Si los obispos españoles perdieran el tiempo leyéndome, seguramente me tomarían por un descontento. Creen erróneamente que su papel es el del espectador que contempla una pelea callejera desde su ventana y cuando llega el policía, por supuesto con retraso y sin haber visto nada, le da sinceramente su opinión sobre los adversarios en un tono benévolo y cortés. Por lo general el policía no añade nada importante al relato moderado de un testigo tan estupendo y se limita a llevarse detenidos a los delincuentes. Esta vez, por desgracia, no hay ningún comisario de policía capaz de decidir entre los beligerantes, y aún menos un juez de paz. La intervención del episcopado cobra así una importancia en la que no había pensado. Europa, repito, está llena de guerras. Sus Ilustrísimas, ya sean de España o de otros lugares, no pierden ocasión de lamentarse por ello. De modo que están tan enterados como vosotros y yo. Europa está llena de guerras, pero hasta el más bobo empieza a darse cuenta de que estas guerras son el pretexto y la coartada de una guerra que será la Guerra, la Guerra absoluta, ni política, ni social, ni religiosa en el sentido estricto de la palabra, la Guerra que no se atreve a decir su nombre, tal vez porque no lo tiene, porque es sencillamente el estado natural de una sociedad humana cuya extraordinaria complejidad no guarda ninguna proporción con los sentimientos elementales que la animan, expresados por otras formas más bajas de vida colectiva: vanidad, avaricia, envidia. Afortunadamente estos negros blancos todavía viven en la casa de sus antepasados. Allí, con el pretexto de mejorarla pero en realidad porque no se fían unos de otros, han puesto tantos tabiques estancos y puertas blindadas que literalmente ya no saben qué hacer para abalanzarse unos contra otros, como hacen los salvajes. Y, por ejemplo, ya nadie cree en los nacionalismos, por lo menos nadie ignora que solo son la descomposición del sentimiento de la Patria. No es menos cierto que las sociedades rivales no saben cómo deshacerse de tan molestos cadáveres, ni cómo saltar por encima sin palmar antes de que les haya dado tiempo a congregarse y cortarse recíprocamente el gaznate. Lo he dicho y lo repito: la guerra que viene será una crisis de anarquía generalizada. Como se trata simplemente de despoblar un continente en el que sobran brazos y manos debido a la perfección de su maquinaria, no hay necesidad de usar medios tan costosos como la artillería. Cuando para reducir un cincuenta por ciento la población baste con un pequeño número de espías abastecidos por los laboratorios, que vayan de ciudad en ciudad viviendo cómodamente como turistas mientras propagan la peste bubónica, generalizan el cáncer y envenenan las fuentes, ¿a eso lo llamaréis guerra, hipócritas? ¿Les condecoraréis con la Cruz de San Luis o la Legión de Honor, a vuestros corredores de muermo y cólera? Tampoco se podrá celebrar el armisticio, porque ya no habrá armisticio ni declaración de guerra, mientras los gobiernos, con la mano en el corazón, proclamarán su voluntad pacífica y jurarán por sus grandes dioses que no tienen absolutamente nada que ver con esa extraña proliferación de epidemias. Estoy traduciendo vuestro pensamiento íntimo en imágenes cuya brutalidad os irrita y de las que podéis defenderos. ¡Pero en fin! Tampoco creo que Nuestro Santo Padre el Papa esté más seguro que yo sobre el futuro del Occidente cristiano. En conclusión, no hay nada que pueda justificar los inmensos pudrideros que se avecinan, ninguno de esos casus belli que antaño se acariciaban amorosamente en las cancillerías. Y sin embargo es preciso que esos pudrideros se llenen. Usted mismo, el que se encoge de hombros, usted sabe que se llenarán, que los verá repletos, a menos, señor mío, que ya esté dentro. Para esos fines delirantes solo se puede utilizar razonablemente el fanatismo religioso que sobrevive a la fe, la furia religiosa consustancial a la parte más oscura, más venenosa del alma humana. ¿Quiénes lo utilizarán? ¿Qué monstruos? Por desgracia, quizá no queden ya monstruos. Los que sueñan con sacar provecho de estas perversiones como harían con cualquier eslogan son unos infelices que no se dan cuenta de su terrible, demoníaco poder. Además, tampoco creen en el diablo. Prenderían fuego a los hombres por una jugada de Bolsa, sin haber pensado ni un momento en cómo apagarlo. No saben absolutamente nada del hombre, al que entre ellos definen como una máquina de ganar o perder dinero, una máquina de dinero. ¿Y los demás? Los demás están desesperados, desesperados sin saberlo, con esa clase ruin y algo cómica de desesperación que se llama aturdimiento, la desesperación al alcance de los imbéciles. No quieren darse cuenta, por desgracia. Aunque no soy muy viejo, he conocido el tiempo en que los imbéciles creían vivir en un mundo sólido, bien guardado, el Mundo Moderno, superior a todos los que le habían precedido, aunque necesariamente inferior al que llegaría después. Conocí el tiempo en que la palabra moderno significaba mejor. Ahora bien, la amargura desengañada de los grandes pensadores del último siglo —un sentimiento tan ajeno al francés medio contemporáneo de la Exposición de 1900 como la economía de Karl Marx o la estética de Ruskin— proporciona a la gran prensa popular sus motivos preferidos, aunque traducida a un lenguaje farragoso. Qué más da, diréis, esa gente necesita cierta cantidad de tópicos para repetírselos unos a otros como loros, con los ademanes afectados, los pavoneos y los guiños de ese volátil. Pero no se crían loros con vino perfumado con aromas del Libro de Job o del Eclesiastés. Deberían pensarlo todos esos estúpidos tan comedidos que no miden ni su propia estatura, los que citan a La Fontaine cada dos por tres, como si el perfecto poeta hubiera ido más lejos en la vida que en el amor, cuando lo único que hizo fue toquetearlos a ambos con sus viejas manos tortuosas que en vano vigilaba madame de La Sablière. Porque la cordura del viejo es una cordura senil, se diría que tiene su olor. No desprecio sus máximas; nueve de cada diez veces os servirán para no hacer tonterías. Pero en una vida humana son pocas las situaciones decisivas que le dan sentido, y en esos momentos la sonriente sabiduría del Bonachón solo sirve para que por un instante desatendáis la llamada imperiosa del riesgo o de la gloria —o simplemente de la Fortuna—. En la juventud o en la prosperidad —que es otra juventud— se presta mucha atención a los razonamientos tranquilizadores de estos escépticos que pretenden estar de vuelta de todo. Pasan los años, y al cabo uno se pregunta adonde habían ido en realidad. Por ejemplo, supongamos que el delicioso Jacques Bainville hubiera vivido tanto como Matusalén. Durante novecientos años, ¿habría hecho algo más que dispensar ingenio a los imbéciles? Este demonio de sutileza era sobre todo un traficante de ilusiones, un tipo semejante al vidriero de Baudelaire. Brindaba a los mediocres, con una sonrisa forzada cuya amargura era su venganza y su secreto, la única ilusión que Natura suele negarles, la ilusión de haber entendido. Por lo demás, con estas experiencias de biblioteca pasa lo mismo que con la rutina de los viejos verdes. En su época La Fontaine dejaría boquiabierto de admiración y envidia (porque a los viejos verdes les gusta alardear) a más de un mozalbete. Pero muchos de ellos se darían cuenta enseguida de que la estrategia del buen hombre solo era adecuada para el gentil rebaño amoroso con que pobló sus Cuentos. En presencia de una mujer de verdad, de esas que se poseen o no, el pobre viejo discípulo de Horacio, siempre algo achispado como su maestro, seguramente no imaginaba nada mejor que introducir bajo las faldas una mano endeble, con riesgo de recibir al instante en su cara la de su diosa. Vemos así que el carrillo de los doctores en realismo, en cuanto se calientan, enrojece con el bofetón de lo real.
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No nos engañemos pensando que el hombre medio experimenta pasiones medianas. Por lo general, solo parece medio si se acomoda con docilidad a la opinión media, lo mismo que un animal de sangre fría al medio ambiente. La simple lectura de los periódicos demuestra que la opinión media es el lujo de los periodos prósperos de la historia, y que hoy en día cede terreno por doquier a la tragedia cotidiana. Para formarse un juicio medio sobre los sucesos actuales haría falta la inspiración de un genio. Con sucesos medios hace el hombre medio su miel, ese elixir dulzón al que André Tardieu quiso un día atribuir propiedades embriagadoras. Es evidente que si sentáis a un hombre medio sobre un haz de leña encendido, sacaréis al mismo tiempo su secreción. Con el trasero ardiendo, correrá a refugiarse en cualquiera de las ideologías de las que antes huía con espanto. La desaparición de las clases medias se explica muy bien con la lenta y progresiva destrucción de los hombres medios. La clase media ya no se renueva. Las dictaduras aprovechan este fenómeno, pero ellas no lo han creado.
Me parece inútil contar con los hombres medios para una política media. Los hombres medios tienen los nervios a flor de piel, sería sumamente peligroso excitarles. Sin que pretenda convertirme en censor de cierta elocuencia clerical, tengo derecho a decir que, si bien en la época de Jacques Piou o en los labios del llorado Albert de Mun era inofensiva, hoy se dirige a unas imaginaciones trastornadas por la angustia. Los contemporáneos de Jacques Piou, evidentemente, estaban indignados con la política de Combes, pero jamás se creyeron capaces de desatar una rebelión abierta contra ese minúsculo politicastro de cabeza de rata. Y eso por un motivo que debo exponer exactamente como lo pienso: entonces los negocios iban viento en popa. Esta observación no tiene ninguna intención hiriente. Ni el más optimista de los obispos españoles se atrevería a decir que muchos cristianos pueden sentirse tan consternados por la aprobación de una ley contraria a la libertad de enseñanza como por la noticia de su propia ruina, sobre todo cuando esa ruina es irremediable, pues está en función, como dicen los matemáticos, de la ruina universal. De modo que una cosa era hablar de los héroes de la Vendée a los pacíficos súbditos de Armand Fallières, y otra poner como ejemplo la guerra civil española a unos pobres diablos que dudan de todo, de la propia sociedad, y están dispuestos a decir: «¿La Cruzada? ¡Adelante con la Cruzada!…», lo mismo que cinco minutos antes pensaban: «¿El comunismo? ¿Por qué no?».
Repito, Eminencias, que Sus Ilustrísimas no parecen del todo conscientes de la responsabilidad que asumen. «La guerra civil ya dura quince meses —piensan—. Ensalzarla hoy no compromete a nada». ¡Ustedes perdonen! La idea de Cruzada está en el aire: la de las Fuerzas del Bien contra las Fuerzas del Mal. No faltaré al respeto que debo al episcopado si digo que la tarea es de aúpa, y como Sus Ilustrísimas la aprueban, tienen el deber de organizaría. No es que me crea personalmente concernido: soy monárquico y, si he de luchar, no serán Ellas quienes me den órdenes, ni un jefe. Pero Ellas tampoco pueden dejar la idea de Cruzada en el primer recodo del camino sin tomarse la molestia de examinar quién va a recogerla. «¡Adelante por el Bien contra el Mal!», y he aquí que Japón contesta: «¡Presente!», con su impagable voz de clarinete. La ardiente caridad del nuevo campeón ondea en los cuatro extremos de Shanghai. ¿No les parece a Sus Ilustrísimas que se están burlando de sus mitras?
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Siempre podrán decir que hablo en mi nombre, que es lo mismo que en nombre de nadie. Pero imaginen que hablo en nombre de cien mil hombres dispuestos a luchar. ¿Me creerían tan ingenuo como para arrojar a mi gente a la batalla con una consigna tan vaga como: exterminar a los malos? Para empezar, ¿qué malos?
—Aquellos que os señalen las personas de orden.
—No me fío de las llamadas personas de orden. ¿Por qué no designan Sus Ilustrísimas mismas a los réprobos? Porque nos hemos hecho cruzados contra los enemigos de Dios, los que el propio Dios nos señala para que acabemos con ellos.
—Los enemigos de la sociedad querida por Dios son los enemigos de Dios.
—De acuerdo. Pero justo es reconocer que la sociedad tiene dos clases de enemigos, los que la explotan desde dentro con el egoísmo y la injusticia, y los que desde fuera se han propuesto destruirla. Si el Ángel del Señor cruzase hoy los Pirineos para abatir con su espada ardiente, en uno y otro bando, a estas dos clases de anarquistas, en el sentido exacto de la palabra, ¿no veríamos disminuir sus efectivos, Eminencias? ¿O simplemente debemos considerar enemigo a todo cismático, hereje o agnóstico que sea incapaz de recitar de corrido el Símbolo de Nicea?
