Empecé este libro en un suave invierno palmesano, repleto del jugo de los almendros en flor, jugoso como un fruto de otoño. Me temo que este detalle carece de interés para vosotros. Quiera Dios que el café Alhambra vuelva a ser lo que era entonces, por las mañanas, cuando desembarcaban del Ciudad los viajeros un poco cansados de una noche en el mar, cuando humean en las mesas de mármol el café de fuerte aroma y las ensaimadas doradas. Pero el Ciudad está en el fondo del mar, con su tripulación, y los peces nadan por el camarote donde dormí. No quisiera perjudicar al simpático dueño del Alhambra, pero con su permiso diré que su local no ofrece nada que pueda atraer multitudes. No obstante, es para mí una de las grandes etapas de mi pobre vida, seguramente la última. Porque ya el día declina, el viento refresca, el camino todavía es largo y no me detendré hasta que se cierre sobre mí la suave noche que espero, ¡oh reconciliadora, oh compasiva, oh serena!
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La vida no da ninguna desilusión, la vida solo tiene una palabra, y la mantiene. Allá los que dicen lo contrario. Son impostores o cobardes. Los hombres, es verdad, decepcionan, solo los hombres. Allá los que se envenenan con esta decepción. Es porque su alma funciona mal, su alma no elimina las toxinas. A mí los hombres no me han decepcionado, y yo tampoco me he decepcionado a mí mismo. Esperaba algo peor, eso es todo. Lo que veo ante todo en el hombre, es su desgracia. La desgracia del hombre es la maravilla del universo.
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Pase lo que pase, la última etapa de mi vida no me habrá decepcionado más que las otras. Como nunca esperé que la experiencia me proporcionara sabiduría, solo le pido que profundice mi piedad, que cave en mí bien hondo para que no se seque la fuente de las lágrimas. ¡Dios mío! Incapaz de saber amar según tu gracia, no me quites la humilde compasión, el pan basto de la compasión que podemos partir juntos, pecadores, sentados al borde del camino, en silencio, cabizbajos, como los viejos pobres. No hay nada aborrecible en el hombre, salvo su supuesta sabiduría, el germen estéril, el huevo de piedra que los viejos se pasan de generación en generación e intentan calentar cada vez entre sus muslos helados. En vano intenta Dios persuadirles, rogarles con dulzura que cambien ese objeto ridículo por el oro vivo de las Bienaventuranzas. Ellos le miran castañeteando los dientes, espantados, exhalando horrorosos suspiros. Si es verdad, como dice el Evangelio, que la sabiduría es locura, ¿por qué, de entre tantas locuras, han escogido ese guijarro? Pero la sabiduría es el vicio de los viejos, y los viejos no sobreviven a su vicio, se llevan con ellos su secreto.
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No he nacido para incubar un huevo de piedra. Por mucho que me digáis que pruebe, que quizá lo consiga mejor que los demás, ¡he dicho que no!
—De acuerdo. Pero no les niegue esa inocente distracción a unos respetables patriarcas que el Moralista le invita a honrar.
—Se la niego tajantemente. ¡Mejor harían corriendo detrás de las niñas!
—¡Las piernas ya no les responden!
—Pues entonces que lean la última novela de Léon Daudet.
—Ya no pueden leer.
—Entonces hacedles senadores y sentadles en un banco del [jardín de] Luxemburgo, a la orilla del estanque.
Creo que un hombre de mi edad puede hablar así sin temor al ridículo en que caen siempre los jóvenes irrespetuosos, porque no hay nada más cómico que la colérica gravedad del carcamal, como no sea la cándida, jactanciosa y discordante facundia del mozalbete. No tengo nada contra los viejos. Incluso, dicho sea entre nosotros, es posible que antiguamente merecieran ser reverenciados, y que entre muchas otras marionetas trágicas, el mundo moderno haya sido capaz de crear una nueva raza de Néstores. Cuando los hombres viven muy cerca de la tierra, como hechos y forjados por ella, su experiencia no es más que los méritos acumulados de su humilde afán diario. Es una suerte de santidad natural que se expresa con la indulgencia y la serenidad, una forma de prudencia inaccesible para los seres todavía enfrascados en la lucha por el pan y el vino, porque se inspira en un desprendimiento sin amargura, en una aceptación sencilla y solemne. ¿Qué pueden tener en común con un viejo campesino de la Francia antigua esos setentones tan ignorantes de los valores reales de la vida como un estudiante veinteañero de ingeniería, esos obsesos de fórmulas y sistemas que, aun presos en las redes de la parálisis senil, siguen alborotando, sentados en sus orinales, igual que cuando presidían conferencias económicas? Este orden es suyo. Lo mejor sería que reventasen juntos, ambos, muy tranquilos. Pero el caso es que empezamos a no entendernos, ellos y nosotros. No quieren.
