Si yo hubiera regresado de España con espíritu panfletario, no habría tardado en presentarle al público una imagen de la guerra civil capaz de conmover su sensibilidad, o acaso su conciencia. Al público, por desgracia, le gustan los horrores, y para hablarle a su alma es mejor no escoger el jardín de los suplicios como marco de la entrevista, si no queréis ver cómo aparece poco a poco en su mirada soñadora algo muy distinto de un sentimiento de indignación, o de un sentimiento cualquiera… ¡Niños, sacaos las manos de los bolsillos!
También debo decir que después de pasar tres años en el extranjero, encontraba mi país tan profundamente dividido contra sí mismo que ya no lo reconocía, literalmente. La de 1937 fue sin duda una de las primaveras francesas más trágicas, una primavera de guerra civil. Las rivalidades políticas daban paso a las rivalidades sociales, en una atmósfera agobiante de espanto recíproco. ¡El Miedo! ¡El Miedo! ¡El Miedo! Fue la primavera del Miedo. Muy poderosas tenían que ser las fuerzas de la vida para que los castaños volvieran a florecer, en ese ambiente viscoso. Ni siquiera reconocía los rostros. «¡Hay que acabar con esto cuanto antes!», balbucían las personas pacíficas. Habría podido traducir esa máxima al español. «¡O ellos o nosotros!», se desafiaban, por encima de las viejas torres de Notre-Dame, los burgueses de Auteuil o Passy y el proletario de Ménilmuche, aunque todos los días se codearan en las obras de la Exposición, mojadas por la lluvia.
No tenía nada que decirles a las personas de izquierdas. Con quienes quería hablar era con los de derechas. Al principio creí que sería fácil. De entrada pensaba que estaban mal informados. Pero no, lo estaban tan bien como yo.
—¿Que hay italianos en España? ¡Mejor! ¡Cuantos más, mejor! ¿Que hay alemanes? ¡Perfecto! ¿Ejecuciones sumarias? Excelente. ¡Dejémonos de sensiblerías!
—Pero sus periódicos que…
—Nuestros periódicos dicen lo que hay que decir. Espero que a usted no se le ocurra hablar de lo que no debe. No pensará hacerle el caldo gordo a Jouhaux, ¿eh? ¡Imagínese que un carpintero metálico de la Exposición cobra cien francos diarios! Sí, señor mío.
¿Qué iba a decir? Por otro lado, tampoco tenía mucho que decir. Solo esto: «Antes detestabais hasta la palabra misma de violencia. Ahora estáis dispuestos a hacer la revolución. Cuidado. El fascismo y el hitlerismo os proponen modelos de revolución. No creo que saquéis gran provecho de ellos, pues no parece que sirvan demasiado los intereses de vuestra clase, ni casen con vuestros hábitos y prejuicios. Hitler y Mussolini serán lo que sean, pero no son de los vuestros. En confianza: no les gustáis mucho. Además, tienen honor. Dudo que ciertas actitudes sociales vuestras les caigan muy simpáticas, que permitieran, por ejemplo, que los tenderos suban continuamente los precios a la vez que, invocando el interés nacional, critican el principio del aumento proporcional de los salarios, desastroso, según ellos, para nuestra economía. No creo que os dejaran maquinar contra vuestra propia moneda, mientras emplazáis a Jouhaux para que inculque a los suyos el espíritu del desprendimiento patriótico. En una palabra, dudo que los tenderos detallistas, cuya abnegación está salvando a Europa (según Giraud, que el otro día presidió su banquete gremial), se encontraran muy a gusto en una revolución hitleriana o fascista. (¡Que ellos mismos vayan a verlo! ¡A ver si se dan cuenta!). Pero en fin —habría proseguido—, no sé qué modelo de revolución escogeréis. Yo he visto justamente la clase de revolución más peligrosa para vosotros, la que no debéis hacer. Sé que os gusta decir, con un tonillo que conozco bien, ante ciertas debilidades de la gente de vuestra clase: “Hay cosas que no se hacen”. Pues bien, la revolución que acabo de ver es una de esas cosas. El mundo no va a aceptar un Terror clerical, burgués o militar. Por mucho que lo justifiquéis con la amenaza de otro Terror: este no es un asunto de Moral, sino de Historia. Veo en ello, ante todo, una fatalidad histórica contra la que os vais a estrellar».
