IV

Es preciso expiar por los muertos. Es preciso reparar por los muertos, para que ellos nos liberen a su vez. La reconciliación de los vivos solo es posible después de la reconciliación de los muertos. Lo que envenena nuestra vida nacional no son tanto los errores o los pecados de los muertos, como los rencores y las animadversiones que les sobreviven y son aprovechados por unos cuantos jefes de partido que podríamos contar con los dedos de la mano. Una vez más miramos a la cara, antes de dejarlos para otro libro, a estos enemigos de la patria. ¡No morirá en sus manos!

Léon Daudet seguramente fue el único que llamó por su verdadero nombre a la revolución hitleriana. La llamó Segunda Reforma alemana. El autor de Le voyage de Shakespeare nació bajo el signo del más grande de los trágicos, único heredero legítimo de Esquiles y Sófocles, frente a la pesada, rastrera, feroz y poderosa latinidad. En el destino de este hombre extraño hay algo de Calibán y de Ariel. Digo el destino —no la persona ni el genio—, el destino, fatum, la existencia sobrenatural. Sus injusticias son incontables, pero al menos las lleva grabadas en la cara, están allí marcadas como las cicatrices en el torso de un viejo gladiador. Desde luego, quien haya amado el rostro humano no puede mirar sin estremecerse esa cara terrible cuya enorme sensualidad devoraría hasta las lágrimas y que, en una de las audiencias del proceso La Rocque, surgió de pronto embadurnada de escarlata, como la máscara de un actor griego. Qué importa. No es esa la cara del fariseo. Es todo lo que se quiera, salvo un sepulcro y aún menos un sepulcro encalado. Más que ninguna de las nuestras, al contrario, está hecha para el sudor de angustia, para esa otra clase de lágrimas purificadoras, más íntimas y más profundas, las que vieron derramarse los olivos proféticos, una noche entre las noches. La sed de algunos seres insaciables no puede apagarse con el agua viva prometida a la samaritana, necesita la hiel y el vinagre de la Agonía Total.

Tenéis perfecto derecho a decir que es pretencioso o ridículo hablar en estos términos de Léon Daudet. Hablo del señor Daudet como si llevara muerto mucho tiempo, eso es todo. ¿Estará muerto, en realidad? ¿No habrá vivido nunca, en el sentido que dan a esta palabra los imbéciles que le empapan de saliva e intentan deglutirlo inútilmente? Por mucho que nos hable del vino, de las mujeres, de las flores, que escriba novelas imposibles en las que solloza quedamente una lujuria todavía impúber bajo las canas, a veces parece que cierta palabra grave escapada de repente, su voz relinchadora, su mirada ardiente y helada, nos traen el mensaje de otro mundo. ¡Qué pintará en la Academia Goncourt, Dios mío!

Es probable que Mussolini lea todos los días l’Action française. Incluso que allí se sienta como en su casa, lo mismo que un antiguo príncipe extranjero en su entresuelo parisino. Los muebles son de su gusto, agradablemente anticuados. En el recibidor puede colgar su púrpura imperial, ponerse las zapatillas de un realismo moderado, acercar sus manos consulares a la suave hoguera de una sensatez cuyos leños de Champaña, junto con los caldos de los viñedos de Château-Thierry, se guardan en la bodega de La Fontaine. Total, que abre las puertas, incluso de noche, sin aprensión, seguro de que no va a encontrarse con ningún espectro shakespeareano. Debió de quedar muy sorprendido cuando, al final de una comida íntima, Léon Daudet, inspirado por el vino blanco, le dijo con su voz más cordial mientras posaba su vaso: «La Segunda Reforma alemana quiere tener las almas y los cuerpos, y lo cierto es que en este mundo no se hace nada duradero cuando solo se tienen los cuerpos, pero todas las sociedades deportivas del mundo no pesan ni pueden nada contra los escritos del filósofo que murió loco y en Sils María sentaba las bases del Eterno Retorno – Wiederkunft des Glücken».

