INTRODUCCIÓN

«Nos queda por saber si tendremos una República agitada o una República tranquila, una República regular o una República irregular, una República pacífica o una República belicosa, una República liberal o una República opresiva, una República que amenace los derechos sagrados de la propiedad y de la familia, o una República que los reconozca y consagre. Problema terrible y de solución vital».

Alexis de Tocqueville

Este libro trata del movimiento insurreccional de octubre de 1934 y de sus consecuencias. Su tesis básica es que dicha insurrección constituye, literal y rigurosamente, el comienzo de la guerra civil española, y no un episodio distinto o un simple precedente de ella. Por tanto, en julio de 1936 sólo se habría reanudado la lucha emprendida 21 meses antes.

La idea no es nueva. Ya Gerald Brenan consideró en El laberinto español la revuelta asturiana de octubre como «la primera batalla de la guerra civil»[1]; más recientemente han desarrollado la intuición de Brenan otros libros como El golpe socialista, de Enrique Barco, o el de Ángel Palomino, 1934: la guerra civil comenzó en Asturias. No obstante, la idea es parcial, por cuanto la lucha de Asturias fue sólo parte de una insurrección mucho más vasta, la parte más larga y sangrienta, pero no la decisiva. Mayor peligro revistieron los golpes preparados en Madrid y Barcelona, aunque fracasaran pronto, en parte por azar. Y en una veintena más de provincias corrió también la sangre. En Madrid el número de víctimas triplicó ampliamente el de las ocasionadas por el golpe de Sanjurjo en 1932.

Asturias eclipsó al resto por la violencia de la lucha allí sostenida, y también por haber permanecido ignorada durante muchos años —y en muchos detalles todavía hoy— la trama de la insurrección, sus aprestos y objetivos; de ahí que la misma parezca una intentona semiespontánea, con pésima organización y fines confusos. Pero la realidad fue muy otra, como prueba la documentación aquí aportada. El movimiento de octubre fue diseñado explícitamente como una guerra civil, y no sólo resultó el más sangriento de cuantos la izquierda revolucionaria emprendió en Europa desde 1917, sino también el mejor organizado y armado, en Europa y en el resto del mundo. El examen atento de las fuentes hoy disponibles arroja nueva luz sobre los hechos, mostrándolos con perfiles harto distintos de los que a menudo siguen dibujándose.

Así, creo que en adelante quedarán descartadas algunas versiones históricas muy corrientes, pero basadas en apariencias falsas; una de ellas, la del carácter presuntamente defensivo de la insurrección, contra una CEDA fascista. Hoy día casi nadie cree que la CEDA fuera fascista, pero quizás aún sea más importante constatar que tampoco lo creían los dirigentes insurrectos.

Otra interpretación a desechar es la de que fueron las masas, desesperadas por la opresión sufrida a manos del centro y las derechas, las que radicalizaron al PSOE y a la Esquerra. Los datos disponibles revelan que la situación de los trabajadores o de la autonomía catalana no empeoró tras la pérdida del poder por las izquierdas en 1933, y que no había base real para la supuesta desesperación. Sorprende que una copiosa bibliografía insista en la furia popular como causa de la revuelta, cuando las masas desoyeron en casi todo el país los llamamientos bélicos de sus líderes.

Y no defendían los insurrectos las «conquistas republicanas» del primer bienio contra los gobiernos centristas de Lerroux o de Samper, como a posteriori afirmaron muchos dirigentes rebeldes y han recogido sin crítica algunos historiadores. Ni las reformas del primer bienio fueron liquidadas por los gobiernos de centro, ni la revuelta buscaba defender la república, sino asestarle el golpe de gracia, implantando la dictadura del proletariado u otro régimen que el existente. Esta realidad se desprende con certeza de los documentos y declaraciones de la época. En un sentido, este libro puede considerarse la versión socialista y de la Esquerra de entonces, un tanto diferente de la que luego sostuvieron esos mismos partidos.

