Releo, no sin melancolía, la primera página de mi prólogo. «Iré hasta el final de mi tarea», decía. Pues bien: es cierto, ya he llegado. Ya he llegado al final de mi libro. Estoy contento.
El secreto de esta satisfacción seguramente les resultará incomprensible a muchos. Me habría gustado no hablar de quienes a lo largo de estas páginas solo han creído oír un grito de ira o desafío. El juicio de estas personas no puede ocuparme mucho, porque no pienso en su juicio, les veo a ellos. Les veo. No me apetece meterme con ellos. Todos pertenecen a esa parte de la humanidad que hace dóciles a los ciudadanos. En un mundo realmente organizado, a excepción de su familia, sus superiores y sus subordinados, nadie les ve. Pasan completamente inadvertidos. Solo son ridículos en un tiempo como el nuestro, porque no han nacido para estas circunstancias trágicas. La brusquedad del contraste es lo que mueve a risa. Si un domingo, junto al templete de la música de Brignoles o Romorantin, veis a un anciano señor con chaqueta de alpaca, pantalón de cuadros y sombrero de paja, no experimentáis ninguna emoción. Transportadle, después de un último cepillado, en medio de las ruinas de Shanghai, y el pobre tipo os parecerá grotesco o siniestro, según vuestro humor. Las ligas patriotas están repletas de funcionarios militares o civiles a los que unos periodistas bribones incitan todos los días para que salven a Francia. Antes estos inocentes se exaltaban contra los alemanes. El obrero sindicado ocupa hoy el lugar del alemán. ¿Qué demonios queréis que piensen de las reformas sociales más legítimas unos personajes inofensivos que se han pasado la vida temblando delante de su jefe de oficina, su coronel o su inspector, y que ostentan en el ojal con orgullo ingenuo, como pago por cuarenta años de cólicos, la misma Legión de Honor que el más grande guerrero, en el campo de Boulogne, otorgaba antaño a sus viejos soldados, en el casco de Francisco I? Si no son sensibles a esta payasada colosal, ¿cómo íbamos a esperar que tuvieran, siquiera en su grado más bajo, sentido del honor, de la justicia y de la historia? Para estos infelices el obrero descontento «se equivoca» porque reclama. El que se atreva a socavar el prestigio de los comerciantes y propietarios ofende mortalmente a Dios. El escándalo de mi vida ha sido, sin duda alguna, ver cómo cierto número de estos respetuosos crónicos se hacían monárquicos. Y todo porque a esos cabezas de chorlito les habían dicho una y otra vez que la monarquía era bien pensante. Gracias a Dios, hoy consideran que los príncipes son socialistas. Todo hace esperar que acabarán haciéndose republicanos.
Insisto en que no quiero que desaparezca esta clase de hombres. Solo me gustaría apartarlos de nuestros debates por un momento, el tiempo necesario para la reconciliación de los franceses. Puede que ellos también anhelen de buena fe esta reconciliación. Pero son incapaces no ya de lograrla, sino de concebirla siquiera. No es el desorden lo que reprueban, sino el ruido que hace el desorden, y gritan: ¡silencio!, ¡silencio!, con sus vocecitas ora quejumbrosas, ora amenazadoras. Si las reivindicaciones obreras les sacan de quicio es porque les alteran los nervios. El director de una poderosa industria que practica desde hace cinco años el ajuste de salarios me confesaba hoy que a cada aumento del cinco por ciento, los detallistas respondían de inmediato con un enriquecimiento del diez por ciento del precio de los productos. Es así como esas ventosas repugnantes chupan la sangre a nuestro pueblo, pero la prensa de derechas se confabula para callar un hecho de todos conocido. Esta reserva puede tener varios motivos. Solo mencionaré el principal: las ventosas obran en silencio. Basta con eso para las personas de orden. En cambio, piden que se reprima a los vocingleros. El que grita mientras le desangran es un anarquista que no merece el perdón.
