Ribalta nunca había podido explicarse por qué los albergues transitorios, fuese cual fuese su categoría, le resultaban vulgares.
Aunque sentía un inmenso afecto por el confort y ni una pizca de cariño romántico por lo despojado, le era más apetecible un hotel de una estrella para pasajeros que el más rimbombante de los hoteles de amor. Y no se trataba de que en el hotel para pasajeros se pudiera uno detener solo o en familia, a diferencia de los otros. No.
A Ribalta no se le antojaba estar solo, y esa noche, tampoco en familia.
Se preguntaba, con su amante dándole la espalda, morena envuelta en sábanas blancas, por qué las sábanas le parecían sucias, por qué le desagradaba mirarse en el espejo («quién sabe qué cosas reflejó»).
«Es la fornicación», se dijo Ribalta. «En estos hoteles, es un sacrilegio engendrar niños». Sin embargo, Ribalta no sentía culpa.
Siempre le habían gustado las mujeres estúpidas. Eran sumisas en el sexo y no molestaban en la vida pública. Creían todo lo que uno les contaba y lo adoraban como a un dios. Con su esposa y su hijo de viaje, Ribalta se había permitido la adulación y ejercer el sometimiento sobre un ser que no tenía en su vida más importancia que una nube.
«Bueno, terminemos con esto», se dijo Ribalta. Eran las cuatro de la mañana.
Lo esperaba un sueño reparador en su casa vacía. Quizás un último whisky y una película por cable.
Levantó el teléfono sin disco de la habitación y le pidió al conserje que le llamara un taxi. La mujer, la hermosa morena, se dio por aludida y comenzó a vestirse. Ribalta le dio un último beso desganado en la espalda. Ya comenzaba a olvidarla.
Bajaron en el pequeño ascensor. El alfombrado rojo de los pasillos podía sentirse en la piel, en forma de calor.
El conserje les dijo que el taxi llegaría en un minuto. Ribalta entregó la llave. Se palpó los bolsillos por quinta vez. «Olvidarse algo en un telo es la quintaesencia de la estupidez».
El taxi cumplió la frase del conserje y se detuvo suavemente junto a la pequeña puerta. El cielo estaba oscuro y ni un alma pasaba por ese estrecho, escondido por un árbol, rincón de la calle Castro Barros.
Eugenia subió primero y Ribalta se acomodó junto a ella. El roce de su mano contra las medias de nylon le produjo escozor. El taxista le preguntó a dónde iban.
«Primero vamos a Callao y Pacheco de Melo», dijo Ribalta, «después, yo sigo hasta Belgrano».
El taxista asintió en silencio y recién entonces Ribalta reparó en su gigantesca nariz. Era tan grande que daba la sensación de que, cuando el taxista asentía, podía chocar contra el espejo retrovisor.
Eugenia permanecía callada. Ribalta no sabía si avergonzada o satisfecha. Agradecía tanto ese silencio que no le interesaba saber su causa. La mujer le había dado todo lo que él quería, y además había gritado de placer y le había suplicado primero que parara y luego que siguiera. ¿Qué más podía pedir un hombre casado en su noche de escape?
Suspiró, contuvo el impulso de pasarle un brazo por los hombros y echó otro vistazo fugaz a la nariz del taxista. Cuando llegaron a Pueyrredón por Bartolomé Mitre, una pequeña brecha en el cielo dejó pasar una luz que comenzó a iluminar la ciudad.
«En el secundario teníamos un compañero que tenía una nariz más grande que ésta», se dijo Ribalta, «nunca me burlé en su cara. Pero en más de una ocasión, hablando con otros, lo llamé cara con manija».
En pocos minutos —la ciudad estaba vacía— llegaron a la casa de Eugenia. A Ribalta le agradaba que viviera en el piso quince de un coqueto edificio.
Lo despidió con un beso en la mejilla. Eugenia vivía con sus padres.
«Despertála a tu mamá y contále las cosas que te hice», pensó Ribalta. «Decíle que me llame», agregó, perversamente, para sus adentros.
Ribalta descubrió que el taxista lo estaba mirando.
—¿Sí? —dijo Ribalta.
—¿Por dónde agarramos?
—Por donde sea más rápido.
El taxista arrancó. La luz ya descubría las cosas, pero aún era tenue. Ribalta quería estar en su casa antes de que el día fuera claro. En ese momento temió la luz como un vampiro.
Nuevamente, el taxista lo miraba.
—Discúlpeme —dijo el taxista—. ¿Usted estudió en el Normal 25?
Ribalta intentó memorizar qué número tenía su escuela, pero sólo la recordaba por el nombre.
—El secundario lo hice en el nacional Camargo —dijo.