* * *
Mis razones valen lo que valen. Me gustaría que pudieran bastarse a sí mismas. Quien haya reflexionado un momento sobre la situación de los partidos bien pensantes tal como la han mostrado los incidentes del proceso La Rocque, sobre el espíritu de los adeptos, sobre la calidad de los jefes, y no quiera entender que aún les faltan los primeros elementos necesarios para una verdadera restauración nacional, que dar un golpe de mano en estas condiciones no puede desembocar en la creación de un orden nuevo sino en la consolidación del orden actual con todas sus taras, a fuerza de fusilar o meter en la cárcel a los «descontentos» y los «espíritus rebeldes»; quien no quiera ver que, aunque no faltan buenos franceses, carecen de dirigentes y doctrina, que su primer deber es encontrarse, reconocerse, romper todo vínculo con unos intereses y unos políticos que ya deberían estar bien servidos por la prensa y les comprometen frente a los adversarios de buena fe, a los que deben llegar, a los que deben impresionar, a los que deben ganarse cueste lo que cueste —a cualquier precio—, cueste lo que cueste, de lo contrario le costaría a Francia; quien soporta que unos miserables abortos de las letras den a nuestras luchas sociales el carácter de una guerra religiosa, una guerra de la civilización contra la barbarie, incluyendo en la segunda a los proletarios que se envenenan en la taberna y en la primera al tabernero opulento que les envenena; a ese no le atañen las líneas que siguen. No apelo a la piedad de nadie. De sobra sé que en aquel siglo XVI tan parecido al nuestro, en vano les habría echado en cara sus injusticias a los miembros de la Liga de los Guisa, a sabiendas de que ellos me habrían replicado con las injusticias de los hugonotes, ni sus acuerdos con España, que justificarían con los de los seguidores de la Reforma con Inglaterra; y sin embargo, años después, los hugonotes y los liguistas se abrazaron y, ya sin María de Médicis ni el asesino Concini, todos los franceses, guiados por Enrique IV, arrebatarían los Países Bajos a los zorros de El Escorial y convertirían a nuestro país en el amo de Europa. Sí, me lo dije y todavía me lo sigo diciendo. Incluso creo que si las circunstancias me hubieran llevado a la Península, esa ampliación del campo visual acaso me hubiera desanimado de sacar provecho de mis experiencias. Pero la clase de Terror del que hablaba antes, la he observado en una islita que se puede recorrer de punta a punta en un día, en una sola etapa de moto. Era como si la España nacionalista, pateada apresuradamente por los reporteros, estuviera concentrada y al alcance de la mano. Me diréis que allí el Terror pudo tener un carácter más cruel. No lo creo. Repito que allí el Terror no respondía a la provocación de otro Terror y que el mallorquín nunca tuvo fama de cruel, como el andaluz, por ejemplo, o el asturiano. En aquel escenario reducido pude conocer a todos los personajes. De una sola ojeada veía el ademán que manda y el que ejecuta, a los jefes y a los comparsas. Hablé con unos y otros. Escuché sus justificaciones, compartí a veces sus remordimientos. La idea que tengo de ellos, al cabo de tantos meses, sigue siendo humana, creo.
* * *
Si la palabra Terror os parece demasiado fuerte buscad otra, ¡qué más da! Es posible que le deis un significado de seísmo, que os evoque incendios, casas derruidas, cadáveres lacerados por el populacho. Pero el Terror del que hablo no puede revivir ninguna de esas imágenes, precisamente porque quienes lo organizan son personas para quienes el orden en la calle es una necesidad absoluta. Es pueril representarse a un asesino con trazas de bandido de melodrama. Maximilien Robespierre era un burgués muy como Dios manda, deísta y moralista. No os quepa duda de que habría preferido la colaboración de otros burgueses como él a la de los siniestros revolucionarios azuzados por Danton. Si hubiera tenido un ejército disciplinado, una policía intacta, una magistratura leal, un clero dócil, una administración laboriosa, habría matado igual, incluso a muchos más, sin que el servicio de las diligencias, las postas o los caminos se hubieran resentido. Es absolutamente inicuo juzgar los rigores de la guerra civil, en uno y otro bando, por los mismos signos externos. El Terror de los Reyes Católicos en Flandes derramó más sangre que ninguna sublevación campesina. El saqueo de una ciudad por la chusma, aunque no cueste ni un solo cadáver, siempre será un espectáculo atroz. Cuando los oficiales de marina me visitaban en Palma, me hablaban de la limpieza de las calles, el buen funcionamiento de los tranvías y cosas así. «Vamos a ver: el comercio es próspero, la gente pasea, ¿y dice usted que se mata? ¡Quia!». No sabían que un comerciante se jugaba la vida si cerraba su tienda. Tampoco sabían que esa administración, tan preocupada por la moral, prohibía el luto a los parientes de los ejecutados. ¿Cómo demonios iba a cambiar el aspecto exterior de una ciudad por el hecho de que el número de presos se duplicara, triplicara, decuplicara, centuplicara? Y si matan discretamente a quince o veinte desdichados cada día, ¿los tranvías dejarán de rodar, los bares de llenarse y las iglesias de resonar con el canto del tedeum?
A mi entender, Terror es todo régimen en que la vida o la muerte de los ciudadanos, huérfanos de la protección de la ley, están a merced de la policía estatal. Para mí, un régimen de Terror es un régimen de Sospechosos. Vi funcionar un régimen así durante ocho meses. Más exactamente, necesité diez meses para descubrir, engranaje a engranaje, su funcionamiento. Lo digo, lo afirmo. No exijo en absoluto que me crean. Sé que algún día todo se sabrá: mañana, pasado mañana, ¿qué más da? El reverendísimo obispo de Palma, por ejemplo, sabe lo mismo que yo, más que yo. Siempre he pensado que Nuestro Santo Padre el Papa, atormentado, según cuentan, por el problema de la guerra civil española, estaría muy interesado en interrogar a este dignatario bajo juramento.
¿Qué es un régimen de Sospechosos? Un régimen en que el poder considera lícito y normal no solo agravar desmesuradamente el carácter de ciertos delitos para someter a los delincuentes a la ley marcial (el gesto de levantar el puño castigado con la muerte), sino también exterminar de forma preventiva a los individuos peligrosos, es decir, a los sospechosos de llegar a serlo. Para descubrir a estos elementos indeseables hay que asegurarse la colaboración de los delatores. El régimen de Sospechosos también es, por lo tanto, el régimen de la delación.
