Nodeó la cabeza

Colaboradores. La palabra suena mal. Suena a colaboracionista. Los colaboracionistas siempre están del mal lado. O del lado del Mal.

Los colaboracionistas son quienes colaboran con un régimen malvado; a quienes colaboran con la Resistencia o los Aliados se los llama de otro modo.

La palabra «colaborador» tiene reminiscencias de la palabra «colaboracionista». Quizá no se me ocurriría esta asociación si no fuera porque soy un colaborador.

¿Qué es un colaborador? Una persona que escribe sobre cualquier cosa en los medios gráficos de comunicación. ¿Sobre cualquier cosa? Sí: sobre el tránsito en la ciudad de Buenos Aires, sobre una exposición ganadera, sobre un libro, sobre una vedette, sobre una guerra o sobre una temporada veraniega. El requisito inicial de un colaborador no es una vasta cultura general, sino una moderada ignorancia sobre cada uno de los temas acerca de los cuales escribe. Hay colaboradores especializados, es cierto; pero si no se convierten en trabajadores fijos de un diario o revista, tarde o temprano confluyen en lo que es el trabajo básico de cualquier colaborador: escribir sobre aquello que no es su especialidad.

Salvo escasas excepciones, los colaboradores mueren colaboradores. Quizá se destaquen en otros rubros, en otros ámbitos; pero en el periodismo gráfico nunca superan su marca de identidad.

Como en los amores homosexuales, la vejez en los colaboradores es patética.

Ver entrar en la redacción a un anciano con una hojita bajo el brazo, dirigiéndose a un joven jefe de suplementos —quien le ha hecho la gauchada de permitirle aún publicar unas líneas—, es un espectáculo demoledor para un joven colaborador como yo.

—No, Ingonio, necesito el diskette —dirá el joven jefe de suplementos.

—Es que yo no uso computadora —responde Ingonio.

—Pedísela prestada a tu nieto —responde el joven jefe, para regocijo de toda su mesa de redactores fijos. Los redactores fijos son más que jóvenes y relucen.

No saben más que los colaboradores, incluso, mucho menos. Ni siquiera saben escribir como los colaboradores. En su caso, a menudo la ignorancia sobre un abanico de temas alcanza profundidades inusitadas. Pero han nacido del lado bueno. Han tenido suerte genética. En la repartija de destinos, les ha tocado el gozoso. Son cosas que pasan. Dios no es injusto: en un mundo entero de hombres felices no cabría la literatura.

De vez en cuando, un colaborador alcanza una inesperada cuota de reconocimiento. Recibe un premio periodístico o su foto aparece en la página central de un matutino, acompañando una nota con su firma en la tipografía más grande. Durante unos días, el colaborador sospecha que su destino ha cambiado de mano. En breve, lo llamarán jefes de redacción y directores de diarios: todos lo querrán en sus filas. Finalmente, podrá sentarse en una silla, contar con una máquina y un horario regular. Los compañeros lo llamarán por el nombre de pila y su apellido figurará en uno de los números del conmutador telefónico.

Pero las semanas transcurren y ningún trabajo les es ofrecido. Sí, más de uno ha leído su nota y visto su foto. Dos o tres lo han felicitado.

«Un hombre como vos me gustaría tener en mi plantel», le ha dicho el secretario de redacción del segundo matutino nacional. Pero todos saben que es un colaborador. El mes siguiente, igual a todos los días posteriores a su gran foto con su gran nota, continuará publicando sus notitas sobre cualquier cosa, recorriendo redacciones; esperando que acaben otras conversaciones para ofrecer discretamente sus servicios.

El peor enemigo del colaborador es su ilusión de que puede ser algo más. Y sin embargo, cada tanto sucede. Son excepciones contadísimas, casi tantas como muertos regresan de la muerte. Y habitualmente, como ocurre también con los redivivos, el éxito es impreciso.

De la historia que voy a narrar, no sé si el protagonista triunfó como colaborador, si su triunfo pertenece a otra esfera laboral o si realmente triunfó. No lo sé. Pero creo que es una historia interesante de todos modos.

No vayan a creer que el oficio de colaborador es tortuoso. Patético no significa sufriente. El patetismo requiere de un grado de autoconciencia propio de las personas al menos medianamente lúcidas. Un colaborador no es un minero ni un galeote, no tiene la espalda marcada por el látigo del amo. Por el contrario, es uno de los oficios más libres de la Tierra. Se puede trabajar en calzoncillos, junto a la esposa, en un barco o en un bar de mala muerte. Ningún jefe lo es más que circunstancialmente. Si alguien grita o maltrata de algún modo a un colaborador, éste no tiene más que incrementar sus colaboraciones en otro medio y abandonar el hostil; incluso puede iniciarle un juicio legal que redunde en jugosos dividendos.