Cuando se tienen los nervios tan sensibles lo mejor es quedarse en casa. Es absurdo pretender ser árbitros. Comprendo perfectamente que el obrero sindicado ponga a prueba su paciencia. ¡Que dejen a otros la tarea de negociar con él! Los muy infelices se encuentran en tal estado, que al primer intercambio de palabras caen en trance. Se parecen a esas mujeres incomprendidas que lo aceptarían todo, incluso una paliza, siempre que entre golpe y golpe les dijesen que tienen razón, razón, razón. Estoy hablando de un fenómeno psicológico muy fácil de comprobar. Os reto a mostrar la más discreta, la más tímida aprobación de un artículo cualquiera del programa obrero: veréis cómo esos afeminados se encogen ante vosotros como la flor llamada sensitiva. ¡Vaya, vaya! ¡Así que es usted comunista!, exclaman con la misma voz con que las protagonistas de Courteline replican: ¿Así que soy una imbécil?… ¿Cómo es posible que algunos jóvenes franceses todavía escuchen los argumentos de esos pusilánimes, de esos angustiados? No seré yo quien niegue el peligro que supone el comunismo totalitario para Francia. Pero aunque fuera más inminente de lo que creo, razón de más para librar a la guarnición de unos infelices deprimidos, cuyo lugar está en el sótano. Repito que ni la misma Casa de Francia está a salvo de sus sospechas histéricas. ¿Tendré que pedir una patente de monárquico al señor Pozzo di Borgo o al señor Taittinger? ¿Por qué iba a hacer caso de unas campañas de prensa de carácter convulsivo, que solo conducen a rotundos fracasos? Nunca he escrito nada sobre el proceso del coronel La Rocque. Simplemente me permito considerar ridículo que las mismas personas que darían su aprobación, si se atrevieran, al atentado provocador de la Étoile, pongan ahora el grito en el cielo porque un Coronel Nacional (por decirlo en su ridículo lenguaje) haya aceptado de un Ministro Nacional una Subvención Nacional para una Organización Nacional. ¡Cómo! En la época del asunto Dreyfus estos patriotas no habrían soportado que se acusara a un capitán de intendencia, ¡y ahora deshonran públicamente a un coronel y le denuncian al extranjero como un estafador que ha robado hasta sus medallas de guerra! ¡Conciencia! ¡Conciencia! ¿Hay alguno de estos fulanos que, al ser preguntado sobre el único capítulo de la historia contemporánea capaz de emocionarle, la guerra de Abisinia, no esté dispuesto a difamar, por amor a Mussolini, nuestras campañas coloniales? «¡Sí señor, nosotros hemos matado a muchos más negros que el Duce! Por otra parte, ¿qué son los negros? ¡Mueran los negros!». ¡Conciencia! ¡Conciencia! ¡Conciencia! Cuando hay imbéciles con tan poco honor como para comparar la obra de un Gallieni o de un Lyautey con la destrucción masiva de Etiopía lograda a costa de miles de millones, puedo decirles que desconfío de su concepto particular de la defensa social, y que, hablando en plata, prefiero la muerte antes que vivir protegido por sus ametralladoras sustraídas de los arsenales. ¿Tengo derecho a decir esto, sí o no? ¿Se le negará la calidad de nacional a quien rehúse confundir a los obreros franceses —nacidos de padre y madre francesa, por cuyas venas, gracias a una combinación de parentescos desconocidos, corre una sangre mucho más preciada que la de tantos aristócratas ajudiados— con unos mujiks embrutecidos por mil años de servidumbre, so pretexto de que prefieren el marxismo al capitalismo, cuando el segundo no es más que una forma de marxismo; sí o no? ¿Deja uno instantáneamente de ser francés porque no quiere ser cómplice de la vil maniobra de declarar a los obreros franceses únicos responsables de la quiebra de un régimen económico y social que ya estaba muerto mucho antes de Johuaux y en 1914 condujo a una guerra equívoca que hoy nadie osa justificar ni defender, y de la que lo menos que puede decirse es que sus promotores fueron tanto el pangermanismo como el paneslavismo, y que solo Francia entró en ella con las manos limpias, Francia —hablo de Francia—, incluida la Francia obrera y campesina? ¿Perderé mi nacionalidad porque os digo a la cara que probablemente no habría hablado nunca del general Franco si no hubierais pretendido convertir a un Galliffet de pesadilla en una suerte de héroe cristiano para uso de los jóvenes franceses? En una reciente conferencia, el señor Benjamín tuvo la osadía de decir que había ido a Burgos en busca de una lección de grandeza. Reconoceréis mi derecho a proveerme de grandeza en una fuente que no sea el autor de Gaspard. ¡Pues vaya! Supongamos que mañana voy a ver a un rey exiliado, ya sea monseñor el duque de Guisa, Alfonso XIII, el príncipe Otto de Habsburgo o el emperador Guillermo, y le digo: «Señor, llegado el caso, ¿aceptaría una restauración de la monarquía según los métodos que Benjamín, de acuerdo con el episcopado español, considera excelentes?». Esas majestades se reirían en mis barbas. ¿Por qué demonios iban a exigirme que admire a una especie de general cuya idea de la legitimidad personal es tan feroz y obtusa que él mismo ha sido capaz de perjurar dos veces ante sus superiores? ¡Oh, sí, ya lo sé! Me contestaréis: «Johuaux o Gignoux, hay que elegir». ¡Pues bien, ni Johuaux ni Gignoux! De creeros, el mundo obrero es el único que tiene sus politiqueros desaprensivos y su prensa asalariada. Qué curioso. El régimen capitalista vive de la publicidad, pero qué va: la Unión de Intereses Económicos, o cualquier empresa semejante, se avergonzaría de ejercer la menor presión sobre El Eco de los Buenos Ricos. Incluso podemos imaginar el diálogo:
—Señores —diría el director—, he decidido apoyar cierto número de reformas sociales a las que se opone su egoísmo.
