El mundo será juzgado por los niños. El espíritu de la infancia juzgará al mundo. Evidentemente, la santa de Lisieux no escribió nada parecido, es posible que no tuviera una idea muy precisa de la maravillosa primavera que anunciaba. Quiero decir que seguramente no esperaba que un día se extendiera por toda la tierra, recubriera con su flujo perfumado, con su blanca espuma, las ciudades de acero, los caparazones de cemento, los campos inocentes aterrorizados por los monstruos mecánicos, e incluso el suelo negro de los pudrideros. «Haré caer una lluvia de rosas», decía ella veinte años antes de 1914. No sabía qué rosas.
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El mundo será juzgado por los niños. No pretendo dar a estas palabras ningún significado propiamente místico. Paul Claudel tiene sus Vacqueries[8], como su viejo maestro Hugo. Los Vacqueries de Paul Claudel han conseguido que pierda el interés si no por la mística, al menos por Paul Claudel, pues no hay nada como un ingenuo y ferviente plagio para revelar que un prodigioso don de inventiva verbal siempre va acompañado de alguna necedad congénita. La palabra necedad, aplicada al visionario de La leyenda de los siglos, ya no le choca a nadie tras la muerte del llorado Paul Souday. Cuando la pronunció por primera vez, Barbey d’Aurevilly solo cosechó abucheos. Pueda yo también, por indigno que sea del viejo maestro de mi juventud, cosechar, recoger en mis manos la indignación de los imbéciles. Ciertamente, las circunstancias no favorecieron al profeta de Guernesey. Solo acertó a poner en versos inmensos la filosofía de Le Constitutionnel, la ciencia del señor Raspail; Paul Claudel se inspira en La Revue thomiste para los suyos.
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Por otro lado, el Vacquerie que hay en Paul Claudel seguramente no habría bastado para apartarme de las vulgarizaciones poéticas de san Juan de la Cruz. Por suerte la tosquedad de mi carácter me aleja instintivamente de unas lecturas que para mí son desmesuradas. Si existiera un diccionario de mística —a lo mejor existe y todo— evitaría abrirlo, como evito abrir los de medicina o arqueología, porque siento demasiado respeto por la pequeña porción de conocimientos que poseo, que tanto me costó adquirir, para introducir en ella elementos dudosos. De todas las anfibologías, la incongruencia sublime me parece la más ridícula. ¿Por qué arriesgarnos a rompernos la crisma buscando en las cumbres unas evidencias que están al alcance de la mano? Me parece que, pese a mi incredulidad, la vida profunda de la Iglesia siempre me resultaría singularmente reveladora de las deficiencias secretas, de las alteraciones de la sustancia moral que transforman lenta y casi insensiblemente a los pueblos, y pasan inadvertidas hasta que de pronto estalla la crisis, por una combinación fortuita de circunstancias favorables que el historiador tomará sesudamente por causas. Cualquier observador de buena fe coincidirá conmigo en que la Iglesia es una sociedad espiritual de la que cabría esperar, a falta de una clarividencia sobrehumana, unas reacciones mucho más vivas y sensibles. Esta visión es incompleta, lo admito, pero no falsa. También tiene la ventaja de que se presta mal a arrebatos oratorios de Bourdaloues provincianos, cuyo noble estilo solo sirve para darse aires, capaces de sustituir la palabra por la modulación, como si tuviesen un acordeón en la barriga, sin que la audiencia soñolienta se percate de nada. Puedo imaginarme muy bien lo que diría un buen agnóstico de mediana inteligencia si, por alguna extraña razón, uno de estos charlatanes insoportables le cediera su puesto en el púlpito el día del año consagrado a santa Teresa de Lisieux.
