«¡He jurado emocionaros, ya sintáis amistad o ira, da lo mismo!». Así hablaba yo antes, en la época de La Grande Peur, hace siete largos años. Ahora no me preocupo demasiado de emocionar, al menos provocando ira. La ira de los imbéciles siempre me dio tristeza, pero hoy más bien me espantaría. En todo el mundo retumba esa ira. ¿Qué cabía esperar? Lo único que pedían era no entender nada e incluso se juntaban varios para ello, porque el hombre es incapaz de ser necio o malvado él solo, condición misteriosa reservada seguramente al proscrito. Al no entender nada se juntaban, no con arreglo a sus afinidades particulares, demasiado débiles, sino según la modesta función que debían al nacimiento o al azar y ocupaba por entero su pequeña vida. Porque las clases medias son casi las únicas que proporcionan al verdadero imbécil. La superior se arroga el monopolio de una clase de idiotez perfectamente inutilizable, una idiotez de lujo, y la inferior no pasa de unos toscos y a veces admirables esbozos de animalidad.
Fue una insensata temeridad desarraigar a los imbéciles, verdad vislumbrada por Maurice Barrès. Una colonia de imbéciles fuertemente aferrada a su terruño natal como un banco de mejillones a la roca puede resultar inofensiva, e incluso brindar al estado y a la industria un material valioso. El imbécil, de entrada, es un ser de costumbres e ideas preconcebidas. Si se le saca de su ambiente, guarda entre sus dos valvas fuertemente apretadas el agua del charco que lo ha alimentado. Pero la vida moderna, no contenta con transportar de un lado a otro a los imbéciles, los mezcla con una suerte de furor. La máquina gigantesca, al máximo de revoluciones, los traga por miles y los disemina por el mundo, a merced de sus enormes caprichos. Ninguna sociedad distinta de la nuestra ha hecho un consumo tan prodigioso de estos desdichados. Lo mismo que Napoleón a los Marie-Louise[1] del campo francés, los devora cuando su concha aún está blanda y ni siquiera, les deja madurar. Sabe perfectamente que con la edad y el grado de experiencia que es capaz de alcanzar, el imbécil se forja una sabiduría imbécil que lo volvería coriáceo.
Lamento expresarme tan naturalmente con imágenes. Desearía con toda mi alma hacer estas reflexiones tan sencillas en un idioma sencillo, como ellas. Pero entonces no se comprenderían. Para empezar a vislumbrar una verdad cuya evidencia se nos presenta a diario, es preciso hacer un esfuerzo del que pocos hombres son capaces. Confesad, por lo tanto, que la sencillez os repugna, que os da vergüenza. Lo que llamáis con ese nombre es justamente lo contrario. Sois fáciles, y no sencillos. Las conciencias fáciles son también las más complicadas. ¿Por qué no iba a ser igual con las inteligencias? A lo largo de los siglos, los Maestros, los Maestros de nuestra especie, nuestros Maestros han abierto las grandes avenidas de la mente que van de certeza en certeza, los caminos reales. ¿Qué os importan a vosotros los caminos reales si vuestro pensamiento es oblicuo? A veces el azar os lleva a alguno de ellos y no lo reconocéis. Por eso nuestro corazón se encogía de angustia cuando una noche, al salir del laberinto de las trincheras, sentíamos de repente, bajo nuestras suelas, el suelo aún firme de uno de los caminos de antaño, apenas visible bajo la capa de hierbas, el camino lleno de silencio, el camino muerto por el que un día resonaron los pasos de los hombres.
La verdad es que la ira de los imbéciles llena el mundo. Reíd si queréis: de ella no se librará nada ni nadie, es incapaz de perdonar. Evidentemente, los doctrinarios de derechas e izquierdas, como es su oficio, seguirán clasificando a los imbéciles, denominarán sus especies y géneros, definirán cada grupo según las pasiones y los intereses de los individuos que los componen, su ideología particular. Para ellos no es más que un juego. Pero estas clasificaciones responden tan poco a la realidad que el uso reduce implacablemente su número. Es evidente que la proliferación de partidos halaga ante todo la vanidad de los imbéciles. Les da la impresión de que escogen. Cualquier dependiente os dirá que el público atraído por la exposición del género de temporada, una vez saciado de mercancías y después de haber puesto a prueba los nervios del personal, pasa por la misma caja. Hemos visto nacer y morir gran cantidad de partidos, porque son casi el único medio de que dispone cada periódico de opinión para retener a su clientela. No obstante, este método de desmenuzamiento choca con la desconfianza natural de los imbéciles, y el rebaño inquieto se recompone continuamente. Cuando las circunstancias, y en especial las necesidades electorales, aconsejan un sistema de alianzas, esos desdichados olvidan de inmediato las distinciones que, por otro lado, habían hecho solo a duras penas. Ellos mismos se reparten en dos grupos, y así la difícil operación mental que se les plantea queda reducida al mínimo, pues ya solo tienen que pensar contra el adversario, lo cual les permite utilizar su programa marcado simplemente con el signo negativo. Por eso les hemos visto aceptar a regañadientes unas designaciones tan complicadas como, por ejemplo, monárquicos o republicanos. Clerical o anticlerical gusta más, porque las dos palabras solo significan «a favor» o «en contra» de los curas. Conviene añadir que el prefijo «anti» no pertenece a nadie en particular, porque si el hombre de izquierdas es anticlerical, el hombre de derechas es antimasón o antidreyfusista.
A los empresarios de prensa que manosearon estos eslóganes hasta la saciedad seguramente les gustaría oírme decir que no distingo entre ideologías, que todas me desagradan por igual. Pues no: sé mejor que nadie lo que un chico de veinte años puede dar de sí, de la sustancia de su alma, a esas toscas creaciones del espíritu partidista que guardan tanto parecido con una opinión auténtica como ciertas bolsas marinas con un animal —una ventosa para chupar y otra para evacuar, la boca y el ano que incluso, en algunos pólipos, forman una sola—. Pero ¡a quién no entrega su alma la juventud! A veces la arroja a manos llenas, en los burdeles. Como esas moscas tornasoladas con reflejos azules y dorados, pintadas con más esmero que las estampas de misal, los primeros amores rondan los cadáveres.
¿Qué cabía esperar? Ni siquiera creo en la relativa ventaja de las coaliciones de ignorancia y de ideas preconcebidas. La condición indispensable para pasar realmente a la acción es conocerse a sí mismo, saber de qué se es capaz. Ahora bien, estas personas se juntan únicamente para sumar los pocos motivos que tienen para sentirse superiores a los demás. ¿Qué más da, entonces, la causa que pretenden defender? Solo Dios sabe, por ejemplo, lo que le cuesta al resto del mundo el exiguo ganado santurrón mantenido con gran esfuerzo por una literatura especial, difundida en miles de ejemplares por toda la superficie de la tierra y que se diría hecha para desanimar a los descreídos de buena voluntad. No les deseo ningún mal a los santurrones, solo querría que no me machacarais los oídos con su presunta ingenuidad. Preguntad al primer cura que os encontréis y, si el hombre es sincero, os dirá que nadie está tan alejado como ellos del espíritu de la infancia, de su clarividencia sobrenatural, de su generosidad. Son intrigantes de la devoción, y los gordos canónigos literarios que atiborran a estas larvas con la miel que liban en los ramilletes espirituales tampoco son unos ingenuos.
La ira de los imbéciles llena el mundo. Es fácil de entender que la Providencia, que los hizo sedentarios, tenía buenas razones para ello. Ahora vuestros trenes rápidos, vuestros automóviles y vuestros aviones los transportan con la rapidez del rayo. Cada pequeña población de Francia tenía sus dos o tres clanes de imbéciles, perfectamente descritos con los famosos «Arroz y Ciruelas» de Tartarín en los Alpes. Vuestro profundo error es creer que la tontería es inofensiva, o por lo menos que hay formas inofensivas de tontería. La tontería no tiene más fuerza viva que una carroñada de 36, pero cuando se pone en movimiento arrambla con todo. ¿Cómo es posible, si ninguno de vosotros ignora de lo que es capaz el odio paciente y vigilante de los mediocres, que disperséis su semilla a los cuatro vientos? Porque si las máquinas os permiten intercambiar a vuestros imbéciles no solo de ciudad en ciudad y de provincia en provincia, sino de nación en nación o incluso de continente en continente, las democracias toman de esos desdichados la materia de sus supuestas opiniones públicas. De modo que gracias a los desvelos de una prensa inmensa, que machaca continuamente con unos cuantos asuntos simplones, la rivalidad de los «Ciruelas y Arroz» toma un cariz universal que Alphonse Daudet, sin duda, no había imaginado.