—Muy bien, señor director, no seremos un obstáculo para sus elevados propósitos. Es más: para alentar la virtud, duplicamos nuestra subvención.
Evidentemente, la guerra de clases tiene sus necesidades, lo mismo que la otra. No os echo en cara que la hagáis, simplemente les niego tanto a Gignoux como a Jouhaux el papel de árbitros. «¡Nosotros rechazamos la violencia!». Sí, claro. Pero la evasión de capitales es un chantaje tan eficaz contra mi país como las huelgas. «¡Qué dice usted! ¿Acaso no tenemos derecho a poner a salvo el patrimonio de nuestros hijos?». Entonces no lo hagáis en nombre de la Patria. Todos vuestros patrimonios juntos todavía no hacen la Patria.
Puedo hablar así porque no soy demócrata. El demócrata, y particularmente el intelectual demócrata, me parece la especie de burgués más odiosa. Incluso entre los demócratas sinceros, estimables, se advierte esa farsa inconsciente que hace insoportable a Marc Sangnier: «Voy al Pueblo, me enfrento con su mirada, con su olor. Le escucho con paciencia. Tengo que ser cristiano… Es cierto que Nuestro Señor me dio el ejemplo». ¡Pero no fue este el ejemplo que le dio Nuestro Señor! Si se juntó con mucha gente pobre —no todos irreprochables— supongo que era porque prefería su compañía a la de los funcionarios. Las personas distinguidas podrán, si quieren, atenerse a la hipótesis, desde luego más halagadora, de una mortificación voluntaria del Divino Maestro. Yo, por mi parte, desearía sentarme todos los días a la mesa de unos viejos frailes o unos jóvenes oficiales amantes de su oficio. La conversación de un buen noble rural tampoco me desagrada, porque me gustan los perros, la caza, el acecho de las becadas en primavera. En cambio los señorones del gran comercio que hablan del último Salón del Automóvil o de la situación económica mundial, me dan risa. ¡Largo, largo! El hombre distinguido, como se dice hoy, es precisamente el que no se distingue en nada. ¿Cómo demonios podemos distinguirle? Después de quince días de vida en común, por ejemplo a bordo del Normandie, y con tal que en su juventud hayan amaestrado convenientemente al animal, no hay modo de saber si su papá era vendedor ambulante de corbatas o administraba Le Creusot. En resumen, cualquier buen hombre, obrero o campesino, que ose ser quien es, hable con franqueza y se calle si no tiene nada que decir, me parece mucho más digno de llamarse distinguido que esas pobres sombras que se saben su papel al dedillo, pero no podrían cambiar una palabra sin ganarse un par de bofetones. En vano los viejos pedantes tratarán de convencerme de que eso es una humanidad preciosa, cuyo refinamiento forma parte del legado nacional, como la poesía de Jean Racine. Pobres pedantes… Antes consideraban que Anatole France era un genio y Gabriele d’Annunzio un señor del Renacimiento, ¡Ay, Virgen santísima! Las verdaderas aristocracias son lo que son. Sería inútil discutir al respecto, porque ya no están. Nadie pone en duda que una u otra clase cuentan con individuos notables. Debemos trabajar para unirlas. Todo lo demás es vano.
No cabe esperar que la prensa de derechas o la prensa de izquierdas propicien esta empresa. Lo más tremendo de los síntomas sociales es que las clientelas de esas dos prensas rivales acaban siendo las únicas que cuentan. La lucha es entre dos clientelas. De modo que ni siquiera se trata de prejuicios de clase, sino de una enemistad mucho más profunda, profundizada cada día, y no solo profundizada, ampliada cada día a la dimensión del universo, que se encuentra así asociado a los malentendidos más ridículos. Es así como la vil competencia de las hojas impresas controla el destino de los grandes pueblos. ¿Para qué hablar de luchas sociales? El espumarajo de odio es demasiado pegajoso, demasiado espeso, huele a su producto. Si los franceses segregan esa baba es porque están enfermos, ni más ni menos. Esta mañana me enteraba de la entrada del ejército de Hitler en Viena. «La derecha estará contenta», me dice el vendedor de Ce Soir. Cinco minutos después un buen hombre me para por la calle: «¡Mire a lo que nos está llevando el Frente Popular!…». Los dos veíamos desfilar, como una corte de los milagros, a unos viejos y viejas que reclamaban la jubilación tantas veces prometida y aplazada. «¡Cabrones!», grita mi acompañante, blandiendo el puño contra esos desechos humanos. ¡Oh, mi país!
