I
El profesor Lurek aguardaba en el jardín. Su alma temblaba, como las hojas pentagramadas que a veces colocaba en el atril a la intemperie, durante el verano, movidas a traición por una de esas brisas inesperadas que no alteran el clima del aire pero a menudo cambian de lugar los objetos.
Aquél era un día de verano, pero el profesor Lurek tenía frío. El ojo izquierdo titilaba, y su mano era agitada por una voluntad desconocida.
Eloísa formaba parte del verano. Extendida en la cama, lánguida y mansa. Cualquiera pudo haberla tomado por una enferma: en medio del día esplendoroso, yacía sin siquiera un libro en la mano, observando la redecilla del techo de su cama y cubierta por una sábana hasta la cintura a pesar del calor. Pero su abandono era una saludable mezcla de lascivia y calma. Bajo el torso cubierto de una camisa de gasa, estaba desnuda. Los pelos de su vientre eran rubios y prolijos.
Lurek se dijo que había perdido la mejor parte de su vida. Durante años, había batallado contra sí mismo para que la obsesión por su oficio —la química— no se interpusiera en su amor por Eloísa. La amaba con una devoción escasa entre los científicos: él hubiese sido capaz de callar su eureka con tal de conservar a Eloísa, hubiese renunciado al descubrimiento de la palanca o de la penicilina.
De hecho, recientemente había decidido no viajar al Encuentro de Málaga, donde expondría personalmente su hallazgo más esperado: el líquido que curaba las caries sin necesidad de intervención médica. Su ausencia en el congreso no le restaba reconocimiento ni dinero —las revistas de todo el mundo no hacían más que mencionarlo y su situación financiera parecía resuelta de por vida—, aunque lo privaba de la primera mirada asombrada, admirada y resentida de sus colegas, del aplauso físico y del abrazo de los amigos.
Pero en el último año se había internado en el trabajo de tal modo que casi había alterado aquel equilibrio entre sus dos vocaciones. Para el profesor Lurek, su descubrimiento más preciado era la fórmula que le permitía conservar su posición profesional sin perder a Eloísa.
Y ahora, luego de ausentarse del congreso, luego del reencuentro con su amada, luego de tres noches en que no había tenido ojos más que para ella, echaba todo por la borda.
El profesor Lurek temblaba en su jardín.
Había perdido a Eloísa. Ella lo aguardaba en la cama, probablemente semidesnuda, pero no tardaría en vestirse luego de su relato. No tardaría en pedirle que se marchara. O en marcharse ella.
Ni siquiera había sido la química —aquel tenaz enemigo ante el que tantos reparos esgrimió, con el que tantos acuerdos fraguó— la causante del cataclismo. No. La razón era más trivial, estúpida e incomprensible: otra mujer.
La mañana anterior, luego de una intensa noche de amor, Eloísa había marchado al pueblo —del cual no regresaba nunca antes de las siete de la tarde— y una periodista de un diario capitalino se había anunciado en la casilla de seguridad de la residencia de los Lurek-Spinozz.
El profesor, resignado a pasar unas horas sin Eloísa —«no quiero torturarte haciéndome esperar mientras escojo los vestidos: después de todo es tu dinero y no quiero que presencies cómo lo malgasto»—, concedió a la reportera una improvisada entrevista. Aquella jovencita altiva, toda ella respingada, había averiguado por sus propios medios que el profesor no concurriría al Encuentro de Málaga. El grueso de los periodistas tardarían algo más en enterarse, muchos no conocían ni el teléfono ni la dirección de su residencia veraniega; y al resto podía negarse a atenderlos hasta que su deuda de tiempo con Eloísa fuera saldada. Estando Eloísa casualmente de paseo, ¿por qué no solazarse con una pizca de reconocimiento en vivo, luego de haber rechazado estoicamente el gran banquete de elogios que representaba el Encuentro?
Después de todo, salvo Eloísa, nadie aún lo había felicitado en persona. Ni el servicio doméstico ni el personal de seguridad de la residencia estaba al tanto de aquel portentoso salto científico y médico, pese a que sin duda, en menos de una decena de años, cambiaría sus vidas y la de su descendencia. (La cura indolora y química de las caries, sin intervención de tornos ni dentistas, sería durante un par de años económicamente prohibitiva para las clases de menores recursos).