Juro que adular a los jóvenes a costa de los viejos está lejos de mi pensamiento. Además, sería una pérdida de tiempo y esfuerzo. A finales del siglo pasado unas avariciosas sin edad, maceradas en perfumes, amarilleadas por todos los venenos de la menopausia, pintadas al huevo como los frescos antiguos, se dedicaban a sorber las herencias y los tuétanos de incontables individuos, carne de círculo social, los más «snob», los más «chic» del noble Faubourg. Esta singularidad psicológica irritaba a Drumont. Era menos repugnante, sin embargo, que la afición de los jóvenes intelectuales de entonces por esos mismos aristócratas revenidos; debían conformarse con husmear en sus manos el olor de las alcobas licenciosas cuyas delicias nunca conocerían. Afirmo que la generación que vio la luz alrededor de 1870 fue consagrada desde su nacimiento a los demonios de la vejez, bautizada en esa sangre corrompida. Seguramente gracias a su protección pudo librarse, por los pelos, de dos guerras. Y creo que las generaciones salidas de ella están marcadas con el mismo signo maléfico. Las primeras trataron inútilmente de zafarse, no tanto de un enemigo cuya fuerza e intenciones desconocían ingenuamente, como del presentimiento fúnebre que ya se agitaba en su corazón. En este sentido la rebelión de Péguy contra la Sorbona, aquella requisitoria anhelante, balbuciente, de una ironía a veces escolar, entrecortada de gritos sublimes, el ansioso llamamiento a los antepasados muertos contra los Viejos aún vivos, es uno de los testimonios más trágicos de la historia. Siendo el jefe nato de tantos franceses —aunque la mayoría, desgraciadamente, ignoraban hasta su nombre—, Péguy tuvo que pagar muy caro su desafío sacrílego a las divinidades terrenales. La guerra les ha quemado y devorado juntos, a pedazos. Después, el espíritu de la vejez, desesperando de justificar con la sola fe democrática la matanza universal de los inocentes, se puso a hablar griego y latín, para regocijo de una parte de sus fieles. El busto de Bruto se erige frente al de César, una mitad de Renán figura en el Panteón revolucionario mientras que el Panteón reaccionario ha acogido devotamente la otra mitad, Jean-Jacques Rousseau llora sobre el pecho de Nicolás Maquiavelo, y el odio contra la Alemania de Weimar pasa bien caliente del regazo de los nacionales al de los internacionales, indignados con Hitler. En una palabra, las dos Francias, la Francia de derechas y la Francia de izquierdas, adoran al mismo dios sin saberlo, aunque no reverencien a los mismos santos.
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Probablemente los jóvenes que lean estas páginas se encogerán de hombros. «¡Adorar a la vejez es una tontería! Nosotros nunca cedemos el asiento en el metro a las señoras mayores, practicamos deportes de invierno y para mantener la línea nos proponemos ir desnudos». No cabe duda de que sois chicos de aire libre, pero es vuestro pensamiento, amigos míos, el que huele a tisana y orines, como un dormitorio de hospicio. En realidad no tenéis pensamiento, vivís en el de vuestros ancestros sin abrir nunca las ventanas. Para unas setas de montaña, reconoced que la cosa es bastante rara. ¡Sí, sí, encogeos de hombros! Basta con leer vuestros periódicos: los periódicos donde entráis cada mañana, en pantuflas, a la hora del desayuno, no se han pintado ni tapizado desde hace treinta años, están llenos de pelos de barba. Apuesto a que si mañana se imprime, con un titular falso tomado de la prensa contemporánea, un número cualquiera de La Libre Parole, no os daréis ni cuenta, hijos míos. Si los viejos polemistas rojos, negros o blancos se pasaran la consigna, os aseguro que veinticuatro horas después os harían patear el bulevar Saint-Michel a los gritos de «¡Viva Dreyfus!», y «¡Muera Dreyfus!», pobrecitos míos. Me he prometido hablar lo menos posible de l’Action française, porque no querría ser injusto. L’Action française, por increíble que hoy nos parezca, tuvo una juventud, algo que, me temo, no se podrá decir en el futuro de muchos de vosotros… Pero bueno, pero aun así, comprenderíamos perfectamente que a Maurras le aseguraseis una jubilación gloriosa. Lo extraño es que vuestra solicitud se extiende a todo el personal. ¡Caramba! Todos los días, desde hace años, os pasáis por esas oficinas, ¿y ninguno de vosotros ha sentido nunca la necesidad de cambiar por lo menos la decoración? Sobre las chimeneas sigue viéndose, fundidos en bronce barbediano[10], a los señores Pujo, Delbecque, Pierre Tuc y otros —estos en yeso—, para quienes sería fatal el más ligero toque de plumero. ¿Nunca se os ha ocurrido soplar un poco encima, a ver qué pasa? Y cuando un príncipe de vuestra edad os invita a elegir, os parece normal darle esquinazo, ir a sentaros en los mismos pupitres donde vuestros papás gastaron sus pantalones cortos, y reanudar la lección de doctrina vigilados por Máxime Real del Sarte, otro príncipe, antaño consagrado por las jovencitas monárquicas que hoy son abuelas: ¿Príncipe de la Juventud Francesa?
