A menudo me echan en cara que soy demasiado injurioso con las personas de derechas. Podría contestar que esas brutalidades son sistemáticas y de ellas espero una cartera en el futuro gobierno de Unión Nacional, al lado —por ejemplo— de Doriot. No conozco a Doriot. Nunca le he oído. Solo sé que habló en los Ambassadeurs con gran éxito. También sé que durante un breve paso por París, una insigne dama francesa cuyo nombre prefiero callar, como solo disponía de unas horas, exclamaba entre los aplausos de sus bellas amigas: «¡Vamos a ver a Doriot! Antes que nada, Doriot», y se mostraba entusiasmada con los legendarios tirantes de Doriot. «¡Qué temperamento! Tiene que cambiar de camiseta después de cada discurso. ¡Dicen que acaba con ella empapada, querida!». No creo que el antiguo dirigente de las Juventudes Comunistas sea capaz de grandes arrebatos poéticos, pero en fin, es posible que —tal vez sin darse cuenta— experimente algo parecido cuando desde el estrado vea ante sí las caras embobadas que antes había sobado vigorosamente con sus fuertes puños. En la época de Abd el-Krim todos esos necios y necias pensaban que el muchacho era un traidor a sueldo de Moscú. Todos ellos y ellas estarán dispuestos hoy a encomendarle el futuro de la Patria, si piensan que es lo bastante listo como para engañar a quienes antes eran sus amigos.
Pero yo no haré la brillante carrera de Doriot ni la de Millerand, ni tampoco la del Peregrino de la Paz[3]. Porque no desprecio a las personas de derechas, por lo menos con ese desprecio que tanto les gusta y con el que se crecen. En ellos, sin duda, se advierte un extraño complejo, en realidad fácil de explicar si se piensa en su excesiva preocupación por el qué dirán, por la respetabilidad —análoga al pudor físico de los anglosajones—, que no es pura hipocresía sino más bien el efecto de una timidez hereditaria cultivada por la educación, la reserva verbal, la muda complicidad de todos. La dignidad habitual de los bien pensantes, más que un alejamiento natural de la chusma, expresaría una defensa secreta y ansiosa contra una propensión cuya fuerza no se atreven a medir. Si tuviera tiempo de escribir una Fisiología del Bien Pensante, creo que haría hincapié en este aspecto. Se habla continuamente de burguesía. Pero es inútil dar ese nombre a unos tipos sociales muy distintos. Tardieu, por ejemplo, es un burgués —trescientos años de burguesía, como le gusta decir—. Por cada burgués de este tipo se hallarán mil buenas personas cuyos papás o abuelos, primos o primas, todavía andan arreando las vacas. No me burlo de ellos. Sabe Dios que preferiría la compañía de esos rumiantes a la del ministro de resplandeciente dentadura. Admitiréis conmigo, sin embargo, que no deja de ser curioso tropezarse a cada poco con unos buenos mozos que hablan de lucha de clases con crispación de meñiques, suspiros y ademanes exasperados, como si perteneciesen a no se sabe qué humanidad superior, cuando una apresurada adaptación ha convertido a la mayoría de ellos en seres socialmente apátridas. Estos mestizos pertenecen tanto a partidos de izquierdas como de derechas. Pero creo que los caracteres de la especie están más marcados en el bien pensante que se cree, o hace como que se cree, o intenta creerse heredero de una suerte de privilegio espiritual, y habla de su paquete de Shell o de Royal Dutch como un Montmorency de su patrimonio. Si solo pusieran a prueba la paciencia de las personas de la alta sociedad, que por lo