Pero ¿quién lee hoy en día Tartarín en los Alpes? Más valdrá recordar que el gentil poeta provenzal, que tantas veces elevó a un rango superior, por encima de sí mismo, la consumación del dolor y el genio de la simpatía, reúne en un albergue de montaña a una docena de imbéciles. El glaciar está ahí al lado, suspendido en el azul inmenso. Nadie se acuerda de él. Tras varios días de falsa cordialidad, recelos y hastío, los pobres diablos encuentran un modo de dar rienda suelta a la vez a su instinto gregario y al sordo rencor que los corroe. El partido de los Estreñidos exige ciruelas pasas de postre. El de los Sueltos, como es lógico, pide arroz. A partir de entonces desaparecen las disputas personales y cunde la concordia entre los miembros de cada facción rival. No es difícil imaginar, entre bastidores, a un aficionado ingenioso y perverso, seguramente vendedor de arroz o de ciruelas pasas, sugiriendo a esos miserables una mística adecuada al estado de sus intestinos. Pero tal personaje sobra. La tontería no inventa nada; para sus fines, sus fines de tontería, se sirve admirablemente de todo lo que le brinda el azar. Y por un fenómeno, ay, mucho más misterioso, la veréis situarse por sí misma a la medida de los hombres, las circunstancias o las doctrinas que provocan su monstruosa capacidad de entontecimiento. Napoleón, cuando estaba en Santa Helena, presumía de haberse aprovechado de los imbéciles. Al final fueron los imbéciles quienes se aprovecharon de Napoleón. No solo, como cabría pensar, porque se volvieran bonapartistas. También porque la religión del Gran Hombre, adaptada poco a poco al gusto de las democracias, produjo ese patriotismo bobalicón que todavía tiene tanto poder sobre sus glándulas, un patriotismo que nunca conocieron sus antepasados y cuya cordial insolencia, con su trasfondo de odio, duda y envidia, se expresa —si bien con desigual fortuna— en las canciones de Déroulède y en los poemas guerreros de Paul Claudel.
¿Os aburre que hable tanto de los imbéciles? Más me cuesta a mí hacerlo. Pero es que quiero convenceros de algo: a hierro y fuego nunca acabaréis con los imbéciles. Porque, repito, ellos no inventaron el hierro, ni el fuego, ni los gases, pero utilizan a la perfección todo lo que les evita el único esfuerzo del que son realmente incapaces, el de pensar por sí mismos. ¡Prefieren matar a tener que pensar, eso es lo malo! Y vosotros les proporcionáis mecánicas. La mecánica está hecha para ellos. Mientras llega la máquina de pensar que están esperando, que exigen, que está al llegar, se conformarán gustosamente con la máquina de matar, incluso les va como un guante. Hemos industrializado la guerra para ponerla a su alcance. A su alcance está, en efecto.
Si no es así, ¿cómo me explicáis por qué arte de magia se ha vuelto tan fácil convertir a un tendero, un pasante de agente de bolsa, un abogado o un cura en un soldado? Lo mismo aquí que en Alemania, en Inglaterra o en Japón. Es muy sencillo: extendéis el delantal y cae un héroe dentro. No blasfemaré contra los muertos. Pero el mundo conoció un tiempo en que la vocación militar era la más respetada después de la del sacerdote, y apenas le iba a la zaga en dignidad. Vuestra civilización capitalista no se distingue precisamente por alentar el sacrificio, da prioridad absoluta a lo económico; y no deja de ser extraño que, en estas condiciones, disponga de tantos hombres de guerra como uniformes pueden proveer sus fábricas…
Hombres de guerra como seguramente no se han visto nunca. Los tomáis de la oficina, del taller, sin que rechisten. Les dais un billete al Infierno con el sello de la oficina de reclutamiento y unas botas nuevas que suelen calar. El último estímulo, el supremo saludo de la patria, consiste en una mirada huraña del brigada reenganchado del almacén de vestuario, que les llama tarados. A continuación se apresuran hacia la estación un poco achispados, pero cuidando de no perder el tren al Infierno, lo mismo que si fueran a comer en familia, un domingo, a Bois-Colombes o a Viroflay. Solo que esta vez bajarán en la estación Infierno. Un año, dos años, cuatro años, el tiempo que haga falta, hasta el vencimiento del billete circular que les ha dado el gobierno, recorren el país bajo una lluvia de fundición de acero, procurando no comer sin permiso el chocolate de los víveres de reserva, o atentos a un descuido de su compañero para birlarle el paquete de vendas que les falta. El día del ataque, con una bala en la barriga, corretean como pollos de perdiz hasta el puesto de socorro, se acuestan sudorosos en la camilla y se despiertan en el hospital, de donde salen poco después tan dócilmente como entraron, con una palmada cariñosa del médico militar, un buen tipo… Luego regresan al Infierno, en un vagón sin cristales, rumiando de estación en estación el vino agrio y el queso o deletreando a la luz del quinqué la hoja de ruta llena de signos misteriosos, no muy seguros de estar en regla. El día de la Victoria… ¡caray, el día de la victoria esperan volver a su casa!
En realidad no vuelven, por el famoso motivo de que «el Armisticio no es la Paz» y hay que darles tiempo para que se den cuenta. El plazo de un año ha parecido conveniente. Habrían bastado ocho días. Habrían bastado ocho días para demostrarles a los soldados de la gran guerra que una victoria es una cosa que se mira de lejos, como la hija del coronel o la tumba del Emperador, en los Inválidos; que un vencedor, si quiere vivir tranquilo, solo tiene que entregar sus galones de vencedor. De modo que volvieron a la fábrica, a la oficina, tan dóciles como salieron. Algunos incluso tuvieron la suerte de encontrarse en el pantalón de antes de la guerra una docena de bonos de su figón, el figón de antes, a veinte céntimos la comida. Pero el nuevo figonero no quiso saber nada.
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Me diréis que esas personas eran santos. No, os lo aseguro, no eran santos. Eran resignados. En todos los hombres hay una enorme capacidad de resignación, el hombre es resignado por naturaleza. Por eso dura. Porque, bien pensado, de otro modo el animal lógico no habría soportado ser el juguete de las cosas. Hace milenios que el último de ellos se habría roto la cabeza contra los muros de su cueva, maldiciendo su suerte. Los santos no se resignan, por lo menos tal como lo entiende el mundo. Si sufren en silencio las injusticias que soliviantan a los mediocres, es para dirigir con más ímpetu contra la Injusticia, contra su rostro de bronce, todas las fuerzas de su alma grande. Las iras, hijas de la desesperación, se arrastran y retuercen como gusanos. La oración, al cabo, es la única rebelión que se mantiene firme.
El hombre es resignado por naturaleza. El hombre moderno más que los otros, debido a la soledad extrema en que le deja una sociedad que apenas conoce entre los seres relaciones que no sean de dinero. Pero estaríamos muy equivocados si creyéramos que esta resignación lo convierte en un animal inofensivo. La resignación concentra en él unos venenos que lo mantienen listo, llegado el momento, para toda suerte de violencias. El pueblo de las democracias no es más que una muchedumbre, una muchedumbre a la que mantienen perpetuamente en vilo el Orador invisible, las voces que llegan de todos los rincones de la tierra, voces que muerden sus entrañas y atacan sus nervios porque hablan el idioma mismo de sus deseos, sus odios, sus terrores. Verdad es que las democracias parlamentarias, más excitadas, carecen de temperamento. Las dictatoriales tienen fuego en las entrañas. Las democracias imperiales son democracias en celo.
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La ira de los imbéciles llena el mundo. En su ira, la idea de redención les atormenta, porque está en el fondo de toda esperanza humana. Es el mismo instinto que arrojó a Europa contra Asia en el tiempo de las Cruzadas. Pero entonces Europa era cristiana, los imbéciles pertenecían a la cristiandad. Ahora bien, un cristiano puede ser cualquier cosa, un bruto, un idiota o un loco, pero de ninguna manera puede ser un imbécil. Me refiero a los cristianos que han nacido cristianos, cristianos de estado, cristianos de cristiandad. En una palabra, cristianos nacidos en plena tierra cristiana, y que se crían libres y consuman una tras otra, bajo el sol o el aguacero, todas las estaciones de su vida. ¡Dios me libre de compararlos con los zoquetes que los curas cultivan en tiestecitos, protegidos de las corrientes de aire!
Para un cristiano de cristiandad, el Evangelio no es solo una antología de la que se lee un trozo cada domingo en el misal y que puede cambiarse por El jardín de las almas piadosas del padre Prudent o las Florecillas devotas del canónigo Boudin. El Evangelio informa las leyes, las costumbres, las penas y hasta los placeres, porque en él se bendice la humilde esperanza del hombre y el fruto de su vientre. Podéis tomarlo a broma, si queréis. No conozco muchas cosas útiles, pero sé lo que es la esperanza en el Reino de Dios, ¡y no es poco, palabra de honor! ¿No me creéis? Peor para vosotros. Tal vez esta esperanza vuelva a estar con su pueblo. Tal vez la respiremos todos, un buen día, todos juntos, una mañana de los días, con la miel del alba. ¿No os interesa? Da lo mismo. Los que entonces no quieran recibirla en sus corazones por lo menos la reconocerán por esto: los hombres que hoy desvían la mirada a vuestro paso, o se burlan en cuanto les habéis dado la espalda, caminarán derechos a vuestro encuentro, con una mirada de hombre. Por esto, repito, sabréis que vuestro tiempo ha pasado.
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A los imbéciles les atormenta la idea de redención. Por supuesto, si le preguntáis al primero que os encontréis, os dirá que esa idea nunca le pasó por la cabeza, o que no sabe muy bien de qué le estáis hablando. Porque un imbécil no dispone de ningún instrumento mental que le permita adentrarse en sí mismo, solo explora la superficie de su ser. Pero veamos: porque un negro, con su miserable azada, solo acierte a arañar el suelo lo suficiente para que brote un poco de mijo, la tierra no deja de ser fértil y capaz de dar otras cosechas. Además, ¿qué sabéis de un mediocre mientras no le hayáis observado entre otros mediocres de su especie, en la comunión de la alegría, el odio, el placer o el horror? Es verdad que cada mediocridad se defiende con uñas y dientes de cualquier mediocridad de otro tipo. Pero los inmensos esfuerzos de las democracias han acabado superando el obstáculo. Habéis logrado una hazaña prodigiosa, única: habéis destruido la seguridad de los mediocres. A pesar de que parecía inseparable de la mediocridad, su sustancia misma. Para ser mediocre, sin embargo, no es imprescindible ser bruto. Habéis empezado embruteciendo a los imbéciles. Vagamente conscientes de lo que les falta, y de la irresistible corriente que les arrastra hacia unos destinos insondables, se encerraban en sus costumbres, hereditarias o adquiridas, como aquel famoso norteamericano que cruzaba las cataratas del Niágara en un tonel. Habéis roto el tonel y los desdichados ven pasar las dos orillas a la velocidad del rayo.