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Hay una crisis de la juventud, y no se resolverá por sí sola. Vuestros métodos pueden agravarla. Los amos del mundo creen que la juventud se les escapa. A todos se les escapa, también ella se escapa de sí misma, su energía se expande poco a poco, como el vapor en el cilindro. La agobiante, tiránica, aplastante solicitud de las dictaduras la reducirá a la nada. Hoy se reclutan tan pocos niños de verdad como poetas, y los nuevos sistemas de educación solo consiguen adiestrar a unos homúnculos repugnantes, que juegan a propagandistas, soldados o ingenieros. Porque el espíritu de la juventud es una realidad tan misteriosa como la virginidad, por ejemplo. La mojigatería, la ignorancia o el miedo, aunque sea al infierno, no forman las vírgenes. O por lo menos esa clase de virginidad me parece tan boba como la castidad obtenida por castración.
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Por supuesto me diréis que un castrado no es más que un desecho, mientras que la política realista puede considerar virgen y utilizar como tal a cualquier muchacha que los médicos hayan certificado como intacta. Asimismo, si las dictaduras de izquierda o derecha, con un gigantesco esfuerzo presupuestario, aumentan en cierto número de cabezas el ganado de los jóvenes machos impúberes, por mí pueden creer que tienen grandes reservas de infancia. El espíritu de la infancia no se ve, ¿verdad? No se ve, las estadísticas no lo tienen en cuenta. Tampoco tienen en cuenta ya el espíritu militar, lo que a Mussolini le da motivo para pensar que si concentrara al pie de las alturas del Pratzen, conforme a los planes de Napoleón, un número de divisiones napolitanas o sicilianas igual al de las divisiones imperiales, seguramente ganaría la batalla de Austerlitz. A los fascistas españoles les oí muchas veces deplorar el prejuicio antisocial de los niños franceses, que disfrutan viendo cómo Guiñol vapulea al guardia. Ahí tenemos, decían estos señores, una minúscula glándula de secreción anarquista que nuestros cirujanos extirparían fácilmente. ¡Sea! Los mismos doctores observan en el Evangelio una glándula revolucionaria y una glándula judía que también convendría sajar. No cabe duda de que una operación así habría bastado, alterando ligeramente el metabolismo de san Francisco de Asís, para convertir a aquel exaltado en un simpático canónigo, humanista y realista. Sin duda. A pesar de todo, desconfío mucho de semejante cirugía glandular. También desconfío de vuestros métodos de adiestramiento. Como la mayoría de las ciudades de España, la capital de Mallorca pertenecía a los niños. Seis semanas después de la llegada de los cruzados militares, se diría que les pertenecía aún más, pues, armados con fusiles, detrás de una banda militar, los jugadores de canicas movilizados desfilaban gravemente por las calzadas desiertas. Juegan a los soldados, me decía para mis adentros. Pero cuando los hermanos mayores vuelven cada noche de expediciones misteriosas y cualquiera puede encontrar en las cunetas, bajo las moscas, un cadáver con la cabeza reventada y la espalda apoyada en el talud, llevando gravemente sobre el vientre la mitad de su cerebro rosa, el héroe ya no es el soldado, sino el policía. De modo que los antiguos jugadores de canicas se convirtieron en guardias auxiliares, cambiaron sus fusiles de desfile por porras de caucho, lastradas con un poco de plomo. Pues sí, reíd si queréis. El terror es el terror, y si hubierais vivido en tiempos de Maximilien Robespierre como sospechosos, es decir, carne de calabozo, para quienes cualquier vaga denuncia era un peligro de muerte, acaso habríais temblado al paso de los carmañolas de trece años. No pretendo atacaros los nervios, solo me gustaría que reflexionarais, como tuve que hacer yo. Al principio no lo entendí. Si hubiera desembarcado en Barcelona en agosto de 1936 y hubiera visto desfilar por las calles de la ciudad una tropa de arrapiezos armados con cachiporras y cantando la Internacional, podéis imaginaros las palabras que me habrían brotado de los labios. En cambio, habría llamado traviesos a los mismos chicos blandiendo los mismos instrumentos, siempre que gritaran «¡Mueran los rojos!», en vez de «¡Mueran los curas!». ¿Qué queréis? No somos dueños de ciertos reflejos. Hoy me resulta fácil pensar en unos y otros con la misma piedad.