Todo esto está escrito sobre el papel, pero hay que verlo, hay que comprenderlo. Imaginemos una islita muy tranquila, muy apacible, con sus almendros, sus naranjos, sus viñas. La capital apenas tiene más importancia que una vieja ciudad cualquiera de nuestras provincias francesas. La segunda ciudad, Sóller, no es más que un pueblo grande. Los pueblos, aislados entre sí, encaramados en una ladera o diseminados por el llano, se comunican con carreteras malas por las que circulan unos pocos cacharros de motor jadeante. Cada uno de estos pueblos es un mundo cerrado, con sus dos partidos, el de «los curas» y el de «los intelectuales», al que se suma tímidamente el de los obreros. También hay un señor, que solo se deja ver en las grandes ocasiones, pero conoce a sus siervos y hace tiempo que tiene enfilados a los rebeldes, en compañía del cura, su compadre. No importa: gracias a la cortesía de las costumbres españolas, ese mundo vive en armonía y en las fiestas bailan todos juntos. De un día para otro o casi, cada uno de estos pueblos tuvo su junta de depuración, un tribunal secreto, voluntario, formado generalmente así: el burgués propietario o su administrador, el sacristán, la criada del cura, varios campesinos bien pensantes y sus esposas, y por último los jóvenes alistados apresuradamente por la nueva Falange, a menudo conversos recientes, ansiosos de hacerse valer, ebrios del espanto que provocan en los pobres diablos la camisa azul y el gorro con pompón rojo.
Lo he dicho ya y lo seguiré diciendo. Quinientos falangistas el 17 de julio. Quince mil varias semanas después, luego veintidós mil. En vez de controlar este reclutamiento desaforado, la autoridad militar lo favorece con todo su poder, porque tiene un plan. Llegado el momento, una vez hecho el trabajo, nada le será más fácil que desarmar a una muchedumbre que, con su avalancha, ha relegado a los viejos mandos, que han sido reemplazados por otros hechos a su medida, mandos policiales. Después se les arrojará por hornadas a la clase de tropa. La depuración habrá terminado.
Porque depuración es la última palabra de esta guerra. Todos lo saben, o empiezan a saberlo, o lo sabrán. El «Hay que acabar con esto» que los viles impostores traducen más o menos así: «¡Liberemos el sepulcro de Cristo!», no significaba otra cosa que el exterminio sistemático de los elementos sospechosos. A nadie le debe extrañar. Tal era exactamente, en 1871, el propósito unánime de la gente de Versalles. Dos siglos antes del Terror las mismas fórmulas sirvieron para justificar la matanza en las cárceles de la noche de San Bartolomé, que Catalina de Médicis, en una carta al Papa, compara con la victoria de Lepanto (esa misma noche, en Roma, encendieron fogatas festivas). Todos los Terrores se parecen, todos son equivalentes; no me haréis distinguir entre ellos, he visto demasiadas cosas, conozco demasiado bien a los hombres, soy demasiado viejo. El Miedo me repugna en todo el mundo, y tras las bellas palabras de los asesinos no hay más que eso. Solo se mata por miedo, el odio no es más que una coartada. No creo que el señor Hitler y el señor Mussolini sean semidioses. Pero hago simplemente honor a la verdad si digo que son hombres sin miedo. Jamás habrían permitido que en sus países se perpetraran matanzas, jamás habrían presidido, con uniforme de soldado, esos grandes Tribunales del Miedo.
En Mallorca la depuración tuvo tres etapas, bastante diferentes, y un periodo de preparación. En este último hubo ejecuciones sumarias, perpetradas a domicilio, pero con un cariz, real o aparente, de venganzas personales más o menos reprobadas por todos, que se contaban los detalles en voz baja. En esto apareció el general conde Rossi.
El recién llegado, por supuesto, ni era general, ni era conde, ni se llamaba Rossi. Era un funcionario italiano, miembro de las Camisas Negras. Una hermosa mañana le vimos bajarse de un trimotor escarlata. Primero visitó al gobernador militar, nombrado por el general Goded. El gobernador y sus oficiales le recibieron cortésmente. Remachando sus palabras con puñetazos en la mesa, declaró que venía a traer el espíritu del Fascio. Días después el general y su Estado Mayor entraban en la cárcel de San Carlos y el conde Rossi se hacía con las riendas de la Falange. Enfundado en un mono negro con una enorme cruz blanca en el pecho, recorrió los pueblos, conduciendo él mismo su coche de carreras, al que trataban de seguir, envueltos en una nube de polvo, otros coches repletos de hombres armados hasta los dientes. Todas las mañanas los periódicos daban cuenta de estos circuitos oratorios en los que, flanqueado por el alcalde y el cura, anunciaba la Cruzada en una extraña jerigonza, mezcla de mallorquín, italiano y español. El gobierno italiano, por supuesto, tenía en Palma colaboradores menos estridentes que aquel bruto gigantón, que un día, en la mesa de una gran dama palmesana, mientras se limpiaba los dedos en el mantel, dijo que necesitaba por lo menos «una mujer diaria». Pero la misión particular que le habían encomendado estaba perfectamente a tono con su índole. Era la organización del Terror.
A partir de entonces, todas las noches, unos equipos reclutados por él operaron en los caseríos y los arrabales de Palma. Allí donde estos señores ejercían su celo, se repetía la misma escena. La misma llamada discreta a la puerta del piso confortable o de la casa rural, los mismos pasos en el jardín envuelto en sombras, o en el descansillo el mismo cuchicheo fúnebre, que un miserable escucha al otro lado de la pared, con la oreja pegada a la cerradura y el corazón encogido de angustia: «¡Síganos!»… Las mismas palabras a una mujer asustadísima, las mismas manos temblorosas que recogen varias prendas de vestir tendidas unas horas antes, y el ruido del motor que sigue roncando allá abajo, en la calle.
—No despiertes a los chicos, no vale la pena. Me lleva a la cárcel, ¿verdad, señor?
—Perfectamente —contesta el asesino, que a veces no tiene ni veinte años.