Un notario de Landerneau, hace un par de siglos, no creería que su ciudad natal fuera a durar más que Cartago o Menfis, pero tal como van las cosas, mañana se sentirá tan seguro en ella como en una cama armada a la intemperie en una plaza pública. El mito del Progreso, sin duda, les ha sido muy útil a las democracias. Han tenido que pasar uno o dos siglos para que el imbécil, acostumbrado por muchas generaciones a la inmovilidad, viera en este mito algo más que una hipótesis emocionante, un acertijo. El imbécil es sedentario, pero siempre ha leído con gusto los relatos de los exploradores. Imaginaos que uno de estos viajeros sin salir de casa nota, de pronto, que el suelo se mueve. Corre a la ventana, la abre, busca la casa de enfrente, un chorro de espuma sibilante le da en la cara y descubre que ha partido. Aunque la palabra «partida» no es la más adecuada en este caso. Como la mirada del hombre moderno ya no se puede posar en nada fijo —causa bien conocida del mareo—, el pobre diablo no tiene la impresión de ir a ninguna parte. Quiero decir que sus agobios siguen siendo los mismos, mas tiene la impresión de que se acrecientan merced a un efecto de perspectiva. Ninguna otra manera realmente nueva de copular, ninguna manera nueva de palmarla.
Todo esto es sencillo, muy sencillo. Mañana lo será aún más. Tan sencillo que ya no se podrá escribir nada inteligible sobre la desdicha de los hombres, cuyas causas inmediatas se resisten al análisis. Los primeros síntomas de una enfermedad mortal proporcionan al profesor elementos para dar brillantes lecciones, pero todas las enfermedades mortales acaban en lo mismo: el corazón se para. No hay mucho que decir al respecto. Vuestra sociedad no morirá de otro modo. Todavía estaréis discutiendo sobre los porqués y los cornos y ya las arterias habrán dejado de latir. La imagen me parece adecuada, porque la reforma de las instituciones llega demasiado tarde, cuando la decepción de los pueblos es ya irreparable, cuando el corazón de los pueblos está roto.
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Sé que este lenguaje arrancará una sonrisa a los promotores del realismo político. ¿Qué es un corazón de pueblo? ¿Dónde está? Los doctrinarios del realismo político sienten debilidad por Maquiavelo. A falta de algo mejor, los doctrinarios del realismo político han puesto de moda a Maquiavelo. Es la última imprudencia que deberían haberse permitido los discípulos de Maquiavelo. ¿Os imagináis a un tahúr que antes de sentarse a la mesa de juego obsequiara a sus compañeros con un pequeño tratado de su manera de hacer trampas, y le añadiera una dedicatoria halagüeña para cada uno de esos señores? Maquiavelo escribía para un reducido círculo de iniciados. Los doctrinarios del realismo político le hablan al público. Luego los jóvenes franceses, en un derroche de inocencia y cortesía, repiten sus axiomas de un cinismo provocador, lo cual escandaliza y enternece a sus buenas madres. La guerra de España, después de las de Abisinia, brinda la ocasión para un sinfín de profesiones de fe de inmoralidad nacional que harían revolverse en sus tumbas a Julio César, Luis XI, Bismarck y Cecil Rhodes. Pero Julio César, Luis XI, Bismarck y Cecil Rhodes no esperarían cada mañana la aprobación comprometedora del maestrillo realista, seguido de toda la clase. Un verdadero discípulo de Maquiavelo empezaría por hacer que prendieran a esos pelmazos.
¡No toquéis a los imbéciles! Es lo que el Ángel podría haber escrito con letras doradas en el frontón del Mundo Moderno, si este mundo tuviese un ángel. Para desatar la ira de los imbéciles basta con ponerles en contradicción consigo mismos, y las democracias imperiales, en el apogeo de su riqueza y su poderío, no podían dejar de correr ese riesgo. Y lo corrieron. Seguramente el mito del Progreso era lo único que podían compartir esos millones de hombres, lo único que colmaba su avidez, su moralismo sumario y el viejo instinto de justicia legado por sus mayores. Un empresario vidriero de la época de Guizot que, si consultamos estadísticas indiscutibles, diezmaba sistemáticamente distritos enteros para las necesidades de su comercio, también tendría, como todos nosotros, sus crisis de depresión. Por mucho que se rodeara el cuello con una corbata de raso, se pusiera en el ojal una escarapela de un palmo y fuera a cenar a las Tullerías… ¡qué queréis! Hay días en que uno se siente el alma. Ah, por supuesto, los biznietos de esas personas son unos chicos fetén, como se llevan ahora, limpios, deportivos, más o menos bien emparentados. Muchos de ellos se proclaman monárquicos y hablan de los blasones de sus antepasados con el mentón altivo de un descendiente de Godofredo de Bouillon que proclamara sus derechos sobre el reino de Jerusalén. ¡Menudos farsantes están hechos! Su excusa es que les falta el sentido social. ¿De quién lo iban a heredar? Además, los crímenes del oro tienen un carácter abstracto. ¿O es que tal vez hay una virtud del oro? La historia está repleta de víctimas del oro, pero sus restos no desprenden ningún olor.
Se podría relacionar este hecho con una propiedad bien conocida de las sales del metal mágico, que preservan de los efectos de la podredumbre. Si un vaquero con el seso trastornado mata a dos pastorcillas después de violarlas, la crónica reproduce su nombre y lo convierte en un epíteto infame, en un nombre maldito. Mientras que los «Señores del Comercio de Nantes», los Grandes Traficantes de esclavos, como les llama con respeto el senador de la Guadalupe, pudieron apilar montañas de cadáveres sin que toda esa carne negra exhale a través de los siglos más que un ligero aroma a verbena y tabaco de España. «Los capitanes negreros, al parecer, fueron personas de noble prestancia —prosigue el honorable senador—. Llevaban peluca como en la corte, espada al cinto, zapatos con hebilla de plata, trajes bordados, camisas con chorrera y puñetas de encaje». «Un negocio semejante —concluye el periodista— no deshonraba en absoluto a quienes lo practicaban ni a quienes lo costeaban. ¿Quién no era negrero, en alguna medida, entre los financieros y los burgueses? Los armadores que financiaban aquellas costosas y lejanas expediciones dividían el capital empleado en varias partes, y esas partes, cuyo interés solía ser enorme, eran una inversión muy codiciada por todos los padres de familia».
Para ganarse la confianza de esos padres de familia, los capitanes negreros cumplían escrupulosamente con su deber, como lo demuestra este relato que citaba Candide el 25 de julio de 1935, tomándolo de un interesante libro, de entre otros ejemplos del mismo tenor:
Ayer, a las ocho, atamos de pies y manos a los negros más culpables y, tumbándolos de bruces sobre la cubierta, mandamos que los azotaran. Además les hicimos unas escarificaciones en las nalgas para escarmentarlos. Después de haberles dejado las nalgas en carne viva con los latigazos y las escarificaciones, les pusimos pólvora, jugo de limón, salmuera y pimienta, todo ello majado y mezclado con una droga que añadió el cirujano y les frotamos las nalgas para impedir que se gangrenaran y además para que les escociera en las nalgas, gobernando siempre a barlovento, con la amura a babor.
Aquí tenemos, de paso, un buen ejemplo de la prudente discreción de la sociedad de antaño, cuando se hallaba en la necesidad de proponer casos de conciencia a los imbéciles. La prensa italiana pasa hoy bastantes apuros para justificar ante los suyos la destrucción masiva, con gas mostaza, del material abisinio. Toda esta mística de la fuerza desanima a los imbéciles, porque les impone una concentración mental que es muy cansada. En definitiva, pretende obligarles a adoptar el punto de vista de Mussolini. Por otro lado, este último mantiene una curiosa actitud ante el público de nuestro país. Mussolini es un recio obrero, y ama la gloria. Por lo que ha leído en los manuales, piensa que el pueblo francés tiene, más que ningún otro, un sentido de la justicia, un respeto a la debilidad y la desgracia. A la vista de esas aldeas cuyos defensores han logrado destruir todo asomo de vida, incluida la de los roedores y los insectos, se dirige a los descendientes de aquellos Señores del Comercio de Nantes, que han acudido con sus damas, sus damitas y los chicos que se preparan para la Escuela Central. Al principio le da un poco de vergüenza, supongo, pero luego se anima, habla de la grandeza que desde que el mundo es mundo abruma a los miserables, del Poder y del Imperio. Los buenos burgueses se miran unos a otros, muy incómodos. ¿Por qué nos ha traído aquí Mussolini? Estos paisajes son aún más tristes que el cementerio de Montmartre, y mi esposa es impresionable debido a su tensión. No es el mejor momento para gastar frases a propósito de un simple asunto de negros. Nuestros antepasados también amasaron su fortuna con los negros, como este señor, pero no se creyeron por ello en la obligación de elaborar una filosofía. ¿El negocio es verdaderamente rentable, sí o no?
