Capítulo XI

CONTINUACIÓN DE LA GUERRA POR OTROS MEDIOS

Una mirada atenta a la evolución de la II República permite concluir, como adelantábamos en la introducción, que su crisis decisiva la abrieron las elecciones de 1933. En ellas surgió —de modo inesperado, pues nadie había previsto un vuelco electoral tan fuerte— la cuestión de si el régimen iba a ser, o no, una democracia con alternancia de poder. La alternancia resultó imposible, a causa, no de la actitud de la CEDA, moderada por no decir timorata, sino de la reacción de las izquierdas. Éstas rechazaron de modo terminante el veredicto popular y trataron desde el primer momento de hacer imposible la vida del gobierno salido de las urnas. No obstante, los supuestos en que basaban su rechazo los republicanos diferían de los del PSOE. Los primeros sólo concebían y aceptaban una república gobernada por ellos (con inevitable apoyo socialista), mientras que los segundos creían llegada la oportunidad histórica de su revolución, ante la cual estaban de sobra las formalidades democráticas burguesas.

El PSOE obró, ya lo hemos visto, con coherencia. Su programa perseguía un régimen socialista, y la república no pasaba, al fin y al cabo, de constituir una etapa en la marcha hacia ese fin. El problema era: ¿se había agotado esa etapa a finales de 1933? ¿Podía proponerse ya el paso a la dictadura proletaria? En una situación de aparente quiebra general capitalista y de posible fascistización de la derecha, el proyecto revolucionario contaba con sólidos argumentos a su favor.

Los republicanos de izquierda fueron mucho menos coherentes. Invocaban la democracia y al mismo tiempo la demolían.

Ante la decisión socialista de organizar una guerra, su postura parece moderada, pero en realidad no lo era. Simplemente reconocían su incapacidad material para intentar una aventura así. Hay buenas razones para pensar que se hubieran sumado a ella si los socialistas les hubieran ofrecido una dosis mayor de poder. De hecho la Esquerra colaboró activamente, fiada en el cálculo de que en Cataluña sería ella quien mandase, y no el PSOE. Salvo excepciones personales, las izquierdas burguesas nunca condenaron los actos revolucionarios, y por lo demás, sus intentos de golpe de estado, acosos al presidente, insistencia en pactar con el PSOE pese a su bolchevización, etc., no sólo trastornaban al gobierno centrista, sino que rompían las reglas del sistema.

La conducta de estas izquierdas partía del principio de que gobernar la república exigía no tanto los votos como unos «títulos» de los que ellos serían depositarios privilegiados. Es difícil encontrar la base de semejante titularidad. El régimen nació de una conjunción de factores, entre los cuales contó poco el esfuerzo o el mérito de las izquierdas republicanas. La fecha de fundación de esos partidos ya indica bastante: en 1926 se había constituido una «Alianza Republicana» con grupos dispersos por el país, precariamente coordinados. Acción Republicana, de Azaña, nació en 1925 como «embrión de partido», sin pasar de tal hasta 1930; el partido Radical Socialista apareció, débilmente consolidado, también en 1930. La Esquerra no se formó hasta marzo de 1931, con la unión de tres grupos. Hasta entonces habían sido, más que partidos, sociedades dispersas o simples cenáculos.

Se trataba, con toda evidencia, de formaciones improvisadas, incapaces de provocar una crisis histórica como un cambio de régimen… Aunque no de aprovecharla. En rigor, no tuvieron arte ni parte en la caída de Primo de Rivera o en la formación de una opinión republicana, la cual, como observamos en otro lugar, se debió más bien a intelectuales influyentes como Ortega, Unamuno, Marañón o Pérez de Ayala. Su pobre ascendiente resalta en el hecho de que la conspiración antimonárquica fuese encabezada por Alcalá-Zamora, hombre de derecha como Miguel Maura y figuras ambas que calmaron a la opinión derechista con respecto a la república, facilitando el tránsito a ésta. Frente a ambos, como frente a Lerroux, Largo Caballero, Prieto o Besteiro, los líderes republicanos de izquierda eran prácticamente desconocidos en 1930, con las relativas excepciones de Marcelino Domingo y Macià, ambos catalanes. Azaña, Gordón Ordás, Martínez Barrio, Casares, etc., no produjeron la república, sino que ésta los produjo.

