El cuadro

Cecilia y Julio habitaban una casa armónica. Muebles de caña, cortinas de bambú, un suave olor a sahumerios orientales. Todo lo que odio.

Julio era el escenógrafo de una obra teatral, con libro de mi autoría, estrenada hacía menos de un mes. Nos estaba yendo bien y Julio me invitó a cenar: conocería su casa y a su mujer.

Fui solo. A tono con la casa, Julio ofreció una comida oriental, hindú, para más datos, que me supo tan mal como la casa misma.

Aunque soy un devoto del chutney y de los sabores de las comidas orientales, los platos de Julio padecían de un exceso de colores; y los olores saturaban en lugar de invitar. Los amantes del hinduismo, como los amantes en general, siempre exageran.

Pese a que yo viviría en una obra en construcción antes que en una casa como ésa, debo aceptar que conformaba un estilo. Las cosas estaban en su sitio. Sólo un detalle hacía ruido: una pintura horrible colgada detrás de mí, en la pared posterior del comedor.

La vi ni bien entré y, como intuí que no me gustaría, le quité la vista de inmediato. No sé mentir y no quería iniciar mi visita con una mueca de desagrado. La cena se desarrolló con normalidad y me alegré de estar de espaldas al cuadro. De todos modos, segundo a segundo crecía en mí la alegre certeza de que no regresaría ni una vez más a ese dulce hogar, ni probaría otra vez el falso hinduismo de Julio, ni sentiría ese tufo a Ganges que me hacía difícil hasta respirar. La casa conspiraba contra todos mis sentidos.

Llegó el café, y el whisky. Nos levantamos.

Finalmente, uno es humano y los abismos nos atraen: giré y miré el cuadro. Era detestable.

Tres obreros mal dibujados alzaban sus puños contra un cielo negro. Todo al óleo. Un mazacote de pintura. Los obreros eran musculosos y de caras amargas, el clásico obrero que uno jamás ve por la calle. Sus alardes combativos eran aún más inexistentes, si cabe la expresión. Coincidían en la desafortunada ejecución del cuadro, la impericia y una incapacidad infantil.

Provocaba una mezcla de pena y repulsión.

—Es horrible —dijo Cecilia.

Giré asombrado. Por suerte había hablado antes de ver mi cara. No me gusta ser descortés. Prefiero cientos de veces la hipocresía.

—Lo colgué porque es de mi tío Rafael —agregó.

—Hay un cuento de un gran humorista israelí —dije—, Efraim Kishon, sobre una pareja que debe colgar un cuadro horrible que les ha regalado un tío, por temor a decepcionarlo si alguna vez los visita.

—Mi tío no lo regaló. Murió hace diez años. Lo mataron en Brasil.

Traté de armar un gesto que reflejara consternación.

—Lo mató la dictadura brasileña —agregó Julio.

Julio era de esas pobres personas que nunca han militado y envidian a los infelices que sí lo hicimos. Les atraen las historias de ese mundo al que no tuvieron acceso.

—Mi tío era un revolucionario romántico. Pero muy militante —dijo Cecilia—. En un bar o en una fábrica, no se dejaba pisar. Escribía, actuaba, pintaba. Este cuadro fue todo lo que pude encontrar en la pieza de la casa de mi abuela materna, donde él vivía antes de salir para Brasil. Una vez, cuando yo era chiquita, lo vi pintándolo, y dijo que cuando lo terminara me lo iba a regalar.

—¿Qué edad tenía tu tío? —pregunté.

—Cuando pintó este cuadro, treinta y cinco.

—¿Y vivía con la madre? —dije sin dejar traslucir sorpresa o burla.

—Era un hombre muy extraño.

Abandoné la conversación como un ladrón que deja sigilosamente una casa en la que no ha encontrado nada valioso. Pero Julio insistió aún un tramo más.

—El cuadro es verdaderamente horrible —dijo Julio—. Imagináte que hasta yo, que respeto tanto el pasado de Cecilia y sus afectos, dudé en dejar un cuadro tan feo a la vista. No es agradable entrar a casa y toparte con algo que no te gusta. Pero peor sería borrar el pasado.

El «pasado» y los «afectos» de Cecilia consistían en que había militado en la UES (la unión de estudiantes peronistas), dos meses antes del comienzo de la dictadura militar argentina. En ese entonces Cecilia acababa de cumplir catorce años; el destino había querido verla llegar hasta los treinta y cinco, y que compartiéramos aquella cena.

—¿En qué circunstancias murió tu tío? —pregunté.