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Ya no hay clases. Una clase viva elimina sus venenos, sus odios. Nuestros partidos ya no eliminan nada. Con una clase viva, organizada, se puede tratar, porque sus propios intereses están vivos y a veces sacrifica sus rencores por ellos. ¿Qué posibilidad hay de oír, en medio de este desbarajuste, una palabra libre? De creer a los bien pensantes, el obrero francés, ahíto, revienta de bienestar. Les aconsejo que lean el artículo publicado hace poco por Louis Gillet en Paris-Soir. Louis Gillet, yerno de académico y él mismo académico, no es precisamente un bolchevique.
¿Sabían ustedes que el dieciocho por ciento de las familias francesas, es decir, UNA de cada CINCO familias, vive amontonada en un solo cuarto? Naturalmente son las más pobres, o lo que es lo mismo, las más numerosas. Un solo cuarto donde ocho o diez personas tienen que revolverse para comer, guisar, fregar los cacharros y todo lo demás, para vestirse y para dormir. Un solo cuarto que por lo general únicamente recibe luz de la escalera, ese tubo que le sirve a toda la casa de aparato respiratorio, donde se mezclan los olores de todas las cocinas y donde, por falta de sitio, cada familia, durante el día, coloca en su pasamanos las sábanas y los jergones para orearlos.
A los jovenzuelos engreídos de la nueva generación realista seguramente les parecerá muy normal. También encontrarán perfectamente natural que en la guerra que viene estos ilotas paguen con sus miserables pellejos los desvelos maternales que les ha prodigado siempre la nación. Probablemente estas líneas les parecerán un sacrilegio. Sin embargo, ¡bien sabe Dios cómo hablan de Francia los papás de estos señores desde que «los negocios van mal»! La tratan exactamente igual que los rufianes a la chica que ya no les renta. La propaganda enemiga saca un partido enorme de estos tartamudeos de imbéciles aterrorizados. Hace varios meses la prensa argentina, untada por el general Franco, anunciaba que los comunistas franceses habían volado la gruta de Lourdes. Poco antes de la visita a Francia del legado Pacelli, monseñor Pizzardo, de paso por París, se asombró públicamente cuando unos eclesiásticos con sotana fueron a recibirle a la estación: «¡Qué valor, señores, pero qué imprudencia! ¡Se están jugando la vida!». Esas tenemos. El error de los moderados es su pretensión de hacer una política de las clases medias. La clase media tiene sus virtudes, pero no puede tener una política. Arrojada a la oposición, ha perdido allí la seguridad que para ella es inseparable de la obediencia al poder establecido, sea cual sea. Bastará una seña de un amo extranjero para que se tumbe de espaldas y separe las piernas: «¡Tómame, hazme feliz!». Yo todavía espero otro final para mi país.
Mientras escribo estas páginas las tropas de Hitler desfilan por Viena y los nacionales andan diciendo: «¿Por qué no hemos cedido a Mussolini?». ¿Ceder quién? ¿Ceder qué? En el Mediterráneo no hay sitio para dos imperios. Desde que se disparó el primer cañonazo en Etiopía sabíamos lo que tramaba Mussolini; el alarde que hizo en el Brennero solo pretendía apoyar la campaña de los periódicos de Laval, fue una exigencia suya. ¡Que la sangre francesa le ahogue mañana!
Los nazis se han apoderado del legado de los Habsburgo en nombre del orden europeo amenazado por los comunistas. Pero ¿no vimos ese legado sacrificado en Italia en 1917? El emperador Carlos ofrecía la paz. Prolongamos la guerra por una especie de entidad geográfica, una nación paradójica, una nación sin tradición nacional, la más pura creación, en el siglo XIX, de la masonería universal. La opinión que expongo aquí no es solo mía, sino también de los curas que me instruyeron. A todos los niños cristianos de mi generación les enseñaron, con el catecismo, que la confiscación de los Estados Pontificios era una amenaza para la libertad de la Iglesia. Hoy la opinión católica acepta gozosamente que entre los hijos y el Padre se levante un bosque de bayonetas. Observad que no tengo nada contra el Soberano Pontífice, que solo ante Dios responderá de sus actos de gobierno. Lo tengo contra los impostores que lloriquean o se tranquilizan a la voz de mando. A estos hombres no les costará mucho cumplir el voto de castidad.