Al final del mismo artículo —«La cruz gamada contra la Cruz»—, Léon Daudet habla de «la extraña profundidad del movimiento hitleriano». Días antes, un joven fraile de origen austríaco me decía también: «Varios siglos después de la muerte de Lutero sabemos lo que es el espíritu luterano. Dentro de otros tantos siglos nuestros sucesores probablemente conocerán mucho mejor que nosotros la verdadera naturaleza del espíritu hitleriano».

No espero que los pequeñoburgueses franceses tengan la menor idea de uno u otro espíritu. Para esos imbéciles, Hitler, Stalin o Mussolini son unos tunantes, sin más, «unos Doriot que han tenido suerte». Esta gran conmoción de la conciencia occidental que ya no puede asimilar un cristianismo degenerado, que lo elimina poco a poco como si fuera un veneno, a los nacionales solo les evoca imágenes frívolas, acordes con sus monótonas preocupaciones. Didier Poulain relataba el otro día en Candide su conversación con un católico austríaco: «Ustedes tienen su Führer y nosotros, ay, tenemos el nuestro: es el señor Blum, y en la sonrisa dolorosa de mi interlocutor —añade— vi que pensaba que un infeliz siempre encuentra a otros más infelices que él». Estas personas no tienen remedio. Creen que pueden «utilizar» a Hitler contra Stalin, sin pensar ni por un momento que la rivalidad de los dos reformadores está justificada por la identidad de sus métodos; el primero explota la mística racial y el otro la de clase, con fines comunes: la explotación racional del trabajo y el ingenio humano puestos al servicio de valores puramente humanos. Reforma inmensa, de un alcance incalculable, si se piensa que la búsqueda, la defensa y la propagación de los valores espirituales han absorbido hasta ahora lo mejor del esfuerzo común. Millones de hombres se han matado entre sí por unas metafísicas a las que miles de hombres dedicaron su inteligencia y su voluntad. Una pequeña parte del heroísmo derrochado para alcanzar la vida eterna habría bastado para fundar cien imperios. Es verdad que mucha gente aún no está acostumbrada a ver las cosas de este modo, pero en cuanto empiecen a cundir ejemplos, el punto de vista se propagará con la rapidez del rayo. Baste recordar que los éxitos de la ciencia experimental, a fin de cuentas modestos y sobre todo parciales, han debilitado enormemente el instinto religioso. Aun así, el materialismo puramente utilitario del último siglo repugnaba a las almas nobles. Nuestros modernos reformadores le añadieron la idea de sacrificio, grandeza y heroísmo. Así los pueblos se alejan de Dios sin angustia y casi sin darse cuenta, con un fervor semejante al de los santos y los mártires. Nada les avisa de que al final de esa experiencia está el odio universal.

Mientras vemos surgir del suelo a esos monstruos todavía vacilantes sobre sus piernas, entre la vibración del inmenso bosque de bayonetas que está a punto de cubrir la tierra, los imbéciles furiosos deliberan sobre el modo de amansar al elefante fascista para que una vez domado, y entrado en razón el monstruo hitleriano, los dos juntos vayan a someter al tercer elefante, el solitario rabioso que galopa y barrita de Moscú a Vladivostok, haciendo volar la nieve bajo sus pies enormes. No exagero nada. Los pocos bien pensantes a quienes mantenía despiertos un presentimiento oscuro del peligro que corremos todos, vuelven a dormirse diciéndose que en el peor de los casos Maurras, provisto de su Diccionario, irá a puntualizar las ideas políticas del Duce, y si no basta con Maurras, a ese refractario habrá que mandarle al autócrata portugués cuyo nombre, qué demonios, sigo sin poder recordar, el distinguido profesor vegetariano que ha redactado, como Dolfuss, la constitución de un inofensivo estado corporativo y sin duda va a correr tarde o temprano la misma suerte que su pobrecito compadre…

