De allí provienen todas vuestras desdichas

—Mi padre siempre me contaba anécdotas de ustedes —me dijo el marciano—. Historias, leyendas.

—¿Verdaderas? —le pregunté.

—¿Hay por aquí un lugar llamado Florida? —repreguntó el marciano sin contestarme. Acaso como si también él ignorara cuánto había de cierto en los cuentos de su padre.

—¿Aquí, en la Argentina? Sí, un barrio del Gran Buenos Aires. Pero si tu padre te lo contaba en Marte, podía referirse a alguna otra Florida de la Tierra. Hay más de un sitio llamado Florida en este mundo.

—Qué raro —dijo el marciano—. Como sea, mi padre me contó que en este sitio terrestre, Florida, los hombres se casaban con mujeres que los padres les habían elegido.

Todos nacían con una esposa destinada. Por arreglos entre familias, se le asignaba a cada niña de un año, como esposo, el primer varón que naciera. Se dividían en grupos de cinco o seis familias que organizaban entre ellas los matrimonios. Las relaciones sexuales eran únicamente reproductivas, y estaban pensadas, incluso en sus fallas, para que el sistema jamás se alterara. El máximo contratiempo podía ser una desusada diferencia de edad.

Las mujeres normalmente les llevaban un año a sus maridos, y mi padre creía que debía haber algunas parejas felices y otras no, no lo podía asegurar.

Aunque en este punto del relato comenzaba a sospechar que la felicidad no les interesaba.

«La felicidad no les interesaba», decía mi padre. «Hasta que ocurrió».

Los matrimonios se consumaban cuando la mujer cumplía quince años. Por el año que le llevaba al marido, y porque las mujeres son siempre más adultas que los hombres, recaía sobre ellas el peso de la iniciación, y del destino en general. Esto las hacía duras y reconcentradas.

Anahí tenía trece años cuando Reno se enamoró de ella. Anahí estaba destinada a un mocetón de doce años llamado Tébere, enorme, flojo y algo bobalicón.

A Reno le había tocado en suerte Yanina: una señorita espigada y de formas redondas, con el carácter de un carcelero.

Para la gente de Florida, Anahí había nacido mal. Su madre estaba en un barco cuando ella quiso salir al mundo, y era un secreto vox pópuli que la presencia de extraños en el parto había alterado su formación. Anahí era lo que ustedes hoy llamarían afeminada. Le gustaba arreglarse el cabello y comía poco.

Reno era como los demás hombres: discreto y a la espera de ser guiado.

Aquí comienza la historia, y este origen, como todos, es misterioso. Reno, como dije, se enamoró de Anahí.

La vio una mañana juntando flores, con el pelo suelto y arreglado, y quiso que su destino fuese otro.

En fin, dejó de comer, no dormía, lloraba. Una suma de actitudes que, para los habitantes de Florida, les estaban reservadas a los seres que habían nacido en presencia de extraños o cuyas madres se habían accidentado durante el embarazo.

El nacimiento de Reno no estaba inscripto en ninguna de estas dos circunstancias.

Corrió un rumor por Florida: Reno deseaba hacer con Anahí lo que le estaba destinado hacer con Yanina.

Imposible.

Reno era un año mayor que Anahí.

Cuando encontraron a Reno y Anahí revolcándose en el pajonal de un establo, decidieron recluirlos por separado.

Reno logró evadir la guardia de sus padres pero no la de los padres de Anahí. Le clavaron un tridente en la pierna.

Lo regresaron a su casa herido y debió guardar reposo.

La infección casi le quita la pierna. Pero cuando el dolor se lo permitió, aprovechando que sus padres lo creían convaleciente, huyó y fue por Anahí.

Esta vez llegó hasta la habitación y la madre de la muchacha le partió una botella en la nuca.

Reno fue llevado hasta su casa y despertó tres días después repitiendo sediento el nombre: «Anahí».

Al día siguiente, luego de una dura lucha a puñetazos con su propio padre, amenazó con una pistola al padre de Anahí y pidió ser llevado a la habitación de la muchacha. El hombre, a punta de pistola, lo llevó. Pero ella no estaba allí. Desesperado, le dijo al hombre que lo llevara hasta la muchacha o lo mataría.

—Mátame —le dijo el padre de Anahí—. Y luego a mi esposa. Pero no te diremos dónde está ella. Hay cosas que no se pueden cambiar.

Además de decirle la verdad, lo estaba distrayendo. Por segunda vez la madre de Anahí le hirió la nuca, en esa ocasión con un candelabro de cobre.

Cuando Reno despertó, estaba frente al altar. Esposado y junto a Yanina. El juez le estaba informando que si no aceptaba a la mujer en sagrado matrimonio, sería ahorcado a la salida del recinto. Sus padres y la totalidad del pueblo estaban de acuerdo con el veredicto. Anahí permanecía escondida en algún sitio, custodiada por su padre.

—¿Qué respondes? —lo instó el juez.

—No me casaré con otra mujer que no sea Anahí —respondió el muchacho, haciendo sonar las cadenas de sus esposas.

El juez hizo un gesto al sheriff con la cabeza, y cuando el sheriff ya se lo llevaba como a un cordero rabioso, entró el padre de Anahí.

