III

No trataré de justificar con argumentos las páginas que siguen y menos aún el sentimiento que me mueve a escribirlas. Una vez más, pero esta vez más que nunca, hablaré en mi idioma, convencido de que solo lo entenderán quienes lo hablan conmigo, lo hablaban mucho antes de leerme, lo hablarán cuando yo ya no esté, mucho después de que se haya extinguido la frágil memoria de mí y de mis libros. Solo ellos me importan. No desprecio a los demás. Muy lejos de despreciarles, me gustaría entenderles mejor, porque entender ya es amar. Lo que separa a los seres, lo que les enemista, acaso no tenga ninguna realidad profunda. Las diferencias con que nuestra experiencia y nuestro juicio trabajan en vacío se disiparían como sueños si pudiéramos elevar sobre ellas una mirada lo bastante libre, porque nuestro peor infortunio es la pobre imagen de nosotros que damos a los demás, una imagen en la que un oído fino descubre zonas de un horrible silencio. No escribo estos nuevos capítulos de la Grand Peur por placer, ni siquiera por gusto, sino porque seguramente ha llegado el momento de escribirlos, porque no pretendo gobernar mi vida. Nadie, excepto los santos, ha gobernado nunca su vida. Todas las vidas están bajo el signo del deseo y el miedo, a menos que estén bajo el signo del amor. Pero el amor, ¿no es a la vez miedo y deseo? ¡Qué más da mi vida! Solo quiero que permanezca fiel hasta el fin al niño que fui. Sí, lo que tengo de honor y ese poco de valentía, lo tengo de ese ser, hoy misterioso para mí, que correteaba bajo la lluvia de septiembre por los prados empapados, con el corazón encogido por la próxima vuelta al colegio, los patios fúnebres donde pronto le recibiría el negro invierno, las clases malolientes, los comedores con olor a fritanga, las interminables y pomposas misas mayores, en las que la pequeña alma agobiada no podía compartir nada con Dios, como no fuera el hastío; del niño que fui y que ahora es para mí como un antepasado. Sin embargo, ¿por qué habría de cambiar? ¿Por qué iba a cambiar? Las horas están contadas, las vacaciones siempre se acaban y el porche negro que me espera es aún más negro que el otro. ¿Por qué iba a perder el tiempo con los hombres serios, «hombres dignos, honrados», como los llaman aquí en España? Hoy, no menos que ayer, su frivolidad me repugna. Solo que antes sentía esa repugnancia sin saber por qué. Además tenía miedo de convertirme en uno de ellos. «Cuando usted tenga mi edad…», decían. ¡Pues bien, ya la tengo! Puedo mirarles a la cara, seguro ya de librarme de ellos. Me río de su cordura, una cordura que se parece a su cara, generalmente marcada por una astucia austera, siempre desilusionada, siempre vana. Yo, desde luego, no esperaría ser infalible en mis juicios, si emitiera juicios, como hace Henri Massis. Ciertamente podría seguir el ejemplo de muchos y, como un viejo escribano experto, poner de relieve las simpatías y antipatías, las incomprensiones, los rencores y, temblando de odio, balbucear en nombre de la Razón supuestas sentencias inapelables. Tampoco intentaré cautivar. Mucho menos escandalizar. Por lo demás, no tengo nada nuevo que decir. Seguramente las desgracias que anuncio no serán muy distintas de las que ya defraudaron nuestras esperanzas. No os impido darles la espalda. Cuando, con trece años, leía por primera vez La Francia judía, el libro de mi maestro —tan sabio y tan joven a la vez, de una juventud eterna, de una juventud religiosa, la única capaz de llegar al corazón de los niños— me descubrió la injusticia, en el sentido exacto de la palabra, no la Injusticia abstracta de los moralistas y los filósofos, sino la injusticia real y viva, con su mirada helada. Si yo hubiera sostenido solo esa mirada, probablemente mi destino habría sido como el de tantos otros que, a través de los siglos, se quebraron contra su pecho de bronce. Más tarde comprendí que los solitarios estaban destinados a ser las presas de ese Satán hembra, cuyo macho se llama Engaño. ¿Qué importan los demás? ¿Qué le importan a la Bestia, tan vieja como el tiempo, los débiles que traga, como hace la ballena con un banco de alevines de salmón? O bien la Injusticia no es más que el otro nombre de la Estupidez —no lo creo— porque siempre está tendiendo sus trampas, midiendo sus golpes, unas veces se arrastra y otras se levanta, adopta todos los rostros, incluso el de la caridad. O bien es lo que imagino, tiene en alguna parte de la Creación su voluntad, su conciencia, su monstruosa memoria. Si lo pensáis un poco veréis que no puede ser de otro modo, que estoy expresando en mi idioma una verdad fruto de la experiencia. ¿Alguien se atrevería a negar que el mal está organizado, que es un mundo más real del que nos muestran los sentidos, con sus paisajes lóbregos, su cielo pálido, su frío sol, sus crueles astros? Un reino a la vez espiritual y carnal, de una densidad prodigiosa, de un peso casi infinito, ante el cual los reinos de la tierra parecen figuras o símbolos. Un reino al que solo se le enfrenta, en realidad, el misterioso reino de Dios, que nombramos, ay, sin conocerlo realmente, sin concebirlo siquiera, y pese a todo esperamos su llegada. De modo que la Injusticia pertenece a nuestro mundo familiar, pero no por completo. Con la cara lívida y un rictus parecido al de la lujuria, marcada por la repelente abstracción de una avidez indecible, está entre nosotros, pero el corazón del monstruo late en algún lugar, fuera de nuestro mundo, con una lentitud solemne, y a ningún hombre le será dado jamás penetrar sus designios. Solo desea a los débiles para provocar astutamente a su verdadera presa. La verdadera presa de la Injusticia son precisamente quienes responden a su desafío, se enfrentan a ella, creen ingenuamente que pueden ir a su encuentro como David al de Goliat. Pero ella solo derriba, solo aplasta de un golpe con su peso a los miserables que desprecia. Con los demás, nacidos para odiarla, los únicos que despiertan su monstruosa avidez, es toda astucia. Resbala entre sus manos, se hace la muerta en el suelo y luego, enderezándose, les pica en el talón. A partir de entonces le pertenecen sin saberlo, llevan en las venas ese veneno helado. ¡Pobres diablos convencidos de que el reino de la Injusticia puede dividirse contra sí mismo, y oponen la injusticia a la injusticia! Doy gracias al buen Dios por haberme dado buenos maestros a la edad en que todavía se ama a los maestros. De no ser por ellos, a veces creo que la evidencia de la estupidez y la crueldad me habrían reducido a polvo, como a muchos otros que sufrieron prematuramente el embate de la vida y ya solo tienen apariencia de hombres, se parecen a los hombres como la piedra conglomerada se parece a la piedra. Amé apasionadamente a mis maestros de juventud, demasiado como para no haber ido un poco más allá de sus libros, de sus ideas. Creo que he experimentado profundamente su destino. A la Injusticia no se la vence, no se la doblega. Todos los que lo intentaron cayeron en una injusticia mayor o murieron desesperados: Lutero y Lamennais están muertos, Proudhon está muerto. La agonía de Drumont, más resignado, acaso no fuera menos amarga. La de Charles Maurras puede ser más difícil todavía si la Providencia no depara al viejo escritor, entre la vejez y la muerte, una zona de serenidad, impenetrable para los imbéciles. Yo lo sé. Si vosotros también lo sabéis, no os culparé si dais la espalda a unas desgracias que os parecen inevitables. Pero me gustaría convenceros de que les prestéis atención un momento, no para retrasar su desenlace, quizá irremediable, sino para que las veáis, siquiera una vez, con vuestros propios ojos. No son ni mucho menos como pensáis. No responden a la idea que os habéis hecho de ellas. Están hechas a vuestra medida, aunque no lo creáis. A la medida de vuestro miedo. Probablemente son ese mismo miedo, no creo estar hablando a la ligera, acabo de ver un desdichado país entregado a esa clase de demonio. Muy equivocados estaríais si os imaginarais ese demonio como un diablillo pálido, extenuado por un cólico. Vuestra imaginación confunde los primeros síntomas de la enfermedad con la enfermedad misma. El miedo, el auténtico miedo, es un delirio furioso. De todas las locuras que podemos cometer, es sin duda la más cruel. Nada iguala su impulso, nada puede resistir su embate. La ira, que se le parece, no es más que un estado pasajero, una brusca disipación de las fuerzas del alma. Además es ciega. El miedo, en cambio, cuando se supera la primera angustia, forma con el odio uno de los compuestos psicológicos más estables que existen. Me pregunto incluso si el odio y el miedo, especies tan próximas entre sí, no habrán llegado a la última fase de su evolución recíproca, si no se fundirán mañana en un sentimiento nuevo, desconocido aún, del que a veces creemos sorprender atisbos en una voz, en una mirada. ¿A qué vienen esas sonrisas? El instinto religioso, que permanece intacto en el corazón del hombre, y la Ciencia, que lo explota de forma insensata, hacen que lentamente surjan imágenes inmensas de las que se apoderan enseguida los pueblos con una avidez furiosa, y que son de las más pavorosas que el genio humano ha presentado nunca a sus sentidos, a sus nervios tan terriblemente afinados para los grandes acordes de la angustia.