—¿Usted es Ribalta?
Y como si no hubiera pensado en él un instante atrás, Ribalta gritó:
—¡Stefanelli!
—¡Ribalta, viejo nomás! —gritó Stefanelli frenando violentamente. De no haber estado la calle vacía, pensó Ribalta, seguramente un camión los habría arrollado, y él habría muerto después de engañar a su esposa. Era una muerte menos patética que la de aparecer junto al cadáver de la amante.
Antes de que Stefanelli comenzara a hablar desaforadamente, Ribalta descubrió que la nariz de su recuerdo era más grande porque entonces la cara de Stefanelli era más chica. Pero no había dudas de que Stefanelli era un verdadero Cyrano, en su recuerdo y en el presente.
Stefanelli se entregó de lleno a la costumbre de los taxistas que Ribalta más odiaba: girar el rostro hacia el pasajero mientras manejan.
«Finalmente», se dijo Ribalta, «moriré en un accidente automovilístico».
La cerrada discreción que Stefanelli había ofrecido desde que los recogiera en el albergue transitorio, se había tornado ahora un dique roto, una catarata de palabras dichas a los gritos.
—¿Te acordás de Tomasini? ¿Te acordás de Nisiforo? ¿Te acordás de Mizrahi? ¡Qué barra, eh! ¿Te acordás de la vez que se afanaron la bandera y pusieron un repasador en el mástil?
Terminó la andanada con una tempestuosa carcajada y, para alarma de Ribalta, soltando el volante.
Ribalta recuperó un recuerdo de entre tantos nombres, y lo comentó:
—Me acuerdo que Felleti, un tipo muy tonto, le pegaba a Mizrahi porque era judío. ¿Te acordás?
El rostro de Stefanelli transmitió la seriedad con que recibía el comentario. Se hizo un silencio y luego dijo:
—No me acordaba. Pero tendríamos que haber ayudado a Mizrahi.
—Es cierto —asintió Ribalta—. Lo pensé más de una vez.
—Los judíos son nuestros hermanos mayores —cerró Stefanelli.
Ribalta no contestó, pero se interrogó desconcertado: «¿Hermanos mayores de quién? Mi hermano menor es ateo, en todo caso ex cristiano. Y hermano mayor no tengo. ¿Stefanelli será un cristiano practicante? ¿O hablará con el mismo ímpetu de cualquier cosa?».
Bajó la ventanilla, el aire era hermoso.
—Y con las mujeres… —reinició la conversación Stefanelli—. Veo que seguís teniendo éxito.
—Más del que quisiera —se jactó humildemente Ribalta.
—¿Cómo es eso? —inquirió sonriente Stefanelli.
—Esta chica… La pasé bien. Pero no sé. Quizá no debería —dijo Ribalta, absurdamente cohibido.
—Mientras la quieras bien, y pienses en formalizar, todo se puede arreglar.
—Ni la quiero bien ni pienso en formalizar —dijo Ribalta asombrado.
—¿Es una mujer de la calle?
—¡No! —gritó Ribalta—. Nunca. Nunca toqué a una puta.
Ribalta recordó que Stefanelli había debutado con la misma mujer que otra quincena de chicos del curso, y tuvo algún remordimiento por haber expresado tan abiertamente su castidad respecto de las rameras.
—¿Y entonces? ¿Qué te impide pensar en ella como una buena futura esposa?
—Que ya tengo una buena presente esposa.
El rostro de Stefanelli mutó. Fue como si repentinamente una roca adquiriera la capacidad de cambiar su forma: primero soltó todo tipo de gestos, y luego se contracturó en una mueca dolida. Por un segundo, Ribalta creyó que le había desaparecido la nariz.
—¿Estás casado? —preguntó Stefanelli con un tono de voz absurdo, ceremonial.
—Sí —dijo Ribalta, tratando de regresar a la normalidad con un tono despreocupado.
Stefanelli frenó de golpe.
—Bájate —le dijo.
—¿Qué? —preguntó Ribalta.
—Soy Testigo de Jehová, no puedo llevarte.
—Son las cinco de la mañana, Stefanelli —dijo Ribalta ofendido—. Déjate de joder.
Stefanelli, sin decir una palabra, reemprendió la marcha. Ribalta estaba molesto porque ese imbécil, ese pobre infeliz que había terminado en un taxi, había intentado retarlo. «Está resentido con la vida, y se la agarra con el primer compañero de la secundaria que encuentra».
El taxi estaba entrando en la avenida Cabildo. Llevaban unos cuantos minutos de completo silencio.
—Vos te acordabas con humor de cuando robaron la bandera y la cambiaron por un trapo —dijo, infantil, Ribalta—. ¿Eso te parece bien?
