I
Según el padre de Rita, aquélla era la más alta cumbre de Córdoba. Rita lo desmintió mientras la subíamos. Pero que Rita era la mujer más alta de aquel perdido pueblo cordobés…, de eso no cabía duda.
Podía apostar que había pasado la mitad de la treintena, pero con las mujeres tan altas nunca se sabe; vemos una cara juvenil en la cima de un cuerpo espigado y, al calcularle la edad, nos convencemos de que le estamos agregando años por culpa de su estatura. El cuerpo de Rita era una formación rocosa suave. Su longitud no les restaba encanto a los relieves y curvas. Era una hermosa giganta.
Mientras caminaba delante de mí, guiándome hacia el sitio donde había caído el ovni, yo no podía distinguir entre la naturaleza y su trasero. Ambos eran paisajes de privilegio construidos por Dios. No sé si Rita caminaba con semejante despreocupación porque era una chica de pueblo no acostumbrada a que los hombres la miraran, o porque en su improvisado trabajo como guía, conduciendo a los centenares de periodistas que arribaron al pueblo, había dejado de lado el incómodo pudor. O si me estaba mostrando su cuerpo a conciencia. Como fuera, no había otro modo de ascender más que de uno en uno, y ella debía ir adelante. Era físicamente imposible evitar aquella casquivana exposición. Observar el trasero de una mujer escalando, con las piernas flexionadas y en constante esfuerzo provoca un grado de excitación muy superior al de las minifaldas o los apocados andares femeninos urbanos.
Era lo suficientemente alta como para que uno no dejara de sentir cierta aprensión, o temor, o incertidumbre, al imaginarse poseyéndola. Personalmente, me tranquiliza ser al menos físicamente más fuerte que la mujer en el encuentro sexual. Y Rita, además de alta, muy alta, era robusta.
De todos modos, si se daba el raro caso de que Rita, ya sea a solas en la cumbre o en algún otro sitio perdido de aquel perdido pueblo cordobés, se me ofrecía, yo no rehuiría el convite ni el combate. Tener a Rita se me antojaba una perversión aún sin nombre: hacerlo con una montaña.
Seis meses atrás, los trescientos cuarenta y cinco habitantes de Velario, una ínfima localidad cordobesa cercana al pueblo de Villa María, habían avistado el aterrizaje de un ovni. Al momento del suceso, el pueblo contaba con cuatro embarazadas pero ningún recién nacido. Los niños más pequeños tenían siete años —Juan— y seis —Griselda—. De modo que todos los adultos, ancianos y hasta los dos niños concurrieron, como pudieron, a la cima de la montaña Final —no sé si ya se llamaba así o la habían bautizado pocos minutos antes de la llegada de la prensa— a observar la nave.
Por supuesto, para cuando llegaron los medios gráficos y audiovisuales, de la nave sólo quedaba una gigantesca aureola de pasto quemado. Pero la prensa le dio un inusual tratamiento al caso. Durante una semana, los medios de todo el país y del extranjero acudieron a fotografiar y filmar la prueba del aterrizaje; y muchísimos montaron guardia durante toda la noche a la espera de un nuevo arribo. Como si la noche tuviera algún tipo de atractivo especial para los supuestos extraterrestres.
Todas las semanas llegaban a las redacciones asuntos similares, de todas partes del mundo, y diarios, revistas y canales apenas les brindaban un breve espacio o ninguno. Pero en Velario creo que no era más impactante el posible plato volador que el hecho de que todo un pueblo fuera testigo. Todos lo habían visto. Como en una película de ciencia ficción, el pueblo entero —cada cual desde su sitio de trabajo o de ocio— había visto la enorme panza de la nave y una sombra artificial se había cernido sobre cada uno de ellos. Luego, como llamados por una voz más poderosa que la del hombre —niños, ancianos, hombres y hasta las cuatro mujeres embarazadas— subieron juntos a la montaña más alta del pueblo y observaron de frente el enigma de otro mundo. Cuando el último habitante de Velario hubo subido y observado a menos de un metro la nave, quienesquiera que fueran sus tripulantes alzaron nuevamente vuelo. ¿Por qué?
La mayoría de los pobladores coincidían en que «los marcianos» se habían asustado. Velario era casi inexistente, arriesgaba el maestro, y seguramente los sensores de los extraterrestres les habían informado que aquella cima estaba rodeada de un paisaje desértico. Al descubrir su error, huyeron.
A mí no me extrañaba que la prensa mostrara semejante interés en un caso intergaláctico cuya principal arista era el contenido democrático: ¡un pueblo entero lo había visto!
Yo mismo pertenecía a un pueblo que, reunido a los pies de un monte, había escuchado la voz de Dios. Desde entonces, nadie se había olvidado de nosotros: generalmente, para nuestro pesar. Llevábamos miles de años portando, leyendo y repitiendo el mismo libro, testimonio escrito de aquel único encuentro entre el hombre y su creador.
Por lo tanto, todo un pueblo subido a una montaña —hubiese llegado el ovni o hubiesen quemado con solvente el pasto— era noticia. Y dos semanas de cobertura periodística nacional e internacional no me resultaban exageradas.
Seis meses después, Velario existía aún menos que el ovni. Ni la prensa nacional, ni mucho menos el FBI o la NASA, como se esperanzaban muchos velarienses equivocando las siglas, se habían dejado ver. El pueblo entero, no obstante, guardaba el anhelo de que quizá los estuvieran espiando, de que tras las montañas, ocultos como cuises, circularan agentes europeos y norteamericanos. La caída de la Unión Soviética los había privado de una fascinante y sorda intriga internacional.