* * *

Los mismos que pretenden resolver todos los problemas de la vida política o social con ejemplos tomados de la historia romana seguramente me responderán que el miedo es bien conocido por los psicólogos y no se puede decir nada nuevo sobre un asunto tan manido. Yo soy de otra opinión, probablemente porque no tengo la misma idea de la humanidad que esos Doctores. Después de definir al hombre, hablan de la humanidad como lo liaría un naturalista de cualquier especie animal. Tampoco sé si el naturalista estaría en lo cierto, porque las especies animales parecen muy capaces de evolucionar. No se puede descartar, por ejemplo, que el sistema nervioso del hombre haya sufrido alteraciones profundas, aunque todavía difíciles de descubrir. El miedo a la Muerte es un sentimiento universal que se presenta de muchas formas, algunas de ellas seguramente fuera del alcance del lenguaje humano. Solo hubo un hombre que las conoció todas: Cristo en su agonía. ¿Estáis seguros de que aún no nos quedan por conocer las más refinadas? Pero no es este mi punto de vista. Una especie animal, mientras los siglos no modifiquen sus caracteres, nace, vive y muere con arreglo a su propia ley, y el papel que representa en el inmenso drama de la Creación es siempre el mismo, repetido indefinidamente. Nuestra especie, desde luego, tampoco se libra de esta monótona gravitación. Gira alrededor de un destino invariable como un planeta alrededor del sol. Pero como el planeta, es arrastrada con su sol hacia otro astro invisible. No es misteriosa por su destino, sino por su vocación. De modo que los historiadores no saben mucho de su verdadera historia. En su presencia son como el crítico de teatro delante del actor cuya vida íntima ignora por completo. A veinte años de distancia, la misma mujer representa Rosina, y sigue siendo la verdadera Rosina. Pero la adolescente se ha vuelto mujer.

Creo que este mundo se acabará un día. Creo que nuestra especie, a medida que se acerca a su fin, cobija en el fondo de su conciencia sentimientos que desconcertarían a los psicólogos, los moralistas y otros cagatintas. Según parece, el presentimiento de la muerte gobierna nuestra vida afectiva. ¿Qué será de ella cuando el presentimiento de la muerte dé paso al de la catástrofe que acabará con toda la especie? Evidentemente el antiguo vocabulario podrá servir. ¿Acaso no llamamos con la misma palabra, amor, el deseo que acerca las manos temblorosas de dos jóvenes amantes y ese abismo negro en el que se precipita Fedra con los brazos abiertos y un aullido de loba?

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No presumo de haber descubierto formas nuevas de odio o de miedo durante los dos últimos años. Pero sí de haber estado en el lugar del mundo más favorable para ciertas observaciones muy valiosas, ya confirmadas por la experiencia. Por muy ingenuas que hayan sido siempre las personas de derechas, o muy fuerte el instinto que las lleva a escoger las causas o a los hombres destinados de antemano a la impopularidad, acaso convengan conmigo en que la guerra de España ha perdido el carácter de una explosión del sentimiento nacional o cristiano. La primavera pasada, cuando intentaba prepararlas para ciertos desengaños, se reían de mí. Hoy ya no se trata de explosión, sino de incendio. Y un incendio que se prolonga más de dieciocho meses empieza a merecer el nombre de siniestro, ¿no os parece? Yo vi, viví en España el periodo prerrevolucionario. Lo viví con un puñado de jóvenes falangistas, honrados y valientes. Aunque no estaba del todo conforme con su programa, notaba que a ellos y a su jefe les embargaba un violento sentimiento de justicia social. Afirmo que su desprecio por el ejército republicano y sus estados mayores, traidores a su rey y a su juramento, no era menor que su justa desconfianza hacia un clero experto en chanchullos y apaños electorales con la pantalla de Acción Popular y por persona interpuesta, el incomparable Gil Robles. ¿Qué fue de estos muchachos?, os preguntaréis. Dios mío, os lo diré. La víspera del pronunciamiento no había más de quinientos en Mallorca. Dos meses después eran quince mil, gracias a un reclutamiento desvergonzado, organizado por militares interesados en destruir el Partido y su disciplina. Bajo la dirección de un aventurero italiano llamado Rossi, la Falange se había convertido en una policía auxiliar del Ejército a la que se encomendaba sistemáticamente el trabajo sucio, en espera de que sus jefes fueran ejecutados o encarcelados por la dictadura y sus mejores elementos despojados de sus uniformes e incorporados a la tropa. Pero, como dice Kipling, esa es otra historia. Allí donde el general del episcopado español pone el pie, la mandíbula de una calavera se cierra sobre su talón y tiene que sacudir la bota para soltarse. ¡Buena suerte, señorías!