De modo que la Nueva Reforma solo provoca en las élites francesas una turbia y ridícula excitación nerviosa, desagradable de ver. Notan que el suelo tiembla y juntan sus últimas fuerzas para protestar contra la semana de cuarenta horas, causa de todos los males. «¡Si Hitler y Mussolini no son bien pensantes como nosotros, no lo digáis! ¡Sería darle una alegría al Frente Popular!». Hay que admitir que esos payasos han representado bien el modesto papel que les habían adjudicado, a la medida de su inteligencia y su brío. Ladran contra el dictador rojo y así cubren el ruido que hacen los otros dos. Denuncian la alianza franco-soviética y atribuyen a la de Hitler y Mussolini motivos puramente sentimentales. Estos señores se rigen por sus caprichos, eso es todo. Si hubiéramos sido más amables con el general Franco, este militar seguramente se habría opuesto al Anschluss. En vez de buscar apoyos en Berlín, el Duce habría unido sus valientes soldados a los nuestros, y juntos habrían conquistado Córcega y Túnez. En resumen, todos estos autócratas venderían su gran sable a Francia a cambio de un besazo.

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Jóvenes que leéis este libro, os guste o no, miradlo con curiosidad. Porque este libro es el testimonio de un hombre libre. Tal vez, antes de que vuestros cabellos se vuelvan blancos, elevar la voz contra los Amos parecerá algo insensato. Digo insensato, no heroico, ni siquiera honorable. Las libertades que no se usan durante mucho tiempo acaban siendo ridículas. Dicen que un químico rumano acaba de descubrir un gas que, mezclado con el aire, aunque sea en proporciones insignificantes, es capaz de dormir a cualquiera que lo respire. No me cuesta nada imaginarme a los amos del futuro con una canalización perfeccionada de dicho gas a su disposición en cada ciudad. Se abren unos grifos y ya tenemos a toda la población dormida. La policía solo tendrá que escoger a los descontentos, que se despertarán en la silla eléctrica. Evidentemente, el loco que, en esas condiciones, pretenda oponer su voluntad a la voluntad totalitaria, solo inspirará piedad.

Los reformadores se desentienden de mí, y tienen toda la razón. Así puedo observarles tranquilamente, a contraluz, desde el fondo de mi oscuro destino. Les observo sin odio. Quien no les vea como los instrumentos conscientes de una política, está ciego. ¡Cuántos malentendidos se aclararían con solo sustituir el nombre absurdo de dictadores por el de reformadores! La Primera Reforma, la de Lenin, ejecutada en las condiciones más desfavorables, malograda por la neurosis judía, pierde poco a poco su carácter. La de Mussolini, de entrada unanimista y soreliana, tan versátil como el poderoso obrero que había buscado durante mucho tiempo sus oropeles de antigüedad de bazar en los manuales elementales de sociología, historia y arqueología, con su aire de farsa heroica, su gentileza popular entrecortada por accesos de ferocidad, su aprovechamiento cínico y supersticioso de un catolicismo tan vacuo y suntuoso como la basílica de San Pedro, probablemente no era más que la reacción de un pueblo demasiado sensible ante los primeros síntomas de la crisis inmediata. Varios años antes, a través de leguas y leguas, la tempestad rusa ya la había convulsionado. La tormenta wagneriana que se formaba en el centro de Europa excitó aún más sus nervios. ¿Qué puede hacer un Erasmo frente a un Lutero? ¿Qué hombre sensato habría apostado por los girondinos humanistas, o incluso por Danton, frente a Robespierre y Saint-Just? El comportamiento de la Italia nueva ante el terrible Encantador es exactamente igual que el del invertido frente al macho. Se advierte hasta en la adopción del paso de la oca, por ejemplo, que recuerda irresistiblemente ciertas formas de mimetismo freudiano. ¿Qué puedo decir? Lenin y Trotski no fueron más que los profetas judíos, los nuncios de la revolución alemana, todavía en las nubes del Devenir. Mussolini le abre las puertas doradas del Mar. Con el estruendo de los camiones y los tanques, toda la niñez de Europa acaba de morir en Salzburgo, con el niño Mozart. Solo hay una Reforma y un Reformador: el semidiós germánico, el más grande de los héroes germanos, en su casita de las montañas, rodeado de su virgen alemana, sus flores y sus perros fieles.

