I

La tragedia española es un pudridero. Todos los errores por los que Europa está muriendo y que trata de vomitar con horribles convulsiones han ido a pudrirse allí. Es imposible introducir la mano sin peligro de septicemia. En la superficie del pus burbujeante van apareciendo, ay, unos rostros ayer familiares y hoy irreconocibles, pues antes de poder fijar en ellos la mirada se borran y derriten como la cera. Sinceramente, no creo que sea útil sacar de allí ninguno de esos cadáveres. Para desinfectar semejante cloaca —imagen de lo que será el mundo mañana— habría que intervenir antes sobre las causas de la fermentación.

Me apena llamar pudrideros cloaca a una vieja tierra no ya cargada de historia, sino abrumada por ella, donde unos hombres vivos sufren, luchan y mueren. Las mismas almas sensibles que simulan indignación habrían podido acusarme de sacrilegio en 1915, pues entonces, como muchos de mis camaradas, ya había emitido un juicio sobre esa guerra, la famosa guerra del Derecho, la guerra contra la guerra. Las carnicerías que se preparan ahora no son diferentes, pero como involucran un número mayor de valores espirituales, por no decir su totalidad, el caos será aún más repugnante, sus pudrideros más hediondos.

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¿Hay hombres? Los hombres no importan si su sacrificio es vano. Hay intenciones. Tampoco importan, si las malas anulan las buenas y las buenas, repartidas entre los dos bandos enemigos, se enfrentan y acaban por devorarse. La patria es una idea santa. Pero cuando, en nombre de la patria, llevéis mucho tiempo sembrando el muermo y el tifus, ¿qué quedará de la patria y el patriotismo, imbéciles?…

La guerra de España es un pudridero. Es el pudridero de los principios verdaderos y falsos, de las buenas y las malas intenciones. Cuando se hayan cocido juntos en la sangre y el barro, veréis en qué se han convertido, veréis qué sopa habéis preparado. Si hay un espectáculo digno de compasión, es el de esos infelices agachados desde hace meses alrededor de la olla de la bruja, pinchando con su tenedor para sacar cada cual su tajada: republicanos, demócratas, fascistas o antifascistas, clericales y anticlericales, pobre gente, pobres diablos. ¡A vuestra salud!

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En mi juventud los prelados y académicos liberales replicaban a cualquier objeción: «La Democracia es incontenible». Ahora lo incontenible es su hundimiento, en el que os arrastra. Vemos cómo os hundís. Acaso ya no exista en el mundo ninguna legitimidad de la cual pueda esperar que, según la magnánima expresión de nuestros mayores, haya «cursado Derecho». Pero no por ello me harán declarar a favor de una explotación cínica, burlona, de unos Principios o príncipes a los que ya no sé servir. La cristiandad hizo a Europa. La cristiandad ha muerto. Europa va a reventar, así de sencillo. La democracia social ha explotado la idea de justicia y no ha cumplido ninguna de sus promesas, salvo la del servicio militar obligatorio y la nación armada. La democracia parlamentaria, la idea de derecho. La democracia imperialista reparte hoy a manos llenas la idea de grandeza. La democracia guerrera moviliza a niños de siete años, prostituye el heroísmo y el honor. Las democracias autoritarias arrastrarán con ellas hasta el recuerdo de lo que fue la libre monarquía cristiana. ¿Qué cabe esperar? Los eclesiásticos dirán al respecto lo que puedan. Sus predecesores del siglo XVI también se dejaron enredar por los políticos realistas del Renacimiento, y yo digo, afirmo, proclamo que entonces vendieron a la Cristiandad, pagaron con sangre cristiana a sus pintores, escultores, orfebres, efebos y rameras. Lo que me apena de sus sucesores es que son honrados y lo dan todo por nada. La verdad es que ya no hay mucho que vender. Ahora ya solo queda ridiculizar hasta lo grotesco nuestras decepciones y desdichas.