—Parece que intentando cruzar la frontera con Uruguay. Ya lo estaban persiguiendo. Las noticias que nos llegaron dicen que le pegaron un balazo en la frente.

—¿Quiénes lo perseguían, y por qué? —intenté armarme el cuadro; otro.

—Nunca quedó claro —dijo Cecilia—. Su práctica social era revulsiva en muchos aspectos.

Debo reconocer que Cecilia, si bien insoportable, tenía un cuerpo muy a contramano de la casa. No era de caña ni olía a sahumerio. Era el clásico físico de yegua desbocada: pechos suntuosos y grupa joven. Sabía caminar y resultaba difícil mirarla con decoro. Por suerte Julio no parecía celoso. Los escenógrafos están acostumbrados a que uno admire lo que ponen en escena.

Vivían a una cuadra de Santa Fe y Canning, y luego de despedirme caminé por Santa Fe pensando en las similitudes entre aquella cena y el cuento de Kishon. Eran cerca de la una y media, y la avenida ya estaba tomada por los homosexuales masculinos que se buscaban unos a otros como luciérnagas. El cuerpo del tío nunca había aparecido, y quizá Cecilia temía que alguna vez se presentara, o su fantasma, y le preguntara a su querida sobrina dónde había puesto el cuadro que él espontáneamente le había dedicado. El cuento humorístico se tornaba una anécdota siniestra. Sin embargo, yo estaba convencido de que tanto Cecilia como Julio gustaban de tener ese cuadro allí, que los comprometía de algún modo con una historia política que nunca habían vivido y los obligaba a narrar un drama atrapante.

Llegué a casa y me sumergí suavemente en la cama, intentando no despertar a Jimena. No lo logré.

—¿Estuvo buena la cena? —me preguntó.

—El clásico «jamás volveré» —dije—. Te salvaste.

Sonrió e inmediatamente regresó al mundo de los sueños. Yo permanecí algunos instantes despierto en el mundo de los muertos, en el de los engaños, en el de las vanidades humanas. Me dormí en todos ellos.

Vi a Julio a menudo mientras duró la obra. Él pasaba todas las noches a revisar cada una de sus creaciones. Yo muy cada tanto me daba una vuelta.

Como la obra fue un éxito y permaneció en cartel a lo largo del año, nos vimos una buena cantidad de veces. Debo reconocer que cada vez que lo veía recordaba las formas de su esposa, pero Julio era una buena persona. Me gustaba su don de gentes, su buen aspecto, su cordialidad.

¿Qué es una buena persona? Simplemente alguien que evita sufrimientos a los demás. Uno de esos escasos seres humanos que prefieren engañarnos antes que decirnos una palabra desagradable sobre nosotros mismos. Fui descubriéndolo de este modo en los sucesivos encuentros posteriores a aquella cena. Cierta noche, por ejemplo, nos encontramos en una pequeña sala al final de los camarines, detrás del escenario. Era el sitio donde se guardaba la utilería.

Julio y su ayudante, Osvaldo, restañaban la pintura de uno de los muebles de la obra, un armario de tergopol, que se había corrido por los golpes.

Julio me encontró en el pasillo. Me invitó a pasar a la salita y charlar con él mientras trabajaban. Había mate y ginebra. Acepté y bebí alternativamente.

—Hay gente más discreta que lo que corresponde —dijo Julio en un tono mesurado, algo distinto del que había utilizado en su casa.

Yo creo que Cecilia lo modificaba, lo obligaba tácitamente a fingir una cierta sofisticación.

—Fijáte acá: Osvaldo.

Me fijé en Osvaldo. Un gordito retacón, con la mirada huidiza y el pelo enrulado. Tenía ese algo de bonachón de todos los trabajadores manuales, especialmente los ayudantes de escenógrafos. Pero no levantaba la vista, como si mirar de frente a otro fuera ya un movimiento agresivo.

—Siempre quiso pintar. Lo conozco desde hace diez años. Y hace diez años que corrige objetos para obras teatrales, o aplica las manos de pintura en mis diseños. Pero no te hace un cuadro ni aunque se lo quieran comprar. No se anima. Tiene adoración por el arte. Fijáte el tío de mi mujer, Rafael. Vos sabés cuánto lo respeto como ser humano… pero ¿cómo se animó a pintar ese cuadro? ¿Por qué una persona pinta si no tiene ni idea de cómo se hace? ¿Por qué no se interrumpe cuando nota que lo que está haciendo es horrible? Quizá soy un esteticista insensible y no entiendo las razones políticas. ¿Quién sabe? Quizás es mejor un cuadro horrible que deja testimonio de un pasado político valioso, que un cuadro maravilloso sin una historia detrás.