Siempre pensé que el mundo moderno pecaba contra el espíritu de la juventud y que moriría por este crimen. Es evidente que la máxima del Evangelio: no podéis servir a Dios y al dinero, tiene su equivalente naturalista: no podéis servir a la vez al espíritu de la juventud y al espíritu de la avidez. Se trata, evidentemente, de ideas generales. No permiten calcular la duración de una evolución que al principio parece tener un curso muy lento. En Palma comprendí que el enorme esfuerzo de propaganda educadora de las dictaduras iba a precipitarla.
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¡Oh, Dios mío, no es ninguna revelación celestial! Me siento incluso incómodo y un poco avergonzado por haber escogido estos hechos, aparentemente mediocres. Pero veamos: ¿hay algo más insignificante que un reflejo pupilar? ¿Y no le permite al médico diagnosticar a primera vista una parálisis general? En Mallorca vivía en un pueblecito a la orilla del mar, más bien un arrabal de Palma, a cinco kilómetros de la capital. En plena guerra civil Porto Pi no era un sitio muy animado que digamos. Los muchachos estaban alistados en uno u otro bando, o en ninguno de los dos, según el lugar del mundo donde les hubiera sorprendido el acontecimiento, porque los mallorquines son un pueblo viajero. Los que quedaban apenas se dejaban ver los domingos en misa, a la que naturalmente acudían todos. Recuerdo… Recuerdo… Había un viejo mendigo encargado del servicio de limpieza, con su estrafalaria carreta tirada por un fantasma de burro recubierto de una piel que probablemente había tomado de otro animal de su especie, pues era demasiado holgada para sus huesos. Aunque los militares habían matado al hijo único de este agente municipal, un tabernero caritativo le dejaba dormir en la cuadra, junto a su singular animal. Mi hijita Dominique les quería mucho a los dos. Una mañana de Pascua se encontró a su viejo amigo ahorcado —entre su cubo de basura y su burro—, una mañana de Pascua, una triunfal mañana de Pascua, llena de gaviotas blancas… Había una muchacha corpulenta, muy alegre, muy complaciente, amiga de todos, que comulgaba a mi lado los domingos. Un día, bajo su blusa mal abrochada, vi la placa de la policía, una placa nueva, reluciente… Y una cocinera muy querida también por mis niños, a la que un esbirro con cara de cura malas pulgas, que se doblaba hasta el suelo para saludarme, fue a buscar por la mañana: «Vístete. Volveré por ti a las cuatro de la tarde». Ella se puso el vestido de seda negra que se le había quedado estrecho y le reventaba por las costuras. Hizo el hatillo y se pasó el día llorando a moco tendido, todo aquel interminable día. Me la encontré por el camino, correteando detrás de su amo, y me hizo el saludo fascista, ¡qué miseria!… ¡qué miseria!… Recuerdo… Recuerdo… Pero qué más da. Solo quería que comprendierais que si no todas esas personas eran alegres, también pasaban sus buenos ratos. Entonces iban a sentarse a la orilla, los papás fumaban en pipa. Ese lugar de la costa no está muy concurrido por los bañistas, que prefieren el lujoso Terreno. No sin sorpresa, pues, la gente del pueblo vio aparecer una docena de «balillas», pero naturalmente nadie dijo nada, como podéis imaginaros. Uno de esos monicacos se bañó desnudo. Republicanos o no, los palmesanos son pudibundos, y una abuela creyó llegado el momento de soltar la lengua. Llamó desvergonzado al chiquillo. Avisados por el silbato del jefe llegaron los guardias y, con desgana, detuvieron a la sacrílega. Sus comadres protestaron mientras los hombres, sin intervenir, seguían mirando al horizonte, pero dejaron que se apagaran sus pipas. En ese momento los pequeños policías decidieron despejar el terreno a porrazo limpio. Podéis imaginaros el espectáculo: los viejos, rojos de ira, renqueando delante de esos críos y sin atreverse a tirarles de las orejas, y luego, a causa de las mujeres, tratando de mantener un porte digno, de aminorar el paso, y volviendo a brincar cada vez que el cilindro de caucho les azotaba las nalgas. Algunos lloraban de rabia. Así es como la fuerza se sujetó a la ley.