Admito que Benito Mussolini podría sobrepasar a Alejandro o César. Pero por respeto a su persona y su genio, me niego a situarme entre aquellos a los que desprecia en secreto junto con su maestro Sorel, a los que Proudhon, su otro maestro, llamaba con acierto «los afeminados». Este gran hombre, en pro de su nuevo imperio, puede sacar el provecho que desee de una tradición cuyo sentido no comprende; porque ese sentido es sobrenatural. Nunca puse en duda que Charles Maurras fuese más ducho que yo en teología. Es posible, después de todo, que Mussolini no le vaya a la zaga en este aspecto. Pero se equivocan cuando hablan de cristiandad. El cristianismo reside esencialmente en Cristo. Ni Maurras ni Mussolini son cristianos. Seguramente yo no tengo ninguna autoridad para aprobar o condenar a los eclesiásticos que se creen capaces de jugársela al estado totalitario como antaño alardeaban de burlar a la revolución democrática. La penúltima alianza de partidos no nos engañó. La próxima tampoco nos engañará. Además, ya sé cómo acaban esas combinaciones, útiles en los tiempos de cancillerías. Cuando la opinión pública te está apuntando con los miles de cámaras fotográficas de la prensa universal no es el momento de jugar a Robert Houdin. Digáis lo que digáis de las mentiras de la prensa, no por ello su lectura dejará de sorber —con peligro, ciertamente— el juicio de los pobres diablos. ¿De qué sirve, por otro lado, halagar a los políticos realistas? ¿Acaso esperáis que tengan escrúpulos sentimentales? Se jactan de su ingratitud como si fuera una virtud. Los comicastros de derechas ya habían considerado un triunfo personal la farsa del imperio etíope. Después se tragaron la farsa de la Cruzada española. Occidente, cuyo adalid más insigne era H. Massis, acaba de descubrir* otro protector que a cambio de sus servicios pedirá, os lo aseguro, algo más que un sillón en la Academia. Es Japón, la cristiandad japonesa, el caballeresco Japón que ha ganado en China sus espuelas de oro. Mañana tendréis a otro cristiano totalitario: Stalin. Con Hitler, Mussolini y el Mikado, ya tenemos a cinco salvadores totalitarios, si incluimos en la cuenta al autócrata portugués cuyo nombre no recuerdo.

No soy en absoluto contrario a la fuerza ni a los métodos de fuerza. ¿Por quién me habéis tomado? Fui a la guerra por mi propio pie, no como un perro apaleado. Después de combatir durante cuatro años, ¿iba a hacer melindres por varios miles de muertos más o menos? ¿En nombre de qué escrúpulos? Si la Santa Sede tuvo a bien permitir que los sacerdotes manejasen ametralladoras, sería una imprudencia por mi parte criticar este hecho, aunque los desfiles de la DRAC[5], si he de ser sincero, a veces me dan que pensar. Por otro lado, nadie me ha pedido mi opinión al respecto, y si lo hiciera acaso llegaría demasiado tarde. Dado que el R. P. Janvier está de acuerdo con Paul Claudel en poner como ejemplo a los niños de nuestro país la Cruzada del general Franco, después de haber prestado nuestros curas a la Guerra Laica de la Justicia y el Derecho, no pensaréis ahora negárselos a la Otra, ¿verdad? Es probable, por tanto, que los franceses tengamos pronto ocasión de hablar de esto.

Creo que la Cruzada española es una farsa, que enfrenta entre sí a dos popurrís de partidos que ya se habían peleado inútilmente en el terreno electoral, y seguirán peleándose inútilmente, porque no saben lo que quieren y recurren a la fuerza sin saber usarla realmente. Detrás del general Franco encontramos a las mismas personas que fueron tan incapaces de servir a la monarquía, para acabar traicionándola, como de organizar una república, después de contribuir durante mucho tiempo a su llegada; los mismos, es decir, los mismos intereses enemigos, agrupados momentáneamente por el oro y las bayonetas del extranjero. ¿Y llamáis a eso revolución nacional?