Pero yo, perteneciente al pueblo que no olvidaba su único encuentro —también colectivo, también de «todos»— al pie del monte, estaba allí, luego del huracán de celebridad. Mi jefe me había enviado para escribir una nota de una página sobre cómo había retornado el pueblo a su muerte cotidiana, luego de aquel atisbo de nacimiento. Una de las tantas notas sin sentido que completaban el grueso diario dominical y sólo podían encargarse a un redactor cuya utilidad estaba permanentemente en entredicho.
Llegamos a la cima y me costaba respirar: porque me había agitado como un anciano y porque estaba excitado como un escolar. Rita me señaló la aureola quemada.
—El docente del pueblo —me dijo Rita aún con tono de guía— ha propuesto que todos los meses quememos la aureola con solvente, para que mantenga el color óxido, como un recordatorio. Pero no hay en el pueblo quien quiera hacerse cargo de la tarea. Primero se la encargamos a los más jóvenes.
Una cabra o un chivo, no sé, pasó a nuestro lado en silencio y se perdió por una ranura entre las piedras, con una agilidad absurda.
—Comenzaron por turnarse tres muchachos —continuó, sin siquiera la necesidad de tomar aire—; subía un mes cada uno. Pero al tercer mes, el muchacho al que le correspondía se fue a vivir a Villa María y nadie tomó la posta. Calculo que en un año, el pasto verde la cubrirá.
—Quedarán los diarios, las fotos, los videos —le dije intentando consuelo.
Efectivamente, como canas en el pelo de un hombre, desvergonzadas hojitas verdes comenzaban a alternar con las quemadas briznas marrones. A diferencia de las canas, la hierba siempre crece nueva.
—Videos no tenemos —dijo Rita.
Me agaché y arranqué una hojita.
—Un trébol —le dije.
—Pero de tres hojas —dijo Rita, y agregó desencantada—: Yo al principio creí que al menos crecería algo raro.
—¿Vos lo viste? —le pregunté.
—¿Qué cosa? —preguntó, como si hubiera alguna otra.
—Al ovni —dije con naturalidad.
—Por supuesto —dijo Rita, forzada—. Esta no es la montaña más alta de Córdoba, como dijo mi padre —agregó.
Pero yo escuché:
—No estoy segura de haberlo visto. Cuando todos lo vieron, yo también. Pero ahora dudo.
Esta sugerida vacilación —que se deducía de su inmediato y forzado «Por supuesto» y del comentario acerca de la mentira de su padre— por algún extraño motivo azuzó aún más mi deseo de ella, en ese instante y en ese lugar. Quizá porque las mujeres que dudan de las certezas de sus pueblos suelen alentar en nosotros la esperanza de futuras transgresiones. Pero Rita estaba casada, y su marido, unos centímetros más alto que ella, nos aguardaba al pie de la montaña.
Cuando emprendimos el descenso —su trasero en retirada era afortunadamente menos suculento que el espectáculo de sus nalgas en el ascenso—, recordé un encuentro nocturno en Buenos Aires, con una mujer tan alta como Rita, aunque mucho menos corpulenta y por lo tanto más maniobrable.
El marido de aquella mujer porteña estaba de viaje y yo ocupé su lugar en la cama matrimonial. La mujer era una odontóloga, muy culta y muy dada a las cosas del sexo. Cuando ya no quedaba nada por hacer, conversamos. Hablamos de nuestras vidas. No me habló mal de su marido, pero me dejó entrever que era insípido. Suele ser un lugar común de los amantes hablar mal de los respectivos cónyuges, pero no es más que un artilugio para avivar las llamas de la relación ilegal. El marido engañado y soso es, mañana, en la cama de su amante, el Don Juan irresistible; y el furtivo amante dorado es un don nadie en la alcoba de su propia esposa. Sin embargo, la odontóloga me hablaba con sinceridad y con la convicción, tanto de ella como mía, de que la vitalidad de nuestro encuentro dependía de su fugacidad y no de virtudes intrínsecas a ninguno de los dos.
Estaba contenta con sus hijos y con la familia que en definitiva habían formado, pero ella no se había casado enamorada ni se había enamorado con el tiempo. Nada le faltaba, no abandonaría a su marido y sufriría como una condenada si la dejaba; pero nunca se había encendido junto a él.
—¿Te casaste de apuro? —pregunté.
—No —dijo, dando una pitada a uno de esos largos cigarrillos perfumados femeninos—. Me casé porque era alto.
Dejé escapar una risa de incredulidad.
—De verdad —insistió—. Me casé porque era el más alto de todos los muchachos que conocía.
Y remató demoledora:
—Miráme. Nunca me podría haber casado con vos, por ejemplo. Haríamos el ridículo.
Me preparé un café como una medida de tiempo, me vestí y me fui.
En el taxi, pensé en aquella imbecilidad: la mujer que se había casado con un hombre porque era el más alto. ¡Qué absurdo! ¡Cuánto más ridículo que haberse casado con un hombre más bajo que la encendiera!
Sin embargo, a medida que el taxi atravesaba sin obstáculos la Avenida del Libertador, realicé un breve repaso mental por las parejas de conocidos y concluí en que las estaturas de los cónyuges eran coincidentes. Las pocas personas especialmente altas que había conocido a lo largo de mi vida, se habían casado con personas igualmente altas. En la época hippie de mi adolescencia había conocido a una mujer, con la que nunca intercambié una palabra, bastante mayor que yo e igualmente hippie, con un novio al que le llevaba al menos dos cabezas. Muchos años después vi a la misma mujer, vestida de ejecutiva y con la cara amarga, y supe que aquella pareja no había durado. No era más que un alarde hippie. Ahora, cuando observaba a ambos en mi recuerdo, en aquel taxi, no podía evitar reírme. ¡Qué ridículos resultaban! ¡Sólo la época hippie de mi existencia me había impedido burlarme internamente de ellos una y otra vez!