—Una bandera es un trapo —dijo convencido Stefanelli—. Una mujer, no. Tenés que hablar con los Hermanos Mayores.
—¿Los judíos? —preguntó Ribalta.
—No, los Hermanos Mayores son los más sabios de entre los Testigos. Los más ancianos.
Quedaron nuevamente en silencio.
—Engañar a tu mujer es comenzar la destrucción del planeta —recriminó Stefanelli—. Es arrojar tu alma a los infiernos.
Ribalta descubrió la súbita reaparición de la inmensa nariz de Stefanelli.
El coche se había pasado dos cuadras de donde tenían que doblar.
—Miller era la de atrás —dijo Ribalta. Stefanelli no contestó.
—¿Te imaginás qué sería del mundo si todos saliéramos con las mujeres de todos?
Ribalta dedicó un segundo a la imagen. No pudo sacar ninguna conclusión.
—No habría orden. No habría convivencia. No habría familia.
—Eugenia no es la mujer de nadie —dijo Ribalta.
—No todavía —aceptó Stefanelli—. Pero el día de mañana, la persona que se case con ella encontrará tu semen en su interior.
Por muy absurda que le resultara la frase, en su silencio Ribalta no pudo dejar de pensar que en ningún caso su semen había quedado en el interior de esa mujer.
—Pero si no tenés límites a este respecto, no tenés creencias —recomenzó Stefanelli—. ¿Cómo te explicás el mundo?
—No me lo explico —respondió mecánicamente Ribalta. Y agregó:
—Stefanelli, creo que ya nos pasamos como diez cuadras. Doblá acá y lleváme para casa.
Stefanelli seguía conduciendo en silencio.
—Stefanelli…
Ribalta se vio obligado a asumir que Stefanelli lo estaba llevando a cualquier lado.
—Tenés que hablar con los Hermanos Superiores.
—¿No eran mayores? —preguntó Ribalta. Salieron de Cabildo.
—Stefanelli, pará acá —dijo imperativo Ribalta.
«Es un asesino serial», pensó Ribalta, mientras Stefanelli continuaba conduciendo impávido. «Como la novela esa, de los taxistas que se revientan contra postes». Era la nariz de la muerte.
Debían estar viajando a una velocidad superior a los cien kilómetros por hora. Ribalta no supo qué calles habían tomado, pero de pronto se encontró en la Costanera Sur. El sol rebotaba contra el río marrón, la amplia avenida estaba vacía, y unos enormes pájaros indeterminados planeaban alrededor de montañas de basura.
«La vida es horrible», pensó Ribalta. Pero no se sentía arrepentido ni culpable. No hubiera elegido otra forma de vida. Un semáforo en rojo, el primero de aquel largo trayecto, los detuvo. Ribalta levantó el seguro de su puerta, la abrió y salió corriendo. Stefanelli tardó un segundo en reaccionar, se bajó del auto y lo persiguió.
Corrían pegados a la baranda de la Costanera, los zapatos resonaban en el día vacío.
Ribalta, pese a la excitación, sentía profundamente el cansancio. Recordaba la película Maratón de la muerte. Stefanelli se le estaba acercando.
En esa situación, persiguiéndolo, Stefanelli le parecía un monstruo. Y estaba convencido de que si lo alcanzaba le ocurriría lo peor que podía ocurrirle en la vida. Pensó que debería haber tratado mejor a Eugenia. Todas las criaturas humanas merecían buen trato. Luego le faltó el aire y ya no pudo pensar en nada.
—¡Pará! —le gritó Stefanelli—. Sólo quiero hablar.
Ribalta se detuvo, porque ese diálogo concertado le resultaba menos temible que la posibilidad de seguir corriendo y que lo alcanzaran.
—Tenés que hablar con los Hermanos Superiores —dijo Stefanelli—. Es lo único que te pido. No podés vivir así.
—Bueno, dame un poco de tiempo —dijo Ribalta.
—Acá no más —dijo Stefanelli—. En el stand de Líneas Aéreas Paraguayas del Aeroparque, trabaja el hijo de uno de los Hermanos. Se llama Hugo. Podés venir a hablarle cuando quieras.
—Voy a venir —dijo Ribalta.
Se callaron, enfrentados como en un duelo. El taxi de Stefanelli estaba detenido en el medio de las sendas peatonales.
—No te puedo llevar en mi taxi —dijo Stefanelli.
—Comprendo —dijo Ribalta.
Stefanelli caminó apesadumbrado hacia su auto. Ribalta esperó quieto a que lo pusiera en marcha.
Stefanelli siguió en la dirección en la que venían; Ribalta aguardó aún unos minutos a que se alejara lo suficiente y luego comenzó a correr en la dirección contraria.