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Unos chicos valientes, diréis. ¡Dios mío, sí, muy valientes! Eran unos niños valientes antes de que les convirtieran en enanos, en hombres enanos, con los odios del hombre maduro en un cuerpo de enano. Pero estoy convencido de que la empresa va a seguir adelante, no tanto por la perversidad de los seres como por la lógica de las cosas. Raro sería que los nacionalistas autárquicos no explotasen la infancia como si de una materia prima se tratara. Los maestrillos execrables, los apestosos bebedores de tinta con entrañas de papel secante, les soplan al oído que un hombrecito, dejado a su ser, muestra inclinaciones de independencia que una sociedad previsora debería cortar por lo sano, en vez de perder un tiempo precioso en educarle. Es menester inculcarle cuanto antes el sentido realista de las jerarquías, incluso en su forma elemental, esa afición por el orden y la disciplina que distingue, por ejemplo, al suboficial corso. La mentalidad infantil, dirían estos doctores en su idioma siniestro, presenta tendencias contradictorias. Es natural que un niño quiera más a un perro sarnoso que a un animal de buena raza. También es natural que se líe a pedradas con el perro sarnoso. La primera tendencia corresponde a la mística celta, que se expresa con el absurdo axioma: «Gloria a los vencidos». La segunda es ya un esbozo del genio político latino, porque un perro sarnoso no sirve para nada y es lícito destruirlo, si bien hay que llamar un momento la atención del ejecutor sobre el carácter inútil y por consiguiente poco social de ciertos refinamientos crueles, señalándole que podría matar limpiamente a diez perros sarnosos en el tiempo que invierte en martirizar a uno solo: obtiene el mismo placer, y es provechoso para la comunidad.
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No razonan mal estos doctores. Pues repito que es muy cierto que el hombrecito nace refractario y vive el mayor tiempo posible en un mundo afectivo hecho a su medida, donde caben cómodamente, al lado de un papá y una mamá sublimados, otros seres apenas más imaginarios, los ogros, las hadas, los caballeros, las reinas por las que se matan gigantes, y los jóvenes príncipes que mueren de amor. Cuando está poseído por los fantasmas, un chiquillo cualquiera, aun sometido a un régimen adecuado o desarrollado por el ejercicio deportivo, podría convertirse en poeta, o más bien en anarquista, en el sentido exacto de la palabra, es decir, incapaz de ejecutar en versos una orden de los servicios de propaganda del estado. Conozco bien, conozco íntimamente a un joven francés que al principio de la cruzada episcopal española, cuando se vio obligado a participar en una expedición punitiva, volvió fuera de sí, desgarró su camisa azul de falangista mientras repetía con una voz entrecortada por sollozos contenidos, con su antigua voz, su voz recuperada de niño: «¡Los muy cerdos! ¡Han matado a dos pobres diablos, a dos campesinos viejos, muy viejos, que por lo menos tendrían cincuenta años!» (lo cual, dicho sea de paso, no resultaba muy halagador para su papá, que frisaba esa última etapa de la senilidad…). Un profesor de realismo le habría contestado: «Amigo mío, el hecho que acaba de presenciar, ante todo, es político. Además, esos dos individuos profesaban una opinión distinta de la que autoriza el estado. Si eran viejos y pobres, eso más bien debería calmar sus escrúpulos, si supiera reprimir los ciegos reflejos de su sensibilidad. Porque un viejo vale menos que un joven. Y como los pobres apenas disfrutan de las alegrías de la vida, tampoco es tan grave arrebatarles un bien del que obtienen escaso provecho».