Un murmullo resonó en la sala.

Corrió hasta el estrado sin mirar a nadie y le habló al oído al juez.

—Llévenselo —dijo el juez luego de escuchar al padre de Anahí—. Pero la sentencia se suspende hasta mañana.

El revolcón de Reno y Anahí había derivado en embarazo. Nunca en el pueblo alguien se había casado con una mujer que no le correspondiera, pero jamás una mujer embarazada había vivido con otro hombre que no fuese el padre biológico de su hijo. No podían deshacer con la sentencia de muerte una familia formada de facto.

Los casaron.

Yanina se alegró de no tener que casarse con ese muermo y fue la primera mujer soltera de Florida, a la espera de que el juez decidiera su destino.

¿Qué decir de Reno y Anahí? El primer matrimonio por amor de Florida. Ellos sí eran felices. Con el correr de los días, los floridenses olvidaron el origen de la pareja, olvidaron que alguna vez las leyes se habían transgredido y los trataron como a los demás.

Sólo persistió la envidia. Los hombres, todos los hombres de Florida, notaban en Anahí un brillo hasta entonces para ellos desconocido. Era más suave que sus mujeres. Y con ella los placeres del sexo reproductivo y del cariño, imaginaban, debían ser superiores.

A los dos meses de embarazo, Anahí estaba encendida como todas las mujeres grávidas, y la envidia por la felicidad del matrimonio no servía a ninguno de los floridenses de argumento para marginarlos.

Eran personas severas pero justas.

Reno había declarado en la casa de té: «No conozco el resto del universo, ni siquiera de la Tierra. Pero sé que soy la más feliz de las criaturas vivientes».

Entonces llegaron las venusinas.

Lo que ellas dijeron fue que habían sobrevivido a la guerra en su planeta. Que los machos se habían matado entre sí y las habían salvaguardado enviándolas en una nave al espacio. El combustible se les acabó cuando estaban llegando a la Tierra y aterrizaron en Florida.

Las recibieron con hospitalidad y les permitieron vivir en su nave, en la zona despoblada del campo.

Carentes de alimentos y de medios de sustento, se les permitió trabajar. En su mayoría, como domésticas.

Las venusinas eran iguales a las humanas, pero más bellas. Más suaves; su piel olía mejor. Por charlas masculinas se descubrió que los otrora severos floridenses no habían logrado superar la seducción interplanetaria.

Se supo que las venusinas tenían la piel blanquísima y las nalgas bronceadas.

Luego alguien comentó que sus senos eran duros. Alguien más agregó que sus bocas olían bien a toda hora. A poco, descubrieron que cada uno de los floridenses tenía una amante venusina. Todos menos Reno; aunque también en su casa trabajaba una venusina, acompañando a Anahí en su tercer mes de embarazo.

El juez, perdido en una venusina de labios carnosos, otorgó el permiso de bigamia sólo en caso de adquirir una cónyuge venusina.

Las uniones entre humanos y venusinas no daban hijos. Y aunque los órganos venusinos y humanos eran iguales, no lo eran las prácticas sexuales.

Las mujeres floridenses, que nunca habían amado a sus maridos, no sufrieron el cambio. Las venusinas fueron entonces los objetos del sexo puro y los paseos por el pueblo, y las mujeres floridenses se conformaron gozosamente con su función reproductiva, el placer que extraían de esta función, las charlas entre ellas y la crianza de los hijos.

Las sonrisas que paseaban los floridenses, del brazo de sus venusinas por el pueblo, comenzaron a ser cada vez más parecidas a las de Anahí y Reno.

Era evidente, cuando se cruzaban un floridense con su venusina y Reno y Anahí que, por muy embarazada que estuviese Anahí, no era más bella que las venusinas. Tampoco, y esto los floridenses lo sabían, saludando con sus sombreros a la pareja, tampoco, aunque sonara crudo, el embarazo de Anahí podía hacer más feliz a Reno en la intimidad que las venusinas al resto de los floridenses.

Y la sonrisa de Reno, el único hombre de Florida que amaba a su primera esposa, que lo había dado todo por ella y luego de estar a un paso de la muerte la había conseguido, esa sonrisa, comenzó a opacarse.

Yanina, a quien como desagravio se le permitió conocer mundo y hacer su vida a voluntad, había ido y venido de Florida, y en manos de un cirujano plástico del otro lado del mar se transformó en una venusina más. También aprendió, como éstas, los secretos prohibidos del amor. Y su carácter de carcelera, que antaño la había vuelto hosca y árida, aportaba, en su nueva personalidad sexual, un toque de atractiva brutalidad.

Al cuarto mes de embarazo de Anahí, Reno huyó con Yanina.

«Así son los humanos», me decía mi padre —dijo el marciano.

—¿Qué pasó con Anahí? —le pregunté.

—Todo Florida censuró la actitud de Reno. Luego de que nació el niño, Anahí, con la cabeza perdida, comenzó a mantener relaciones incestuosas con su padre. Los floridenses quemaron la casa con la familia adentro. Sólo se salvó la doméstica venusina.

—La búsqueda de la felicidad —dijo pensativo el marciano—. De allí provienen todas vuestras desdichas.