentos y nadie podía acusarme de nada. Pero de algo hay que vivir.

Comencé a publicar cuentos en el diario y en menos de un mes ya me estaban obligando a escribir crónicas de la vida real. Podría haberme negado, pero una vez que comienza uno a cobrar por lo que escribe, el intercambio de palabras por dinero se torna un vicio. Digo que podría haberme negado porque no saqué ningún placer de reseñar las historias de la vida diaria: cartas y más cartas comenzaron a llegar acusándome de destacar tal o cual hecho en detrimento de otro; misógino por contar historias donde las mujeres engañaban a sus maridos y afeminado por desenterrar la historia de un muchacho homosexual que le había salvado la vida a un diputado.

Hace ya un año y medio que me han echado del diario y aún no he perdido la costumbre de recoger historias de la calle. Los lectores tampoco se han olvidado de apostrofarme. La mitad de la historia que sigue se hizo conocida por los diarios, las radios y la televisión. La otra mitad la reconstruí, y quizás hasta inventé algo. Si descubren en el relato alguna moraleja, envíenmela por correo: yo la desconozco.

En el barrio de Belgrano, cerca de la avenida Cabildo, vivía un adolescente de diecisiete años. Sus padres se habían separado cuando él tenía diez años; su madre trabajaba en un estudio de arquitectura. El muchacho recién terminaba la secundaria y pasaba la mayor parte del día solo en su casa. Su padre lo visitaba los fines de semana. Nuestro adolescente se llamaba Eugenio.

El padre de Eugenio había comenzado a llamar la atención de su hijo desde los diez u once años. Manuel, el padre de Eugenio, no se vestía como el resto de los padres de sus amigos, ni hablaba igual ni movía las manos del mismo modo. Tampoco tenía novia ni nueva esposa como los otros padres separados de sus amigos. A los doce años, Eugenio dio por seguro que su padre era homosexual.

Efectivamente, Manuel era homosexual. Eugenio nunca quiso confirmarlo: ni con su propio padre ni con su madre. Lo avergonzaba y le dolía, pero podía soportarlo.

Una tarde, su madre llegó temprano del estudio y le dijo a Eugenio que quería hablarle. Eugenio se asustó: su madre jamás llegaba temprano.

«Va a decirme que tiene cáncer y está por morir», se dijo Eugenio. «Voy a quedarme completamente solo».

—Es sobre tu padre —dijo Analía.

Eugenio respiró aliviado.

—No sé cómo empezar —dijo Analía.

—Empecemos porque papá es homosexual —dijo Eugenio.

Esta vez fue Analía la que respiró aliviada, luego de un segundo de espanto y asombro. Nunca hubiese imaginado que su hijo lo sabía; de este modo sería más fácil.

—Aun así… —dijo Analía—. No sé cómo empezar…

—¿Tiene sida? —preguntó Eugenio.

—¡No! —gritó Analía.

—Bueno, no sabés cómo empezar —acordó Eugenio.

—En realidad, debería decírtelo él —dijo la madre de Eugenio.

—Pero no se anima.

—No es que no se anime. Prefiere que yo te prepare.

—Nunca se animó a nada —dijo Eugenio.

—Ahora, se va animar a mucho —replicó Analía con un dejo de ironía.

—¿Se va del país? Eso no puede ser tan grave.

—De algún modo se va —dijo Analía—. Tu papá se quiere transformar.

Eugenio palideció. Lo intuyó.

—Creo que te estás dando cuenta.

—No me animo —dijo Eugenio.

—Tu padre no soporta ser como es. No soporta ser un hombre. Eso lo sabés.

—Sí… —murmuró Eugenio.

—Tu padre…

—Me va a arruinar la vida.

—Si lo tomás así, prefiero que hablés directamente con él. Lo llamamos ahora mismo.

—Contáme —ordenó Eugenio.

Odiaba a su madre por haber comenzado a contarle semejante historia y animarse a sugerir la posibilidad de interrumpirla en la mitad.

—Manuel…, tu padre…

Analía hizo un silencio y buscó con la mirada un inexistente vaso de whisky.

—Tu padre —dijo de una vez— quiere convertirse en mujer.