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La idea de grandeza nunca ha tranquilizado la conciencia de los imbéciles. La grandeza es una superación perpetua, y los mediocres probablemente no disponen de ninguna imagen que les permita representarse su ímpetu irresistible (por eso solo la conciben muerta y petrificada en la inmovilidad de la Historia). Pero la idea del Progreso está hecha a su medida. La grandeza impone grandes sacrificios. Mientras que el progreso va por sí solo a donde lo arrastra la masa de las experiencias acumuladas. Por consiguiente, basta con no oponerle más resistencia que la del propio peso. Es una colaboración como la de un perro con el río por el que baja nadando sin fuerzas. Cuando, después de un último inventario, el antiguo maestro vidriero calculaba la suma exacta de sus beneficios, aún tendría un recuerdo para el moderno colaborador que acababa de escupir sus pulmones en la ceniza del horno, entre el gato sarnoso que dormita y la cuna donde chilla un aborto con cabeza de viejo. El autor de Standards nos recuerda la célebre respuesta del empresario norteamericano al periodista que acaba de visitar la fábrica y echa un trago con su anfitrión antes de ir a la estación.
—¿Dónde demonios mete usted a los obreros viejos? —pregunta—. Ninguno de los que he visto parecía tener más de cincuenta años…
El otro vacila un momento, apura su copa y le dice:
—Coja un puro, vamos a dar una vuelta por el cementerio mientras echamos una calada.
El maestro vidriero también debía darse una vuelta de vez en cuando por el cementerio. Y en vez de rezar —porque todos los burgueses de la época eran librepensadores— es muy posible que adoptara una actitud respetuosa, o incluso meditabunda. ¿Por qué no? No me burlo. Los que no me conocen bien suelen considerarme un energúmeno, un panfletario. Diré una vez más que un polemista es divertido hasta los veinte años, tolerable hasta los treinta, pelma hacia los cincuenta y obsceno a partir de entonces. Los pruritos polemistas, en un viejo, me parecen una forma de erotismo. El energúmeno se sulfura a la mínima, como dice el pueblo. Lejos de sulfurarme, me paso el tiempo tratando de comprender, único remedio contra esa especie de delirio histérico en que acaban cayendo los desdichados que no pueden dar un paso sin tropezar con una injusticia escondida cuidadosamente en la hierba, como un cepo. Trato de comprender. Creo que me esfuerzo por amar. Es cierto que aún no soy lo que se dice un optimista. El optimismo siempre me ha parecido una astuta coartada de los egoístas, que disimulan así su satisfacción crónica consigo mismos. Son optimistas para no tener que apiadarse de los hombres, de su desdicha.
Es fácil de imaginar la página que habría inspirado a Proudhon, por ejemplo, la frase del norteamericano. No creo que sea tan despiadada como parece. Además, ¡habría tanto que decir de la piedad! Los espíritus delicados suelen calibrar la profundidad de este sentimiento por las convulsiones que provoca en ciertos apiadados. Pero estas convulsiones expresan una reacción contra el dolor muy peligrosa para el paciente, pues confunde fácilmente en el mismo horror al sufridor con el sufrimiento. Todos hemos conocido a esas mujeres nerviosas que no pueden ver un animalito herido sin deshacerse en muecas de disgusto poco halagüeñas para el animal, que probablemente solo aspira a meterse en su madriguera para curarse tranquilo. Algunas contradicciones de la historia moderna se me han revelado en cuanto he tenido en cuenta un hecho que, por otro lado, salta a la vista: el hombre de nuestro tiempo tiene el corazón duro y la tripa sensible. Como después del Diluvio, mañana la tierra quizá pertenecerá a los monstruos blandos.
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Es lícito pensar, por lo tanto, que ciertas naturalezas se defienden instintivamente de la piedad con una justa desconfianza en sí mismas, en la brutalidad de sus reacciones. Los imbéciles aceptaron dócilmente, desde hace siglos, la enseñanza tradicional de la Iglesia sobre cuestiones que, a decir verdad, les parecían insolubles. ¿Qué importa la opinión de un reducido número de seres originales sobre si el Sufrimiento tiene o no valor expiatorio, incluso sobre si se le puede amar, cuando el sentido común, como la Iglesia, tolera que las personas razonables lo eviten por todos los medios? Antaño a ningún imbécil se le habría ocurrido pensar en el carácter universal del Dolor, pero el dolor universal era discreto. Hoy en día, para hacerse oír, dispone de los mismos medios poderosos que la alegría o el odio. Los mismos tipos que reducían poco a poco, sistemáticamente, las relaciones familiares hasta limitarlas al intercambio indispensable de esquelas de nacimiento, boda o defunción, para no gastar sus exiguas reservas de sensibilidad afectiva, ya no pueden abrir un periódico ni mover el dial de su radio sin enterarse de catástrofes. Es evidente que para librarse de semejante obsesión, a estos infelices no les basta con oír una vez por semana, en la misa mayor, distraídamente, la homilía sobre el sufrimiento pronunciada por un buen cura bien orondo con quien compartirán luego el cordero dominical. De modo que los imbéciles han abordado resueltamente el problema del dolor, lo mismo que el de la pobreza. Corresponde a la ciencia vencer el dolor, piensa el imbécil con su lógica inflexible, y el economista se encargará de la miseria, pero mientras tanto es preciso sublevar contra esos dos azotes a la opinión pública pues, como todos saben, no hay nada que se le resista. ¿Qué es eso de honrar al pobre? El pobre no necesita que le honren, sino que le libren de su pobreza. El pobre se siente tan pobre que ni siquiera se atrevería a coserse en su solapa grasienta la condecoración más humilde, ¡y le habláis de honor! ¿Honrar al pobre? Ya puestos, ¿por qué no a los piojos de la pobreza? Esas ilusiones orientales podían valer para la época de Jesucristo, que por otro lado nunca fue un hombre de acción. Si Jesucristo viviera en nuestros días tendría que hacerse una posición, como todo el mundo, y bastaría con que dirigiera una modesta fábrica para que comprendiera que la Sociedad moderna, al exaltar la dignidad del dinero y subrayar la infamia de la pobreza, cumple su función con el miserable.
El hombre nace orgulloso y el amor propio, siempre pedigüeño, está más hambriento que el vientre. ¿Acaso un militar no se siente recompensado de los peligros mortales por una medalla de latón? Cada vez que mermáis el prestigio de la riqueza, lográis que el pobre se sienta reivindicado. Su pobreza le da menos vergüenza, la soporta y es tal su locura que acabaría por amarla. Pues bien, la sociedad, para su maquinaria, necesita pobres que tengan amor propio. La humillación le arrebata muchos más que el hambre y de mejor clase, de la de los que corren a echarse en la camilla pero aguantan hasta el último aliento. Aguantan como sus semejantes mueren en la guerra, no tanto por el placer de morir como por no pasar vergüenza ante sus compañeros, o para fastidiar al brigada. Si no los tenéis con el alma en vilo, acosados por el casero, el tendero, el portero, bajo la amenaza perpetua de un deshonor asociado a la condición de pordiosero, de vagabundo, puede que no dejen de trabajar, pero trabajarán menos o querrán trabajar a su manera, sin respetar las máquinas. Un nadador cansado que siente bajo sí una profundidad de cinco metros se esfuerza más que si araña con los dedos de los pies una playa de arena fina. Y observad vosotros mismos que cuando los métodos de la economía liberal tenían todo su valor educativo, toda su eficacia, antes de la deplorable invención de los sindicatos, el auténtico obrero, el obrero formado a vuestro cargo, estaba tan convencido de que debía redimir todos los días con su trabajo el deshonor de su pobreza que, viejo o enfermo, evitaba con el mismo horror el asilo o el hospital, no por un afán de libertad sino por vergüenza, la vergüenza de «no poder valerse por sí mismo», como decía en su admirable lenguaje.
La ira de los imbéciles llena el mundo. Seguramente es menos temible que su piedad. La actitud más inofensiva del imbécil frente al dolor o la miseria es la indiferencia imbécil. ¡Pobres de vosotros si, pertrechado con su caja de herramientas, tiende sus manos torpes, sus crueles manos hacia esas articulaciones del mundo! Pero ya ha acabado de rebuscar y ha sacado de la caja un par de cizallas enormes. Como es un hombre práctico, está convencido de que el dolor y la pobreza no son más que vacíos, carencias, nada en definitiva. Le sorprende que se resistan. ¡Así que el pobre no es simplemente, por ejemplo, un ciudadano al que solo le falta una cuenta en el banco para parecerse a todo hijo de vecino! Claro, hay pobres de esos, aunque muchos menos de los que se piensa, porque la vida económica del mundo, precisamente, está falseada por los pobres que se han vuelto ricos, que son falsos ricos, pues conservan en su riqueza los vicios de la pobreza. Pero además esos pobres seguramente no eran ya pobres de verdad, como tampoco ahora son ricos de verdad: una raza bastarda. Sin embargo, ¿qué crédito va a dar a semejantes sutilezas el mismo imbécil cuya mayor ilusión es que los individuos solo se distingan entre ellos, de un pueblo a otro, por la mala jugada que les han hecho al enseñarles lenguas distintas, y esperan que el desarrollo de las instituciones democráticas y la enseñanza del esperanto traigan la reconciliación universal? ¿Cómo les explicaréis que hay un Pueblo de los Pobres, y que la tradición de este pueblo es la más antigua de todas las tradiciones del mundo? ¿Un pueblo de pobres, no menos irreductible que el pueblo judío? Con este pueblo se puede tratar, pero no fundirlo en la masa. Mal que bien, habrá que dejarle sus leyes, sus costumbres y esa experiencia tan original de la vida con la que vosotros no podéis hacer nada. Una experiencia que se parece a la de la infancia, ingenua y a la vez complicada, una sabiduría torpe y tan pura como el arte de los viejos imagineros.