El matrimonio no es sólo una relación sexual. Los cónyuges deben concurrir a fiestas, hacer trámites, sacarse fotos, conversar con sus hijos. Pertenecer a dos estaturas notablemente distintas es peor que un matrimonio mixto. Todo el mundo lo nota a la primera mirada. De modo que mi odontóloga —me refiero a la odontóloga con la que me había acostado y no a la impresentable señora que me vigila los dientes— comenzó a dejar de resultarme absurda y ridícula. ¿Cuántos hombres de su estatura podía haber en este país? ¿Cuántos entre sus conocidos? ¿Y cuántos, de entre sus conocidos, cumplían los requisitos como para compartir con ellos la vida sin ser maltratada o soportando una estupidez devastadora? Finalmente, había elegido lo mejor. El marido la mantenía y había sabido sobrellevar algunos malos momentos de su vida en común; sabía manejar aquel romance determinado por la estatura y reírse de algunas excentricidades de su mujer. Yo era una de esas excentricidades.
El tiempo me ha enseñado que es poco más lo que se puede exigir del otro.
«Me casé porque era el más alto», me repetí a mí mismo, con la voz de ella, mientras me metía en la cama. Y recordé sus largas piernas, su inherente fragilidad, esa debilidad femenina y el cuerpo interminable; y quise ser lo suficientemente alto como para verla al menos una vez más.
II
Rita vivía con sus suegros. No quedaba claro de quién era la casa, porque ninguno de sus suegros trabajaba y Nicanor, el marido, mantenía a todos con su sueldo. Lo que el muchacho había aportado en efectivo ya superaba con creces el valor de la propiedad.
Nicanor y Rita también pasaban dinero a los padres de Rita.
La madre de Rita, Adela, trabajaba confeccionando artesanías de lana, de cerámica y dulces regionales; Nicanor le hacía el favor de ubicarlos en locales minoristas, en sus viajes a la ciudad de Córdoba.
Pero el padre de Rita, don Baccio, era un zángano que no sabía más que dar órdenes. Tres décadas atrás había estado involucrado con el peronismo, cobrando un sueldo estatal como inverosímil inspector de no se sabía qué.
Nicanor era veterinario a domicilio en Córdoba y tenía una cartera de clientes de clase alta. Partía a las seis de la mañana en su camioneta y nunca le faltaba un animal que atender o revisar. Si no eran mascotas, animales del campo.
Cuando la llegada del ovni, Rita vio el filón y armó un tour de a dos o tres periodistas: los llevaba a comer a lo de Adela y a dormir en su propia casa, en lo que había sido el consultorio de Nicanor. No habían imaginado que el auge duraría tan poco, pero llegaron a recolectar dinero suficiente como para un ahorro, con la intención de visitar una vez más la Capital Federal en el verano.
Ahora que todo había terminado, mi colega del diario me dio la dirección de Rita, me la aconsejó como vivienda y halagó las comidas de doña Adela.
—Vas a ver el culo que tiene esa mina —agregó refiriéndose a Rita—. Es alta como un poste.
Ya lo había visto.
Nicanor me dio la mano en su propia casa. Agachó un poco la cabeza para decirme buenas tardes y preguntarme de qué medio era. Sus padres, los suegros de Rita, miraban la pava y el mate en el comedor. No cebaban ni hablaban. Él se llamaba Agustín y era bajito y pelado. Más fofo que gordo. Un muñeco tenía más intensidad en la mirada.
Había trabajado de peón tambero en un campo cercano durante toda su juventud y construido la casa con sus propias manos. Cuando Nicanor se recibió de veterinario y consiguió su primer dinero, el hombre abandonó el trabajo y se puso en manos de su hijo. Desde entonces, se había dejado vivir.
Intenté sonsacarle algo más sobre su pasado, pero no hablaba con claridad. Su relación privilegiada con los demás era el silencio. Contaba algunas cosas y perdía el hilo, o pronunciaba sílabas sin sentido. No era tan viejo ni estaba arruinado, pero tal vez se le había atrofiado la capacidad de comunicar. Micaela, la esposa, era una andaluza mocetona, con los ojos aún brillantemente negros y el pelo vivo recogido en un rodete opulento. Vaya a saber cómo había ido a dar a aquel andurrial y a aquella casa hecha a mano, pero su cuerpo todavía armado era el único recuerdo de que en el pasado, en esa persona apagada, había vivido una mujer. Los pechos muertos recordaban una sensualidad remota, y en los ojos se advertían piernas duras y rasgos atractivos. Andaba por los sesenta y pico de años. Agustín había perdido la edad hacía tiempo, pero bordeaba los setenta.
Nicanor debía atender un potrillo a las seis de la mañana del día siguiente, y se fue de noche, no más, para amanecer directamente en Córdoba. Dormiría en la camioneta, al llegar.
—¿Por qué no comemos aquí mismo? —le pregunté a Rita cuando me sugirió que ya era la hora de la cena en casa de sus padres.
—Mi suegra no sabe cocinar —dijo delante de sus suegros.
Caminamos cinco cuadras de tierra en silencio hasta la casa de los Baccio.
Una vez adentro, aunque los Baccio hablaban algo más que los suegros de Rita, el clima era harto más opresivo.
La primera vez que vi a don Baccio estaba sentado, como siempre; y no se levantó a darme la mano. Cuando finalmente lo vi de pie, al levantarse para ir al baño luego de una pava de mate y una docena de pastelitos, me alarmó su estatura.
Quedaba claro que de aquella semilla de gigante había nacido Rita.
En don Baccio, la estatura, de suyo sorprendente, aumentaba por el carácter del hombre. Era un vago autoritario y malvado. Como los ogros de los cuentos infantiles, como Polifemo o como los gigantes que asustaron a los espías de Israel en la tierra de Canaán.