Eugenio se derrumbó. Salió corriendo de la pieza y se encerró en el baño. Sollozó rigurosamente durante cerca de un cuarto de hora. Se lavó y regresó a su pieza. Su madre lo aguardaba sentada en la cama. A él le extrañó que no hubiera huido aprovechando su llanto.

—No puede hacerlo —dijo Eugenio—. Me va a arruinar la vida.

—Es su vida —dijo Analía.

—Eso es una estupidez —dijo Eugenio—. Tuvo un hijo. También es mi vida. No soy un invento. ¿Y mis amigos, mis profesores, mis novias? ¿Sabés lo que puede ser mi vida si se enteran de que mi padre se convirtió en mujer?

—No podemos vivir según lo que piensa la gente. Tienen que aceptarnos como somos.

—En este caso no se trata de cómo vivo yo, sino de cómo vive mi padre. Me va a arruinar la vida sin que yo pueda mover un dedo.

—La vida se te va a arruinar si vos querés. Podés superarlo.

—Que se vista de mujer —dijo Eugenio—. Que lo haga por las noches. Pero que no se opere.

—Se va a operar —dijo Analía—. El sábado.

Era miércoles.

—Por suerte me lo avisan con tiempo —exhaló Eugenio con una amargura ronca.

—Quiso decírnoslo con el menor tiempo posible. Tenía tomada su decisión y no quería que nos interpusiéramos ni que sufriéramos de más.

—¿Por qué lo defendés?

—Es tu padre. No quiero hablar contra él. Quiero mantener su imagen delante tuyo.

Eugenio se rió.

—No… No lo puede hacer —dijo—. No lo voy a dejar.

—Vos no podés…

—Que se disfrace —dijo Eugenio—. Que se haga travestí. Pero que no se opere.

—Si te vas a poner así, mejor hablá con él.

Eugenio dejó a su madre en la pieza. Se dirigió al comedor y tomó el teléfono inalámbrico. Llamó a la casa de su padre. Lo atendió un hombre. El hombre, luego de un saludo con voz alarmada, le pasó con su padre. Su padre lo atendió con tono expectante.

—Tenemos que vernos —dijo Eugenio.

—Cuanto antes —dijo Manuel.

—Voy para tu casa —dijo Eugenio.

—Te espero —dijo Manuel.

Antes de que cortaran, en ese espacio de aire en que hemos terminado de hablar pero aún no separamos el tubo de la oreja, Eugenio gritó:

—¡Hola!

—¿Sí? —dijo Manuel.

—Decíle al que está con vos que se vaya…, por favor.

Hubo un silencio. Y luego una respuesta estudiada.

—No —dijo Manuel—. La casa es de los dos. No le puedo pedir eso.

—No lo hagas —pidió Eugenio.

Estaban sentados en el ambiente principal del pequeño departamento. El novio de Manuel estaba encerrado en la habitación de la cama matrimonial.

—Te quiero explicar lo que voy a hacer, no pedirte permiso.

—Tengo derecho a exigirte que seas mi padre —dijo Eugenio.

—Yo a vos no te exijo nada —contestó Manuel.

—Ni podrías —dijo Eugenio—. Yo no te di la vida, no soy responsable de lo que te pase. Pero vos tenés que ocuparte de mí hasta que sea mayor de edad: darme de comer, cuidarme, ocuparte de que no me pase nada…

—Hace rato que no hago nada de eso. Pero te cuido a mi manera: enseñándote a vivir libre.

—Me hicieron sufrir cuando se separaron. Me hiciste sufrir cuando me di cuenta de que eras gay. Y ahora simplemente no me vas a dejar vivir. No puedo mirar a nadie a la cara si mi papá se transforma en mujer.

—Es un problema tuyo.

Eugenio lo miró con un odio homicida.

—Hacé de cuenta que te quedás huérfano —dijo Manuel.

—Sería lo mínimo que realmente podrías hacer por mí —dijo Eugenio.

El novio de Manuel salió de la pieza. Era un hombre de unos setenta años, vestido como un rico viejo, con la zona media del rostro estirada hasta alcanzar la tersura de la piel de un niño. En el cuello y en las manos, persistía un mar de arrugas y manchas de vejez.

—¿Estás bien, Manuela? —preguntó.