Insisto, no se trata de enriquecer a los pobres, porque todo el oro de vuestras minas probablemente no bastaría. Por otro lado, lo único que conseguiríais sería aumentar el número de falsos ricos. Ninguna fuerza detendrá el perpetuo derrame del oro, reunirá en un solo lago de oro los millones de regueros por donde se cuela, más escurridizo que el mercurio, vuestro metal encantado. No se trata de enriquecer al pobre, sino de honrarle, o mejor dicho de rendirle honores. Ni el fuerte ni el débil pueden vivir sin honor, pero el débil tiene más necesidad que nadie de honor. Esta máxima, por lo demás, no tiene nada de particular. Es peligroso dejar que los pobres se envilezcan, la podredumbre de los débiles es un veneno para los fuertes. ¿Cuán bajo habrían caído las mujeres —vuestras mujeres— si de común acuerdo, a lo largo de los siglos, pese a tener medios suficientes para someterlas en cuerpo y alma, no hubierais decidido, prudentemente, respetarlas? ¿Os parece absurda la idea de que un tratante millonario pueda ceder el paso a un honrado pobre diablo? Pues cuidado, entonces, no vayáis a encontraros un día con que algún muchachote pueda pensar lo mismo ante una mujer cualquiera, vieja o joven, fea o bonita, todas ellas sin posibilidad de exigir un trato considerado. Respetáis a la mujer y al niño, y a ninguno de vosotros se os ocurre pensar que su debilidad es una suerte de invalidez algo vergonzosa, apenas confesable. Si las costumbres han prevalecido así sobre la violencia, ¿por qué no ha de ceder, a su vez, el vil prestigio del dinero? Sí, el honor del dinero sería poca cosa sin vuestra complicidad solapada.
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«Pero ¿acaso no ha sido siempre así?». Más bien habría que decir que si los hombres del dinero a menudo han disfrutado de los beneficios del poder, este poder nunca le ha parecido legítimo a nadie, nunca hubo, nunca habrá una legitimidad del Dinero. En cuanto le preguntan se esconde, se agazapa, desaparece bajo tierra. Ni siquiera hoy su situación en la sociedad que controla difiere mucho de la del gañán que se acuesta con su ama, viuda y talluda. Saca su provecho, pero en público llama «mi señora» a su amante y le habla con la gorra en la mano. A las reinas de belleza y los artistas de cine se les hacen recibimientos triunfales. En cambio, no veréis a uno de los Rockefeller recibido en la estación del Norte por los aplausos de las mismas personas ardientes que se agolpan alrededor de Tino Rossi, sin que les preocupe dar la impresión, con sus indiscretos arrebatos, de que sienten envidia por el pequeño corso de voz de ámbar. En cambio les avergonzaría mostrar el mismo entusiasmo al señor Ford, aunque fuera tan guapo como Robert Taylor. El dinero es el amo, sea. Pero ni siquiera tiene un representante oficial; como una simple potencia de tercera fila, no aparece en los cortejos con uniforme de gala. En ellos se ve al Juez, de rojo y con piel de conejo, al Militar engalanado como un Suizo de catedral, al propio Suizo abriendo paso al Prelado violeta, al Gendarme, al Prefecto, al Académico que se le parece, a los Diputados vestidos de negro. No se ve al Rico, aunque sea quien paga la fiesta y pueda ponerse muchas plumas en el sombrero.
Charles Maurras pronunció una vez una frase rebosante de grandeza y dignidad humana: «Lo que me asombra no es el desorden, sino el orden». Lo que debería llenarnos de asombro es que, incluso en este mundo que le pertenece, el dinero siempre parece avergonzado de sí mismo. Hace poco Roosevelt recordaba que la cuarta parte de la fortuna estadounidense está en manos de sesenta familias, que en realidad, por el juego de las alianzas, se reducen a unas veinte. Algunos de estos hombres, que ni siquiera ostentan un galón en la manga, disponen de ocho mil millones. ¡Ah, ya lo sé! A nuestros jóvenes realistas de derechas les hará mucha gracia: «¡Las doscientas familias, ja, ja, ja!». ¡Pues claro que sí, hombre! No sé si existe un País Real, como tratan de hacer creer los doctores que os inspiran, pero desde luego existe una fortuna real de Francia. Esta fortuna real debería garantizar nuestro crédito. Pues bien, de sobra sabéis que no es así. Cincuenta millones divididos en monedas de cinco francos que descansan en una talega son absolutamente incapaces de contrarrestar la influencia de un solo millón que se moviliza con rapidez y maneja los cambios aplicando los principios de la guerra napoleónica: «¿Qué importa el número de regimientos que os enfrente el enemigo, si os las arregláis para ser más fuertes allí dónde él es más débil?». Y si los escudos de cinco libras son difíciles de movilizar, ¿qué decir de los campos, de los bosques?
No es descabellado, entonces, afirmar que la riqueza de una nación, por enorme que parezca comparada con el capital poseído por un reducido número de particulares, está a merced de las empresas de estos últimos. Creo compartir en esto la opinión de Charles Maurras, que ha estudiado mucho antes que yo el mecanismo de la conquista judía. ¿Por qué demonios no iban a adoptar los plutócratas franceses los métodos de aquellos con quienes casaron a sus hijas? Jóvenes realistas, sé que estas consideraciones no trastornan en absoluto vuestras noches inocentes. ¿Qué os importan a vosotros los campos, las viñas? «El franco se hunde. ¡Mala pata! El gobierno va a caer». Por desgracia el problema no se plantea exactamente como pensáis. No temo por el franco, mis pobres muchachos, sino por vosotros. El franco acabará recuperando su valor y ese valor, tarde o temprano, corresponderá al lugar que ocupe Francia en el mundo, a la necesidad que tenga el mundo de mi país. El enemigo lo sabe. El enemigo solo espera el momento en que sus consejeros franceses hagan un guiño, en silencio, a los consejeros militares. Entonces… entonces el franco subirá poco a poco la cuesta, hijos míos, pero no será ni mucho menos por los medios que hoy se utilizan para hacerlo bajar. Lo revalorizaréis con vuestra sangre, imbéciles.
La vida de los agentes de bolsa sería una tragedia griega si estos señores creyeran que lo que intercambian, en efectivo o a plazos, no son billetes sino hombres. La vida de un agente de bolsa no debe ser una tragedia griega. El pueblo, sin embargo, siempre ha barruntado que el fino hilo de metal precioso brotaba de los cementerios, luego se hundía, a veces, quién sabe dónde, para resurgir, un buen día, en otros cementerios, unos cementerios recientes. ¿Qué queréis que os diga? El pueblo no reacciona igual que nosotros ante el misterio del Dinero, la lectura de los economistas no ha alterado su instinto. Es natural que sea sensible sobre todo a la crueldad del dios color de luna, que descarga en los pobres diablos todo el peso de sus frustraciones sentimentales. En efecto, sabemos que el Príncipe del Mundo oculta bajo su coraza una herida inconfesable, que su corazón colérico rabia ante la idea de pasar por un imbécil frente a unos auténticos amos y señores a los que ansiaría seducir. Los aduladores que invita a su mesa, pese a estar retribuidos con largueza, se guardan los cubiertos en los bolsillos, mientras los esclavos escupen disimuladamente en las fuentes. Reconoceréis que este monarca no debe de tener muy alta estimación de sí mismo.
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Porque si el Dinero no reclama aún el reconocimiento público de su soberanía, no es tanto por astucia y prudencia como por una timidez insuperable. Los que se libran de su dominación conocen su fuerza, céntimo más o menos. El desconoce la de ellos. Los Santos y los Héroes saben lo que piensa, y él no tiene ni la más remota idea de lo que pueden pensar de él, realmente, los Santos y los Héroes.