Adela nos preparó un chivito a la provenzal y el hombre se quejó por la falta de ajo.
—¿Tenés miedo de que después no quiera besarte? —le espetó a la mujer—. Prefiero el olor del ajo al tuyo.
Rita clavó los ojos en el hueso de la pata de su porción de chivo, para no mirarme; pero Adela se lo tomó con una calma chicha. Se levantó para despejar la mesa, preparar el mate y traer los pastelitos.
No fue mucho lo que pude mirar porque le tenía miedo al hombre; pero de esa mujer menuda, Adela, se deducía la forma armónica del trasero de su hija. También ella, Adela, llevaba un par de nalgas exquisitamente modeladas y caminaba como si lo supiera. Ése era su mayor rasgo de vitalidad, pero no el único. No se notaba en su andar, en su hablar, en su comportamiento general, el azote permanente de vivir con semejante energúmeno. ¿Le pegaba? No lo creía: un mamporro del gigante en aquella mujercita debería inevitablemente dejar marcas indelebles.
Don Baccio se comió un pastelito casi sin masticarlo y me miró como si fuera a decir algo. Pero permaneció farfullando en silencio, escupiendo miguitas sin vergüenza, rumiando con la boca abierta. Descubrí que deseaba oírme hablar, que lo entretuviera.
—Tranquilos de nuevo, ¿eh? —dije.
Don Baccio no movió un músculo más que los necesarios para dar cuenta del siguiente pastelito. Me miró impertérrito.
—¿Usted vive en Capital? —preguntó Adela.
Antes de que pudiera contestar, sin molestarse en masticar la mitad del tercer pastelito que tenía en la boca, don Baccio replicó:
—No, si va a venir de Marte. Si no tenés nada que decir, ¿para qué preguntás pelotudeces?
Dejé pasar unos minutos y dije:
—¿Cuánto le debo, señora?
—Doce pesos —contestó Adela.
Saqué el dinero y se lo extendí.
Don Baccio se puso de pie y me quitó el dinero de la mano.
—Cómase un pastelito —me dijo.
—Pruebe un mate —me dijo Adela—. Es de yuyos.
—Para que se pase toda la noche en el baño —me dijo don Baccio.
Y soltó una risa estruendosa junto con una húmeda vía láctea de esquirlas masticadas de pastelito de dulce de batata.
—El señor trabaja para ese diario de la Capital —dijo Rita—. Es amigo del señor Briefa, que estuvo acá también.
—¿Es puto ese muchacho? —me preguntó don Baccio.
—No sé —dije instintivamente, como temeroso de contradecir su duda; pero de inmediato me repuse y agregué—: No. No. Está casado y tiene hijos.
—Pero mire que yo le entregué a la patrona y el hombre nada —me dijo señalando a su propia esposa—. A veces los putos se casan para despistar…
Prorrumpió en una nueva carcajada.
—Sin ir más lejos —siguió—. Mire al marido de la nena… No me la atiende y la deja con el primero que viene.
—¡Papá! —gritó Rita.
Lo dijo furiosa, pero no alcanzaba. La sola palabra «papá» ya era una concesión, una comprobación de que la vida había puesto a esa chica en un parentesco inevitable y que no había forma de repararse de ciertos insultos.
—Para mí, el Nicanor se come la galletita —dijo don Baccio risueño; parecía borracho, pero no había tomado nada más fuerte que el mate.
—¡Sabés lo que haría yo con este pedazo de potra! —dijo refiriéndose a su hija—. Primero la fajaría hasta que quede mansita.
Rita se levantó para irse y yo no supe qué hacer. Tenía miedo de que levantarme fuera una afrenta contra el gigante y, debo confesarlo, contra mi voluntad: deseaba seguir escuchando. Quería que continuara contando qué cosas le haría a su propia hija si fuera su esposa.
—Nos vamos —dijo Rita.
Los pastelitos eran un ejército raleado. Yo me había tomado media docena de mates.
Me puse de pie.
Don Baccio aún agregó:
—Ese Nicanor no sabe tener una mujer. Rebencazos hay que darles, peor que a las vacas. Si mi hijo no hubiera muerto… La puta, qué macho lo hubiera sacado…
Fue al final de la palabra «muerto» cuando Adela gritó.
No sé si fue un «no» o un gemido bruto. Pero las últimas palabras de don Baccio llegaron por inercia; el grito de su mujer hizo impacto.
No era el impacto que yo creía. No lo había detenido ni escarmentado: paró de hablar porque se enfureció. Le molestó que su mujer lo retara con ese grito o reaccionara intempestivamente.
Puso en pie otra vez su inverosímil anatomía, se acercó a Adela, que limpiaba los platos en la pileta, le puso la mano en una de las nalgas y apretó hasta que la mujer gritó de dolor.
—Buenas noches —nos dijo imperativo a Rita y a mí.
Rita comenzó a atravesar la puerta de salida y yo la seguí casi corriendo.
III
A la tercera cuadra, rumbo a lo de sus suegros, Rita lloraba. Ahora, la insufriblemente parca casa de sus suegros me resultaba un palacio. Allí, al menos la gente estaba en silencio. No insultaba, ni profería herejías ni apretaba nalgas hasta que alguno gritara de dolor.
Debemos andar mucho camino para comprender finalmente que la inactividad humana es siempre una bendición; mientras que las acciones son siempre un riesgo.
Pero debí abandonar mis reflexiones para dedicarme a la pobre Rita que ni siquiera estaba deshecha en lágrimas: lloraba queda, contenida, como si su padre aún pudiera escuchar y venir a castigarla.
Era inútil intentar abrazarla: con mucho, mi cabeza quedaría a la altura de sus pechos; como si ella me estuviera consolando a mí.