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Este razonamiento vale lo que vale. Repito que no podréis con el realismo político, y que el día en que el pobre, el inválido o el idiota no tengan más protección en este mundo que la repulsión natural de las personas delicadas por el sufrimiento, habrá llegado el momento de aconsejar el suicidio a estos desdichados. La gente del pueblo tiene una expresión muy profunda para despertar la simpatía: «Pongámonos en su lugar», dice. Pero uno solo se pone fácilmente en el lugar de sus iguales. En cuanto hay cierto grado de inferioridad, real o imaginaria, la sustitución es imposible. Los delicados del siglo XVII no se ponían en el lugar de los negros, cuya trata enriquecía a su familia. Vittorio Mussolini ha publicado un libro sobre su campaña de Etiopía:
Nunca había visto un gran incendio, a pesar de que había seguido a menudo los coches de bomberos… Tal vez porque alguien había oído hablar de esta laguna en mi educación, un aparato de la 14.ª escuadrilla recibió la orden de bombardear la zona de Adi Abo exclusivamente con bombas incendiarias. Teníamos que incendiar las laderas cubiertas de bosque, los campos de cultivo y las aldeas. Todo eso era muy distraído… En cuanto las bombas tocaban el suelo estallaban con una nube blanca, y una llama gigantesca se elevaba mientras la hierba seca empezaba a arder. Yo me fijaba en los animales. ¡Dios mío, cómo corrían!… Cuando las bodegas de bombas se vaciaron empecé a tirar bombas de mano… Era muy divertido. Una gran «zariba» rodeada de grandes árboles no era fácil de alcanzar. Tuve que apuntar muy bien y solo lo logré a la tercera. Los infelices que estaban allí saltaron fuera en cuanto vieron que el techo ardía y huyeron como locos… Rodeados de un círculo de llamas, entre cuatro mil y cinco mil abisinios murieron por asfixia. Aquello parecía el infierno: el humo se elevaba a una altura increíble y las llamas teñían de rojo todo el cielo negro.
Es evidente que a Vittorio Mussolini no se le ocurrió ponerse en el lugar de los etíopes. Si un día su papá le manda al frente francés, colmará otra laguna de su educación. Verá lo que son hombres, y supongo que volverá con los pies por delante a contar esta experiencia a su familia. ¡No importa! —Remitido al señor Brasillach para la oración fúnebre—. Los sederos de Lyon que mataban de hambre a sus obreros durante el reinado de Luis Felipe no se ponían en el lugar de esos hermanos suyos inferiores, como tampoco Cavaignac, que pronunció estas famosas palabras en la Cámara tras la insurrección de Lyon: «Los obreros deben saber que no hay más remedio para ellos que la paciencia y la resignación». Palabras contra las que el episcopado francés de la época no elevó ninguna protesta. En resumen: la piedad no es muy de fiar. El legislador no puede contar con ella como, por ejemplo, con el espíritu de lucro y el interés. La piedad no puede justificarse en política, o al menos solo proporciona al realista una ayuda precaria en casos excepcionales. La usa porque está ahí, pero preferiría prescindir de ella. Por otro lado, no podéis juzgar la piedad, porque desde hace veinte siglos ya no sabéis lo que es exactamente. Desde hace veinte siglos el Ángel de la Caridad de Cristo la retiene, apretándola contra su pecho, al calor de su corazón sublime. Cuando el Ángel se harte de vosotros, hijos míos, ya podrán vuestros doctores en política positiva mandar a los casuistas fuera de uso, espolvoreados de naftalina, a proponerle una transacción ventajosa. «Tened vuestra piedad», contestará el Ángel. Y veréis en el suelo un mísero animalillo ciego, todo rosado, sin pelo ni plumas, que morirá de frío a los cinco minutos.