—¡No hagáis tal cosa, desdichados! Herejes y agnósticos los hay, por desgracia, en todas partes. Y también están los infieles. Dejad de hacernos preguntas. No somos hombres carnales, bendecimos o maldecimos las intenciones, por lo menos tal como se expresan. El resto lo juzgará Dios.
—Por supuesto. Ustedes maldicen las intenciones, pero no se fusila por intenciones. Si solo quieren ocuparse de las intenciones, ¿por qué se entrometen en una batalla de hombres? Los hombres tienen suficientes pretextos para romperse la cabeza. ¡No nos estorben, Eminencias, salgan del campo de tiro! En cuanto se les presente una ocasión favorable volverán a ser hombres de paz y nos dejarán entre dos fuegos, como hizo Luis XVI con los suizos. No volveremos a oír hablar de ustedes hasta el día en que un buen cura, algo pálido y balbuciente, una madrugada fría que yo sé, vendrá a exhortarnos mientras unos martillazos clavan algo detrás de la pared. Por eso mi petición no tiene el carácter que ustedes podrían atribuirle. Una guerra civil es deseada por unos pocos, pero ante todo es el modo de resolver un complejo psicológico: «¡Acabemos de una vez por todas!». Al adversario no hay que reducirle, sino eliminarle, ya que la sociedad se muestra incapaz de hacerle volver a su redil. Está fuera de la ley, la ley ya no le protege. Ya solo le queda la piedad, pero en una guerra civil la piedad sería un ejemplo deplorable para la tropa. No pensarán que los soldados del general Franco habrían soportado ver como unos moros piojosos pasaban a cuchillo a unos españoles que pedían perdón en su propia lengua, si no hubiesen creído, inducidos por sus jefes, que esos compatriotas eran unos monstruos. No hay piedad en una guerra civil, y tampoco hay justicia. Los rojos de Palma, que en su mayoría eran miembros de partidos de izquierda moderada, no tenían nada que ver con los asesinatos de Madrid o Barcelona, lo que no les libró de que les mataran como a perros. A la guerra civil no se va con abogados, jueces y códigos penales en los furgones. No me gusta nada esa tarea, pero puede que algún día me la impongan. Entonces, creo que intentaré mirarla de frente, antes de remangarme. Lo que les reprocho a sus hombres de orden es que van a la injusticia igual que al burdel, rozando la pared; eso cuando no sienten la necesidad, apagado su apetito, de soltarle un sermón paternal a la pobre chica, vestida con un par de medias, que les escucha bostezando sentada al borde de la cama. La ley de los sospechosos, por ejemplo, ¿acaso no está escrita con todas sus letras en cualquier código de guerra civil? ¿A qué vienen tantos remilgos? «¡Fuego contra el que se mueva!»: convendrán en que un grave jurisconsulto no tendría mucho que decir de esta máxima. El que se mueve puede ser un herido agonizante, ¿qué importa? En Mallorca los nacionales no dejaron vivo ni a uno solo de los heridos o enfermos que hicieron prisioneros durante las operaciones de guerra contra los catalanes, en agosto y septiembre del 36. ¿Por qué no les iban a matar, pregunto? Al estar fuera de la ley también estaban fuera de la humanidad, eran fieras —feres—, bestias. ¿No bastaba con eso? ¿O también vais a hacer de ellos unos réprobos? Hasta ahora la Iglesia toleraba que les eliminasen. ¿Conviene ahora dar a esa eliminación el carácter de un hecho meritorio, justificado por motivos sobrenaturales? No lo sé. Me gustaría que se precisara. Es difícil tratar a los soldados del Ejército del Mal como beligerantes cualesquiera. ¿No pertenecerían por ello a la jurisdicción eclesiástica? Su crimen es precisamente el que castigaban con más severidad los tribunales del Santo Oficio, y la historia nos enseña que ni las mujeres ni los niños se libraban de esos tribunales. ¿Qué debemos hacer con las mujeres y los niños? Me pregunto qué hay de ridículo en la cuestión que estoy planteando. Porque es falso responsabilizar de la Inquisición a la Iglesia o a los Reyes Católicos: fueron las costumbres las que la crearon. A fin de cuentas, cuando encendía hogueras por toda España, el país contaba con muchos más teólogos eminentes que hoy y, como el Evangelio se predicaba desde hacía mil quinientos años, cabe suponer que no hemos aprendido mucho desde entonces. Los usos evolucionan más despacio que las costumbres, o más bien habría que decir que las costumbres no evolucionan, pues parecen sujetas a los cambios bruscos y profundos que marcan el origen y la decadencia de los periodos históricos, como las mutaciones de las especies animales o vegetales. El mundo está maduro para cualquier forma de crueldad, fanatismo o superstición. Bastaría con que se siguieran respetando algunos de sus usos y, por ejemplo, que no se violentase su curioso sentimiento de amor a los animales, uno de los escasos logros, quizá, de la sensibilidad moderna occidental. Creo que los alemanes no tardarán en acostumbrarse a quemar a sus judíos, y los estalinistas a sus trotskistas. Lo he visto, lo he visto con mis propios ojos, lo he visto, yo, quien os habla, he visto a un pequeño pueblo cristiano, de tradición pacífica, de una extrema y casi excesiva sociabilidad, endurecerse de repente, he visto cómo se endurecían sus rostros, hasta los de los niños. De modo que es inútil tratar de mantener el control sobre ciertas pasiones cuando se han desatado. ¿Debemos utilizarlas tal como son? ¿Debemos correr ese riesgo? ¿Debemos ahogar en sangre, como los contemporáneos de Felipe II, esas grandes herejías que están en cierne, pero ya se agitan bajo tierra?
En Mallorca, durante meses, los equipos de asesinos, transportados rápidamente de pueblo en pueblo con camiones requisados para ello, mataron fríamente, con conocimiento de todos, a varios miles de individuos que se consideraban sospechosos, aunque el propio tribunal militar tuvo que renunciar a presentar contra ellos la más mínima acusación. El reverendísimo obispo de Palma estaba informado del hecho, como todo el mundo. No por ello dejó de mostrarse, siempre que tuvo ocasión, al lado de los ejecutores, algunos de los cuales tenían notoriamente en su haber la breve agonía de un centenar de hombres. ¿Será esta la actitud futura de la Iglesia? A estas alturas la pregunta tiene mucha menos importancia para los españoles que para nosotros. Pues parece verosímil que los generales del pronunciamiento, para salvar el pellejo, permitirán la restauración de la monarquía que destruyeron hace seis años. La hazaña solo habrá costado un millón de hombres. El gasto, evidentemente, parece enorme. Pero al menos habrá librado a España por mucho tiempo de participar en cualquier cruzada. Se ha quedado al margen de Europa, detrás de sus montañas, como en el pasado. Allí la depuración ha terminado. Pienso en la depuración de mi país, que aún no ha empezado, pienso en la depuración de los franceses. Tenemos poco tiempo para ganarnos a una parte de la clase obrera. Si la lucha de las Fuerzas del Bien contra las Fuerzas del Mal está tan cerca como dicen, es menester moverse deprisa y con energía. ¿No podrían asumir ustedes sus responsabilidades, como nosotros asumiremos las nuestras cuando llegue el momento? Porque no será con Paul Claudel o el R. P. Janvier con quienes ganarán su cruzada, sino con nosotros. Por eso tengo derecho a decírselo tranquilamente a la cara, como estoy haciendo. Si unos infelices creen que ironizo, lo siento por ellos. Hoy no es Rusia la única que desea una revolución en Francia. Los otros dos estados totalitarios no sacarían un provecho menor; y será la revolución de izquierda, lógicamente, la que tendrá sus preferencias, porque sacudiría más profundamente la estructura del país, rompería sus moldes, nos apartaría de las democracias capitalistas y permitiría a los dictadores unas combinaciones más fructíferas. Es posible, pues, que nos veamos obligados a disparar los primeros. No sin riesgo de equivocarnos. Por mucha que sea su desenvoltura, ningún predicador de la Buena Guerra se atrevería a afirmar que las Fuerzas del Mal están tan bien delimitadas que nuestros golpes serían certeros. Les concedo un veinte por ciento de saqueadores, incendiarios y verdugos, y ya es mucho, no crean. Por desgracia la chusma pocas veces se pone a tiro de las ametralladoras. Pueden estar seguros de que la nuestra también dedicará sus esfuerzos a la retaguardia, a la moral de la retaguardia, a los traidores, a los espías, a los derrotistas de la retaguardia. Delante de nosotros solo quedarán los bravos obreros franceses, tan brutos, por ejemplo, como para creerme amigo de André Tardieu y dispuestos a fusilarme como tal, ¡pobres diablos! ¿Habrá que tratar como fieras a personas que aprecio?
—¡Pues trátelos como le parezca!
—Perdón. La vergüenza de las guerras civiles es que ante todo y sobre todo son operaciones policiales. La policía, en ellas, lo inspira y ordena todo. Pongamos que soy combatiente en el frente de España y trato de oponerme a las ejecuciones sumarias: me fusilan a mí también. La guerra civil no se hace con guante blanco. Su ley es el Terror, bien lo saben Sus Ilustrísimas. Los obispos españoles lo saben tan bien que se han visto en la necesidad de aludir a los excesos lamentables, a los abusos inevitables, en un tono que no tiene nada de militar. Lo siento, pero esas fórmulas de absolución general carecen de valor para mí. El error de Sus Ilustrísimas sigue siendo el mismo. Se diría que ven la guerra como una especie de carnavalada, como una alegre suspensión de la moral común, con gente que se entrega a la crueldad como las comparsas de Carnaval a sus bailes desvergonzados. Cuando los últimos farolillos se han apagado, conviene acoger al hijo querido con una sonrisa amplia y paternal: «Tranquilo, hombre, tranquilo. A veces uno no se puede negar un pequeño placer. Olvidemos eso». Pero, Eminencias, esos no son en absoluto pequeños placeres.
—No nos negará que en lo recio de la batalla los militares se vuelven feroces, semejantes al caballo de la Escritura que resopla y escarba la tierra. Lo sabemos bien gracias a Claudel, que sabe lo que es la guerra, que incluso ha escrito poemas de guerra. A fin de cuentas, si estás delante de un hombre que un momento antes ha querido matarte, es bastante excusable, aunque sea un prisionero, que le pinches un poco con la bayoneta, esa bayoneta a la que los valientes veteranos franceses llamaban Rosalía, ¿no es así?
—¡No, no! Sus Ilustrísimas se equivocan. Los guerreros, a excepción de la señora Chenal o del señor Paul Claudel, no saben nada de Rosalías. Yo creo que Rosalía debe entenderse como una bayoneta rosa de sangre. Esta broma feroz y traviesa no tiene, os lo aseguro, nada de militar. Con todo respeto, creo que traduce a un lenguaje poético las delectaciones morosas de ciertas damas privadas de ternura o atormentadas por la edad. Eminencias, muchas damas se hacen del guerrero de permiso la idea que mejor estimula sus facultades amorosas. No caigan inocentemente en la misma ilusión. Las viejas inglesas también están convencidas de que el aficionado solo va a la plaza para ver caballos despanzurrados, pero son ellas, ¡pobres queridas cosas[6]!, las que solo tienen ojos para esas porquerías. Es posible que antiguamente la guerra formase gladiadores y beluarios. Por lo menos en los pueblos con sangre de sátiro. Pero cuando un hombre se ha enfrentado una vez al muro naranja y negro de la barrera de fuego, en medio del bramido de mil sirenas de acero, y luego, conteniendo el aliento y hundiendo en el barro sus gruesas botas, se ha alineado mal que bien con lo que queda de su sección, no tiene tiempo de pensar en bagatelas, es decir, de odiar al enemigo… No, Eminencias, no vuelvan a equivocarse, no ha bebido. Ya se emborrachará después. Está a las puertas de la muerte o acaso un poco más allá, pero no lo sabe, no sabe nada de ese desprendimiento esencial, fundamental, que ya no tiene los colores de la vida y ha adquirido una especie de transparencia sobrehumana. No hay proporción entre las fuerzas estentóreas a las que se enfrenta y la rebelión o la ira de un pobre diablo como él; y aunque a menudo se crea muy ocupado en no dejarse los calzones en las alambradas, les aseguro, Ilustrísimas, que entonces camina desnudo a los ojos de Dios. Son confidencias que pocas veces les harán, por la sencilla razón de que las puertas de la muerte no están en ninguna señal ferroviaria. Aquellos que, ingenuamente, se han dado a sí mismos el chusco nombre de Excombatientes, ya pueden regresar en familia al lugar exacto donde recibieron el bautismo de fuego, que no recuerdan nada, y a falta de otra cosa se inventan historias. Porque los recuerdos de guerra se parecen a los recuerdos de infancia.