demás se disponen a casarse con sus hijas en cuanto la cotización sea realmente favorable, no me preocuparía lo más mínimo, ¡líbreme Dios! Pero las personas de la alta sociedad son tan necias que hace tiempo los adoptaron, con la ilusión de acercarse al pueblo, de caminar con su tiempo, precepto común a todos los sedentarios. Acaso piensen que sus aliados son más sólidos, más resistentes. ¡Grave error! Por mucho que un ciudadano se vista de tweed en un buen sastre, se distinga con un cargo administrativo, incluso haya heredado de un padre ahorrador un inmueble de renta en el barrio de Ternes, un ascenso demasiado reciente a esa clase tan mal definida que se llama Burguesía (¿qué tendrá que ver con la burguesía fuertemente arraigada de la antigua Francia?) autoriza a atribuirle las taras y la fragilidad de la Edad Ingrata; esa edad ingrata acosada por las manías de la infancia y la edad adulta. Y la palabra ingrata es la adecuada en este caso: ¿a quién iban a mostrar gratitud estas personas? Se han hecho a sí mismas, dicen. Se sorprenderían mucho si les recordaran que también tienen deberes para con la clase de la que han salido, donde todavía apencan los suyos. ¿Acaso no es bastante el ejemplo y el ánimo que les dan? «¡Qué nos imiten! ¡Qué espabilen!». Si acaban de salir de las inmensas canteras de la miseria, ¿cómo no les va a atormentar el miedo a recaer en ellos? Si hay una revolución, el hombre linajudo solo teme, si acaso, por su cabeza. El pequeñoburgués teme por todo, depende por completo del orden establecido, el Orden Establecido al que ama como a sí mismo, porque ese establecimiento es el suyo. No esperéis que mire sin odio las gruesas manos negras que agarran los faldones de su lindo chaqué y tiran de él hacia atrás.
—¡Vuelve con nosotros, hermano!
—¡Quita de ahí, canalla, no sabes con quién estás hablado! ¡Socorro, querido duque! ¡Mi mujer puso una mesa petitoria junto a su esposa en el último rastrillo de las Damas Tradicionalistas del faubourg Saint-Honoré, cuya divisa es: Dios y mi Derecho!
* * *
¡Menudo anarquista está hecho, Bernanos! Diréis. ¿Por qué se empeña en privar a esa buena gente de una inocente satisfacción del amor propio, si están orgullosos de compartir con lo más selecto la defensa del Orden y la Religión? Sin duda. Pero yo también puedo tener mi opinión sobre el modo de defender el Orden y la Religión. En el reino animal, como en el humano, la lucha entre especies demasiado próximas adquiere enseguida caracteres de ferocidad. ¿Creéis que esa buena gente es más capaz que vosotros de comprender a otra buena gente que se le parece? Se parecen, en efecto, de ahí la gravedad del malentendido que los separa. Por el esfuerzo que hace un hombre para salir de su clase social se puede medir el poder de su reacción, a veces inconsciente, contra esa clase, su espíritu, sus costumbres, porque la avaricia por sí sola no puede explicar un sentimiento mucho más profundo, en cuya raíz se hallaría el recuerdo aún punzante de ciertas humillaciones, de ciertos sufrimientos de la infancia, heridas que varias generaciones no siempre acaban de cicatrizar. Quién no ha sonreído ante las quejas de la pequeño-burguesa enfrentada a su chacha: «¡Estas chicas no están hechas de la misma madera que nosotras, querida!». El sargento reenganchado siente la misma decepción ante el soldado de tropa, y si la opinión del vinatero sobre su clientela tampoco es muy halagüeña, la de su hijo, bachiller, será claramente pesimista.