Manuel lo miró en silencio y Eugenio se fue intempestivamente.

El lunes de la semana siguiente, a las diez de la mañana, la madre le comunicó a Eugenio que su padre ya se había operado. Las nuevas leyes permitían el cambio de identidad también en la documentación. Para el Estado, su padre ya era una mujer.

Algunos medios gráficos aún le dedicaban unas líneas a la noticia de estas operaciones con cambios de identidad.

Eugenio permaneció encerrado en su cuarto durante todo el día. Al día siguiente tampoco salió. El martes por la noche, su madre, Analía, entró al cuarto sin golpear. Eugenio estaba en cuatro patas y le ladró.

Analía lo miró desconcertada y luego se rió. Eugenio ladró otra vez y Analía rió aún más aliviada. A las once de la noche de ese martes, Analía estaba asustada. Eugenio insistía en caminar en cuatro patas, comer como un perro y ladrar. Su hijo estaba actuando como un perro a modo de protesta o se había psicotizado.

El miércoles Eugenio continuó comportándose como un perro.

—Aunque estés actuando —dijo Analía—, dos días de esto es locura. Si no cambiás, voy a tener que internarte.

Eugenio permaneció en silencio. Cuando su madre abrió la puerta, aprovechó para bajar. Bajó los dos pisos por escalera en cuatro patas y ganó la vereda en cuatro patas. Cuando su madre salió a la calle, lo vio olisqueando los excrementos de un perro.

Ese día por la noche, Analía decidió llamar a un psiquiatra (Eugenio había aguardado a que ella subiera para entrar al departamento).

El psiquiatra no dudó: había que internarlo.

El hospital elegido fue el Fruizzione, un neuropsiquiátrico infanto-juvenil.

Concertaron pasar a buscarlo al día siguiente a las ocho de la mañana; era imprescindible la ambulancia.

El jueves, los enfermeros lo sacaron en camilla a la calle y Eugenio mantenía posiciones de perro, jadeaba y sacaba la lengua. La madre iba detrás. En el hall de entrada los aguardaban, para asombro de todos menos Eugenio, los medios de prensa. Los canales de televisión, las radios y los diarios.

La mayoría de los periodistas coincidía en llamarlo el niño-perro. Nadie osaba hacerle preguntas: los reporteros se limitaban a transmitir el informe en monólogos personales, mientras los camarógrafos lo registraban impasibles y los fotógrafos lo acribillaban. Sin que se lo pidieran, Eugenio tomó el micrófono del canal televisivo más importante y dijo en voz alta y clara:

—Mi padre se ha convertido en mujer. Yo quiero ser un perro.

Los disparos de los flashes se redoblaron, los camarógrafos se movían como si pudieran filmar aún algo más y las preguntas de los periodistas arreciaron sin que ninguna pudiera escucharse claramente. Por toda respuesta, Eugenio ladró. Y no hizo más que ladrar mientras los enfermeros lo escondían en la ambulancia.

Una semana después concedió una nota exclusiva al principal canal de televisión. Las autoridades del hospital comenzaron por negarse, pero Eugenio los amenazó con un proceso judicial. Los médicos temían la reacción de la prensa, y cedieron.

Eugenio quemó sus documentos de identidad frente a la cámara.

—A partir de ahora, soy Dogui. No quiero ser más Eugenio. Soy un perro.

—¿Esto tiene algo que ver con la decisión de su padre de convertirse en mujer?

—No, no directamente. Pero me alentó con su ejemplo. Siempre quise ser perro, toda mi vida me sentí un perro. Un perro encerrado en el cuerpo de un hombre. Ahora soy lo que quiero ser.

—Pero es distinto querer ser una mujer que un perro.

—¿Por qué?

—Porque estamos hablando de la especie humana.

—Yo no estoy comparando la especie humana con la animal, estoy reclamando mi derecho como humano a ser lo que quiero ser. Yo sólo quiero ser un perro, no molesto a nadie. Sólo quiero que me traten como a un perro. Yo no elegí ser así. Quiero que me respeten: que me den comida de perro y me permitan tener un dueño, como todos los demás perros.

—Pero usted ahora está hablando.

—Porque necesito hablar para reclamar mis derechos: cuando me los reconozcan plenamente, solamente ladraré.