* * *
Sus Ilustrísimas deben comprender que el heroísmo sería bien fácil de definir si anduvieran por ahí unos héroes patentados capaces de responder a las consultas de los curiosos sobre la materia. Pero los héroes no se creen héroes, como tampoco se creen santos los santos. Como ustedes saben, los segundos, mientras aguardan la decisión de la Iglesia, a veces tardía, e incluso mucho después, tienen que encomendar su gloria a unos canónigos eruditos, que los transforman a su imagen y semejanza. Hasta en la guerra las ocasiones de ser heroicos, siquiera un instante, surgen con menos frecuencia de lo que ustedes piensan. Aunque se haya hecho prisionera a toda una sección de ametralladoras, esta hazaña puede dejar una impresión algo confusa, que un elogio excesivo no tarda en volver desagradable. No se tendrá, en cambio, ninguna duda acerca de alguna experiencia modesta, tan modesta que ni siquiera sirve para un relato, en la que, de la fatiga, del asco, de la angustia, de la rebelión misma de la carne extenuada, surge súbitamente la aceptación de la muerte, no deliberada ni alegre, sino más íntima, más profunda: la reconciliación pacífica de la vida y la muerte, como un milagro de luz. Eminencias, estas palabras no van dedicadas a Sus Ilustrísimas, pues comprendo que la idea que se han hecho de los soldados de mi país es muy distinta. En este momento escribo para aliviar mi alma, porque estoy harto de oír cómo unas veces se denigra la guerra y otras se ensalza, sin entender nada de ella. Esos momentos fueron nuestros, solo nuestros, tan nuestros que la memoria suele ser incapaz de devolverlos a la trama de la vida. Fueron lo que fueron, fueron una vez, solo en apariencia se vinculan con ciertas imágenes comunes a todos, de suerte que el mecanismo de la memoria, para evocarlos, gira en el vacío. En vano indagarían sobre ellos Sus Ilustrísimas. «Es verdad —acaso les confiesen mis antiguos compañeros—. Había días en que todo nos daba lo mismo. No es ningún misterio». Habrían contestado lo mismo veinte años antes cuando, con una canción en los labios, marchaban hacia unos pueblos luminosos rebosantes de cantos de gallos y alegres tintineos de cubos en el brocal. Les veo en insólitas mañanas, en las plazuelas soleadas, con el capote aún tieso de barro y sus dichosas polainas. «¿Nos pillamos una curda? ¡Vamos!». Trataban de sonreír, con sus barbas de tres semanas y las mejillas tan hundidas que sonreían de través; ¡rostros, oh, queridos rostros, oh, rostros de mi país! Sé que emborracharse no está bien. Creían que ahogaban en un vino ilusorio, en una cerveza ácida, el miedo de ayer y el de mañana. Pero no era el miedo, era el recuerdo de la gracia recibida, porque tenían prisa por volver a ser hombres como los demás, por volver a estar en su piel de pobres electores movilizados, como antes, cuando se quitaban la ropa del domingo, se ponían el pantalón de pana y estiraban los dedos de los pies en las alpargatas.
—¿La gracia recibida? ¿Qué gracia?
—Es que no encuentro una palabra mejor: una gracia, un don. Que fueran incapaces de valorar su precio no cambia nada, creo yo. Muchos creían incluso que era un mal presagio. «Hay días en que no le tienes apego a la vida», decían. Seguramente temían que la vida, en justa correspondencia, no les tuviese apego a ellos, que les olvidara. Y entonces pensaban tranquilamente en emborracharse, emborracharse al precio más justo. Se emborrachaban, en efecto, y volvían a ser pobres diablos. ¿Es eso lo que llamáis, creo, abusar de la gracia? Por suerte ignoraban la naturaleza de ese pecado y su gravedad. La mayoría ignoraba hasta la palabra misma de gracia. En otra ocasión discutiremos —cuando queráis— si era ignorancia u olvido, porque muchos de ellos estaban bautizados. Tan solo quiero decir que alguna vez, quizá, habían sido dignos de la gracia, de la sonrisa de Dios. Porque sin saberlo, en el fondo de sus agujeros fangosos, llevaban una vida fraternal. No es que se comportasen de un modo irreprochable unos con otros, ni que se llamasen hermanos como hacen los frailes, ya que para expresar su cordialidad solía bastarles con una palabra de tres letras que no me atrevo a reproducir[7]. ¡Hacerle el turno de guardia a un compañero extenuado, cuando arrecia el zumbido de las granadas al caer la noche, no es moco de pavo! Lo hacían, y muchas cosas más. Se repartían el último mendrugo de pan, bebían juntos la última cantimplora de café apestoso, y con sus manazas torpes, acompañándose de: «¡Perra suerte la nuestra!», y: «¡Maldita miseria!», metían su paquete entero de vendas en el antro abierto de un vientre, sobre el que goteaba el sudor de su frente. ¡Tampoco es moco de pavo, cuando las balas de las ametralladoras petardean a la altura del hombro! De nuevo llamo la atención de las Eminencias españolas sobre este particular. Cuando se vive así es difícil odiar al enemigo. El don diario de sí mismo no inclina a ninguno de los sentimientos —odio, envidia, avaricia— que encierran al hombre en sí mismo, que lo convierten en su propio fin. Es fácil acostumbrarse a los muertos, a la visión, al olor de los muertos, pero los pudrideros son los pudrideros. Allí un bruto se transforma en un cobarde, y un cobarde se pudre, se licua. Mientras haya soldados en el mundo, no les impediréis que hagan honor al riesgo, y quien hace honor al riesgo se lo hace al enemigo. Es la ley del deporte y de la guerra.
—Pero ¿quién se lo impide?
—Pondré un ejemplo. No sé lo que hicieron o dejaron de hacer los cruzados de la Península. Lo único que sé es que los cruzados de Mallorca ejecutaron en una noche a todos los prisioneros que habían hecho en las trincheras catalanas. Llevaron ese rebaño a la playa y lo fusilaron sin darse prisa, una res tras otra. ¡No, Eminencias, no crean que estoy acusando a su venerable Hermano, el obispo-arzobispo de Palma! Como de costumbre, se hizo representar en la ceremonia por varios de sus curas que, vigilados por los militares, brindaron sus servicios a esos desdichados. Podemos imaginarnos la escena: «“A ver, Padre, ¿está ya listo ese?”. “Un momento, señor capitán, enseguida se lo paso”». Sus Eminencias afirman que en estas circunstancias han obtenido resultados satisfactorios. ¿Qué más me da? Si hubieran tenido más tiempo y, por ejemplo, se hubieran molestado en sentar a sus pacientes sobre una olla de agua hirviendo, estos eclesiásticos seguramente los habrían conseguido mejores. Hasta habrían logrado que cantaran las vísperas, ¿por qué no? Me tiene sin cuidado. Una vez terminada la faena, los cruzados apilaron el ganado —reses absueltas y sin absolver— y lo rociaron con gasolina. Es posible que, debido a la presencia de sacerdotes de servicio, esa purificación por el fuego tuviera un significado litúrgico. Desgraciadamente, solo a los dos días pude ver a esos hombres, ennegrecidos y lustrosos, retorcidos por las llamas; algunos habían adoptado al morir unas posturas obscenas que escandalizarían a las damas palmesanas y a sus distinguidos confesores. De ellos escurrían regueros de alquitrán hediondo, que humeaba bajo el sol de agosto. A propósito, creo que el señor Bailby, director de Le Jour, tiene algún peso en el sindicato de periodistas. Le informo, de paso, que el barón Guy de Traversay, secretario general de l’Intransigeant, se encontraba entre esos muertos.
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¿He de repetir que aquellas imágenes no me quitan el sueño? Son imágenes de guerra civil, muy monótonas a la larga. En 1914, un alemán, por ejemplo, era lógicamente un indeseable mientras hollara, armado, el suelo de nuestro país. Prisionero, herido o enfermo, se incorporaba de inmediato a la parte estimable de la humanidad. Ni los más idiotas de la retaguardia osarían afirmar, por lo menos en público, que los ejércitos alemanes, austríacos o búlgaros eran los Ejércitos del Mal. Pero los rojos son los rojos. Lo mismo que la caza reservada antiguamente a los inquisidores, las personas de desorden eran más temidas por su lengua que por sus armas. Estos pervertidores de conciencias pertenecen a una especie tan venenosa que el mero contacto con ellos se paga con la muerte. Volviendo al secretario general de l’Intransigeant, no le sirvió de nada decir que era un periodista francés. No creo que nadie me desmienta si imagino que tras un breve diálogo entre dos oficiales españoles, fue ejecutado porque le encontraron un triste papelito mecanografiado, firmado por funcionarios de la Generalidad, que le recomendaba a la benevolencia del capitán Bayo. Es perfectamente posible que un papel parecido, firmado por las autoridades nacionalistas de Palma, me hubiera deparado la misma suerte entre los republicanos. Pero no lo puedo afirmar, pues, que yo sepa, la gente de Valencia no ha fusilado a ningún periodista francés. Más fácil me resulta decir que, como los anarquistas de la FAI no tienen, según proclaman, ni Dios ni Amo, esto habría evitado buscar a mi eventual asesinato otra justificación que no fuera su real gana. Yo en cambio he tenido un trato largo, muy antiguo, con la conciencia de la gente de bien, conozco sus corazones. Si matan o admiten que se mate, es porque antes, supongo, se han puesto en regla con Dios y con sus amos, con la Ley, y sobre todo con la opinión de la gente de bien, porque tienen hijos por situar e hijas por casar. Es evidente que el capitán-cruzado que tuvo en sus manos el destino de nuestro compatriota no le creía capaz en absoluto de asesinar a curas catalanes o saquear iglesias malagueñas. Ni culpable ni cómplice, ¿acaso moralmente responsable? Como antaño eran responsables de la matanza de rehenes, ejecutada por un centenar de granujas, los veinte mil comuneros liquidados por los soldados del general Galliffet; aunque los obispos franceses de la época no creyeron indispensable solidarizarse, en nombre de Dios, con ese militar.
* * *
Seguramente a Sus Eminencias españolas les parecerá que argumento muy despacio, pasito a pasito. ¡Tengan paciencia! Si discutimos sobre lo pasado es con una legítima preocupación por el futuro. No me cansaré de repetir que cualquier día de estos puede darnos por emprender la depuración de los franceses siguiendo el ejemplo de la depuración española, bendecida por el episcopado.
—No se preocupe —me soplan al oído Sus Ilustrísimas—. Cuando la cosa esté en marcha cerraremos los ojos.
—Si precisamente lo que quiero es que no cierren los ojos. ¡Eminencias! Si cierran los ojos, yo me conozco, de inmediato dejaría de fusilar a la chusma. Para cumplir como es debido esa tarea no necesito indulgencia, sino aliento. Tampoco estaría de más la amenaza del infierno, en caso de negligencia. Por desgracia tengo muchas tentaciones, pero ni siquiera después de una comida copiosa se me ocurre decir: «¡Lástima que la prudencia de mi director [espiritual] me impida depurar!». ¡Depurar es un trabajo difícil, una tarea agotadora! Si algún día tengo que ponerme a ello, ¿a quién diantres quieren Sus Ilustrísimas que me dirija?
—Nuestras Eminencias no saben mucho de esas extravagancias. Usted solo sirve para soldado raso de la Cruzada, o acaso para cabo, pues dice que obtuvo ese modesto grado en la última guerra. Sería insólito que tuviésemos que animarle a matar. ¿No es acaso su cometido de soldado? Demasiado prestigio tiene ya el Mal, y nos arriesgaríamos a escandalizar a los débiles con un quijotismo que no se compadece en absoluto con la santidad de nuestro ministerio. Nunca nos ha pasado por la cabeza la idea de honrar a los enemigos de la Iglesia. Es menester, por el contrario, rebajar su soberbia, su vanagloria, humillarlos. El acicate de cierta injusticia facilita su expiación en este mundo y les ahorrará en el otro los peores suplicios. No tienen nada que perder. Bien mirado, el fuego de las hogueras les hacía antiguamente el mismo favor. El pecado sería obrar así por odio. Basta, pues, con que deseemos su salvación y nuestros teólogos afirmen que es posible, porque Dios murió por todos, este punto de la doctrina debe mantenerse. La indulgencia de los doctores solo puede hacer reflexionar al reducido número de fieles que leen sus libros. La mayoría de nuestros parroquianos siempre preferirá creer a pies juntillas que fue la lujuria lo que condenó a Lutero, y que los distinguidos colaboradores de l’Ami du Clergé derrocharon inútilmente, polemizando con el pobre Lamennais, las últimas reservas de su caridad. Es menos útil refutar a los falsos profetas que apartar de ellos a nuestro rebaño. Tampoco se nos ocurre decir que los miles de españoles fusilados por nuestros cruzados eran asesinos de curas y monjas. ¿No es mejor hacer pasar a personas decentes descarriadas por asesinos, que aventurarse a que los asesinos pasen por personas decentes? En este caso no hay errores judiciales irreparables, porque todos los juicios se pueden revisar en el otro mundo.