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Devotos y devotas —empezaría—, no comparto vuestras creencias, pero probablemente conozco mejor que vosotros la historia de la Iglesia, porque la he leído, y no hay muchos parroquianos que puedan decir lo mismo. ¡Si me equivoco, que levanten la mano los aludidos! Devotos y devotas, me parece muy bien que alabéis a los santos y me alegro de que el señor cura me haya permitido sumar mis alabanzas a las vuestras. Os pertenecen más que a mí, ya que adoráis al mismo Señor. Por eso encuentro muy natural que os felicitéis mutuamente por la gloria que alcanzaron con una vida sublime, pero, si me permitís la observación, me cuesta creer que hayan luchado y sufrido tanto solo para daros motivo de un júbilo al que, por otro lado, no pueden sumarse miles de pobres diablos que nunca oyeron hablar de esos héroes y que, para conocerlos, dependen por completo de vosotros. Es verdad que la administración de Correos pone en circulación todos los años unos calendarios en los que aparecen sus nombres, junto con las fases de la luna. Porque fue tal su prodigalidad que lo dieron todo, hasta sus nombres, que una administración vigilante, la del estado civil, pone a disposición de cualquiera, sea o no creyente, para servir de número de orden a los ciudadanos recién nacidos. Nosotros no conocemos a los santos, y me parece que vosotros tampoco los conocéis mucho mejor. ¿Alguno de vosotros sería capaz de escribir veinte renglones sobre su Patrón o su Patrona? Hubo un tiempo en que esta ignorancia me dejaba perplejo, pero ahora la encuentro casi tan natural como vosotros. Sé que no os preocupa demasiado lo que piensan las personas como yo. Incluso los más piadosos de vuestros hermanos evitan toda discusión con los impíos, por miedo, dicen, a perder la fe. Eso nos hace sospechar que no es una fe muy firme. Nos preguntamos cómo es la fe de los tibios, de los mediocres. Creemos que están fingiendo, que son unos hipócritas, y esta conclusión nos entristece. Aunque vosotros no os interesáis por los incrédulos, ellos sí que se interesan, y mucho, por vosotros. Hay pocos descreídos que, en algún momento de su vida, no se hayan acercado a vosotros, solapadamente, aunque fuera para insultaros. Poneos en nuestro lugar. Si existiera una posibilidad, una pequeña posibilidad, una débil y pequeña posibilidad de que tuvierais razón, la muerte nos depararía una horrible sorpresa. ¿No resulta entonces tentador observaros de cerca, sondearos? Pues se supone que creéis en el infierno. Esa mirada de compañerismo que posáis en nosotros, ¿no revela algo de esa piedad que no negaríais a un condenado de la tierra? ¡Oh, no esperamos demostraciones ridículas de cariño, pero en fin, a fin de cuentas, la idea de que algunos de los compañeros con los que uno ha bailado, esquiado o jugado al bridge, quizá rechinen los dientes durante toda la eternidad mientras maldicen a Dios, debería cambiar a un hombre! En resumen, nos parecéis interesantes. Pero resulta que no lo sois, y nos duele este desengaño. Nos duele sobre todo la humillación de haber tenido esperanza en vosotros, es decir, de haber dudado de nosotros, de nuestra incredulidad. La mayoría de mis semejantes se atienen a esta primera experiencia. Pero no resuelve nada, porque entre vosotros, evidentemente, hay cierta cantidad de falsos devotos que se mueven por interés. Luego tenemos a los demás. Quien los observa advierte que la fe que profesan no cambia mucho sus vidas, pues practican, igual que nosotros, seis de los pecados capitales; pero esa fe envenena sus tristes placeres con la extrema importancia que da al séptimo, considerado mortal. Queridos hermanos: a falta de ese heroísmo sin el cual, según Léon Bloy, un cristiano no es más que un cerdo, el carácter ansioso de vuestra lujuria os haría reconocibles entre todos. Es verdad, entonces, que creéis realmente en el infierno. Lo teméis para vosotros, los fieles. Lo esperáis para nosotros. Es increíble que, en estas condiciones, estéis tan desprovistos de patetismo.
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Devotos y devotas, si ahora os fotografiaran con una cámara, quedaríais muy sorprendidos al ver en la pantalla un personaje muy distinto de aquel cuya imagen inmóvil os devuelve el espejo. Es posible que el examen de conciencia os haya descubierto poco a poco unas cualidades que con el paso del tiempo han llegado a resultaros familiares, por lo que ingenuamente suponéis que todos las ven. ¡Pero nosotros no vemos vuestras conciencias! En cambio vuestro vocabulario, cuyo sentido, para vosotros, está debilitado por el uso, nos resulta más accesible que vosotros mismos y nos da que pensar. Por ejemplo, esa misteriosa expresión: «estado de gracia». Cuando salís del confesonario os halláis en «estado de gracia». El estado de gracia… qué queréis que os diga: no parece tal. Nos preguntamos qué hacéis con la gracia de Dios. ¿No debería irradiar de vosotros? ¿Dónde demonios escondéis vuestra alegría?