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Naturalmente, me diréis que los rojos no valen gran cosa y que cualquier eslogan es bueno. ¡Simples excusas! Por mí, podéis decir que el Mikado es un buen católico, que Italia siempre ha sido el soldado del Ideal —gesta Dei— o, incluso, que el general Queipo de Llano está hecho de la misma madera que Bayard o Godofredo de Bouillon. Allá vosotros. Pero no habléis de Cruzada. Es posible que llegue un tiempo en que los últimos hombres libres se vean obligados, en efecto, a defender con las armas los restos de la Ciudad cristiana, porque es mil veces preferible la muerte a vivir en el mundo que estáis preparando. Pero conocemos demasiado bien la tosquedad de vuestros métodos de propaganda. Ya resulta imposible hablar de Guerra del Derecho sin que se rían hasta los estreñidos. ¡No queremos que ensuciéis así la idea de Cruzada! ¿Por qué demonios pretenden apoderarse de nuestro vocabulario los políticos realistas? ¿Es que no les basta con el suyo? Y, con perdón, ¿qué se les ha perdido allí a los obispos españoles? Cuando los cruzados fascistas se hayan asegurado sólidas bases navales y aéreas en las costas de Levante e incendien la África francesa con la intención de sacar tajada de los saqueos que siempre suceden a los siniestros, ¿se pondrán esas Ilustrísimas del lado de Mussolini, como Obispos Protectores del Islam? Es probable que mis eminentes contradictores me hicieran llegar esta réplica: «Razonemos humanamente. Nuestras Eminencias habrían arbitrado gustosa y provechosamente el conflicto español. Por desgracia la tarea nos resultó difícil, pues las circunstancias nos llevaron demasiado deprisa y con brusquedad de la monarquía a la república, de la democracia a la dictadura. En una palabra, nos faltó la perspectiva necesaria para poder hablar en términos conciliadores con posibilidades de éxito. La prudencia nos aconseja unirnos al más fuerte, y como el más fuerte aún está en cierne, no debemos escatimarle nuestros servicios. Ya habrá tiempo para marcar distancias. A fin de cuentas, el general Franco nos protege y venga a nuestros muertos. Bien es verdad que, igual que ustedes, detrás de esos estandartes y adornos, vemos a nuestras antiguas mayorías —tan heterogéneas, por desgracia— que nos han causado grandes decepciones. ¿Serán capaces de entenderse cuando hayan {depuesto las armas? El tiempo lo dirá. Será entonces cuando podamos volver poco a poco, con cautela, a desempeñar la función que, hemos de admitirlo, se compadece más con nuestro estado. Si no lo hiciéramos así, y en el lamentable supuesto de que no se restaurase la monarquía, podríamos quedar aislados, porque el nuevo rey tendrá que negociar con Franco, no con unas fuerzas electorales que han escapado a nuestro control, dispersadas momentáneamente por la contienda. ¡Lo sentimos por el señor Gil Robles! Cuando los ánimos se hayan apaciguado, estaremos encantados de examinar con detenimiento las posibilidades de ese excelente joven y de su CEDA reorganizada. Si el señor Georges Bernanos no fuese, en su calidad de monárquico y francés, uno de esos energúmenos imposibles de situar en ningún País Real —Jerusalén terrestre cuyas llaves custodian los Reverendos Padres jesuitas—, admitiría que, puestos a contraer compromisos, el general Franco es el que menos nos compromete, porque no lo hará durante mucho tiempo. Tarde o temprano nuestras instrucciones doctrinales sobre el respeto al poder establecido, la condena del uso de la fuerza que hicimos en otro tiempo y las muestras de respeto al sufragio universal volverán a tener sentido. Si no nos cree, será porque desconoce el rasgo más característico del hombre moderno, su desprecio por las evidencias morales, su tremenda capacidad de olvido. Por lo demás, el régimen que viene, sea una república moderada o una monarquía, no puede prescindir de nosotros para afianzarse, porque tenemos fieles de izquierda y de derecha, manejamos el astil de la balanza y podemos inclinar sus platillos a nuestro antojo. Los laicos atolondrados, que pierden las mejores jugadas por reacciones imprevisibles de amor propio, deploran nuestros aparentes compromisos. Los compromisos, puede estar tranquilo, no son lo que parecen. Una vez desmovilizadas las clases, disueltos los partidos y devueltos a sus países los italianos, alemanes y marroquíes, los generales empezarán a temblar dentro de sus grandes botas, porque España contará sus muertos. Después de una guerra civil, la verdadera pacificación empieza siempre por los cementerios. Esa tarea nos incumbe. Nadie espera que los soldados bendigan los cementerios. Entonces verá como los generales nos piden, humildemente, su parte de olvido. Ahora la palabra cruzada está de moda y a Mussolini le encanta oírla. ¿Quién se acuerda de palabras como esta cuando ya no son útiles? ¿A quién le importan los cruzados? Antaño nuestros predecesores sacaron a millones de hombres de nuestras dulces y viejas tierras para arrojarlos a la vorágine ardiente de Asia. ¿Hay un solo día, una sola hora del año dedicados a su memoria? Nos dirá que es un hecho antiguo y que además no deja en buen lugar a unos personajes legendarios, demasiado ilustres para que les afecte la ingratitud. De acuerdo, busquemos un ejemplo mucho más familiar, casi trivial, tomado de la historia contemporánea. Cuando, en 1886, el gobierno francés decidió expulsar a las congregaciones religiosas, muchos magistrados se negaron a aplicar una medida que consideraban ilegal y dimitieron, con el aplauso de la prensa religiosa. Años después, los pobres diablos vieron con asombro como el episcopado se arrojaba en brazos de la república. Según los necios principios que usted defiende, ¿no era el momento de pedir a los felices negociadores del acercamiento que se los reintegrase en sus puestos? Pero se cuidaron mucho de hacerlo, por delicadeza natural. Esas personas sabían vivir, y si la buena educación se comiera, nunca habrían pasado hambre. Cierto es que en esta ocasión se daba un gran banquete, pero aun así se abstuvieron de mojar su último trozo de pan en la salsa. Por lo demás, nuestros venerables colegas no se lo habrían permitido, porque el éxito de la componenda exigía que la responsabilidad por los viejos errores se endosara a unos oponentes irreductibles en su género. Y eso que estos señores solo se habían sacrificado a sí mismos. Si hubieran sido tan tontos como para dejarse arrastrar por la retórica florida de los paladines de la pluma y, en su época, hubieran hecho el papel de Judas Macabeo, habrían dejado en una situación muy incómoda a nuestros venerables hermanos. ¿Acaso nuestro Santo Padre el Papa no celebró en el altar mayor de San Pedro una misa solemne en memoria de los zuavos pontificales el día que se firmó el Tratado de Letrán? Si el señor Bernanos no estuviera cegado por la pasión, se percataría de que nuestro respaldo al general Franco llega tan tarde que este militar solo podrá sacar de él un provecho irrisorio. Además, en realidad no va dirigido a él ni a los suyos: con esta muestra inofensiva de buena voluntad esperamos tocar el corazón feroz del enigmático Hitler, de quien nos preguntamos a veces, con espanto, si no será ante todo un hombre sentimental y, por desgracia, sincero. No hay modo de saber si estos alemanes de tipo wagneriano mienten o no. Qué diferencia con los estadistas de sangre latina. Con ellos sabemos a qué atenernos: su palabra no tiene ningún valor y ambas partes se ponen espontáneamente de acuerdo para tratar al contado. En resumen, el general Franco tiene en sus manos un valor difícil de negociar. Es cierto que los quisquillosos censuran o ridiculizan nuestra prudencia. “¡Cómo! ¿Habíamos vuelto al tiempo de las Cruzadas, y no lo sabíais? Habéis tardado doce meses en daros cuenta”. ¿Qué pretendían, que escribiéramos nuestra carta la víspera del golpe de estado? A semejantes descerebrados les contestamos que incluso los aviones italianos tardaron una o dos semanas en llegar a España. Es un argumento contundente, ¿no?».