En la llegada del régimen jugaron su papel otros sucesos inesperables. Así el fracaso del golpe de Galán y Hernández, que revirtió en el máximo beneficio para su causa, al despertar su fusilamiento una viva impresión emotiva y romántica en las masas. O el apoyo a última hora del general Sanjurjo, apartando a la Guardia Civil de la defensa de la monarquía; o la decisión de Maura de ocupar el ministerio de Gobernación en un momento decisivo, etc. Casi ninguno de estos hechos puede apuntarse en el haber de las izquierdas republicanas.

Además, el sentimiento republicano de masas fue un fenómeno repentino y por tanto de escaso arraigo, urbano y por tanto minoritario en la España de entonces. De ahí que fuese también un sentimiento confuso. Las elecciones de junio de 1931, en un ambiente ya intranquilo, relegaron a las derechas, pero las izquierdas republicanas permanecieron muy minoritarias, aun favorecidas por el viento emocional de la ocasión. Y algo indica el hecho de que el partido más votado de ellas, el Radical Socialista, se distinguiese por su acentuada improvisación ideológica y organizativa, así como por una demagogia más que notable.

Esta mezcla de extremismo e inconsistencia determinó el derrumbe de la conjunción republicano-socialista del primer bienio: el sector republicano, por su falta de fuerza y cohesión, y por sus contradicciones doctrinales, no podía sujetar al PSOE a la democracia; al contrario, avivaba el revolucionarismo socialista, siempre vigente. Fracasado el experimento de Azaña, quedaba el de Lerroux, simétrico de aquél: integrar a la CEDA en la república. ¿Estaba también condenada al fracaso esta experiencia? En principio no. Los cargos de extremismo y antidemocratismo hechos a la CEDA por sus adversarios han sido tremendos y han disfrutado de un sorprendente favor historiográfico, pero el examen de la época obliga a otras conclusiones. Tanto las palabras como las acciones de Gil-Robles demuestran que estaba mucho más dispuesto a aceptar las reglas del juego democrático que el PSOE y que las mismas izquierdas burguesas. Una propaganda abrumadora ha echado sobre la derecha española de entonces el sambenito de la violencia, pero lo cierto es que no cabe achacar a la CEDA los atentados, ni las milicias, ni las confrontaciones de masas y callejeras que salpicaron de sangre el primer bienio, como tampoco las violencias que siguieron a su triunfo electoral, apenas explotado por Gil-Robles. Ni hubo una política de venganza social que hubiera acarreado hambres generalizadas, las cuales no existieron. El hambre probablemente disminuyó, aunque no mucho, con los gobiernos centristas.

En contra de las expectativas del PSOE, y a pesar de la fortísima tensión de la época, la derecha apenas se fascistizó. Los grupos fascistas permanecieron políticamente insignificantes. Como veremos en «El derrumbe de la II República», volumen que completa éste, el programa «corporativista» de la CEDA era muy vago, sin plazos, y prefería inspirarse en las reformas entonces en marcha en Inglaterra y Estados Unidos (intervención creciente del estado en la vida económica y en las relaciones entre obreros y patronos), antes que en Italia, y menos aún en Alemania, cuyo totalitarismo rechazaron reiteradamente Gil-Robles y El Debate.

Pero la integración de la CEDA no dependía sólo de Lerroux y Gil-Robles, sino también del PSOE y los otros republicanos, y éstos la repudiaron desde el primer momento, convencidos de que la república sólo podía tener legitimidad como régimen de izquierdas o transformándose en socialista. Ello hacía inviable la convivencia. La idea de una guerra civil revoloteó sobre la república casi desde sus inicios, y bajó al suelo de las realidades en las cruciales elecciones del 33. La campaña electoral ya tuvo visos bélicos, y la derrota produjo en las izquierdas un cierto frenesí. Aunque no pudo verse claramente hasta un año después, el PSOE y la Esquerra estaban ya en pie de guerra, y otros partidos dispuestos a hundir las instituciones.