La periodista, sin embargo, no había hecho la menor referencia a los mínimos detalles amargos de su revolución. Lo había colmado de halagos como una nativa hawaiana. Casi no le permitió responder las preguntas. De modo retórico, le preguntaba si acaso sabía que él, el profesor Lurek, acababa de convertirse en el apellido que le permitía a la ciencia médica despedirse victoriosa de este siglo. Cuando lo comparaba con grandes creadores y científicos, inclinándose hacia adelante en el afán de que la modesta voz de Lurek alcanzara el micrófono del grabador, le mostraba los pechos. No eran mejores que los de Eloísa. Lurek amaba la piel blanquísima de su esposa, y éstos eran dos manzanas morenas. Los labios de la periodista sufrían o gozaban un prodigio o una maldición: dijeran lo que dijeran —y ciertamente no se alejó un ápice del texto riguroso y profesional de la entrevista— transformaban las palabras en promesas impúdicas.
Cuarenta y tres minutos después de comenzado el reportaje, no más de dieciocho horas después de haberse entregado a su esposa en cuerpo y alma, ocho meses después de haberse dedicado con tesón, pero sin olvido de Eloísa, al descubrimiento que le garantizaba la gloria, su rostro se hundió entre los pechos de la extraña y la tuvo en la habitación de servicio, logrando a duras penas no violentarla imprudentemente en el jardín.
El profesor no comprendía, pero se sometió a su propio cuerpo. ¿Por qué lo estaba haciendo? Si estaba saciado, feliz, glorioso…
Nada importaba ya. Ni las preguntas ni el pasado. De algún modo, se había suicidado del modo más necio: el suicida feliz.
La periodista lo había mordido: le había marcado el cuello, el pecho y el hombro derecho. No cabrían excusas ni pretextos: aquéllas eran marcas de mujer.
Eloísa sabría, por el servicio doméstico, por la guardia de seguridad, que una mujer lo había visitado. El profesor Lurek, además de que no encontraba un solo resquicio teórico con el cual ocultar el origen sexual de aquellas marcas físicas, no quería concederse la infamia de pedirle al servicio doméstico que ocultara a Eloísa la visita de la periodista. Mantener un secreto con los criados, a espaldas de su esposa, le resultaba una cretinada no menor a aquel estrafalario, inesperado desastre carnal.
Dios no lo daba todo: contra su mayor victoria profesional, le pedía en sacrificio el amor de su vida.
Lurek se pasó una mano por el rostro. El fin estaba cercano. Ya no era más que un despojo, sólo le rogaba al Dios impiadoso que no hiciera sufrir a Eloísa.
Dios debía existir, necesariamente existía: un universo ciego no podía generar semejante contrapeso entre el amor y la gloria. Aquello era obra de una voluntad inteligente y todopoderosa, no alcanzaba un destino azaroso y casual para explicarlo. ¿Por qué había roto el vestido de aquella chica, porque la había poseído con furia y alivio, por qué había arruinado su vida?
Eloísa había llegado del pueblo y no lo había saludado. Corrió al cuarto, evitándolo expresamente, y desde la cama lo llamó por el teléfono inalámbrico que los conectaba en la residencia. Paco, el jefe de seguridad, le llevó personalmente el teléfono a Lurek.
Escuchó la voz fresca y feliz de su esposa:
—Compré todos los vestidos que pude, hasta que me aburrí. No me puse ni uno. Te espero en la cama.
Lurek apretó el botón que interrumpía la comunicación y dejó caer el teléfono. Hasta en aquella instancia la sabiduría intuitiva de Eloísa era perfecta: le había permitido unos minutos de reflexión antes de la catástrofe.
De haberlo saludado al llegar, habría notado las marcas antes de que él pudiese siquiera preparar un gesto. Las del pecho y el hombro podía taparlas la ropa, pero la del cuello era inocultable. Era una marca morada con la forma de dos labios, inconfundible: al mirarla en el espejo, a Lurek se le antojó el síntoma de una enfermedad venérea mortal.
«Y lo es», se dijo.
Miró hacia el cielo y pensó en los kamikaze japoneses que se despedían del emperador antes de emprender su viaje hacia la muerte.
Se sintió tan estúpido e infame como ellos.
Dios no aceptaría el saludo de un pobre infeliz. Dios no era un psicótico emperador japonés. Era un estratega genial.