Ninguna de sus obligaciones es terminante: como Bartlebly, siempre puede preferir no hacerlo. Tal vez por eso ciertas mañanas agradezco ser un colaborador. Me gusta saber que, aunque seré un viejo patético con una hojita bajo el brazo (o con un diskette ya inútil), no habrá nadie más que Dios sobre mi cabeza.

Pero nada compensa: cada cual es infeliz con su propio destino; excepto las personas felices, que lo son con cualquiera.

Aquel mediodía me encontré en un restorán de comidas rápidas con otro colaborador, una década más viejo que yo. Aunque los años pasan, los colaboradores no envejecen, hasta que son viejos. Mi colega, llamémoslo Broder, aún no era viejo, de modo que estaba igual a como era diez años atrás. Llevaba un bigote canoso y pelo largo de otras épocas. Estaba resfriado.

Era un colaborador clásico: había escrito sobre todas las cosas vivas y muertas, en todos los medios gráficos habidos y por haber.

Como yo, había trabajado en una veintena de revistas que ya habían cerrado, en una decena de diarios que ya no existían, y tenía el pie puesto en al menos tres medios cuya próxima caída era evidente. Por algún extraño motivo, este espantoso derrotero no nos frustraba: nos sentíamos sobrevivientes, los medios caían y nosotros permanecíamos.

Me pedí una pizza y me arrepentí al primer bocado. Tenía cebolla.

En una hora, debía ver a una muy bonita jefa de redacción (la revista cerró al siguiente número). Era una mujer de ojos almendrados, sin edad y muy bella, que me había pedido una nota sobre el amor en el siglo XX para su revista de modas. La nota había salido publicada y ese día debía pasar por la redacción a retirar un ejemplar. Pensaba hablarle, intentar indirectamente una muy improbable y futura tensión sexual, y suplicarle con sutileza que me encargara una nueva nota. El olor a cebolla no colaboraría, por usar un verbo pertinente, con ninguno de mis dos anhelos.

Hernán Broder estaba resfriado. Me contaba sus problemas. Lo habían invitado a un Congreso para Periodistas en Lisboa, Medios, Entretenimientos y Vida Cotidiana: pero ninguno de los catorce medios —diarios, revistas y radios— en los que trabajaba estaba dispuesto a pagarle el pasaje.

«Si viajo, me pago el pasaje y la estadía con notas. Pero no es negocio».

Nunca nada es negocio para un colaborador. Todo es sobrevivir.

Como yo, Broder estaba casado y tenía hijos. ¿Qué les diría cuando le preguntaban de qué trabajaba? «Papi es colaborador».

Al menos, mi hijo aún era lo suficientemente pequeño y no hacía preguntas inoportunas. Quizás, antes de que creciera, yo lograra convertirme en zapatero o carnicero; algún oficio que figurara en el diccionario.

Seguramente, Broder le decía a su hija adolescente y a su hijo prepúber que era periodista. Pero no era cierto. Era colaborador.

Cierta vez, a la salida de un bar, un policía con ganas de molestar me había requerido mi documento de identidad. Hacía frío, el policía debía montar guardia en la esquina y yo estaba muy bien acompañado. Ella era muy joven, con un cabello llamativamente rubio y se pegaba a mí, con sus pechos galopantes, como si la protegiera. El policía sabía que, por un inexplicable sortilegio, sólo un hombre feliz entraba en aquel pedazo de noche, y no era él. Miró mi documento con desprecio y me preguntó de qué trabajaba.

—Periodista —le dije.

—¿Tiene un carnet? —me preguntó.

Le extendí el carnet del sindicato. Era un rectángulo de plástico celeste, con mi foto, fechas y el mote: colaborador.

El policía miró el carnet con resignación: se le acababan las coartadas para retenerme; yo estaba lo suficientemente documentado como para que él tuviera problemas si se le ocurría molestarme porque sí.

—Pero usted no es periodista —dijo antes de soltar la presa, reintegrándome el carnet y el documento.

Agregó con desprecio:

—Usted es «colaborador» —no sabía lo que significaba, pero lo dijo como si se refiriera al personal de limpieza—. Nada que ver con periodista.

La chica que me acompañaba se rió una cuadra larga de la ignorancia de aquel policía. Había visto un par de notas publicadas y, tan joven y tan rubia, creía estar en compañía de un hombre de letras.

Pero la sentencia del policía quedó resonando en mí durante toda aquella noche de amor, invadiendo mi felicidad y recordándome que mi carnet estaba surcado por la palabra «colaborador». Recordé aquel episodio, del cual ya habían pasado seis años y un matrimonio, frente a Broder, mientras imaginaba qué les respondería a sus hijos cuando le preguntaban de qué trabajaba.