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«¡No llegaréis a viejos, jóvenes franceses!». Eso escribía yo al final de La Grande Veur. Ahora lo que temo es que hayan llegado a viejos. Temo que hayan vivido ya demasiado. Los vastos cementerios de la primera guerra vieron sus primeros pasos, sus primeros juegos. A veces los supervivientes se asomaban a la verja para verles, sacudían la cabeza y volvían discretamente a sus casas, con el ramillete que no se habían atrevido a dejar en las tumbas para no entristecer a esos niños alegres. Ponían el ramo a refrescar en una palangana y lo miraban morir, también él… Año tras año, los niños crecieron. Nosotros envejecíamos, que no es lo mismo. Las calamidades nos habían vuelto humildes. Es verdad que muchos héroes, de 1914 a 1918, fueron cornudos. Pero bueno, esos eran infortunios individuales. La juerga vil de la posguerra, que arrastraba, a la cola de la inmensa farándula, a los mancos, los cojitrancos, los lisiados, los gaseados de mejillas encendidas que, entre dos bailes, iban a escupir los pulmones al lavabo, nos marcó a todos con el mismo signo sganarelliano[11]. ¡Era Francia la que nos ponía los cuernos, no es ninguna deshonra! Pero bueno, nos sentíamos un poco ridículos y ya no nos acercábamos a los cementerios. Tan solo nos llegaba de lejos, desde esos paisajes austeros, un zumbido de colmena laboriosa. «¿Qué estarán haciendo allí dentro los chicos?». Qué más da. ¿Acaso los muertos no estaban muertos para ellos? «Se estarán divirtiendo —pensábamos—. Es propio de su edad. Ahora que los camaradas están bien secos, bien mondos en la tierra, el lugar es salubre, y como esos chicos siempre han sido aficionados al aire libre, es mejor que se refocilen allí que en los burdeles». «No se refocilan —decían los rezongones—. Por la noche oímos rechinar las palas y los picos. Parece que están trabajando duro». Pues sí, esos rezongones tenían razón. Los chicos trabajaban duro, en efecto. Un buen día fuimos a verles, un buen día, un día de fiesta. ¡Demonio de chicos! Habían arreglado las cosas a su manera. Ya no quedaba ni rastro de las tumbas que conocíamos. No quedaban árboles, ni flores, ni una brizna de hierba, solo tierra fresca que nos evocaba la ofensiva del Somme, ¿os acordáis? Dos enormes túmulos, frente a frente, como dos colinas de barro. Sí, todos los compañeros amontonados en dos pilas, la de la izquierda y la de la derecha: Frente Popular y Frente Nacional, separadas por alambradas.
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¡Pobres chicos! Creyeron que habían hecho bien y tuvieron que sudar de lo lindo. Hacer esa lúgubre selección, acarrear todos esos huesos, ¡ahí es nada! Pero al final lo consiguieron. Aunque ellos solos no habrían podido, por supuesto. Pusieron sus brazos al servicio de odios implacables, inexpiables, impotentes, odios de viejo. La Francia de 1918, frenada en seco cuando más boyante estaba la producción industrial de guerra, se encontró atestada de un material inútil y con enormes reservas de odio. De 1914 a 1918, los hombres de la vanguardia experimentaron el honor, y los de la retaguardia el odio. Con pocas excepciones, todo el que no había combatido estaba podrido, podrido sin remedio al cabo de aquellos cuatro años sangrientos. ¡Todos podridos, os digo! No hablo por hablar. Hay testigos. Lanzo este desafío a cualquier chico normal: a ver si es capaz de escribir, sin caer de inmediato en la desesperación, una tesis sobre la clase de textos de donde aquellos desdichados sacaban la sustancia de su patriotismo sedentario. Mentira y odio. Odio y mentira. La opinión pública de este noble pueblo que ha batallado con distinta fortuna a lo largo de los siglos, ha caído en manos de una banda de charlatanes más o menos latinizados, hijos de esclavos griegos, judíos o genoveses, para quienes la guerra siempre fue un pillaje o una vendetta y nada más. Tan mal nacidos que el respeto al enemigo les parece un prejuicio absurdo, capaz de desmoralizar a los soldados. ¡Vosotros sí que nos habríais desmoralizado, perros!, si por lo menos nos hubiéramos dignado a leeros. ¡Más habría valido que a la vuelta os hubiéramos cerrado a estacazos esas bocas inagotables! Pero gritabais tan fuerte, echabais tantos espumarajos, que nos sentimos un poco avergonzados con nuestras muletas y nuestras cruces, tuvimos miedo de parecer menos patriotas que vosotros, impostores. Vuestra tremenda impudicia podría explicar, cuando no justificar, la timidez de los excombatientes. ¡Pues sí, nos habría dado vergüenza tender la mano a un enemigo leal después de haber intercambiado tantos disparos con él, y repetíamos vuestras consignas, y sufríamos vuestros elogios! Porque el armisticio no os hizo callar, y la paz aún menos. Tan grande había sido vuestro miedo de perder el pellejo, ¡fanfarrones! Sí, juro que nada nos habría satisfecho más, una vez asegurado el precio legítimo de nuestra victoria, que rendir honores a un pueblo hambriento; habríamos recordado que se había enfrentado a todos sacrificando incluso a su