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Podéis pensar lo que queráis del general Franco. Pero os aseguro que no habría encontrado a veinticinco españoles que le siguieran si hubiera cometido la imprudencia de dar a entender que el pronunciamiento, presentado por él como una operación de limpieza, duraría más de tres semanas. Napoleón III era, sin duda, un señor muy distinto del general episcopal. No obstante, si la noche del 1 de diciembre hubiera podido prever que dos años después aún estaría, con un ejército de italianos, alemanes y árabes piojosos en los altos de Montmartre, bombardeando Notre Dame, lo que hubiera en sus venas de sangre real se le habría subido a la garganta y le habría ordenado al futuro mariscal Saint-Arnaud que echara a puntapiés en el trasero al obispo que fuera tan repugnante como para darle garantías con sus oraciones, suponiendo que el episcopado francés hubiera contado alguna vez entre sus filas con semejante sinvergüenza. Imaginad que nuestros católicos se hubieran tomado en serio, en 1936, las frases sobre la explosión del sentimiento católico en la católica España: todavía estaríamos en los comienzos de nuestra Guerra Santa. Más desprovistos que nuestros vecinos de tropas extranjeras, deberíamos prepararnos, detrás del generalísimo Moreau de la Meuse, para una nueva guerra de los Cien Años.

No me ofendan suponiéndome más sensible que los demás. Les aseguro a esas señoras que la visión de la sangre no me excita, no me produce horror ni placer, ni siquiera simple curiosidad, pero seguramente es porque no tengo, como ellas, un órgano capaz de transmitir a la corteza cerebral esa clase de pruritos. La discreta reserva fisiológica que acaban de leer no debe interpretarse como una confesión de debilidad, o bien es una debilidad común a todos los individuos de mi sexo. He visto morir a muchos. Es posible que tuviera un sitio reservado en las modestas fosas de la última guerra, al lado de mis compañeros. Pero veo abrirse, sin ningún vértigo, las inmensas fosas del mañana. Hace mucho que los revolucionarios, verdaderos o falsos, abusan de la mística terrorista. El terrorismo no es privativo de los revolucionarios, aunque alardeen de él. En realidad, la Historia demuestra que el sistema le sirve a todo el mundo, y el Terror de los Reyes Católicos en Flandes era un terror en toda regla.

* * *

Estaréis de acuerdo conmigo en que, si yo fuera propenso a ataques de nervios, al oír los primeros tiros me habría marchado de Mallorca con mi mujer y los chicos. Vuelvo a ver… vuelvo a ver esa mañana deslumbrante de domingo. Llevábamos semanas esperando, sin creerlo, el golpe de mano anunciado por Primo de Rivera. ¿Qué cabía esperar de los militares? El ejército español, principal autor y beneficiario único del tremendo desbarajuste marroquí, rigurosamente expurgado de sus elementos reaccionarios, gobernado por logias masónicas de oficiales contra las que ya se había quebrado la voluntad del primer Primo, era además violentamente anticlerical. (Lo sigue siendo, como casi toda la población masculina de España y se verá, seguramente, en un futuro próximo). Todavía hoy pienso con amargura que con un poco menos de respeto por las vidas humanas, por las vidas españolas (respeto tradicional en los Borbones), Alfonso XIII habría ahorrado a su país un calvario atroz aunque solo fuera llevando al paredón al general Sanjurjo que, contra todo pronóstico, le negó el apoyo de la Guardia Civil, dando una puñalada por la espalda a la Monarquía. Nada me impedirá tampoco lamentar que no se tomara una medida semejante con el aviador comunista Franco, cuya propaganda había desmoralizado a un cuerpo considerado hasta entonces fiel, y que, disfrazado de fascista, ayer todavía comandaba la base aérea de Palma.

* * *

No esperábamos nada de los militares ni menos aún de los clericales. Hasta el último día, la Acción Popular, que agrupaba a la mayor parte de los viejos partidos moderados, se mostró ferozmente demócrata, apasionadamente parlamentaria. Su aversión a la Monarquía no era menor que la que sentía por la Falange, la cual, por su parte, le negaba sus votos. Para hacernos una idea de su doctrina, imaginemos que podría haber sido el resultado de los desvelos laboriosos de Louis Marín y Marc Sangnier trabajando juntos bajo el control de los reverendos padres de Études. A la menor sospecha de ilegalidad estos señores desaparecían por una trampilla, de donde les sacaban bañados en lágrimas. Las dictaduras, entonces, les daban muchos reparos. Para ellos Hitler era el Anticristo, y las hermanitas del Sagrado Corazón de Palma hacían rezar todas las noches a sus alumnas por el Negus. El «por todos los medios» de Charles Maurras, fórmula cuyo carácter inofensivo han demostrado sobradamente treinta y dos años de experiencia, se citaba con espanto. El famoso jesuita Leburu criticaba a los monárquicos y los aristócratas ante públicos numerosos, y los obreros de la CNT no le ahorraban aplausos. Admitiréis, entre paréntesis, que este detalle no es muy tranquilizador para los jóvenes comunistas franceses que los chicos de la JOC arrastran consigo a los sermones. ¿Qué plazo han fijado en secreto los estados mayores democristianos para convertir a estos desdichados, so pena de ser ejecutados con una bala en la cabeza por los piadosos militares de la próxima Cruzada?