La expresión de su rostro entró en la pieza antes que él. No había atravesado la puerta cuando Eloísa le preguntó aterrorizada qué le pasaba.
Lurek estaba pálido. El ojo izquierdo se le cerraba y abría contra su voluntad. La mano izquierda temblaba indomable. La nuez de Adán golpeteaba contra su garganta y él creía escuchar una extraña y denunciante percusión.
Lurek, como los kamikazes flamígeros, cayó envuelto en llanto sobre el regazo de su esposa.
—¿Qué pasa? —preguntó ella.
Lurek reveló todo. Sin pausa, en orden, transmitiéndolo con el mismo desconcierto con que le había sucedido. No pedía perdón, pero tampoco lograba expresar culpa. No lo decía, pero se consideraba un ser anormal; aunque no buscaba justificativos en esta condición. Dejó que su relato lo condenara, sin ademanes ni exageraciones, sin súplicas ni explicaciones. Pero no logró dejar de llorar ni imprimirle un ritmo a su respiración.
—Bueno, bichito —dijo ella cuando Lurek acabó por fin su martirologio oral—. Estuviste muy estresado. Cambiar el mundo de la ciencia, agota. Si te quedan energías para mí, te libero de la culpa bajo la promesa de que nunca más lo harás.
La sorpresa de Lurek fue de tal magnitud que casi le dolió. Soltó un gemido ahogado, como de animal que muere. Finalmente, pensó en un rapto inconsciente de lucidez, moriría de felicidad. Se dejó caer sobre Eloísa y recompensó su bondad infinita con un despliegue interminable de caricias.
Ella miró las marcas de la zorra y le dijo a Lurek, sensualmente:
—Qué mala.
Le pareció a Lurek notar que aquella vez Eloísa se estremeció en una pasión distinta e inusualmente intensa.
II
Lurek continuó negándose a los congresos. Como una superstición, evitó conceder reportajes a mujeres. Los noticieros televisivos de Francia, Inglaterra, Italia y Alemania, debieron enviar hombres a entrevistarlo. Luego de una dura negociación, aceptó a la reportera de la televisión norteamericana con la condición de que su esposa no se moviera de su lado.
El pobre Lurek creía evitar el peligro eludiendo a las periodistas. ¿Sería tan necio el descubridor de la cura indolora de la caries como para ignorar que el peligro no provenía de la profesión sino del género? Al menos, de este extraño modo se comportó.
Para cuando llegó el otoño, nuevamente estaba en una trampa. Flor, la hija de María —el ama de llaves— había pasado una semana en la residencia, aprovechando que visitaba la Capital, antes de regresar a su provincia natal. Era una chica avispada y había logrado encontrar un atajo al sendero de sus padres. Estudiaba agronomía en la Universidad de Cuyo y estaba tan al tanto del descubrimiento del profesor como cualquier buen lector de diarios.
María, orgullosa, presentó y ostentó a su hija. Flor era una rubia prieta —su padre descendía de yugoslavos—, culta sin aspavientos y dueña de un magnetismo bruto. Esta vez la casualidad hizo su parte.
Flor ya se había marchado hacía dos días cuando el profesor Lurek decidió ir al pueblo. Quería comprar un best-seller en la pequeña librería. Aprovechó para pasear, mirar discos —la disquería era de una escasez patética—, elegir verduras y ver los nuevos productos en el supermercado. Salía cargado con una bolsa llena de paltas y albahaca, sin saber dónde la dejaría hasta acabar su paseo, y vio a Flor.
La muchacha estaba ojerosa y lo miraba con una expresión perdida. «Drogada», pensó Lurek.
Pero no estaba drogada: sufría. Lurek se acercó.
—¿Qué estás haciendo acá? ¿Tu micro no sale de Capital?
Repentinamente sofocada, lo abrazó con ansiedad. No podía hablar.
Lurek intentó calmarla. Dejó la bolsa de verduras en el piso y la llevó por la calle que le pareció menos poblada. Un hombre le chistó, pensando que se olvidaba la bolsa, pero Lurek agitó la mano en un gesto de que se desentendiera.
Flor pudo finalmente hablar y confesarle a Lurek lo que no había dicho a sus padres: estaba viviendo con su novio. Ni su madre ni su padre aceptarían aquella convivencia sin boda previa.