No se puede despreciar la grandeza de este hombre, pero no es una grandeza bárbara, tan solo es impura, la fuente de esta grandeza es impura. Ha nacido de la humillación alemana, de la Alemania envilecida, descompuesta, licuada de 1922. Tiene el rostro de la miseria alemana, transfigurado por la desesperación, el rostro de la disolución alemana, de cuando los innumerables, los intocables reporteros de los dos mundos se permitían, por un luis, el repugnante placer de ver bailar entre ellos, maquillados, empolvados, perfumados, meneando las caderas y el vientre vacío, a los hijos de los héroes muertos, mientras Poincaré, el abogadillo de entrañas de estopa y corazón de cuero, mandaba extender copias a los ordenanzas. Es el pecado de Alemania, y también el nuestro. No se ha dignado limpiarse los salivazos en su cara de arcángel sin perdón. Nuestro viejo odio brilla en sus ojos, nuestras viejas injurias dan a su frente esa sombra ardiente. No ha olvidado nada. No olvida nada. Ni sus crímenes ni los nuestros. Su orgullo lo asume todo. ¡Ojalá se hubiera inspirado en el espíritu de venganza! Pero no hay venganza tan profunda como para enterrar en ella el secreto de su vergüenza pasada. Ha conocido todas las formas del oprobio, hasta la piedad. Esta fuerza alemana que el mundo maldice pretende redimir al mundo. Cree que la tarea inmensa está hecha a su medida, la encuentra mil veces menos pesada que el olvido.

Este afán no es nada extraño. La única redención carnal es la redención por el sufrimiento. «Te obligo a sufrir —dice la Raza Elegida—, pero sufro contigo. Me pertenecerás si sé sufrir mejor que tú, si sufro durante más tiempo que tú. Tal es el sentido de la palabra conquista, que horroriza a los pueblos bastardos, porque solo aspiran a gozar. Uno de nuestros grandes hombres, un santo de la patria alemana, Bismarck, dijo que la Fuerza crea el Derecho. Es justo que lo cree, pues lo ha pagado con la inmolación del débil y su propia inmolación: el vencedor y el vencido confundidos en el mismo holocausto. Es el fuego del cielo el que baja para herir a la víctima aún sangrante en la piedra sagrada, propiciatoria. Por atrevernos a contraponer esta noción alemana del derecho a la de vuestros leguleyos y sacerdotes, nos llamáis bárbaros. Nosotros os llamamos degenerados. La más venerable de las tradiciones humanas testifica a nuestro favor. Dos mil años de cristianismo os han degradado tanto que seguís estando a favor del esclavo contra el Amo, a favor de la víctima contra el Sacrificador de manos consagradas. La gran Alemania no discute con vosotros. Os brinda, con fraternidad viril, el estanque de sangre y azufre del que saldréis purificados».