miserable infancia, criada sin leche. Habríamos pensado en todas esas mujeres alemanas, mujeres de soldados, muertas un día, con los pechos secos, junto a un recién nacido espectral, alimentado con pan negro y viscoso. Habríamos dicho: «Dejadlo ya, fanfarrones… Les hemos vencido, no les humilléis. Basta ya de contar historias de ametralladores encadenados a su pieza, de alemanes llevados a palos hasta la línea de fuego. Basta ya de frases sobre los bárbaros. No mantendréis a sesenta millones de hombres bajo la perpetua amenaza de una ocupación preventiva, detrás de unas fronteras abiertas». Lamentablemente, solo paraban de injuriar para sudar de espanto. Gritaban: Seguridad… Seguridad… con una voz tan chillona que la Europa envidiosa, ya secretamente enemiga, simulando que se tapaba las orejas, hablaba con tristeza de nuestras obsesiones morbosas. Pero nosotros no estábamos obsesionados. Habríamos dado mucho —hasta la legendaria parte del combatiente— con tal de parar el flujo de vuestras tripas. Pero nada detiene las diarreas seniles. Deberíamos haber previsto que a medida que Alemania se levantara —primero una rodilla, luego la otra— la supuración de odio no cesaría, sino que refluiría poco a poco hasta el centro del país. Los maniáticos que no tuvieron piedad con la Alemania vencida, exangüe, ahora la honran. Acabarán amándola, sin duda. El temible Oriente que ayer mismo empezaba en Sarrebruck, se ha plantado en el centro de París, en la calle Lafayette[12]. ¿Qué queréis? Aquellos viejos han seguido envejeciendo. Prefieren tener la vanguardia cerquita, a una etapa de silla de ruedas. Así se facilita mucho la defensa de Occidente. La guerra entre los partidos prosigue con los antiguos métodos de la guerra del Derecho. Ahora ya no sirve el chantaje del «derrotismo», porque el mismo día en que Mussolini echó el ojo a Etiopía, la llave de África, todos los guerreros honorarios se volvieron pacifistas. El chantaje del «comunismo» sucede al otro. Miles de buenas personas que desearían conocer los motivos antes de arrojar fuera de la comunidad nacional a una parte importante del proletariado francés, ya no se atreven a abrir la boca, por miedo a que les acusen de debilidad con Jouhaux, igual que antes les convencieron de complicidad con Joseph Caillaux, hoy campeón senatorial de los Buenos Ricos.
Es poco probable que un joven pierda hoy el tiempo releyendo los periódicos de la guerra. Además no sabe nada de la guerra, ni quiere saber nada. Por lo tanto, nunca sabrá que entonces Francia se dividió en dos bandos, que el heroísmo prodigado en el frente no logró compensar sobrenaturalmente la desmoralización acelerada de la retaguardia, su avaricia, su vileza, su cinismo, su necedad. Es como si el 11 de noviembre la Francia guerrera hubiese caído de bruces, mientras que la otra —pero ¿se le puede dar el nombre de Francia?—, con los bolsillos llenos, el corazón vacío y los nervios destrozados, detrás de sus politiqueros, periodistas, financieros, efebos fúnebres, farsantes y plumíferos por encargo, se hubiese apoderado de nuestra opinión pública. Se ha quedado con ella.
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Los dictadores usan la fuerza como único instrumento de grandeza. El uso sistemático de la fuerza siempre va acompañado de la crueldad. El heroísmo y el desprendimiento de las nuevas juventudes no tardarán en convertir la crueldad en una virtud viril. Entonces la misericordia les parecerá tan boba como antes a nuestros jóvenes burgueses franceses la virtud de la castidad. Solo la enorme frivolidad de los bien pensantes puede hacer creer que los particulares seguirán honrando sus firmas mientras los amos del mundo reniegan de las suyas. ¿De qué sirve tratar de reprimir la anarquía política y social si los métodos empleados, con su total falta de escrúpulos, fomentan una clase de anarquía moral de la que tarde o temprano surgirá una anarquía política y social peor que la anterior? Ya sabemos lo que es la guerra total. La paz total se le parece, o mejor dicho, no se distingue en absoluto de ella. En ambas los gobiernos se muestran, literalmente, capaces de todo. ¿Es eso lo que De Jouvenel llama «la escuela de la Fuerza», a la que «ha despertado Europa»? «En el próximo siglo —concluye este caballero siguiendo a Nietzsche— el estado de Europa tendrá que seleccionar las virtudes viriles, porque vivirá en un perpetuo sobresalto». Evidentemente, como los tratados no tienen ningún valor, resultará difícil darles una rebanada de pan a tus hijos sin preguntarte ansiosamente si los servicios de preparación de la guerra bacteriológica no lo habrán sembrado con bacilos de la parálisis infantil. Cuando nuestros abuelos querían encontrar unas condiciones de vida parecidas, se alejaban prudentemente de sus familias e iban a pasar una temporada con los caníbales. Como no lo encuentro de mi gusto, me acusarán de falta de virilidad. Es posible. Todo es posible. Todo llega, incluso recibir lecciones de virilidad de ciertos periodistas expertos cuyo nombre está bajo mi pluma.