Me contestaréis que eso no me incumbe. Que si yo encontrara esa alegría no sabría qué hacer con ella. Es probable. Por lo general nos habláis con un tono agrio o vengativo, como si nos guardarais rencor por unos placeres de los que os priváis. ¿Tan importantes son para vosotros? No lo son, por desgracia, para nosotros. Se dirá que nos tomáis por animales que encuentran en el ejercicio de sus funciones digestivas o reproductivas una fuente inagotable de delicias, siempre nuevas, siempre frescas, porque las olvidamos enseguida. ¡Pero la vanidad de vanidades ya no tiene secretos para nosotros!… Los pasajes más amargos del Libro de Job o del Eclesiastés no nos enseñan nada nuevo, han inspirado a nuestros pintores y nuestros poetas. A poco que lo penséis, descubriréis que nos parecemos bastante a los hombres del Viejo Testamento. El mundo moderno es tan duro como el mundo judío, y el clamor incesante que surge de él es el que oían los profetas, el que arrojaban al cielo las ciudades enormes acurrucadas al borde del agua. El silencio de la muerte nos acosa como a ellas y, como ellas, a veces respondemos con gritos de odio o de espanto. Además, adoramos al mismo Becerro. Para los pueblos adorar a un becerro no es, creedme, señal de optimismo. Nos corroe la misma lepra cuya repugnante llaga arrastra a través de los siglos la imaginación semita, la obsesión por la nada, la impotencia física, por así decirlo, de concebir la resurrección. Incluso en el tiempo de Nuestro Señor, a excepción de la pequeña comunidad farisea, los judíos apenas creían en la vida futura. Supongo que la deseaban demasiado, con un deseo salido de las entrañas y que también devora las nuestras. La esperanza cristiana no apaga esta clase de sed, lo sabemos. La esperanza pasa a través de nosotros como por una criba. Me diréis que Israel esperaba al Mesías. Nosotros esperamos al nuestro. Como ellos, tampoco estamos seguros de que llegue y, por miedo a que nuestra última ilusión se vaya al cielo, la amarramos fuertemente a la tierra, soñamos con un Mesías carnal: la Ciencia, el Progreso, que nos harían dueños del planeta. Sí, somos hombres del Antiguo Testamento. Nos diréis que entonces nuestra ceguera es aún más culpable que la de los judíos contemporáneos de Tiberio. Perdón. Para empezar, no es cierto en absoluto que crucificáramos al Salvador. Por más vueltas que le deis, los deicidas pertenecían a la clase virtuosa. Por mucho que digáis o hagáis, el deicidio no puede incluirse en la lista de los crímenes ruines. Es un crimen distinguido, el más distinguido de todos, un crimen raro cometido por sacerdotes opulentos, aprobados por la gran burguesía y los intelectuales de aquella época, llamados escribas. Os parecerá divertido, queridos hermanos, pero ni los comunistas ni los sacrílegos pusieron a Cristo en la cruz. Ahora dejad que me divierta un poco yo también. Como es natural, creéis que el Evangelio es un texto inspirado y os guiais por cada párrafo de ese libro divino. ¿No os sorprende que el buen Dios insista tanto en dejar generalmente libres de acusación a unas personas de quienes lo menos que puede decirse es que no forman la sociedad habitual de los guardias, los notarios, los generales retirados, como tampoco de sus virtuosas esposas ni, entre nosotros, de los curas? ¿No os sorprende que el buen Dios reserve sus maldiciones más duras para unos personajes que gozan de buena reputación, asisten a los oficios, cumplen rigurosamente el ayuno y conocen mucho mejor su religión —sin reproches— que la mayoría de los parroquianos actuales? ¿Este despropósito no os llama la atención? A nosotros sí, qué queréis que os diga. No me basta con que me digáis que Dios se ha puesto en vuestras manos. Las manos en las que se puso Cristo no eran manos amigas, eran manos consagradas. ¡Qué importa que hayáis sucedido a la Sinagoga, ni que la sucesión sea legítima! A nosotros, que solo esperamos de vosotros el reparto de un don que proclamáis inefable, no nos importa si Dios se puso en vuestras manos, sino lo que hacéis con Él.
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Desde aquí, queridos hermanos, veo el perfil imperioso del coronel Romorantin. Cruza miradas indignadas con el registrador de la propiedad y con varios conocidos hombres de negocios de esta parroquia. «¡Estamos en nuestra casa, caray! A ese señor nunca me lo han presentado, no lo conozco y se atreve a decirnos cosas desagradables». Pero, querido coronel, ¡su Iglesia no es el Círculo de Oficiales! Espero que algún día tenga su sillón bajo la gran cúpula de la Iglesia triunfante, pero hoy por hoy usted es un simple candidato, como todo el mundo. ¿Celebramos la fiesta de santa Teresa o la de los parroquianos? Viendo cómo ocupaba su puesto en el coro creí que estaba asistiendo a la recepción de un nuevo académico por sus colegas uniformados. Cualquiera diría que el gran dogma de la Comunión de los Santos, cuya majestad nos maravilla, le