El compañero de asiento

Era la primera vez que viajaba en una aerolínea mexicana, y el paisaje humano me sorprendió. Hombres morenos con narices en noventa grados y labios gruesos color cacao. Mujeres con bigote y fuertes paletas dentales.

«Nada ha cambiado», me dije. «El imperio azteca es el imperio azteca. Volamos en un pájaro de fuego. Del mismo modo volaban los antiguos dioses de esta gente».

Durante toda la espera del abordaje, me había acosado una chica argentina de la ciudad de La Plata.

Los argentinos en el exterior nos atraemos y repelemos a un tiempo: sólo podemos hablar entre nosotros, pero nos avergüenza comprobarlo. Deseamos ser cosmopolitas y trabar amistad con el extraño: inútil, sólo nos queda rechazarnos entre compatriotas.

Pero Paula tenía intenciones apasionadas: propuso escaparnos juntos a una playa de Cancún, una escala, en el tiempo que distaba hasta el siguiente vuelo.

La rechacé porque no soy tan estúpido como para ser infiel con una argentina en el exterior y porque estaba embarazada de dos meses. La gente es extraña.

Ya en el avión, nuestros asientos estaban lejos.

Me tocó sentarme al lado de un rollizo calvo de piel amarilla y lentes de un grosor inestimable. La calva no era completa: una franja de pelo negro la limitaba prolijamente.

Me gustó el gordo: miraba hacia adelante y no hablaba. El viaje no duraba más de dos horas; pero un pasajero locuaz y la imposibilidad de salir a tomar aire podían hacerlo interminable.

El despegue fue el peor que he atravesado en mi vida. El avión se elevó traqueteando con un ruido raro y, ya en el aire, se inclinó hacia un lado y otro, como borracho. Sin que el piloto anunciara turbulencias, nos encontramos galopando en la nada. El cielo estaba iluminado y podía ver las nubes subiendo y bajando sin ritmo, como si alguien estuviese agitando una maqueta.

Mi gordo y silencioso compañero de asiento se había transfigurado: la piel amarilla estaba ahora enrojecida; un rojo pálido, con el tono de un helado de agua. La mirada clavada en un rezo seco contra la bolsita del vómito; los lentes empañados. Ambos puños apretados y sudorosos.

Reconozco que por primera vez en mis treinta años de judío subió por mi mano el deseo de hacer lo que tantas veces he visto en los gentiles: persignarme. Pero un dejo de sabiduría ancestral me refrenó.

Finalmente, como si el piloto hubiera terminado con una broma de mal gusto, el aparato se estabilizó y recuperamos la extraña quietud de quien viaja a una velocidad que no puede sentir.

El pacto entre el hombre azteca y el pájaro de fuego se había revalidado. Miré a mi compañero, con quien nos unía ahora el fuerte de lazo de haber sobrevivido juntos a una posible catástrofe, y aún lo vi contracturado, tenso.

—Bueno —le dije con una sonrisa—. Ya pasó.

Chistó con desagrado.

—¿Teme por la pericia de nuestro piloto? —le pregunté.

El hombre apenas movió la cabeza, en un casi imperceptible gesto de negación. Los puños permanecían crispados, la vista fija, pálidamente rojo el color de la piel. Sudaba.

—Señor… —dije finalmente—. ¿Precisa ayuda?

Tal vez no hablaba el castellano.

Mister… —comencé.

—Si no le molesta —dijo finalmente en un castellano neutro y perfecto—. Yo prefiero que se caiga el avión.

—Yo, en cambio, no. Prefiero estar asustado antes que morir —dije, simplemente porque hablar disipaba el miedo que la respuesta de aquel hombre me había provocado. Era un psicópata o un psicótico; y en cualquier caso, un peligro.

—No soy un terrorista —me dijo—. Al menos no en el sentido convencional. Trato de ser un mentalista: me concentro para que se caiga el avión.

—¿No le parece mejor aterrizar? —pregunté.

Sonrió.

—Perdone, amigo, pero hace dos años que tomo aviones esperando que se caigan. Quiero morir de este modo.

—¿Por qué no se mata directamente? —pregunté algo ofuscado.

—No tengo valor —me dijo—. Pero estoy convencido de que en cada avión que cae, una o más personas desean con tesón el siniestro. Quién sabe cuánto tiempo lleva ejercitarse para finalmente derribar una máquina con nuestro solo deseo. Aún no he encontrado compañeros.

Miré hacia el resto del pasaje en busca de un asiento libre al cual mudarme. Todos estaban ocupados. Paula encontró mi mirada y me devolvió una mueca de resignación.

—¿Y no piensa en el resto de los pasajeros?

—Me desconcentraría —dijo sin cinismo.

Llegó la azafata con unos canapés y bebidas.

Mi compañero rechazó ambas ofertas. Yo pedí un Bloody Mary; tenía la boca seca.

—Tengo un odre de vino fresco en el equipaje de mano —me dijo dando un golpe en el compartimento—. Para beber cuando den la orden de ponerse en posición de impacto.

Remedó con una sonrisa sarcástica la inútil contorsión que proponen las viñetas de las cartillas de seguridad.

En esto le di la razón: ¿para qué tomarse la nuca y poner la cara entre las piernas cuando uno está cayendo desde más de diez mil pies de altura? Sólo le agrega ridículo a la tragedia.

—¿Y por qué quiere morir? —pregunté jurándome que no haría más preguntas.

—Soy arquitecto —me dijo—. Tengo un socio al que siempre le doy dinero de más. Siempre. O porque me equivoco, o porque le temo; o directamente me dejo estafar. Los proyectos son todos míos: yo hago las ventas. Pero siempre le doy a él la mejor parte. No me soporto más. Me quiero morir.

Por supuesto, tenía una parva de preguntas más; pero me había jurado no formularlas y por una vez cumplí. Soy un escritor y estoy obligado a saber; pero cuando se está tan cerca del cielo, más vale cumplir los juramentos.

Poco antes del descenso, nuestro amigo se concentró nuevamente. Para no mirarlo, eché un vistazo hacia atrás, hacia Paula, y le hice un guiño procaz. Como si no hubiera hecho ya suficiente, mi compañero de asiento vomitó en la bolsa respectiva. Cerré los ojos y me pregunté cuál era el modo de evitar un olor.

Cuando pisamos tierra agradecí a Dios y maldije a aquel enviado de Satán. Todo el aeropuerto de Cancún era una vergonzosa concesión a la modernidad; pero el calor eterno, que apabullaba y parecía una segunda muda de ropa, recordaba las tragedias de Tenochtitlán. Busqué a Paula y me dije que el sexo sería el modo de agradecerle a la providencia. El taxi hasta la playa costaba diez dólares. Con voz firme, le ordené al chofer que condujera a una velocidad moderada.