—Pero, Eminencias, ¿el pecado irreparable no será precisamente fusilar a inocentes?
—Por eso nosotros, hombres de Iglesia, príncipes de la Paz, servidores de los servidores de un Dios servidor de todos, dada nuestra impotencia para asumir el control de una represión laica ferozmente brutal, preferimos dejar en la buena fe a nuestros hijos militares. ¿De qué serviría turbar sus conciencias, si sus jefes se lo ordenan y ellos deben obedecer bajo pena de muerte? Con vuestras teorías, la Cruzada habría acabado incurriendo en la ejecución legal, por indisciplina, de nuestros fieles más escrupulosos, en quienes la caridad de Cristo se habría conmovido con varios meses o semanas de antelación. ¿Qué tiene de malo dejarles un poco más de tiempo bajo el signo de la justicia? Después de evitar así los consejos de guerra, poco benévolos con los objetares de conciencia, volverán a encontrar la misericordia cuando tengamos necesidad de ellos, y nos facilitarán enormemente la tarea cuando los Reverendos Padres jesuitas demócratas consideren que ha llegado el momento de acercarse a las masas obreras. Esta política empírica parece desprovista de nobleza. En efecto, muy noble no es. A pesar de todo nos hemos prometido ir tirando con ella hasta el último día, porque creemos que este mundo es incurable, aunque no lo decimos claramente. Si el mundo tuviera curación, ya lo sabríamos desde hace dos mil años. El mundo pagano era duro, pero en él había un principio de sumisión temerosa a las fuerzas de la naturaleza, a sus leyes, al destino. La esperanza cristiana sacudió sus severos cimientos. Para derribar las viejas murallas, ¿no basta con que unas, flores silvestres hagan crecer sus raíces en cada fisura con la humedad de la tierra? Y vemos que la Esperanza, desviada de sus fines sobrenaturales, incita al hombre a la conquista de la Felicidad, infla nuestra especie con una especie de orgullo colectivo que volverá su corazón más duro que el acero de sus maquinarias. No somos únicamente los predicadores del Evangelio, también somos sus ministros. A medida que su espíritu va debilitándose, nos parecemos a esos embajadores de países demasiado vulnerables que nunca se atreven a hablar de pedir sus pasaportes por miedo a que les tomen la palabra. ¡Contra nosotros, los escritores católicos lo tienen fácil! Por desgracia ya no hacemos ni deshacemos reinos.
»Entramos por la puerta que tengan a bien abrirnos, pero entramos con la antigua pompa y, si nuestros anfitriones se descuidan un poco, les hacemos los honores de su propia mesa. ¿Es que los escritores católicos se saben el Evangelio mejor que nosotros? Ridiculizan nuestra Cruzada. Nos conminan a poner un jefe irreprochable al mando. ¡Que lo busquen, y si lo encuentran, que lo pongan ellos! Hasta entonces nos conformaremos con el que nos suele servir, sin necesidad de nombrarle. ¿Queréis saber cómo se llama? Se llama el general Mal Menor. Lo preferimos al general Mejor, denunciado desde hace mucho por la sabiduría de las naciones como enemigo del Bueno. ¿Qué quieren? La sociedad humana está llena de contradicciones que nunca se resolverán. La revolución, por ejemplo, siempre se hizo con los pobres, aunque pocas veces los pobres sacaron un gran provecho de ella. La contrarrevolución siempre se hará contra ellos, porque están descontentos y a veces hasta desesperados. Y la desesperación es contagiosa. La sociedad se adapta muy bien a sus pobres mientras pueda absorber a los descontentos ora en los hospitales, ora en las cárceles. Cuando la proporción de descontentos aumenta peligrosamente, llama a los guardias y abre de par en par los cementerios. Me contestará que ya no hay sociedad: lo que se denomina así, en realidad, solo es una especie de compromiso, y el orden establecido, un estado de cosas. Un estado de cosas solo se mantiene gracias a cierto optimismo. Si no hay más remedio, el optimismo se restablece disminuyendo el número de descontentos. Son verdades amargas, lo reconocemos, y es mejor para nosotros que no se sepan. Además no son nuestras. ¡Que nos rehagan una sociedad cristiana, y nuestra política será bien distinta! La Iglesia también es una sociedad. Como tal, tiene trato con las sociedades humanas. ¿Por qué habríamos de estar siempre del lado de los descontentos? ¡Nuestro crédito temporal se agotaría enseguida! Por supuesto, nunca hemos dejado de respetar la pobreza ni de enseñar que merece honor y reverencia. Pero no solo hay pobreza, también están los pobres. Los únicos pobres verdaderos de los que nos hacemos responsables son los pobres voluntarios, nuestros frailes y nuestras monjas. Esos llevan el uniforme del ejército regular. Los otros pertenecen a las formaciones irregulares, algo así como los corsarios provistos de una patente que los poderes legítimos podían retirar cuando quisieran. Es totalmente cierto que el mundo moderno, al multiplicar sus necesidades, multiplica a los miserables, hace cada vez más difícil el apacible ejercicio de la pobreza. Los papas, con sus encíclicas, han llamado la atención de los gobiernos sobre este problema fundamental. ¿Qué más podemos hacer? El número de miserables es creciente y vemos cómo crecen proporcionalmente los presupuestos de guerra. Es una coincidencia alarmante. A fin de cuentas, destruir a cañonazos el excedente de miserables, quemar cosechas enteras de trigo y tirar al río toneladas de leche son medidas absolutamente idénticas. Si la sociedad materialista, por ejemplo, nos pidiera que aprobásemos solemnemente el exterminio de los desempleados, desde luego diríamos que no. Pero observe que este procedimiento tendría, sin embargo, unas consecuencias menos inhumanas que una abstención impotente, porque dejar que se multipliquen los miserables, es decir, los elementos asociales inasimilables, conduce fatalmente a represiones sangrientas que siempre sobrepasan su fin, llenan los cementerios, vacían las arcas del estado, son la causa de crisis económicas, generan más miserables, y así se cierra el círculo infernal. Da igual, el exterminio de los desempleados es en sí mismo censurable. Pero no podemos impedir que la sociedad se defienda contra los factores de desorden. Porque además las primeras víctimas de ese desorden somos nosotros. Acaso esta última observación también le parecerá poco noble al señor Bernanos. Nos permitimos señalarle que a medida que la sociedad se endurece, nuestras obras son más valiosas, indispensables. Hay miserables cristianos, otros son impíos. Si se fusila a los segundos, no es que nos alegremos, pero en fin, tampoco nos disgusta si pensamos en nuestras iglesias y nuestros curas. ¿Qué quiere que les contestemos a quienes pretenden asumir la defensa de los verdugos y los incendiarios? Hacemos como que les creemos. A veces incluso les creemos, porque en esta época desdichada abundan las paradojas, los equívocos y las contradicciones. ¡Ganar unos años, siquiera unos meses, no es poca cosa! Porque llegará el momento, está al llegar el momento en que nos pongan, como se suele decir, entre la espada y la pared. La sociedad materialista todavía tiene miramientos con nosotros. Se ha dado el nombre de realista. El realismo es un apellido honorable, un buen apellido que nos recuerda las controversias de los buenos tiempos, como la de los universales. No desalentemos esa benevolencia. Es evidente que después de exterminar a los miserables pedirá autorización para diezmar, en nombre de los mismos principios realistas, a los incurables, los débiles mentales, los tarados o los que se presumen tales. Debemos oponernos necesariamente a esa lamentable práctica. Nos opondremos a ella con el menor riesgo posible, respaldados por una parte de la opinión universal. Porque esa categoría de miserables no puede equipararse a los otros factores de desorden. Por eso hemos salido en defensa de los judíos contra Hitler. Los judíos han rehusado tomar las armas. ¡Hitler no puede presentárnoslos como rebeldes! Eso los ha hecho más valiosos que los católicos vascos, cuya obstinación heroica compromete gravemente nuestra política. Además los judíos son poderosos en el mundo, y merece la pena tratarlos bien. No nos avergonzamos de decirlo. Dicha actitud sería censurable si esperásemos que los judíos sirviesen a nuestros intereses temporales. Pero les tratamos bien porque ellos hacen lo mismo con nosotros, es decir, tratan bien a la Iglesia, y hasta es posible que algún día entreguen una parte de lo que les sobra a los miserables que se hayan librado de las matanzas. Porque todo viene del pobre y todo vuelve al pobre. La pobreza es un pozo, lo traga todo, consume pacientemente las riquezas del universo. Lo sabemos. Sabemos que la paciencia del pobre no perecerá. Patientia pauperum non peribit in aeternum. La paciencia del pobre podrá con todo. Así debe entenderse el misterio de su advenimiento. El cetro del pobre es la paciencia. Son estas verdades que los hombres de gobierno, incluidos los eclesiásticos, deben abstenerse de predicar tanto a los ricos como a los pobres. Sabe Dios adonde les lleva su corazón, pero lo que no pueden es hacer suyas las maldiciones de Léon Bloy. Entre Ch. Maurras y Péguy, siempre preferiremos al primero. ¿Se ha visto alguna vez una ciudad opulenta dónde los pobres hayan saciado el hambre? Las flores más excelsas de la civilización humana han crecido en los muladares de la miseria. No debería ser así, de acuerdo. Por eso Nuestro Señor Jesucristo maldijo al mundo, pero nosotros debemos tratar con el mundo. La costumbre acaba endureciendo el corazón. Si la Iglesia estuviera gobernada por las Hermanitas de los Pobres, los asuntos temporales no irían mejor, créanos. Irían bastante peor. A los amos les predicamos la obligación de la justicia, y a los esclavos el deber de la resignación. Cuando un esclavo empuña un fusil, ¿se le puede considerar resignado? En cambio, la injusticia del amo es un asunto de apreciación. No negamos en absoluto que la injusticia del amo, lamentablemente, le sale mucho más cara a la sociedad que ciertas violencias. No obstante, incluso a igualdad de perjuicios, la sanción será muy distinta, porque la justicia defiere a sus tribunales la injusticia del amo, mientras que la rebelión de los otros es asunto de la Guardia Civil. Y el juicio de las ametralladoras es inapelable, por desgracia. No nos cuesta nada admitir que hay malos patronos. Antaño los hubo peores. Para facilitarles las cosas a nuestros contradictores podríamos incluso remontarnos al siglo pasado, cuando no existía la legislación obrera. Imaginemos a uno de esos potentados de provincias que con su avaricia e inconsciencia diezmaban generaciones enteras de mujeres y niños, agotados por un trabajo que superaba sus débiles fuerzas y pagados con un salario irrisorio que apenas les permitía no morir de hambre. Si el cuadro no fuese lo bastante sombrío, podríamos añadir que, con desprecio del sexto mandamiento, ese mal rico dispusiera de sus obreras más bonitas para sus prácticas reprensibles. Se han dado casos. Incluso a menudo. Supongamos ahora que un día de paga los obreros, después de cometer el pecado de emborracharse (el peor pecado de gula y el único que está al alcance de los que se mueren de hambre), se juntan para romper a pedradas las ventanas de su patrono. El prefecto (no diremos el alcalde, suponiendo que durante el reinado de Luis Felipe nuestro industrial desempeñaría también la magistratura municipal), el prefecto, decíamos, no dejará de intervenir con sus guardias. En circunstancias semejantes, a las que dio triste fama un librito de Édouard Drumont, como los amotinados y sus familias se negaban a obedecer, el agente responsable dio la orden de disparar contra la multitud. Hubo un número lamentable de víctimas. Pues bien, a excepción del canónigo Lemire y del conde Albert de Mun, los diputados bien pensantes aprobaron por unanimidad la actuación de dicho funcionario. Por legítima que fuese la indignación de los trabajadores, no podía, naturalmente, desembocar en desórdenes. Cualquier otro prefecto habría hecho lo mismo aunque fuese un buen católico y miembro de la Sociedad de San Vicente de Paúl.
—Comparto plenamente su opinión, Eminencias. Se podría llevar más lejos el argumento. Sería fácil, por ejemplo, imaginar que el industrial-alcalde había invitado a su mesa justamente ese día al cura párroco. No cabe duda de que mientras esperaban la llegada de los guardias, como siempre un poco tardía, el eclesiástico habría dado el visto bueno a su anfitrión para que disparase contra la chusma que amenazaba su propiedad.
—Su ironía no nos desconcierta en absoluto. A nadie se le puede negar que ejerza el derecho de legítima defensa.