concede un nuevo privilegio, entre otros muchos. ¿No es acaso su complemento el de la reversibilidad de los méritos? Solo respondemos de nuestros actos y de sus consecuencias materiales. La solidaridad que le une a los demás hombres es de una clase muy superior. Me parece que el don de la fe que ha recibido, en vez de emanciparle, le une a ellos con lazos más fuertes que los de la sangre y la raza. Sois la sal de la tierra. Cuando el mundo se vuelve desabrido, ¿a quién queréis que acuse? No os servirá invocar los méritos de vuestros santos, porque solo sois los administradores de esos bienes. A menudo oímos a los mejores de vosotros proclamar con orgullo que «no deben nada a nadie». Estas palabras no tienen absolutamente ningún sentido en vuestros labios, porque le debéis literalmente a todo el mundo, a cada uno de nosotros, a mí mismo. ¡Coronel, es posible que usted esté más cargado de deudas que un subteniente! Solo Dios conoce el secreto de nuestras tesorerías. De ser cierto, como afirman vuestros curas, que la suerte de un poderoso de la tierra quizá dependa, en este mismo momento, de la voluntad de un niño que se debate entre el bien y el mal y se resiste a la gracia con todas sus débiles fuerzas, tiene guasa oíros hablar de los asuntos de este mundo con el tono más normal. ¡Sois gente extraña! El coronel Romorantin seguramente dirá esta noche, mientras baraja las cartas: «¿Qué cuentos son esos? ¡En mi familia, canastos, todos tenemos la fe del carbonero!». Porque vuestra moral es la de todo el mundo, con una pequeña diferencia: llamáis pecado a lo que los moralistas llaman de otro modo. ¡Oh, sí! ¡Sois unos personajes muy curiosos! Si oís proclamar que una pequeña carmelita tuberculosa, con el cumplimiento heroico de unos deberes tan humildes como ella misma, logró la conversión de miles de hombres o incluso —¿por qué no?— la victoria de 1918, no sentís ninguna emoción. Si, por el contrario, os señalan cortésmente, según vuestra lógica particular, que la corrupción de clero mexicano, por ejemplo, es la causa sobrenatural de las persecuciones en ese desdichado país, os encogéis de hombros. «¿Qué relación puede haber entre la rapacidad, la avaricia o el concubinato de esos pobres curas y los crímenes de sangre perpetrados por unos desalmados?». Este razonamiento es válido para mí, no para vosotros. Es el razonamiento de los jueces de este mundo que castigan el adulterio con una multa de veinticinco francos y meten seis meses en chirona a un mendigo acusado de comer sin pagar. Del mismo modo, os parece verosímil que un párroco de Ars lograra que sus vecinos fueran a misa llevando una vida tan miserable que sus propios colegas sopesaban la conveniencia de encerrarle. Pero si yo tuviera la desgracia de insinuar que un párroco de España, aunque esté totalmente en regla con los tribunales de este país, se puede considerar padre espiritual de una parroquia de asesinos y sacrílegos, seguramente me llamarán bolchevique. ¿Sois imbéciles, u os lo hacéis? Os disculparíamos fácilmente la fe sin las obras. Como no creemos en la eficacia de vuestros sacramentos, sería un abuso por nuestra parte reprocharos que no valéis mucho más que nosotros. Lo que no se entiende es que habitualmente razonáis sobre los asuntos de este mundo exactamente igual que nosotros. Porque, caramba, nada os obliga a ello. Que obréis según nuestros principios, o más bien según la dura experiencia de unos hombres que, al no tener puestas sus esperanzas en el otro mundo, se debaten en este como los animales o los vegetales, obedeciendo las leyes de la competencia vital, pase. Pero cuando vuestros padres profesaban la economía sin entrañas de Adam Smith, o cuando vosotros tributáis serias muestras de respeto a Maquiavelo, permitidme que os lo diga, no nos sorprendéis, sino que os vemos como unos tipos singulares, incomprensibles.
Esta declaración tan sincera no va a quebrantar, lo sé, ese sólido optimismo al que llamáis esperanza. El defecto de las virtudes sublimes es que deben practicarse con heroísmo. Ocurre con ellas como con los hombres que se crecen al encontrar resistencia, pero no por ello son menos fáciles de seducir. La humildad templa a los fuertes. Manejada con destreza puede ahorrar a los mediocres las afrentas de la humillación, o por lo menos suavizar su amargura. Cuando las circunstancias nos obligan a admitir que no valemos mucho, ¿podemos hacer algo más que cerrar los ojos ante esta dolorosa evidencia? No siempre lo conseguimos. A las personas de nuestra condición no nos reconforta mucho confesarnos que somos cobardes, mentirosos o patanes. En cambio, después de dedicarse a ese ejercicio, algunos de vosotros experimentan una especie de satisfacción que nos resulta algo cómica. A falta de la gracia de Dios, el acto de humildad que acaban de leer en su misal les ha devuelto la estima en sí mismos. Una operación, a mi entender, demasiado ventajosa para ser realmente sobrenatural.