¿Por qué eligieron el PSOE y la Esquerra el camino de la guerra civil? El primero, porque creyó maduras las condiciones históricas para derrocar a la burguesía y realizar la revolución socialista, su objetivo programático. Así lo prueban las declaraciones oficiales y las polémicas internas del partido. Y contra lo que pudiera creerse a la vista de su fracaso, el cálculo y análisis socialistas sobre la situación política no eran ni mucho menos descabellados.

Y la Esquerra, sin desear una guerra ni una revolución, sentó las condiciones para ambas. Su revuelta fue largamente preparada, y su consigna de un «Estado catalán dentro de la República Federal española» subvertía violentamente la legalidad de la II República. La consecuencia, aunque sus líderes cerrasen los ojos a ella, era necesariamente la guerra civil. En ese sentido, los jefes esquerristas fueron menos coherentes que los del PSOE.

También importa aquí señalar la diferencia de la revolución de octubre del 34 con el pronunciamiento de Sanjurjo en 1932, a veces equiparados. Entre ambos golpes media una distancia cuantitativa enorme: el de octubre llevó la muerte a ciento treinta veces más personas que la «sanjurjada». Y aún mayor es la distancia cualitativa: el golpe del 32 no fue realizado por «la derecha», sino por un sector mínimo de ella, que quedó aislado, sin apoyo de la mayoría; y, como se congratuló Azaña, sirvió para fortalecer a la república. Por contraste, la insurrección del 34 fue realizada por el mayor partido izquierdista en Cataluña y por el principal en el conjunto de España, y apoyado, al menos moralmente, por casi todo el resto de las izquierdas. Por ello tampoco robusteció al régimen, sino que le infligió una profunda herida, de la que acabaría feneciendo.

Demostrar las tesis arriba expuestas es el objeto de este volumen. Pero claro está que aun si consigue probarlas, como espero, ello no basta para sostener que la sublevación militar de 1936 continuase la insurrección del 34. Parece más adecuado considerar a ésta como un precedente menor de la guerra del 36, máxime al ser otros los rebeldes. Sin embargo, confío en dejar sentado, en un próximo libro, «El derrumbe de la II República», que en 1936 tan sólo se reanudó lo que en el 34 había quedado a medias, tal como las brasas de una hoguera mal extinta se resuelven en grandes llamas al recibir nuevo combustible y aire. «El derrumbe…» completa este libro en cierto modo, y forma un todo con él, y por ello adelantaré aquí un esquema de su enfoque.

Desde luego, la continuación de la guerra no era obligada. La experiencia de 1934, por lo cruenta y costosa, pudo haber servido de escarmiento general. Pudo, pero no fue así. La realidad histórica es que el irresuelto conflicto de octubre determinó la política española durante los siguientes 21 meses, bandera de combate para unos y espectro aterrador para otros, sin dar pie a reconciliación ni olvido. A su calor se cocieron a lo largo de 1935 varios procesos belicosos, y se quemaron los tímidos intentos de pacificación.

Entre esos procesos destacó la división del Partido Socialista, tenida por Madariaga como la clave del despeñamiento hacia la guerra del 36. Pero no fue tanto la división como la hegemonía del sector revolucionario de Largo Caballero, que el grupo de Prieto no logró contrarrestar. En realidad, el único sector del PSOE realmente legalista y pacífico, el de Besteiro, quedó laminado por los de Largo y Prieto. Hay quienes opinan que Largo no deseaba en serio la revolución, y que sus declaraciones al respecto eran simple retórica. Esta tesis choca de frente con los datos reales.

El predominio revolucionario en el PSOE no fue la única tendencia bélica que tomó cuerpo en 1935. También hay que contar el impetuoso auge del PCE, en simbiosis con el radicalismo de Largo, al cual impulsó y del cual se benefició. El problema de cómo insertar la agitación comunista dentro de su línea de Frente Popular, que algunos creen moderada porque no perseguía una revolución inminente, es también abordado aquí. El supuesto apoyo del PCE a un Frente Popular democrático no pasa de ser un espejismo creado por tratadistas que olvidan las doctrinas de Stalin.