—De acuerdo. ¿En qué medida se lo habrían reconocido ustedes a los pobres que acabamos de mencionar?
—En la misma medida, exactamente. Si el mal rico, acompañado de sus criados, hubiera asaltado las modestas y respetables chozas y hubiera roto los vidrios de sus ventanas…
—Eminencias, entonces no solía haber vidrios en las ventanas de las chozas. Por otro lado su hipótesis, si me lo permiten, es inverosímil. Pero dejemos a los muertos en paz. Según el testimonio de los Reverendos Padres jesuitas-sociales, ¿había o no en España muchos enclaves dónde desde hacía siglos la incuria de los terratenientes reducía a la población al hambre y la indigencia? El dictador Primo de Rivera decía que estas curiosas poblaciones eran la vergüenza de España.
—Nuestras Ilustrísimas lo deploran. Muchas veces alzaron su voz, la siguen alzando contra…
—Sírvanse volver a sentarse, Eminencias. Su gimnasia no sirve de nada. ¿Habrían respaldado la rebelión de esos desdichados, sí o no? ¿Habrían invocado, lo digo clara y solemnemente, invocado a su favor el derecho de legítima defensa?
—Su rebelión no habría sido más útil que nuestra gimnasia.
—Seguramente. Y les diré por qué: porque a la llamada de los terratenientes hambreadores habrían respondido casi todas las personas de orden, y entre ellas habría buenas personas, muchas buenas personas, casi tan flacas y no menos explotadas que los famélicos. Hay una solidaridad de las personas de orden. No la deploro. Lo que deploro es que se haya creado sobre un equívoco inhumano, sobre un concepto horrible del orden, el orden en la calle. Conocemos esa clase de orden desde la infancia. Es el orden de los vigilantes de colegio. Dos tunantes le clavan la pluma al alumno Gribouille en el muslo. Gribouille grita. «“Alumno Gribouille, cien líneas”. “¡Pero señor!”. “Alumno Gribouille, doscientas líneas; y si sigue usted molestando a sus estudiosos compañeros, le expulso de la clase”».
—Nosotros y nuestros venerados Hermanos hemos escrito muchas veces…
—Eminencias, Sus Ilustrísimas han definido perfectamente las condiciones del Orden Cristiano. Incluso, al leerles, se comprende perfectamente que los pobres se vuelvan comunistas. Porque es su manera de expresar que no están de acuerdo con el falso orden. La de ustedes, evidentemente, tiene un carácter más grave, más objetivo. Quizá porque el desorden solo subleva su celo o su razón. Los menesterosos serían incapaces de definirlo, lo experimentan en sus carnes. Un médico puede lamentar muy sinceramente que una mala política de higiene condene a la sífilis a unos jóvenes inocentes. Pero una cosa es deplorar la sífilis y otra contraería.
—¿Nos está acusando de impostura?
—En absoluto, Eminencias. Lo que quiero decir es que ustedes no lo sufren en su propia carne, y menos aún en la carne de su carne. Y aunque así fuera, sus sentimientos religiosos les facilitarían el ejercicio de la santa paciencia.
—En efecto, somos hombres de paz.
—Sin duda. Pero a veces el desorden también les apremia. Entonces su actitud no difiere mucho de la de los violentos que matan para no morir. Bendicen en nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo los argumentos de repetición que salen relucientes, bien engrasados, de las célebres bibliotecas del señor Hotchkiss. He visto, por ejemplo, a Su Eminencia el obispo-arzobispo de Palma agitar sus manos venerables sobre unas ametralladoras italianas. ¿Lo he visto o no?
—Lo ha visto. ¿Acaso debíamos dejar que nos mataran, privando a la católica España de sus pastores? ¿La vida de nuestros asesinos era más valiosa que la nuestra? ¿Debíamos perdonársela a costa de nuestra propia vida?
—Eminencias, les responderé de una vez por todas que para un hombre de honor matar es una necesidad dolorosa. Siempre preferiré encargarme personalmente. Pero como Sus Ilustrísimas se resignan a ejercer indirectamente, por persona interpuesta, su derecho a la legítima defensa (un derecho que cada vez parece más reservado a cierta categoría de ciudadanos e inseparable del derecho a la propiedad, hasta el extremo de que uno puede defender a tiros su casa, aunque tenga varias, pero no puede defender del mismo modo su salario, aunque no tenga nada más), habría sido preferible, después de tantos discursos sobre la desgraciada condición de los campesinos y obreros españoles, el egoísmo de los ricos y el pretendido carácter antisocial de la monarquía borbónica, que se hubieran contenido un poco antes de denunciar solemnemente al mundo, como únicos responsables de una variedad tan grande de desgracias, a unos hombres de quienes lo menos que puede decirse es que sufrían más que otros por los errores y desgracias que tanto denuncian ustedes. Si la única sanción de que disponen contra los malos ricos son sus inofensivos mandamientos de cuaresma, es un triste espectáculo ver cómo sus viejas manos, sus venerables manos donde brilla el anillo del Pastor, señalan temblando a los justicieros el pecho de los malos pobres. Aunque sean malos, esos pobres no se pueden considerar responsables, por ejemplo, de la crisis económica, ni de la furia de los armamentos. Han perdido a Dios, es verdad. ¿Les habían dado ustedes a Dios para que lo guardaran? Hasta ahora creía que de eso se encargaban Sus Ilustrísimas. Creo que nosotros, los otros padres, nos hacemos una idea bastante adecuada de las consideraciones debidas a su paternidad. Cuando sus hijos se descarrían, ¿por qué demonios iban a privarse de compartir la angustia natural de los padres? Esa angustia tiene nombre, la llamamos vergüenza. ¿Acaso no han recaído siempre sobre los padres los pecados de los hijos? Es un riesgo grave, que también asegura la dignidad de nuestro humilde ministerio temporal. Si los hijos no fuesen capaces de deshonrar a sus padres, ¿cómo podrían honrarles? Estoy seguro de que al decir esto no causo ninguna sorpresa a Sus Ilustrísimas, porque sus predicadores no desperdician la ocasión de recordarnos nuestra responsabilidad en este terreno primordial. Es esta responsabilidad, por otro lado, la que nos hace padres. Sin ella no seríamos más que tutores o criadores. No tengo ninguna duda de que en el secreto de su oratorio los obispos españoles hacen un severo examen de conciencia. Sería un gran alivio para los nuestros que en sus palabras se trasluciese de algún modo esta loable ansiedad. Nosotros compartiríamos gustosos su amargura. Porque a fin de cuentas, si Dios se retira del mundo, se retira ante todo de nosotros, los cristianos. No soy nada experto en teología, hablo, como de costumbre, ateniéndome a la letra y al espíritu del catecismo elemental, el único que estoy seguro de conocer. Desde los primeros siglos España es un país cristiano. Para librarlo de los moros, los judíos y la mayor herejía de Occidente, los eclesiásticos no escatimaron su carne y su sangre. Tuvieron en los Reyes Católicos unos colaboradores tan diligentes que a veces los propios papas se vieron en la necesidad de serenar la beatería recelosa de esos tremendos maniáticos, cuyos embajadores, según algunos de sus informes publicados por Champion, espiaban en la corte de Francia para el arzobispo de Toledo, mientras los esbirros de la Santa Inquisición prendían a los sospechosos al pasar la frontera. En resumen, no se podría citar en Europa un país donde la Iglesia haya contado con más aliados, por no decir cómplices. En pleno siglo XIX, mientras nuestro pobre clero arruinado por la revolución tenía grandes dificultades para renovar sus filas, Sus Ilustrísimas españolas no sabían literalmente qué hacer con tantos curas y monjas. Tampoco se me negará que nunca les faltaron recursos ni —salvo breves eclipses— favores del gobierno. Entonces, ¿no parece increíble que en esta nación existan hoy tantos fanáticos impíos? El ejemplo de mi propio país no me explica nada. El racionalismo del Renacimiento necesitó dos siglos para infectar a nuestras clases dirigentes, y nuestro pueblo tomó su anticlericalismo de la burguesía volteriana. El anticlericalismo, como la sífilis, empezó siendo entre nosotros una enfermedad burguesa. En 1789 el campesinado francés era fiel a sus curas. Lo seguía siendo en 1875. En resumen: Sus Ilustrísimas españolas no pueden acusar a la escuela laica, como hacen las nuestras.
—Evidentemente, en eso anda el diablo.
* * *
El argumento no me parece desdeñable. Pero, ya que estamos con el catecismo elemental, sería peligroso confesar que un país con unas reservas espirituales tan prodigiosas puede quedar asolado de repente por el odio a Dios, como por la peste. Sé que la Providencia a veces se complace en desconcertar nuestra lógica, pero pocas veces permite que los hombres de buena voluntad tengan que hacerse la pregunta sin respuesta, aquella que expresa la clase más insidiosa y temible de desesperación: «¿Para qué?». Contra el diablo, la Iglesia dispone de poderosos recursos sobrenaturales. Es verdad, y no lo ignoro, que Dios puede volverlos ineficaces durante un tiempo. Pero ustedes, hombres de Iglesia, hablan constantemente de las necesidades de su política temporal. De creerles, nosotros no apreciamos en absoluto su importancia y sus beneficiosos efectos en el mundo. No hay sacrificio de dinero, convicción o amor propio que no nos exijan en beneficio de esas infalibles componendas. Cuando, en la época de los diplomáticos, firmaban un concordato ventajoso, ¿no reclamaban su parte de elogios y a falta de algo mejor, sin reproches, Eminencias, no la tomaban ustedes mismos gracias a la prensa religiosa, experta en hipérboles? Si, como pretendían los Reverendos Padres jesuitas, Sus Ilustrísimas hubieran logrado fundar allende los Pirineos una república bien pensante, una democracia clerical fruto de un feliz compromiso entre el espíritu conservador y el vocabulario de izquierdas, ¡Dios mío… qué avalancha de turiferarios, qué revuelo de incensarios! Dado que su política temporal tiene tan altos designios, ¿por qué no podemos medir sus fracasos? No pretendo hacer alarde de sinceridad. Preferiría que fuera otro el que expusiera lo que me queda por decir. No ganaré nada con ello. No quiero que me vean como uno de esos hombres peligrosos a los que les perdonan fácilmente los excesos verbales, porque infunden temor. Sus Ilustrísimas de España o de otros lugares no tienen nada que temer de mí. Cualquiera de nosotros, aunque sea un príncipe o un obispo, puede encontrarse frente a la Santa Humanidad de Cristo, porque Cristo no está por encima de nuestras miserables disputas, como el Dios geómetra o físico, está dentro, se revistió con nuestras miserias, no podemos estar seguros de reconocerle a primera vista. Pero en fin, conmigo Sus Ilustrísimas, como se suele decir, lo tienen fácil. Saben que bajo ningún concepto quisiera escribir una sola palabra contra la Iglesia. No tengo inconveniente en admitir que mis razonamientos no gustan a todos, pero ¿quién puede hablar sin arriesgarse al escándalo? La mera expresión del pensamiento con palabras es un escándalo permanente en el mundo. ¿Y qué decir de la palabra escrita? La que es buena hoy, ¿no puede ser mala mañana? Algunas obras que resultaban benefactoras, liberadoras, en la época en que latía el pobre corazón que las había concebido, nos parecen hoy ancladas en una inmovilidad repulsiva, en una especie de mueca inhumana, como fantasmas. ¡El último privilegio, ay, del pobre era no saber leer! Se lo arrebataron junto con los demás, y ya no es analfabeto, ya solo es ignorante. El mundo vive de ilusión, es decir, de prestigios, y para muchos es una desgracia que al prestigio de las personas, o incluso de los uniformes, le haya sustituido el prestigio aún más mediocre de las palabras. Todo esto lo sé, lo sé tan bien como algunas Eminencias que me acusan de atentar contra el suyo. ¿Pero cómo? ¿No me habían predicado que uno debe vivir con su tiempo? ¿Puede bastar el silencio para mantener el prestigio en un mundo entregado a los charlatanes? No me corresponde pronunciarme sobre el principio mismo del prestigio, pero tengo derecho a apreciar sus métodos, pues pertenezco al público que se pretende cautivar. ¿Me está vedado preferirlos sinceros? La sinceridad es un deber que seguramente no se les exige de un modo tan estricto a los hombres públicos, aunque sean eclesiásticos. Admito que tengan que mentir, si hace falta. Pero la mentira es un mal menor, tiene que servir para algo. Y la experiencia de la vida nos enseña que las mentiras más inútiles son las que pretenden ocultar los errores o pecados cometidos, las mentiras de excusa, las que podríamos llamar mentiras de carambola. Al fin y al cabo los padres de familia también tienen su política temporal, y esta política, en más de un aspecto, es una política de prestigio. Cuando apuntalamos con una mentira un error o un fracaso, pocas veces salimos ganando. No nos libramos del ridículo simulando gravedad. Conozco el caso de una gran dama, .una grandísima dama, una de las más grandes damas del mundo que, en presencia de su buen primo el rey de España, durante un almuerzo íntimo, dejó caer su dentadura postiza. La recogió discretamente, se llevó un momento la servilleta a los labios, miró uno a uno a todos los invitados, vio sus sonrisas furtivas y al advertir, en el extremo de la mesa, la palidez compasiva del preceptor eclesiástico, dijo: «Padre, me gustaría poder nombrarle arzobispo; usted y yo somos los únicos que no nos hemos reído».