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Queridos amigos, os parecerá que mi preámbulo es muy largo, pero la mala opinión que tenéis de nosotros me apena y trato de reformarla. Creo que no es una opinión meditada ni espontánea. Veis a los impíos tal como son y a los cristianos tal como deberían ser: un lamentable malentendido. O mejor dicho, nos veis tal como seríamos, en efecto, si vosotros fuerais cristianos con arreglo al espíritu del Evangelio y al deseo de Dios. Porque entonces sería legítimo que hablarais de nuestro endurecimiento. ¿Creéis que es agradable estar oyendo todo el santo día cómo te llaman enemigo de Dios unos personajes tan altamente sobrenaturales como Bailby o Doriot? El calificativo no era demasiado peligroso para nuestros padres o abuelos, en los tiempos en que vuestros oradores invocaban contra nosotros los derechos sagrados de la libertad de conciencia. Pero mañana puede volcar sobre nosotros el celo deplorable de un general de la Cruzada. No, queridos hermanos, muchos descreídos no están tan endurecidos como se piensa. ¿He de recordaros que el propio Dios se reveló al pueblo judío? Ellos le vieron. Le escucharon. Le tocaron con sus manos. Le pidieron señales. Él les dio esas señales. Sanó a los enfermos, resucitó a los muertos. Luego subió al cielo. Si le buscamos en este mundo, ahora ya os encontramos a vosotros, ¡solo a vosotros! ¡Oh! Rindo homenaje a la Iglesia, pero la historia de la Iglesia no revela su secreto al primero que llega. Está Roma, pero sabéis que allí, de entrada, no resplandece la majestad del catolicismo, y muchos de vosotros vuelven decepcionados. ¿Qué será de los nuestros? Vosotros, cristianos, a quienes la liturgia de la Iglesia declara partícipes de la divinidad, vosotros, hombres divinos, quienes desde la Ascensión de Cristo sois aquí en la tierra su persona visible. Confesad que no siempre se os puede reconocer a primera vista.
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Mis observaciones os parecerán fuera de lugar en este recinto. Pero no lo son más que la presencia de la mayoría de vosotros. Ojalá os llamen la atención sobre los peligros que os acechan. Seguramente son muy indignas de la santa cuya fiesta celebramos, pero tienen la ventaja de ser sencillas; hasta pueriles; así me lo indica la sonrisa del señor registrador de la propiedad. Espero que a nuestra amiga celestial no le parezca mal que hable como un niño. No soy más que un viejo niño cargado de experiencia, de mí no tenéis mucho que temer. Temed a los que van a venir, que os juzgarán, temed a los niños inocentes, porque también son niños malcriados. La única decisión que os queda por tomar es la que os propone la santa: volved a ser niños, recuperad el espíritu de la infancia. Porque ha llegado el momento en que las preguntas que os hagan desde todos los rincones de la tierra serán tan apremiantes y tan sencillas que apenas podréis contestar con algo más que un sí o un no. La sociedad en la que vivís parece más complicada que las demás porque se las arregla para complicar los problemas, o por lo menos para presentarlos de cien maneras distintas, lo que le permite inventar en cada caso soluciones provisionales que presenta como definitivas. Es el método de la medicina desde Moliere. Pero también el de los economistas y los sociólogos. Creo que en esta sociedad ocupáis una posición ventajosa, porque, como se declara materialista, os deja a buen precio el inmenso privilegio de criticarla en nombre del espíritu. Desgraciadamente para vosotros, superado cierto grado de astucia e impostura, las fraseologías más insolentes no pueden ocultar el vacío de los sistemas. Cuando el doctrinario oye un murmullo apenas perceptible que se eleva en la sala atenta, ya puede redoblar la importancia y gravedad de su discurso, que ese supremo esfuerzo acabará por perderle. Hemos podido leer, por ejemplo, en los últimos números de la Revue de Paris, con la firma de Paul Morand, estas líneas: «Me imagino muy bien a las autarquías de mañana prescribiendo el celibato en ciertas regiones pobres y fomentando, por el contrario, los nacimientos, mediante un ambicioso plan embriogénico, en zonas que merecen una atención especial… Después de regular la cantidad de nacimientos, el estado futuro se ocupará, sin duda alguna, de la calidad; porque no querrá ser menos que el estado actual, director de remonta». Paul Morand es miembro de la mejor sociedad, es miembro incluso de la carrera diplomática. Por lo tanto no podemos tomarle por un humorista. El señor Patenôtre, que yo sepa, tampoco es humorista, de modo que su reciente testimonio va dirigido a una audiencia tan seria como esta a la que tengo el honor de hablar:
«Imaginemos una colectividad rica como Estados Unidos, o incluso como Gran Bretaña o Francia, donde se haga tabla rasa de todos los prejuicios y se decida, un buen día, por acuerdo unánime, producir al máximo sin preocuparse de la demanda de la clientela. Enseguida las fábricas perfeccionan su maquinaria y trabajan, con turnos de obreros, día y noche. Lo mismo en el campo: el cultivo de cereales, las hortalizas y la ganadería amplían su rendimiento.
»¿Qué pasa entonces? Al cabo de X años el volumen de esta producción industrial y agrícola alcanza tal dimensión que ya puede afirmarse razonablemente que un reparto justo proporcionará a todos y cada uno una comodidad considerable y un gran bienestar.