Julio decía nuevamente estupideces, como si hablar de su casa ya lo intoxicara. Sin embargo, acabó su perorata con una frase auténtica:

—De todos modos, es una injusticia que cualquier temerario pinte un cuadro horrible; y quien se pasa la vida pintando, como Osvaldo, no se anime siquiera a intentar.

Nos despedimos y vi los rulos del cabizbajo Osvaldo agitándose al ritmo de su incesante trabajo.

La obra finalmente bajó de cartel (se repuso una buena cantidad de veces en sucesivas vacaciones de invierno) y yo cumplí mi promesa de no visitar más la casa de Cecilia y Julio.

No me hubiese desagradado encontrarme por casualidad con Cecilia: sé que ese tipo de mujeres, casadas con hombres como Julio, dan como resultado una esposa infiel, y ésa es una fuente en la que me gusta abrevar. También me alegré de que el destino no me hubiese presentado esa tentación.

Al que sí reencontré fue a Julio. Por casualidad, en el crudo invierno que se desató seis meses después de aquella función en la que nos habíamos visto por última vez.

Yo estaba sentado en un bar de la calle Corrientes, pensando en que por muchos años que pasaran desde que uno dejaba el cigarrillo, las ganas de fumar nunca se agotaban. Había entrado con urgencia para orinar y luego me había dado tanta pereza salir a la calle que, aunque detesto el grueso de los bares de esa avenida, permanecí tomando un café, infundiéndome ánimos antes de retornar a la estepa. Jimena me aguardaba en casa y saberlo me hacía dichoso. Me congratulaba por habernos mantenido juntos todo ese tiempo. Y entonces vi a Julio por la ventana.

Primero pensé que el frío lo achicaba, o que se comprimía para protegerse mejor del viento. Pero al mantener la mirada lo descubrí profundamente demacrado. Sí, estaba achicado. Como si su cuerpo hubiese sido trabajado por moderados reductores de cabezas. Llevaba sellada en la cara una mueca amarga muy distinta de la expresión fresca y, reconozcamos, algo estúpida, que yo le había conocido. Bajé la vista. No lo quería sentado a mi mesa en ese estado. No podía saber si estaba borracho, loco, o perseguido por la Justicia. No me gusta meterme en problemas.

Estaba muy mal vestido, y en sus pantalones claros podían verse manchas, incluso desde detrás de la ventana.

Cuando alcé la vista para ver si ya se había ido, descubrí que me miraba fijamente. Achicaba los ojos en un intento frenético por reconocerme.

Entró al bar y me llamó por mi nombre. Casi gritó. Algunos lo miraron, y yo rápidamente lo invité a sentarse en mi silla.

Me compadecí; en su tono de voz aún persistía, oculto pero vivo, el tesoro secreto de las buenas personas. Me hablaba de cerca y no sentí el alcohol en su aliento; eso me entristeció: una buena borrachera hubiera justificado más piadosamente su aspecto.

Julio metió la mano en el bolsillo interior de su saco negro que no combinaba con nada y extrajo un cigarrillo. El hombre de los muebles de caña y los sahumerios estaba totalmente desequilibrado y fumaba.

Qué poderoso es el amor al tabaco: cuando se llevó el pitillo a los labios y pegó la fuerte bocanada, sin importarme su apariencia lo envidié profundamente. Si no hubiese acabado en una tos estentórea, creo que le hubiese pedido uno.

—Me separé —dijo Julio.

Ni falta hacía que me lo dijera.

—¿Qué pasó?

Pegó otra bocanada y tosió.

—¿Por qué no lo dejás? —dije refiriéndome a ese cigarrillo en particular.

Julio sonrió irónicamente.

—Son sólo las primeras pitadas de cada uno —me dijo—. Después me acostumbro.

Pero siguió tosiendo a lo largo de todo el cigarrillo, despropósito que no sólo me irritó a mí sino al resto de los clientes del bar.

—¿Qué pasó? —repetí.

—Fue hace dos meses.

—¿Y en dos meses ya estás así? —exclamé sin poder contenerme.

—Ahora estoy mejor —dijo Julio—. Me hace bien fumar.

Otra calada y la consiguiente tos.

—El tío Rafael —dijo Julio—. El tío Rafael estaba vivo.

Me paré. No sé por qué. Pero no pude soportar escuchar eso sentado. Fue como un acto reflejo. Tuvo su beneficio: cuando estaba volviendo a sentarme, vi el cigarrillo de Julio apoyado en el cenicero de lata y aproveché para apagarlo. Me regaló una buena cantidad de minutos sin encender otro.