Luego la subida al camión, donde se encuentra con dos o tres compañeros, igual de sombríos, igual de resignados, con la mirada perdida… «¡Hombre!». La camioneta rechina, se pone en marcha. Un momento más de esperanza, mientras no se desvía de la carretera. Pero luego aminora la marcha, se mete, traqueteando, en la hondonada de un camino de tierra. «¡Bajad!». Bajan, se ponen en fila, besan una medalla, o tan solo la uña del pulgar. ¡Pum! ¡Pum! ¡Pum! Colocan los cadáveres al borde del terraplén, donde a la mañana siguiente los encontrará el enterrador, con la cabeza reventada y la nuca posada sobre una repugnante almohada de sangre negra coagulada. Digo enterrador porque se han preocupado de hacer lo que había que hacer no lejos de un cementerio. El alcalde escribirá en su registro: «Fulano, Mengano, Zutano, muertos de congestión cerebral».
* * *
Me parece estar oyendo de nuevo las protestas de los lectores bien pensantes: «¿Qué pasa? ¿Siempre vamos a ser nosotros? ¿Es que solo matan los nuestros?». No digo que sean los vuestros. Solamente os prevengo, con todas mis fuerzas, contra los politiqueros y los periodistas que, después de vivir tanto tiempo de vuestra necedad, de vuestra timidez, de vuestra impotencia, cosquillean al burgués francés en la entrepierna y le susurran al oído que es un machote, que él también puede hacer su terror como el que más, cuando saben perfectamente que ese Terror, lejos de liberar a los bien pensantes, lo que hará será unir la suerte de esos desdichados a la hez de la nación, única capaz de llevar a cabo realmente el Terror, ya sea de izquierdas o de derechas. Si creyera que las personas de derechas son capaces de tomar el poder por la fuerza, no digo que les incitara a la guerra civil, pero los politiqueros de izquierdas me tienen tan asqueado que seguramente diría: «¡Muy bien! De acuerdo, hijos míos, siempre que no os comportéis recíprocamente como cerdos, ¡adelante!». Pero ni los de izquierdas ni los de derechas son capaces de enfrentarse realmente. Solo conseguirían reventar la gran alcantarilla, que empezaría a vomitar su fango hasta que el extranjero, en vista del nivel alcanzado, mandara a sus poceros de camisa parda o camisa negra. ¿Lo habéis entendido, memos? Desde hace cincuenta años, con el nombre de progresistas, oportunistas, liberales, demócratas, patriotas o nacionales, detrás de los caudillos más variados, habéis perdido en todos los juegos, todas vuestras empresas han fracasado miserablemente —¿qué provecho sacasteis del 6 de febrero?, ¿del escándalo Stavisky?, ¿de la mafia?—, ¡y pretendéis que veamos, sin decir nada, cómo os embarcáis en una aventura tan peligrosa! ¡Ni siquiera sabéis poner ventosas y os quieren endosar una operación quirúrgica que no brinda a nuestro país más de una posibilidad entre veinte de salvarse!
* * *
La primera etapa de la depuración duró cuatro meses. Durante esos cuatro meses, el extranjero, primer responsable de esas carnicerías, siempre ocupó un lugar de honor en todos los oficios religiosos. Solía llevar de asistente a un capellán local, con pantalones y botas, cruz blanca en el pecho y pistolas al cinto. (A este cura lo fusilaron luego los militares). Nadie habría osado poner en duda los poderes discrecionales del general italiano. Sé de un pobre religioso que le suplicó humildemente el perdón para tres jóvenes presas de origen mexicano, a las que consideraba inocentes después de haberlas confesado. «Está bien —contestó el conde, que se iba a la cama—. Lo consultaré con la almohada». A la mañana siguiente mandó a sus hombres para que las mataran.
Así, hasta diciembre, las cañadas de la isla, en las cercanías de los cementerios, recibieron regularmente su fúnebre cosecha de mal pensantes. Obreros, campesinos, pero también burgueses, farmacéuticos, notarios. Cuando le pedí a un amigo médico la placa que poco antes me había sacado uno de sus colegas radiólogos —el único radiólogo de Palma—, me contestó sonriendo: «No sé si la encontraremos… Al pobre X… se lo llevaron de paseo el otro día». Estos hechos son del dominio público.
Cuando ya casi había terminado la depuración casa por casa, hubo que pensar en las cárceles. Estaban llenas, imaginaos. Llenos también los campos de concentración. Llenos los barcos desarmados, los siniestros pontones vigilados día y noche, sobre los que, por exceso de precaución, al caer la noche, pasaba una y otra vez el lúgubre pincel de un foco que yo veía, ay, desde mi cama. Entonces empezó la segunda fase, la depuración de las cárceles.
Porque muchos de esos sospechosos, hombres y mujeres, se libraban dé la ley marcial a falta del más mínimo delito material al que pudiera agarrarse un tribunal militar. Entonces empezaron a sacarlos en grupos, según su lugar de origen. A mitad de camino la carga se vaciaba en una fosa.
Lo sé… No me dejáis seguir. ¿Cuántos muertos? ¿Cincuenta? ¿Cien? ¿Quinientos? La cifra que voy a daros me la proporcionó uno de los jefes de la represión palmesana. El cálculo popular es muy distinto. Pero no importa. A primeros de marzo de 1937, al cabo de siete meses de guerra civil, estos asesinatos ascendían a tres mil. Siete meses son doscientos diez días, es decir, un promedio de quince ejecuciones diarias. Me permito recordar que la islita se puede recorrer fácilmente en un par de horas, de punta a punta. Un automovilista curioso, a costa de un poco de fatiga, habría podido ganar fácilmente la apuesta de ver cómo reventaban quince cabezas mal pensantes diarias. El reverendísimo obispo de Palma no ignora estas cifras.