»Entonces, ¿por qué la rutina de nuestros métodos, la camisa de fuerza de nuestros prejuicios, se oponen al progreso y detienen ese mayor bienestar al grito de “¡No pasarás!”? ¿Qué es lo que vicia nuestro sistema económico y lo encierra en un círculo infernal, dónde la producción está comprimida por la insuficiencia de un consumo solvente, mientras que este consumo, a su vez, se vuelve insuficientemente solvente, sobre todo por una producción poco desarrollada?».
No sé si apreciáis igual que yo el candor de esta declaración. ¡Tanto trabajo para llegar a una sociedad materialista que ya no puede producir ni vender! Reconoceréis que en estas condiciones los hombres de orden, de ese orden, pueden vestirse de rojo, amarillo o verde, y los dictadores rechinar los dientes y poner los ojos en blanco; los chicos a quienes sus padres han llevado al teatro empezarán a mirarse unos a otros ante esa payasada y la sala estallará en carcajadas.
Cristianos que me escucháis, ese es el peligro. Es peligroso suceder a una sociedad que ha estallado en carcajadas, porque ni siquiera sus pedazos pueden aprovecharse. Tendréis que reconstruir. Tendréis que reconstruirlo todo delante de los niños. Volved, pues, a ser niños. Han encontrado las junturas de la armadura y solo desarmaréis su ironía a fuerza de sencillez, franqueza y audacia.
Solo les desarmaréis a fuerza de heroísmo.
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Al hablar así creo que no estoy traicionando el pensamiento de santa Teresa de Lisieux. Tan solo la interpreto. Intento utilizarla humanamente para arreglar los asuntos de este mundo. Ella predicó el espíritu de la infancia. El espíritu de la infancia puede hacer el bien y el mal. No es un espíritu de aceptar la injusticia. No lo convirtáis en un espíritu de rebelión. Os barrería del mundo.
La hipótesis no es nada tranquilizadora, porque también nos barrería a nosotros.
Llamo vuestra atención sobre una singularidad de la historia desde la era cristiana. Cuando los judíos lapidaban a los profetas, los goys[9] salían ganando. Dios les entregaba a ese pueblo de cabeza dura y ellos hacían un gran botín con sus tesoros, sus mujeres y sus hijas. Mientras que si vosotros hacéis oídos sordos a las advertencias de los santos, nosotros también nos la cargamos, igual o más que vosotros, si me permitís esta expresión familiar. Vista desde este ángulo, la cristiandad aún se mantiene.
Pues de entrada parece que vuestra historia, la historia de la Iglesia, solo añade un capítulo más a la Historia. Pero no es así. Aunque en ella se alternan la prudencia y la locura de los hombres, por sí solas no explican sus éxitos y fracasos. ¡Oh, no es algo que se descubra al primer vistazo! Y, por ejemplo, sería indiferente que se señalaran, página a página, todas las clases de errores conocidos, en una proporción sensiblemente igual. Creo que no se originan unos de otros según la ley común, que no siguen el mismo orden de sucesión. Estas singularidades las explicáis con una ayuda divina. No pienso contradeciros al respecto. Creo, por ejemplo, que hay que estar muy locos para permanecer insensibles a la extraordinaria calidad de vuestros héroes, a su incomparable humanidad. En realidad el nombre de héroe no es muy adecuado para ellos, como tampoco el de genio, porque son héroes y genios a la vez. Pero el heroísmo y el genio no suelen darse sin cierta pérdida de sustancia humana, mientras que la humanidad de vuestros santos es desbordante. Por lo tanto diré que son héroes, genios y niños a la vez. ¡Prodigiosa fortuna! Desde luego, preferiríamos tratar con ellos antes que con vosotros. Por desgracia la experiencia nos enseña que es imposible un contacto directo. ¿Qué iban a hacer con una Teresa de Lisieux nuestros políticos y nuestros moralistas? Su mensaje, en boca de ellos, perdería todo significado o, por lo menos, toda posibilidad de ser eficaz. Se ha escrito en vuestro idioma y solo vuestro idioma puede expresarlo, a nosotros nos faltan las palabras necesarias para traducirlo sin traicionarlo, de modo que no hablemos más de ello. Mis queridos hermanos, os hago esta confesión con toda humildad, recibidla con el mismo espíritu. Porque si solo a vosotros os corresponde transmitir el mensaje de los santos, distáis mucho de haber cumplido ese deber a nuestra entera satisfacción. Lamento deciros que estamos pagando cara vuestra negligencia.