La situación era aún peor: Flor y su novio estaban ferozmente peleados y él no quería abandonar la casa. La casa era de ella, de sus padres, pero el muchacho se empacó e incluso llegaba a ponerse violento. Desalojarlo con la fuerza policial era un escándalo que Flor no se sentía en condiciones de afrontar. Sus padres acabarían enterándose de todo, de la peor manera.
—Los voy a matar de pena —dijo Flor.
—No es para tanto —la tranquilizó Lurek.
Sentirla llorar aferrada a él no lo había dejado inmune.
Flor estaba desorientada y se había quedado en el pueblo sin saber a dónde regresar. No es que quisiera meditar, pero en el pueblo la pensión era muy barata y si se producía dentro suyo un estallido de desesperación al menos tenía a su madre a mano.
Lurek le suplicó que no hiciera estupideces, el entuerto no era tan grave. Esas cosas pasaban. Quizá, sí, finalmente debiera recurrir a la policía.
Al escuchar esta última sentencia, Flor cayó nuevamente en un estado de desamparo y le pidió a Lurek que no la abandonara. Era el único adulto en el que podía confiar.
Lurek prometió que no la dejaría librada a su suerte. Hablaría con Eloísa y entre ambos verían cómo ayudarla.
Mientras tanto, si quería, podía regresar ya mismo a la residencia: incluso estaba dispuesto a inventar un pretexto para no revelarle a María la verdad.
Todo fue en vano. Lurek no pudo hablarlo con Eloísa, ni llevar a la chica a la residencia, ni ayudarla en modo alguno.
Intuyó, después, que el paso en falso había sido asegurarle a la chica que estaba dispuesto a ayudarla a mentirle a su madre. De un modo inesperado y secreto, aquella afirmación había incendiado la escena. Fueron a la pieza de la chica para terminar de arreglar los detalles y Lurek se acostó con ella sin preámbulos.
Lurek notó algo extraño durante el breve encuentro sexual, pero no alcanzaba a definirlo. Ella se lo dijo: el motivo principal de la disputa con su novio era su renuencia a dejar de ser virgen. Culta, universitaria y concubina, no había logrado transgredir el mandato paterno por el cual el sexo era un atributo exclusivo de los casados ante Dios.
Flor se vistió con sorprendente rapidez —especialmente sorprendente para una mujer después del amor— y le dijo que regresara sin culpa a la residencia. Ella ya estaba lista para volver a su provincia.
Lurek descubrió, acomodándose la ropa mientras abandonaba la pensión, que unas gotas de sangre habían manchado su camisa. Pero esta vez tendría tiempo de camuflarlas, esta vez Eloísa no se enteraría.
Seguía sin saber por qué actuaba de aquel modo, y se repetía que estaba diseñando el rumbo de su perdición. Sabía que había emprendido un camino descendente sin retorno, pero no molestaría nuevamente a Eloísa.
III
Tan sólo una semana después de su accidentado encuentro con Flor, llegó el novio y le puso el ojo derecho morado de un puñetazo. Se anunció en la casilla de seguridad y pidió hablar exclusivamente con el profesor Lurek. Paco lo observó con resquemor y se alejó para hablar con el profesor por el intercomunicador, sin que el extraño los escuchara.
—Dice que es el yerno de María —dijo Paco—. Y que quiere hablar con usted a solas. La Florcita no es casada. ¿Llamo a la policía?
—No, no —le gritó Lurek—. Ya voy.
Cuando Paco sugirió llamar a la policía, en su desesperación por evitar nada ni remotamente semejante, se recordó a sí mismo sugiriéndole a Flor utilizar aquel recurso para echar a su novio.
Encontró al muchacho en la casilla de seguridad y le pidió charlar caminando por el sendero de tierra que bordeaba la residencia. El muchacho aceptó lo del camino de tierra, pero no hubo charla. Lo dobló al medio con un puñetazo en el estómago y lo remató con un directo al ojo derecho. Paco escuchó un gemido y corrió con la pistola desenfundada. Pero Lurek le suplicó como pudo que dejara ir al muchacho en paz.
Algo había dicho, el muchacho, entre el primer y segundo golpe, de que ya no vivía más con esa puta. Finalmente, habían encontrado el modo de desalojarlo.