—¿Sabés que Mizovich se salvó? —me dijo mordisqueando un trozo ridículamente pequeño de su gigantesco sándwich.

¿De qué se había salvado Mizovich? ¿Acaso padecía alguna enfermedad mortal que yo ignoraba? ¿Pendía sobre su cabeza una invisible condena? No. Mizovich, quería significar Broder, se había salvado de su destino de colaborador.

Conocí a Mizovich muchos años antes de reencontrármelo en el gremio. En mi cosmogonía interna, yo sentía que le llevaba una decena de años; los mismos que me llevaba a mí Broder. Pero en el mundo real, no le llevaba más de seis. Ocurría que Mizovich era un muchachuelo siempre excitado, siempre alegre, siempre emprendedor. Su injustificado optimismo, en contraste con mi frustración endémica, lo ponían a él del lado de los que siempre comienzan y a mí del lado de los que terminan antes de tiempo. Diez años, me parecía, era una cifra que señalaba con precisión cuánto nos separaba al uno del otro.

Cuando él aún no sabía que alguna vez escribiría una línea y que más tarde llegaría a «salvarse», y yo recién comenzaba, nos encontramos de casualidad. En un country, donde sus padres tenían una casa y yo estaba de visita invitado por un amigo.

Aunque en aquel entonces —él, dieciséis o quince años, yo, veintiuno—, cinco años nos separaban mucho más que hoy —yo ya era un adulto; él, apenas un adolescente—, Ezequiel Mizovich era lo suficientemente avispado como para participar del entorno de los muchachos más grandes del country. No recuerdo por qué mi amigo me llevó a su casa, pero terminamos en su cuarto. Me recuerdo hojeando una revista pornográfica, mientras Ezequiel le mostraba a mi amigo la vía láctea en una por entonces muy novedosa computadora.

Necesito interrumpir mi retorno al pasado para narrar el medio a través del cual se había salvado Ezequiel Mizovich. Hay una relación entre su adolescencia y su actual y exitoso presente, y no encuentro otro modo de contarla más que utilizando fragmentariamente el recurso cinematográfico del flash-back: volveremos al presente durante unos párrafos y luego nuevamente al pasado. Finalmente me lo agradecerán.

Mizovich, me contó Broder en aquel fast-food, había sido contratado por una célebre cadena inglesa de televisión, para conducir un programa de viajes.

Ezequiel Mizovich viajaría por el mundo —África, Asia, Oceanía— y, con su inveterada simpatía y su perfecto inglés, transmitiría por cable las costumbres de los adolescentes de los sitios y culturas más remotas. No sé si el programa se llama Jóvenes del Mundo o Jóvenes de Ninguna Parte; todavía está en el aire.

Mizovich había comenzado su discreta carrera periodística como un prolijo investigador del fenómeno ovni. Se destacaba de entre sus pares porque no estaba loco y tomaba los datos inexistentes con moderación.

Desde muy jovencito, Mizovich sabía que ninguna evidencia ovni tenía el menor contacto con la realidad, pero que al mismo tiempo tampoco existía ninguna evidencia física de que los ovnis no existían.

Es un divertido problema lógico: las evidencias físicas sirven para demostrar que algo existe, pero no hay modo lógico de demostrar que algo «no existe».

Un científico puede no hallar modo de demostrarnos que los animales piensan, pero nadie puede asegurarnos que «no piensan».

La falta de evidencia no certifica la falta de existencia. Porque la falta de existencia no es certificable.

Mal que mal, las religiones monoteístas están basadas en este principio. Y si uno quisiera ser teóricamente temerario podría encontrar cierto paralelo entre el judaísmo laico de los padres de Mizovich y la ufología laica de su hijo. En el laicismo judío había una posibilidad contradictoria de ser metafísicamente judío sin creer en Dios (un sinsentido lógico que los judíos occidentales habíamos logrado preservar), manteniendo la profundidad de la identidad sin la incómoda obligación de los rituales. Del mismo modo el hijo de los Mizovich podía gozar de los lectores psicóticos de la ovnilogía sin convertirse él mismo en un creyente. Podía ser invitado a charlas precisamente por mantener una posición equidistante y racional entre la existencia y la inexistencia de los ovnis. En la revista que había fundado —de sorprendente longevidad— coexistían los escépticos furibundos y los creyentes fundamentalistas.

La vocación de Mizovich ya despuntaba en la época en que conocí su cuarto en la casa del country de sus padres.

Las paredes de su pieza estaban empapeladas con pósters y recortes de revistas atinentes al Universo: dibujos de Marte, de Venus, de Júpiter; fotos de alunizajes, astronautas y cohetes. Como dije, en la pantalla de lo que por entonces era una novedosa computadora, brillaba una vía láctea. Y al pasar una flecha por cada uno de los puntos, aparecía una leyenda explicatoria: la antigüedad de una estrella, la ubicación de un planeta o un meteorito que mataría una vaca al caer.