La dejación de las verdaderas élites ha permitido que poco a poco, frente al proletariado obrero, se alzara un proletariado burgués. No tiene la estabilidad de la antigua burguesía, ni sus tradiciones familiares, ni mucho menos su honradez comercial. Los azares de la anarquía económica lo renuevan continuamente. ¿Cómo podríamos llamar a esa hornada de pequeños comerciantes cuyo número ha crecido desmesuradamente con la inflación de la posguerra, a pesar de las bajas causadas por las quiebras diarias? ¿Merecen siquiera el nombre de comerciantes? Antaño un comerciante solía ser un productor. Las dificultades de abastecimiento, la escasez de mercancías, su diversidad en una época en que no existía la fabricación en serie, las exigencias de una clientela acostumbrada a transmitirse de generación en generación los objetos domésticos más humildes, el control severo de la opinión provincial, el juego natural de las alianzas y las amistades, la obligación de cumplir, al menos en apariencia, los preceptos del Decálogo sobre el respeto a la propiedad ajena, hacían del negocio un arte. Hoy cualquier desharrapado puede alardear de pertenecer al gremio si ha alquilado una tienda y se apunta como décimo o vigésimo intermediario entre el industrial que se arruina para producir barato y el cliente imbécil cuyo destino es dejarse robar. No nos engañemos por el aspecto de un antro sórdido, con el escaparate carcomido y el cristal rajado que, cada vez que se abre la puerta con un tintineo de campanilla cascada, arroja sobre la acera un olor absurdo a cebollas y pis de gato. La observación de algunas telarañas, tejidas paradójicamente en rincones inaccesibles incluso a los moscardones, demuestra que la paciencia del que acecha acaba saliéndose con la suya. Es cierto que los escaparates demasiado brillantes espantan a los pobres diablos, que abrigan la ilusión —¡tan enternecedora, al fin y al cabo!— de que el pequeño comerciante practica el pequeño beneficio. La prueba de que esas trampas repelentes engordan al insecto que se agazapa en ellas es la asombrosa proliferación de tenderos después de la guerra, un fenómeno que podéis comprobar fácilmente con la lectura del Bottin[4]. ¡Oh!, sin duda, la quiebra acecha al acechador, que no se sacia todos los días. Pero aguantará hasta el final, aunque, por falta de crédito, tenga que abastecerse en los cubos de basura. No estoy exagerando. Imaginad, por ejemplo, que mañana se suspendiera el control oficial de las carnes vendidas en carnicerías. Por muy buen concepto que tengáis del detallista, habréis de admitir que enseguida, en el fondo tenebroso de las neveras, brotarán todas las floraciones de la podredumbre. Da igual si lo admitís o no: nosotros lo vimos. Vimos prosperar —lo vimos años atrás con nuestros propios ojos—, en las aldeas derruidas, bajo los obuses, al pequeño comerciante, libre por unos meses de la vigilancia distraída de los poderes públicos, de la envidia de sus colegas e incluso de los reproches de la clientela, porque, dicho sea entre nosotros, ¿qué reproches va a hacer el andrajoso combatiente de las trincheras? Éramos jóvenes, y muchas de esas personas tenían el pelo gris… También tenían hijas.
Les vimos. Tenían, como se suele decir, la sartén por el mango. Nuestra única venganza era que cuando venían mal dadas y se suspendía el abastecimiento, el hambre les obligaba a comer sus propias conservas, la sed a beber su vino pobre en alcohol pero rico en mohos y hongos. Se hinchaban entonces con una grasa mala que escurría en forma de sudor gris por sus abultados mofletes, mientras sorbían un bebistrajo con una risa desagradable en sus dientes sucios. Porque apenas disimulaban su desprecio hacia nosotros, abrevaban a los gendarmes a costa nuestra, deploraban nuestras malas costumbres y nunca se olvidaban, cada primavera, de exhibir en su escaparate, en previsión de la próxima ofensiva, unas horribles coronas mortuorias, probablemente fabricadas en las cárceles. Me diréis que el pudridero de las guerras siempre ha criado larvas como esas. Es que no les conocisteis. Nunca tuvisteis ocasión de beber con ellos el aguardiente de la amistad, con el cierre echado, entre su esposa atormentada por las varices y su hija de tufo intenso. Eran personas lamentablemente desprovistas de imaginación y por lo tanto poco dignas de lástima, pero tampoco se parecían a los saqueadores de cadáveres que