* * *

Hago esta pregunta sin reírme. No hay motivo para reírse. Me gustaría tener ante mí a uno de esos inocentes Maquiavelos con sotana y pinta de creer que a un gran pueblo se le maneja como a una clase de sexto, a uno de esos que, ante la catástrofe, ponen cara de dignidad ofendida, como un maestro ante sus alumnos revoltosos. ¡No gastaría demasiada elocuencia con él! Sencillamente le diría:

—¿Es cierto que un gran partido demócrata, social y parlamentario, agrupaba a la inmensa mayoría, a casi todos los electores y electoras católicos de España, sí o no?

—Sin duda.

—¿Lo aprobaba la Acción Católica, proporcionándole dirigentes?

—No podemos negarlo.

—¿Alguno de sus oradores o de los militantes de esa cruzada pacífica aludió públicamente, a lo largo de estos años, a la dolorosa necesidad de emplear la violencia si se producía un revés electoral?

—No lo creemos.

—¿Acaso no condenaban solemnemente la violencia en nombre de la política, la moral o la religión?

—Por supuesto.

—Uno de los teólogos que hoy justifican la guerra civil con argumentos tomados de santo Tomás de Aquino, ¿habría estado de acuerdo con esgrimirlos entonces, siquiera como simple hipótesis?

—No osaríamos afirmarlo.

—¿Le habríais dado vuestra aprobación si, ocho días antes de la última consulta electoral, declaraba que en caso de derrota los devotos y las devotas de Acción Católica deberían recurrir a esos métodos con la bendición del episcopado?

—Nos tomas por imbéciles.

—No, ni siquiera por picaros. Porque a fin de cuentas, ¿no disponíais de poderes suficientes en los años anteriores a estos acontecimientos lamentables? ¿Acaso el presidente de la república no era uno de los vuestros? Asimismo, el presidente del gobierno, Lerroux, que acababa de perder en el escándalo de los juegos de azar la escasa provisión de honor que tenían él y su familia, había brindado a Gil Robles los restos, algo gangrenados, del antiguo Partido Radical. ¡Oh, vosotros nunca os negáis a recibir al hijo pródigo, siempre que sea él mismo quién aporte el ternero, eso hay que reconocerlo! En una palabra, erais dueños de la situación, permíteme que te diga que hasta marzo de 1936 erais dueños de la situación. Pues bien: varias semanas después de la caída de vuestro gobierno tutelar las cosas estaban tan mal que el único recurso era la cirugía. ¿No te parece extraño? ¿Gobernabais o no?

—Contemporizábamos.

—Era lo único que podíais hacer, inocentes Maquiavelos. Después de contribuir a la caída de la primera dictadura y luego de la monarquía, intentabais una vez más reagrupar vuestras tropas, estabais en celo, en pleno celo democrático, toda el agua de ese desdichado país, por lo demás escasa, no habría bastado para apagaros. Si alguien lo pone en duda no necesita aprender español, le bastará con releer en francés el número de Études, por ejemplo, en el que los juiciosos jesuitas de la calle Monsieur saludaban la llegada de la nueva república. Estabais presos de esa demagogia. Lamentablemente, vuestra idea de la política siempre ha sido laboriosamente sentimental. Os gustaba el poder, pero no queríais correr sus riesgos. Vamos a ver: ¿habíais previsto la guerra civil, sí o no? Si no la habíais previsto es que erais imbéciles; si la habíais previsto, ¿por qué no mostrasteis vuestra fuerza, según la frase célebre, para no tener que utilizarla? Repito que Gil Robles era ministro de la Guerra. Si entonces le hubiera preguntado, no cabe duda de que, tras pedir consejo al piadoso cardenal Gomá, me habría contestado con la mano en el corazón: «¿Por quién me ha tomado? No me apartaré de la legalidad». A lo que el piadoso cardenal seguramente habría añadido: «Cuando la legalidad sea militar, bendeciremos la legalidad militar».

* * *

Así que bendecís. Entonces habrá que escoger entre gobernar y bendecir. Las democracias no os dan suerte. Sin embargo, ninguno de vosotros ignora que el juego natural de la democracia coloca alternativamente en el poder al más fuerte y al más astuto. Si tuvierais sentido de la ironía —es decir, un poco menos de orgullo— os reiríais de vosotros mismos al veros presidir, con caras beatíficas de circunstancias, un juego tan brutal como el póquer de ases. Tan brutal, que vuestra afectación no puede seguir su ritmo feroz. Mientras con sonrisa insinuante masculláis los textos que consagran la indiscutible superioridad del más fuerte, el más astuto ha tomado ya el poder, y basta una significativa mirada suya para que corráis apresuradamente a la biblioteca dispuestos a arrancar una apología de la astucia a esos mismos textos, que luego entregaréis solemnemente al más fuerte, quien durante vuestra ausencia ha vuelto a ser legítimo. ¿Por qué demonios —¡sí, por qué demonios!— empeñarse en que el alcalde o el cura regularicen amaños de una noche o incluso de una hora? Creo haber inventado, hace poco, una verdadera constitución democrática que ahorrará esfuerzos y tiempo a los casuistas. Gracias al desarrollo de la maquinaria y a la semana de seis horas, los ciudadanos cambiarían de autócrata los sábados por la tarde. Los teólogos redactarían sus conclusiones esa misma noche, de modo que en la misa mayor parroquial los militares y los funcionarios podrían jurar sobre los Santos Evangelios fidelidad eterna al soberano semanal, con la conciencia tranquila. Queda por solucionar, ciertamente, la cuestión de la bandera. Para ahorrar gastos y reemplazar fácilmente esos emblemas sagrados, propongo que se use el papel de arroz con que los chinos hacen los pañuelos.

Por los mismos motivos, creo que es mejor no exigir a los mismos expertos una definición de la Guerra Santa. La Universidad de París ya había discutido el asunto con Juana de Arco, y aquellos doctores, pese a su condición misericordiosa, optaron sin vacilar por los grandes remedios. Como no podían condenar a la hoguera los escritos de la pastorcilla —que además no sabía escribir—, acabaron quemándola a ella misma; exactamente, al fin y al cabo, como queman las iglesias los extremistas españoles. Piedad para los incendiarios.

Recuerdo aquella luminosa mañana de domingo. El mar, el dulce mar palmesano, estaba como un plato. El camino que sale de Porto Pi y desemboca en la carretera aún estaba envuelto en sombras azules. Como en el penúltimo capítulo del Diario de un cura rural, la gran moto roja rutilante rugía como una avioneta bajo mi cuerpo. La detuve a los dos kilómetros, delante de un surtidor de gasolina. El cierre metálico del garaje estaba medio echado.