¡No intentéis hacernos creer que esos hombres divinos solo dan unos retoques al cuadro! Si osara resumir, por ejemplo, el mensaje de san Francisco, pondría estas palabras en boca del santo: «Esto va mal, hijos míos, muy mal. Y peor irá. Me gustaría poder tranquilizaros sobre vuestra salud. Pero si solo necesitarais infusiones, me quedaría tranquilamente en casa, porque amaba tiernamente a mis amigos y les cantaba versos provenzales acompañándome con la mandolina. La salvación está a vuestro alcance. No tratéis de ir por cuatro caminos: hay uno solo, el de la Pobreza. En él no os sigo, hijos míos, voy delante, me adelanto, no tengáis miedo. Si pudiera sufrir solo, podéis estar seguros de que no habría venido a molestaros en vuestros placeres. Pero el buen Dios, ay, no me lo ha permitido. Habéis irritado a la Pobreza, qué queréis que os diga. La habéis sacado de sus casillas. Como es paciente, habéis acabado descargando sobre sus hombros, arteramente, toda vuestra carga. Ahora está ahí, tendida de bruces, tan silenciosa como siempre y llorando en el polvo. Decís: ya nada nos molesta, ahora podremos bailar. Pero no vais a bailar, hijos míos, sino a morir. Si la Pobreza os maldice estáis muertos. No hagáis que caiga sobre este mundo la maldición de la Pobreza. ¡Adelante!».
Este consejo, evidentemente, iba dirigido a todos vosotros. Pocos lo han seguido. Os parecéis a esos italianos legendarios que esperaban el momento del asalto. De pronto el coronel levanta el sable, salta el parapeto, se lanza a la carrera a través de la cortina de fuego gritando: Avanti! Avanti!, mientras sus soldados, acurrucados en la trinchera paralela y electrizados por tanta valentía, aplauden con los ojos llenos de lágrimas: Bravo! Bravo! Bravissimo!
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Mis queridos hermanos, repito lo mismo porque siempre es lo mismo. Si hubierais seguido a ese santo en vez de aplaudirle, Europa no habría conocido la Reforma, ni las guerras de religión, ni la espantosa represión española. El santo os había llamado a vosotros, pero la muerte no escogió: atacó a todos. Hoy corremos un peligro semejante. Puede que incluso peor. Una santa, cuya carrera deslumbradora basta para revelar el carácter trágicamente perentorio del mensaje que se le encomendó, os invita a que volváis a ser niños. Los designios de Dios, como vosotros decís, son insondables. Pero cuesta creer que no os están brindando aquí vuestra última oportunidad. La vuestra y la nuestra. ¿Sois capaces de rejuvenecer el mundo, sí o no? El Evangelio siempre es joven, los viejos sois vosotros. Incluso vuestros ancianos son más viejos que los otros. Van sacudiendo la cabeza mientras repiten «ni reacción ni revolución» con una voz baja tan cavernosa que a cada sílaba escupen un diente. La reacción es necesaria, la revolución no está de más. Reacción y revolución juntas no serían suficientes. ¡Dios! Olvidaos de vuestro viejo escrúpulo de cuidar un orden que se cuida tan poco que él mismo se va destruyendo. El orden universal, por otro lado, acaba de ceder su puesto a la movilización universal. Llamad a vuestros casuistas, no les vayan a movilizar a ellos también. Llamad a vuestros casuistas, o mejor lleváoslos. Porque esos infelices han hecho ejercicios de elasticidad tan complicados que tienen las piernas alrededor del cuello, los brazos metidos en los hombros y la cabeza a la altura de la última vértebra dorsal. Lleváoslos tal como están en camilla, porque no van a poder desenredarse solos. No se ha perdido nada, ya que a través de dos milenios de inútiles negociaciones, el Evangelio se ha transmitido intacto hasta nosotros: no falta ni una coma. De modo que ¿tan difícil es contestar sí o no a todas las preguntas que os hagan ahora? Así hablan las personas de honor. El honor también es una cosa de la infancia. Gracias a este principio de infancia, se libra del análisis de los moralistas, porque el moralista solo trabaja con el hombre maduro, animal fabuloso inventado por él para facilitar sus deducciones. No hay hombres maduros, no hay estados intermedios entre una edad y otra. El que no puede dar más de lo que recibe empieza a caer en la podredumbre. Lo que dicen al respecto la moral o la psicología carece de interés para nosotros, porque damos un sentido distinto a las palabras juventud y vejez. La experiencia de los hombres, y no del hombre, pronto nos enseña que juventud y vejez son cuestión de temperamento o, si se quiere, de alma. Yo advierto ahí una especie de predestinación. Estas opiniones, reconocedlo, no son nada originales. El observador más obtuso sabe perfectamente que un avaro es viejo a los veinte años. Hay un pueblo de la juventud. Ese pueblo es el que os llama, es el que debéis salvar. No esperéis a que el pueblo de los viejos acabe de destruirlo con los mismos métodos que antaño, en menos de un siglo, sirvieron para eliminar a los pieles rojas. ¡No permitáis que los viejos colonicen a los jóvenes! No creáis que habéis cumplido con los jóvenes con unos cuantos discursos, aunque