Dolorido, respirando con dificultad, Lurek asumió la ironía: había sacrificado su tranquilidad por la de la chica. Eloísa no lo perdonaría una segunda vez.
Paco le ofreció hielo, pero Lurek se negó. Fue sin demoras a presentarse ante Eloísa. Ahora ya no era el pánico del suceso anterior: sabía que en su interior convivían un hombre con su nombre y un desconocido enfermo. Y no podía condenar a Eloísa a compartir sus días con aquel bizarro siamés.
Eloísa se rió al ver el ojo morado.
—¿Con quién te peleaste? ¿Un periodista?
Lurek contó todo.
Eloísa no perdía la sonrisa, y más que enojada parecía refunfuñar.
—¿Cómo puede ser que el más importante químico de la actualidad cometa la torpeza de enredarse con la hija de su ama de llaves?
De aquel suave reproche, el profesor Lurek dedujo que Eloísa no lo condenaba por haber estado con otra mujer, sino por su imprudente elección.
—¡Pero no hubo ninguna elección! —quería gritarle—. Nunca se me ocurrió buscar otra mujer. De pronto, me encontré en la cama con ella.
No podía hablar.
Eloísa, creyó entender, ya lo había perdonado.
Esa misma noche, en la cama, ella le preguntó cómo era el muchacho. Su apariencia física. Qué le había dicho. Con qué clase de furia le había pegado. También cómo era Flor y, de un modo delicado, del que no podía desprenderse un ánimo perverso, le sonsacó detalles acerca de si su rostro se había crispado al perder la virginidad, si había sufrido.
IV
En aquel último semestre del siglo, el profesor Lurek decidió que ya podía permitirse volver a la vida útil. Sentía, en su triunfo, la pena por haber alcanzado una cúspide que no superaría. Aceptó con satisfecha resignación el hecho de que el aplauso de sus colegas se mantendría monocorde, persistente, pero no aumentaría en volumen ni entusiasmo. Era como cumplir años una sola vez en la vida.
¿Pero de qué podía quejarse? Había conservado a Eloísa.
Sus obligaciones lo llevaron a París, sede de la empresa multinacional que comercializaba el producto Lurek. Estaban trabajando en sabores y colores, en líneas para niños y para mujeres. La idea comercial era convertir la cura de la caries, durante milenios un tormento, en un divertimento. La humanidad, gracias a Lurek, se burlaría de uno de sus más enconados enemigos.
En París, Eloísa contaba con una amiga de la infancia, Rosalía. Una espigada señora, sofisticada y de piel albina. Divorciada.
Eloísa y Rosalía pasaban a buscar a Lurek por el trabajo, y los tres marchaban a comer juntos tomados del brazo, como personajes de Flaubert.
Rosalía había vivido en la casa de enfrente de la de Eloísa entre los tres y los veintidós años. Eloísa le comentó a Lurek que ya entonces la belleza de Rosalía era extraña, con aquel tono marfil que no parecía del reino de los vivos. Cuando los camioneros les chiflaban y les gritaban guarangadas en la cuadra, a Rosalía no sabían qué decirle.
Cuando el profesor Lurek se acostó con Rosalía, sin decidirlo y por una coincidencia en un cuarto de hotel que no viene al caso, se juró a sí mismo que Eloísa jamás se enteraría, y que se cortaría un brazo antes que revelarle el menor detalle.
El encuentro no traspasó el cuarto de hotel, y tanto Rosalía como Lurek se apartaron como si cada cual poseyera un virus único que mataría al otro si se juntaban. Se pidieron disculpas y juraron silencio. Por primera vez desde que aquella locura se le había declarado, Lurek encontró que no había pruebas incriminatorias. Rosalía callaría y él tenía el cuerpo intacto.
Pero no había pasado más de una semana cuando en la intimidad de la noche, bajo las sábanas, Eloísa le preguntó cuándo y cómo se había acostado con su amiga.
Lurek, sin elegir sus palabras, simplemente le preguntó cómo se había enterado.
—Cuando Rosalía se acuesta con un hombre —le explicó Eloísa— queda ruborizada durante días. Es notable. Parece que la piel se le alegrara. Y… ¿vos supiste de que tuviera algún hombre? Me lo hubiese contado de inmediato.