—¿No pensará ir a la ciudad esta mañana? —me preguntó el dueño.

—Pues sí, voy a Santa Eulalia, a misa de siete.

—Vuelva a casa —me dijo—, allá están combatiendo.

Solo entonces me di cuenta de que la carretera estaba vacía. También lo estaba la calle Catorce de Abril. Por debajo del Terreno, esa calle tuerce bruscamente y te deja a la entrada del interminable muelle reservado a los pesqueros, a lo largo de la vieja muralla que vio ondear las banderas sarracenas.

—¡Alto!

Todavía estoy oyendo el chirrido creciente de mis frenos en el silencio solemne. Cinco o seis hombres, armados con fusiles y empapados en sudor, me rodearon.

—No hagamos tonterías —les digo en mi cómico español—, soy el papá de Ifí.

—¡Apártese, señor, no se quede en el campo de tiro! —gritaba desde lejos un teniente de la Falange.

Sus hombres ocupaban la parte baja de la calle, desenfilados tras los árboles… ¿El campo de tiro? ¿Qué campo de tiro?… Al fondo, muy al fondo del enorme muelle desmesuradamente vacío, a una distancia que nunca me había parecido tan enorme (ni me lo ha parecido después), se veía, abierto como unas fauces, el portón del cuartel de caballería.

—¡Pobre amigo mío! —le dije al teniente—. No podrá resistir a la tropa con lo que tiene ahí.

(El ejército republicano, lo reconozco, no me inspiraba ninguna confianza. Temía que cometiese un nuevo perjurio).

—Los soldados están con nosotros —dijo el teniente.

* * *

Si algo he sacado en claro de mis experiencias en España, es que creo haberlas abordado sin prejuicios de ningún tipo. Aunque no soy demasiado sutil, en el sentido que le dan a esta palabra los canónigos diplomáticos, tampoco soy candoroso. Por ejemplo, nunca se me ocurrió considerar «leales» a los republicanos españoles. Su lealtad, lo mismo que la de sus adversarios, era sin duda condicional. En materia de lealtad, como diría Céline, son tal para cual. Sus componendas políticas me tienen sin cuidado. El mundo necesita honor. Honor es lo que falta en el mundo. El mundo ha perdido su amor propio. Pues bien, ningún hombre sensato tendrá la peregrina ocurrencia de aprender las leyes del honor con Nicolás Maquiavelo o Lenin. Igual de necio es preguntárselas a los casuistas. El honor es un absoluto. ¿Qué tendrá que ver con los doctores de lo relativo?

Los republicanos españoles no tuvieron el menor escrúpulo en utilizar a los generales felones contra la monarquía. Si esos felones, a su vez, les traicionan, no hay motivo para rasgarse las vestiduras. De modo que en principio no tenía nada que objetar a un golpe de estado falangista o requeté. Creía y aún creo saber cuál es la parte legítima, la parte ejemplar de la revolución fascista, hitleriana o incluso estaliniana. Hitler, Stalin y Mussolini se dieron perfecta cuenta de que solo la dictadura podría vencer la avaricia de las clases burguesas, una avaricia que además ya no tiene sentido, porque esos infelices se agarran a unos privilegios desprovistos de meollo nutritivo y corren peligro de morir de hambre junto a un hueso tan sustancial como una bola de marfil. No es el uso de la fuerza lo que me parece censurable, sino su mística: la religión de la fuerza puesta al servicio de un estado totalitario, de la dictadura de la Salvación Pública considerada no como un medio, sino como un fin.

Es cierto que mis ilusiones sobre la gesta del general Franco no duraron mucho: unas semanas. Mientras duraron, hice sinceros esfuerzos por vencer la repugnancia que me inspiraban algunos hombres y algunas consignas. Confieso que la llegada de los primeros aviadores italianos no me disgustó. Cuando, avisado por un fiel amigo romano del peligro que corría mi familia y en especial mi hijo si se producía un avance repentino de los milicianos catalanes desembarcados en Porto Cristo, el cónsul de Italia vino a informarme amablemente de la buena disposición de su gobierno, se lo agradecí calurosamente, aunque llegaba demasiado tarde y yo estaba decidido a no pedir ni recibir ningún favor. En una palabra, estaba dispuesto a afrontar cualquier violencia. Sé lo que es la violencia de los violentos. Puede sublevar a quien la observa a sangre fría, pero no le revuelve el estómago. Sabía muy bien de lo que serían capaces los jóvenes con quienes tenía amistad si se enfrentaban a unos adversarios combativos. Pero ante ellos solo había una población aterrorizada. La población mallorquína siempre se caracterizó por su indiferencia política. En tiempos de carlistas y cristinos, George Sand nos cuenta que aquí acogían con la misma indiferencia a los fugitivos de los dos bandos. Por lo demás, a esta circunstancia se debe que la pareja vagabunda no hallara asilo en Palma. La sublevación de 1934 en Cataluña, pese a su cercanía, no tuvo aquí ninguna repercusión. Según el jefe de la Falange, en la isla no habría ni cien comunistas realmente peligrosos. ¿Dónde los iba a reclutar el partido? Es un país de pequeños hortelanos, de aceitunas, almendras y naranjas, sin industria, sin fábricas. Mi hijo se pasó un año recorriéndolo en reuniones de propaganda sin que ni él ni sus camaradas tuvieran ningún enfrentamiento serio con sus adversarios, más allá de algunos puñetazos. Afirmo, afirmo sobre el honor que en los meses anteriores a la guerra santa no se cometió en la isla ningún atentado contra las personas ni contra los bienes. «En España se mataba», me diréis. Ciento treinta y cinco asesinatos políticos entre marzo y julio de 1936. Sea. Por eso el terror de derechas pudo tener un carácter de venganza, quizá feroz, ciega y ampliada a los inocentes, contra los criminales y sus cómplices. En Mallorca, como no hubo actos criminales, solo pudo ser una depuración selectiva, un exterminio sistemático de sospechosos. La mayoría de las condenas legales impuestas por los tribunales militares mallorquines —luego hablaré de las ejecuciones sumarias, mucho más numerosas— solo sancionaron el crimen de «desafección al movimiento salvador», expresada con palabras o incluso con gestos. Una familia de cuatro personas, de excelente burguesía, el padre, la madre y sus dos hijos de dieciséis y diecinueve años, fue condenada a muerte por el testimonio de una serie de personas que aseguraban haberles visto aplaudir, en su jardín, al paso de unos aviones catalanes. La intervención del cónsul estadounidense salvó la vida a la mujer, que era de origen puertorriqueño. Me diréis, quizá, que en los sumarios de Fouquier-Tinville hay muchos ejemplos de este concepto de justicia revolucionaria. Precisamente por eso el nombre de Fouquier-Tinville es uno de los más repugnantes de la historia.