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Pueden replicarme que no soy un buen juez de la política temporal de los eclesiásticos. Dios me libre, en efecto, de imitar a esos polígrafos de derechas tan pelmazos que desde hace treinta años, la mayoría con acento marsellés, increpan a Europa, peroran gravemente sobre la paz y la guerra, sueñan con fabulosas alianzas latinas bajo el control, por supuesto, de una Internacional de profesores, y para resolver el problema alemán declaran delante de un grupito de viejas damas admiradoras y aterradas: «Es muy sencillo. Según el método cartesiano, dividamos la dificultad, es decir, Alemania, en tantos estados pequeños como sea menester». Y acto seguido llaman al secretario de redacción para que les traiga el pegamento y las tijeras.
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No soy un buen juez de la política temporal de los eclesiásticos, no conozco sus archivos. Pero soy juez, como todo el mundo, de sus actuaciones públicas. Sus Ilustrísimas saben mejor que yo cuánto prestigio anhelan. Pero no se trata de anhelar, sino de obtener. Ahora bien, si el amor propio basta para conocer el grado de prestigio proporcional a la opinión, generalmente favorable, que tenemos de nosotros mismos, por esa misma razón, evidentemente, no puede avisarnos del ridículo. Es el prójimo quien puede hacerlo, solo él. Arriesgándome, pues, a hacer el ridículo, voy a denunciar las omisiones o las mentiras ya inútiles, porque solo satisfacen a un reducido número de fanáticos respetuosos que probablemente se conformarían igual con la verdad, pues se conforman con cualquier cosa. Por cada parroquiano que razona como si los eclesiásticos tuvieran siempre la mejor baza y solo perdieran en el juego por culpa de los hechizos de un diablillo escondido en su birreta, cien mil personas sensatas de mediana inteligencia, a las que se ha ponderado el legendario y sutil ingenio de los dignatarios eclesiásticos, y sabedoras, por otro lado, de que la Iglesia no los escoge precisamente entre los religiosos contemplativos dotados de deslumbrantes cualidades místicas, se dicen que en todas las empresas humanas, o por lo menos en aquellas atribuidas al genio humano, los jefes son responsables de los fracasos. Repito que sería un error tomarme por un zelote, por un sectario. Probablemente resultaría peligroso destituir de un plumazo, por incapaces, a todos los obispos y superiores de órdenes religiosas españoles. Ahora supongamos por un momento que la Santa Sede me ha puesto al frente de la Acción Católica española desde hace diez años, con plena disposición de los caudales de esta poderosa sociedad. Pues bien, no me sorprendería que a estas alturas me relevaran de mis funciones. ¿Acaso la propaganda religiosa iba a ser la única empresa que no se juzgara por los resultados? Si falta este control, recomendaría que se pusieran los nombres de los candidatos a la sucesión en un sombrero y se sacara uno al azar, después de rezar una oración al buen Dios. Este procedimiento no me parece, ni mucho menos, más desdeñable que otro. Pero dudo que lo aprobaran las autoridades competentes. ¿Entonces? Está claro que los eclesiásticos razonan de un modo muy distinto. Las personas de derechas tampoco les van a la zaga en optimismo. Si l’Action française tuviese mañana tres millones de abonados, el señor Pujo, sin duda, se pondría muy contento. Pero si este periódico no tiene hoy más de doscientos, su jefe de redacción escribirá que las minorías son las que hacen la historia y que este fracaso es una prueba más de la saña de los enemigos internos, y por consiguiente de la necesidad, más acuciante que nunca, de apoyar al único periódico que nunca se ha equivocado. Del mismo modo, cuando la influencia de los jesuitas aumenta, los buenos padres ensalzan sus métodos. A eso lo llaman triunfo. Cuando todos los gobiernos les expulsan y el mismísimo Papa prohíbe la orden, como sucedió en el siglo XVIII lo llaman prueba, y declaran que la porfía de sus adversarios señala a su Compañía como la mejor de todas. Me lo temo. Me temo que si en España abundan hoy los rompecruces es porque el diablo hace más diabluras en un país donde hay demasiados curas virtuosos, devotos edificantes, celadores y celadoras. En tal caso, unos monasterios donde de pronto pulularan los frailes borrachos o lascivos deberían considerarse respetables fortalezas contra las que se ensañan los demonios. Es un punto de vista sobrenatural interesante. No creo que la Congregación del índice me permita desarrollarlo en una novela.
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Mi opinión solo tiene importancia para unos cuantos amigos. Por eso la expreso con tanta libertad. Creo que de mis modestos antepasados he heredado, a falta de sus virtudes, cierto sentido de la vida cristiana del que antes no carecía ningún hombre de nuestro viejo pueblo bautizado. Reconozco que después de Auguste Comte es posible imaginar una nación positivista, tan respetuosa con las fuerzas espirituales como el autor de La Politique positive. Yo me ahogaría entre esa gente, aunque me trataran muy bien, por falta de un aire familiar indispensable. Mil veces preferiría a los bandidos iconoclastas, cuya furia sacrílega me resulta más comprensible que el orgullo de los filósofos. ¿Habrá entre nosotros, en todas las clases sociales, cristianos que se me parezcan? No sabemos si las encuestas y las estadísticas confirmarían o no las reacciones espontáneas de nuestro instinto. Pero ni el testimonio del químico más experto podría prevalecer sobre el de un desdichado que, ahogándose, demuestra la mala calidad del aire aspirado por sus pulmones. El aire de España no es propicio para unos pulmones cristianos. Allí la sensación de sofoco es más insoportable si cabe porque, de entrada, no tiene explicación, dado que el peso del catolicismo se nota en todas partes. Después de pasar una temporada al otro lado de los Pirineos, el ilustre arzobispo de Malines, cardenal Mercier, al ser felicitado, según me contó su propio interlocutor, por haber podido admirar de cerca a la cristiana España, contestó después de un largo silencio: «¡Cristiana, España! ¿Usted cree?…». Valiéndome de esta observación, me permitiré escribir que antes de buscar explicaciones inaccesibles a las inteligencias medianas para un hecho ya histórico, convendría hacerse una simple pregunta: «¿En España no se habrá saboteado la instrucción, o más bien la educación cristiana, en pro de un puñado de supuestos beneficiarios de la devoción?».
De ser así, la condena solemne de todos los adversarios del pronunciamiento, aunque fuesen católicos, y la aprobación apenas matizada de los métodos militares aplicados a la conversión de los impíos, se considerarían irrisorias. ¿Qué más da, me dirán ustedes, una aprobación más o menos? Les contestaré, sopeso mis palabras. No creo que los obispos de España estén sedientos de sangre, como tampoco sus venerables colegas franceses que les aprueban. «Este Bernanos —piensan— se cree muy listo, nos juzga por lo que escribimos. ¿Nos ha tomado por simples literatos? Con todas sus bonitas frases, probablemente no salvará del paredón a un solo católico vasco. En cambio nuestra insistencia discreta ha arrancado varias veces al general Franco la promesa formal de cierta suavización de la represión». El argumento no es desdeñable. Incluso añadiré que Sus Ilustrísimas tienen una idea demasiado modesta de su augusto crédito ante el público católico, una modestia, ay, justificada por numerosas experiencias anteriores. Lamentablemente el realismo político, sea de derechas o izquierdas, acaba de darse cuenta de que la opinión católica, inexpugnable desde hace dos siglos, es una fuerza nada despreciable, incluso se puede decir que momentáneamente indispensable para los promotores de las próximas carnicerías. El realismo estalinista la trata con tino —por lo menos en Francia— y el realismo fascista le ofrece, en la Ciudad antigua reconstituida, una suerte de cargo honorario, un privilegio análogo al de los príncipes consortes. El realismo hitleriano, también, toma rehenes para negociar con ellos futuros pactos, según la más pura tradición de la diplomacia bismarckiana. En resumen, el mundo que se está formando padece una fuerte carencia de valores espirituales y anhela con fuerza los nuestros. Como todas las tesorerías en apuros, está dispuesto a aumentar el tipo de interés. Nosotros, simples laicos, no nos creemos en posesión de enormes capitales espirituales y, en cierta medida, los pondríamos gustosos a disposición de nuestros pastores. Sin embargo, ¿no es legítimo pedir ciertas garantías antes de invertir en la especulación de las dictaduras los humildes ahorros de nuestros antepasados? Porque esos ahorros no son un bien abstracto, nuestra herencia espiritual se ha encarnado; no rendiremos cuentas a Dios de una biblioteca, nuestros hijos son una parte de esa herencia, la parte viva. Ahora bien, la carta pastoral de Sus Ilustrísimas españolas, evidentemente, es una más, pero tampoco es como las demás. No podemos ocultar a Sus Ilustrísimas que han sido incapaces de inculcar a nuestra generación el espíritu de grandeza, de heroísmo. Cada vez que intervenían, en nombre del Mal Menor, era para pedirnos que renunciáramos a algo. Lo único que nos predicaron fue la resignación, la aceptación, la obediencia al poder establecido. Todavía ayer la fidelidad a la Francia antigua se consideraba un acto de insubordinación deplorable, y los horribles curitas demócratas, amarillos de envidia como todos los advenedizos de la inteligencia, especie casi extinguida, por suerte, así como otra casi igual, la de los maestros de Jules Ferry, se reían en nuestras barbas cuando hablábamos de honor, del viejo honor que tachaban de reaccionario. Cuando estalló la guerra, después de tolerar que se enriqueciera el catecismo con un octavo pecado capital, el del derrotismo, dejaron prácticamente en manos de Poincaré y Clemenceau la tarea de resolver nuestros pequeños casos de conciencia, de nuestras conciencias militares, de nuestras conciencias movilizadas. Varios años después, cuando se impuso la necesidad de aplicar una doctrina de la paz —la que el mundo esperaba de nosotros, de Francia—, las mismas Ilustrísimas encomendaron oficiosamente la tarea a Aristide Briand. Tiempos famosos en que el padre La Brière era el observador de la Compañía en las Naciones Unidas, ¡oh, tiempos famosos, tiempos pasados! La voz de ese reverendo ha tenido que bajar de tono con Addis Abeba, y su ardor que apagarse con la última bomba de Guernica. A menos que, terminado su trabajo, espere a que sus superiores le encarguen otro. Qué le vamos a hacer. Quizá yo no tenga una idea muy ortodoxa de la obediencia. Dócil como un cadáver, de acuerdo. ¡Pero a un cadáver nadie puede obligarle a hablar!