Lurek salió de la cama, dispuesto a vestirse y encerrarse en algún sitio donde nadie pudiera encontrarlo.
—¿A dónde vas? —le preguntó Eloísa.
—No puedo pedir nuevamente tu perdón —dijo Lurek.
—No me lo pidas —dijo Eloísa. Y lo llamó a la cama con un gesto de la mano.
Lurek fue.
V
En el último mes del siglo un contratiempo amargó la descollante carrera profesional de Lurek y una decisión sentimental cambió su vida.
Un nuevo tipo de caries apareció: de desarrollo inmediato y efecto fulminante. Se producía en los dientes contiguos a los tratados con el medicamento Lurek.
El diente de al lado del curado, si había estado sano, desarrollaba abruptamente una caries fatal y no había más remedio que arrancar la pieza. Los dolores de las caries nuevas eran insoportables y los pacientes acudían al dentista corriendo y entre gritos. Entre los odontólogos circulaba un chiste: canonizar a Lurek como patrono del gremio. Nunca antes habían acudido los pacientes con mayor premura, sin aguantar siquiera minutos.
Nadie en el mundo científico achacaba a Lurek la menor responsabilidad en este traspié. Su descubrimiento era incuestionable y había abierto a la ciencia una puerta de las más pesadas. Simplemente había ocurrido, como tantas otras veces, que el mal recrudeció para traspasar las frágiles barreras que le oponían los hombres. Los virus se fortalecían, las enfermedades jugaban una carrera de obstáculos contra la humanidad. Del mismo modo que los atletas superaban sus marcas con cada nueva generación en cada nuevo siglo, también las penurias del cuerpo humano contaban con sus agentes en estado de perpetuo mejoramiento.
Como fuese, el descubrimiento de Lurek se había opacado. No había cometido el menor error, sólo había actuado la naturaleza, la evolución; pero la venta del medicamento cayó bruscamente, también su aparición en los medios gráficos científicos. Ya había una revista de actualidad que, en su repaso del siglo, mencionaba el descubrimiento de Lurek como: «a principios de 1999, se creía haber encontrado la cura indolora de las caries».
«¿Por qué “caries” era una palabra con un permanente plural?», pensó de pronto, sorprendido por el asalto de aquella estrafalaria duda. ¿Por qué nada es singular en la vida, por qué todo es un plural permanente?
Se había casado con Rosalía y juntos habían huido a Italia. Eloísa había intentado suicidarse.
Lurek no lograba recordar, años después, si había huido con Rosalía en el preciso momento en que apareció la primera y terrible contraindicación a su medicamento. El romance con Rosalía resultó un fusilazo, fulgurante y definitivo; mientras que las noticias acerca de las nuevas caries habían comenzado por llegar en dispersas y acotadas dosis: primero un caso aquí, otro allá…; hasta cobrar suficiente cuerpo como para convertirse en una impugnación objetiva.
Todo había transcurrido, podía asegurar Lurek, en la primera quincena de diciembre de 1999. Y para la segunda, su mundo y el mundo en general se habían estabilizado.
Había quienes se arriesgaban a utilizar su medicamento y quienes lo denunciaban por televisión. En algunos casos funcionaba sin contratiempos y en otros aparecían esas caries malignas. Una familia llevó a un talk-show a un chico que decía haber perdido toda su dentadura por culpa del remedio Lurek.
El dinero no alcanzó como había imaginado. Pero tampoco le faltó. Debieron abandonar Italia, e instalarse en el país.
Lurek, por supuesto, no hizo el menor esfuerzo por conservar la Residencia Lurek-Spinozz: como todos sus bienes inmuebles, se los concedió sin más a Eloísa.
Eloísa, sin embargo, vendió todo y repartió el dinero entre ambos, incluyendo el devenido por la venta de la Residencia.
No sólo sobrevivió a su intento suicida —se había cortado las venas—, sino que recuperó su salubre languidez, su calma y su impar belleza. Decidió no volver a casarse y elegir a sus hombres con ojo cínico.
Lurek continuó acostándose con mujeres que no eran su esposa, sin culpa; ocultándolo eficazmente.
Cierta tarde de verano, en Buenos Aires, tuvo fugazmente a Eloísa en su nueva casa de mujer sola. El encuentro fue gozoso pero no se repitió.
Rosalía jamás lo supo.