Aguardé en silencio a su lado, quieto. Traté de erguirme todo lo que pude, mirándola a modo de abrazo y comprensión.
Cuando logró interrumpir el llanto —que al ser contenido duró mucho más de lo habitual— le pregunté:
—¿A qué edad murió tu hermano?
—Al nacer —me respondió, con la misma inmediatez con que me había replicado cuando le pregunté si también ella había visto el ovni.
—Está enterrado en el jardín —agregó, y soltó una nueva andanada de llanto. Esta vez incontenible. Quise palmearle un hombro, pero sin querer le rocé un pecho y me guardé la mano en el bolsillo, incómodo y avergonzado.
No tenía pañuelo y se sorbió los mocos con un ruido estremecedor.
—¿Siempre es así… —iba a decir «tu papá», pero me rebelé y dije—:… este tipo?
—Tenemos muy pocos invitados. Cuando hay algún invitado conocido, sí, es así. Alardea. Alardea hasta de lo que hubiera hecho con su hijo muerto.
Otra vez nos callamos los dos, pero Rita ya no lloraba. ¿Dónde andaría Nicanor? ¿Ya habría llegado a Córdoba? ¿Tendría una amante de baja estatura en la ciudad?
—Cuando vinieron los periodistas estaba contento —siguió Rita refiriéndose a su padre—. Pero cuando dejaron de venir se puso peor de lo que lo he visto nunca. Está enojado. Le gustaba que viniera gente, ser célebre. Ahora está muy enojado.
—Ya veo —dije.
Yo entendía perfectamente a ese cretino. Conocía gente como él. No sabía si volvería a verme, no sabía si volvería a ver a un periodista por el resto de su vida, y no quería dejar nada en el tintero. Quería mostrar cuánto podía.
En las siguientes dos cuadras mantuve un silencio respetuoso y compasivo. Pero cuando faltaba poco para entrar en la casa, pregunté sin darme cuenta:
—¿Alguna vez te tocó?
Rita iba a contestar con facilidad, creyendo que le preguntaba si le había pegado; pero de inmediato entendió la pregunta y dijo concienzuda:
—No. Si no, lo hubiera matado.
Pensé que allí había terminado el diálogo y que por fin liquidaría mis cuentas con aquel chivito que bullía en mi estómago; pero Rita se detuvo unos instantes más en el portal de la casa, sin entrar:
—Quizá debería haberme tocado, para poder matarlo.
IV
Hasta hace muy poco no comprendía los crímenes pasionales ni los domésticos. ¿Por qué una mujer mata al marido que le pega? ¿Por qué no huye de la casa? ¿Por qué un hombre mata a su mujer adúltera? ¿Por qué no busca a otra? Es que para ciertas personas —comprendí casi en ese momento en que intentaba no caerme hacia atrás en la letrina—, matar es más fácil que tomar decisiones. No pueden imaginar el mundo sin aquella persona que los maltrata, o sin aquella persona a la que odian, y sólo pueden estar junto a ellos o matarlos. No conciben otra alternativa. El planeta es una cornisa en la que sólo existe la persona que los maltrata o a la que odian, y más nada. En lugar de arrojarse al precipicio, arrojan al que les hace la vida imposible. No me cabía duda de que Caín había actuado regido por este principio.
Yo corría serios riesgos de ser derrotado por el principio de gravedad. Era la primera vez en veintidós años que hacía mis necesidades de parado. La letrina, un pozo de tierra bajo cuatro palos de madera y un techito de paja, era el baño contiguo al abandonado consultorio de Nicanor, ahora mi habitación.
Antes que caminar bajo la noche con el estómago revuelto y tiritando por la descompostura hasta el baño de la casa, con agua corriente e inodoro, había preferido utilizar la insólita letrina. Concluí como pude y salí subiéndome los pantalones, feliz de abandonar ese sórdido cubículo. Aspiré una bocanada de aire fresco de campo y vomité copiosamente sobre el verde pasto. Un ramillete de arbolitos y arbustos —un discreto jardín— rodeaban el consultorio y ocultaban piadosamente la letrina, a la que regresé tomándome la panza con las dos manos.
El chivito y los yuyos del mate se habían aliado en mi estómago para convocar al Apocalipsis. Ya no me importaba si era una letrina o el baño de un hotel cinco estrellas, me tomé con fuerza de cada uno de los palos de madera y me sostuve de pie, con los pantalones bajos, hasta que mi organismo me dio tregua. Cuando recuperé el mundo externo, aún tenía náuseas; pero ya no me quedaba nada dentro. Tiritaba, pero no tenía frío. Y la noche era cálida. Marché a mi consultorio-cuarto con la intención de dormir.
La cama estaba bien hecha y las sábanas eran suaves. Pero las frazadas eran viejas y apolilladas, y al rozarlas con las manos me provocaban escozor. Al rato descubrí que no las estaba usando y las arrojé a un costado.
Pero sólo con sábanas me cuesta dormir. No me hallaba de suficiente ánimo como para leer un libro. El consultorio, su aura, comenzó a molestarme. Sentía el olor de antiguos conejos, de los gatos; veía perros enfermos y canarios dolientes. Me levanté y salí nuevamente al jardincito, intentando evitar el charco de inmundicia que yo mismo había propiciado.
Encontré un sitio mullido de pasto, en el que la luz de la luna se posaba, suave pero presente. Me tiré, puse las manos detrás de la nuca y observé las estrellas. Ahora que nadie me veía, lejos de los hombres, era feliz.
Me dormí.
Me despertó un susurro entre los pequeños árboles, cerca del charco donde había vomitado.