* * *

Es posible que esta última observación exaspere a muchas personas decentes que no se descubren en el espejo ningún parecido con Fouquier-Tinville. Les aconsejo que desconfíen. Nunca desconfiamos lo bastante de nosotros mismos. ¿Acaso no bastan a veces veinte días de juerga inocente en Montmartre para resucitar, en un respetable cincuentón que vive apaciblemente de sus rentas en Quimper o Landerneau, al adolescente vicioso que había quedado relegado en el olvido, que creía muerto? ¡Vaya!, así que os parece verosímil la humanidad burguesa de las novelas de François Mauriac, ¿y dudáis de que el olor de la sangre alguna vez pueda subírseles a la cabeza a esas personas? Sin embargo, he visto cosas raras. Una joven de treinta y cinco años, de la especie inofensiva que allí llaman «beata», que vive apaciblemente con su familia después de un noviciado interrumpido y dedica a los pobres el tiempo que no pasa en la iglesia, de repente siente un terror nervioso incomprensible, habla de posibles represalias y no quiere salir sola. Una amiga muy querida, cuyo nombre no puedo desvelar, se apiada de ella y, para tranquilizarla, la aloja en su casa. Poco después la devota decide volver con su familia. La mañana del día señalado para su partida, su caritativa anfitriona la interroga cariñosamente:

—Venga, hija mía, ¿de qué puedes tener miedo? Eres una ovejita de Dios, ¿quién iba a desear la muerte de una persona tan perfectamente inofensiva como tú?

—¿Inofensiva? Usted no sabe nada. Cree que soy incapaz de hacer un favor a la religión. Todos piensan lo mismo que usted, nadie desconfía de mí. Pues bien, puede usted informarse. He mandado a ocho hombres al paredón, señora…

Sí, ya lo creo, he tenido ocasión de ver cosas curiosas, raras. Conozco en Palma a un muchacho de buena familia, el más sencillo, el más afable, el más cordial, al que antes todos querían. Su manita de aristócrata, delicadamente rolliza, guarda en la palma el secreto de la muerte de cien hombres, quizá… Un día una visitante entra en el salón de este caballero y ve en la mesa una rosa magnífica.

—¿Te gusta esa rosa, querida amiga?

—Ya lo creo.

—Más te gustaría si supieras de dónde procede.

—¿Cómo quieres que lo sepa?

—La he cogido en la celda de la señora M… a la que hemos ejecutado esta mañana.

* * *

¡Oh, claro! Paul Claudel, por ejemplo, diría que no conviene revelar estas verdades, que podrían ser perjudiciales para las personas honradas. Yo creo que el mayor favor que se les puede hacer es, justamente, prevenirles contra los imbéciles o los canallas que hoy en día explotan con cinismo el gran miedo, el Gran Miedo de los Bien Pensantes. Esos pequeños miserables, que vemos brotar como hongos sobre la desesperación de las clases dirigentes claudicantes, una proliferación que ha puesto en evidencia el abyecto y ridículo asunto del CSAR, se cuchichean unos a otros la consigna de la próxima carnicería: «Fuera escrúpulos. ¡Salvemos el pellejo!». Las clases dirigentes han cometido ya muchas injusticias. Me gustaría que lo reconociesen antes de dejarse arrastrar por unos aventureros a una refriega en la que tienen muy pocas posibilidades de salvar el pellejo y las riquezas, pero con toda seguridad perderán el honor. ¿Mi franqueza les compromete? Lo admito. Pero nunca les comprometerá tanto como lo han hecho ellas mismas al declararse ciegamente solidarias de una represión equívoca, de la que cabe decir, como mínimo, que no sabemos a quién beneficiará, en España o en el extranjero.

En realidad me gustaría que tuviesen razón, que, incapaces de correr la gran aventura detrás de un Mussolini o un Hitler, y al no poder contar más que con unos politiquillos mediocres o unos descerebrados sin vergüenza, hubiesen decidido arreglárselas solas con un coste mínimo y reunir un fondo para comprar a varios generales en apuros y encargarles la depuración de mi país, probablemente demasiado rico en hombres; ¿no deberían ocultar sus planes? «¡Pero si nunca han hecho esos planes!». Supongamos que no. Entonces han conseguido que todos crean exactamente lo contrario. Incluso han gastado para ello mucho dinero. Me estoy imaginando el diálogo entre algún solemne imbécil, representante de las clases dirigentes claudicantes, y los directores de periódicos de derechas convocados en su despacho:

—¡Señores, no se nos comprende! La prensa de izquierdas ha lanzado una campaña de calumnias contra nosotros. Nos acusan de estar dispuestos a defender nuestros privilegios con la violencia, a nosotros, que siempre nos hemos declarado partidarios de la unión de las clases sociales bajo el respeto escrupuloso a la Ley. A nosotros, educados en la religión del sufragio universal, las huestes de Moscú nos acusan de pactar con la dictadura. Fanáticos de la libertad de conciencia, pretenden acusarnos de querer resucitar la Inquisición. Fieles lectores de Eugène Sue, dicen que tenemos envenenadores a sueldo, como los jesuitas que denuncia el gran escritor. Excombatientes y patriotas, que somos capaces de quebrantar la fraternidad de las trincheras. ¡Qué digo, señores! ¡Nacionalistas, o mejor dicho nacionales, nacionales como el palacio de Versalles o la Legión de Honor, que pactamos con el extranjero, nos armamos a su costa y estamos dispuestos a luchar a su lado contra nuestros hermanos! Unos miserables incluso propagan la especie de que no vacilaríamos en hacer que los andrajosos de Abd el-Krim fusilaran a los obreros franceses. Señores, ha llegado el momento de reaccionar. En nombre de las clases dirigentes claudicantes, a las que tengo el honor de representar, empezad inmediatamente una sonora campaña a favor del general Franco, que hace exactamente lo que dicen que queremos hacer nosotros. Una espada de honor para ese militar estaría bien. Los monárquicos nos han prometido la de Enrique IV, pero ese monarca, pacificador de los franceses, no nos comprometería lo suficiente. Sabemos, por otro lado, que la policía española y la italiana están montando una pequeña y linda empresa de provocación llamada CSAR. Cuando esas policías quemen a sus agentes, lo que por supuesto no tardará en ocurrir, ¡cuidado! ¡No cometáis la torpeza de sacarnos del apuro! Afirmad cada mañana que la Cagoule no existe: nadie tendrá ya dudas de que son de los nuestros. Nuestras clases dirigentes claudicantes no pueden perder una ocasión tan buena de batir el récord de impopularidad. Por añadidura, una carta colectiva del episcopado francés a favor del CSAR, calcada de la de los obispos españoles, tampoco vendría nada mal. En fin, señores, ánimo, pónganse manos a la obra y por una vez no discutiremos el precio.

