Al terminar la fiesta

«Todos están mejor», pensó Ariel. Era una fiesta de las que le gustaban. Buena comida, libre acceso a la buena comida, bebida fría, concurrencia indeterminada, bellas mujeres solas, libertad de movimiento: no precisaba insertarse en ningún grupo, ninguna necesidad de hacer el payaso o animar la fiesta.

Ariel, aunque tímido y moderado, sentía en las fiestas opacas la necesidad de levantar el ánimo de los concurrentes. No por afán de figuración sino, realmente muy por el contrario, por una excesiva cortesía hacia los anfitriones. Sin que pudiera manejarlo conscientemente, en el alma de Ariel se instalaba la necesidad de evitarles un desengaño a los dueños de casa. O, dentro del mismo sentimiento, la imposibilidad de contemplar pasivamente el fracaso de la fiesta. De modo que Ariel inventaba temas de conversación, comentaba libros o improvisaba chistes. Tenía una habilidad innata para hacer creer a los participantes de la fiesta que estaban protagonizando una charla mientras él desarrollaba su monólogo. En la despedida, su alma embriagada en el afán de agradar padecía una resaca: había hablado de más, era un ególatra y había arruinado lo poco de fiesta que se hubiese podido salvar. Sólo se calmaba cuando su esposa lo convencía de que había estado agradable y saludablemente divertido.

En la presente fiesta, Ariel disfrutaba de su anonimato, y también, aunque suene mal, de la ausencia de su esposa. Natalia se había quedado en casa estudiando.

Ariel paladeaba su soledad en las fiestas recordando otras épocas, cuando la soledad podía ser un martirio.

Mirar a las mujeres sin recato, comer desprolijamente sin que su mujer se avergonzara, no buscar más que su propia comodidad. Era un inofensivo descanso en el fluir constante, y en su caso feliz, del matrimonio.

Maite, una conocida de cabello castaño y destacable cuerpo, entre la charla suelta y la ingestión de canapés rozó varias veces a Ariel con sus pechos. Ariel supo que, en otras circunstancias, sería la clásica escena que concluía en su cama de soltero. ¿De cuántas fiestas se había retirado con una presa, como un pescador que arroja el mediomundo a un mar misterioso? ¿De cuántas otras había salido malamente borracho, solo y sin ánimos suficientes siquiera para dormir? Maite alternaba entre apoyarle la cabeza y los pechos en la parte descubierta de su brazo (tenía las mangas de la camisa arremangadas), cuando la vio. Patricia. Acompañada de un hombre. Un hombre medianamente gordo y formalmente vestido; con una calva, formal también, en la parte posterior de la cabeza.

Patricia, Pato por entonces, ahora sonreía y estaba radiante. Tan lejos de aquella chica mortificada y silenciosa que siete años atrás le había dicho a Ariel, sentada en su cama: «Puse mucho en esta relación… Me voy a matar».

Ariel, hacía siete, casi ocho años, se había separado de su primera mujer, Emilia. Una relación que comenzó en la adolescencia y tuvo el mal tino de persistir. O bien se habían demorado en separarse, o bien se habían apurado en casarse, pero un día descubrieron que no se soportaban. Emilia le pidió a Ariel que se fuera de casa por un tiempo. Ariel le pidió el divorcio a los seis meses.

Ariel era un casado prematuro y se transformó rápidamente en un divorciado neonato.

En ese momento de hecatombe, en ese interregno entre ser un hombre separado y ser nuevamente soltero, como a quien le cuesta despertarse, sus amigos le presentaron a Pato.

Ariel supo desde la primera cita que ella era depresiva. Pero le pesaba estar solo y no tenía necesidad de prometerle nada. Pato aceptó de inmediato la primera invitación a su casa.

Pasaron unas semanas comportándose como novios; y aunque Ariel no le encontraba mayores atractivos, más pereza aún le daba separarse. Lo cansaba la sola idea de decirle que no quería verla más en su rostro de náufraga que ha hallado un tronco. Así quería estar Ariel: como un tronco. Ya tenía bastante de separaciones por un buen tiempo.

Pero Pato comenzó a insertar «charlas sobre la pareja». Lo invitaba a viajes de fin de semana, se quedaba a dormir todas las noches en su recientemente adquirida casa de soltero. Comenzó a dar a entender que estaba esperando ser invitada a vivir allí. Pato vivía con sus padres, con los cuales tenía la peor de las relaciones, y nunca había logrado irse a vivir sola.