antaño seguían a los ejércitos. ¡Qué va! Ellos no se arriesgarían a una descarga de fusilería ni a seis meses de cárcel. Estaban ansiosos de estimación pública, eran implacables con la chusma, severos con los jóvenes que malgastaban su dinero, con las mujeres que «no se respetaban», con los deudores infieles. No me preguntéis qué ha sido de ellos. Tampoco vamos a pensar que todos ellos murieran el día del armisticio, no. La inflación los vomita, la deflación se los traga. No los reconocéis, porque no se distinguen del rebaño. No eran monstruos. Solo las circunstancias eran monstruosas, y ellos las sufrían o, más bien, adaptaban a ellas las pocas ideas generales que tenían. Acomodaban sus almas a ellas. La prueba de que no tenían nada de aventureros ni de refractarios es que en cuanto ahorraban algo se establecían y casaban a sus hijas con notarios. Después pensaban en el pasado como un hombre piensa en el tiempo de su juventud, en sus amoríos. «¿Te acuerdas de esa partida de conserva de salmón rechazada por la Intendencia, que luego la compró bajo mano, a treinta céntimos la lata, una tras otra? Con eso ganamos quince mil francos». Se conformaban, eran conformistas, no aspiraban a otra cosa, solo esperaban tener posibles, como ellos dicen, reunir dinero suficiente. «Salimos de la Legalidad para entrar en el Derecho», afirmaba el tercer Bonaparte, que es uno de los tipos más curiosos de la Historia. Ellos también salían del Código aprovechando los bombardeos para entrar en la honradez, la decencia, lo que ellos llaman compostura. Por desgracia, las estadísticas, que prometen tantas maravillas, se desmayan en cuanto las presionan un poco, a semejanza de muchas personas de su sexo. No obstante, sería curioso saber cuántos de estos negociantes han vuelto a caer en el proletariado del que habían salido. Por mi parte, creo que ya están muy admitidos en las clases medias. El desprecio que sentían por su clientela militar lo dirigen ahora al conjunto de los «holgazanes» que peroran en los sindicatos en vez de hacer como ellos, trabajar cada cual para sí mismo, apañárselas. En cierto sentido, no se equivocan. No tienen tanto que temer de la dictadura del proletariado como de la organización de esta clase, de su acceso a la libertad, a la independencia, al honor. Todo se lo deben a la anarquía moral, mental y social del último siglo, a la decadencia de las élites, al sometimiento de los trabajadores. Si un régimen humano lograse incorporarlos a la nación, el absurdo prestigio del comercio, recuerdo de tiempos pasados, pronto sería un mal sueño; o bien el verdadero comercio ocuparía su lugar, que no es pequeño, a expensas de los intermediarios que exprimen la sustancia del pueblo y se abaten como piojos sobre cualquier industria liberadora. Cualquiera de nosotros ha tenido ocasión de conversar con un obrero especializado cuya cultura, evidentemente empírica, es la de un aprendiz de ingeniero. ¿No os parece injusto que el último imbécil que llegue, siempre que tenga medios para pagar la patente, pueda considerarse socialmente superior al primero porque consigue sacar beneficio de una mercancía cuyo precio inicial, demasiado bajo en relación con la enorme sobrecarga de comisiones, acaba siendo irrelevante?
El proletariado burgués, cuya semblanza acabo de trazar, no tiene tradición ni principios, pero tiene instinto. Ese instinto le avisa del peligro que corre y de que su suerte está unida a cualquier reforma social profunda, que le devolvería a la nada. Las personas de derechas, nacionales o clericales, se creyeron muy listas cuando le incorporaron en masa a las clases medias para que, en la famosa guerra por el orden, ocupara el lugar de la infantería. Prefiero decirles de una vez que así comprometen gravemente la causa que pretenden defender, porque supeditan a unos aliados que no tienen nada que perder, salvo a sí mismos, unas tradiciones valiosas e incluso el principio mismo del orden, pues lo único que cabe esperar de ellos es una resistencia ciega y rencorosa a cualquier cambio. Si hay un espectáculo que da ganas de vomitar, es el de los monárquicos franceses mendigando los servicios de la Democracia en su forma más baja y original, porque lo que hoy inunda las asociaciones llamadas nacionales es precisamente el público que agrada a los pioneros de la república radical, y esas famosas capas profundas sobre las que ha germinado.