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No pretendo decir que el espíritu de juventud y el de caridad sean lo mismo; no soy teólogo. Pero la experiencia me ha enseñado que nunca encontramos el uno sin el otro, ¿qué diantres queréis que os diga? Sí, las virtudes del Evangelio son un poco locas —¿qué tiene de malo, en realidad, ponerse a bailar delante del arca, como el rey David?—. Ay de los sacerdotes que, seguramente con la esperanza de desarmar la ironía de los filósofos, les ponen a las virtudes un bonete de doctor y unas gafas en la nariz. En su afán por justificar la castidad ante los obsesos de la moral, los higienistas, los economistas, los médicos y los profesores de cultura física, la han convertido en algo ridículo. Creo que a ellos les debemos el nombre de «continente» —disculpad si me equivoco. Con seguridad les debemos el de Personas del Sexo, que tampoco está mal—. Ningún feligrés francés querrá que le llamen continente, como África u Oceanía. Los maestrillos políticos también consiguen, con los mismos métodos, que el nombre de libertad resulte odioso. Cuando se articulan estas tres sílabas en presencia de un joven realista, algo se desata en su laringe y replica con voz de polichinela: «La libertad no existe. Solo conocemos las libertades». Tal es la máxima que ha recogido piadosamente de las encías de sus maestros centenarios, y jamás se preguntará de qué servirán las libertades cuando haya desaparecido el espíritu de libertad que las fecundaba. Por último, en cuanto a la palabra justicia, si por un descuido la llego a escribir, aunque la pronuncie usticia —por temor a que me acusen de escribirla con mayúscula, pecado imperdonable para los Maquiavelos seniles—, es el hazmerreír de todos. La justicia es algo así como la Sociedad de Naciones, un chiste. Mis pobres hijitos, creéis que así os mostráis como verdaderos hombres libres. Pero los viejos magistrados desvergonzados tampoco creen en la justicia, y los viejos financieros menos aún. A este respecto, el escepticismo de los enchironados y las enchironadas iguala o supera al vuestro. La justicia os trae al fresco, hijos míos, muy bien. ¡Qué atrevimiento! Entonces sed consecuentes. Los hampones alardean de desconocer la justicia, pero tampoco les gustan nada los hombres de la justicia, mientras que a vosotros siempre se os ve al lado de los guardias, preciosos. Es muy bonito eso de asombrar a mamá con paradojas incendiarias acerca de la fuerza que prevalece sobre el derecho y otras majaderías. La buena mujer, en sus adentros, se alegra de vuestra buena cara, porque sabe muy bien que el gentil autócrata, después de una carrera honorable, irá tranquilamente a cobrar su retiro a las ventanillas del estado. ¡Quiera Dios conservar este valioso producto frente a los rigores de la crisis amenazadora! Cuando el barco se hunde hay que tirar lastre, y ¿qué es lo que más pesa en las calas de la sociedad moderna, aunque sin valor real? Los escrúpulos. Porque el estado siempre será lo bastante poderoso y rico como para garantizar la protección del orden y la propiedad si las jóvenes clases dirigentes le ayudan a descargarse de agobiantes responsabilidades morales, heredadas del régimen cristiano, y que las democracias aún simulaban asumir, por pudor. Recitáis vuestro papel de maravilla, queridos farsantes. Por lo demás, es un papel muy fácil; lo único que tenéis que hacer es pasároslo en grande. Así de sencillo. No valéis ni más ni menos que vuestros abuelos, y cuando se trata de asuntos serios, de defender vuestro dinero, por ejemplo, os inspiráis, como ellos, en los principios de un fariseísmo moderado. Solo hablaré, pues, de vuestra actitud pública, del personaje que come fuera de casa, juega al bridge, perora en su círculo social, preside consejos de administración, en una palabra, del personaje al que un grupo de señores encorbatados de negro llevarán ceremoniosamente un día al cementerio, y que pocas veces es el mismo con el que se acuesta todas las noches una pobre mujer, o el que Dios juzgará. Al cabo de varios años de entrenamiento, este personaje eminentemente social consigue adquirir una especie de automatismo que le permite participar sin cansarse en las conversaciones cuando se extravían, es decir, cuando se elevan hacia las ideas generales, las cumbres. Es el mismo automatismo de vuestros abuelos, y tiene el mismo mecanismo. Algunos vocablos provocan de inmediato el reflejo correspondiente. El reflejo es lo único que varía. Vuestros abuelos abusaban, debo confesarlo, de la mano en el corazón y la lágrima en el ojo. Bastaba, por ejemplo, con pronunciar las palabras «papel mojado» para hacer que estallara en sollozos una concurrencia de tiburones de las letras, del comercio o de las finanzas, o incluso de ordenanzas. Hoy esas mismas palabras provocan en los deportivos ciudadanos salidos de sus genitales un espasmo irresistible de la garganta, rematado en risa histérica. ¡Y el despacho