—Pero si usted habla, quiere decir que no es un perro. Los perros no hablan.

—Cuando los transexuales defienden su derecho, también reconocen su sexo original. Un hombre que quiere convertirse en mujer y no lo dejan, comienza por reconocer que es hombre para reclamar por su conversión. De lo contrario, no necesitaría reclamar nada. Ahora las leyes contemplan el cambio de sexo. En casos muy limitados, pero lo contemplan. A menudo vemos hombres en la televisión reclamando documentos y apariencia de mujer. Yo deseo ser un perro: quiero que se me acepte socialmente.

—¿No considera que es retrógado comparar a un ser humano que quiere cambiar de sexo con uno que quiere convertirse en perro?

—Usted es el que censura que yo quiera convertirme en perro, no yo el que censura que una mujer quiera convertirse en hombre o un hombre en mujer. Yo estoy siguiendo un ejemplo.

El reportaje se reprodujo en todas las portadas de los diarios, en todas las radios y todos los canales. Un enorme debate se inició. Desde los almacenes hasta las grandes corporaciones. En los barrios y en los estudios de televisión.

Desde ese último reportaje, Eugenio sólo ladraba y caminaba en cuatro patas. Orinaba como un perro y defecaba en cualquier parte. Comía como un perro, y una cocinera comenzó a tratarlo como tal. Le llevaba huesos y le acariciaba la espalda. Eugenio le lamía la mano. Los doctores decidieron que Eugenio podía permanecer en su casa.

La madre en principio se negó, pero finalmente se vio obligada a aceptarlo.

A los pocos días lo invitaron al programa de un famoso filósofo televisivo. En el contexto de ese programa, Eugenio mantendría un debate con un reconocido intelectual homosexual. El mencionado intelectual había sido uno de los más tenaces e inteligentes luchadores por el logro de la institucionalización de la transexualidad.

—Es claro que usted no quiere ser un perro sino oponerse a la transexualidad de su padre —dijo el intelectual.

—En realidad es mi padre el que se opone a que yo sea perro —dijo jocoso Eugenio—. Se enteró primero y se hizo mujer a modo de protesta. O quizá se volvió loco por el impacto. No es fácil tener un hijo perro.

—Pero usted no ignorará que su apariencia es la de un ser humano —dijo el filósofo que conducía el programa—. En el caso de su padre y de otros transexuales, con el tiempo serán mujeres completas: nadie conocerá su origen sexual.

—¿Y la verdad? —preguntó Eugenio—. ¿Vale menos que la apariencia? ¿Una operación borra el pasado? ¿Y la memoria? ¿Y los olores? Si no existe el alma, ¿para qué necesitan operarse? De no existir el alma, el cuerpo determinaría absolutamente nuestra identidad. Y si el alma existe: ¿qué se gana con operarse? El alma seguiría determinando nuestra identidad más allá de lo que hagamos con nuestro cuerpo.

»De todos modos, y en conclusión —siguió Eugenio— yo estoy de acuerdo con usted: sólo me falta conseguir un cirujano que me dé apariencia de perro. En un cuento del escritor Bioy Casares, un científico lleva almas humanas a cuerpos de perros: quién le dice que la realidad no pueda imitarlo. Me gustaría ser un dogo.

Tres diarios reprodujeron al día siguiente la misma nota de opinión de un político ultranacionalista. Eladio Pialón era un consuetudinario homofóbico que había malgastado su único período como congresista desgañitándose contra todas las leyes que pudieran favorecerlos. También era xenófobo y subrepticiamente antisemita.

«Nuestros niños querrán convertirse en perros. En osos, en peces. ¿Por qué no? Si sus padres se convierten en mujeres. Es la Argentina degenerada. No hay ningún tipo de orden. Somos el inicio del fin del mundo».

Un pasquín ultraizquierdista, con tendencias feministas y conducido por dos dirigentes lesbianas, replicó: «El niño perro tiene razón. Cada cual tiene derecho a elegir su identidad. Como dijo Somerset Maugham: “¿Y qué si un hombre no quiere perpetuar su especie?”. No existe la libertad a medias: o todo o nada. Eugenio tiene derecho a ser un perro. Eugenio tiene derecho a que lo llamemos Dogui».