Me reincorporé asustado. Más que el ruido, me asustó el remanente de don Baccio, que había permanecido rodeándome como un aroma maligno desde que dejé su casa. ¿Quién otro que él podía interrumpir mi sueño bajo las estrellas en esa noche mansa, y con qué otra intención si no matarme?
Decidí enterarme de quién era la persona o el animal que se escondía entre las ramas. Moverme hacia el consultorio-cuarto o dirigirme a la casa, desde aquella posición, era tan riesgoso como tomar directamente el toro por las astas y ver quién era.
Di unos pasos cautelosos, me detuve, aguardé reacciones y avancé unos pasos más.
—Date vuelta —me dijo la voz de Rita.
Escuché con tanta nitidez su voz, y me produjo tanto alivio, que no atendí a su pedido y seguí buscándola con la vista.
—¡Date vuelta! —repitió.
Obedecí. Escuché el sonido de la ropa al ser arreglada y nuevamente su voz.
—Ya está —me dijo.
Y giré para verla. Había olvidado que era tan alta.
—No funciona el agua corriente del baño —me dijo—. Vine a orinar al jardín.
Me reí. «Vine a orinar al jardín» podía ser el título de la autobiografía de una condesa.
—Me envenenaron —dije.
—Es una costumbre de mi padre —dijo Rita—. Una sola vez tomé ese mate, hace más de veinte años. A él no le hace nada.
Caminé hacia el centro del jardín, procurando alejarla de mi vergüenza, pero ella pasó junto al estropicio como si no lo viera.
Era gente de campo.
Pronto estuvimos sentados en medio de la noche, bajo el cielo, lejos de todo mal olor o pesar.
Le pregunté sus opiniones sobre mi ciudad, Buenos Aires. Le conté lo que significaba para mí vivir allí y escuché cómo se vivía en Velario.
—No te debe haber sido difícil elegir marido —dije—. Por la estatura.
Rita sonrió incómoda y pareció que no iba a contestar. Pero finalmente dijo:
—Sí. Somos los dos únicos altos del pueblo.
—Y tu papá —agregué inopinadamente.
Ahora sí, no contestó.
Miramos en silencio las estrellas durante un largo rato.
—¿Qué puede haber venido a hacer un ovni a este sitio dejado de la mano de Dios?
—Nadie lo sabe. Puede que hayan aterrizado en busca de agua, o de muestras del suelo. O sólo para ver de cerca el paisaje.
—Creyendo que no había nadie.
—¿Y hay alguien en este pueblo realmente? —preguntó Rita.
Sentí la excitación que me había invadido cuando puso en duda, de aquel modo indirecto, la existencia del aterrizaje del ovni.
—Hay gente —dije—. Igual que en todos lados. Somos horribles en todas partes del planeta. Si vivieras en mi consorcio, y conocieras a la viuda que grita, al portero que roba y al viejo que le pega a su hermana, también te preguntarías si existe alguien en ese edificio, en plena Capital Federal.
—Ya sé —me dijo.
Sus palabras se tiñeron de la rara intimidad generada entre dos personas que hablan sin motivo a una hora inexacta de la noche.
Entramos en ese territorio atemporal en el que no se distingue el silencio de las palabras; un hombre y una mujer que desconocen las denominaciones de su relación y se mantienen juntos, mansos e indefinidos, como si una lógica espacial los mantuviera cómodamente en vilo. Hablamos sin sentido y perdimos el temor a decir estupideces o a no saber qué decir.
—Mañana a la tarde me voy —dije finalmente—. Lo que voy a decirte tiene tanto sentido como si no te lo dijera: no nos vamos a ver nunca más.
Hice un silencio y no me pidió que no siguiera.
—Cuando subimos la montaña, me parecías una montaña más…
—¡Qué horrible! —exclamó.
—No, no —intenté recuperar—. Me encantan las montañas. Quiero decir que te quería escalar a vos. Me parecías una fuerza de la naturaleza. Y ahora te transformaste en mujer. No vamos a tener otra noche como ésta: ¿vamos al consultorio?
Después, me dijo que nunca había estado con otro hombre. Tampoco había tenido tantas oportunidades. Primero me sentí halagado por ser el único; luego descubrí que yo no importaba. Ella necesitaba uno distinto de su marido, aunque fuera una sola vez, para paladear una sensación que le había sido vedada desde siempre: una experiencia que para ella resultaba mucho más intensa que el adulterio, y que yo ni siquiera sospechaba.
V
Nicanor llegó aquel mismo mediodía, cansado y mal dormido. Rita había tenido tiempo de sobra para bañarse —incluso aquel cuerpo interminable—, y mis escasas experiencias extramatrimoniales me habían entrenado en la prudencia respecto al cuerpo de los otros. Los fornicadores sin vínculos sentimentales no deben dejar marcas. Pero quizá sólo el dinero es capaz de impedir la formación de un vínculo sentimental entre dos fornicadores. Ni Rita me había dado dinero a mí ni yo a ella: destellábamos los rayos delatores de los adúlteros. Me alegró la cara desfigurada por el sueño de Nicanor y su aspecto desordenado: no tendría la atención ni la energía necesarias como para reparar en los detalles invisibles.
Fue a dormir a la cama matrimonial y Rita me llevó a comer a lo de sus padres. Esa misma noche yo me iba.
En el camino, le sugerí que eludiéramos el almuerzo y lo hiciésemos una vez más en algún lado. Me contestó que con una vez le bastaba, y que no habría forma decente de explicarle a Nicanor por qué no habíamos comido en lo de sus padres.
