El suegro y el yerno

Durante años, Juan había estado enamorado de María. Con la férrea oposición de don Zenón, el padre de María, el romance prosperó. María no pasaba un minuto sola: o estaba con su padre, o estaba con Juan.

Don Zenón no lo quería a Juan de yerno: por la precaria situación económica del muchacho y porque, siendo viudo, no quería pasar el resto de su vida sin una mujer al lado. No tenía la seguridad de que, si dejaba a su hija abandonar el hogar, alguna vez conseguiría otra compañía femenina.

Juan y María se entregaban al ardiente solaz de lo prohibido en los sitios más solitarios de Junín, que es de por sí un lugar solitario.

Quiso el cuervo de la desgracia que don Zenón buscara un lugar igualmente desolado para autocomplacerse. Le gustaba masturbarse frente al páramo, rodeado por caranchos o teros, soltando a los gritos obscenidades que asustaban a los pájaros. Y tuvo que encontrarse con su hija y su malquerido amante. En don Zenón se conjugaron el odio y la vergüenza. Ciego de rabia, sacó el rebenque que colgaba de su cintura y, sin guardar siquiera sus partes pudendas, comenzó a atizar a su hija y a Juan con menos precisión que furia. A Juan le alcanzaba la espalda; y a su hija, el rostro. Cuando vio que había dañado un ojo de María, se detuvo azorado.

—¿Qué hice? —gritó, lleno de pavor por sí mismo.

Los tres quedaron en silencio. Zenón se cubrió finalmente. Los dos jóvenes permanecían desnudos.

Gritó un tero y don Zenón dijo:

—Obré como un animal. Sigo pensando que vuestro amor es un desatino. Pero mi actuación me obliga a retractarme. Me he comportado tan mal que me doy por derrotado. Pueden casarse. Incluso les pagaré la luna de miel.

Aun en el medio del olvidado Junín, los miles de cabezas de vacas y de chanchos que poseía Zenón lo hacían un hombre rico.

Les regaló una estadía en una cabaña, también perdida en un páramo, en el Sur, entre las montañas blancas de Tehuel-Tehuel.

Llegaron en avión hasta los bordes de la cordillera. Los esperaba un chofer. Los llevó hasta las cuencas de un lago (una lengua azul majestuosa en un tazón de montañas nevadas), que en invierno, les dijo, se congelaba. Desde allí, un vapor que parecía avanzar a medida que quemaba hielo los dejó en la cabaña. Era una construcción de madera recién cortada. Olía a árboles jóvenes. Los amantes se dejaron caer uno en brazos del otro, y ni siquiera escucharon despedirse al barquero. En la cabaña lo tenían todo: alimento, alcohol y cigarrillos. Garrafas de gas y un sistema electrógeno. Televisión y un teléfono celular.

De haber sido normalmente bello, el paisaje habría sido un tercero en discordia. Un escollo en la intimidad de la pareja. Algo más que admirar y no sólo sus cuerpos. Pero era tan sereno, tan blanco y vacío, que los dejaba solos en la inmensidad.

Antes de darse el uno al otro, salieron. Corrieron por la nieve. Un médano blanco, tan espumoso que parecía tibio, invitaba a treparlo. A esquiarlo con los pies. Ambos subieron. Se dejaron caer desde arriba. María se deslizó riendo. Juan la siguió. Cuando tocó el suelo, sintió una molestia en la muñeca. Sin dejar de reír, se miró. Era un grillete.

De entre el médano de nieve, vestido con un extraño traje de amianto y una escafandra de buzo, con su respectivo tubo de oxígeno, salió don Zenón.

Se sacó la escafandra, tomó aire como quien bebe agua y habló:

—Detrás de la nieve hay una roca de mármol, es la mitad del médano. Estás engrillado a esa roca. No hay por aquí elemento alguno que pueda servirte para romper la cadena o el grillete. No hay modo de que te sueltes. Pero no me hagas caso, inténtalo todas las veces que quieras. María, vendré una vez por mes a buscarte. Con el mismo barquero que los trajo. No hay otro modo de salir de aquí que no sea ese barco. El barquero, claro, es mi aliado incondicional. En la cabaña tienes alimento para resistir y esperar cada una de las oportunidades que te daré para que regreses. Ah, sería lógico que vinieras conmigo e intentaras pedir ayuda para luego regresar a rescatar a Juan. Pero ten en cuenta que si poseo la audacia como para dejar engrillado a este despojo de hombre, no seré menos eficaz en impedir que huyas de casa o busques cualquier tipo de ayuda para él. Podrás intentarlo muchas veces, pero no soy tan torpe como para no poder mantenerte quieta por lo menos hasta que este zapallo muera de inanición. De modo que piénsalo bien. Adiós.

