Tres historias frente al mar de la muerte

Hace una media hora que busco a mi esposa y mi hijo.

Durante mi infancia, me perdí más de una vez en la playa; en cierta ocasión, debieron buscarme con un helicóptero policial. Había atravesado Mar del Plata de punta a punta por la orilla del mar, y no tenía la menor idea de dónde estaba. Para mí, todas las playas eran iguales: buscaba a mis padres allí donde hubiese carpas y gente. Finalmente me divisó de casualidad uno de los huéspedes del hotel donde nos alojábamos. El hombre, un fotógrafo, dio aviso por teléfono a mi familia, que aguardaba desesperada en el hotel, y se dispuso a llevarme.

En el camino de regreso (¡había que ver los kilómetros que hice a pie!), un jeep y un Citroën chocaron estrepitosamente a un paso de nuestro vehículo. Los autos quedaron en mal estado, y de cada puerta bajó un conductor tambaleante. Se los notaba sentidos por el choque, incluso heridos. Pero en lugar de abrazarse y festejar juntos el haber salido vivos de aquella tragedia, estaban prontos a tomarse a golpes por la ofensa que cada uno le había infligido al otro al chocarse mutuamente. Según el fotógrafo, el conductor del jeep estaba totalmente borracho. El del Citroën lo instó a que regresara a su jeep y acabasen la fiesta en paz. Pero el borracho insistía con los insultos. El del Citroën, finalmente, le aplicó una fuerte trompada en el rostro y otra más en la coyuntura del brazo. Por el hombro del borracho, vi aparecer lo que siempre recordé como un hueso. El fotógrafo me hizo el grandísimo favor de esquivar la ya quieta colisión y concluir mi demorado regreso a casa.

Es la primera vez que me pierdo siendo adulto. Para ponerlo más dramático: que pierdo a mi familia. Los dejé en una sombrilla, a unos quince pasos del mar, y me fui al baño del hotel. Tardé media hora en ir y volver, y desde entonces los estoy buscando. Sé que la playa nada puede tener que ver con su ausencia: mi hijo es demasiado pequeño para bañarse y mi esposa no se baña sin él ni con él. Martín, mi hijo, no ha cumplido aún ocho meses, y sus gateos no lo alejan más de dos o tres pasos; de modo que tampoco puede haberse perdido. Los he buscado primero al azar, guiándome únicamente por mi intuición: cuánto caminé desde donde los dejé hasta el hotel. Pero descubro que —como en mi niñez— no tengo la menor capacidad de calcular distancias. No me canso y no distingo.

Ya no soy un niño: sé que una playa no es lo mismo que otra; pero no he preguntado el nombre de aquella en la estábamos bajo nuestra sombrilla mi esposa, mi hijo y yo. Recurro entonces a las señales mnemotécnicas geográficas: carteles, monumentos, personas llamativas que marcaban el sitio donde estábamos.

Recuerdo, por ejemplo, el reloj electrónico que estoy viendo ahora en diagonal, en el último piso de un gigantesco edificio que se alza al otro lado de la avenida. Recuerdo dos pirámides de cemento inclinadas, punta contra punta, que oficiaban de entrada a la playa.

Pues bien, según mis cálculos, entre estas dos escolleras debería estar mi familia: pero todas las cosas están, menos ellos.

Me recuerda una historia que me contó en Buenos Aires el mozo de un bar. En diciembre de 1955, el propietario de una casa en Mar del Plata fue a buscar los implementos para el mate mientras su familia lo aguardaba en la playa. Tardó quince minutos; cuando regresó, su familia no estaba: una ola gigantesca había arrasado la costa, desde Punta Mogotes hasta la playa la Perla. Lo curioso, me dijo el mozo, es que cuando el hombre regresó, el mar estaba ya calmo, y la playa, aunque húmeda, no muy distinta de lo habitual. Todo estaba medianamente en orden, pero faltaba su familia, a la que se había tragado el mar. En quince minutos, silenciosamente, había perdido para siempre a su familia. La ola es verídica, la confirmé con los diarios de la época. Y fuera o no cierta la historia puntual que me narraba el mozo, no cabe duda de que un suceso semejante debe haberse repetido en más de una playa aquel día.

Ahora mi familia faltaba de la playa de la que yo me había ausentado por treinta minutos.

El mar, la playa, el sol impiadoso del mediodía siempre me han resultado siniestros. Como todos, estoy obligado a divertirme aquí; pero un temor constante me acompaña. Ahora mismo, aunque no hay en estas playas tiburones y ya sé que puedo descartar cualquier peligro, siento las vibraciones de la inquietud. Miro el mar como si fuera responsable.