En el almuerzo, don Baccio mantuvo un comportamiento moderado. Nos permitió comer en paz, pero no nubló mi visión de su crueldad: supuse que la calma se debía a un castigo terrible, durante la noche, en el cuerpo de su esposa. Imaginaba, bajo el delantal de cocina y la camisa blanca de doña Adela, un rosario de gruesas marcas violetas, moretones y mordidas. Su rostro no revelaba dolor ni pesar, pero tampoco hubiera dejado escapar una queja si en ese instante su marido le hubiese hundido la cabeza en la profunda olla de ravioles hirvientes. La moderación en esa casa no representaba armonía: tan sólo dolor silenciado.
Atisbé los antebrazos de Adela, en busca de heridas, cuando dejó el montón de ravioles en mi plato; pero sólo capturé su piel morena y aún suave. ¿Qué habría en sus hombros, en sus pechos? Me dije que lo único que podía hacer reaccionar a aquella mujer era la mención de su hijo muerto. Podía vencer el temor atávico si su marido volvía a utilizar al niño muerto para burlarse de algo o de alguien; se arriesgaría a ser duramente lastimada con tal de no escuchar en silencio cómo su hijo muerto era desecrado.
Los hombres solitarios conocemos dos modos de comer: frente al diario o mirando por la ventana. Pero compartir una mesa con una familia en la que nadie habla era para mí una novedad desagradable. Intenté pensar en otra cosa y olvidarme hasta de Rita. Los ravioles estaban muy buenos.
Cuando terminamos las papayas en almíbar, Adela me ofreció mate y me negué gentilmente. Fue el único momento en que don Baccio me dirigió la palabra, con una sonrisa feroz:
—Lo acompañó toda la noche —dijo—. El mate.
VI
Por la tarde, mi presencia en Velario carecía de sentido. Había conocido el pueblo y la cumbre, a la telefonista y al almacenero. Todos me parecieron extraños, muertos saludables, locos felices de poseer el secreto que los volvía locos. Sólo Rita me gustaba y Nicanor me parecía la única persona normal.
Mientras regresábamos de la casa de sus padres, pipón y satisfecho, volví a sugerirle a Rita que aprovecháramos el sueño de su marido para despedirnos. Una vez más se negó.
No me quejaba: los dioses habían sido generosos conmigo.
Cerca de las cuatro de la tarde Nicanor despertó y nos sentamos los tres en el pasto del jardincito, a tomar mate.
—Yo ya he vivido en diez casas distintas —le dije a Nicanor; y agregué inconsciente de mi imbecilidad—: mientras que vos vas a morir en esta misma casa en la que naciste.
¿Por qué le recordaba su muerte? ¿Por qué lo molestaba de ese modo? ¿No me bastaba con aquella infame mateada entre el marido, la adúltera y su amante? ¿Aún me restaba el tupé de celar a un marido y el resentimiento por haber sido dos veces rechazado por la esposa? Los hombres nos comportamos como se comportarían los niños si pudieran tener sexo libremente.
Pero Nicanor no acusó recibo de mi golpe, dijo con naturalidad:
—No nací en esta casa. Pero no me preocuparía morir aquí. Después de todo, es la casa de mis padres.
Rita se acercó a él conmovida, lo abrazó y lo besó en la mejilla. Me cebé un mate y lo sorbí como si brindara por su afirmación.
—¿Y dónde naciste? —pregunté.
—En el rancho donde mi padre fue tambero —dijo Nicanor—. Papá pasaba la mayor parte del tiempo en el campo de los Aldaba cuando era peón, y mamá no se quería pasar sola los nueve meses del embarazo. Se fueron a vivir al rancho hasta que yo naciera. En ese rancho nací.
—¿Todavía existe el rancho? —pregunté.
—Sospecho que sí —dijo Nicanor—. Yo nunca más lo vi.
Rita propuso jugar un truco, pero yo dije que «gallo» no me gustaba.
—Entonces voy a jugar sólo con ella —dijo Nicanor.
Le extendió la mano, ella se la tomó con una sonrisa y marcharon juntos a la casa.
Me cebé otro mate, lo sorbí y me puse de pie.
VII
Caminé por el pueblo sin propósito. Todo estaba cerrado y vi a una rata cruzando la calle sin apuro. Deseé una mujer, cualquiera. No había otro modo de existir en aquel infierno. ¿Cómo serían las relaciones sexuales en esas casas, bajo ese sol y en ese desierto? No podían ser normales.
Juan, el chico de siete años, apareció de pronto, llevando una cuerda con un hueso de vaca atado en un extremo.
—¿Qué llevás ahí? —le pregunté.
—Un autito —me dijo.
—¿Vos viste al ovni? —le pregunté.
—Todos lo vimos —dijo.
—¿Cómo era? —le pregunté.
—Como un trompo con luces.
—¿Vos sabes lo que es un trompo con luces?
—No.
—¿Tenés algún juguete a pila?
—No.
—¿Vos subiste a la montaña?
—Todos subimos —dijo Juan.
Y me la señaló.
Juan siguió camino a no sé dónde, con su «autito» a rastras.
¿No habría burdel en este pueblo, pulpería, lugar donde emborracharse? Debía de haber todo eso, pero yo no lo iba a encontrar antes de irme.
De pronto, en una de las casas, descubrí un ladrillo blanco con una frase en piedra roja: «Toque Tinbre».
No sé por qué, toqué.
Se abrió la parte de arriba de la puerta y asomó un viejo desdentado.
No me preguntó nada.
—¿Tiene ginebra? —le pregunté.
Desapareció y alguien cerró la puerta.
Aguardé unos segundos y seguí viaje. Pero no había dado tres pasos cuando escuché un grito de urraca. Venía de la misma puerta en la que yo había tocado el timbre. El viejo me esperaba con una botellita, tras su ventanuco.
Me acerqué y me dijo que eran dos pesos.
Me dio una botella abierta, sin tapa, de medio litro, con algo que olía a ginebra.