No le presté mayor atención porque estaba sumergido en aquella revista porno que, al igual que la computadora y el programa de la vía láctea, sus padres habían traído de Estados Unidos. En la revista, desfilaban todo tipo de acoplamientos: una fila intercalada de hombres y mujeres, mujeres con animales y mujeres con mujeres. Recuerdo que en la anteúltima página un hombre de piel negra presionaba contra una mesa a un escuálido muchacho blanco, y cerré la revista con espanto.

La dejé bajo la cama y traté de interesarme en la computadora. Pero en ese instante ingresó el padre de Ezequiel, el señor Arnoldo. Ezequiel lo miró asustado.

Yo ya tenía edad para tratar de igual a igual al señor Arnoldo, estaba allí de casualidad y posiblemente no volviera a verlo en mi vida; sin embargo me alegró mucho haber ocultado la revista antes de que entrara en la pieza de su hijo. Por muy adulto que uno sea, siempre preserva un espacio de vergüenza para sentirse medianamente incómodo al ser sorprendido hojeando una revista pornográfica.

Arnoldo no me miró a mí, miró a su hijo, e hizo el gesto que da título a esta historia. Nodeó la cabeza.

En castellano no existe el verbo «nod», que en inglés se conjuga para indicar que alguien saluda o reprueba con un movimiento de cabeza. Ocurre a menudo que sólo una expresión en inglés puede denotar con precisión el acto de un hombre de habla hispana o sólo una expresión en español define el gesto de un anglosajón; de modo que me permití ese feo neologismo como título, pues no encontraba el término apropiado en castellano. El señor Arnoldo agitó lentamente su cabeza hacia un lado y hacia otro, en un claro ademán reprobatorio, pleno de consternación y suavemente iracundo. Su hijo, que debía estar estudiando física, se hallaba rodeado de gandules, ocupándose de la estupidez que lo había atacado como una enfermedad mental: la vida en otros planetas.

Recuerdo con precisión la desolación y el desprecio del señor Arnoldo hacia su hijo, en ese instante. Fue tan gráfico que mi amigo y yo nos ruborizamos por estar allí presentes. (Gracias a Dios no me había encontrado con la revista en la mano).

Ezequiel Mizovich, el hijo de Arnoldo y Berta Mizovich, estaba arrojando su vida por una ventana intergaláctica, arruinando su propio futuro y el de su descendencia, traicionando al iluminismo, al racionalismo y al utilitarismo, convirtiéndose al credo de los curanderos y los astrólogos.

No faltaba verdad en esta acusación: bastaba un vistazo a la pieza de Ezequiel (que parecía un Planetario a pila), para sospechar que la habitaba un tonto, un infante tardío, un bueno para nada. No era una pieza en la cual una chica sentiría la suficiente intimidad y esencia de madurez como para tumbarse en una de las dos camas, ni el tipo de cuarto del que se desprende un porvenir venturoso. Era la habitación de un niño para rato, de los coleccionistas eternos, de los fracasos asegurados.

Sin embargo, diez o doce años después, sin renegar de uno solo de los pósters de su pieza, y aparentemente gracias a ellos, Ezequiel Mizovich se había salvado.

Conduciría un programa de televisión perteneciente a una cadena de Inglaterra, ganaría un sueldo sorprendente y sería conocido por más de la mitad del planeta. ¿Qué pensarían ahora sus padres? ¿Continuaría nodeando la cabeza el señor Arnoldo o ya se habría postrado a los pies de su hijo para pedirle disculpas por su anterior incomprensión?

Los medios de comunicación tienen un efecto inesperado en los padres: basta que su hijo aparezca en uno de ellos para que sientan que su vida está justificada.

Pero la televisión, como mucho, puede mostrarnos el presente o el pasado, nunca el futuro real. Y en aquel cuarto del country, todo lo que veía el señor Arnoldo Mizovich era que su hijo Ezequiel no estudiaba, que se llevaba materia tras materia, que ni siquiera se interesaba por los rudimentos del negocio familiar, la ropa de alpaca.

La vida social del adolescente Mizovich era igualmente penosa: sus pocos amigos eran bizarros; y mientras que las chicas del country gustaban de pasear por dentro del predio en los autos de los padres de sus simpatías, Ezequiel no sentía el menor interés en aprender a manejar (como no fuera una nave espacial).