Me informo de un dato más contra mis peores sospechas: cuando sucede una tragedia en la playa, a poco se entera todo Mar del Plata. En un raro gesto de humanidad, la gente no continúa comiendo sándwiches con arena como si nada hubiese ocurrido. Las caras cambian y en cada carpa se comenta el accidente como si fuera propio, en voz baja y con pena.

Yo miro a uno y otro lado y no descubro gesto alguno de contrición: dos niños juegan con una pelota inflable, una mujer que alguna vez fue blanca sigue carbonizándose al sol, dos gordos con cadenas de oro juegan al póker tomando coca y fernet, una madre de familia le aplica crema en la cara a su hijo mostrándome sus nalgas de jovencita. Entonces, se me acerca una señora chorreando, acaba de salir del mar como una sirena gorda.

—¿Usted es el señor Javier? —me pregunta.

Palidezco. ¿Qué ocurrió? Asiento sin hablar.

—Su esposa me dijo que hacía frío y se fueron con el nene al hotel. Pensó que se lo cruzaban en el camino. Me dijo que le diga que no se asuste, que están en el hotel.

La miro como preguntándole por qué no me lo dijo antes. Por qué no me vio antes.

Pero antes de que descubra el sentido de mi mirada, ya me he aliviado. Estoy suspirando. Una vez más, estoy del buen lado de la línea que separa a los desgraciados de las personas normales. Puedo compadecerme de los demás. Con el alivio, el sentido de mi mirada cambia: la señora que chorrea, y que ha permanecido a mi lado, ya no me parece una sirena gorda sino suculenta. Una cruza de sirena y delfín hembra. Dos gigantescos senos se juntan en el escote de su malla negra y cuando gira hacia el mar, a mirar a uno de sus hijos que la llama para mostrarle una pirueta, descubro un par de nalgas que, aunque no por su firmeza, me cautivan en su amplitud. Ahora busco con la mirada un posible marido.

—Qué peligro el mar, eh —digo.

—Dígamelo a mí, no le saco el ojo de encima al nene.

—¿Se baña solo o con su marido? —le pregunto.

—Mi marido está en Buenos Aires —me responde sin entonación.

Intercambiamos algunas palabras más, que no incluyen a nuestras familias, y salgo corriendo a buscar un teléfono público. Tengo una erección ardiente. Le avisaré a mi mujer que me quedo un rato más en la playa y regresaré en busca de la sirena. No puedo esperar a tenerla mientras su hijo juega en la pieza de al lado. Creo que ya la tengo, sólo me resta encontrar un lugar. Le ruego a Dios que la mujer esté parando en una casa, alquilada o propia, y no en un hotel. Sí, le ruego a Dios por cosas como ésta. Qué hermoso será meterla, enjuagarme rápido en el mar y regresar con mi familia. Hablo con mi mujer, me pide perdón, me dice que estuvo a punto de regresar a la playa pero que se quedó porque le pareció mejor no desencontrarnos nuevamente. Le digo que me voy a quedar una horita más en la playa y que luego me iré a comer al puerto. Me dice que el nene está durmiendo y que no me preocupe, que me tome el tiempo que quiera. Le digo que la amo, nuevamente me inunda la felicidad de saber que están a salvo. Regreso a por mi bella ballena. Ahora es ella la que falta. No está en el agua, ni en la arena. La busco por entre las carpas. Mi erección, que se había reanimado al colgar el tubo, comienza a ceder.

—¿Dónde te has metido, ballena del amor? —canturreo—. Acá viene tu cazador, a clavarte el arpón.

Pero no la encuentro. La gigantesca y siempre imprevista ola del destino me la ha arrebatado. A dos o tres playas, veo una escollera llena de pescadores. Siempre me solazo mirándolos. Para olvidar esta reciente pérdida, camino hacia ellos.

En la playa número dos, diviso a Karina Balkovsky. Es la hermana menor de un amigo de la infancia de mi hermano mayor. La vi durante toda mi infancia, sin decirle jamás una palabra: ambos concurríamos al club Hebreo Argentino, vivíamos en el mismo barrio judío y creo que alguna vez fuimos al mismo colegio estatal. Pero lo último que supe de ella, por mi madre y por verla, es que sufría alternativamente de anorexia y bulimia. Debajo de la ventana de mi departamento, que bordea el barrio del Once, podía verla pasar, flaca raquítica o gorda desbordante. Era un verdadero drama. Una mujer hermosa atacada por dos enfermedades simétricas que le enloquecían las glándulas. Jamás me acerqué a hablarle ni puse mayor interés en enterarme de su desgracia. Temo a la gente que es exuberante en su dolor. No me gusta exponer mis propias heridas. No pocas veces mi cuerpo se ha rebelado contra mí, produciendo incluso aberraciones, pero me ha permitido el estúpido consuelo de que nadie se entere.