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Lo es, desde luego. Lo digo sin ironía. No pretendo acusar de impostura a los obispos españoles, porque me divierto haciéndoles hablar en un idioma que me gusta, que a mi entender expresa de un modo bastante creíble sus vacilaciones y escrúpulos. Pero tampoco me gustaría que me tomasen por imbécil. En política, los beneplácitos episcopales valen lo que valen, nunca comprometen individualmente a sus autores. La Iglesia se sirve de todo y no está al servicio de nadie. Sea. El principio tiene su grandeza, pero estaréis de acuerdo conmigo en que su valor es el de los hombres cuyos hechos inspira. Grande con los grandes, mediocre con los mediocres. Es evidente que si yo, para mi desdicha en este mundo y mi posible condena en el otro, fuese el jefe de un simple partido político y me dirigiera al general Franco en unos términos así de claros, merecería esta respuesta: «¿De cuántas bayonetas dispone?». Si dijera que mi respaldo iba a ser exclusivamente moral, se reiría de mí. Y tampoco podría desdecirme sin deshonrarme. En cambio, todos convendrán conmigo en que en el caso —por lo demás improbable— de una victoria gubernamental, el episcopado español puede estar seguro de que nadie se extrañaría si entablara negociaciones con Azaña. Este formidable privilegio abrumaría a más de uno. Sé que a mí me abrumaría. ¡Elevarse por encima del honor humano, qué silencio y qué soledad! Permanecer fiel a los aliados en el éxito, abandonarlos en el fracaso, ¿será una forma más rigurosa, más sobrenatural del deber? Acaso penséis que doy demasiada importancia a un documento con el que sus autores solo pretendían romper un silencio cada vez más difícil de mantener. «Critica usted a los obispos por hablar, pero igual les habría criticado por callar. Por otro lado, los favores políticos de la Iglesia son decepcionantes y en esta ocasión tampoco habrán decepcionado a nadie, a no ser que alguien pensara que los rojos también tenían derecho a ellos, lo cual, dicho sea entre nosotros, sería bastante paradójico». Dios mío, hay rojos y rojos. Suponed que los hombres de Valencia hubieran ganado al cabo de diez meses. El papel de rehén e intermediario ante el futuro gobierno, que corresponde hoy al general Franco, lo habrían representado los católicos vascos. Desde aquí escucho esto:

Pueblo pequeño y admirable que, en medio de la tempestad, supo permanecer fiel a su palabra y al poder legítimo (legítimo a pesar de sus pecados, porque los cristianos no admiten la rebelión), y sin embargo mantuvo alto y firme el estandarte de la fe, imponiendo a sus poderosos aliados, con el respeto a su tradición y su lengua, la libertad absoluta del culto y la protección de sus sacerdotes. ¡Asístenos, católica Euskadi! Antes de la guerra, de entre las provincias españolas, eras la más social y la más cristiana. Aquí los reverendos padres jesuitas habían prodigado las muestras de su celo e invertido enormes capitales. Os toca hoy acabar con el yerro que ha apartado de Nos, durante algún tiempo, a las masas obreras de izquierdas. Acabáis de demostrar que se puede ser fiel a la Iglesia y a la Democracia a un mismo tiempo. Conocemos vuestro corazón, católicos de Euskadi, y la República ha recibido el testimonio de vuestra fidelidad. Os toca proclamar una vez más que si bien deploramos los excesos (a menudo explicables, cuando no, lamentablemente, justificados por el egoísmo de los malos ricos), no por ello compartimos los prejuicios de los partidos retrógrados, que bien caras cobraron a la Iglesia sus atenciones y limosnas. Los que pretenden vincular el destino del episcopado español al de una rebelión militar ya vencida olvidan que antes habíamos sacrificado alegremente la monarquía católica en aras de la democracia. Es cierto que nuestros sacerdotes, esta vez, han perecido por cientos, pero los mártires pertenecen a la Iglesia y solo a ella. Han expiado los pecados de todos y, si todos pueden compartir los méritos de su sacrificio, ¿qué hombre, qué partido tendría el descaro de adjudicarse su honor? Católicos vascos, decidles a los hermanos descarriados, vuestros compañeros de lucha, que si bien Nuestra Paternidad abraza a todos los fieles, dedica sus desvelos ante todo a las clases laboriosas y, en especial, a la clase obrera. ¿Acaso no protestamos en su día contra la represión en Asturias? Sin embargo, el estadista responsable de aquella represión era uno de los nuestros, el señor Gil Robles. ¿Cómo se nos creyó capaces de aprobar y bendecir un terror militar que, a ejemplo del otro, confundía en el mismo castigo a los jefes y la tropa, a los malvados y los descarriados, a los culpables y los sospechosos? En el ejército rebelde había personas de orden, sin duda, pero ¿acaso no eran masones los generales que lo mandaban? Solo la mala fe de ciertos escritores católicos puede llevarles a afirmar que si el general Franco hubiese violado las fronteras de la libre Euskadi, habríamos bendecido tanto a los navarros cristianos como a los moros y a los hitlerianos paganos del doctor Rosenberg. Calumnias difíciles de refutar, pues la derrota del general rebelde no nos ha permitido demostrar con hechos el cariño y la admiración que sentimos por vuestro pueblo. Pero estamos dispuestos a sumarnos solemnemente a los festejos legítimos con que todos los vascos, congregados en la ciudad santa de Guernica, milagrosamente salvada de las bombas, y encabezados por sus sacerdotes, que compartieron heroicamente sus desdichas, celebrarán su liberación con los gritos mil veces repetidos de: ¡Viva Euskadi! ¡Viva la democracia cristiana! ¡Viva la Universidad de Santander!…