—Te escucho —dije con una atención que no le había prestado a nada en muchos años.

—Era verdad que se había ido a Brasil. Era verdad que le habían pegado un tiro en la frente, en la frontera… Frente, frontera —repitió—. Pero no había muerto. Estuvo no sé cuántos meses inconsciente y cuando despertó…

—Había perdido la memoria —dije.

—Algo de eso —no terminó de asentir Julio—. No tan prosaico. Digamos que estaba desconcertado, sin saber bien qué hacer. Lo encontraron tirado, no sabe cómo, una vieja y una chica que tenían un puesto de comida cerca de la frontera. Se lo llevaron y lo cuidaron. Se ve que le habían disparado de noche y no supieron que le habían dado, no lo encontraron. Finalmente quedó del lado brasileño. Era un pobre imbécil, a nadie le importaba. Le dispararon porque quiso cruzar la frontera ilegalmente y no respondió a la voz de alto. Lo deben de haber tomado por un contrabandista de electrodomésticos menores.

—¿Pero qué es, una película? Parece Los girasoles de Rusia, la de Marcelo Mastroianni.

—Por lo menos a ése le había caído encima la Segunda Guerra Mundial. ¿Pero éste, qué hizo? —dijo Julio con un cinismo que me conmovió—. Pero vivió una historia —siguió—. Es verdad. Siempre que hay tiros, suceden aventuras como ésta. Escarbá un poco y te encontrás con varias. Por más que ni la persona ni la causa valgan la pena. Bueno, Rafael, te imaginás, estaba convencido de ser el gran revolucionario perseguido. Cuando recuperó algo de cerebro, enamoró a la nieta de la vieja. La pobre piba lo ayudó a escapar, de nadie. Se lo llevó al Amazonas, con no sé qué tribu. El bueno de Rafael consideró hace un par de meses que ya había la suficiente seguridad como para dar señales de vida. No se siente obligado a explicar por qué permitió a su familia creer que estuvo muerto todo este tiempo. Es un poeta.

—Un pintor —dije igual de cáustico.

—No —dijo Julio—. Pintor no es.

Mi cara estalló de asombro.

—Pésimo pintor —dije.

—Nunca pintó nada.

Cuando Rafael vino por primera vez a casa, yo, te imaginás, orgulloso, emocionado, más, antes de que llegara, le pedí a Cecilia que no le dijera nada del cuadro, que Rafael lo descubriera solo. Quería ver la lenta evolución de su cara cuando descubriera colgado en nuestra pared el cuadro que había pintado hacía tantos años, el que le había dedicado espontáneamente a su sobrina. Sabía que la emoción podía ser excesiva, pero no quería renunciar a ese momento. Me parecía un canto a la vida. Un reencuentro crepuscular.

Por un instante, el rostro de Julio tornó a ser el de entonces, pegado a un leve regreso a su veta snob. Lo arruinó encendiendo un nuevo cigarrillo.

—Cecilia no se negó —dijo después de la correspondiente tos—. No es que asintiera con entusiasmo, pero no se negó. Le pareció bien. Se esmeró en la cocina. A mí me pareció una superficialidad cocinar comida hindú. Incluso apagamos los sahumerios. Cuando abrimos la puerta, lloré. Cecilia no parecía conmovida. Rafael estaba muy mal. Yo había visto algunas muy pocas fotos, y no me alcanzaban para darme una idea de cómo era. Pero su aspecto, no importaba si lo hubieses conocido o no, revelaba deterioro. Estaba peor de lo que yo estoy ahora. El rostro chupado, una cicatriz horrible en la frente, temblaba, le costaba hablar. Vino acompañado por su hermana, una señora de unos sesenta años. Temí, ni bien lo vi, que no tuviera la suficiente lucidez como para reconocer el cuadro. Cenamos.

Habíamos sentado a Rafael justo frente al cuadro: no reaccionó. Ni siquiera puso la cara de desagrado que ponen todos nuestros invitados cuando lo ven.

Yo casi me reía pensando en que algo dentro de mí aguardaba a que Rafael mirara horrorizado el cuadro y Cecilia y yo nos entregáramos al rito de contar la historia, como si no fuera Rafael el protagonista. Era todo realmente conmovedor.

—Rafael —le pregunté con ternura en el postre—, ¿reconocés el cuadro?

Rafael, que casi no había hablado durante la cena, negó inequívocamente.

