Ni soy, ni he sido, ni seré nacional, aunque el gobierno de la república me dispense un día funerales con ese nombre. No soy nacional porque me gusta saber exactamente lo que soy, y la palabra nacional, por sí sola, es absolutamente incapaz de enseñármelo. Ni siquiera sé quién la inventó. ¿Desde cuándo se llaman nacionales las personas de derechas? Es asunto suyo, pero si me lo permiten les diré que así se adelantan al juicio de la historia. Bastantes palabras hay ya en el vocabulario a las que un hombre pueda encomendar lo que más aprecia, para que a esta la convirtáis en una especie de piso de alquiler o establecimiento abierto a todos. «¿Entonces prefiere la palabra internacional?». De ninguna manera. No tengo nada valioso que encomendar a la palabra internacional. Se formó en el último siglo y me parece muy bien que les sirva a los socialistas que, por haberla inventado, son sus primeros ocupantes. Me basta con universal, y católico tampoco está mal. ¿No os da vergüenza utilizar contra otros franceses, por descarriados que estén, un nombre que nos pertenece a cada uno de nosotros? No lo tomaré de vuestras manos. ¿De quién es esta mano que me lo da? Del señor Tardieu. No, gracias. ¡Oh! Naturalmente, una palabra no puede defenderse. Pero a veces se venga, se venga con retruécanos. Desde que decidisteis cambiar la palabra patriota —que vuestra propaganda de guerra, en 1914, había ridiculizado a más no poder— por nacional, os resulta imposible usarla sin ofender, junto con la razón, el espíritu de la lengua. Victor Hugo, por ejemplo, es un poeta nacional. Pero si tomamos el término en su nueva acepción, Pestour y Pierre Tuc son escritores nacionales. Nosotros, los nacionales… Es como para hacer reír a los niños. ¡Desgraciadamente, ya no hay niños! Fueron necesarios dos o tres siglos para justificar ante los franceses la política de Luis XI, para que todos los franceses reconocieran su carácter nacional. En cambio la política de los nacionales, por definición, solo puede ser nacional, y así se ahorra tiempo, es muy cómodo. Y tenemos, por ejemplo, al señor Recouly. El señor Recouly explicaba ayer gravemente a los lectores de Gringoire que los estados que amenazan la paz no son los que se privan de trigo para comprar hierro, y completan la enseñanza del catecismo elemental con un curso sobre manejo de armas automáticas. La perturbadora es Francia, que por otro lado se ha convertido en «el ilota borracho del que hablaba con tanto desprecio Bismarck». Os pregunto: ¿para qué repetir en francés lo que se escribe todos los días en alemán o italiano? Cuando las dictaduras hayan librado a Europa de mi despreciable país, es poco probable que deban justificarse ante un tribunal. Pero suponiendo que así fuera, les bastaría con llamar a declarar a una docena de escritores nacionales, quienes de buena gana demostrarían que la vieja furcia, sorda a todas las advertencias, se la había buscado. «Se trata de un accidente debido a la embriaguez —explicará probablemente Recouly—. La víctima, como de costumbre, se había emborrachado abominablemente con la vodka de Stalin. Cayó sobre la navaja que usaba Mussolini para cortar la mortadela. Si la herida se infectó, haremos constar que la desdichada tenía sífilis». ¡Oh! Naturalmente me objetarán que las conciencias elevadas solo sienten asco, como Franco, por una Francia degenerada. Desde luego. Pero ¿cuál es la Francia de los nacionales? En el mismo artículo, Recouly la define así: «esta tierra de libertad, el país de Voltaire, de Rousseau, de la Enciclopedia y la Declaración de los Derechos del Hombre». ¡Cáspita! ¿De modo que los estados fascistas van a movilizarse para salvar la Francia de Voltaire y los Derechos del Hombre? Bien es cierto que en una columna vecina André Tardieu exclama: «El radicalismo solo tiene una idea, descristianizar Francia». Cuántos males ha traído esto, concluye el antiguo profesor de optimismo, lloriqueando. No creáis, sin embargo, ni por un momento, que estos dos escritores nacionales defienden aquí una opinión. Se trata de argumentos, que no es lo mismo. Recouly piensa que al esgrimir los Derechos del Hombre contra el Frente Popular, cerrará el pico a los radicales. Pero ¡tranquilos!, la próxima vez echará mano de otra, de la Francia, por ejemplo, que acaba de servir a Tardieu. Porque vamos a ver: si estos señores honran con sus favores hasta a la Francia de los Derechos del Hombre, ¡cuántas Francias, Señor, cuántas Francias! —a excepción, por supuesto, de la del Frente Popular—. La Francia de Rabelais, de Pascal, de Bossuet, de Calvino, la Francia clásica, neoclásica, romántica, naturalista, claudeliana y valeriana, latina, grecolatina, imperial y democrática, derouledista y clemencista, gorda o flaca, mística o pechugona, muchas, muchas Francias… ¡Todas las Francias al salón! «Puede escoger a su gusto, a condición de esperar unos minutos, porque en este momento las pobres chicas están acostadas aquí y allá con un nacional encima. Si la espera se le hace larga no se quede estorbando en la antesala, vaya a dar una vuelta por la ciudad». Caramba, parece un buen consejo, de modo que camináis hacia el Pont-Neuf para estirar las piernas. Si allí os encontráis con un joven, de pie en medio de la noche, junto a la estatua de Enrique IV, no le preguntéis, porque os contestaría: «Me llamo Enrique de Francia y soy el único que no tiene Francia. Charles Maurras acaba de quitármela, con el derecho a llamarme nacional».