Cierto es que el simple amor al dinero solo produce maniáticos, obsesos a los que la sociedad apenas conoce, que gimotean y se pudren en las regiones tenebrosas, como los champiñones. La avaricia no es una pasión sino un vicio. El mundo no es de los viciosos, como imaginan las castidades torturadas. El mundo es del Riesgo. Esto hará reír a los Prudentes cuya moral es la del ahorro. Pero aunque ellos mismos no arriesgan nada, viven del riesgo de los demás. Y a menudo, gracias a Dios, mueren de él. De repente un ingeniero desconocido decide, ante el asombro de sus allegados, que va a fabricar un pájaro mecánico; un corredor ciclista, a la hora del vermú, apuesta a que pilotará esa máquina; y no pasarán treinta años antes de que a los Ahorradores les caigan del cielo bombas de mil kilos. El Mundo es del riesgo. Mañana el Mundo será de quien más arriesgue, de quien asuma con más aplomo su riesgo. Si tuviera tiempo os prevendría contra una ilusión frecuente en los devotos. Los devotos suelen creer que una humanidad sin Dios, como ellos dicen, se hundirá en un pantano de depravación, por decirlo en su lenguaje. Esperan un nuevo Bajo Imperio. Podemos estar seguros de que se verán defraudados. La parte podrida del Imperio era esa caterva de altos funcionarios saqueadores, fauna cínica y farsante a más no poder, presta a tragarse todas las supuraciones de África y Asia, a chupar el colector de esos dos continentes. Con el refinamiento de esos patanes pasa como con la mayoría de las tradiciones escolares. Desde hace siglos los pedantes proponen a la admiración de los jóvenes a unos Petronios y Lúculos legendarios saliendo de los baños de vapor para hacerse restregar por efebos. Bien mirado, si se lavaban tanto era porque apestaban. En vano se untaban nardo y bálsamos por las llagas vergonzosas que mencionan Juvenal y Luciano. Añadiré que, incluso los sanos, tan glotones que se recostaban para llenarse mejor la panza y una vez llenos se vaciaban como odres, metiéndose los gruesos dedos anillados de oro hasta el fondo del gaznate, sin tomarse la molestia de incorporarse, al final de la comida debían de necesitar un lavado a fondo… Eso sí, vivían en villas suntuosas. La verdad es que el hombre romano nunca me ha gustado. Pero han tenido que pasar muchos años para que empiece a descubrir en él no solo su grosería demasiado ostensible, sino también cierta necedad profunda. No me refiero a su prodigalidad colosal, imbécil, a las morenas engordadas con esclavos, a las lenguas de ruiseñor, a las perlas diluidas en falerno ni a tantas otras bromas desorbitadas e igual de estúpidas, cuya vulgaridad asquearía hasta a un marsellés. Estoy pensando en otras diversiones supuestamente diabólicas, que acaso lo fueran, de las que los docentes canosos solo hablan en voz baja, diversiones que parecen imaginadas por colegiales solitarios. Todos esos emperadores barrigones ponían mucha voluntad cuando se trataba de hacer daño. Mas para ser realmente perversos les faltaba cierta calidad humana. No se condena quien quiere. No comparte quien quiere el pan y el vino de la perdición. ¿Cómo decirlo? Nadie puede ofender cruelmente a Dios si no tiene con qué amarle y servirle. ¿Qué tienen que ver con Dios aquellos puercos? Suetonio, al fin y al cabo, solo describió reyezuelos. ¿Qué nos importa a nosotros el viejo Tiberio chapoteando en su bañera y arrimando a la boca de unos niños de pecho el pingajo por el que, una vez, fue un hombre? Miles de disolutos septuagenarios, espoleados por las furias de la impotencia, sueñan con cosas así. Pero Tiberio no se limitó a soñarlas, lo admito. Incluso dudo que las soñara. Seguramente esas extrañas prácticas se las sugirió alguna alcahueta o alguna concubina, para vengarse de servidumbres viles y agobiantes burlándose del Amo del Mundo. Al fin y al cabo aquel Amo del Mundo no se exponía a nada, ni siquiera a una leve sanción.
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Admiro a los idiotas cultos, henchidos de cultura, devorados por los libros como por los piojos, quienes afirman, levantando el meñique, que no pasa nada nuevo, que ya se ha visto todo. ¿Qué sabrán ellos? El advenimiento de Cristo fue un hecho nuevo. La descristianización del mundo sería otro. Es evidente que nadie ha observado el segundo fenómeno ni puede hacerse una idea de sus consecuencias. Observo con mucho más estupor a aquellos católicos a quienes la lectura, incluso superficial, del Evangelio no invita a reflexionar sobre el carácter cada vez más patético de una lucha anunciada, sin embargo, por un mensaje sorprendente, que no se había escuchado nunca y antaño resultó completamente incomprensible: «No podéis servir a Dios y al Dinero». ¡Demasiado bien les conozco! Si por un milagro mi reflexión desasosiega a alguno de ellos, acudirá a su confesor, quien le contestará plácidamente, amparándose en un sinfín de casuistas, que este consejo solo va dirigido a los perfectos y no tiene por qué preocupar a los propietarios. Totalmente de acuerdo. De modo que me permitiré escribir con mayúscula la palabra «Dinero». No podéis servir a Dios y al Dinero. El Poder del Dinero es opuesto al Poder de Dios.
Me diréis que es uno de esos planteamientos metafísicos que no interesan a los realistas. Perdón. Expresaos si queréis de otra forma, en vuestro idioma, me da lo mismo. En la Antigüedad había Ricos. Muchos hombres padecieron el reparto injusto de los bienes, el egoísmo, la rapacidad y el orgullo de los Ricos, aunque quizá no se piensa demasiado en los miles de labradores, pastores, pescadores o cazadores que gracias a la mediocridad de los medios de comunicación podían vivir pobres pero libres en sus soledades inaccesibles. Merece una reflexión este hecho trascendental: los desvalijadores de entonces eran funcionarios, debían ponerse humildemente a la cola detrás del general conquistador y contentarse con el botín que habían dejado los militares; y bien sabe Dios lo que eran los militares de Roma antes de que los pueblos nobles de Occidente proporcionaran verdaderos jefes guerreros, soldados, a esa tribu de sátiros. Es decir, en aquellos lejanos tiempos los hombres del dinero explotaban el mundo al albur de las expediciones fructíferas, no lo organizaban. ¿Qué tienen en común, os pregunto, los piratas más o menos consulares que se afanaban en llenar sus arcas y luego regresaban a disfrutar de esos bienes mal habidos hasta reventar por sus excesos, con el multimillonario puritano, melancólico y dispéptico, capaz de hacer que se tambalee, con un guiño, con una firma trazada con su estilográfica de ciento veinte francos, el inmenso fardo de la miseria universal? ¿Cómo decirlo? Un tratante del siglo XVIII habría sido incapaz de imaginar esta clase de hombres, le habría parecido absurdo y en efecto lo es; se trata del producto híbrido, ya arraigado, de varias especies muy distintas. Repetís como loros que ha surgido de la civilización capitalista. No, es él quien la ha hecho. Evidentemente, no es un plan preconcebido. Es un fenómeno de adaptación, de defensa. El mal rico de antaño, el rico juerguista y escandaloso, fanfarrón, manirroto, enemigo del esfuerzo, era casi el único que había acusado el embate del cristianismo, su impulso irresistible. Pudo seguir manteniéndose en el mundo cristiano, pero no prosperar. Y no prosperó.
Los hombres de la Edad Media no eran lo bastante virtuosos como para despreciar el dinero, pero despreciaban a los hombres del dinero. Durante un tiempo protegían al judío porque el judío drena el oro, como un absceso de fijación drena el pus. Llegado el momento vaciaban al judío, exactamente igual que el cirujano vacía el absceso. No apruebo este método, solo destaco que no estaba en contradicción con la doctrina de la Iglesia sobre el préstamo con interés y la usura. A falta de abolir el sistema, se cubría de infamia. Una cosa es tolerar la prostitución y otra endiosar a las prostitutas, como hizo muchas veces la canalla mediterránea, cuya industria nacional fue siempre la venta del ganado perfumado. Es evidente que cuando unos niños, armados de tronchos de col, podían correr hasta la entrada del gueto al capitalista más opulento, marcado con la insignia amarilla, el Dinero carecía del prestigio moral necesario para cumplir sus designios.
La cristiandad no eliminó al Rico ni enriqueció al Pobre, porque nunca se propuso la abolición del pecado original. Habría retrasado indefinidamente la sumisión del mundo al Dinero, habría mantenido la jerarquía de las grandezas humanas y el Honor. En virtud de la misma ley misteriosa que proporciona un pelaje protector a las razas animales trasladadas de las regiones templadas a las regiones polares, el Rico, en un clima tan desfavorable para su especie, acabó adquiriendo una resistencia prodigiosa, una prodigiosa vitalidad. Tuvo que transformar pacientemente desde dentro, con las condiciones económicas, las leyes, las costumbres, la propia moral. Sería exagerado considerarle responsable de la revolución intelectual que dio origen a la ciencia experimental, pero, desde los primeros éxitos de esta ciencia, la respaldó y orientó sus investigaciones. Por ejemplo, aunque no fue su creador, explotó a fondo la fulgurante conquista del espacio y el tiempo con la mecánica, una conquista que solo sirve realmente a sus empresas y ha convertido al antiguo usurero clavado a su mostrador en el dueño anónimo del ahorro y el trabajo humano. Bajo sus embates furiosos la cristiandad pereció, la Iglesia se tambalea. ¿Qué se puede hacer contra un poder que controla el Progreso moderno después de crear su mito, amenaza a la humanidad con guerras que solo él puede costear, con la guerra convertida en una de las formas normales de la actividad económica, tanto si se prepara como si se hace?
A las personas de derechas no les suelen gustar estas opiniones. Uno se pregunta por qué. Un pequeño tendero mirará como un enemigo potencial de la sociedad al inocente borrachuzo que acaba de beberse la paga semanal, y murmura: «¡Abajo la bofia!», cuando pasa delante de un guardia para demostrar que es un hombre libre. Pero ese mismo tendero se considera solidario de Rothschild o Rockefeller y, en el fondo, el muy imbécil se siente halagado. Se pueden dar muchas explicaciones psicológicas de este curioso fenómeno. Para la mayoría de nuestros contemporáneos lo que ha prevalecido es la distinción entre el propietario y el no propietario. El propietario se ve a sí mismo como un cordero amenazado por el lobo. Mas para un pobre diablo el cordero se convierte en un tiburón hambriento presto a tragarse un pececito. Las fauces sanguinolentas que se abren en el horizonte les pondrán de acuerdo cuando los devoren a los dos juntos.