Una noche —Ariel siempre se culpó de que hubiese sido una noche («de día, todo hubiese sido más fácil», repetía por aquel entonces)—, se vio obligado a decirle que no buscaba nada serio con ella. Y, sin saber que lo diría, le aclaró que tampoco deseaba continuar la relación.

Pato lo miró incrédula. Porque no se lo esperaba, porque estaba en cualquiera de sus sueños. O porque jamás hubiese imaginado, aun con lo poco que lo había conocido en esas escasas semanas, que él se animaría a decirlo.

Ariel recogió la mirada de Pato y descubrió que quizás había estado un poco brusco. Recomenzó las frases, pero con el mismo sentido. Era una despedida, quería terminar.

Pato se le arrojó encima, llorando y besándolo a un tiempo. Lo tocó desvergonzadamente y soltó dentro de ella una amante descontrolada. Ariel se sintió francamente violentado. No creía ni una caricia de aquella repentina ninfómana; y aun cuando su arrebato hubiese sido auténtico, no la deseaba.

Nunca la había deseado. No le había prometido nada, ni había logrado de ella más que ella de él. Después de todo, la relación había durado apenas más que un mes. Un tiempo prudencial para experimentar el completo fracaso.

—No, no me podés dejar así —le dijo Pato cuando él la separó de sí suavemente—. Yo hice planes. Estábamos por irnos a vivir juntos… Yo puse mucho en esta relación.

Ariel la miró atónito. Las mujeres hacían planes con él sin consultarlo.

—Lo siento mucho —dijo Ariel como en un velorio—. Pero nunca se me ocurrió irme a vivir con vos. Ni siquiera pensé que lo nuestro iba a durar…

Pato replicó con un llanto desesperado. Un llanto más caudaloso y auténtico que su fingido ataque sexual. Cuando recuperó el aire, se sorbió los mocos y le dijo:

—Puse mucho en esta relación… Me voy a matar.

Ariel primero no comprendió. Su esposa lo había echado de la casa hacía menos de ocho meses y otra mujer amenazaba con matarse.

Contabilizó con alarma todos los posibles medios de que Pato cumpliera su amenaza: la ventana abierta, desde la que tranquilamente podía, si bien no matarse, romperse las piernas. O matarse, en realidad, si era tan temeraria como para arrojarse de cabeza. Los cuatro o cinco tomacorrientes que se destacaban en los zócalos de las paredes. Hojas de afeitar, no. Cuchillos, sí, a montones, bien filosos, perfectamente expuestos en el secador de cubiertos de la cocina. Si Pato sinceramente deseaba matarse, ya podía comenzar.

—No te voy a dejar sola —dijo Ariel—. Calmáte.

—No quiero que me acompañes como a una nena —dijo Pato envalentonada por el efecto de su amenaza.

—¿Te hago un té? —preguntó Ariel.

Pato asintió.

Ariel fue a la cocina, pero no se animaba a dejarla sola.

Cada tanto, aun en el breve tiempo que tardó en hervir el agua, asomaba la cabeza, la miraba y le sonreía. Pato no respondía. Ocultaba la mirada y su gesto parecía reafirmar la decisión.

«¿Qué hago?», se preguntó Ariel volcando el agua hervida sobre el saquito de té. Eran recién las doce y cuarto de la noche. Le dio miedo ver el agua lacerando el débil papel del té.

Ariel se acercó con los dos vasos y temió que ella le arrojara el agua hervida al rostro.

—No tengo por qué vivir —dijo ella.

Ariel pensó que terminarían en un hospital. Él debería hacerse cargo de la internación. Llamar a los padres, dar los datos. Palideció y tragó saliva. Luego, se quemó la lengua con el té.

—Vamos a pasar la noche juntos —le dijo Ariel—. Intentá ir tranquilizándote de a poco.

Ella respondió con una sonrisa irónica.

«Qué poder tienen sobre nosotros las personas que nos aman sin que les correspondamos», pensó Ariel. Un amante despechado podía hacer cualquier cosa.

Las horas pasaron. Hay cierto momento de la madrugada en que el tiempo se torna piadoso y corre con mayor velocidad. Como si la Tierra no quisiera estar detenida demasiado tiempo bajo ese cielo que no es ni negro ni celeste, ni rosado ni amarillo, ese espacio de la madrugada en que todas las cosas, incluidos los sentimientos y los pensamientos, son informes. A partir de las tres, la mañana ya llega. Disminuye la densidad de las horas. Los minutos ni siquiera cuentan. Pato se durmió. Ariel se mantuvo despierto, observándola. Alegre, quizás algo eufórico (un efecto de la madrugada), por no haber cedido a la tentación de calmarla con un golpe de sexo.