Busqué el límite donde la zona urbanizada terminaba y comenzaban las raíces de las montañas. Me recosté y bebí la ginebra de a pequeños sorbos, hasta terminarla.
Logré atravesar la tarde.
Rita me acompañó a la parada. El chofer venía con un micro escolar desde Villa María, llevaba a la gente a Villa María y desde allí los pasajeros tomaban un ómnibus de línea a Córdoba.
Pero cuando subí, le ofrecí veinte pesos al chofer para que me llevara directamente hasta Córdoba y aceptó.
No hubo mayores explicaciones acerca de por qué Rita me acompañó sola hasta la parada del micro. Formaba parte de su función como guía.
Estaba lo suficientemente borracho como para suplicarle que nos despidiéramos detrás de unos arbustos, a unos metros de la parada. Ni siquiera había una estación con un baño.
Rita me dijo que no, pero con una sonrisa.
Cuando llegó el micro, nos dimos un beso.
Subí y me despedí por la ventanilla.
Adiós, mundo de los gigantes. Adiós, don Agustín y doña Micaela; adiós, sufrida doña Adela; váyase a la mierda, don Baccio.
Mientras me alejaba, no podía dejar de pensar en Rita y en cuánto me hubiera gustado tenerla una vez más. Verla aparecer de improviso en mi departamento, una calurosa noche porteña, y observar detenidamente su cuerpo, con la lenidad que no me había sido dada en la premura de la noche.
A mitad de camino entre Villa María y Córdoba, el chofer me habló. En realidad, prácticamente me despertó.
Yo había ocupado los dos segundos asientos de adelante y comenzaba a descabezar un sueñito.
—¿Cómo lo trató la Rita? —me preguntó con sorna; como si hubiera esperado alejarse lo suficiente de Velario.
—¿Qué? —pregunté.
—Que cómo lo trató la Rita —dijo el hombre.
—Bien —dije confuso, con resaca—. Es una excelente guía.
—¡No me diga que no se la volteó! —me dijo.
—Le digo —dije—. No me la volteé.
—¡Pero si es la única mujer del pueblo! —dijo el hombre.
—Me doy cuenta —dije—. Pero igual: no me la volteé.
—No es nada más que sea la única —dijo—. A la Rita se la dan todos. Hasta yo me la volteé a la Rita. ¿Vio el culo que tiene? Qué cacho de mujer.
—Es muy alta —dije. Y quise cerrarme la ventana en el cuello al descubrir en mi voz cierta pátina lacrimógena.
—Es una mina para voltearse en las montañas —dijo el hombre—. Pero yo me la hice acá. En los asientos del fondo.
Me quedé callado.
—Pero yo la entiendo, ¿eh? —agregó, no fuera cosa que me durmiera—. A nadie le gusta casarse con el hermano.
—El hermano está muerto —repliqué, como cuando Rita me había dicho «por supuesto».
—Ese pueblo es increíble —dijo el hombre. Todo Córdoba sabe que son hermanos, menos Velario—. ¡Qué pueblo increíble! —remató, soltando una carcajada forzada.
—Son marido y mujer —dije renunciando al sueño—. Que tengan la misma estatura no significa que sean hermanos.
—¿A quién salió? —me preguntó sacando una mano por la ventanilla para saludar a un camión cargado de chanchos.
—No entiendo —dije.
—Nicanor. ¿De dónde sacó esos metros de altura? ¿De dónde nació, de una espiga?
—La gente es alta porque sí —dije.
—¿Por qué no tienen hijos? —me preguntó.
—No es obligatorio tener hijos —respondí—. Y podrían tener hijos aunque fueran hermanos, como usted dice.
—Llevan cinco años de casados. ¿Por qué no tienen hijos? No tienen hijos porque saben que es una aberración, o porque la naturaleza no los deja.
—La naturaleza nos deja hacer cualquier cosa.
—Cualquier cosa, no —dijo—. Ellos están actuando contra la naturaleza. Pero en realidad, ¿a mí qué me importa?
El campo a los costados de la ruta parecía el mar de utilería de las películas. Cada tanto un camión cruzaba en sentido contrario, dejando tras su paso una estela de olor animal.
—¿Usted dice que Nicanor es hijo de don Baccio? —dije finalmente.
—Por supuesto —dijo.
—¿Micaela engañó a Agustín?
—Eso délo por hecho —dijo el chofer—. Pero el hijo no es de ella.
—¿De quién es? —pregunté.
—Igual que Rita. Es hijo de Adela y don Baccio.
—No lo entiendo —dije.
—Don Baccio se prendó de Micaela, la esposa de don Agustín. Cuando el otro estaba en el campo, la veía todos los días. Pero ella no puede tener hijos. Cuando tuvo el varoncito con su legítima, Adela, se lo regaló a Micaela.
—Usted está loco —dije.
—Era su sentido de la justicia —siguió el chofer—. Una de sus mujeres ya tenía una hija suya; el segundo debía ser para la otra. A Adela le dijo que nació muerto.
—¿Y Agustín, entonces? —dije—. Agustín tiene que estar enterado de todo.
—Claro que sí. De todo. Salvo Nicanor, todos están enterados de todo.
Pasó un camión con combustible y me callé para que el chofer pudiera maniobrar sin molestias.
—¿Y cómo dejaron casarse a los hermanos entre sí?
—Qué sé yo, mi amigo —dijo acelerando—. Es un pueblo increíble.
Imaginé a todo ese pueblo, subiendo a la cima de una montaña, quemando el pasto con solvente como creando el símbolo de una nueva religión o el del final de todas ellas. O no, quizás había bajado un ovni y todos lo habían visto. Yo miraba por la ventana.
—Tengo que ir a Buenos Aires —me dijo el chofer—. Si me da ochenta pesos más, lo llevo.
—De acuerdo —dije.