Esta obsesión morbosa, nacida del miedo, modifica profundamente las relaciones sociales. Y, por ejemplo, la cortesía ya no explica una disposición del ánimo, un concepto de la vida. Tiende a convertirse en una serie de ritos cuyo significado original se ha olvidado; en una sucesión, en cierto orden, de muecas, inclinaciones de cabeza, cloqueos variados, sonrisas estudiadas, reservados a una categoría de ciudadanos que han sido adiestrados en la misma gimnasia. Los perros se comportan de modo semejante entre ellos; solo entre ellos, porque pocas veces veréis a este animal olfatear el trasero de un gato o un cordero. Así, mis contemporáneos solo gesticulan de cierta manera en presencia de personas de su clase.
Cuando yo era joven vivía en una vieja y querida casa rodeada de árboles, un minúsculo caserío de comarca de Artois, arrullado por un rumor de follaje y agua viva. La vieja casa ya no me pertenece, ¡no importa, siempre que sus dueños la traten bien! ¡Siempre que no le hagan daño, que sea su amiga, no su cosa!… ¡No importa! ¡No importa! Los lunes la gente venía a la limosna, como dicen por allí. A veces venían de lejos, de otros pueblos, pero a casi todos les conocía por su nombre. Era una clientela muy segura. Incluso se hacían favores unos a otros: «He venido también por Fulano, que anda con reuma». Cuando se congregaban más de cien, mi padre decía: «¡Caramba, el negocio se anima!». Sí, sí, lo sé, estos recuerdos no tienen interés para vosotros, disculpadme. Solo quería explicaros que me educaron en el respeto a las personas mayores, propietarias o no, sobre todo a las mujeres mayores, un prejuicio del que no han podido curarme las repelentes locuelas septuagenarias de hoy en día. Pues bien, en aquella época tenía que quitarme el gorro para dirigirme a los viejos mendigos y a ellos les parecía tan natural como a mí, no se sorprendían lo más mínimo. Eran personas de la antigua Francia, eran personas que sabían vivir, y si olían un poco fuerte a pipa o rapé, no apestaban a tienda, no tenían esa cara de tenderos, de sacristanes, de ordenanzas, cara de haber brotado en los sótanos como champiñones. Se parecían mucho más a Vauban, a Turenne, a los Valois, a los Borbones, que a Philippe Henriot, por ejemplo, o a cualquier otro burgués de orden… ¿Que no os digo nada nuevo? ¿Estáis de acuerdo conmigo? Mejor que mejor. Los jóvenes con los que me cruzo todos los días por la calle, ¿serían capaces de dirigirse espontáneamente a un viejo obrero quitándose el sombrero? Estupendo. Lo admito, como admito que el viejo obrero no creerá que le están tomando el pelo. Entonces las cosas van mejor de lo que pensaba, entonces es que el prestigio del dinero se va a pique. ¡Qué bien! Porque vuestra distinción entre el pueblo frente nacional y el pueblo frente popular no tenía ningún valor. No lo tenía por una razón muy sencilla, al alcance del lector más fanático de Le Jour o l’Humanité, al alcance incluso de un portero opulento del barrio Monceau afiliado al CSAR[2] por devoción a la propiedad inmobiliaria. No se clasifica por sus opiniones políticas o sociales a personas que están a merced de unas condiciones económicas absurdas, por lo que son completamente incapaces de escoger una. ¡Cómo! Las personas competentes solo se ponen de acuerdo para declarar solemnemente que estamos atrapados en un círculo vicioso, y quienes en vez de observar la danza desde fuera dan vueltas a toda velocidad, después de sopesar las razones de unos y otros y de resolver las contradicciones que para vosotros eran insolubles, llegarían tranquilamente a esta conclusión: «¡Pero si esa gente no necesita opinión política!». Evidentemente. No la necesitaría, supongo, en una época de prosperidad. Pero en el mundo las cosas van mal, no hace falta jurarlo. ¿Y acaso ese mundo no ha sido organizado por ellos, para ellos? Os quejáis de que la revolución, antaño, fracasara. ¿Quién tiene la culpa? De que el pueblo siguiera a unos malos pastores. ¿Dónde estaban los buenos? ¿Acaso debía seguir a Cavaignac o a Thiers? Decía el conde de Chambord: «Juntos y cuando ustedes quieran, reanudaremos el gran movimiento del 89». Tengo motivos para creer que un joven príncipe francés le prestó oídos. Si algún día esto se hiciera realidad —¡Dios lo quiera!—, ¿el suelo estaría tan firme bajo vuestros pies? Me decís: «¡Vamos a salvar a Francia!». Vale. Muy bien. ¡Dudoso augurio, si todavía no habéis conseguido salvaros a vosotros mismos! «Contamos con muchos hombres de gran valía». Sí. La gente del pueblo podrá encontrarse con ellos en el círculo, en la oficina, a veces en la iglesia, o en las ventas benéficas. No es fácil organizar estos encuentros y me pregunto si en realidad son útiles. Para ser sincero, creo que vuestras conversaciones no son muy provechosas. A la primera cucharada de potaje ya andáis diciendo que todo va mal, y a los postres, con perdón, os liais a insultos como verduleras. Es totalmente cierto que el pueblo os conoce mal. ¡No importa! ¡El conoceros no eliminaría su perplejidad!, habida cuenta que unos franceses tan distintos como, por ejemplo, Drumont, Lyautey o Clemenceau emitieron el mismo juicio, hasta ahora inapelable, sobre vuestros partidos y vuestros hombres.
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De modo que puedo hablar tranquilamente sin ofender a nadie. No les debo nada a los partidos de derechas, ni ellos me deben nada a mí. Es verdad que de 1908 a 1914 fui miembro de los Camelots du Roi. En aquellos tiempos pasados Maurras escribía con su estilo lo que yo acabo de escribir, lamentablemente, con el mío. La posición de Maurras con respecto a las organizaciones bien pensantes de entonces —que todavía no se llamaban nacionales— era justamente la misma que vemos hoy en el coronel La Rocque; no se puede recordar sin melancolía. No éramos personas de derechas. El círculo de estudios sociales que habíamos fundado se llamaba Cercle Proudhon, reivindicaba a ese personaje escandaloso. Apoyamos el sindicalismo naciente. Preferíamos exponernos a los azares de una revolución obrera a comprometer a la monarquía con una clase social que desde hacía un siglo se había apartado por completo de la tradición de nuestros mayores, del sentido profundo de nuestra historia, y cuyo egoísmo, necedad y avidez habían logrado restablecer una suerte de esclavitud más inhumana que la que abolieran antaño nuestros reyes. Cuando las dos Cámaras, unánimes, respaldaron a Clemenceau en su represión brutal de las huelgas, no se nos pasó por la cabeza aliarnos, en nombre del orden, con ese viejo radical reaccionario contra los obreros franceses. Éramos conscientes de que un joven príncipe moderno se entendería mejor con los dirigentes del proletariado, por extremistas que fueran, que con sociedades anónimas o bancos. Me diréis que el proletariado no tiene dirigentes, sino manipuladores y cabecillas. El problema, justamente, era dotarlo de dirigentes, seguros como estábamos de que no iría a pedírselos respetuosamente a Waldeck-Rousseau ni a Tardieu, ni los escogería entre renegados como Hervé o Doriot. En la Santé, donde pasábamos temporadas, compartíamos fraternalmente nuestras provisiones con los jornaleros y cantábamos juntos, unas veces Viva Enrique IV y otras La Internacional. En esa época aún vivía Drumont, y no hay un renglón de este libro que no pudiera firmar él con su mano, su noble mano, si yo mereciera ese honor. Por lo tanto puedo reírme en la cara de los mentecatos que me acusen de haber cambiado. Son ellos los que han cambiado. Ya no los reconozco. En realidad pueden cambiar sin apuros, pues casi todos los testigos irrecusables están enterrados, ¡y sabe Dios lo que pasaría si hablaran los muertos! ¡Qué algarabía!