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Las derechas españolas no fueron tan estúpidas, es justo reconocerlo. Me diréis que no tuvieron tiempo de reflexionar. ¿Acaso me tomáis por imbécil? Entre las elecciones de marzo y el pronunciamiento del 19 de julio pasaron tres meses y medio. Hasta un niño comprendería que doce tristes semanas no habrían bastado para organizar una sublevación de la Guardia Civil y el ejército. A menos que penséis que el general Franco se limitó a avisar a sus cómplices por telegrama: «Mañana me sublevo. ¿Qué decide usted?». Un telegrama sin cifrar, por supuesto, con respuesta pagada. ¡Seguro que a Hitler y Mussolini les avisó por teléfono desde las Canarias, el día del asesinato de Calvo Sotelo! También me gustaría creer que hasta el último momento al episcopado lo habían mantenido en la ignorancia de lo que preparaban tantos personajes que le eran familiares, y que al parecer no tenían mucha confianza en la discreción de Sus Ilustrísimas. Por otro lado, ¿por qué iban a defenderse de haber contribuido desde el principio, con su aliento y sus oraciones, a una guerra santa, «nuestra santa guerra»? ¿Qué tenía de malo?

No, las derechas españolas no fueron tan estúpidas. Hasta el último momento se declararon contrarias a toda clase de violencia. La Falange, convicta de purgar a sus adversarios con aceite de ricino, todavía el 19 de julio de 1936 estaba tan mal vista que cuando la misma mañana del golpe de estado mataron casi delante de mí a un joven falangista de diecisiete años apellidado Barbará, el personaje al que las conveniencias me obligan a llamar Su Ilustrísima, el obispo de Mallorca, después de pensarse mucho si este violento merecía exequias religiosas —el que a hierro mata a hierro muere—, se conformó con prohibir que sus sacerdotes se presentaran en el oficio con sobrepelliz. Seis semanas después, cuando llevaba a mi hijo en moto a los puestos avanzados, me encontré al hermano del muerto tendido en la carretera de Porto Cristo, ya frío, bajo un sudario de moscas. La antevíspera los italianos habían sacado de la cama en medio de la noche a doscientos vecinos de este pueblo cercano a Manacor, considerados sospechosos, les habían llevado por hornadas al cementerio, les habían ejecutado con un tiro en la cabeza y habían quemado los montones de cadáveres cerca de allí. El personaje a quien las conveniencias me obligan a llamar obispo-arzobispo había mandado al lugar a uno de sus curas que, chapoteando entre la sangre, impartía absoluciones entre descarga y descarga. No me extiendo más sobre esta función religiosa y militar para no herir, en lo posible, la susceptibilidad de los heroicos contrarrevolucionarios franceses, sin duda hermanos de los que vimos, mi mujer y yo, huir de la isla a la primera amenaza de una hipotética invasión, como cobardes. Me limito a observar que esta matanza de miserables indefensos no arrancó ni una palabra de condena, ni siquiera la más inofensiva reserva de las autoridades eclesiásticas, que se conformaron con organizar procesiones de acción de gracias. Como podéis suponer, a esas alturas cualquier alusión al aceite de ricino se habría considerado inoportuna. Al segundo Barbará le hicieron exequias solemnes, el ayuntamiento decidió dar el nombre de los hermanos a una de sus calles y la nueva placa fue inaugurada y bendecida por el personaje a quien las conveniencias me siguen obligando a llamar Su Ilustrísima el obispo-arzobispo de Palma.

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Seguro que estas verdades escandalizarán a un reducido número de almas sinceras. Pero las desgracias que anuncio les escandalizarán cien veces más. La Cruzada dura ya dos años, de modo que no me pueden acusar de apresuramiento cuando pinto su verdadero rostro, el que he visto yo, no otro. ¿No serán los apologistas quienes se han apresurado un poco? ¿El mero hecho de su prolongación no demuestra que desconocían su verdadero carácter? Hace quince meses, de creer a un pobre destajista del periodismo como, por ejemplo, Héricourt, los aviones de Pierre Cot se bastaban para detener el exterminio fulminante de un puñado de saqueadores de iglesias que por su parte, a la primera ráfaga de ametralladora, huían como conejos. ¿Por qué el esfuerzo combinado de Alemania e Italia no ha cosechado aún la victoria decisiva que Queipo de Llano anuncia todas las tardes en su charla?

—Es que España estaba más gangrenada de lo que pensábamos.

—Sea. Pero ¿no es la misma España que en 1934 dio a vuestra CEDA católica la mayoría en las Cortes? ¿Así que en vez de avanzar, retrocedéis?

—Nos lo temíamos.

—Entonces vuestros métodos no valen mucho.

De ser cierto que una operación tan sangrienta no ha dado a este desdichado país ni un solo cristiano más, ¿no tendré razón al preveniros contra los escritores italianos en lengua francesa que nos incitan a lanzarnos, también nosotros, a una cruzada en pos de unos jefes que se parecen como hermanos a los iniciadores del Movimiento? Pero no se trata de un cristiano más o menos. Temo algo mucho peor para la Iglesia. El episcopado español, evidentemente, creyó que tenía la sartén por el mango tras la toma de Bilbao. ¿Se equivocó, sí o no? Si Sus Ilustrísimas me hubieran preguntado en ese momento, les habría contestado: «Desconfiad. Ya tendrán tiempo. Ya tendrán tiempo de adherirse. Antes los eclesiásticos temían comprometerse con las monarquías frente a las poderosas repúblicas. Hoy son las democracias las que pueden comprometerles frente a las dictaduras. En realidad los reyes no se mostraron muy rencorosos. Me pregunto si las democracias serán tan buenecitas. Los pueblos no comprenden la ironía».