Evidentemente, os cuesta leer esto. A mí me cuesta escribirlo. Más me costó verlo, oírlo. ¿Menos de lo que os imagináis, acaso?… Mi mujer y yo aguantamos a pie firme, no por hacernos los valientes ni por pensar que podíamos ser muy útiles —poco habríamos podido hacer—, sino más bien por un sentimiento de solidaridad profunda con la buena gente cuyo número aumentaba cada día, que había compartido nuestras esperanzas, nuestras ilusiones, que había tratado de defenderse paso a paso contra la evidencia, para acabar compartiendo nuestra angustia. Ellos no eran libres y nosotros sí. Pienso en los jóvenes falangistas o requetés, en los viejos sacerdotes (uno de ellos, por pronunciar unas palabras imprudentes, tuvo que tragar, a punta de revólver, un litro de aceite de ricino). Si hubiera vivido allí en contacto con hombres de izquierdas, es probable que su manera de protestar hubiera despertado en mí ciertos reflejos indómitos que no siempre puedo controlar. Pero la decepción, la tristeza, la piedad y la vergüenza unen mucho más que la rebelión o el odio. Te despiertas por la mañana agobiado, sales de casa y en la calle, en la mesa del café, a la entrada de la iglesia, tropiezas con alguien a quien hasta entonces habías supuesto en el bando de los asesinos, y que te dice con lágrimas en los ojos: «¡Basta, no puedo más! ¡Mire lo que acaban de hacer!». Pienso en aquel alcalde de una pequeña ciudad a quien su mujer había preparado un escondite en la cisterna. El infeliz, a cada alerta, se acurrucaba en una especie de nicho, a unos centímetros del agua reposada. Le sacaron de allí en pleno diciembre, tiritando de fiebre. Le llevaron al cementerio y le metieron una bala en el vientre. Y como no se daba prisa en morir, los verdugos, que estaban echando un trago cerca de allí, volvieron con una botella de aguardiente, un poco achispados. Introdujeron el gollete en la boca del agonizante y luego le rompieron en la cara la botella vacía. Repito que estos hechos son del dominio público. No temo un desmentido. ¡Ah, la atmósfera del Terror no es como imagináis! La primera impresión es de un tremendo error que lo confunde todo, que mezcla inextricablemente el bien y el mal, a los culpables y los inocentes, el entusiasmo y la crueldad. ¿Lo habré visto bien?… ¿Lo habré entendido bien?… Os dicen que eso va a acabar, que ya ha acabado. Respiráis aliviados. Respiráis hasta la siguiente matanza, que os pilla desprevenidos. El tiempo pasa… pasa… ¿Y luego qué? ¿Qué queréis que os diga? Curas, soldados, esa bandera roja y oro —ni oro para comprarla, ni sangre para venderla…—. Cuando has nacido para amar algo, es duro contemplar cómo se envilece.
Por lo demás, he de confesar que en circunstancias como esta, algunos periódicos franceses nos reconfortaban extraordinariamente. Cuando uno ha visto, semana tras semana, llegar aviones fascistas bendecidos por el arzobispo de Palma, y las costas, antes desarmadas, erizarse de baterías, cuando uno ha oído a los oficiales de marina italianos alardear públicamente en los cafés del bombardeo de Málaga, resulta excitante descifrar en tu propia lengua las monótonas denuncias de una prensa agazapada en cada estación de la frontera pirenaica, con el ojo en la cerradura de los retretes, tomando notas convulsivamente en el papel de esos excusados. Durante siete meses, ni una sola vez en siete meses, la menor alusión a los desmanes de italianos y alemanes, ni una sola. ¡Cómo es posible! ¡Los que nunca se ponían de acuerdo —PPF, PSF, AF, SF, JP, LPF—, hete aquí que después de la campaña de Abisinia están todos unidos, todos solidarios, solidarios con el nuevo Imperio! Las citas de estos patriotas encajaban tan a la perfección en los artículos de los periodistas italianos o españoles que parecían hechas a la medida, curioso… ¡Vamos! Ningún francés que haya pasado más de seis meses allende los Pirineos puede desconocer el odio secular de las derechas españolas, en especial del ejército y el clero, a nuestro país. Este odio se ha puesto de manifiesto muchas veces durante la guerra. «Solo la chusma y yo amamos a Francia», decía Alfonso XIII. No sé lo que pueda valer, dentro de nuestras propias fronteras, el derrotismo nacional de los nacionales. Pero creo que el más amargado de esos señores se habría indignado con los comentarios despectivos que sazonaban la prosa de su propaganda… Todavía estoy oyendo a un comandante que una noche, en Manacor, bajo el fuego del crucero republicano Libertad, creyendo ingenuamente que me haría gracia, me afirmaba en un francés chapurreado pero con un tono de viril y fraternal condolencia: «Qué le vamos a hacer, señor mío, nuestros países son dos crápulas de cuidado». (Era catalán).
Me quedé en Mallorca todo el tiempo que pude, porque allí miraba de frente a los enemigos de mi país. Este humilde testimonio tenía su precio, pues, al no tener ningún vínculo con los rojos de allí ni de otra parte y ser bien conocido como católico y monárquico, estaba proclamando, por poco que yo valiera, una Francia eterna, que ha sobrevivido a los Armagnac y a los Borgoñones, a los Guisa y a los hugonotes, y a todos los «Frentes» de distinto pelaje, porque es instintivamente justa y libre, porque tiene un solo hogar, su casa, la Casa de Francia donde, cruzado el umbral, todos seremos iguales, hijos de la misma madre. Mal que les pese a los imbéciles, a Francia no la despreciarán en el mundo mientras conserve su propia estimación. El que hable no como un politiquero, sino como un francés, puede estar seguro de que siempre le entenderán. En Palma todos sabían que mi hijo era teniente de la Falange y me veían a menudo en misa. También era notoria mi vieja amistad con varios jefes insurgentes, temidos por los sospechosos. ¿Por qué, entonces, personas a las que apenas conocía me hablaban libremente, cuando la menor indiscreción por mi parte les habría costado la libertad o la vida? Pues bien, como lo pienso lo digo. Todavía se sabe en el mundo que un francés no es un soplón de la policía, vaya, que un francés es un hombre libre. Eso probablemente nunca se les ocurrió a los turiferarios del general Franco.