Factor que pudo haber sido de paz y resultó lo contrario fue la recuperación pública de Azaña. Éste negó ante los jueces haber colaborado con la revuelta de octubre, pero la justificó en sus discursos de 1935 «en campo abierto», y cubrió de loas a los rebeldes. Excluyendo la violencia, propugnaba, al igual que Prieto, un desahucio político de la derecha, bajo apariencias democráticas. Sus planes de entonces recuerdan al PRI mexicano y no a una democracia en sentido habitual. Por desgracia para él, su partido carecía en absoluto de la fuerza del PRI, y por ello tuvo que asentarse en las arenas movedizas de un PSOE cuyo grupo hegemónico tenía metas aún más extremadas. Con frecuencia se califica de moderada la postura de Azaña y su programa de gobierno, pero el análisis de ellos revela moderación sólo al compararlos con los de Largo Caballero, el PCE o la CNT. Y en ningún otro sentido.

Ocurrió en 1935 un cuarto hecho, crucial a mi juicio: la demolición del partido principal de centro, el Radical, de Lerroux, empleando como mina el célebre asunto del straperlo. Todos los indicios apuntan a que el escándalo, montado sobre unas corruptelas de menor cuantía, fue orquestado por Prieto y Azaña, con el concurso de Alcalá-Zamora. Como en una tragedia cuyos protagonistas marchan medio a ciegas al desastre, cada cual cooperó, a su modo y por motivos distintos, en la voladura del único amortiguador entre unas izquierdas y unas derechas cada día más irreconciliables. Con todas sus taras, el Partido Radical fue el único estable, potente y organizado entre los partidos llamados republicanos; casi todos los demás, improvisaciones de última hora, carecían de firme respaldo orgánico o de una masa asentada de votantes. Debe recordarse este dato, pues marca la endeblez del régimen. Por ello la liquidación de Lerroux privó de un apoyo insustituible a la república, ya excesivamente sacudida.

No se entiende este suceso, ni otros muchos, sin el fondo de enconadas rencillas entre los líderes, de las cuales ha quedado copioso rastro en sus escritos. Prieto y Azaña detestaban a Lerroux y a su partido. Alcalá-Zamora obró por una mezcla de resentimiento y esperanza de ser él quien orientase a la opinión moderada del país, heredándola del aniquilado jefe radical. Por eso, creyendo que un nuevo y potente centrismo reequilibraría al régimen, no vaciló en convocar las elecciones de febrero de 1936, en momentos de máxima exacerbación de los ánimos. Esas elecciones sepultaron el centro, y con él las ilusiones equilibradoras de Acalá-Zamora.

¿Cómo llegó a cuajar tal antagonismo? Esta cuestión es básica, porque la derrota de la insurrección del 34 se debió ante todo a una abstención popular casi completa, lo que indica que aún no existía un clima de guerra. En cambio, en julio de 1936 bastó la rebelión semifracasada de una parte del ejército para que grandes masas se lanzasen ávidamente a la lucha y en cuestión de horas la legalidad republicana cayera por tierra, imponiéndose la revolución en los dos tercios de España dominados por las izquierdas. Este espíritu fraguó en los meses siguientes a 1934, y en este libro sostendré que su fermento fue la enorme campaña de propaganda lanzada por las izquierdas en torno a los supuestos crímenes de la represión en Asturias.

El debate historiográfico sobre la represión ha solido centrarse en la mayor o menor veracidad de los relatos de atrocidades, pero más cruciales fueron los efectos políticos de la campaña misma.

Ésta vertebró en 1935 la reorganización del Partido Socialista y el auge del PCE, determinó la quiebra del sector pacifista de Besteiro y dio sustancia al resurgimiento de Azaña. De ella nació una sed de venganza en millones de personas y una hostilidad sin fisuras entre derechas e izquierdas. A ella debió el Frente Popular su constitución y su triunfo en las urnas; pues la campaña, lejos de agotarse con el paso de los meses, alzó verdaderas llamaradas de odio en las elecciones de 1936, de las que fue motivo central. El espíritu así alimentado propició luego el naufragio de los gobiernos de Azaña y Casares en una marea de desorden teñida de rojo —y no sólo por las banderas revolucionarias—. Entonces, como reconocen Azaña y Gil-Robles, gran parte de las derechas se creyeron abocadas a la destrucción y decidieron rebelarse a su vez.