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Simpáticos patanes de la nueva generación realista, estas consideraciones no van dirigidas a vosotros. La palabra paganismo solo os evoca recuerdos escolares. Os tiene completamente sin cuidado la cristiandad, y pese a todo ella sigue velando por vosotros, por vuestras mezquinas existencias. Ella ha formado vuestro juicio. Vuestra imaginación es cristiana. Por eso recreáis a Hitler a vuestra imagen, como el hombre enérgico con el que soñaban inocentemente vuestros padres. Poco os falta para compararle con Georges Clemenceau. De la terrible sinfonía cuyo ritmo se acelera cada día, arrastrando a los pueblos con su irresistible crescendo, no oís gran cosa. Por lo demás, si la oyerais no la comprenderíais mejor que vuestros abuelos la de Wagner. Sus temas no arrebatan vuestra imaginación. Es porque son imaginaciones cristianas, insisto. No reconocéis algunas voces que sin embargo son la voz de la tierra, de los dioses de la tierra que el cristianismo solo ha acallado por un momento, veinte siglos apenas, una insignificancia. Las voces de la tierra también proclaman sus Bienaventuranzas, pero esas Bienaventuranzas no son las que advertís en vuestros parroquianos. Las voces dicen: «¡Ay de los débiles! ¡Malditos sean los inválidos! ¡Los fuertes poseerán la tierra! Los que lloran son unos cobardes y nunca recibirán consuelo. Quien solo tenga hambre y sed de justicia pesca la luna y pace el viento». Es fácil dar un sesgo cínico a estas máximas. El milagro es que casi sin daros cuenta, aunque las apliquéis más o menos en vuestra vida social, sublevan vuestra conciencia. Porque vuestra conciencia es cristiana. Os parece natural que Dios no haya bendecido la sabiduría del mundo, la que otorga honores, fortuna y riqueza. Olvidáis que en el transcurso de los siglos los hombres han considerado legítima la conquista de estos bienes, aunque sea por la fuerza, la injusticia o el engaño, y su posesión, un favor del Altísimo. La mayoría de los grandes reyes de Israel, empezando por Salomón, tenían una idea del poder semejante a la que hoy tiene el doctor Rosenberg. También por eso los pueblos totalitarios eliminarán fatalmente a sus judíos, pues cada uno de ellos se cree elegido y no hay sitio en el mundo para dos pueblos elegidos. Un hecho, un simple hecho debería abriros los ojos: durante mucho tiempo se consideró que el sacrificio del débil, del inocente, era el más grato a Dios. En todo tiempo y lugar, durante miles de siglos, la idea de plegaria, de gracia, de purificación, de perdón, ha estado siempre unida a la imagen repulsiva de unos animales degollados por sacerdotes humeantes de sangre lustral. Los hombres de la Edad Media no eran muy piadosos ni muy castos, pero a ninguno se le habría ocurrido honrar la lujuria o la crueldad como hacían los Antiguos, ni erigirles altares. Saciaban sus pasiones, pero no las divinizaban. Pocas veces eran capaces de imitar a san Luis, ni siquiera al buen señor de Joinville, pero el más tosco de ellos, por duro que fuera su corazón, no habría dudado de que un rey justo era superior a un rey poderoso, de que el servicio al estado no podía justificar la vulneración de la ley del honor, común a los caballeros y los príncipes, ni de que solo había un miserable que, debido a su vil e indispensable oficio, gozara de una especie de inmunidad ruin: el verdugo. En serio, no se ve muy bien qué sitio correspondería a un san Luis o un Joinville en la Europa totalitaria. Ni a Francia.

«Yo tampoco lo veo —contestará seguramente Hitler—. Si nuestra ley todavía es demasiado dura para ella, dejaremos que primero la romanice un nuevo César. Las circunstancias no son menos favorables que hace dos mil años. La Galia, dividida por las facciones, espera a su señor. Igual que entonces, las clases dirigentes, atormentadas por el populacho, desean ardientemente que se restablezca el orden, aunque sea a ese precio, pues están seguras, o creen estarlo, de que absorberán a su vencedor. No faltarán contratiempos, por supuesto. El Pacificador, llegado para meter en cintura a la chusma en nombre del interés general, desvelará tarde o temprano sus intenciones. Acaso algún día se encuentre delante de un nuevo Vercingetórix, de un joven príncipe francés que, llorando de rabia, lanzará contra los ejércitos motorizados del conquistador a los hombres de a pie reclutados en pueblos y suburbios. Pero la paz del Pacificador ya habrá echado raíces profundas en el suelo dispuesto a recibirle. Los sabios dirán una vez más que en política la desesperación es una necedad absoluta. A este Vercingetórix, como al otro, los ricos le dejarán sin recursos, y quizá sea, como el otro, tan cándido como para dejarse apresar vivo por el vencedor. Algunas mujeres llorarán por él, algunos patriotas, en secreto, pondrán a su hijo, inscrito en el registro civil como César Augusto, el nombre del héroe muerto. A estas tímidas protestas de fidelidad, del honor, responderá la insurrección de los pedantes, ebrios de lo antiguo, como aquellos bonachones de 1793 que, untados de pomada contra el reuma, con los pies bien calientes, orinaban Plutarco día y noche. ¡Quiera el dios de la Gran Alemania que la Romanidad os mande esta vez no solo un puñado de funcionarios, sino el excedente de su pueblo bullicioso, cientos de miles de colonos! ¡Quiera ese dios que exporte también a sus curas, a sus pequeños prelados fascistas, a sus predicadores de ópera cómica y a sus casuistas depilados, perfumados, semejantes a crupiers de casino! La tradición cristiana todavía es tan fuerte entre vosotros que veinte años de este régimen os dejarán maduros para una Segunda Reforma, y esa no os dejará escapar, como la primera. Mis servicios de propaganda encontrarán a algún nuevo Calvino capaz de ganarle al futuro luteranismo vuestras cabezas frívolas de moralistas incorregibles. Los hombres de armas que queden entre vosotros, avergonzados de servir a las órdenes de generales fanfarrones de pelo rizado, vendrán a arrojarse en brazos de los nobles jefes germánicos. Nos darán a sus mujeres y tomarán del vientre de las nuestras, para sus hijos, la sangre de los reitres sajones. Y durante veinte siglos el nombre del César alemán, de la Cultura alemana, del Orden alemán, de la Paz alemana, colmará vuestros corazones de la misma gratitud que todavía sentís por la Romanidad. Entonces habremos logrado nuestro propósito. El genio helénico que desesperábamos de someter nunca, siendo vuestro pueblo su depositario, aunque sin dar muestras de saberlo, no volverá a hacerle al mundo una pregunta que habéis dejado sin respuesta. La gran ala de la Victoria dejará de batir, henchida al viento de las cumbres, donde la libertad griega volvió durante tanto tiempo su rostro encendido hacia el Dios Desconocido. La encerraremos en un caparazón de cemento, como un peligroso ídolo extranjero conquistado por las armas al que nuestros sacerdotes no podrán corromper ni tampoco aplacar. Encima construiremos un templo colosal y entonces habrá un solo pueblo y un solo amo en Europa».