El caso adquirió un ribete dramático que excede el tono de esta crónica: dos transexuales fueron asesinados en sus hogares. En la cama de uno de ellos, sobre el cuerpo ensangrentado, se encontró una nota, escrita en una hoja rayada: «Para salvar a la Argentina de la degeneración».

Dos abogados de la comunidad homosexual y el líder de los derechos de los transexuales se dirigieron a la casa de Eugenio.

Lograron llegar a la puerta del departamento, pero Eugenio los recibió ladrando. Se mantuvo ladrando luego de que su madre los hiciera pasar. El líder de los derechos transexuales, exasperado, intentó patearlo, pero los otros dos se lo impidieron.

Cuando finalmente se fueron, la madre le dijo a Eugenio:

—Dijiste que la decisión de tu padre te iba a arruinar la vida. ¿Y vos qué estás haciendo? ¿Esto lo está haciendo tu padre o vos mismo?

—Mi vida ya está demolida —dijo Eugenio—. Pero quiero que los escombros caigan sobre él.

Y ladró.

Otro transexual amaneció ahorcado, y nunca se supo si fue suicidio o asesinato. Uno más fue golpeado en San Telmo y otro, violado en las vías desiertas de un tren. En atemorizada reacción, canales, radios y diarios comenzaron a objetar la vigente ley de transexualidad. Los diputados se hacían cada vez más permeables a esta tendencia. Los dos abogados y el líder transexual descubrieron con quién tenían que hablar. Fueron a ver a Manuel.

Dos días después, Manuel se apersonó en la casa de su ex esposa. Analía lo hizo pasar y se fue. Por primera vez desde que había comenzado su odisea, Eugenio se puso de pie. En dos patas.

Estaba frente a su padre. Apenas le parecía un hombre disfrazado. Los pechos podían ser una mera utilería, y el largo del cabello no lo hacía más mujer que hombre. Pero lo impactó la voz, lo único que no había sido alterado: le resultó extrañamente aguda.

—¿Qué querés? —le preguntó Manuel.

—Que te transformes nuevamente en un hombre.

—Estás loco. No sabés lo terrible que es la operación.

—Vos estás loco: no sabés lo terrible que fue para mí.

—Te estoy hablando concretamente de un dolor físico —dijo Manuel.

—Yo te estoy hablando de un dolor peor.

—Me estás pidiendo…

—Si sos un hombre que quiere ser mujer, no tengas hijos. Si tenés un hijo, sacrifícate por él. ¿No podés soportar ser un hombre? Matáte. Pero no arruines la vida de tu hijo. Tu felicidad no es más valiosa que mi vida.

—La única posibilidad de felicidad es que cada uno haga su vida —dijo sencillamente Manuel.

—Eso es imposible desde que vos hiciste mi vida. Vos hiciste mi vida.

Manuel no tuvo más palabras.

La operación fue inédita. Le reimplantaron el sexo y las hormonas que lo hacían hombre. Su novio no lo abandonó. Pero finalmente el cuerpo de Manuel rechazó la superposición de metamorfosis: algunos órganos no funcionaron correctamente y una infección se extendió por todo el cuerpo.

Murió unos meses después.

Los medios se apaciguaron, el debate desapareció de la cotidianeidad. Sin embargo, una tarde calurosa, un periodista con su programa venido a menos trató de levantar el rating con una nota exclusiva a Eugenio.

—Desde que su padre volvió a ser hombre —dijo el periodista—, usted abandonó su ambición de ser perro. De modo que usted nunca sintió la necesidad de ser perro: sólo era un modo de protesta contra su padre.

—No —dijo Eugenio—. Igual que él: simplemente cambié de parecer. En este mundo en el que cada uno puede ser lo que se le antoja independientemente de su nacimiento: ¿por qué un perro no habría de poder querer ser hombre?

Aunque la historia es real, el haberla recordado me atraerá la antipatía de muchos. Sin embargo, no se han deslizado en este relato pensamientos que me representen. Es simplemente la historia de un padre y un hijo. Apenas una historia más de las que ocurren a los humanos. Porque desde que se inventó el mundo, pasa cualquier cosa.