La primera novia conocida de Ezequiel, a sus diecisiete años —tuvo el tino de no presentarla a sus padres—, fue una señora de treinta y dos años (ahora sería una de mis coetáneas, pero por entonces, cuando me enteré, la consideré una pieza de museo) con un hijo. La había conocido en uno de los antros de ovnilogía, donde se reunían fracasados de todas las disciplinas como ballenas que van a morir a la orilla.

Pero bien, señor Mizovich, señora Mizovich, contra toda fúnebre predicción, vuestro hijo Ezequiel había triunfado en la vida. Había triunfado más que yo, que fui un adolescente moderado y medianamente prometedor; y más que el colega Broder, aquí presente, de cuya adolescencia ignoro hasta si existió.

En su primera etapa, Ezequiel había llegado a hacerse conocido en el ambiente extraterrestre (es decir, entre los cercanos y estudiosos del fenómeno), había fundado una revista que podía considerarse un éxito dentro de su rubro y a menudo, cuando algún tema afín surgía, lo consultaban en radios o programas de televisión. A los veintiséis años, me contaba ahora Broder, de un modo que me resultaba inexplicable, había alcanzado el éxito: conduciría un programa de viajes de una señal televisiva inglesa. Chapó.

—Siempre se dedicó a los ovnis —le dije a Broder—. ¿Cómo consiguió esto?

Broder se frotó los dedos uno con otro, como si de ese modo pudiera limpiarse el aderezo. Tenía el bigote sucio.

—Fue a cubrir un congreso de periodistas de ovnilogía en Inglaterra.

—¿Y? —lo insté a seguir.

—Y, una vez que estás ahí —continuó Broder—, conseguís. Hoy hacen la fiesta.

—¿Qué fiesta? —pregunté.

—¿No te llegó la invitación al diario?

—Hace un mes que no paso por ningún diario.

Para un colaborador es habitual recibir todo tipo de correspondencia: las empresas archivan los nombres de quienes firman las notas y luego les envían sus productos o invitaciones. (Cierta vez me invitaron, supongo que por error, a la presentación de una nueva crema íntima femenina. Cuando llegué, no me dejaron pasar).

—Tomá —me dijo Broder sacando un cartón satinado del maletín donde parecía guardar su casa (los colaboradores llevamos de todo en nuestros también patéticos maletines).

Por la presente, me invitaban a la fiesta de lanzamiento en Argentina del programa de origen inglés Jóvenes del Mundo o Jóvenes de Ninguna parte, no recuerdo. A las 21 horas en el Palacio de los Encuentros.

Posiblemente hubiera salmón ahumado, y descontaba el alcohol.

—No sé si voy a poder ir —dije guardando la entrada en mi propio maletín—. Pero termináme de explicar cómo consiguió este trabajo.

—Le pagaron el pasaje —dijo Broder como si eso lo explicara todo.

—¿Pero cómo es? —dije—. ¿Vas a Inglaterra, a un congreso de ovnis, y conseguís un trabajo en la cadena de televisión más importante?

—¿Y por qué no? —dijo Broder—. Si encontrás el contacto adecuado. A los ingleses no les desagradan los tercermundistas, los consideran románticos. Además, no es el presentador de la BCC; será corresponsal de un programa. Para nosotros el sueldo es fenomenal, pero para los ingleses es barato.

No sé de qué más hablamos, pero yo ya había terminado mi pizza y a Broder le quedaba todavía medio sándwich.

—¿Vos vas a ir? —le pregunté.

—Sí —respondió—. Tengo que ver a Rimot, y él va seguro. Me tiene que dar laburo.

Rimot era el inaccesible nuevo jefe de un suplemento de espectáculos, y era propio de un colaborador alegrarse por poder coincidir en un evento con una persona a la que es molesto llamar repetidas veces por teléfono.

Lo saludé con un apretón de mano y subí al colectivo que me llevaba a la revista de El amor en el siglo XX.

Medité acerca de si concurrir o no a la fiesta. Me daba tirria ver la cara triunfante de Mizovich; pero el salmón, el alcohol y la posibilidad siempre bienvenida de descansar por una noche de la rutina familiar me tentaban. En la última fiesta me había ido muy bien.

Se había presentado una revista (ahora corrían serios rumores de cierre) de reportajes, que alternaba entrevistas sofisticadas con mujeres desnudas, en un coqueto y oscuro bar de la parte más baja de Buenos Aires. Tomé un par de whiskys y me paré detrás de una colega, Adriana Vassani.

Para mi gran alegría, Adriana me abanicó con sus nalgas durante un largo rato, sin dirigirme la palabra y bebiendo; pero moviéndose de un modo en que no parecía del todo ajena a lo que ocurría entre nuestros cuerpos. Luego, no más borracho de lo que correspondía, me dirigí a mi hogar en taxi y cumplí, a placer y con renovada eficacia, mis deberes maritales.