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Estimado señor Hitler, estamos escuchando estas graves palabras. Creemos que entendemos su sentido. Por eso reconfortan enormemente nuestros corazones. La Paz con la que sueña solo podrá lograrse, como la Paz Romana, en la unidad, y esta unidad, en la sangre de los pueblos libres. E incluso, quiéralo o no, cualquier otro designio sería ahora quimérico, porque las conciencias que usted está formando se han liberado de la noción cristiana del derecho. Puede que usted se hubiera dado menos prisa en confesarlo, porque su raza no carece de pudor. Pero las dictaduras latinas, demasiado sensibles y enardecidas, hacen gala de cinismo como una puta de sus caderas. ¡Qué levanten la mano los que todavía creen en la palabra de un dictador! Estimado señor Hitler, es verdad que los gráficos y las estadísticas no ponen obstáculos a sus orgullosos planes. Para tener alguna posibilidad, con nuestros cuarenta millones de franceses, de conservar nuestras libertades, primero tendríamos que sacrificarlas a algún semidiós parecido a usted, y nuestras viejas tierras humanas, nuestras tierras cristianas, no producen esa clase de monstruos. Ni san Luis ni Enrique IV fueron semidioses. Es posible que la sangre española se le subiera por un momento a la cabeza a nuestro Luis el Grande, esa sangre negra, ese veneno. Pero el Rey Sol pecó toda su vida como un hombre, como un hombre sencillo que no presume de talento, que conoce su debilidad. Murió humildemente, y su Versalles se le parece, humano, demasiado humano, sin la menor pretensión de eternidad, hecho para destruirse poco a poco como un simple mortal, noblemente, entre los árboles nobles y las aguas nobles. Estimado señor Hitler, nosotros nunca conocimos semidioses, pero aun así les esperábamos, sabíamos que algún día llegarían. Ningún hombre vivo ha tenido la experiencia de la muerte, y sin embargo la muerte no le sorprende nada, en realidad. Por muy cauta que haya sido la enseñanza de las Escrituras que nos han dado, por muy poco imaginativos que sean la mayoría de nuestros curas, no hay uno solo de nosotros, cristianos franceses, que desde niño no haya aprendido algo sobre el escándalo universal que deberá marcar los últimos días y el probable advenimiento de los semidioses.

Poca cosa tenemos para oponernos a los semidioses. A excepción de un reducido número de traidores o cobardes, no esperamos seriamente ser capaces de rivalizar en fuerza y ferocidad con unos pueblos movilizados, que acabarán armando hasta a sus niños de pecho. Además, Dios ha tenido a bien ahorrarnos esa tentación. Nos faltan hombres, como sabéis, nos faltan hombres para las máquinas. La amenaza que se cierne sobre nuestras cabezas no es la derrota, sino la aniquilación. Al fin y al cabo, lo que escribo aquí habría podido escribirlo en la época de Pericles un ciudadano de Atenas dotado del don profético. Aunque su testimonio no habría tenido el mismo sentido que el mío.