Tales fueron las consecuencias de la revolución del 34, planeada como una guerra civil: una serie de procesos de fractura social y radical enfrentamiento que hicieron probable y por fin inevitable la prosecución de la guerra menos de dos años más tarde, como trataré de mostrar en «El derrumbe de la II República», de hecho segundo volumen de esta obra, como antes señalé.

Comencé esta investigación de modo accidental en 1991, a partir de un libro reportaje que pensaba escribir sobre el año 1936, seguramente el más decisivo de la historia española del siglo XX y de efectos todavía muy tangibles. Pronto percibí que los sucesos de dicho año eran ininteligibles sin los de 1934, y que no bastaban unas referencias generales para aclarar la relación entre ambos. Hube de preparar un capítulo aparte sobre la revuelta de octubre, el cual, poco a poco, se convirtió en estos dos volúmenes, quedando el libro reportaje para mejor ocasión.

No partía, pues, de unas concepciones precisas. Mi idea inicial se acercaba a la hoy día corriente: la guerra civil, comenzada en julio de 1936 por el ejército y la reacción, se incubó en los años anteriores, debido a que la república amenazaba los intereses retrógrados de la derecha y no tuvo la decisión de aplastar a tiempo esos intereses. La derecha habría conspirado desde el primer momento para derrocar la república y, tras el intento fallido de Sanjurjo, había logrado su objetivo después de una feroz contienda de tres años contra la legalidad democrática. Entre medias, en 1934 se había levantado en Asturias la clase obrera, y en Cataluña la Generalitat, para cortar el ascenso fascista.

Este esquema sigue siendo muy aceptado, pese a su notoria inconsistencia. El peligro fascista, de existir, debiera haberse manifestado de lleno —desde el poder y con el triunfo asegurado—, aprovechando la insurrección izquierdista de 1934 y su fracaso. En lugar de ello, los «fascistas» respetaron la ley, se dejaron luego expulsar del gobierno por la voluntad, discutiblemente constitucional, del presidente Alcalá-Zamora, aceptaron la derrota electoral de febrero de 1936, intentaron todavía un acomodo con Azaña, y sólo fueron a sublevarse meses más tarde, en condiciones desfavorables, casi desesperadas. Estos hechos no encajan en el esquema arriba expuesto. Tampoco encajan otros: el grueso de la derecha no conspiró durante el bienio izquierdista ni apoyó el golpe de Sanjurjo; y no fue ella, sino la CNT-FAI, la que empujó al gobierno de Azaña a la crisis que terminó por echarle del poder en 1933. Nadie con conocimiento de causa puede negar que la CEDA actuó dentro de la legalidad y con más moderación, en la práctica, que los republicanos de izquierda. La síntesis de Richard Robinson concuerda mejor con los hechos que el difundido esquema arriba expuesto: «Admitiendo que el futuro de la república dependía del movimiento socialista y del partido católico, es importante reconocer que fue el primero y no el segundo el que abandonó los métodos democráticos y apeló a la violencia. En segundo lugar, es evidente que los propios republicanos de izquierda asestaron un serio golpe a la República democrática, al adaptar la forma de gobierno a sus propias predilecciones ideológicas»[2]. A esta conclusión se llega igualmente examinando las fuentes de la izquierda.

Algunas corrientes historiográficas subsumen las contradicciones señaladas como detalles secundarios en un amplio cuadro de «lucha de clases», o de un determinismo económico o de otro tipo. En tal contexto, las ideas y actos de los protagonistas históricos pierden valor o se reducen a anécdotas ante las poderosas e impersonales fuerzas que empujan la historia y le dan sentido. Estos enfoques suelen presentarse con timbres científicos, pero es lícita la sospecha de que terminan por sustituir los sentimientos, cálculos y decisiones de los personajes históricos por los del propio historiador, el cual se convierte, subrepticiamente, en el auténtico protagonista: él cree conocer bien las fuerzas que moldean la historia, y con ellas a su favor maneja a los personajes reales y a las masas, arrumbando o retorciendo los datos que no encajan en sus teorías. Toma por objetivas esas fuerzas abstractas, que a veces emanan más bien de su imaginación o de su fe ideológica y dan a muchos libros un peculiar tono burocrático[a].