estén impresos. En la época en que los fariseos de América diezmaban científicamente una raza mil veces más valiosa que su repugnante pandilla, ¿no compartían los indios de Chateaubriand y Cooper con los escoceses de Walter Scott las sabrosas distracciones de unas gatas novelescas que se relamen con la piedad como con la sangre fresca? Cristianos, el advenimiento de Juana de Arco en el siglo XX tiene el carácter de una advertencia solemne. La fortuna prodigiosa de una oscura y pequeña carmelita me parece una señal aún más grave. Daos prisa en volveros niños, para que nosotros lo hagamos también. No debe de ser tan difícil como se cree. Por no vivir vuestra fe, vuestra fe ya no está viva, se ha vuelto abstracta, está como desencarnada. Es posible que la verdadera causa de nuestras desdichas sea esta desencarnación del Verbo. Muchos de vosotros recurrís a las verdades del Evangelio como un tema inicial, del que sacáis una especie de orquestación inspirada en la sabiduría de este mundo. En vuestro intento de justificar estas verdades ante los políticos, ¿no teméis que se vuelvan inaccesibles a los simples? ¿Y si por una vez intentarais contraponerlas, tal como son, a los sistemas complicados, para luego esperar tranquilamente la respuesta en vez de hablar todo el tiempo? Juana de Arco solo era una santa, y sin embargo se metió en el bolsillo a los doctores de la Universidad de París. ¿Y si cedierais la palabra al Niño Jesús? Me repetís que eso no es de mi incumbencia. Pero disculpad: para acabar con un orden casi tan petrificado como el nuestro no hicieron falta tantos doctores. Es un hecho histórico de gran alcance. Me parece perfectamente natural que os atengáis a vuestras bibliotecas. Os fueron de mucha utilidad contra los heresiarcas. Pero el mundo no solo está atormentado por los heresiarcas, también está obsesionado por la idea del suicidio. De un extremo a otro del planeta, está acumulando a toda prisa los medios necesarios para esta gigantesca tarea. No evitaréis que un infeliz se suicide presentándole la prueba de que el suicidio es un acto antisocial, porque el pobre diablo está pensando, precisamente, en desertar con la muerte de una sociedad que le asquea. A los hombres les decís repetidamente, en un idioma que apenas se distingue del de los moralistas, los obsesos de la moral, que dominen sus deseos. Pero es que ya no tienen deseos, no se marcan ninguna meta, no ven ninguna que merezca hacer un esfuerzo.
Devotos y devotas, llego al final de este largo discurso. Como soy un descreído, lamento no poder bendeciros. Pero tengo el honor de saludaros. Al sentirnos tan parecidos a vosotros, casi tan desconcertados como vosotros ante las temibles circunstancias, se nos encoge el corazón. Porque, y perdonad mi franqueza, no parecéis menos preocupados que nosotros por salvar el pellejo. La frase de los desesperados furiosos —lo que sea con tal de que me salve yo— parece a punto de brotar de vuestros labios, mientras miráis de reojo a las dictaduras. ¡Lo que sea, quien sea, demonios! Daos prisa en volver a ser niños, es menos peligroso. Hay que reconocer que no tenemos ninguna confianza en vuestras capacidades políticas. Un poco más de tiempo y vuestros excesos de celo acabarán poniéndoos en apuros incluso ante los nuevos amos. Acabar siendo la bestia negra de los hombres libres y los pobres, con un programa como el del Evangelio, reconoced que tiene bemoles. Volved a ser niños, refugiaos en la infancia. Cuando los poderosos de este mundo os hagan preguntas insidiosas sobre un montón de problemas peligrosos, la guerra moderna, el respeto a los tratados, la organización capitalista, no os avergüence confesar que sois demasiado brutos para contestar, que el Evangelio contestará por vosotros. Entonces la palabra divina quizá obre el milagro de unir a los hombres de buena voluntad, pues se pronunció para ellos. Al fin y al cabo, el Pax hominibus bonae voluntatis no puede traducirse como «Primero la guerra, luego ya veremos», ¿no? Evidentemente, es paradójico que nosotros esperemos un milagro. Pero caramba, ¿no es más paradójico aún esperarlo de ustedes? De modo que tomamos precauciones. Creemos que son legítimas, porque, fíjense bien, no pretendemos interpretar el Evangelio sino que os conminamos a que lo cumpláis con arreglo a vuestra fe, con arreglo a la fe de vuestra Iglesia. No renegamos de vuestros doctores. Renegamos de vuestros políticos, porque han dado sobradas muestras de ser unos presuntuosos y unos necios. ¡El Evangelio! ¡El Evangelio! Cuando se llega a esperarlo todo del milagro, es conveniente exigir que el experimento esté bien hecho. Supongamos, mis queridísimos hermanos, que padezco tuberculosis y pido agua de Lourdes, y que los médicos me proponen mezclarla con una droga preparada por ellos. «Queridos doctores —les diría—, ustedes me han declarado incurable. Permitan, pues, que pruebe fortuna tranquilamente. Si en este asunto, que solo compete a la santa Virgen y a mí, necesito un intermediario, tengan por seguro que no acudiré al farmacéutico».