Estimado señor Hitler, se acerca el momento en que seremos los únicos custodios del nombre de cristiano. No digo de la Verdad cristiana, que pertenece a la Iglesia. Sabemos que un nuevo Borgia, peor que el primero, podría volver mañana al trono de san Pedro —al estar todo el colegio cardenalicio formado por Borgias—; pues bien, la palabra de Cristo seguiría estando segura en sus manos. Digo el nombre de cristiano, digo el honor de Cristo, porque hay un honor cristiano. Se equivocaría si le pidiera la definición de este honor, por ejemplo, al episcopado de Austria. Por otro lado, no tiene definición… Es humano y divino a la vez, y para darle ese gusto vamos a definirlo de todos modos. Es la fusión misteriosa del honor humano y la caridad de Cristo. La Iglesia, por supuesto, no lo necesita para perdurar. No por ello le resulta menos indispensable. La experiencia le habrá enseñado desde hace tiempo, estimado señor Hitler, que frente a un usurpador cualquiera las conclusiones del teólogo no son, al menos en apariencia, muy distintas de las del realista. Para ambos el Amo verdadero es el vencedor. ¿Entre los negros de Etiopía? Sí. En Viena también. Los eclesiásticos han suprimido prácticamente el principio de legitimidad, pensando, probablemente, que lo confiscarían en su beneficio. Desgraciadamente, su esperanza parece vana. Su legitimidad temporal experimenta la suerte común. Son sus personas las que están hoy en peligro, y para defender estos bienes esenciales buscan con la vista la vieja espada del honor, la espada encantada que no se ajusta a todas las manos. Cuando se ha predicado la vanidad de las grandezas humanas y rebajado la soberbia de los reyes consagrados, es triste acabar tirando humildemente de la manga al primer general que se presente, aunque sea el general Franco…

No importa. Nunca hemos sido tan libres de reclamar un honor, pues nadie nos disputa su herencia. Es un honor más valioso para el género humano que la tradición helénica, así que tiene más posibilidades de sobrevivir a su vencedor. Vuestras acometidas no acabarán con esta tradición. Más peligrosas son para ella las iniciativas solapadas de un nuevo Renacimiento italiano que, como el primero, hará que sus legistas socaven en nombre del orden los fundamentos mismos del derecho. El poder de vuestras máquinas puede disponer de nuestras vidas, pero son nuestras almas las amenazadas por los humanistas tránsfugas, eternos alcahuetes, precursores de la nueva barbarie. Estimado señor Hitler, seguramente cuenta con ellos para conquistar tarde o temprano la Roma cristiana, para separarnos a los franceses de la catolicidad, para triunfar allí donde fracasaron los hombres del Sacro Imperio. ¡Ya puede emplear todas sus fuerzas en tal empresa! Desde Henao hasta la antigua Provenza, la de san Francisco, la vieja caballería franca empezará a removerse bajo tierra. La palabra libertad, tantas veces oscurecida por las frívolas disputas de nuestros padres, recuperará el sentido religioso que le dieron nuestros antepasados celtas. Entonces la libertad francesa será la libertad del género humano. Estimado señor Hitler, la clase de heroísmo que usted está fraguando en sus fraguas es de buen acero, no lo negamos. Pero es un heroísmo sin honor, porque lo es sin justicia. Todavía no lo parece porque usted está gastando las reservas del honor alemán, del honor de los hombres libres alemanes. Todavía son hombres libres los que sirven libremente a la idea totalitaria. Sus nietos ya solo conocerán la disciplina totalitaria. Entonces los mejores de los suyos volverán sus ojos hacia nosotros y nos envidiarán, aunque estemos vencidos y desarmados. Esto no es en absoluto una simple teoría, estimado señor Hitler. Usted está justamente orgulloso de sus soldados. Se acerca el momento en que ya solo tenga mercenarios que trabajen a destajo. La guerra vil, la guerra impía con que pretende dominar el mundo ya no es una guerra de guerreros. Envilecerá tan profundamente las conciencias que en vez de ser escuela de heroísmo lo será de cobardía. ¡Oh! Por supuesto, usted presume de que la Iglesia le dará todas las dispensas que le pida. Desengáñese. Cualquier día de estos la Iglesia dirá que no a sus ingenieros y sus químicos. Y a su llamada, verá salir de su propio suelo —sí, de su suelo alemán—, de su propio suelo y del nuestro, de nuestras viejas tierras libres, de la renaciente cristiandad, una nueva caballería, la que estamos esperando, la que domará la barbarie politécnica lo mismo que domó la otra, y que como la otra nacerá de la sangre vertida a raudales por los mártires.