Por extraño que suene, me resultaría ingrato acostarme con Adriana (no me molestaba, en cambio, aquel mudo y ascéptico intercambio). Es una chismosa cuya firma no he visto nunca por ningún lado, pero aparece en cuanto cóctel se organiza. Llama a todos por su nombre de pila y todos la llaman Adriana a ella, pero no sé de nadie que se diga su amigo. Aunque tiene una voz hombruna y se mueve con cierta brusquedad, no creo que sea lesbiana; de lo contrario, aquella noche, me hubiera golpeado. Un colega me contó que le hacía la prensa a un político y que era una consumidora nata de drogas acelerantes. Eso era todo lo que sabía de ella, y que había sido generosa conmigo. Aquel roce me parecía una correcta metáfora amorosa de la colaboración: ni adentro ni afuera. Era una colaboración sexual. Un roce que provoca satisfacción al menos a una de las partes; y a la otra, puede que le provoque satisfacción o que ni siquiera se entere.

En la redacción, mi hermosa y circunstancial jefa me dijo que no le quedaban ejemplares para darme.

«Fijáte si encontrás uno en administración», agregó.

Quería hablarle de muchas cosas; pero en mi boca sólo se acumulaba el olor a cebolla, y temía abrirla.

Me alejé unos pasos, como si fuera hacia la administración, y como quien deja caer un pañuelo, dije:

—¿De qué va a tratar el próximo número?

Intenté que mi mendicante pregunta sonara a simple curiosidad.

—Ya está cerrado —respondió sin artilugios—. Cualquier cosa te llamo.

Marché a la administración. La siguiente semana no me llamó y luego la revista cerró. Me pagaron la nota, pero no supe más de la jefa de redacción.

Llegué a casa y me lavé los dientes. Pero no alcanza con eso para retirarse del olor a cebolla.

«Tengo que emborracharme», me dije. No sé qué les ocurrirá a los demás colaboradores al respecto, pero yo no me drogo ni trasnocho. Cada tanto, simplemente, como una consecuencia lógica de mi oficio de colaborador, siento la necesidad de emborracharme. Decidí concurrir a la fiesta.

Comí con mi mujer y dormí a mi hijo. Mi mujer prendió la tele y apareció una película que me hizo dudar; pero me dije que era bueno para el matrimonio que cada uno de nosotros saliera de vez en cuando solo.

Tampoco esta vez la fiesta me defraudó. Mozos endomingados repartían canapés de caviar, centolla y palmito. Faltaba el salmón ahumado, pero no el whisky escocés. Comer y beber whisky no son actividades compatibles, de modo que elegí primero el whisky para abrir el apetito. Aquél era un antro reducido, pero la semioscuridad y la caótica iluminación lo llenaban de sitios ocultos. No estaba lo más granado del jet-set cultural porteño, pero aquí y allá circulaban fulgurantes estrellas de las radios, los diarios y la televisión. ¿Con quién hablar? No era una pregunta que me preocupara después del tercer whisky.

Una sonrisa estúpida había aterrizado en mi boca y miraba a mi alrededor con arrobo y sana indiferencia. A unos cuantos metros de mí, pasó una gruesa saeta enfundada en sutiles pantalones negros. Era mi queridísima Adriana Vassani. Me propuse sorprenderla: no le dirigiría la palabra, la saludaría con un gesto; me pondría pacientemente tras ella, con un vaso de whisky en la mano, hasta que nuestras partes, movidas por la inercia, chocaran y se rozaran.

En el cuarto whisky, vi a Broder. ¡Qué apuesto estaba Broder, con mi cuarto whisky! Parecía limpio y perfumado, a su bigote no le faltaba cierta elegancia. ¿Se habría salvado él también? ¿Habría abandonado nuestro flotante gremio? Qué bello pero qué frágil era el mundo de Baco.

¿Y dónde estaba nuestro benefactor? El salvado salvador Ezequiel Mizovich. ¿Por qué no se paseaba por entre las mesas, saludando con lánguidos apretones de manos a sus invitados, como un anfitrión de la Corte del Rey Arturo dignándose a regresar por última vez al nuevo continente?

Ezequiel nos dejaba. ¿Dónde estaba? Me acerqué decididamente a Broder, para hacerle estas preguntas y para conversar en general.

—Ahora no puedo —me dijo Broder como si estuviera en audiencia, con un vaso de jugo de frutilla en la mano.

Seguí su mirada: a unos diez pasos, abstraído, Rimot hablaba con una morocha, de unos cuarenta años, con pinta de secretaria todo servicio. No parecía que aquella conversación fuera a concluir pronto, pero Broder aguardaba esperanzado su turno. Estaba sobrio. Incluso a esa hora y en ese sitio era un colaborador. El descubrimiento de esta penosa circunstancia ameritaba el quinto whisky.