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El terror revolucionario en España no plantea ningún problema nuevo. Es evidente que en Cataluña, por ejemplo, la sublevación de la policía y el ejército dio paso a los asesinos. Imaginad que el gobernador militar de París encabeza un movimiento insurreccional. Si Chautemps, para defenderse, cometiera la imprudencia de armar a los hombres de la calle, ¿de qué fuerzas regulares dispondría, una vez reprimida la sedición, contra esos peligrosos colaboradores? La chusma es lo que es. La conocemos desde hace mucho. «Se trata de vencerla». Sin duda alguna, pero no podéis reprimirla a placer. Porque representáis el Orden y el Estado. ¡Qué le vamos a hacer! Ni el Orden ni el Estado os pertenecen. Son el legado de quienes ya no están, el patrimonio de quienes todavía no están. No vivís en vuestra casa sino en la casa común, bendecida por Cristo. Si la demoléis so pretexto de enterrar en los escombros a los que la saquean, ¿dónde dormirán vuestros hijos? Me temo que estas consideraciones os parecerán inspiradas por un idealismo insensato. Peor para vosotros. Deberían resultarles familiares a los monárquicos franceses si no se hubieran convertido en intelectuales mediocres, en filosofadores pelmazos. ¡Peor para ellos! El respeto de nuestros príncipes al viejo patrimonio de sus antepasados, su timidez a la hora de defenderlo contra su pueblo, esa mirada del día de la abdicación, esa mirada amorosa y calculadora, esa mirada del propietario legítimo posada en el último momento sobre tantas cosas preciosas, frágiles, que prefiere abandonar antes que abocarlas a la destrucción: fue en Mallorca donde, de pronto, comprendí su sentido. «¡Nosotros no somos tan tontos!», pensarán los mequetrefes realistas de la nueva generación maurrasiana.

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A quienes me reprochan mis críticas a los eclesiásticos que han pagado ya con tanta sangre sus errores y pecados, podría responderles que es difícil prevenirles de otra manera contra esos errores y pecados. Hoy es fácil afirmar que la Santa Inquisición no era más que una organización política al servicio de los reyes de España, pero hasta el más descarado bien pensante admitirá conmigo que sus contemporáneos no lo sospecharon. Si en el siglo XVI yo hubiera defendido esa tesis en la ilustre Universidad de Salamanca, por ejemplo, habrían considerado que mis ideas eran peligrosas y quizá me habrían quemado en la hoguera. Supongamos que la Cruzada acaba mal. En una futura historia de la Iglesia leeréis que la carta colectiva del episcopado español no fue más que un exceso de celo de Sus Ilustrísimas, una torpeza lamentable, que no afecta en absoluto a los principios. Por escribir lo mismo ahora voy a concitarme la desaprobación de Paul Claudel. Pues bien, estoy harto de esas tonterías. ¿Quién sabe? A lo mejor el autor de la futura historia de la Iglesia utilizará algún día estas modestas páginas para respaldar su argumentación, para demostrar que la opinión católica unánime no estaba con ellos.

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¿Queréis que os sea sincero? El Terror me parece inseparable de las revoluciones de desorden, porque de todas las fuerzas de destrucción el Terror es la que va más lejos, la que hiere más hondo, la que alcanza la raíz del alma. Cuando veo que vertéis ese ácido en un miembro de la cristiandad, aunque esté gangrenado, me siento con derecho a deciros que la vais a quemar entera, la vais a quemar hasta la última fibra, hasta el germen. Os aseguro que yo tampoco estoy por encima de las pasiones. Las provoco lo menos posible, por miedo a que me devoren. Pero las llamo por su nombre, las nombro. Comprendo muy bien que el espíritu del Miedo y el de la Venganza —aunque la segunda ¿no es acaso la última manifestación del Miedo?— inspiran la contrarrevolución española. No me sorprende en absoluto que ese espíritu la haya inspirado. El problema es que la siga sustentando. Por lo tanto escribo, en lenguaje claro, que el Terror habría agotado su fuerza hace mucho si la complicidad más o menos confesada, o incluso consciente, de los sacerdotes y los fieles no hubiera logrado darle un carácter religioso.

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Escribo estas líneas, repito, sin la menor intención de cautivar o convencer. No alardeo de dar lecciones de sabiduría a los demás, cuando no he sabido conducir irreprochablemente mi pobre vida. No os presento ningún plan de reorganización pergeñado mientras lleno la pipa. Es cierto que el espectáculo de la injusticia me apesadumbra, pero probablemente es porque me recuerda la injusticia de la que soy capaz. Si no fuera así, trataría de aguardar en paz, tomando ejemplo de los santos, nuestros padres, la llegada del Reino de Dios. Sí, aceptaría la injusticia, toda la injusticia, bastaría con que tuviera fuerza suficiente. Tal como soy, solo podría aceptarla por cobardía, a menos que adornara mi cobardía con un nombre favorecedor, como el de escepticismo, porque no me siento capaz de profanar el nombre divino de Caridad. Si tengo que cuestionar a la Iglesia, no será con el ridículo propósito de contribuir a reformarla. No creo que la Iglesia sea capaz de reformarse humanamente, por lo menos tal como lo entendían Lutero o Lamennais. No la quiero perfecta, está viva. Como el más humilde, como el más pobre de sus hijos, va renqueando de este mundo al otro; comete pecados, los expía, y si apartáis un momento la vista de sus pompas, la oiréis rezar y sollozar con nosotros en las tinieblas. ¿Cuestionarla, por qué?, me diréis. Pues porque siempre está en cuestión. Porque todo se lo debo a ella, todo me llega a través de ella. El escándalo que me llega de ella me ha herido en el fondo del alma, en la raíz misma de la esperanza. O mejor dicho, no hay más escándalo que el que ella da al mundo. Me defiendo de ese escándalo del único modo que sé, tratando de entender. ¿Me aconsejáis que dé la espalda? Quizá podría hacerlo, en efecto, pero no hablo en nombre de los santos, hablo en nombre de las buenas personas que se me parecen como hermanos. ¿Tenéis la custodia de los pecadores? Pues bien, el mundo está lleno de miserables a los que habéis decepcionado. A nadie se le ocurriría echaros en cara esta verdad si vosotros mismos estuvierais dispuestos a reconocerla humildemente. No os reprochan vuestros pecados. No es con vuestros pecados con lo que tropiezan, sino con vuestro orgullo. Seguramente contestaréis que, orgullosos o no, disponéis de los sacramentos que permiten alcanzar la vida eterna y no se los negáis a quien está en condiciones de recibirlos. Dios proveerá lo demás. ¿Qué más queréis?, me diréis. Nosotros, ay, querríamos amar.