* * *
No vayáis a pensar que la depuración en las cárceles acabó con el trabajo de los equipos de depuración a domicilio; solo lo frenó. Los pueblos aislados respiraron aliviados, pues el servicio se concentraba ahora en las inmediaciones de Palma. No por ello se logró el objetivo de la autoridad militar, que era reducir el escándalo. Antes, a los parientes de los ejecutados les bastaban unos pasos para reconocer a sus muertos. Ahora tenían que hacer un viaje costoso y someterse a tediosas formalidades, por el gran número de hombres y mujeres que lo solicitaban, máxime cuando los registros de las cárceles rara vez coincidían con el cuaderno del enterrador, lo que daba lugar a desagradables equivocaciones. En última instancia, como las fosas comunes no revelaban sus secretos, a las familias solo les quedó un recurso. El funcionario benévolo les invitaba a rebuscar en el montón de ropa para tratar de descubrir una camisa o un calzoncillo del muerto.
Intento escribir esto sin florituras. No añadiré nada dedicado a quienes me crean capaz de afirmar hechos sin tener pruebas, o basándome en simples rumores. No estoy denunciando una mafia más o menos hipotética. Son hechos públicos. Aprobados por la mayoría, desaprobados por algunos, nadie los puso en duda. Lamentablemente, se necesitarían muchas páginas para explicar que ya no causaban indignación. La razón y el honor los condenaban, pero la sensibilidad estaba embotada, anulada por el estupor. Las víctimas y los verdugos estaban aturdidos por el mismo fatalismo. Sí, la guerra civil no me dio miedo de verdad hasta el día en que descubrí que, casi sin darme cuenta, estaba respirando su aire infecto y sangriento. ¡Que Dios se apiade de los hombres!
Podría poner muchos ejemplos de esta apatía —en el sentido exacto de la palabra—. Me limitaré a una entrevista con unas monjas de Porto Cristo publicada por extenso en todos los periódicos de Palma —El Día, Almudaina («Diario católico», ponía en la cabecera), Última Hora—. La minúscula población de Porto Cristo fue el lugar de desembarco de las tropas catalanas en 1936. Como no pudieron afianzar su posición, a las seis semanas volvieron a embarcarse. Esas monjas dirigían un internado que, al ser verano, estaba vacío. Pues bien, la superiora le contaba con inspiración al periodista la entrada de los rojos, el primer contacto de sus monjitas espantadas con los milicianos de Barcelona, quienes les ordenaron bruscamente que preparasen camas para los heridos. En medio del desorden, de pronto aparece un suramericano, una especie de gigante pistola en mano, que se presenta así:
—Hermanas, soy católico y comunista. Al primero que les falte el respeto le vuelo los sesos.
Durante un par de días se afana, abastece a las enfermeras, venda con ellas a los heridos, cuyo número aumenta sin cesar, y en los pocos momentos de descanso mantiene con la superiora una divertida controversia que ella refiere con mucha gracia al periodista. Por fin despunta el alba del tercer día y la religiosa termina así su relato: «Oímos un intenso tiroteo, los heridos se alarman, los milicianos se van corriendo, nosotras nos arrodillamos suplicando al cielo por nuestros libertadores. Los gritos de ¡Viva España!, y ¡Arriba España!, empiezan a resonar en nuestros oídos, las puertas se abren. ¿Qué más puedo decirle? Los valientes soldados entran por todos lados y arreglan cuentas con los heridos. A nuestro suramericano le matan el último».
Días después, cuando le expresé mi asombro al periodista madrileño que había escrito el artículo, publicó una especie de justificación laboriosa de la que recuerdo esto: «Algunas almas generosas se creen en el deber de rebelarse contra las necesidades de la guerra santa. Pero quien hace la guerra tiene que someterse a sus leyes. Y la primera ley de la guerra es esta: ¡Ay de los vencidos!».
* * *
La autoridad militar, al advertir un creciente repudio hacia sus decisiones que podría tornarse peligroso por el descontento que cundía en la Falange, despojada bruscamente de sus armas y sus jefes, optó por un tercer método de depuración aún más discreto. Era así de sencillo: los presos a los que se consideraba indeseables recibían un buen día la noticia de su absolución y consiguiente puesta en libertad. Firmaban en el registro de la cárcel, acusaban recibo de sus objetos personales devueltos, hacían el petate y cumplimentaban una a una las formalidades indispensables para eximir a la administración penitenciaria de toda responsabilidad futura. A las diez de la mañana les liberaban de dos en dos. Es decir, que al cruzar la puerta se encontraban en una callejuela vacía, frente a un camión, rodeados de hombres armados. «¡Silencio! ¡Os llevamos a casa!». Les llevaban al cementerio.
* * *
La persona a quien las conveniencias me aconsejan llamar Monseñor, el obispo de Mallorca, firmó la carta colectiva del episcopado español. Espero que la pluma le temblara en sus viejas manos. Por fuerza tuvo que enterarse de todos esos asesinatos. Se lo diré a la cara, donde y cuando haga falta. Le presentaré también este testimonio. Uno de los canónigos de su catedral, a quien conoce bien, famoso predicador, licenciado en teología, parecía estar completamente de acuerdo con la autoridad militar. Esta parcialidad preocupaba a una de sus penitentes, que sin embargo nunca se había atrevido a hablarle de ello. Al tener conocimiento de los hechos que acabo de contar, creyó llegado el momento de romper el silencio. El muy desgraciado la escuchó sin revelar la menor sorpresa.