En algún momento se adormeció y luego despertó sobresaltado. Ella ya no estaba. Los colectivos sonaban afuera. El día por fin había llegado. Eran las siete y veinte de la mañana. Ariel sonrió: una vez más, veía la luz del sol. La sonrisa se le interrumpió con una certeza brusca: era por la vida de ella, no por la de él, que había temido durante la noche.

¿Dónde estaba? ¿Hecha un cadáver frío y sanguinolento en la planta baja? No. Ya lo hubiesen despertado. ¡El baño, colgada en el baño! Colgada del caño de la ducha. Se acercó al baño. La puerta estaba cerrada. Sintió náuseas. Se le llenaron los ojos de lágrimas. Le palpitaba la cabeza. Abrió de un solo empujón: el baño estaba vacío. Agradeció a Dios. En la cocina tampoco había rastros. Descubrió, en un segundo vistazo, el lápiz labial sobre la repisa del espejo del baño. Ella lo había olvidado. «Los suicidas no se pintan los labios», pensó con forzado alivio.

Y entonces afrontó la tarea impostergable: la llamó por teléfono.

Atendió la madre.

—Sí, está. Pero está durmiendo.

—Ah, está bien, no era nada importante —dijo Ariel.

A los minutos de cortar, imaginó que ese dormir no era inofensivo: pastillas.

Aún estaba a tiempo de matarse por él. No tuvo un minuto de paz por el resto de la mañana. Se adormilaba y despertaba en el medio de pesadillas donde los enterraban juntos.

A la una, llamó nuevamente.

—Sí, está —repitió la madre.

En el intervalo, Ariel descubrió que Pato había despertado. Agradeció nuevamente a Dios.

Cuando pensó que finalmente había tomado el teléfono, la voz de la madre le dijo:

—Dice que no puede atender.

—Ah, perfecto —dijo Ariel involuntariamente—. No se preocupe.

Colgó el teléfono con su sonrisa entera y salió a festejar. Tomó una cerveza de litro. En el segundo vaso, se dijo: «No le hablo nunca más en mi vida».

Y allí estaba, siete años después. Nueva, bella, casada. Quizá mejor que Ariel. Pese a la promesa que se había hecho frente a aquel jubiloso vaso de cerveza, Ariel estimó, cuando cruzaron miradas, de pésimo gusto no saludarla. El marido estaba en la cocina.

—¿Cómo andás? —dijo discretamente él.

—Bien, ¿y vos? —contestó ella por cortesía.

Él asintió y eso fue todo. Incluso los dientes de Patricia parecían mejores. Vestía una ropa vivaz, muy distinta de aquellos atuendos hippies de apagado color lila que convocaban ideas de abandono y desgano.

Maite lo capturó nuevamente, casi tirándosele encima. Estaba algo borracha. Ariel había aprendido: no todas las aguas que bajaban de la montaña eran potables.

Un conocido le preguntó por su trabajo y, en cuanto Ariel comenzó a contestar, lo interrumpió con una rigurosa descripción de su tarea: la dirección de un supermercado. Ariel se interesó en el relato.

La fiesta transcurrió. Maite vomitó en el baño y regresó fresca. Pato y su marido intercambiaban arrumacos y comían poco. La dueña de casa trataba con especial esmero a Ariel —el único hombre solo— acercándole las mejores comidas. Alguien le preguntó por su esposa y Ariel aprovechó para elogiarla. Estaba cómodo y aún quería seguir probando exquisiteces, bebiendo y disfrutando de la contemplación de las personas.

Llegaban las dos de la mañana y Ariel había decidido instalarse cerca de un grupo en el que estaba el director del supermercado, pero sin terminar de adjuntarse. Pato y su marido, Héctor, iniciaron los trámites de despedida.

—Bueno…, nos vamos.

Los saludos, los agradecimientos.

«Qué increíble», pensó Ariel. «Esta mujer alguna vez tuvo la energía suficiente como para decirme que se iba a matar. Y ahora envejecerá tranquilamente, y no podrá creer que era ella misma. O lo recordará con una sonrisa».

Héctor saludó a todos con un franco apretón de manos. Uno por uno. Pato, con un beso en la mejilla. Semiinclinada, casi ocultando el rostro en el cuello de la persona que besaba. Y a Ariel le dijo al oído: «Me había imaginado la vida junto a vos. Me voy a matar», en un susurro serio que no admitía dobles sentidos.