La tentación es fuerte. Hay algo profundamente misterioso en el curso de la historia, en la relación entre los líderes y las masas, en la forma como se gestan opciones de enormes consecuencias, en los resultados últimos de los sucesos, en la disparidad de ánimo y de acierto entre unas generaciones y otras… La razón busca algún elemento que determine los acontecimientos por encima de los confusos deseos y conflictos de los personajes, superando la apariencia caprichosa que de ellos toma la historia. Pero ha de reconocerse que hasta ahora esa búsqueda ha generado ideologías muy dudosas y no una teoría general aceptable. Tal vez los actuales intentos de domar el «caos» admitiendo el carácter desproporcionado entre muchas acciones y reacciones sociales alumbren ideas de validez más amplia, pero hoy por hoy el orden y sentido que pueda descubrirse en los sucesos históricos es limitado, y debe prevalecer la atención a los personajes y hechos concretos, y el cuidado de no mutilarlos o deformarlos en aras de teorizaciones de engañosa claridad.

Tal deformación resalta en conclusiones como ésta de Jordi Maluquer de Motes, buena síntesis de un enfoque muy común: en la república se habría producido «un apreciable crecimiento de los salarios, a favor de los jornaleros rurales singularmente, y un fuerte declive de la parte de las rentas provenientes de la propiedad, tanto beneficios como renta de la tierra. El estallido de la Guerra Civil encontraría su explicación última en esa acentuada transformación del período 1931-1936»[3]. Así, la derecha se habría alzado contra la más justa distribución de rentas y salarios propiciada por la república. Ése sería el fondo de la cuestión, y lo demás, es decir, las posturas concretas del PSOE, o la CEDA, de Azaña, Largo o Gil-Robles, quedarían en curiosidades o epifenómenos (salvo en la medida en que corroboren la idea previa). Pero la tesis, atractiva en su sencillez, no resiste el análisis.

Olvida que las derechas no estaban constituidas sólo por capitalistas (tuvieron tantos seguidores como las izquierdas en febrero del 36); o implica que los sublevados ese año fueron principalmente los terratenientes, lo que no llega ni a caricatura de la realidad. Es razonable, en cambio, la referencia del autor al período 1931-36, y no sólo al primer bienio. Algunos, en efecto, suponen que las mejoras sociales del bienio izquierdista de 1931-33, se hundieron brutalmente en el bienio siguiente, dominado por el centro derecha. Hoy sabemos que no hubo hundimiento, y eso prueba que la derecha no encontró demasiado ruinosa o peligrosa la que, exagerando un poco, llama Maluquer «acentuada transformación» republicana (transformación atenuada, además, por la progresión del desempleo). No pudo ser ésa, por tanto, la explicación última, ni la primera, de la rebelión derechista de 1936.

Los orígenes de la guerra civil pueden remontarse a finales del siglo XIX e incluso antes, a la raíz de una serie de problemas sociales y económicos surgidos en ese período. Pero aunque esos problemas eran muy reales, y los estudios al respecto esclarecedores, no predeterminaban la guerra, salvo en análisis marxistas. Todos los países afrontan retos varios, y los de España en los años 30 no eran excepcionales. Lo que empujó a la guerra no fue la gravedad intrínseca de esos retos, sino la respuesta que les dieron los partidos. Esto, que puede sonar obvio, plantea la cuestión en términos que no son económicos o sociológicos —aunque hunda sus raíces en ellos—, sino políticos.