* * *
Siempre hago esfuerzos por hablar sin ironía. De sobra sé que la ironía nunca ha conmovido el corazón de nadie. Ella misma, a menudo, no es más que el gemido de un corazón herido. Ahora se revela ante el mundo la tragedia sin principio ni fin, porque no tiene sentido ni meta. Por lo menos una meta confesable. La guerra de la desesperación, coartada sangrienta de los partidos reducidos a la impotencia, incapaces de crear nada, unos opuestos a toda vuelta atrás, otros a toda marcha hacia delante, pero unos y otros incapaces de definir o, simplemente, de concebir el atrás y el delante. Cada uno se limita a gritar con la mano en el corazón: «¡Mis intenciones! ¡Mis intenciones!». ¿Qué importa que vuestras intenciones sean buenas? Lo que hay que ver es quién las aprovecha. ¿Dónde están vuestras intenciones, entre nosotros, hombres de orden? Galopan por todos los caminos de la tierra. Vuestras buenas intenciones se han desbocado. Vuestras buenas intenciones se han vuelto locas. Es inútil, por mucho que silbéis no van a volver… El nacionalismo, por ejemplo, criado en la vieja e indulgente casa lorenesa de Maurice Barres, alimentado con una tinta preciosa, ¡qué recorrido ha hecho después, hasta Japón, hasta China! Los poderosos amos del oro y de la opinión universal enseguida se lo arrebataron a los filósofos y los poetas. ¡Mi Lorena! ¡Mi Provenza! ¡Mi Tierra! ¡Mis Muertos! Ellos decían: mis fosfatos, mi petróleo, mi hierro. Cuando tenía quince años, luchábamos contra el Individualismo. ¡Mala suerte! Ya había muerto. Cada nación de Europa tenía ya en el fondo de sus entrañas un pequeño estado totalitario bien formado. Si alguien ponía la oreja sobre su ombligo, seguramente oiría los latidos de su corazón… ¡Y el Liberalismo, Dios mío! ¡Cómo lo hemos vapuleado! Por desgracia, nuestros golpes no le afectaban. Velado por varios académicos con uniforme, esperaba en coma la hora de la muerte, que anunciaría el primer cañonazo de la guerra. En fin: nuestras intenciones eran puras, demasiado puras, demasiado inocentes. No teníamos que haberlas dejado salir solas. Ahora están muy gastadas.
No digo esto por el placer de poner en apuros a los Doctores. ¿Para qué? Es absurdo creer, con Jean-Jacques [Rousseau], que el hombre nace bueno. Nace capaz de hacer más bien que mal, más de lo que pueden imaginar los Moralistas, porque no fue creado a imagen de los Moralistas, sino a imagen de Dios. Y su sobornador no es solo la fuerza de desorden que lleva en su interior: instinto, deseo, comoquiera que lo llamemos. Su sobornador es el mayor de los ángeles, caído desde la cima más alta de los Cielos. La experiencia de la Historia, sin duda, es provechosa para los juristas y los políticos, pero el hombre sobrepasa siempre, por algún lado, las definiciones con que se pretende delimitarlo. Por lo menos el hombre del que estoy hablando. Ese no quiere la felicidad, como os gusta decir, quiere la Alegría, y su Alegría no es de este mundo o, por lo menos, no del todo. Sois libres, por supuesto, de creer únicamente en el Homo sapiens de los humanistas, pero entonces no podéis darle a la palabra el mismo significado que yo, porque vuestro orden, por ejemplo, no es el mío, vuestro desorden no es mi desorden, y lo que llamáis mal solo es falta de algo. El hueco dejado en el hombre, como la marca del sello en la cera. No digo que vuestras definiciones sean absurdas, pero no serán nunca comunes con las mías. Porque yo puedo recurrir a las vuestras, pero vosotros no podéis serviros de las mías. Que a veces, en otros tiempos —solo en otros tiempos—, os permitieron alcanzar la grandeza, porque vuestras civilizaciones se hunden justo cuando creéis que son inmortales, como esos niños portentosos que son portadores del germen fatal y no pasan de la adolescencia. Entonces tenéis que dejar sitio a los escribidores, que reflexionan durante siglos sobre el desastre y se prodigan en explicaciones de los porqués y los cornos. No haréis nada duradero para la felicidad de los hombres porque no tenéis la menor idea de su desdicha. ¿Me he explicado bien? Porque nuestra parte de felicidad, nuestra miserable felicidad, es en todo terrenal, volverá a la tierra con nosotros el último día; pero la esencia de nuestra desdicha es sobrenatural. Los que se hacen una idea clara y distinta de esa desdicha, a la manera cartesiana, no soportan su peso solos. Al contrario. Incluso se podría decir que el mayor infortunio es soportar la injusticia, no sufrirla. «¡Soportáis sin comprender!», gritaba el viejo Drumont.