Ningún equívoco, ninguna mentira puede prevalecer sobre la evidencia. Si las naciones se arman furiosamente es por una razón muy sencilla: YA NO PUEDEN TRATAR ENTRE ELLAS, porque sus firmas carecen de valor. No creo que una sociedad humana haya conocido jamás esta vergüenza. Los anarquistas estarán contentos, pero ¿y las personas de orden? No les interrumpáis. Todavía no han terminado de aplaudir ante el ridículo fracaso de la Sociedad de Naciones. Cada vez que en China, Abisinia, España u otro lugar se oye el ruido de papeles rasgados y la descarga de agua que los arrastra a la fosa séptica, los muy infelices se carcajean y patalean de gusto. Si les explicáis que al realismo de los hombres de estado se sumará el de los hombres de guerra, que de ahora en adelante serán posibles todas las formas de guerra, por muy atroces que se imaginen, y que estas guerras engendrarán un monstruoso sentimiento de emulación en el horror, se pondrán aún más contentos. Cuando los dictadores, en nombre del interés nacional y para ahorrar, hagan que sus soldados se coman a los prisioneros, un noble muchachote como De Jouvenel dirá: «¡Vamos, querido camarada, sé hombre!». Y leeremos en el Osservatore Romano una nota prudente y mesurada con la invitación a los eminentes jefes de estado católicos para que, en un gesto de deferencia filial hacia la Santa Sede, prohíban por lo menos el consumo de esas conservas en Viernes Santo. ¡Sed hombres! ¡Sed hombres! Decidme una cosa: ¿lo sois más que yo, farsantes? Después de todo, veo entre vosotros algunos personajes tan viriles como patriotas, y no vais a obligarme a gritar ¡viva Francia!, cada vez que un Mariquita Nacional se aplique un apósito tricolor en el trasero. No son vuestros principios lo que aborrezco, personas de orden. El partido del orden —¿hubo alguna vez un partido del orden?— aún está por hacer. Lo que llamáis con ese nombre no es más que un batiburrillo. Es que no puede ser otra cosa, decís. Lamentablemente, haría falta que sus jefes, que tantas veces se han acusado mutuamente de traidores o imbéciles, estuvieran muertos. Disculpad si escribo siempre los mismos nombres, pero caramba, ¿Doriot, Taittinger, Jean Renaud, Tardieu, Laval, Flandin? A su lado Waldeck-Rousseau parecería todo un señor.
—¿Qué legitimidad representan ustedes?
—No representamos ninguna legitimidad.
—Entonces, ¿qué doctrina?
—No tenemos doctrina. ¡Muera lo peor! Ese es el lema que nos une.
—Lo que me temía, contraponen la Mediocridad a lo Peor, esa es su razón de ser. ¡Pues bien! Francia no quiere mediocres.
—Nuestros adversarios no son menos mediocres que nosotros, pero son más peligrosos.
—Precisamente. Francia los prefiere peligrosos.
Con ellos, sigue esperando que esto cambie; conmovedora ilusión, por cierto, pues los mediocres nunca cambiarán nada. Oíd, personas de orden: el pueblo no es tan fácil de embaucar como los inocentes parroquianos de vuestras ligas. Cuando habláis de orden a las clases medias ellas lo entienden enseguida, porque desde hace ciento cincuenta años, en cualquier régimen burgués, esta palabra siempre significó para ellas la prosperidad del comercio y la industria. Pero no suena igual en los oídos populares. Decís: «Nos corresponde a nosotros mantener el orden». ¿Qué orden? El orden liberal era un orden. Reinó en Francia durante más de un siglo. En aquellos benditos tiempos, los obreros normandos, según la Cámara de Comercio de Ruán, «no ganaban lo suficiente para alimentar a sus familias aunque trabajaban dieciocho horas diarias». Achille Tenot, el barón de Morogues y Alban de Villeneuve Bargemont cuentan que la mayoría de los obreros vivían de quince o veinte céntimos de pan y veinte céntimos de patatas. En las hilanderías había niños de ocho años que pasaban dieciséis horas de pie devanando tramas o acarreando bobinas. Los informes de Augustin Cochin a la Academia de Ciencias Morales en 1862 y 1864 confirman lo que acabo de tener el honor de escribir. En Mulhouse, lo mismo que en Lyon, el promedio general de la vida humana para los hijos de fabricantes y comerciantes era de veintiocho años, y para los hijos de tejedores y obreros de hilanderías, de año y medio. ¡Oh sí, ya lo sé! No queréis restablecer ese orden. Las clases medias de la época tampoco lo llamaban EL ORDEN. Los generales, los funcionarios e incluso los eclesiásticos hablaban de él con trémolos en la voz, lamentando que estuviera amenazado. En estas condiciones, la desconfianza de los obreros hacia las personas de orden es perfectamente natural, ya que las segundas nunca han sido