Pero esta Karina Balkovsky ha regresado del infierno. Casi pegada a la orilla, expone un cuerpo magistral. Dos muslos dorados y un par de pechos que lo dicen todo. Aunque boca arriba, y en una silla con loneta, puede adivinarse un culo gigantesco en correspondencia con esos muslos y esas caderas de última adolescencia. Ni anorexia ni bulimia: el terremoto que la arrasó en los últimos años se ha congelado por fin en una isla paradisíaca. Quizá fueron simplemente los dolores de parto para dar a luz a este cuerpo, una criatura hecha para el sexo salvaje. Tiene los ojos cerrados, y la cara, morena, le brilla. Dios proteja a las hebreas morenas. Quiero tener una que haya danzado alegre junto al becerro de oro, y se haya entregado por todos sus agujeros en esos instantes de desenfreno previos a que llegara Moisés con las tablas de la Ley; quiero ser uno de esos pecadores entre el desierto y el Mar Rojo. La despierto llamándola por su nombre. Abre los ojos.

—Bienvenida —le digo.

Me mira extrañada.

—¿No te acordás de mí? —le digo—. Javier Mossen, el hermano de Daniel.

—Ah —dice—, Daniel Mossen.

No me reconoció personalmente, pero no me ha echado como a un perro. A partir de ahora, tengo media hora para conseguir llevármela a una cama y una hora más para disfrutarla. Es difícil pero no imposible. El diálogo fluye. ¿Se hospedará en hotel o tendrá casa? Finalmente, la maravillosa respuesta: está sola en la casa.

Ya intuyo la invitación a almorzar, ya intuyo que no almorzaremos. Una nueva erección.

—Te vi más de una vez por el barrio —me dice—. ¿Vos vivís por ahí, no?

—Sí —digo.

—¿Y nunca nos saludamos? —me dice.

—No —digo—. Qué curioso.

Cuando yo la veía esquelética o exageradamente obesa, ni pensaba en saludarla.

—Estuve muy enferma —me dice.

—¿De qué? —le digo, y echando un vistazo admirativo a su cuerpo—: No parece.

Se sonríe y sigue:

—Bulimia y anorexia.

—Ah —exclamo con pena—. Qué macana. Ahora es una epidemia.

—Es una epidemia para las chicas que quieren adelgazar —me dice.

—No puede haber sido tu caso —le digo estúpidamente halagüeño.

—No, no lo fue. Yo me puse mal por una tragedia.

Guardamos silencio. Pero me parece imposible, por más que vulnere mis planes, no preguntar. Después de todo, quizás el sobreponerse a este momento me acerque aún más a lo que busco; así como el haber esquivado los monstruos de la delgadez y la obesidad llevaron por fin a buen puerto a su cuerpo. Pero antes de que pregunte, ella continúa.

—Mi novio se ahogó —dice.

—¿Dónde? —pregunto.

—Acá —responde—. Acá mismo. Vengo todos los años.

—¿Se ahogó, en el mar?

—Se ahogó en el mar —repite—. Acá mismo. Vengo todos los años. Me hace bien. Me siento cerca de él. Estuve muy mal. Muy mal. Cuando me sobrepuse, pude venir tranquila acá. Es como velarlo. Me quedo horas, tranquila, junto a él.

—Junto al mar —digo sin pensarlo.

Como si se hubiera interrumpido en algún momento, retorna entre nosotros dos el bullicio de la playa. Yo sé qué había interrumpido esos ruidos: los fluidos de mi celo que estaban tapándome los oídos. Mi cuerpo se desentiende nuevamente, decepcionado, de las mareas que agita en su interior la batalla sexual. Tampoco me acostaré con este azaroso bocado.

Preparando mi retirada, le digo:

—¿Y no te hace mal estar sola?

—En casa, sí —me dice—. Pero acá en la playa, no.

¿Por qué no sugerirle ir a comer a su casa? ¿Por qué no invitarla a abandonar este velatorio pagano y refocilarnos en las vacías habitaciones de su vivienda? Porque cada ola de mar me trae el fantasma de su novio; y porque no me atrevo a preguntarle si ella estaba en la orilla o no cuando su novio se ahogó. Y porque si no pregunto eso, ya no sé de qué más hablar.

—Bueno —le digo—. Sigo viaje.

Asiente decepcionada y cierra los ojos para enfrentarse nuevamente con el sol.

En el hotel, ni siquiera con ganas de acostarme con mi señora, me encuentro con la ballena, que se aloja allí mismo —por suerte no le clavé mi arpón—, y en el hall está secándole la cabeza a su hijo. Créase o no, mientras le seca la cabeza a su hijo, me echa una mirada codiciosa que definitivamente rechazo.