Por ello, trataré aquí de exponer las decisiones, actos y cálculos de los partidos y personajes, su lógica y contradicciones. Los cito con más extensión de lo habitual a fin de disminuir el riesgo, siempre grande, de desfigurar sus intenciones al destacar sólo algunas palabras de ellos en un contexto demasiado elaborado por el historiador. La fidelidad al personaje resulta fácil en casos como el de Largo Caballero, por lo general consecuente en dichos y hechos; más ardua con Prieto o Companys, y especialmente con Azaña, en cuyo discurso cabe la defensa del parlamentarismo y su desvirtuación, y en cuyos actos hay que incluir dos intentos de golpe de fuerza contra la legalidad republicana —obra suya en parte—, uno de los cuales apenas había sido advertido hasta ahora.

Opino, en suma, que si bien los problemas de la república venían de lejos, los orígenes de la guerra se hallan en la propia república, y no antes. El nuevo régimen, precisamente, al suscitar un intenso sentimiento de esperanza en soluciones drásticas, pero irreales, provocó decepción y envenenó los problemas año tras año, hasta no dejar otra salida que la de las armas. Fracasó justamente el juego político que debiera haber permitido una evolución calmada y alternancias de poder no violentas. En otras palabras, la cuestión central de la república, englobadora de los demás problemas, fue la de la democracia, en unos tiempos en que ésta sufría una aguda crisis en casi todo el mundo, por efecto de la depresión económica y de la propaganda que, aprovechándola, difundían los partidos extremistas. En España, la pendiente hacia el choque armado comenzó con las elecciones de noviembre de 1933, cuyo veredicto, favorable al centro derecha, fue rechazado por las izquierdas y motivó el paso de éstas a la ruptura con las instituciones y a la organización insurreccional.

Este suceso queda enturbiado en versiones como la expuesta por J. M. Macarro Vera, investigador ajustado y veraz en sus estudios parciales, pero convencido de que «la idea de democracia como concepto operativo para la España de 1934, era abstracta, irreal», mientras que la república sería algo más: un régimen de reformas, «de cambio» social y político determinado. Eso era, dice él, «lo que los españoles entendían por República». De ahí que «lo que en 1934 se debatía no era democracia sí o no, sino las reformas iniciadas el 14 de abril o la vuelta encubierta a un régimen monárquico», «lo que para los españoles se ventilaba entonces era progreso o marcha atrás». Pero ¿pensaban así «los españoles» o lo piensa Macarro arrogándose por las buenas la voz y representación de ellos? Los españoles de 1933, nada menos que un 63% de los votantes, se inclinaron por una interpretación de la república muy diferente. Sólo el 37% pensaban como nuestro autor, quien habla de «la debilidad popular mostrada en las elecciones citadas», como si «el pueblo» se redujese al sector de españoles cuya actitud merece su simpatía. Y, en efecto, estas versiones se sostienen en conceptos en el fondo totalitarios de «pueblo», «progreso», «reacción» etc. No extrañará que tengan por «abstracta, irreal», la democracia.

Mantener teorías como la vista exige, nuevamente, sacrificar demasiados hechos. Los votantes de 1933 no desdeñaban los cambios del bienio anterior, al menos muchos de esos cambios, pero tenían experiencia de otros factores, como el profundo deterioro del orden público, las represiones arbitrarias y rígidas bajo una «Ley de defensa de la República» que solía considerarse atentatoria a las libertades, el ataque sistemático y a menudo violento a las convicciones religiosas de la mayoría, el modo irrealista y frustrante como fueron acometidas la reforma agraria, la educativa, etc. Estos hechos perturban ciertas armonías teóricas, pero pasarlos por alto o minimizarlos significa desvirtuar la historia, como en esta conclusión: «De ahí que Octubre fuese no un asalto a la democracia, sino un intento de rescatar la República, es decir, de recuperar el programa reformador del 14 de abril»[4]. Ese «de ahí» sólo puede consistir en el olvido de hechos significativos y la atribución a «los españoles» de las ideas del historiador o del político. Y supone despreciar una realidad totalmente contrastada y decisiva: que los sublevados de Octubre no pensaban en la república del 14 de abril, con todos sus cambios, sino en un régimen totalitario. Su acción fue, muy precisamente, un asalto a la democracia y a la república, incluso concibiendo ésta a la manera de Macarro.