Allá en Mallorca vi pasar por la Rambla unos camiones repletos de hombres. Rodaban con estruendo a ras de las terrazas multicolores, recién fregadas y chorreando, con su alegre murmullo de verbena. Los camiones estaban grises por el polvo de las carreteras, grises también los hombres sentados de cuatro en cuatro, con las gorras grises ladeadas y las manos extendidas sobre los pantalones de dril, muy formales. Los sacaban todas las noches de los caseríos perdidos, cuando volvían del campo; partían para su último viaje, con la camisa pegada a los hombros por el sudor, los brazos aún cargados del trabajo del día, dejando la sopa servida en la mesa y a una mujer que llega demasiado tarde a la entrada del jardín, sofocada, con un hatillo envuelto en el paño nuevo: ¡Adiós! ¡Recuerdos!
Se nos está poniendo sentimental, me dicen. ¡Dios me libre! Simplemente repito, nunca me cansaré de repetir que esas personas no habían matado ni herido a nadie. Eran campesinos semejantes a los que conocéis, o más bien a los que conocían vuestros padres, y a los que vuestros padres estrecharon la mano, porque se parecían mucho a aquellos insumisos de nuestros pueblos franceses adoctrinados por la propaganda de Gambetta, a aquellos viñadores del Var, a quienes Georges Clemenceau, el viejo cínico, llevaba antaño el mensaje de la Ciencia y el Progreso Humano. Pensad que acababan de tenerla, su república —¡Viva la República!—, que todavía, la noche del 18 de julio de 1936, era el régimen legal reconocido por todos, aclamado por los militares, aprobado por los farmacéuticos, médicos, maestros, en suma, por todos los intelectuales. «No hay duda de que eran buenas personas, en efecto —replicarán seguramente los obispos españoles—, porque la mayoría de esos desdichados se convirtieron in extremis. Según nuestro Venerable Hermano de Mallorca, solo el diez por ciento de esos queridos hijos rechazaron los sacramentos antes de ser despachados por nuestros buenos militares». Es un porcentaje alto, lo reconozco, y dice mucho del celo de su Eminencia. ¡Que Dios se lo pague! No voy a juzgar, al menos por ahora, esta forma de apostolado. Pero suponiendo que se adopte próximamente a este lado de la frontera, reconoceréis que tengo derecho a preguntarme lo que podemos esperar los católicos franceses. Escribo estas últimas páginas en Toulon. Supongamos, por ejemplo, que al volver de Salamanca, adonde Charles Maurras no dejará de acudir un día de estos para saludar al generalísimo Franco, el autor de Antinea emprende la depuración preventiva de su ciudad natal. Dudo que el cura de Martigues pueda esperar unos resultados tan consoladores. De modo que probablemente convendrá ser más rigurosos.