Aquellos partidos creían, o al menos decían, representar al pueblo, votara éste lo que votara, pero cuando se lanzaron finalmente a la revuelta —o la apoyaron—, el pueblo volvió a decepcionarles, desoyendo sus llamamientos. Las masas no estaban maduras para una guerra civil y, en consecuencia, la intentona se vino abajo. La experiencia planteó a los socialistas una disyuntiva: «El Partido tendrá que elegir entre ser secuaces de los republicanos o seguir la línea de Octubre. Todos, todos, vamos a tener que elegir», le dijo Largo a Vidarte[1]. Prieto, desde luego, iba a alinearse con Azaña, renunciando a nuevas insurrecciones; Largo iba a persistir en la línea de octubre.

Los argumentos octubristas no dejaban de tener contundencia. La burguesía, aseguraba la teoría y parecían confirmar los hechos, o bastantes hechos, estaba condenada por la historia; había resultado más fuerte de lo previsto, pero su triunfo sólo podía ser pasajero, y no había ninguna razón fundamental para cejar en el empeño de derrocarla. Después de todo, los sucesos de Asturias demostraban también su debilidad. Si en las demás regiones, o en varias importantes, la gente hubiera luchado con el mismo denuedo, el gobierno no habría vencido. La lección era que había que preparar mejor el próximo intento, corrigiendo errores de táctica, disciplinando a fondo al partido, ampliando las alianzas y, sobre todo —aunque esto no se decía— insuflando mayor ardor combativo a las masas.

Prieto, en cambio, vio en la derrota la prueba de la imposibilidad de tomar el poder por la fuerza. Y ya que la derecha había respetado el orden legal, sin hacer amago de proscribir a los partidos rebeldes, convenía renovar la alianza del primer bienio con las izquierdas burguesas, como única garantía para volver a gobernar. El problema era: ¿se impondría la línea de Prieto o la de Largo? Ninguna ganó del todo la partida, aunque predominó la de Largo, y en los meses siguientes el PSOE iba a verse desgarrado entre las dos tendencias, en una furiosa querella que lo condujo al borde de la escisión, sólo evitada por la continuación de la guerra en julio de 1936.

En cuanto a los republicanos de izquierda, habían roto con las instituciones el 5 de octubre, poniéndose fuera de la ley por su propia cuenta, pero el gobierno los trató como si tal ruptura no se hubiese producido, y ellos procuraron olvidar el asunto. También deseaban resucitar el pacto con los socialistas; y la Esquerra, que salió muy bien librada de su derrota, alentó enseguida una alianza muy amplia para recuperar el poder por vía electoral. Sin embargo sería un tanto inadecuado considerar moderada o democrática esta política. Tan pronto se recobraron de la conmoción sufrida, aquellos republicanos se emplearon con una dureza sin concesiones contra el gobierno. Su intención era, una vez obtenido el poder, utilizarlo de tal modo que la derecha o el centro no pudiesen retornar a él en modo alguno.

Finalmente iba a llegarse a una alianza, por imperativo de los intereses comunes. Pero la misma tendría que hacerse en un plano muy diferente del primer bienio, pues incluía a un PSOE con hegemonía revolucionaria, y a los comunistas. La alianza, conocida posteriormente como Frente Popular, iba a ser incomparablemente más volátil y arriesgada que la de 1931.

Estas actitudes y el temor creciente del centro-derecha, convirtieron la política española después de octubre en la continuación de la guerra por otros medios, como podría decirse parafraseando a Clausewitz. Los escrúpulos morales y el respeto a las reglas del juego democrático desaparecieron. Este período final de la república vino marcado por una serie de procesos destructivos de la convivencia, que, casi fatídicamente, habían de culminar en la vuelta a la confrontación armada en julio de 1936, a los veintiún meses de la de 1934. Para entonces el espíritu de guerra civil había calado en las masas lo suficiente como para que las armas hablasen durante casi tres años más.