Don Zenón, algo entorpecido por su extraño traje, se retiró. Dio unos pasos de pingüino sofisticado, se detuvo, giró hacia su hija, que de tan desconcertada no podía llorar, y dijo:

—Ah, perdón por los rebencazos.

Luego Juan y María cerraron los ojos y oyeron el rumor del barco atravesando el hielo al alejarse.

Los primeros dos días María no tuvo dudas. No pudieron hacer el amor porque el frío se los impedía. Pero la ternura con que ella le alcanzó la comida y le juró fidelidad y lealtad, y morir juntos, fue una experiencia no menos intensa.

La primera evidencia de resquebrajamiento fue cuando María debió ocuparse de los aspectos menos gratos de la higiene de Juan. Juan lloró de vergüenza. Morir juntos era fácil en aquella lontananza; pero vivir era un problema mayúsculo, quizás irresoluble.

Pasaron dos meses. María ni siquiera se acercaba al lago. El ruido del barco, si es que venía, no les llegaba. Un día, María habló durante media hora por el teléfono celular, que no funcionaba: don Zenón les había dejado un armazón vacío. Le habló a una amiga. Cuando descubrió la insania de su acto, tiró el teléfono, lo levantó y lo tiró nuevamente contra el piso de madera, partiéndolo en dos. Enterró cada parte por separado en la nieve. Luego, a la intemperie, se quedó mirando el vacío y no a Juan.

Esa noche, como todas las noches, María besó a Juan, la nieve ya lo había dormido.

Al día siguiente él lo supo cuando abrió los ojos. María no estaba. Toda la comida de la cabaña estaba frente a él, al alcance de su mano libre. Frazadas y libros de autoayuda formaban otro montón. El televisor abandonado a mitad de camino con un cable colgando como una culebra, revelaba el esfuerzo de haber intentado acercarlo de algún modo hasta él. La garrafa, con una hornalla de corona, ésta sí junto a Juan, dejaba escapar una llama que se había ido debilitando desde que María la encendiera (no podía saberse a qué hora). Juan pensó con cuál de todas esas cosas podría matarse. Pero ya María lo había pensado y no había hallado ninguna.

—De todos modos moriré —se dijo Juan.

En la residencia de don Zenón, aun en el medio del campo, en un sector de Junín, se respiraba quietud y alborozo. Don Zenón dormía cálido bajo sus mantas peludas de piel de oveja, que tanta gracia le daban cuando frotaba sus partes, y María dormía en la habitación de abajo. También cálida y sonriente.

Había pasado un año y medio desde aquella trunca luna de miel. María ya no amaba a Juan. Su padre le había presentado a un conde francés que estaba de visita en Junín, y el noble la había deslumbrado con su sapiencia sexual. Con los meses, con el año, había terminado por creer que su padre la había salvado de una existencia gris y desdichada. El conde, de sesenta y dos años, deseaba a la niña por el resto de su vida. Galopándola en el medio del campo, le había dicho:

—Te quiero así para siempre, mi pequeña María.

De modo que Zenón y su hija dormían dichosos a la espera de la boda, que se celebraría dos días más tarde. El conde entregaría una dote que compensaría holgadamente la desdicha de don Zenón.

Una mano huesuda golpeó la puerta. No golpeó para que le abrieran sino para abrirla. El golpe fue dado sobre el picaporte y el picaporte cayó. Con manija y con llave. La puerta se abrió. Dos perros ladraron y corrieron hacia la puerta. Uno rodó gimiendo con el gañote abierto y el otro se alejó con el llanto del miedo. María no escuchó los pasos, pero cuando abrió los ojos vio un espectro: era la cabeza de Juan sobre un palo de escoba. Fue lo último que vio en su vida.

Juan se había administrado a sí mismo la comida en cuotas insoportablemente ínfimas. Había estado al borde de la muerte por inanición. Había conseguido convertirse en un espectro: un esqueleto con una transparente capa de piel. Entonces, con un leve tirón, había liberado su brazo del grillete. A decir verdad, la mano se había gangrenado; y en cuanto tiró, la mano y el grillete cayeron a la par. Estaba libre. La herida cicatrizó con una velocidad inusitada: el frío y lo magro de la carne contribuyeron. A despecho de las bravuconadas de don Zenón, armó una balsa con algo de la madera de la casa y otros materiales, y atravesó como pudo el lago. No puso prótesis en su muñón: afiló el hueso saliente hasta dejarlo como una lanza.

En la autopsia forense, el médico se preguntó cómo había hecho don Zenón para tragarse entero el rebenque. Desconocía el poder de la porfía humana.