Quiso la fortuna que al acurrucar el vaso en mi mano coincidiera con el suculento (aunque no especialmente bello ni erguido) trasero de Vassani. Me apropincué y esperé a que el tiempo hiciera el resto. Cuando Adrianita me sintió, giró hacia mí como impactada por una ráfaga eléctrica. Aquello era un rechazo, no quería repetir nuestra experiencia.

—Hola —me dijo dándome un beso cerca de la boca y llamándome por el apellido—. ¿Ya estás borracho?

—¿Por qué? ¿Es muy pronto? —pregunté—. ¿Dónde está Ezequiel?

—Viene más tarde —respondió Adriana—. Con el inglés.

—¿Qué inglés? —pregunté.

—El capo del bureau de Viajes del canal. El que lo contrató.

—¿Ése fue el contacto? —pregunté.

—Sí —se rió o sonrió Adriana—. El contacto.

No estaba borracha, pero su sonrisa tampoco era sobria.

Me miró como si tuviera algo más para decirme, pero a mí no me interesaba verla de frente. Apuré el quinto whisky y fingí que veía a un conocido.

Apilados en uno de los rincones más oscuros del recinto, aguardaban, tímidos pero orgullosos, los padres de Ezequiel. Arnoldo vestía un smoking, con camisa blanca y moñito. Berta, un traje de color cremita, ajustado, cuya denominación ignoro. Se le marcaban los pechos y las nalgas. Tenía más de cincuenta años y una cabellera bruñida y bien arreglada. Recordé que aquella vez, en el country, doce años atrás, verla en jogging no me había resultado indiferente.

Me acerqué a Arnoldo como si fuera un viejo amigo.

—Felicidades —dije—. Felicitaciones.

Arnoldo me extendió la mano con reservas. En la inhibida sonrisa de Berta descubrí que mi ebriedad me antecedía.

—¿Qué me cuentan? —insistí.

—Aquí estamos —dijo Arnoldo, intentando averiguar quién era yo—. Muy contentos.

—No es para menos —dije—. ¿Se hubieran imaginado esto hace diez años…?

Berta contestó:

—Siempre confiamos en Ezequiel.

Arnoldo asintió en silencio. Miró por encima de mi cabeza, buscando alguna autoridad que pudiera rescatarlo del borracho si hacía falta.

Los saludé con una moderada inclinación y me perdí en la acotada muchedumbre. Hubo dos o tres whiskys más, no recuerdo; pero en algún momento —el mundo de Baco es frágil— el arrobo fue usurpado por cierta sórdida melancolía. Me permití caer, manteniendo la vertical, sobre una especie de escenario, y dejé que el tiempo pasara como si no tuviera que ver conmigo. ¿Mantener la indiferencia ante el tiempo será el secreto para la juventud eterna? No lo sé, pero una proyección estalló contra una pantalla instalada sobre el escenario, a un metro de mis ojos, y me arrebató de mi contemplativo sopor.

Quizás era animación computada o ya habían grabado algunos programas: en la pantalla, apareció Ezequiel junto a unos nativos guaminís, entrevistando a jóvenes maoríes y tomando un jugo junto a una bella kanaka de Samoa. Me enteraba de cada uno de los gentilicios por el subtitulado.

La pantalla se apagó abruptamente y por la puerta contraria entró Ezequiel seguido del inglés.

Se encendieron las luces y las mesas dispersas se unieron en una sola hilera. Los mozos retiraron todo, cambiaron los manteles y distribuyeron copas nuevas y botellas de champán. El lugar era incluso más chico de lo que se podía sospechar.

Habló primero el inglés, Duck Emeret.

Era una mariposa. Me refiero a que era de un afeminamiento pasmoso. No era parecido a una mujer, sino a esa criatura nueva que ciertos homosexuales escénicos construyen con gestos e inflexiones de la voz. La primera impresión, al menos en aquella mesa y circunstancia, fue de estupor.

Estábamos divididos en dos franjas y no debíamos ser más de cincuenta. Antes de que Emeret comenzara a hablar, divisé a Rimot junto a su proyecto morocho de secretaria o a su secretaria morocha proyecto de amante, habría que ver. Se notaba, aun sin mirar debajo de la mesa, que el muslo de ella reposaba descuidadamente sobre la pierna de él. Aguardaban a que todo terminara de una vez para marcharse a alguna de las dos casas, si no eran casados; o a donde él quisiera llevarla, en caso de que algunos de los dos o los dos lo fueran. Broder también aguardaba. Con una mirada cansina y una mueca de resignación indescriptible, hacía girar su dedo índice por el redondel de la base de la copa. Ahora no sentí pena por él. Simplemente estaba allí buscando trabajo y no era menos digno que los demás. Volvería a su casa, con su esposa y sus hijos, y como pudiera sacaría adelante a su familia, sin molestar ni traicionar. Continuaría padeciendo agachadas menores y mantendría la amarga esperanza de que alguna vez una empresa le garantizara viajes pagos para siempre, pero gracias a gente como él el mundo continuaba girando, y subsistían las ideas morales y la convicción de que los niños deben ser protegidos. Si tuviera que elegir con quién compartir el resto de los almuerzos de mi vida, elegiría sin dudar a Broder y no a Rimot.