No, no es a usted a quien más tememos, estimado señor Hitler. ¡Les venceremos, a usted y a los suyos, si hemos sabido proteger nuestra alma! Y sabemos muy bien que dentro de poco seguramente tendremos que defenderla de los doctores artificiosos a su sueldo. Esperamos la ofensiva de esos sucesores de los grandes catedráticos del siglo XV, verdaderos padres del mundo moderno, que pretenderán exigirnos la sumisión al vencedor, esa retractación, penitencia y satisfacción que obtuvieron por un momento de Juana de Arco. Luego la quemaron. Y creían que con ella quemaban y destruían para siempre la flor maravillosa cuya semilla parece esparcida por los ángeles, ese genio del honor al que nuestra raza dio un carácter tan sobrenatural que estuvo a punto de convertirlo en la cuarta virtud teologal, ¡oh padres nuestros! ¡Oh muertos nuestros! ¡Oh cadáveres queridos, del Sena a las orillas del Nilo, del Éufrates, del Indo, en todos los caminos del mundo, oh corazones sencillos, oh manos cruzadas, oh polvo, nombres que solo Dios conoce, padres nuestros, padres nuestros, padres nuestros!… Porque incluso a un san Luis, el rey caballero, el rey franciscano, la mediocridad puede tratar de abordarlo con rodeos —el rodeo del interés profesional, del deber de estado, qué sé yo—. Resoplan, husmean, distinguen, argumentan, y al final lo justifican. Es cierto que el santo lleva mucho tiempo fuera de su alcance, en el seno triunfante de la Iglesia, pero aquel grande y hermoso joven francés de cabellos rubios, ojos claros y valor infantil, también era un príncipe, un príncipe que batía moneda, que hacía justicia, en una palabra, un administrador de lo temporal. En este sentido, al menos, acaso les pertenezca. En cambio la sabia lorenesa, la lorenesa irrefutable, cayó un día entre ellos, sin nombre, sin herencia y sin título, toda heroísmo, toda pureza, la mismísima caballería caída del cielo, como una pequeña espada brillante. Hija rebelde, que abandonó la casa paterna, desvergonzada andariega, vestida de hombre, de los caminos reales a cielo abierto bajo el aguacero y de las carreteras huidizas colmadas de contiendas y aventuras, capitán adusto y soliviantado. ¿Y qué más? Paje, paje por cierto, a quien gustaban tanto los caballos, las armas, los estandartes, un paje limosnero, pródigo, espléndido (cuando se me queda vacía la arquilla, el rey vuelve a llenarla, decía), paje por cierto, con sus airosos sombreros redondos y su túnica de paño dorado, y después, al final, durante unas pocas semanas, entre aquellos viejos zorros, aquellos «profesores de moral», aquellos casuistas, en el aire viciado de la sala del tribunal, paradójico aprendiz de teólogo que pone por testigos a Dios, a sus santos, a su Iglesia Invisible mientras todas las preguntas taimadas la hieren en pleno pecho, la arrojan al suelo chorreando sangre sagrada, nuestra sangre, nuestras lágrimas, ¡oh tutelar, oh bienamada!

¿He osado hablar de retractación? ¿Retractarse de qué? Siempre obedeció una ley muy sencilla, tanto que solo se le encontraría un nombre en el idioma de los ángeles: lanzarse hacia delante. No, en su vida la victoria no era un acontecimiento maravilloso, un milagro, sino su propia vida, el ritmo inocente de su vida, ¿cómo iba a renegar de ella?… La llama sibilante fue su mortaja.