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Si traigo a colación estos recuerdos es para que se entienda mejor que el nuevo lenguaje de las Ilustrísimas ha resonado como un toque de trompeta en el corazón de nuestros hijos. ¿Acaso no dice la Sagrada Escritura que los padres comieron el agraz y los dientes de los hijos tienen la dentera? Es natural que nuestros sucesores sientan la necesidad de refrescarse el gaznate. Pero también es natural que estén expuestos a equivocarse sobre la calidad del vino que les sirven. Sigo sopesando mis palabras. Cuando los eclesiásticos practicaban la política de concesiones y hablaban su lenguaje, agradaban a los duques liberales de la Academia Francesa y a una multitud de buena gente cuyas reacciones eran tanto menos de temer cuanto que hacían profesión de detestar hasta la palabra misma «reaccionario». En esas condiciones, es evidente que los estados mayores eclesiásticos no se arriesgaban mucho. Pero si llaman a las armas, incluso en voz baja, creo que pondrán de pie a un pueblo que conocen mal, cuyo idioma hasta ahora han hablado pocas veces, ese pueblo de la juventud que sin embargo hizo la Edad Media y la cristiandad, en los benditos tiempos en que el mundo aún no estaba lleno de viejos, en que un hombre de mi edad, gracias a la ignorancia de los médicos, el abuso de carne y de los recios vinos del terruño, debía pensar en ceder pronto su puesto. Desde el siglo XVII la Iglesia recela de la juventud. ¡Sonrían si quieren! Su sistema educativo, deben admitirlo, hace más hincapié en la solicitud que en la confianza. Está muy bien eso de proteger a los hombrecitos de los peligros de la adolescencia, pero los jóvenes que presentan ustedes a oposiciones andan un poco flojos de temperamento, ¿no les parece? ¿Son más castos que sus antepasados del siglo XIII? No lo sé. Entre nosotros: me lo pregunto. También me pregunto si estos productos selectos de la formación humanista y moralista que pusieron de moda los jesuitas de la época clásica no acaparan toda su atención, hasta el extremo de hacerles perder el contacto con una juventud muy distinta y que no suele cruzar el umbral de sus casas. Sí, llamen a las armas a esta juventud, llámenla, y verán cómo se estremece la cristiandad como la superficie del agua a punto de hervir. A nuestras viejas razas militares les resulta más fácil luchar y morir que practicar la virtud de la castidad. El error de ustedes no era que pedían demasiado, sino, seguramente, que ya no pedían mucho, no lo pedían todo, hasta la vida. En el fondo, sus ingeniosos métodos parecen más inspirados en los moralistas que en el Evangelio, ¡el Evangelio es mucho más joven que ustedes! Al escucharles se diría que la juventud es una crisis desgraciadamente inevitable, una prueba que es preciso superar. Les imagino vigilando sus complicaciones, con un termómetro, como si se tratara de escarlatina o rubeola. Cuando baja la temperatura suspiran aliviados, como si el enfermo estuviese fuera de peligro, cuando en realidad lo que hace es ocupar su lugar entre los mediocres, los que se llaman a sí mismos hombres graves, o prácticos, o dignos. Pero la fiebre de la juventud es lo que mantiene al resto del mundo a una temperatura normal. Cuando la juventud se enfría, el resto del mundo castañetea los dientes. ¡Oh! Ya sé que el problema no es nada sencillo. Reconciliar la moral del Evangelio con la de La Fontaine en nombre del humanismo no parece tarea fácil. Cuando un ministro o un banquero pone a su progenie en sus manos, espera que la modelen a su imagen y semejanza, y no pueden defraudarle. No siempre le defraudan. La delicada flor del ateísmo enciclopédico salió de sus casas. «Les tratamos bien —dicen ustedes—. Les protegemos del mal, a nuestro lado no temen nada». ¡Sí, lástima que el barco se haya hecho a la mar! Si nunca hubiera salido de la grada aún lo veríamos recién pintado, lavado y adornado con lindos pabellones. «¡Alto ahí! ¿Acaso no les previnimos contra el mundo?». Desde luego. Ellos conocían más o menos todas las concesiones que puede hacer un cristiano al espíritu del mundo sin condenarse al infierno eterno. Con semejantes campeones de las Bienaventuranzas el mundo no tiene mucho que temer, puede esperar tranquilamente a que la maldición lanzada contra él se cumpla… «No podéis servir a Dios y al mundo, no podéis servir a Dios y al dinero…». Sosiéguense, no voy a comentar ese texto, puesto que me lo prohíben. Solo diré que si en veinte siglos hubieran derrochado tantos esfuerzos por justificarlo como ingenio, sutileza y psicología, no tanto en desvirtuarlo —Dios no lo habría permitido— como en prevenir a sus parroquianos de una interpretación demasiado literal, acaso la cristiandad estaría un poco más viva. Poco importa que formaran jóvenes cristianos medios, porque el mundo moderno ha caído tan bajo que «cristiano medio» ni siquiera significa ya hombre decente. Es inútil que formen cristianos medios, llegarán a serlo con los años. Es verdad que solo Dios penetra en nuestros corazones. Pero entre un mediocre y otro, si solo tenemos en cuenta el rendimiento, cualquier jefe responsable les dirá que un cristiano medio tiene todos los defectos de la especie común, con una dosis suplementaria de orgullo e hipocresía, por no hablar de una lamentable capacidad para resolver a su favor los casos de conciencia. «No podemos hacerlo mejor», contestan ustedes. Seguramente. Pero nos tememos que han caído en la misma ilusión que los autores de los programas universitarios. Por quererlo todo un poco, al final no han querido lo suficiente. Sus productos responden, por desgracia, a la idea que los profesores de letras se hacen del genio francés: ponderado, mesurado, moderado. De sobra sé lo peligroso que sería alentar la rebeldía natural de la juventud frente a una sociedad organizada al margen de ella y que aún no tiene un lugar para ella. Deben educar ciudadanos que den a César lo que es de César e incluso un poco más. Ese suplemento es de importancia variable, una cifra discutible, una prenda valiosa, base de provechosas negociaciones con el poder establecido. Si creen que ese cambalache me escandaliza están muy equivocados. Como César dispone de sus establecimientos y los abre o cierra a su antojo, ¿por qué no iban a negociar con él? Lo malo es que después les costará reavivar la llama que su prudencia había mantenido en el hogar.
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Pido disculpas por remover esas cenizas. Están ya tan frías que nadie podría acostarse encima sin morir. ¡A nuestra generación no la colmaron de esplendor, no! El campo de nuestras fidelidades temporales se reducía poco a poco hasta convertirse en un punto en el mapa, como los Estados de la Iglesia, ese famoso legado de Carlomagno por el que nuestros abuelos creyeron morir. Dudamos de todo, dudamos sobre todo de nosotros. Los moralistas creen que la juventud es presuntuosa. Mas su presunción y su insolencia solo son expresiones apenas distintas de una timidez profunda, porque teme al ridículo más que a la muerte, como bien saben los hombres maduros que la manipulan. Supongamos que en torno a 1905 hubiera visitado con varios compañeros a todos los obispos de Francia y les hubiéramos dicho esto: «Eminencia, todos los años, al llegar la cuaresma, nos participa la angustia que le causa el espectáculo de la cristiandad decadente. La audacia de los malvados no tiene freno. La era de las persecuciones va a empezar, muchos piensan que ya ha llegado. Estamos dispuestos a resistir por las armas. No le pedimos a Su Eminencia que se ponga al mando, por supuesto. Pero llegado el momento, simplemente imploramos su bendición». Sus Eminencias habrían reaccionado con una sonrisa condescendiente y paternal. No se nos ha presentado la ocasión, pero llevamos esa sonrisa grabada en el corazón. ¿Así que lo que entonces les parecía una chiquillada, una bobería, no era tan descabellado? ¿Cuándo pensábamos sacrificarnos a los demonios de lo novelesco, en realidad hacíamos gala de previsión política? ¿No tendríamos derecho, por este motivo, a discutir sus iniciativas? ¿Quién merece más la confianza de nuestros hijos, ustedes o nosotros? Con la amargura de nuestras desilusiones pasadas apreciamos mejor que nadie el entusiasmo de nuestros hijos que, a la edad en que ustedes les invitaban a pacíficos pasatiempos —huertos obreros, círculos parroquiales de estudio y recreativos, propagación de La Croix y Le Pèlerin—, son llamados a filas. Por mi parte, una vez más, hablo de lo que sé. Digo lo que experimento o he experimentado. Si no fuera un hecho público —en la medida en que un hecho tan fútil merezca semejante epíteto— no me permitiría recordar que mi hijo sirvió con el uniforme de la Falange. Hablaré de él si cabe con más libertad porque en el momento en que escribo estas líneas —una melancólica noche de Navidad— está navegando frente a las costas de Dahomey; lo cual demuestra, después de todo, que no pertenece a la especie de los sedentarios. Por supuesto, declino en su nombre el elogio excesivo que le dedicó una vez desde el púlpito Su Eminencia el cardenal Baudrillart, pues nunca mereció —como tampoco yo en mi tiempo— que le pusieran como ejemplo para la juventud francesa. Pero luchó, eso sí. Luchó en nuestra pequeña isla y también en las trincheras de Madrid. Para mí la Falange es perfectamente honorable, y no se me ocurriría comparar a un magnífico jefe como Primo de Rivera con los generales taimados que desde hace dieciocho meses chapotean con sus grandes botas en uno de los pudrideros más repugnantes de la historia. Aunque mi opinión hubiera sido distinta, no se me habría ocurrido censurar la lealtad de Yves a sus compañeros y a su bandera. El honor de un muchacho de diecisiete años es una cosa demasiado frágil, demasiado peligrosa de manejar con unas manos viejas. Por eso mismo les pedimos que reflexionen antes de aprobar o desaprobar, porque es más fácil convertir, con una solemne carta pastoral, a un general cualquiera en una especie de Godofredo de Bouillon, que a un Godofredo de Bouillon fallido en un general cualquiera. Cuando nuestra juventud se ponga en pie, sus consejos llegarán demasiado tarde, y nosotros no somos de esos —no, de verdad, nosotros, sus padres— que retienen tirándoles de los faldones a unos valientes muchachos cuando ya han recibido el bautismo de fuego enemigo. No nos reprochen nuestra desconfianza. No es irrespetuosa. No desconfiamos en absoluto, por ejemplo, del señor Claudel, porque no damos ningún valor a sus palabras de aliento.
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Pedimos para nuestros hijos un general que no sea el general Mal Menor. Si la sociedad moderna ha alcanzado tal grado de injusticia que hasta los hombres pacíficos piensan que debería permitirse llevar armas, es menester que nos entendamos. ¿Tendrán que morir nuestros hijos para retrasar su inevitable disolución? Anarquistas, comunistas, socialistas, radicales, parlamentarios, de Indalecio Prieto a Gil Robles: valiente revoltijo forman los rojos españoles. Pero en esto los blancos no se quedan atrás. ¿Quién va a creer que el multimillonario Juan March, enriquecido, como toda España sabe, gracias al fraude y la extorsión, encarcelado por la monarquía y hoy gran tesorero del Movimiento, tiene los mismos fines políticos o sociales que el jefe de la Falange, quién prometió públicamente en 1936 llevarle al paredón? ¿Qué diantres pueden tener en común los campesinos de Fal Conde con esos aristócratas híbridos de judío, que deben a su doble origen las formas más exquisitas de la lepra o la epilepsia, y cuyo absurdo egoísmo causó la perdición de la monarquía? La tragedia española, prefiguración de la tragedia universal, pone en evidencia la miserable condición del hombre de buena voluntad en la sociedad moderna que lo elimina poco a poco, como si fuera un subproducto inservible. El hombre de buena voluntad ya no tiene partido, y me pregunto si mañana tendrá una patria. Desde luego no me parece nada recomendable una colaboración de católicos y comunistas, pero ¿acaso la alianza de los excombatientes de Cathelineau con los emigrados volterianos tenía más posibilidades de fundar una sociedad nueva, o incluso de restaurar la antigua? El que parte de un equívoco por fuerza tiene que llegar a un compromiso. En el mundo moderno, ¿siguen prevaleciendo los buenos sobre los malos, como para que debamos considerarnos solidarios de todos aquellos que los defienden, aunque sean los injustos privilegiados? Por ejemplo, veo claramente la ayuda que prestan los hombres de buena voluntad a los hombres de dinero en tiempos de guerra civil. Ponen el heroísmo a su servicio. Pero una vez restablecida la paz —o por lo menos lo que la policía llama con ese nombre— lo más probable es que el hombre de dinero haga que sea su secretario quien reciba al hombre de buena voluntad. «Ya se ha restablecido el orden. ¿Qué más quiere usted?». Si el otro insiste, le considerarán un indisciplinado. Mientras puso la violencia al servicio de sus amos, la magistratura y la policía estaban de su lado. Si luego la usa en beneficio de otra categoría de ciudadanos, dejará de ser un hombre de buena voluntad para convertirse en un alborotador, carne de consejo de guerra. No me atrevería a prometerle, en esas circunstancias, el respaldo del episcopado.
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Hoy mismo publican los periódicos una protesta de la Santa Sede. Es difícil permanecer insensibles ante el espectáculo de ese anciano que, con un pie en la tumba, sacando fuerzas de flaqueza, invoca a Dios ante una acusación injusta y defiende hasta el último aliento el honor de su pontificado. Pero bueno, pónganse en el lugar de un joven cruzado italiano. Le han hecho cruzado contra los negros, le han hecho cruzado contra los rojos, ¿le harán ahora cruzado contra los rojos y negros de Hitler, proclamado enemigo de la Iglesia lo mismo que Indalecio Prieto? Aunque para ocuparse de esta última depuración no le hará falta emprender un largo viaje hasta las orillas del Spree. Si combate su guerra santa en España, podrá emplearse a fondo contra los nazis voluntarios del ejército del general Franco. Estoy perplejo.