proclives a las reformas sociales, confesadlo. Debéis vencer ese recelo a toda costa, y para vencerlo, primero tenéis que reformaros, deshaceros de vuestros dirigentes. Son dirigentes políticos. Vuestros jefes son politiqueros de la peor de las políticas, la de oposición. La costumbre de estar en la oposición les ha calado hasta la médula. Piensan, sienten y obran oponiéndose siempre. El vicio crítico ha destruido en ellos la sinceridad profunda, la imaginación creadora. «¡Da igual estos que otros!», diréis. Y puede que os diera la razón, en efecto, si a cada competición electoral no os hubierais proclamado el orden y Francia, la Francia del orden e incluso Francia sin más. De modo que cualquier francés tiene derecho, por nacimiento, a pediros cuentas por una pretensión tan asombrosa. Os lo digo como lo pienso. No soy miembro de ninguna liga. No ambiciono ningún sillón de academia, ni en la Goncourt ni en ninguna otra. Si de alguna manera pertenezco a la clase dirigente, no es como capitalista, ¡por Dios! La condición actual de un escritor francés se parece mucho a la de un proletario. Evidentemente, el valor mercantil de una obra no informa sobre su valor real. ¿Acaso no se vende muchísimo Georges Ohnet? Por eso no puedo decir, sin caer en el ridículo, que soy uno de los escritores franceses que más debe a la benevolencia del público. A pesar de todo, de 1926 a 1936, mis libros, traducidos a todas las lenguas, solo me han proporcionado un promedio de treinta y cinco mil francos anuales. Como aun así he conseguido criar a seis hijos, me considero en paz con mi clase e incluso con mi país. Y como no poseo rigurosamente nada en el mundo, ni siquiera un lecho para morir en él, espero que no me quiten el título codiciado de persona de orden. ¡Pues bien, personas de orden! Conocí un tiempo en que os quejabais de vuestra impotencia. No teníais prensa, decíais. «¡Ah, si tuviéramos prensa!». Ya la tenéis. La gran prensa os pertenece casi por completo. Millones de pobres diablos, que dudan de Francia y solo conocieron su historia en los manuales escolares, donde cada página destila odio partidista, tan ignorantes que son incapaces de apreciar el valor de una cultura con la que comulgan sin saberlo, que nunca leerán a Corneille ni a Rabelais, oyen cada día los potentes altavoces de vuestros periódicos repitiendo en todas las esquinas: «¡Aquí Francia! Quien quiera ver a Francia no tiene más que mirar al Frente Nacional». Afirmo que este equívoco, consciente o no, es un crimen contra la Patria. No tenéis ningún derecho a imponer a mi país este ultimátum insolente: «¡El comunismo o nosotros!». Cincuenta años de experiencia han demostrado sobradamente que nunca le hablaréis al pueblo en un idioma digno de él, de su pasado. Del antiguo Partido Clerical, felizmente fenecido, habéis conservado el vocabulario, los métodos y hasta el soniquete de insoportable condescendencia, de unción rancia, de entusiasmo oratorio, todo lo que más repugna a nuestro ánimo. No tenéis sentido del ridículo. Cuando el señor Briand presidía la Sociedad de Naciones, en pleno fervor de desarme, denostabais a los obreros que gritaban «¡No a la guerra!». Hoy, cuando Francia se limpia todos los días los salivazos de los dictadores, pregonáis un pacifismo utilitario y os creéis muy listos. Después de haber ridiculizado la «pactomanía», pretendéis tranquilizarnos acerca del futuro de España porque os traéis piadosamente de Burgos, como un caniche la botella de leche de su amo, una declaración del general Franco por la que ningún hombre sensato daría ni diez céntimos. No deseo una intervención en Cataluña. Simplemente digo que el movimiento de solidaridad de los obreros franceses hacia sus compañeros españoles en la desgracia, aunque esté cínicamente manipulado por la propaganda rusa, obedece a un sentimiento noble, y hacéis mal escarneciéndolo con tonterías. Esas tonterías son precisamente las que el pueblo no perdona. En los buenos tiempos de la Acción Católica española, las señoronas de Palma, por consejo de sus confesores, escogían sistemáticamente a sus pobres entre los sospechosos de pertenecer a los partidos progresistas. «Nosotras no hacemos política —decían estas damas—. ¡Nada de política! Hemos venido a verles en nombre de Cristo… Cristo no distingue entre rojos y blancos… (una risita)… ¡Aquí tiene, como siempre, tabaco para su pipa!». Meses después, cuando le pedí a una de aquellas caritativas visitadoras noticias sobre sus protegidos: «No hablemos de eso. No me atrevo a averiguar. Han debido de fusilarlos a todos».