—Entonces, ¿usted desaprueba…?
—Yo no apruebo ni dejo de aprobar —contestó el siniestro sacerdote—. Por desgracia, no tiene usted ni idea de las dificultades de nuestro ministerio en esta isla. En la última junta general de los párrocos, presidida por Monseñor, tuvimos la prueba de que el año pasado tan solo el catorce por ciento de los mallorquines cumplían el deber pascual. Una situación tan grave justifica medidas excepcionales.
Vaya si las justificaba… Varias semanas antes de Pascua, la autoridad religiosa, de acuerdo con la autoridad militar, hizo un censo de fieles. A cada persona en edad de cumplir con su deber pascual se le dio un formulario. En el anverso ponía:
1937
Sr., Sra. o Srta………
Domiciliado en………, calle………, n.º………, piso………, comulgó
en la iglesia de………
En el reverso:
Se recomienda cumplir el deber pascual en su parroquia. Quien lo haya cumplido en otra iglesia deberá entregar el justificante a su rector.
Un cupón, fácil de separar gracias a un trepado, llevaba esta indicación:
Para la buena administración, es obligatorio separar este cupón y entregárselo al párroco debidamente cumplimentado. También se puede depositar en la caja destinada a tal efecto.
¿Es preciso añadir que los confesonarios dejaron de estar vacíos? Fue tal la afluencia de penitentes sin experiencia que el párroco del Terreno se vio en la necesidad de repartir otra hoja. Después de la observación, singular pero sumamente oportuna, de que la principal dificultad en el acto de la confesión no consiste tanto en revelar los pecados como en saber lo que hay que decir («en no saber qué confesar o cómo expresarse»), en quince líneas daba la fórmula de un examen de conciencia muy reducido. La hoja llevaba además esta posdata:
N. B. No olvides colocar tu billete del cumplimiento en el cajón del cancel para poder formar el censo.
Ningún cura mallorquín osaría negar que esta medida, tomada en pleno Terror, no haría más que multiplicar los sacrilegios. ¿Qué más se puede decir? Dios conoce los nombres de aquellos irreductibles, no muchos, que, creyéndose seguramente sus enemigos, aún conservaban en sus venas, sin saberlo, la suficiente sangre cristiana como para sentir la afrenta a su conciencia y negarse a estas imposiciones insolentes. ¡Ojalá vuelvan a encontrar a Cristo! ¡Ojalá, llegado el día, puedan juzgar a sus jueces!
Este carácter de venganza ejercida en nombre del Altísimo, evidentemente, puede resultar halagador para unas razas con demasiada sangre judía o mora en sus venas. Pero si es capaz de exaltar a muchos fanáticos, creo que a la inmensa mayoría de los españoles les presta un servicio, en realidad, mucho más modesto: para unos es una excusa hipócrita que les libra de remordimientos, al permitirles descargar toda la responsabilidad en el otro mundo sobre los robustos hombros de sus confesores. Los otros aceptan la fórmula lo mismo que han aceptado el vocabulario fascista o el material de guerra entregado a crédito por los italianos. ¡Hombre!
* * *
Sería erróneo creer, por ejemplo, que los militares se muestran más feroces que los tenderos, de los que ahora son simples instrumentos, como antaño los soldados del general Galliffet. Confieso que por un momento me sorprendió la soltura con que un capitán mallorquín, chusquero, llegado a la edad de retiro y tan cansado que apenas se le veía en el café sin su «señora» y su «señorita», aplicaba todas las tardes a unos pobres diablos, que se le parecían como hermanos, una ley que de ley ya solo tenía el nombre. Mencionaré en especial el caso del exalcalde de Palma, un notorio y anciano médico, a favor del cual habían ido a testificar espontáneamente varios superiores de casas religiosas y esposo de una mujer conocida por su piedad. Lo único que se pudo alegar en su contra fue su afiliación al Partido Radical. Eso no le libró de la condena a muerte y el fusilamiento, un amanecer de primavera tardía, atado a una silla, trasladado de la cama de hospital al lugar de sacrificio después de que las enfermeras pasaran toda la noche, su última noche, reanimando con inyecciones su corazón desfalleciente. Al mostrar mi asombro por el hecho de que le hubiesen hecho esperar más de seis meses una muerte inevitable, obtuve esta respuesta: «No es culpa nuestra, le mantuvimos vivo mientras duraron las formalidades de la confiscación». Porque el desdichado era rico.
Repito que no estoy presentando ninguna acusación. No espero que crean mi palabra, mas no me cansaré de repetir que Mallorca está a veinticuatro horas de Marsella. Para qué voy a dar muchos testimonios, si algún día cercano los escépticos podrán recogerlos, aún calientes, en el lugar. El viejo Lenotre, en un libro que, no obstante, es digno de elogio, solo evoca el fantasma del tribunal revolucionario. La sala bulliciosa repleta de gritos, sollozos y carcajadas no es más que una cripta silenciosa, poblada de sombras. Pero el viejo Lenotre escribía más de un siglo después de los hechos. El París de 1793, por otro lado, era una suerte de encrucijada. Por el contrario, la islita mallorquína es un frasco cerrado. En él la sangre tardará en secarse.
Si les preguntara a los militares acerca de estos hechos, me dirían que aplicaban una consigna y lo hacían públicamente, como podrán comprobar todos los curiosos si consultan una colección de cualquier periódico de Palma, donde aparecen reseñados los hechos. Por mucho que les dijera que un juicio no es una consigna, los oficiales jueces se reirían de mí.