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Nuestra actuación solo ha sido religiosa, proclama Pío XI. Al Papa le resulta fácil limitarse a esa actuación. Pero a un propagandista armado con un fusil ametrallador no le resultará nada fácil distinguir al guerrillero del misionero que hay en él. En el campo de batalla ambos se funden en uno. La confusión me parece inevitable y no tendré la hipocresía de escandalizarme. Tampoco me cansaré de repetir que esta clase de apostolado no puede ejercerse siempre con la conciencia absolutamente tranquila. ¿No tienen las autoridades religiosas el deber de definir claramente un fin, ya que por desgracia ven imposible el nombramiento de los jefes responsables? Los cruzados se juntaron para liberar la tumba de Cristo. Henri Massis asegura que defendemos la esencia de la civilización occidental. Es una fórmula vaga, parecida a la de la guerra del Derecho. También se habla de las libertades indispensables. ¿Nos hemos puesto de acuerdo sobre estas libertades? Para un cristiano solo conozco una: la de practicar su fe. Ninguna sociedad humana, a juzgar por las luchas seculares entre la Iglesia y el poder civil, ha permitido que los católicos hagan un uso absoluto de esta libertad tan valiosa. Por lo tanto, es un asunto de más o de menos. ¿Cómo lo plantean ustedes? A mi entender, para practicar libremente mi fe con arreglo al espíritu evangélico —me disculparán— no solo es preciso que me permitan practicarla, sino que no me obliguen. No se puede amar a Dios bajo amenaza. A veces los eclesiásticos lo han olvidado. ¿Me explico con claridad? ¿Qué decir de los guardias de la Iglesia? Hace dos mil años se pronunció contra los fariseos la frase evangélica más dura, de una dureza sobrecogedora, y esa mala ralea no acaba de extinguirse. ¿Quién de nosotros puede decir que no tiene en sus venas una sola gota de sangre de esas víboras? Si ustedes no han sabido defender contra ellos sus parroquias —ni sus conventos y monasterios—, podemos temer que hagan la ley en sus ejércitos. Más les vale, y a ustedes, que no haya tal cosa. La libertad de Cristo está intacta en nosotros, y a salvo también nuestro honor. Me gustaría decírselo con palabras más sencillas. No dejaremos la espada de la Francia cristiana en tales manos. Nos enfrentaremos a ellos, aunque sea al lado de las mujeres descarriadas, los samaritanos, los publicanos, los ladrones y los adúlteros, siguiendo el ejemplo que nos dio el Señor a quien servimos.
Dudo que los especialistas se hayan ocupado mucho de este problema. A esos sacerdotes que se pasan la vida exhibiendo en librillos ineptos su apacible desconocimiento del doloroso corazón de los hombres, del hombre —porque han debilitado aún más, prodigiosamente, su imagen convencional heredada de los insípidos humanistas del siglo XVIII—, les resultará muy fácil condenar mis fantasías. No le harán a Dios, ni tampoco a su propio sacerdocio, el honor de suponer que el sacramento del bautismo, por ejemplo, debe marcar a un ser con fuerza suficiente como para dar a su perversión, llegado el caso, un grado de malicia proporcional a la gracia recibida. No son, desde luego, verdades para ser pronunciadas desde el púlpito ante unos feligreses impacientes, cinco minutos antes de la colecta. «¿Por qué se entromete? —me dirán, una vez más, esos pastores—. En lo que escribe hay cosas que son verdad, pero al divulgarlas, ¿no estará usted dando alas a los infieles? ¿No sacarán de sus razonamientos sobre la corrupción de los mejores, corruptio optimi, la conclusión de que somos nosotros quienes les corrompemos, de que ellos son las primeras víctimas de nuestra infidelidad?». Dios mío, la tesis puede defenderse. Aunque no les servirá de mucho a los impíos que la invocan, porque revela, contra ellos, cierto conocimiento profundo de las fuentes mismas de lo sobrenatural, que también es una gracia de Dios de la que abusan estos discutidores. Pero sin duda vale para quienes nunca habían pensado en una interpretación tan sutil. Creo que un día, lo creo con todas las fuerzas de mi alma, la escucharán, para su enorme sorpresa, de labios del Juez Justo, con la sentencia de piedad.
La teología moral tiene una gran ventaja sobre otras ciencias conjeturales: las verdades que sostiene se rigen más por la conciencia que por la razón. Además, una vez reducidas a lo esencial, creo que están al alcance de cualquiera. A medida que nos adentramos en ellas nos justifican poco, cada vez menos. Las que trato de expresar me condenan, lo sé. Siempre lo he sabido. ¿Quién fue el primero que me enseñó que la fe es un don de Dios? No lo sé. Mi madre, seguramente. Entonces, ¿me la podía quitar?… Desde ese momento conocí la angustia de la muerte, porque después de tantos años no puedo separar una angustia de otra, el doble espanto se coló por la misma brecha en mi corazón de niño. De modo que la fe nunca me ha parecido una obligación. Nunca pensé en tener que defenderme de mí mismo. Es ella la que me defiende, es la parte de libertad que yo no podría ceder sin morir. Para que un día nos enfrentáramos como dos extraños tendría que producirse el desdoblamiento misterioso, incomprensible, que debe preceder al acto del suicidio y es el único que puede explicarlo. No se suicida el que quiere. Pienso que la muerte solo atrae a cierto número de predestinados en los que el reflejo del espanto parece actuar en sentido contrario, por una rareza vagamente análoga a ciertas aberraciones sexuales. Pues bien, yo me siento tan libre de la tentación del suicidio como de la tentación de la duda. Dicho de otro modo, el mismo instinto me defiende de ambas, y es el más poderoso de todos, es el instinto de conservación. ¿No pretenderéis, sin embargo, que al vivir en una suerte de universo espiritual cuya existencia no sospechan tantos hombres, me sienta culpable de los mismos pecados que ellos, solo porque estos pecados tienen el mismo nombre en el diccionario? La terrible y suplicante confesión del salmo: «hice el mal en Tu presencia» no tiene, por supuesto, gran significado para una multitud de buenas personas que en una situación delicada preferirían mil veces la presencia de Dios a la de un guardia. No es preciso ser doctor en teología para comprender que el mal hecho en tal presencia debe alcanzar cierto grado de concentración capaz de volverlo mortal no solo para nosotros, sino para el prójimo, incluso en una dosis sumamente débil. Dar mal ejemplo está al alcance de cualquiera. El mal ejemplo de los cristianos se llama escándalo. Somos nosotros los que propagamos por el mundo este veneno; se destila en nuestros alambiques. Los buenos padres cartujos, que aconsejan prudentemente el uso y no el abuso de su licor aunque no pueden ignorar que no se limita a estimular las inocentes funciones digestivas, se sorprenderían mucho si supieran que proporciona a los seductores, en el secreto de sus alcobas, una ayuda preciosa y a veces decisiva. Pero bueno, los religiosos podrían contestarme que también reconforta a los enfermos y los afligidos. Mientras que el escándalo no puede hacer ninguno de esos favores.
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Dios mío, nos gustaría expresar estas verdades tan sencillas en el idioma de la infancia. Así será. Así se hará. Pero no hay por qué alegrarse. Los devotos y las devotas que hacen el viaje a Lisieux suelen volver muy sosegados. Lo que vieron allí es una basílica como las demás solo que algo más fea, y una bonita muñeca de cera vestida con un terciopelo de seda que simula un sayal. A falta de ideas concretas, se traen por lo menos una fotografía ingenuamente trucada por las monjitas y absolutamente conforme al tipo de belleza estándar, popularizado por el cine. Para mí esta superchería no tiene ninguna importancia. Sea quien sea el pastelero a quien debemos esa imagen, se han difundido miles de ejemplares de ella, desde hace mucho ya no pertenece a las pobres manos que la modelaron, que hoy se secan bajo tierra o se secarán allí mañana. Tan solo pienso en los desdichados que le confiaron su pena, en los agonizantes que habrán posado en ella su última mirada. Al fin y al cabo, puede que la intención de esa muchacha misteriosa fuera proporcionar al pobre mundo un supremo descanso, dejarle respirar un momento al amparo de su mediocridad familiar, porque aquí abajo, con sus manitas inocentes, con sus terribles manitas expertas en recortar flores de papel, pero también roídas por el cloro de las lejías y por los sabañones, sembró una semilla cuya germinación ya nada detendrá. Ella está allí bajo tierra, y los piadosos papanatas miran con ternura el minúsculo tallo apenas verde aún, color de miel. Se dicen unos a otros: «El espíritu de la infancia, sí, señora. Parece una planta, pero no es una planta, es una idea, señora, una idea encantadora, poética, una idea de mujer, eso es, mi marido encontró la forma de decirlo. Porque además del trabajo y las cosas serias, en la vida hace falta poesía. Los jóvenes ya no saben divertirse agradablemente. Cuando se lo digo a mi hija, me contesta que ha cenado la florecita azul, que ya solo se come en ensalada, que patatín, que patatán. Pero la Santa nos da la razón, ¿verdad que sí? Además es nuestra contemporánea, solo tendría diez años más que yo, bien pude haberla conocido».
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Se habla siempre de la victoria de los santos, de su triunfo. Como pertenecen a la Iglesia triunfante solo pueden triunfar, eso está claro. Un día al año la Iglesia militante me invita a regocijarme por ese triunfo o incluso a unirme a él humildemente. Obedezco. Después me quedan 364 días para pensar en los fracasos terrenales de cada uno de esos capitanes aventureros. En 1207, por ejemplo, un hombrecillo empezaba a correr los caminos de la Umbría. Anunciaba a los hombres una noticia muy sorprendente, el advenimiento de la Pobreza. Era su propio advenimiento, Poverello, lo que anunciaba sin saberlo. Los devotos son personas astutas. Mientras el santo se paseó por el mundo al lado de la santa Pobreza a la que llamaba su Señora, no se atrevían a decir gran cosa. Pero una vez muerto el santo, ¿qué os parece? Estaban tan ocupados en honrarle que la Pobreza se perdió entre la muchedumbre festiva. Hasta olvidó su corona, la corona reservada para la consagración, que colocaron solemnemente en la cabeza del santo, entre los aplausos de los ricos, sorprendidos de lo bien parados que habían salido. Creo que el más sorprendido de todos era el santo, que no había pedido nada, ni cetro ni corona, y probablemente no sabía qué hacer con esos atributos. ¡No importa! De buena se había librado la chusma del oro y la púrpura. ¡Uf!… Después, como se suele decir, el negocio estuvo boyante. Nunca había dado tanto la venta de indulgencias. ¿No os llama la atención esa bacanal del Renacimiento, los rufianes abigarrados, príncipes, ministros, astrólogos, cardenales, pintores y poetas, vestidos de oro o recubiertos de hierro, todos devorados por el mal napolitano formando un corro infernal, entre relinchos, alrededor de la tumba del pobre de los pobres, descubridor de Américas invisibles, muerto a la entrada de esos jardines encantados?
(Es verdad que, por una delicada atención, el superior de los franciscanos, nombrado Grande de España por los Reyes Católicos, recibió como asilo uno de los palacios más suntuosos de Madrid).
¿Y después? Después, nada. La hazaña se tenía que intentar, y luego, sin duda, tenía que fracasar. Nadie, a excepción del santo, creyó seriamente en el Advenimiento de la Pobreza, nadie, salvo el seráfico, esperó nunca rendirle honores en presencia de las naciones. De sobra sé que mi insistencia sobre este particular puede resultar insufrible. «Muchos santos sirvieron a los pobres. Nosotros honramos a los santos. ¿Acaso el honor dispensado a los servidores no recae también sobre los pobres a los que sirvieron? Podemos, debemos incluso lamentar que los pobres no tengan pan, pero ¿y honor? Eso es literatura». Hay un modo de arreglarlo todo: organizad el culto al Pobre Desconocido. Lo enterráis en la plaza de la Bolsa y a partir de entonces no habrá rey del acero, de la hulla o del petróleo de visita en París que no considere un deber colocar una corona sobre la lápida sagrada.
Comprendo que estéis cansados de mi literatura, es vuestro derecho. Yo estoy cansado de la vuestra. Cada vez que se presenta la ocasión, llenáis páginas y páginas sobre el movimiento franciscano, y el más desvergonzado de vosotros no se atrevería a afirmar sin reírse que la suerte de los pobres —habida cuenta del inmenso progreso material que ha alcanzado el mundo desde la muerte del Poverello— ha mejorado mucho. ¿Es por culpa del santo? No, Entonces es por culpa vuestra; vuestra y mía, en fin, es por nuestra culpa. No hace falta ser un gran sabio para comprender que sería imposible suprimir la historia de san Francisco sin mutilar la historia de la Iglesia, eso salta a la vista de cualquiera. Pues bien, siento un gran respeto por los franciscanos, quiero que sean excelentes religiosos. Pero entre nosotros, con la mano en el corazón: supongamos que mañana todas esas buenas personas se calzan, se hacen jesuitas, dominicos, redentoristas y hasta chantres. ¿Creéis que este acontecimiento sería capaz de estremecer a la cristiandad? ¿Habría luto en las chozas? ¡No! Pues entonces, tregua de elocuencia. Dejadnos respirar un poco, ¿queréis?