—Me lo regalaste antes de irte —dijo Cecilia con un tono muy distinto a aquel con que siempre contaba la historia.

Cecilia, vos la escuchaste, narraba la historia de su tío con devoción, con amor, con convicción. Y ahora se la recordaba al verdadero protagonista como si fuera un lejano conocido que no pudiese entenderla. Ni siquiera había llorado, ni lo abrazó con fervor. Yo trataba de intuir que Cecilia temía desmoronarlo con una emoción demasiado violenta y prefería no preguntarle por su terrible pasado durante la cena. Pero cuando con toda carencia de inflexiones, con una timidez que hacía su voz casi inaudible, susurró con miedo lo que había sido el gran argumento de su vida, sospeché.

En la última pitada de este segundo cigarrillo, la verdad sea dicha, Julio no tosió.

—Me olvidé de todo —dijo Rafael—. Pero no. Yo nunca pinté. Escribía prosa, poesía. Ensayos. Actué un par de veces. Pero pintar…, no. No. Yo no pintaba.

—Rafael no pintaba —repitió la hermana, extrañada—. Llegó a tocar el piano. Pero nunca lo vi pintar. Nunca vi un cuadro como ése en casa.

A continuación, Rafael hizo un ruido horrible al absorber medio durazno en almíbar. Creo que lo tragó sin masticarlo. Cecilia me miró pidiéndome compasión para su tío amnésico. Pero no soy tan imbécil, no tan imbécil. También con un gesto mudo, la llamé a la pieza. Me levanté y sin dar explicaciones fui a nuestro cuarto. Tardó en venir.

—Qué pasa —me dijo—. Tenemos invitados.

—Quién pintó ese cuadro —pregunté.

—Mi tío… —murmuró, Rafael.

—Hija de remil putas —dije—. Decíme quién pintó ese cuadro o te mato acá mismo.

Golpearon la puerta del cuarto.

Abrí con furia. Era la hermana de Rafael.

—Váyanse —dije sin más explicaciones.

Rafael obedeció de inmediato, no quería más problemas. La vieja se quedó montando guardia junto a la puerta. Se la cerré en la cara.

Cecilia me miraba con miedo. Quizás, por primera vez en su vida, con respeto. Y, ahora estoy seguro, con la alegría de saber que yo realmente deseaba matarla.

—Decíme —dije siguiendo con mi representación del papel de asesino.

Y aunque ella permaneció en silencio, lo supe. Apareció frente a mí la posición de Osvaldo al pintar, la insistencia con que pasaba una y otra vez la brocha por el mismo sitio, la acumulación de pintura por cada centímetro. Ese cuadro era el único que Osvaldo se había animado a pintar. Osvaldo, mi ayudante, se había acostado con mi mujer. Lo supe todo en un instante. No te voy a decir que fue como si lo hubiera sabido siempre, pero tenía todas las pruebas. Una historia que no conoces, pero te dan todos los elementos para armarla.

—¿Por qué lo pusiste en el comedor? —le pregunté—. ¿Por qué no lo escondiste?

Cecilia supo, igual que yo, que yo lo sabía todo.

—Me lo dedicó especialmente —dijo apiadándose de mí por primera vez al decir la verdad—. Fue el único que se animó a pintar. Le prometí que me las iba a arreglar para ponerlo en casa.

¿Me podés creer que no rompí el cuadro? Tampoco le pegué a ella. Ahora estoy arrepentido: tendría que haberle deformado la cara. Me sentiría mejor. De todos modos, me voy a recuperar.

—Estoy seguro —contesté—. Bueno, Julio —dije llamando al mozo con una seña—. Te dejo.

—Dejá —dijo Julio—. Yo pago.

—No, por favor —dije.

—De plata estoy bien —afirmó.

Lo dejé sentado en la mesa, y cuando abrí la puerta y salí al frío pensé con un humor asesino: «¿Pusiste una galería de arte?».

Me metí por Talcahuano para desaparecer lo antes posible de Corrientes: la calle de los teatros, de los falsos artistas, de los charlatanes.

Tomé un taxi y le di una dirección que no era la de mi casa. En el viaje, pensé en Cecilia. ¿Por qué había hecho eso? ¿Gozaba engañando a su marido abiertamente? ¿Una perversión? ¿Quería adornar su casa con una historia trágica? ¿Odiaba la vida? No es fácil vivir para una mujer. Para un hombre tampoco. Pensé en el cuadro y en cuánto pagaría por él alguien que conociera la historia. Bajé del taxi, me acerqué al primer teléfono público, llamé a casa y le dije a Jimena que iba a llegar mucho más tarde.