Los padres de Ezequiel habían esperado el comienzo del discurso tomados de la mano. Ahora sí, con la luz blanca sobre sus rostros, podía apreciarse el orgullo de los progenitores. Ella relucía, con rimel y adornos faciales. Su hijo había triunfado. Las manos anudadas eran el corolario de toda una vida, de un amor romántico y filial, la coronación de un éxito que había llevado veintiséis años de trabajo. Arnoldo tenía la expresión antipática de los vencedores que se niegan a sonreír. Exponía su triunfo —el de su hijo— con una seriedad solemne, casi despreciativa hacia los demás. Todos aquéllos venían a testimoniar la victoria de su vástago. Arnoldo se arregló el moño mirando a su hijo con respeto y, en ese instante sí, con una sonrisa admirativa. La única que le vi en toda la noche.

Debemos reconocer que cuando Emeret comenzó a hablar, el rostro de Berta se contrajo. Fue la mueca propia de quien encuentra un inesperado detalle de mal gusto en un sitio pulcro. Pero apenas duró un segundo. Arnoldo lo asumió con hidalguía: su cara no reflejaba sino atención.

¿Qué motivo de sorpresa había? ¿Acaso no era común, entre los comunicadores del Reino Unido, la diversidad étnica y sexual? En el mundo desarrollado hacía rato que el amaneramiento había dejado de ser un obstáculo para llegar lejos en los medios audiovisuales. Gracias a Dios, bajo los nuevos vientos de libertad, hasta su hijo, judío diaspórico y latinoamericano, podía alcanzar las mismas cimas que cualquier inglés.

Emeret se refirió al programa, a su importancia en Inglaterra y el resto del mundo, al impulso que le daría en Latinoamérica la conducción de Ezequiel. Mencionó que la Argentina no era un target menor en los objetivos de su cadena televisiva. Terminó anunciándonos la hora de proyección y rogándonos, con una sonrisa, que no dejáramos de verlo.

Luego se puso de pie Ezequiel y agradeció a sus padres, a sus amigos y especialmente a Emeret. Dijo que había dedicado buena parte de su vida profesional (lo que personalmente consideré un exceso lingüístico) al estudio de la vida en otros planetas, pero que ahora le resultaban mucho más interesantes las distintas vidas que podía encontrar en éste.

Todos aplaudimos, pero yo decidí no tomar champán. Nunca me había gustado, y la mezcla de bebidas puede convertir la elegante borrachera del whisky en un espectáculo bochornoso. Me he hecho la solemne promesa de que si alguna vez vomito en público, abandono para siempre el alcohol, y hasta ahora no he tenido que cumplirla.

La fiesta terminó. Adriana había sonreído divertida, y avisada, cuando Emeret largó con su discurso y sus ademanes. Broder se retiró erguido. Rimot, reclinado sobre su anónima acompañante. Quise preguntarle a Adriana quién era ella, pero estaban todos saliendo y no la encontré.

Di una vuelta manzana buscando taxis y eludiendo a un corrillo de lúmpenes que bebían cerveza contra los murallones de una obra en construcción. ¿Por qué había dejado de fumar? Tenía frío y no me alcanzaba con meterme las manos en los bolsillos. Si en ese momento hubiese pasado una prostituta, creo que lo habría intentado por primera vez en mi vida.

Quedé parado en la esquina de enfrente de una playa de estacionamiento y vi a Ezequiel, con un largo sobretodo negro, presumiblemente inglés, conversando con sus padres. Algo discutían.

La madre le dio un beso en la mejilla y se alejó de la escena, a paso rápido, como ocultando la cabeza en su propio abrigo. ¿Sollozaba? Arnoldo permaneció mirando a su hijo de frente. Airado. Parecía a punto de pegarle. O de soltar una frase que los separaría para siempre. ¿Qué lo enojaba así?

Un lujoso auto gris se instaló entre ambos y una de las puertas se abrió.

Desde mi punto de mira, pude reconocer la redonda cabeza de Emeret en el sitio del conductor.

Ezequiel entró sin un beso ni un abrazo, ni un apretón de manos para su padre. Arnoldo miró alejarse el auto con una expresión pétrea.

Nodeó la cabeza.