Diré una vez más que no lo encuentro divertido. Intento comprender. Evidentemente, supongo que para los obispos españoles, lo mismo que para mí, los acontecimientos humanos tienen un sentido sobrenatural, pero solo a los santos o a los visionarios les está permitido interpretar su caos. A falta de algo mejor, es legítimo que prosigamos nuestro camino en medio de estos animales salvajes, como un hombre prudente que atravesara la pradera donde unos toros rumian tranquilamente al sol, con intenciones impenetrables. Por lo demás, en las situaciones peligrosas siempre puede uno hacerse el ciego o el imbécil. No voy a perder el tiempo en calificar la actitud de los prelados italianos durante la guerra de Etiopía. Su idea personal del respeto al Tratado [de Letrán], a las leyes de la guerra, no pueden comprometerme, ni como cristiano ni como soldado. Baste con eso. Con los difusores de aceite de iperita que se habían usado en Australia contra las plagas de roedores, la aviación fascista exterminó a poblaciones enteras de pobres negros, que se pudrían amontonados delante de sus chozas, mezclados con el ganado. Si los prelados italianos declaran que esa guerra les parece caballeresca, ¿qué demonios queréis que le haga? Creo saber lo que es caballeresco y lo que no, pero si tengo alguna duda al respecto nunca se me ocurriría tomar como referencia a un eclesiástico italiano.

Hasta ahora, por lo menos, el episcopado de este país no ha presentado la conquista del tan traído y llevado Imperio como una guerra santa, como la lucha entre el Bien y el Mal. Nada está perdido. Porque debo revelaros el fondo de mi pensamiento. Creo en la guerra santa, creo que en un mundo saturado de mentira la rebelión de los últimos hombres libres es inevitable. Aunque la expresión guerra santa no me sirve del todo: los santos de verdad pocas veces hacen la guerra, y en cuanto a los otros —me refiero a los que presumen de serlo—, Dios me libre de jugarme mi última carta con semejantes compañeros. Creo en la guerra de los hombres libres, en la guerra de los hombres de buena voluntad. «¿Y eso qué es? —me diréis—, ¿qué bichos son esos?». Para mí los hombres libres son aquellos que solo aspiran a vivir y morir en paz, pero reprochan a vuestra civilización colosal el haber desvirtuado la vida y la muerte, convirtiéndolas en motivo de burla. No me importa que no lo entendáis. Sois libres también de no tomaros en serio a unos adversarios desperdigados al azar y a la buena de Dios, que a primera vista tampoco parecen dispuestos a unirse, pues sin duda no pertenecen a la misma clase social ni a los mismos partidos, ni cumplen todos con la Iglesia. ¡Los hombres de buena voluntad! ¿Y por qué no los Mansos, los Pacíficos? Pues bien, me temo que sí. Temo por vosotros que sean justamente Mansos y Pacíficos aquellos para quienes vuestro maldito mundo no vale nada. ¿Qué esperabais? Los pobres diablos nacieron en la atmósfera de las Bienaventuranzas y en la vuestra no respiran bien. Harán lo que puedan por adaptarse, porque sienten su soledad, no se la explican del todo y siempre están dispuestos a echarse la culpa, a entrar, por falta de algo mejor, de otro asilo, en las palabras que habéis robado, las palabras mágicas —justicia, honor, patria—, como los toros de lidia en el toril tenebroso, figuración irrisoria del establo oscuro y fresco, que se abrirá para ellos en el ruedo sangriento. Ahora las palabras que habéis robado también desembocan en la guerra. ¡Pues bien! Puestos a morir, no creo que muramos en vuestras filas. Moriremos envueltos en nuestra piel, nuestra verdadera piel, y no en vuestros ropajes siniestros. Nos pudriremos tranquilamente en nuestra piel, la nuestra, bajo tierra —nuestra tierra—, la tierra que vuestras porquerías químicas aún no han tenido tiempo de adulterar, siempre que los servicios higiénicos no nos hayan rociado de gasolina convirtiéndonos en negro animal o alquitrán.