He procurado evitar juicios morales o políticos generales y concluyentes. No porque esos juicios carezcan de interés; en cierto sentido son lo más importante. Y el relator de los hechos, con la ventaja de conocer su desenlace, cosa vedada a los protagonistas durante la acción, fácilmente se siente autorizado a emitir «el fallo de la historia». Pero esa ventaja, un tanto ilusoria, da pie a sentencias ingenuas. Los «juicios de la historia» suelen envejecer pronto, y desde luego caen en lo gratuito cuando los hechos no son conocidos con suficiente claridad, que rara vez es completa. La tarea del historiador consiste, en mi opinión, en hacer esa claridad en lo posible y dejar al lector sus propias valoraciones.

Obviamente, el historiador está también condicionado por su actitud y valoraciones previas, ideológicas o de otro género, pero de ahí no cabe concluir que la aproximación a la verdad sea imposible, o que todos los enfoques valgan igual. El ángulo desde el que se mira cambia la visión de los hechos, pero no tanto que haga de éstos ilusiones ópticas. La insurrección de octubre, por ejemplo, es indefendible desde una perspectiva democrática, y en cambio se justifica desde una revolucionaria. Hasta un historiador marxista ha de reconocer el hecho de que aquel alzamiento tuvo carácter antidemocrático, y que defenderlo con argumentos democráticos, como se ha hecho, falsea la realidad; incluso si dicho autor encuentra políticamente aceptable desvirtuar la realidad en aras de un fin revolucionario, como historiador debe atenerse a ella. Y a la inversa, la crítica de los datos e interpretaciones puede demostrar su grado de veracidad —nunca absoluta— o de falsedad. La crítica de versiones historiográficas a mi entender poco ajustadas a los hechos, tiene por ello cierta importancia en este libro, con plena conciencia de que él también ha de sufrir la misma prueba de fuego.

Otra dificultad de los estudios sobre la guerra hispana es la plétora —aunque irregular— de documentos, testimonios, opiniones y relatos contrapuestos. Si en la historia antigua la escasez de documentos obliga a rellenar lagunas a base de imaginación y lógica, en la contemporánea el problema suele ser el contrario: el de orientarse en un laberinto de papeles que llega a oscurecer los hechos evidentes. Es factible acumular material supuestamente probatorio de cualquier tesis, incluso la más ajena a la realidad: basta centrar la atención en los hechos atípicos. Pero si algunos robles en un pinar deben recibir atención, ésta no debe enturbiar la visión del tipo de bosque en que crecen. Para salir del laberinto, de nuevo el cuidado por los hechos, por su constancia y su lógica, debe privar sobre las conveniencias de la teoría.