«¡Qué sabrá usted! En Barcelona o Valencia tenemos compañeros de promoción que hacen exactamente lo mismo que nosotros, solo que contra otra categoría de ciudadanos. Al salir de la Academia Militar nos destinan a Artillería, Caballería o Infantería con arreglo al número de nuestra promoción. Ahora nos meten en la Justicia. Desde luego, como arma es un poco rara, pero mientras la cosa quede entre nosotros, no se pierde mucho. Mil civiles rojos en Valencia, mil civiles blancos en Sevilla. Es lo que, en las damas, se llama aclarar el juego. Además, ¿a santo de qué se preocupa de nuestras conciencias? Como buenos españoles, no nos hacemos preguntas superfluas sobre el bien y el mal, a diferencia de ustedes los franceses. Suponiendo que exista, si es que hay una sola posibilidad de que exista, ¿iremos al infierno? La respuesta la darán nuestros sacerdotes. Si están en lo cierto o no, ¿qué quiere que le hagamos? Nos basta con mantenernos al margen. Si ellos han interpretado mal la ley, ¡peor para los reverendos! Después de todo, a lo mejor Dios nos los entrega en el otro mundo para que les juzguemos. Pueden estar seguros de que les aplicaremos el reglamento sin vacilar. Mientras tanto, cada cual a lo suyo. Imagine que cambian las tornas: entonces entenderíamos perfectamente que esos eclesiásticos se proclamasen de nuevo hombres misericordiosos y afirmasen que nunca desearon, para los grandes pecadores, más penitencia que la habitual de los confesionarios, seis padrenuestros y seis avemarías. Nos parecería natural que nos entregasen, aquí abajo, al brazo secular, si no encontraban otro modo de demostrar su buena voluntad a los vencedores. Una vez decidida nuestra suerte, aceptaríamos de buena gana el auxilio de su santo ministerio, con el mismo ánimo que aún ayer, según el cardenal Gomá, lo acogieron los republicanos que mandábamos al paredón. Entonces nos cuidaríamos de sacar un tema de conversación embarazoso para ellos, y para nosotros carente ya de interés, porque la expresión de su pesar llegaría demasiado tarde y solo nos estaría permitido llevarnos el secreto a la tumba. ¡Menudo negocio! En cambio, a falta de algo mejor, su absolución siempre podría servirnos. No nos preocupa lo más mínimo quién tiene razón en esto. Para ustedes los franceses la idea de poder es casi inseparable de la de justicia. En cambio nosotros, que tenemos demasiada sangre judía en las venas, creemos que una de las grandes ventajas del poder es que permite ser justo o injusto a voluntad. Es posible que no tengamos la misma idea de Dios que ustedes. Desde hace siglos pensamos que es mejor estar a buenas con la fe que con la conciencia. Queremos que una perfecta ortodoxia nos garantice los buenos oficios de la Iglesia, que se conformará con las obras siempre que le echemos un poco de voluntad, aunque sea en el último momento. La idea de que la fe es un don de Dios tan preciado que compromete terriblemente a quien la recibe y le convierte sobrenaturalmente en deudor de tantos desdichados a quienes les ha sido negado, por una misteriosa predestinación cuyo mero pensamiento debería llenarnos de espanto, ni siquiera nos pasa por la cabeza, lo reconocemos. Preferimos servirnos buenamente del pasaporte que nos han dado. Aunque no nos garantice del todo la entrada en los templos celestiales, por lo menos nos da acceso en este mundo a la inmensa basílica donde muy raro sería que entre tantos santos milagreros, cada cual con su receta, no encontráramos algún día una devoción ajustada a nuestro caso. Un sistema así nos evita entrar en el debate al que usted quiere arrastrarnos. Por ejemplo, no nos planteamos la cuestión de la buena fe. La buena fe, para nosotros, no es una circunstancia más atenuante que la borrachera. Durante siglos hemos visto cómo ahorcaban o quemaban en la hoguera a criminales seguramente de buena fe, pues ofrecían su vida en testimonio. Y puede estar seguro de que la mala fe tampoco nos quita el sueño. Por ejemplo, muchos de nosotros eran demócratas. Odiábamos a los hijos de nobles, a los sobrinos de arzobispos. Es duro mandar al paredón a un compañero de promoción con el que en otro tiempo hemos brindado a la salud del ejército republicano y de la nueva bandera tricolor, y nos hemos burlado de los aristócratas y los curas. Pero nuestros compañeros reaccionarios procuran no complicar las cosas. Saben cómo manejar nuestro amor propio. En realidad, les parece algo de lo más natural. Ustedes los franceses acabarían despreciándonos. Preferirían los refractarios a los renegados, al menos en el fondo de su corazón. Con semejantes escrúpulos, nuestra Santa Inquisición no habría funcionado ni ocho días. El secreto de su prolongado poder, de un prestigio que el terror por sí solo no explica, consistió en bendecir y honrar en nombre de Dios tanto al cobarde que salva su vida como al hombre sincero que proclama libremente la verdad que desconocía. Para ello tuvo que rehabilitar el acto que más repugna a vuestra caballerosidad occidental, la retractación bajo amenaza. Y al mismo tiempo rehabilitó y honró la delación. Honró y bendijo al delator. El grandioso equívoco así logrado apartó a España para siempre de vuestra senda. Sería inimaginable una Juana de Arco española. En cuanto las circunstancias nos lo permiten, siguiendo una costumbre secular, entregamos al poder, junto con la custodia de nuestros intereses terrenales, nuestra conciencia entera, a cambio de un recibo».