No supondréis que crea a Maurras capaz ni mucho menos de exterminar a la población de Martigues. Seguirá repartiendo sus laboriosas jornadas entre la calle Vernueil, la imprenta del Croissant y —eso espero— la Academia, cuyas puertas acaban de abrírsele a causa de sus clamorosos encarcelamientos. Y entre dos puertas del palacio Mazarino se le oirá hablarle al duque de La Forcé, lamentablemente distraído por la corriente de aire, de una Francia no menos imaginaria y poética que la Provenza de Mistral y cuyo destino es acabar como ella, en un museo, un museo maurrasiano. A su pensamiento, más atormentado que violento —obsesionado continuamente por la objeción y, en su ansia violenta por alcanzarla, por dominarla, manipulado demasiadas veces por ella—, le hacía falta el estímulo de la soledad, en la que se habría fortalecido una voluntad patética que toda acción real podría aflojar, que todo contacto humano estorba, esa especie de obstinación misteriosa cuyo principio debería buscarse en lo más profundo del alma, en la parte reservada del alma adonde solo llega la mirada de Dios. Ninguno de los que antes le honraron dejará hoy de apenarse al oírle repetir los temas más manidos del Orden Moral, hablar el idioma del 16 de Mayo. Los grandes razonadores siempre han tenido la debilidad de creer en la opinión común y confiar en seducirla. Pero al final es ella la que los devora. Por lo demás, temo que Maurras, en el umbral de la vejez, se deje engañar por supuestas superioridades sociales cuya peor impostura es proclamarse solidarias de la antigua Francia, cuando solo son sus desechos, unos desechos que el vigoroso organismo de antes seguramente habría eliminado a su debido tiempo. Ojalá la Academia le depare al veterano de la controversia una jubilación decente, llena de sombra y de silencio, adornada con las pálidas flores de la retórica, aunque sinceramente habríamos preferido para él un humilde huerto de presbiterio provenzal. La admiración de los imbéciles no habrá contribuido a su gloria. Se ha disuelto en ella como una perla en el vinagre.
No lo encuentro nada extraño. Al fin y al cabo, cualquiera de nosotros tiene que hallar, tarde o temprano, los fermentos que vencerán su resistencia, y esos fermentos no son los mismos para todo el mundo. El autor de Antinea debe de tener más de setenta años, y a esa edad sabe Dios lo que quedará de mí, aunque todavía me tenga en pie, porque solo una mediocridad extrema nos permite durar tanto como nuestras vísceras, morir con nuestro último aliento. Muchas veces he pensado que el destino de un hombre público debe considerarse cerrado cuando ya parezca que se han fijado por adelantado las formalidades de sus exequias. Con perdón de Maurras, sabemos que las suyas serán una gran manifestación de unión nacional con los corifeos habituales —Jean Renaud, Doriot, Taittinger, Bailby, Chiappe, Tardieu y otros—. También se verán sombras: Jacques Piou, Déroulède, Clemenceau, qué sé yo… ¿Por qué no Ribot o Jonnart? Pero no estarán Drumont ni Péguy; ni yo.
… Ni yo, porque si estoy vivo, ese día mi sitio estará en alguna de las iglesias de París cuya gran sombra dulce vio surgir tantas veces, al despuntar el alba, con el ruido de los coches lecheros, el viejo hombre inflexible, terminado su trabajo y llevando en el bolsillo de su legendario gabán su periódico recién hecho, en el que mezclaba las más altas lecciones de la Historia con sus rencores literarios o domésticos. Si estoy muerto, espero ir a esperarle a la puerta que desconozco, aunque seguramente nos bastaría con extender la mano para rozar con los dedos su umbral tan cercano, su umbral sagrado. El cadáver del ilustre escritor, helado ya, recibirá más abajo los servicios de Borniol y los homenajes de otros veinte mil Bornioles políticos y patriotas, veinte mil Bornioles machos o hembras, con sus insignias, sus oriflamas, sus cánticos guerreros, veinte mil Bornioles que, de generación en generación, desde hace un siglo, llevan gravemente en la tierra, al son de «La Marsellesa», las esperanzas de la Patria.
… Pero qué Paz en las alturas…