El estudio de la contienda española viene obstaculizado, además, por la nube de pasiones que alzó dentro y fuera de España, y que la han convertido en uno de los eventos del siglo XX generadores de mayor bibliografía. Sesenta años después de ella buena parte del material que se imprime sigue lastrado por la propaganda. Su capacidad para movilizar a las masas ha hecho de la propaganda política una fuerza histórica de primer orden, y como tal debe ser tenida en cuenta. Este fenómeno, hipertrofiado en el siglo XX y fundado en la condensación —más bien la sustitución— del pensamiento en palabras y frases hechas, de fuerte contenido emocional pero sin mayores deseos de veracidad y repetidas machaconamente, obliga a quien pretenda historiar nuestro tiempo a un fatigoso esfuerzo de orientación en la broza propagandística y de resistencia a la presión pasional de tópicos muy extendidos. En lo que se refiere a nuestra guerra, ¡hasta nombrar a los contendientes se hace complicado! ¿Fascistas y demócratas? ¿Nacionales y rojos? ¿Nacionalistas y republicanos? Etc. Casi ninguno de estos nombres resulta adecuado. El gobierno de octubre del 34 no era en absoluto fascista, ni demócratas los sublevados. Los rebeldes de 1936 eran nacionalistas, pero también lo eran en el otro bando, no sólo, a su manera, los del PNV y la Esquerra, sino también los demás, cuya propaganda adquirió un tono españolista muy agudo. En julio del 36 el gobierno legal perdió el control sobre su propia zona, sumida en la revolución, por lo que, en rigor, ese bando dejó de ser republicano, al menos si pensamos en el régimen inaugurado el 14 de abril de 1931. Una parte de los sublevados era fascista y otra mayor de sus contrarios roja, pero grandes sectores en ambas zonas no eran una cosa ni otra. En fin, en este libro llamaré a los rebeldes del 36 franquistas o nacionales, lo primero por la concentración del poder en la figura de Franco, no por una ideología franquista, inexistente; lo segundo porque un vínculo definitorio entre ellos fue la consideración de España como una nación, idea menos firme y unánime en sus adversarios. A éstos los denomino «frentepopulistas» o, abreviando, «populares» o «populistas» —en un sentido diferente de lo que suele entenderse por populismo—. Me parece correcta esta denominación porque el Frente Popular se convirtió durante el conflicto en un nuevo régimen, aun si sus querellas internas le impidieran consolidarse.

De las pasiones suscitadas por la guerra española resuenan todavía ecos —a veces más fuera de España que dentro—, aunque debilitados. El sangriento conflicto quedó, para la mayoría de quienes lo vivieron, como un suceso terrible que, ante todo, no debía repetirse y sí más bien olvidarse. Pero a finales de los años 60, con el aflojamiento de la censura y el relativo auge de la oposición a Franco, el tema recobró pasión y beligerancia, sobre todo en medios juveniles, minoritarios pero significativos; actitud que pervivió durante la transición y buena parte de la democracia. Aun así, la oleada de publicaciones de estas décadas ha dejado obras excelentes, que están en la mente de todos y que, al clarificar innumerables cuestiones y derruir tópicos creados por los odios ideológicos, han contribuido a sanear la memoria y a afianzar la concordia colectivas. En años recientes, por el contrario, han resurgido esos tópicos, incluso en sus formulaciones más burdas, apoyadas en películas de propaganda pura y realmente simple, pero muy promocionadas.

De todos modos la pasión ha perdido fuelle en los últimos años y casi ha desaparecido entre la juventud. Sobre ese pasado no tan remoto la inmensa mayoría de los universitarios actuales tiene escasas referencias, a menudo falseadas o teñidas de un torpe desdén por sus mayores, debido a un cierto cansancio y a la irrupción de esa cultura plana, chillona y sin raíces, que se extiende de modo al parecer incontenible. Un intento de clarificación histórica puede llegar cuando ya es poco útil, por el descenso del interés popular en el tema, y quizás sea el caso de este libro. En compensación, el ambiente más tibio debiera facilitar una recepción más serena.

He de señalar que la exposición no sigue el orden cronológico más frecuente en libros de historia, ya que empieza por un amplio resumen de la misma insurrección de 1934, para pasar en la segunda y tercera partes a examinar respectivamente sus raíces políticas, y su organización y preparativos. He preferido este orden porque la explosión revolucionaria de aquel octubre está hoy un tanto difuminada en la memoria colectiva, que ha perdido la noción de su trascendencia histórica. Percibir la importancia de la «primera batalla de la guerra» ayudará al lector no especializado a interesarse y entender mejor los hechos que llevaron a la contienda, sin pérdida de comprensión. Al menos eso espero.

Expreso aquí mi agradecimiento a las personas que, leyendo y criticando el original o de otras maneras, me han ayudado a sacar a flote este estudio: Francisco Carvajal Gómez, Miguel Ángel Fernández Díez, Luis Miguel Úbeda Tornero, Joaquín Puig de la Bellacasa, Vicente Palacio Atard (que no comparte la tesis aquí sostenida), Luis García Moreno, José Andrés Gallego y, de manera especial Jesús Salas Larrazábal, Dolores Sandoval León y Carlos Pla Barniol.