Hay una burguesía de izquierdas y una burguesía de derechas. No hay pueblo de izquierdas o un pueblo de derechas, solo hay un pueblo. Todos los esfuerzos que hagáis para imponerles desde fuera una clasificación pergeñada por los doctrinarios políticos solo lograrán crear en su masa unas corrientes y contracorrientes de las que se aprovechan los aventureros. La idea que tengo de pueblo no se inspira en ningún sentimiento democrático. La democracia es un invento de intelectuales, lo mismo, a fin de cuentas, que la monarquía de Joseph de Maistre. La monarquía no puede vivir de tesis o de síntesis. No por gusto ni por elección, sino por vocación profunda o, si lo preferís, por necesidad, nunca tiene tiempo de definir al pueblo, lo toma tal como es. No puede hacer nada sin él. Y creo, casi me atrevería a decir temo, que él no puede hacer nada sin ella. La monarquía negocia con las otras clases sociales que, por la complejidad de los intereses que defienden y que sobrepasan el marco nacional, siempre serán, en cierta medida, estados dentro del estado. Es con el pueblo con quien gobierna. Objetaréis que a veces lo olvida. Pero es que entonces muere. Puede perder el favor de las otras clases sociales y siempre le queda el recurso de enfrentarlas entre sí, de manipularlas. Las necesidades del pueblo son demasiado simples, de un carácter demasiado concreto, de una necesidad demasiado apremiante. Exige trabajo, pan y un honor que se le parezca, desprovisto en lo posible de cualquier refinamiento psicológico, un honor parecido a su trabajo y su pan. Los notarios, ordenanzas y abogados que hicieron la revolución de 1793 pensaban que se podía aplazar indefinidamente el cumplimiento de un programa tan reducido. Creían que un pueblo, un pueblo auténtico, un pueblo formado por mil años de historia, se podía dejar al fresco en el sótano mientras llegaba el momento oportuno. «Ocupémonos de las clases dirigentes, más tarde veremos». Más tarde era demasiado tarde. En la nueva casa construida con arreglo a los planos del legislador romano no se había reservado ningún sitio para el pueblo de la antigua Francia, y hubo que derribarla. Este hecho no debe extrañar. El arquitecto liberal no se había ocupado de alojar a sus proletarios más que el arquitecto romano a sus esclavos. Solo que los esclavos eran un tropel de ilotas de todas las lenguas, naciones y clases sociales, una parte de la humanidad sacrificada, envilecida. Su tribu miserable era obra de los hombres. Mientras que la Sociedad moderna deja que se destruya lentamente, en el fondo de su sótano, una admirable creación de la naturaleza y la historia. Naturalmente podéis tener una opinión distinta de la mía, pero creo que la monarquía no habría dejado que el rostro decente de mi país se deformase de un modo tan grave. Hemos tenido reyes egoístas, ambiciosos, frívolos, algunos malvados, pero dudo que una familia de príncipes franceses traicionaran el espíritu nacional hasta el extremo de permitir que un puñado de burgueses o pequeñoburgueses, hombres de negocios o intelectuales, se adelantasen cotorreando y gesticulando en el escenario, pretendiesen representar el papel de Francia, mientras que nuestro viejo pueblo, tan orgulloso, tan prudente, tan sensible, se transformaba poco a poco en esa masa anónima a la que llaman proletariado.
Al decir esto no creo que esté traicionando a la clase a la que pertenezco, porque no pertenezco a ninguna clase, me tienen sin cuidado las clases y además ya no hay clases. ¿En qué se reconoce a un francés de primera clase? ¿En su cuenta bancaria? ¿En su título de bachiller? ¿En su patente? ¿En la Legión de Honor? ¡No, no soy anarquista! Creo que es muy conveniente que el estado contrate a sus funcionarios entre los mejores alumnos de los colegios e institutos. ¿De dónde los sacaría, si no? Por otro lado, la posición de estos señores no me parece envidiable. Os aseguro que si tuviera la posibilidad de convertir, por arte de magia, a un herrador de pueblo que canta junto a su forja en recaudador de impuestos, no creería que le estaba haciendo ningún favor. Pero admito que a estas personas se las trate con más consideración que al herrador o a mí mismo, porque la disciplina facilita el trabajo y ahorra tiempo al que manda y al que obedece. Cuando estáis delante de una ventanilla de correos, confío en que no os pongáis a discutir con el funcionario y aguardéis modestamente a que se acuerde de vosotros, a menos que os permitáis llamar su atención con una tosecilla discreta. Si el funcionario interpreta esa actitud como un homenaje a su inteligencia y su virtud, qué queréis que os diga, se equivoca. Nuestra clase media comete un poco el mismo error. Como suministra la mayor parte de los agentes de control y vigilancia, cree que es una aristocracia nacional, que cuenta entre sus filas con más jefes. No son más jefes, son más funcionarios, que no es lo mismo. Cuando escribo que ya no hay clases, fijaos bien, interpreto el sentimiento común. Ya no hay clases porque el pueblo no es una clase en el sentido exacto de la palabra, y las clases superiores se han fundido poco a poco en una sola, a la que habéis puesto precisamente ese nombre de clase media. Una clase llamada media tampoco es una clase, y menos aún una aristocracia. Ni siquiera podría proporcionar los primeros elementos de esta última. No hay nada más ajeno al espíritu aristocrático que su espíritu. Se podría definir así: el conjunto de ciudadanos convenientemente instruidos, aptos para todo, intercambiables. Por otro lado, la misma definición sirve para lo que llamáis democracia. La democracia es el estado natural de los ciudadanos aptos para todo. Cuando son muchos, se aglomeran y forman una democracia. El mecanismo del sufragio universal les viene como anillo al dedo, porque es lógico que estos ciudadanos intercambiables acaben encomendándose al voto para decidir lo que será cada uno de ellos. Lo mismo podrían usar el método de la pajita más corta. No hay democracia popular, porque una verdadera democracia del pueblo es inconcebible. El hombre del pueblo, como no es apto para todo, solo puede hablar de lo que sabe, y comprende perfectamente que la elección favorece a los charlatanes. El que charla en el tajo es un holgazán. Abandonado a sí mismo, el hombre del pueblo tendría el mismo concepto del poder que el aristócrata —al que por otro lado se parece en tantos aspectos—: el poder es de quien lo toma, de quien se siente con fuerzas para tomarlo. Por eso no le da a la palabra dictador exactamente el mismo significado que nosotros. La clase media anhela un dictador, es decir, un protector que gobierne en su lugar y la dispense de gobernar. La clase de dictadura con que sueña el pueblo, es la suya. Me contestaréis que los politiqueros convertirán ese sueño en una realidad muy distinta. Sea. Pero la distinción no deja de ser reveladora.
Lo repito, no escribo estas páginas para la gente del pueblo, que por otro lado se cuidará muy mucho de leerlas. Me gustaría que se entendiera bien que no es posible ni concebible ninguna vida nacional cuando el pueblo ha perdido su carácter, su originalidad racial y cultural, y ha quedado reducido a un inmenso depósito de braceros embrutecidos, completado por un minúsculo vivero de futuros burgueses. El que las élites sean o no nacionales tiene mucha menos importancia de lo que creéis. Las élites del siglo XII no eran muy nacionales que digamos, como tampoco las del XIII. Es el pueblo quien le da a cada patria su tipo original. Por muchas taras que le podáis encontrar a la monarquía, este régimen por lo menos había sabido conservar lo más valioso de su herencia, porque incluso en pleno siglo XVIII, cuando el clero, la nobleza, la magistratura y los intelectuales presentaban todos los síntomas de la podredumbre, el hombre del pueblo seguía siendo poco distinto de su antepasado medieval. Es exasperante pensar que habéis logrado convertir el compuesto humano más estable en una muchedumbre ingobernable, sometida mediante la amenaza de las ametralladoras.
Francia no se reconstruirá por las élites, se reconstruirá por la base. Costará más trabajo. ¡Qué se le va a hacer! Costará lo que haga falta. Saldrá más barato que la guerra civil. A las clases medias bien pensantes les parece muy natural que los comezones imperialistas de Mussolini obliguen a Francia e Inglaterra a hacer enormes gastos de armamento. No critican a Mussolini. No es a él a quien señalan como responsable del aumento de nuestras desdichas, la causa de todo son las reformas sociales.
—Pero el pueblo está en manos de peligrosos aventureros, ¿qué hacen ustedes para librarle de ellos?
—Ya llegará el momento. No tenemos tiempo, y lo mismo que las izquierdas explotan el miedo de su clientela al fascismo, nosotros explotamos el miedo de la nuestra al comunismo, es natural. Al fin y al cabo el pueblo no cree en nuestra sinceridad. Si nos acercáramos a él perderíamos muchísimos más votos burgueses de los que ganaríamos entre los proletarios.
—Total, que ustedes se comportan momentáneamente con la clase obrera, inseminada con el virus moscovita, como lo hacen los servicios higiénicos con las poblaciones contaminadas. Mientras se resuelve la cuestión del capitalismo, la producción, la carestía de la vida, mientras se decide entre la fórmula de la Autarquía y la de la Libertad Aduanera, mientras se decide entre el patrón oro y el patrón plata, mientras se asegura la Paz Universal, por no hablar de otros problemas casi igual de importantes, ¿van a dejar al pueblo en la estacada?
—Es usted quien usa un lenguaje demagógico. No se pueden emprender reformas sociales con las arcas vacías.
—Entonces habría que empezar por llenarlas.
—Disculpe, pero no nos quedamos de brazos cruzados. Hemos reforzado la propaganda.
—Sí. Cuando el pueblo piense exactamente igual que ustedes, la cuestión social estará más cerca de la solución, y a un precio muy inferior.
Incluso con pensadores como Doriot, dudo que seáis capaces de llevar a cabo una Reforma intelectual del proletariado calcada de la que proponía el viejo Renán para Francia. Santo Domingo había ideado algo parecido para la cristiandad, una profunda restauración de la doctrina cuyos obreros serían los Hermanos Predicadores. Al igual que los comunistas de hoy, los herejes de la época eran una amenaza para la fe y los bienes de las clases dirigentes. Estas se apresuraron a explicarles a los gobernantes que la fe podía esperar, pero la salvación de la Propiedad exigía medidas más enérgicas. De modo que los Predicadores acabaron proporcionando los agentes de una vasta operación de depuración, semejante a la que he visto en España y que en la Historia se conoce como Inquisición. Si las personas de derechas pretenden utilizar la fórmula, con ello firmarán su propia abdicación.
—¿Y si no hay otra fórmula?
—Mala suerte. Empezamos a darnos cuenta de que la Paz Militar debe comprarse cada veinte años con el sacrificio de varios millones de hombres. Si la Paz Social sale tan cara, probablemente es porque el sistema no vale nada. ¡Váyanse!