de Ems, y los puñetazos en la mesa! Antes, al mencionarlos, el ordenanza patriota, abrumado por la desesperación, acababa sonándose los mocos en el mantel. Ahora, el producto de ese hombre de leyes, cada vez que un diplomático recibe un puntapié en el culo, grita: «¡Qué broma más buena! La diplomacia no hace falta para nada. ¡Son bobadas!». También estaba la guerra submarina, ¡caray! El artillero alemán que, desde ciento veinte kilómetros, se las arreglaba para matar a los niños cantores de Saint-Gervais, y el bombardeo de Estrasburgo, y el incendio de Lovaina, y las ejecuciones de civiles, ¡perrerías de alemanes que no respetaban ni a las mujeres! Desde que horrores como esos se observan en España, Etiopía o Shanghai, ¡oh, hijos míos!, si un desdichado osara pronunciar la más tímida protesta en nombre de la humanidad —¡ja, ja, ja!—, oiría cómo le llamaban bobalicón e impotente unas señoras gordas, terriblemente opulentas, dispuestas a acabar de una vez con los obreros que desde la aparición del capitalismo no han parado de hacerles faenas a los desdichados patronos y se han engrasado con su sudor, los muy cerdos. Para empezar, esos etíopes no son más que unos negros, unos salvajes. ¿Y los chinos? Los chinos llevan demasiado tiempo civilizados, ¡paso a los jóvenes! ¿Y Francia? ¿Qué Francia? Ya no nos atrevemos a mostrarla, les da mucho asco a los dictadores virtuosos. Si en la época en que a Jaurès le llamaban abogado de Alemania en el Parlamento francés, el emperador Guillermo hubiera pretendido decidir cuál era la verdadera Francia, la Francia auténtica, habría que haber oído a los oradores patriotas. Hoy el general Franco, entre dos bombardeos de Madrid, da a los monárquicos degenerados que le tiran respetuosamente de la lengua su dictamen sobre el pasado, el presente y el futuro de mi país. Los monárquicos franceses dan esquinazo a sus príncipes porque sospechan que han perdido el sentido del interés nacional, pero creen a pies juntillas que Mussolini se preocupa desinteresadamente por nuestra grandeza y nuestro honor. En efecto, salta a la vista que todas las noches reza por nosotros una oración a san Nicolás Maquiavelo, pues no os quepa duda de que le resultará más fácil hacerse con el imperio colonial de una Francia unida y poderosa que de una Francia desgarrada por las facciones. Nuestras juventudes dirigentes no admiten ninguna discusión sobre este punto capital. Las dictaduras desean la salvación de Francia, la Sociedad de Naciones desea su ruina. En la época en que la prensa bien pensante dirigía contra esta última una campaña de eslóganes semejante a la de los cantantes cabareteros de Montmartre contra Cécile Sorel, aunque yo no sintiera ninguna simpatía por esa Academia, me preguntaba: «¿Qué les pasa a estos cada mañana? ¿Qué mosca les ha picado? De creerles, Europa no tiene más enemigo que ese Instituto. Si el Tratado de Versalles nos perjudicara y Ginebra se hubiera encargado de garantizar su ejecución íntegra, todavía se podría entender, pero el statu quo nos favorece, no ganamos nada con ridiculizar lo firmado». ¿Qué queréis que os diga? Ignoraba que el futuro imperio estaba preparando a la opinión pública para la conquista de Abisinia; no se puede estar en todo… Cuando Mussolini acumulaba a orillas del mar Rojo un material enorme, innumerable —dos cañones por cabeza de negro—, los jóvenes realistas franceses se relevaban para representar día y noche: «¡El derecho internacional, buuu! ¡Jèze al paredón!». De vez en cuando oíamos un ruido argentino. Era el señor Laval haciendo caja. ¡Vaya puntos están hechos estos nacionales! Siempre se las arreglan para divertirnos. René Benjamín cruza los Alpes. ¿Qué descubre allí nuestro observador? Autopistas floridas, escuelas, inscripciones, fuentes y mujeres bonitas, todo al más puro estilo fascista. También descubrió al Encantador, a quien pidió perdón para Francia; el otro le prometió que tendría un poco más de paciencia y sujetaría su diestra poderosa. Por delicadeza, Mussolini no quiso decir nada de las pretensiones imperialistas de mi país sobre Niza, Córcega, Marruecos y Túnez, al que, por otro lado, su Armada Invencible defendería sobradamente de los esbirros de Thorez. Es curioso, sin embargo, que se paseara por un país movilizado hasta el último hombre sin mencionar ni una sola vez la guerra, ¿no os parece? A mí me lo parece. ¡Oh, sí, menudos puntos están hechos estos nacionales! Con ellos la diversión está asegurada. Cuando el Kronprinz hablaba en 1914 de la guerra fresca y alegre, le llamaban Koño el Príncipe. No obstante, si el jefe del Nuevo Imperio Pacífico y Civilizador repite lo mismo en un lenguaje de maestro soreliano, patalean de gusto. No sé si la guerra de Mussolini será alegre pero, dado el alistamiento de niños «balillas», seguro que será fresca, se hará con ganado fresco. ¡Menudos puntos están hechos estos nacionales, siempre con un chiste para reír, siempre con un chiste para morir!